CORTE DE CHALECO


Oyeron un trote que venía desde lejos, en la profundidad de la tierra, como si los cascos he­rrados pisaran debajo del piso de barro de la cocina en que trabajaban las tres mujeres. Águe­da, sentada en el tronco que servía de umbral, cesó de desgranar maíz y movió el cuello con ligereza de pava en peligro para ver a la madre y a la hermana casi en un solo movimiento. Esperaban y no esperaban, con la cabeza fija y la inestable mirada vagando sin reposo, las tres suspendidas de un hilo demasiado resistente, con­centradas en el leve repiqueteo subterráneo, hasta que Águeda se tiró al suelo y puso una oreja sobre el barro apisonado.
—Viene por el cafetal —murmuró sin mo­ver la cabeza, con los ojos cerrados y un costado rozando el piso.
—Son dos —dijo Estela, y con las manos sobre las rodillas se inclinó sobre la hija, consultándola más que afirmando.
—No; es uno, nada más uno... Por el trote, parece una mula... Está cruzando el puente —agregó al percibir el ruido seco de las herra­duras sobre los troncos de pino. Se incorporó de un salto y Soledad estaba junto a ella, con la escopeta cruzada sobre el vientre y los ojos más negros bajo el brillo que no era ni miedo ni audacia, solamente expectación—. Dámela. Ustedes escóndanse detrás del fogón.
—No, no. Escóndanse ustedes —dijo Sole­dad, sin levantar la voz, y resistió la fuerza y la urgencia con que la hermana quería tomar el arma.
—Dámela— insistió la otra, con voz sibilante, pero ordenando con prisa y voluntad irresistibles.
Se apoyó contra la pared de cañas secas, acechando por entre las rendijas y con el dedo tenso puesto sobre el gatillo. Oyó que el trote se detenía por un momento frente a la puerta de golpe y luego volvía a golpear el camino con más precisión. La luz del sol pasaba rasando las hojas y bajo los ramajes todo era de ese color neutro y a la vez acechante. Cerró un ojo y vio con mayor claridad la sombra de los almen­dros por donde tenía que pasar el que llegara. Levantó la escopeta lentamente, hasta apoyar la culata sobre uno de los compactos e intocados hemisferios de su pecho, y su movimiento produjo la silueta del jinete bajo los almendros. La mu­la apenas tocaba la oscuridad del suelo, traída por un viento que soplaba sólo para sus ancas en el estancamiento del atardecer, y el hombre integrado a la cabalgadura sostenía los hombros con estabilidad de viga. Entró en el claro del patio, tirando de las riendas con una inconfun­dible inclinación de cabeza. La mula caracoleó y roció de tierra sus hijares al hundir el filo de los cascos.
—Es él —gritó Águeda en el mismo tiempo que ocupó para apoyar la escopeta sobre la pa­red de cañas. Corrió hacia afuera. Soledad co­rrió tras ella. Estela llegó al vano de la puerta, se alisó los cabellos lacios y sintió en los labios el leve roce dé una sonrisa. Dos meses sin verlo ni oírlo, y más de una semana sin saber de él; solamente de vez en cuando oían el remoto tartamudeo de las ametralladoras surgiendo de las cañadas, salpicando de ruido las montañas que volvían a quedarse quietas sin que ellas pudie­ran adivinar quiénes habían sido los muertos. Lo fácil era que murieran los machos en la profun­didad de las emboscadas, pero también lo difícil había sucedido muchas veces. Ahora estaba ahí, su marido, Pedro Altamirano (Pedrón en toda la Segovia y también al sur de la Segovia, en las ciudades donde el nombre montañoso y temerario pasaba de miedo en miedo). Con una mano de­tuvo la pistola y con la otra las riendas mientras desmontaba, y cuando pisó la oscura solidez del suelo,pareció pesar más que el patio y los árbo­les y la única sombra que descendía sobre "Los Jícaros". Se levantó un poco el gran sombrero de fieltro y se acomodó el machete envainado antes de adelantar la mano que las hijas besaron, to­cando la tierra con una rodilla mientras sus voces agudas seguían revoloteando por el patio. Él ha­blaba pausadamente, en un tono adecuado a su corpulencia que parecía carente de nervios, hecha de músculos largos y gruesos que obedecían con lentitud y fuerza de arados. Estatizada en la puerta, Estela lo vio volverse a la cabalgadura, con el pañuelo de seda rojinegra anudado al cue­llo, brillando en la penumbra. Sin alterar el rit­mo de sus movimientos desató de una correa de la albarda la pequeña bolsa de manta, blanca, hinchada por el contenido, y con ella en la mano, sopesándola como oro erosionado por cien años de río, se acercó a la puerta.
Con las riendas cruzadas sobre un hombro y seguida por la resoplante mula, Soledad dobló por un costado de la casa. Sobre las huellas de la mula, a varios pasos de la grupa, caminaba Águe­da, mirando de reojo cómo los pardos brazos de la madre desaparecían en la pardacintura del padre, con la misma violencia que la cabeza se hundió y desapareció entre el pecho y una mano del hombre.
Cuando Estela sacó la cabeza del pecho y del olor que impregnaba la ropa del hombre —sudor, monte, pólvora, cuero— el patio había absorbido la última bocanada de luz, y ante ella brilló la blancura de la bolsa de manta.
—¿Es sal? —preguntó.
Apretó la bolsa contra su pecho tembloroso para palparla mejor. Un líquido espeso, súbitamente salado, le inundó la base de la lengua y las muelas.
—Sí —dijo él. Entró en la cocina enrojecida por el resplandor del fogón. Tomó de nuevo la bolsa y el barro apisonado resonó bajo sus bo­tas cuando fue a colocar la sal en las estera de caña colgada del techo, cerca del fuego—. Pu­dimos comprar diez quintales de sal en Honduras. La frontera está cada vez más vigilada... pero tendrían que volver a, parirlos para que conocie­ran todas las picadas. Creen que van a cuartar­nos el paso, o no sé qué... La cosa es que meti­mos la carga de sal... El, general dijo que se repartieran seis quintales, así es que guardarnos cuatro —con el sombrero en la mano bajó la ca­beza para trasponer la siguiente puerta. Al atra­vesar el cuarto vacío que en otro tiempo había sido troje, ella apretó el paso para no perder dis­tancia, con el candil encendido en la mano, remo­viendo sombras entre ella y la espalda de Pedro—. Que ahora sí nos van a hacer pedir cacao, dicen ellos; ahora que inventaron eso de la sal... que pueden dejar que entren a la Segovia hasta ca­ñones, menos sal —En el dormitorio, puso la pistola, el machete y el sombrero sobre un baúl, liso y opaco, sin más gloria que el aroma del cedro de que estaba hecho. Levantó la cabeza para quitarse el pañuelo rojinegro, y la distensión de los músculos de su garganta hizo que la voz sonara como algo que llegaba desde fuera, desde encima del techo.—No te digo... estos carajos viven so­ñando—. Se sentó en el borde de la cama de laurel y vaqueta, con las anchas manos colgando entre las piernas. Las uñas de los pulgares, gruesas, de profundas estrías negras y longitudinales, so­naban como cuernos al chocar una contra otra, como siempre que Pedro reflexionaba. Su torso giró con suspicacia, e intentó estirar un brazo hacia el baúl, mirando a Estela.
—Sí, son las muchachas —dijo ella. Fue hacia una repisa de madera hacheada para dejar el candil—. Te están haciendo la cena. Nosotros ya habíamos cenado—. Se hincó a los pies del hombre y acercó la cabeza a sus rodillas para ver mejor el nudo que ataba las correas de las botas. Desde media pared la llama del candil ondea­ba, agrediendo la oscuridad y retirándose alter­namente, como una cabeza de víbora manoteada por la perversidad de un gato invisible, enorme, y en su angustia de morir o de estar siempre naciendo la llama parecía morder el cuarto y las cabezas de Pedro y Estela—. Yo no digo que la sal no hace falta... a nadie le gusta comer insí­pido, pero de eso nadie se muere, ¿verdad?
Él contestó apenas con un grave soplo que quería decir "no, nadie". Oía la voz de Estela cayendo suavemente de sus rodillas a sus pies y hasta podía ver el dorso de sus manos destren­zando las correas mientras él recorría de nuevo el campo por el que había llegado. Atrás del cerco de pitas que limitaba "Los Jícaros" todo seguía limpio, floreciente y fructificando (el ca­fetal a la doble sombra de plátanos y guásimos; el frijolar guardado por tantos espantajos que se imaginó a Soledad y Agueda jugando a quién hacía mejores espantajos), como si él, o su cuña­do o sus hermanos nunca hubieran tenido que aprender a disparar, limpiar, codiciar y querer una ametralladora, de la misma manera que se da de comer y se baña y se ordeña una vaca, y también se le da un nombre para conferirle un sitio más preciso en el mundo y quererla sin lugar a confusión. Ya una vez había llegado hasta "Los Jícaros" un pelotón de Infantes de Marina, y clamando por su cabeza, en inglés y en español, depredaron la finca que cuidada por ellas recobró sus órganos machacados. Las tres mujeres habían sustituido su fuerza, su sabiduría y su responsabilidad para con las ocho hectáreas de tierra, como si antes de irse él hubiera estado allí sólo para representar una voluntad que nun­ca había sido solamente suya, así como ahora representaba el coraje, uno de los brazos con que el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua descargaba su ira contra el inva­sor. Y ellos, los que creían haber nacido ahí para cultivar esa tierra, y que cultivándola ha­bían aprendido su integridad, su impavidez, su furia, dejaron a las mujeres y los niños sembra­dos en sus parcelas para ir a lo más agreste, donde estaban las armas y las órdenes de Sandino.
Al principio, cuando se había encaminado hacia el cuartel general del Ejército Defensor —de esto hacía tres años— iba envuelto en un confuso chisperío brotado del manifiesto de Augusto César Sandino, el que en silencio había oído leer a un vecino, a doce leguas de su casa. Pero cuando tomó el camino también le dolía de­jar a tres mujeres en manos de nadie, o cuando más en manos de las ocho hectáreas de tierra. Sandino llamaba a morirse antes que se pudriera la tierra, y no era qué el café y el frijol fueran a dejar de producir hojas, flores, frutos, sino que iban a crecer sin orgullo, y tal vez con un sa­bor tan repugnante que hasta las plagas morirían de hambre. Por eso iba, aun sabiendo que para en­frentarse al ejército más poderoso del mundo —eso decían— había más hombres que armas y menos balas que enemigos. Luego estuvo allí. Era el 11 de julio de 1927. Llegó al campamento de "El Chipote" y conoció a aquel hombre páli­do, pequeño, congestionado por una pasión que le quemaba los ojos y lo obligaba a permanecer austero, recto, duro, único, como una misteriosa e incorruptible espada hundida verticalmente en un pantano. Habló con él; con él aprendió a deslizarse entre los pinares, inaudible, más aire que carne, y con él a su lado vio las cabezas ama­rillas, los escudos, las polainas y las mochilas de lona de los enemigos, acercándose con altanería y odio a, donde los esperaban las bocas ocultas de las ametralladoras. Los vio de cerca, odián­dolos hasta la náusea antes y después de darles muerte y caminando sobre ellos aprendió cómo era que la tierra se envilecía. Ni siquiera la ropa de aquellos cadáveres largos, blancos, ser­vía a quien no fuera ellos, porque los desarrapa­dos campesinos eran demasiado pequeños, y una camisa les cubría hasta las rodillas, y en un pan­talón tenían que meterse dos para llenarlo. Entonces entendió que poseer era algo más difícil e importante que cultivar un cerco de cactos, o pa­gar a un escribiente para que su nombre figura­ra en un libro, y se olvidó de la maleza que inun­daría las ocho hectáreas. Pero después de tres años la finca estaba limpia y floreciente bajo la responsabilidad de las seis manos de Águeda, Soledad y Estela que permanecía hincada, ciñén­dole con sus ásperas manos una pantorrilla, y tal vez contemplando los pies anchos y nudosos, más nudosos a la luz cintilante. Apoyaba un pómulo sobre la rodilla de Pedro y encogió los hombros cuando éste le puso una mano sobre la nuca y dijo:
—Ya soy general —ella levantó la cabeza, nada más la cabeza, asustada, sin atreverse a sonreír—. Lo supe hace una semana. Regresé al campamento con diez ametralladoras Thomp­son, ciento cincuenta rifles Springfield, unos cinco mil cartuchos y cuarenta mulas cargadas de comida. Agarramos una columna allá por Sucucoyán. Como trescientas varas de camino quedaron con la tendalada de gringos y rene­gados, y les avanzamos todo lo que te dije. No sé si fue por eso —yo creo que por todo; ya son tres años—, pero esa noche, cuando llegué al campamento, el general me dio un abrazo y esto —del bolsillo de la camisa sacó una hoja de pa­pel doblada en cuatro partes. Estela la desdobló tomándola cuidadosamente por las esquinas. La inclino hacia el candil para ver las filas de signos incomprensibles, como huellas de un pájaro que nunca hubiera visto—. Esta es la firma —agre­gó Pedro, con el dedo índice sobre el pie del escrito. Aunque lo único que veía eran líneas rectas y curvas en una extraña disposición, supo que ahí decía A. C. Sandino. Acercó los ojos al papel para distinguir los detalles del sello que sostenía la firma. Había un hombre de patillas largas y espeso bigote, con un gran sombrero de copa alta y aguda. ("Es Pedro", se dijo. Hizo una pausa para tomar un poco del aire atigrado que llenaba el cuarto.) Doblado sobre el enemi­go caído de espalda entre unas rayas que eran yerbas, el hombre le sujetaba el pecho con un pie descalzo, con una mano los cabellos y en la otra sostenía un machete más largo que el brazo con que lo sostenía. Las polainas del que estaba caído eran las mismas que había visto en las piernas de los Infantes de Marina, y hasta vio que la tinta morada se volvía rubia en el lugar de los cabellos del extranjero. Al fondo estaban las montañas, piramidales y oscuras. Rodeándo­lo todo había un círculo formado por una soga y una cinta que abarcaba el tercio inferior del círculo, y sobre la cinta otras letras delgadas y rectas.
—¿Qué dice aquí? —preguntó, con una uña sobre las letras delgadas y rectas. Pedro miró el candil. Su bigote tembló de un modo tan leve que solamente él podía percibirlo, y esperó antes de: contestar. Sus pies se contrajeron, se ensan­charon. Parecía querer sentir en las plantas esa incomprensible pero implacable calidez de la tie­rra que todos los meteoros del año no hacían más que avivar. Desde abajo, desde la profundidad de los pozos, o de más abajo, llegaban las vahara­das de ;un animal de gigantescos y palpitantes hígados, atravesaban el piso, la piel de venado ,„,tirada junto a la cama, las callosas plantas de los pies. Y con el vaho subía un olor penetrante e inconfundible, como el de la ropa que aunque encontráramos tirada en el sitio menos previsto diríamos; esto es de mi mujer, de mi madre, de la menor de mis hijas.
—Dice patria y libertad —dijo por fin el hombre, con los ojos puestos en la llama que serpenteaba a media pared.
Estela dobló el papel con más cuidado del que lo había desdoblado y fue al baúl. Mientras lo envolvía en un pañuelo oyó los pies descalzos de Pedro yendo hacia la cocina, y luego las voces ahumadas de Águeda y Soledad. Estuvo acodada sobre el borde del mueble que ahora guardaba el papel, pero el sello seguía vibrando en algún rincón que ella podía ver: su marido pintado en tinta morada, con un machete en la mano, y el hombre de las polainas, el que estaba caído, tenía el pelo rubio como todos los machos. El baúl la sostenía por los codos y, sin embargo se sentía en el aire, con aquella horrible sensación de muerte metida en el vientre y los ojos que chorreaban agua salobre. Las figuras del sello se movían. El hombre del sombrero había es­tado tres años dando machetazos, y el de las po­lainas no solamente seguía vivo sino que se le­vantaba empuñando algo más mortífero que un machete. Y de lo que sostenía en las manos sa­lían miles de zopilotes, y más zopilotes que bajo su oscura voracidad sepultaban a Pedro y a, las montañas del fondo, hasta que sobre la inmensa negrura sólo quedaba la cabeza rubia, rodando como una frenética pelota de oro. Siguió lloran­do, sin saber por cuánto tiempo. Oyó que Pedro la llamaba desde la puerta.
Cuando llegó a la cocina el hombre comía frijoles cocidos y plátano asado a la luz de otro candil colocado sobre la mesa. Sentadas junto a él, una a cada lado, las hijas oían y preguntaban antes de haber terminado de oír. Águeda, de quince años, apenas diez meses mayor que Sole­dad, parecía más vieja entre el resplandor del fogón y la humeante llama del candil. Ella acer­có un banco y también se sentó a oír. Nadie recordaba quién había cavado aquella zanja lar­ga y honda desde la que se dominaba el cruce de los dos caminos —contaba Pedro. Él y su co­lumna estaban listos para salir del campamento cuando llegó corriendo un niño, el hijo que Simeón Obeda había dejado en su casa porque apenas tenía diez años y un rifle era más alto que él. Llegó con la lengua de fuera y estuvo un rato sentado sobre las piernas del padre antes de poder hablar. Andaba cortando leña cuando vio a más de doscientos hombres metidos en la zanja, esperando. Inmediatamente se pusieron en mar­cha, encabezados  por Sandino. Desde los árboles chamuscados por todas las balas que por allí ha­bían pasado, la avanzada atisbó a la tropa de marinos y constabularios sentada en el fondo de la zanja, comiendo galletas con chorizo, y sólo cinco de ellos apuntaban al camino. Se dispuso lo que ni siquiera podía llamarse ataque, porque era como ir a cortar cañas a la orilla del río y un solo hombre puede cortar cañas hasta perder la cuenta. Obedeciendo a Sandino, Pedro se arrastró entre la maleza, con las puntas del bi­frote a ras de tierra y seguido por los dos hom­bres que traían la ametralladora Lewis: tres­cientos disparos por minuto. Sólo se oía el zum­bido de los tábanos y el resuello de unas mulas escondidas en algún lugar cercano. Cuando tuvo un extremo de la zanja al alcance de un salto, extendió un brazo hacia atrás y recibió en una mano el cuerpo rollizo y helado de la Lewis, de la que colgaba la cinta cargada de cartuchos. Fueun grito salvaje, como el de un solo árbol electri­zado el que cayó en la zanja junto con los tres guerrilleros; Pedro abanicando fuego de un mu­ro a otro de la zanja y los dos hombres tras él, sosteniendo la cinta preñada de plomo a un lado y vacía y caliente por el otro. Corrían sobre la tela gruesa de los uniformes y las bocas tapona­das de chorizo y galletas rojas, como desenrollan­do una alfombra de carne, estertores, chillidos, hierro y aire comprimido. Los que salían vivos eran recibidos por las ametralladoras apostadas al otro lado del camino, y antes que transcurriera un minuto, Pedro y los dos hombres habían sal­tado por el otro extremo de la zanja, con los pies manchados de rojo hasta más arriba de los to­billos. Afuera, el ruido de las ametralladoras había sido sustituido por el grito arrollador, desbordado, de los hombres que bajaban al camino y subían a la zanja, sordos, deslumbrados por el filo de sus propios machetes. La carne y el hueso partidos una y otra vez, los, remolinos de furia descargada hasta la queja; la maldición y el conjuro repetidos más allá de lo creíble; el lodo salpicado desde lo que momentos antes ha­bía sido polvo, creaban la lluvia oscura que subía a las estremecidas copas de los árboles y volvía a caer sobre los insaciados guerrilleros. Porque seguramente creían que había algo más que el cuerpo de los enemigos y que también eso había que aniquilar antes que volara a algún sitio inal­canzable. Sandino estaba inmóvil, con los brazos cruzados. Por la desmedida profundidad de sus ojos se reconocía que no era un árbol. Sabía que su autoridad podía hacer el silencio pero que su autoridad nacía y moría en el entendimiento de esa lluvia oscura que subía y caía como cualquier otra lluvia. Cuando por fin volvió el orden yecharon en la zanja los pedazos de marinos y constabularios, los cubrieron para limitar a una mancha la irremediable putrefacción que trae­rían a la tierra. Regresaron al campamento, en una larga fila dividida en cuatro secciones. Al subir y bajar por las laderas cubiertas de altos y cerrados pinares, apenas hacían el ruido de raíces que crecieran deliberadamente a flor de tierra. Y si el viento que sé mecía prendido a las ramas, mimético, susurrante, parcial porque nunca había salido de esos bosques, si el viento les decía algo, era que la guerra sólo había em­pezado.
En torno a la mesa también quedó circulan­do ese hálito de raíces mientras el hombre daba los últimos sorbos a su jícara de café.
—Les digo que estos carajos viven soñan­do... —dijo por fin Pedro, incorporándose, y cortó al sesgo, de abajo hacia arriba, la masa de silencio que hacía equilibrios sobre la llama del candil. Se dio varias palmadas en la barriga y pa­só por la puerta que lo obligaba a bajar la cabeza.
Las mujeres estuvieron en la cocina duran­te un rato. Hablaban y deambulaban entre ruidos de peltre, barro y hojas restregadas contra ob­jetos que existían más para el tacto que para los ojos.
Era un cancel de tablas enjalbegadas lo que separaba el cuerpo principal de la casa en dos dormitorios. Soledad y Águeda dormían en un mismo catre, o cuando menos fue a dormir, a lo que se refirieron al besar otra vez la mano del padre. Las dos estaban boca arriba, ligeramente estremecidas al hilar el aire respirado con un esfuerzo indefinible en las aletas de la nariz, ea, si flotando en la oscuridad para poder oír, agudamente, oír lo que pasaba y lo que no pasaba alrededor de la casa.
—¿Ya te dormiste? —murmuró Soledad.
—Sí —contestó la hermana, después de es­coger entre sí y no el sonido más breve, débil, y ambas volvieron a quedar inmovilizadas por la tarea de guardar el sueño de Pedro. Sostenidas por unos puntos hipersensibles interpuestos entre la sábana y la espalda, oyendo rondaban la ca­sa en un radio de media legua, en donde el vuelo de los insectos, la masticación de los gusanos, el vaporoso y dilatado paso de la neblina entre las hojas, eran perfectamente vigilados, descompues­tos, registrados, mientras Pedro dormía.

II

Apostado tras un matorral el teniente Dow­dell consultó su reloj, chasqueó los dedos. Pe­día sus gemelos de campaña por cuarta vez en los siete minutos que llevaba sentado sobre el talón derecho, con forzada tranquilidad. Su ayu­dante, un constabulario (le piel charolada, se encogió más todavía al entregar los lentes. Miró la cara contraída, rojiza, del superior —las pe­cas de la frente brillaban bajo una fina placa de Sudor— luego metió una mano en el matorral, apartó las hojas y adelantó la palpitante cabeza de cabro en brama. Solamente vio la mitad de la casa; volvió a la cara del teniente que sacaba media cabeza por encima del matorral. Manipu­laba una rueda dentada para afinar la visión, pe­ro en los lentes no aparecía más que la casa lóbrega, deshabitada: lo imposible. Era el oc­tavo minuto.
En el hormigueo que subía por la garganta
y las manos de Dowdell se materializaba el an­sia de cumplir la misión. No era algo rutinario. Se requería un hombre perspicaz, imaginativo, arrojado, con iniciativa, y por eso el capitán Li­vingston había pensado en Dowdell instantes des­pués de que llevaran ante él al espía. No era precisamente un espía; nada más un hombre con un estómago grande y antojadizo que nunca ha­bía probado la carne del diablo. Juró por la cruz improvisada con sus dedos que "Pedrón" había ido a pasar varios días a su casa, aunque an­tes de decir "Pedrón" pidió permiso, porque men­cionar los nombres de los jefes bandoleros ante los marinos era un delito que recibía las penas más severas. (Y no era que los funcionarios que deliberada, técnicamente, los habían calificado de bandoleros ignoraran el derecho, la verdad, la corrección bélica dé los Defensores, sino que así convenía a la estrategia de un creciente imperio.) Al espía le dierón cinco latas de carne del diablo. Livingston procedió de inmediato. Mandó lla­mar a Dowdell y le ordenó formar un destaca­mento con veinticinco hombres  seleccionados: diez infantes de marina y quince nicaragüenses. Además, debía llevar un guía de primera clase.
Con todo y que avanzaron a marcha forzada era media tarde cuando llegaron a "Los Jícaros". Dowdell hizo girar de nuevo la rueda dentada, a izquierda, a derecha. A través de los lentes la casa de Altamirano se desvaneció por un instan­te y al reaparecer continuó en su mutismo, en su quietud acentuada por la brisa, retenida y opri­mida contra sus cimientos por algo que el teniente juzgaba artificial. En su silencio, la casa parecía respirar a medias y que de su respira­ción emanaba una peligrosa respuesta al acecho de que era objeto, como si dentro de ella, también hubiera habido acecho sostenido, parpadeante. No había señal de lo que Dowdell había esperado encontrar, y era el noveno minuto.
De los veinticinco hombres, veinte estaban rodeando la casa, sin dejarse ver ni romper una hoja, en una operación que debía durar diez mi­nutos. El teniente se volvió bruscamente, contu­vo la respiración y mostró la opaca dentadura de campaña al oír el vacilante remedo de una pa­labra o de un grito confinado a la garganta de Estela y, sin embargo,audible a través del trapo que la amordazaba. Fue un sonido ríspido, fu­gaz y lejano, como el de una avispa aplastada en el fondo del estómago. Con las manos atadas yacía boca abajo, la cabeza y los pies retenidos contra el suelo por los soldados tendidos alrede­dor de ella y con la mirada fija en el jefe. La­vaba en el río, con el torso desnudo y el fustán mojado ciñiéndole el vientre y las piernas, cuan­do cayeron sobre ella cuatro brazos. La amor­dazaron, y arrastrando los pechos sobre las pie­dras y la yerba cortante fue llevada hasta el matorral. Dowdell vio la aguja del reloj avan­zar lentamente por la última circunferencia de segundos y levantó un brazo. Los cinco consta­bularios que rodeaban a Estela, detrás de él, si­guieron la mano en su trayecto hacia arriba, la vieron ansiosamente quieta, contraída, temible en la actitud de exprimir un puñado de ojos. Eran mestizos jóvenes reclutados en distintas partes del país pero con el mismo sombrero "Stetson" y el mismo traje caqui desteñido por el sol y el sudor, como cinco monigotes fa­bricados por una sola mano, en los que única­mente variaba la máscara lampiña, esmaltada, a veces siniestramente impenetrable y a veces tras­cendida por la ferocidad que contenía. La mano subió un poco más antes de bajar envuelta en el aullido militar de Dowdell. Avanzaron agrupa­dos detrás de Estela, al mismo tiempo que los otros veinte soldados surgían del monte para con­vérger en la casa. Dowdell arrancó la mordaza a la mujer.
—Llárhelo... yo lo quiero vivo —dijo, pri­mero en inglés e inmediatamente en español para corregir aquel error surgido de la urgencia, o quizás de las espumosas profundidades del odio. Estela permaneció inmóvil, voluntariamente a­mordazada, ausente, olvidada hasta de su desnu­dez mientras miraba la casa callada en una incontenida actitud de triunfo, semejante a una antigua piedra cubierta de signos invulnerables. Luego vio la posición del sol. Hacía once horas que su marido había desaparecido entre la ne­blina apenas penetrada por la embrionaria luz de las cuatro de la mañana. Y lo que entonces había sido una visión punzante —el hombre ale­jándose, apretando las espuelas contra aquella mancha musculosa y no obstante fantasmal, que más que mula era una nube de soledad y muer­te—, ahora lo sabía, era lo que siempre había deseado al verlo llegar. Uno de los soldados la empujó con la culata del rifle; ella dio dos pasos y volvió a quedar firme a medio patio.
—¡Pedrón! ¡No seas gallina! ¡Salí de bajo de la cama! —gritó uno de los constabularios. Los gritos resonaron en la hoquedad de la casa antes de ser absorbidos por los árboles lejanos y todo volvió a su persistente silencio—. ¡Tene­mos a tu mujer!... ¡A ver si sos tan güevón como para venir a defenderla! —insistió el re­negado.
En la atmósfera retorcida por las respira­ciones encontradas y la espera, todos percibieron el rumor de unos pies que se acercaban a la puer­ta. Por primera vez Estela dio muestras de humanidad al contraer los hombros. Dowdell le­vantó un brazo para detener los rifles que apunta­ban a la abertura cuadrangular y parda. Águeda apareció en el vano de la puerta con una mano en la bolsa del vestido y la otra oculta tras la pared de cañas. El movimiento de los dedos de sus pies descalzos que subían y bajaban en des­orden para tocar el umbral era la única y leve señal de miedo. Recorrió con los ojos el pelotón, y al pasar por da madre pareció no reconocerla, porque al menos en la petrificación de su cara no hubo el menor ablandamiento... Luego fijó la mirada en Dowdell, sin pronunciar una sílaba, sin dar ni pedir, solamente exigiendo lo que aun a sabiendas de que ella sola no obtendría se atre­vía a exigir desde la puerta de su casa. Ellos la miraban, se miraban entre sí, con la ferocidad atenuada por el asombro, o por la diversión de esperar los gemidos o quizá el grito suplicante que en tal situación esperaban de una campesina de quince años. Estela también esperaba, no el grito ni el gemido, pero sí el abandono de la pos­tura desafiante de aquella irreconocible figura que resplandecía en el vano de la puerta, y que poco a poco se iba licuando en sus ojos. Pasaron tres, cuatro segundos antes que Dowdell pudiera avanzar hacia la puerta, pistola en mano y se­guido por dos de sus hombres, armados de ame­tralladoras.
—¿La hija del bandolero Pedrón? —dijo, con la fruición de quien descubre, por fin, una vereda secreta.
—¡La hija del General Pedro Altamirano,macho jueputa! —respondió Águeda. La desesperada fuerza de su reclamación derribaba una compuerta demasiado débil ya. Con la última de sus palabras sacó de tras la pared de cañas una mano aferrada al cañón de la escopeta, pero la culata no llegó a salir, porque impelida por una doble corriente de fuego la muchacha retrocedió tres pasos, osciló, para después caer con la ca­beza y los brazos fuera del umbral. Estela y Soledad corrieron a abrazarse sobre los torren­tes que manaban de Águeda, estremecidas por un hálito que no podía trasponer sus labios y que ni siquiera llegaba a ser gemido.
—Registren esa casa —dijo Dowdell con tranquilidad, primero en inglés y luego en es­pañol, pero ahora para dar prioridad a sus com­patriotas. Al entrar, cada uno de los soldados pasó remojando las suelas de sus botas. El te­niente enfundó la pistola. Con los brazos cruza­dos apoyó el hombro en el tronco de un almendro. Sabía que una vez más-habían perdido a Pedro Altamirano y, a pesar de ello, una gran sereni­dad principió a lamerle las venas, derramando por su cuerpo la misma tibieza que lo poseía al recibir el envidiable par de ases en un juego de póker. Las dos mujeres vivas estaban sentadas en el patio, con los brazos cruzados sobre las rodillas ,y la mirada opaca, llana, como si las pupilas les hubieran crecido desmesurada, mons­truosamente, y cubrieran todo el globo del ojo hasta dejarlas ciegas de tanto ver. Dowdell buscó una piedra y se sentó, doblegado por el peso de su imaginación en marcha, oscura a fuerza de abundancia.
—Algo dulce, eso es lo que necesito; algo dulce. Un pedazo de caña estaría muy bien, Búscalo —ordenó a su ayudante.
La piedra quedó oscilando bajo el vaivén con que el teniente jugaba con sus nalgas, o tal vez con sus ideas sobre un par de mujeres. Y ellas, en la posición qúe habían adoptado, inconmovi­bles, contrapuestas a la pared de cañas secas, parecían dos tinajas abandonadas ahí en una pro­longada sequía.
En pequeños grupos los soldados fueron re­gresando y congregándose en torno a Dowdell. Informaban sobre los resultados del registro sin obtener respuesta. El jefe chupaba el trozo de caña con toda la boca y entrecerraba los ojos con expresión que iba y venía de una especie de lan­guidez al esfuerzo por distinguir y asir la mejor de sus ocurrencias. Ni el murmullo creciente de la tropa lo hacía retroceder en el deleitoso vér­tigo de imágenes. Mannon, excitado e impacien­te, habló en voz alta, dirigiéndose al jefe pero sin quitar los ojos de las mujeres:
—Yo diría...
—Sí, sí. La muchacha para ustedes —dijo Dowdell en inglés, sin levantar la cabeza, con un ademán que sin duda señalaba a Mannon—. La vieja para ustedes —agregó en español y con más desgano aún.
—Primero usted, teniente —respondió uno de los constabularios, con prisa.
—¡Aaeeej ! —dijo Dowdell. Abrió las pier­nas para escupir el jugo de caña que le llenaba la boca—. Llévenselas de aquí... Yo tengo que pensar —y volvió a entregarse a la caza del mejor castigo.
Cuando Soledad y Estela entraron por la cocina ya iban desnudas, en inviolable silencio, sostenidas por una trágica pasividad que las li­braba de cualquier gesto inútil o humillante.
La piedra se achataba, se hundía bajo el peso del pensativo teniente.
Los soldados entraban y salían aflojando o ajustándose el cinturón de cartucheras. Dentro, la casa sonaba a corral del que, entre uno y otro silencio, surgían mugidos, vómitos, coletazos, cas­cos metidos, removidos en un lodo amarillento y cloqueante.
El ayudante principió a afilar un machete. El ruido y el olor del hierro, sabiamente restre­gado en toda su negra longitud sobre el mollejón, se mezcló al barullo y los hedores expelidos por la casa.
En el natioMannon,cantabanostálgico: We have nine hundred miles to walk...
—Shut up your big motlth, will you?
El ayudante bajó la cabeza para que el te­niente probara el filo del machete en uno de sus cabellos.
—Tráiganlas —ordenó luego el jefe, sope­sando el hierro.
Las mujeres salieron envueltas en túnicas de baba, con los cabellos amazacotados, viejas, tan deformadas como dos frutos tragados y devueltos a la luz del día por un animal enfermo.
Dowdell entregó el machete a su ayudante. Llevó a Soledad hasta el árbol más cercano y ceremoniosamente la amarró por el cuello, a mo­do de que la cabeza quedara firmemente apoyada contra el tronco. Dio otro chupetón al trozo de caña.
—Aquí, lo quiero aquí. Ni arriba ni abajo; aquí, y de un solo golpe, ¿me entiendes? —dijo, señalando con el dedo una línea que pasaba unos cinco centímetros por encima de las orejas y a mitad de la frente de la muchacha. Se apartó para incorporarse al semicírculo que formaba la tropa.
En el silencio estriado por las moscas, el ayudante sudaba, hostigado per el temor de fallar.
Cuando el filo del machete siseó, apenas contenido por el cráneo en su trayecto de la frente hacia el tronco del árbol, el grito de Estela se perdió entre otros gritos más poderosos. Dowdell se acercó al árbol; tiró a un lado el hemisferio negro que había quedado adherido al resto de la cabeza, rusó una rama verde en la mano de Soledad y soltó la amarra. Entonces ella dio dos pasos vacilantes, terriblemente difíciles, como si en vez de patio hubiera tenido un alambre bajo sus plantas, y acto seguido se puso a bailar una serie de convulsiones en las que había música de tambores inaudibles y, no obstante, presente, grave, chusca, y por instantes erótica para algunos de los espectadores. Ensancharon el semicírculo, tal vez movidos por el escrúpulo de ser tocados por el líquido que asperjaba la bailarina, o más probablemente para darle espacio a la danza. La tropa resollaba, hacía guiños, roncaba, bajo los efectos de los ojos blancos, la boca abierta y la rama que Soledad agitaba en loco exorcismo.
Las convulsiones fueron acercándola al suelo, de espalda, aminorando, hasta dejarla exhausta pero no muerta, atada por su propia contorsión.
—¿Saben?... Mi abuelo fue sastre; mi padre fue el mejor sastre de todo Alabama —se apresuró a decir Dowdell cuando todo parecía haber terminado—. Yo también soy sastre. ¿No lo creen?
—Se paseaba frente a su tropa. Si en ese momento alguien le hubiera puesto en la mano un látigo, una pelota, un aro, su aire circense no hubiera dejado qué desear—. ¿No?... Voy a hacerle un precioso chaleco a Lady Pedrón.
Llevó a Estela junto al árbol. Para enton­ces la mujer había envejecido otros veinte años; era una anciana empequeñecida por el tiempo transcurrido en experiencia con las articulaciones dolientes, lo bastante acreditada ante la muerte para que ésta pudiera sobrecogerla. Y si pensaba en su marido, ha de haber sido con un rescoldo de alegría, tan suyo y ocultamente victorioso que no se traslucía por su serenidad. Se le indicó arro­dillarse de espalda al árbol, en una posición que permitiera atarle pies y manos por el otro lado del tronco y que a la vez diera un firme apoyo a su tórax. Cuando estuvo amarrada, Dowdell pasó el dedo índice por lo que quedaba de la frente de Soledad, y con aquella substancia gelatinosa que el aire principiaba a ennegrecer, fue dibujan­do el chaleco sobre la insensible piel de Estela. Primero el cuello en V, después el corte oblicuo en el nacimiento de los brazos, y luego una raya en la cintura. Todavía se entretuvo en dibujar varios botones entre el cuello y la cintura.
—Lo demás es tu trabajo, cortador —dijo, limpiándose el dedo en la camisa del ayudante.
—¡Eeeeh! Si yo también tengo un tío sastre —replicó el ayudante.
Fueron dos tajos para el cuello. La cabeza desprendida saltó hacia adelante en una súbita, ineluctable ansia de morder al teniente. Otros dos separaron los brazos del tórax. Atardecía. Sobre el pecho •de Estela fueron cayendo, desli­zándose sin prisa, los espesos hilos rojizos que al cruzarse tejían la prenda, bastante más larga que un chaleco, un poco más gruesa que una cota de oro espumoso, de alto quilataje.

III

Sandino se paseaba de un lado a otro de su cabaña, iluminado por la lámpara de kerosén co­locada sobre la mesa que servía de escritorio. Más :pálido y fulminante que nunca, con una expresión que negaba que alguna vez, por quién sabe qué celada a la razón, el hombre hubiera ganado el atributo de la risa, caminaba y espe­raba que algo aconteciera en la puerta. Pedro Altamirano entró con aceleración e incandescen­cia de aerolito, pero no necesitó decir a qué llegaba, ya que momentos antes que él, Sandino había sido informado del asesinato, y sabía que el subordinado vendría a pedir lo que ni a sí mismo se hubiera negado. Si para Sandino aquel crimen era un nuevo y sañudo rasgón en la gi­gantesca herida que se había lanzado a suturar, para Pedro Altamirano era, además, el personal desgarramiento del que surge el rencor.
Se le autorizó disponer de los hombres, las armas, las cabalgaduras que quisiera para ir en persecución del enemigo. Dijo que le bastaban cincuenta hombres —él sabía cuáles— y otras tantas mulas escogidas entre las más veloces, las que de día o de noche olían más que veían; casi volando al borde de los abismos o bajo las selvas de coníferas que pueblan la Segovia.
El campamento de `,`El Chipote" se estremeció de súbito, agitado por la consternación manifestada en los candiles que corrían de un ex­tremo al otro ; en sudaderos, albardas, frenos, cinchas, espuelas colocadas de prisa ; en armas sacudidas, cargadas ; en frases cortantes lanza­das contra las bestias prematuramente briosas o al compañero que llevaba un acto de retraso. An­tes que Altamirano terminara de fumar un ci­garro la columna estaba en pie de guerra y las mulas caracoleando con impaciencia, .listas para partir.
En la primera vuelta del camino, cuando desapareció el grupo de candiles y el rumor del campamento, la oscuridad quedó en poder de la verdosa fosforescencia de los ojos équidos, de la activada respiración de los jinetes confundida con los resoplidos, y sobre todo, del decidido si­lencio con que cada uno compartía la callada pero no oculta laceración que acometía al hombre que iba a la cabeza. Nadie, jamás, podrá saber qué derrumbes, qué preguntas, qué imprecaciones se produjeron bajo el sombrero de Altamirano. Sólo había prisa y pesantez desafiada. La marcha era algo como un fúnebre cortejo de iracundos, y a dar la calidad de fúnebre contribuía no solamen­te la noche, el cielo limpio y estático, sino que también las doscientas y tantas herraduras re­piqueteando sobre la piedra con dejo amargo:
Llegaron a "Los Jícaros". Aún ardían los horcones de lo que había sido casa. El resplandor de los maderos a medio carbonizar dejaba ver las ramas chamuscadas per las llamas que habían arrojado un círculo de cenizas. Mientras los hombres se dispersaban en busca de las huellas que delataran el rumbo que había tomado el des­tacamento, Altamirano detuvo la cabalgadura junto al montón informe que quedaba de las tres mujeres. Ni siquiera la rigidez que solemniza el común de los muertos, porque ellas estaban apiñadas en actitudes indecorosas, revueltas, re­torcidas en la preparación de un solo grito: Peeeedroooooo! Y él en el campamento, donde debía estar, pero demasiado lejos para oírlas, y cuando había oído, ellas ya había muerto por él, indefensas, como vaquillas amarradas junto al bebedero del tigre, ni siquiera matando antes de morir, ni eso. El fuego alcanzó un último rime­ro de paja y la llamarada amarilla hizo respingar a la mula, al mismo tiempo que el cúmulo de carne brillaba más en las partes salientes y se oscurecía más todavía en los huecos. La cara de Soledad, en reposo, como satisfecha de haber comido de la misma tierra que manchaba sus mandíbulas. Entonces, de nuevo las vio padecer y morir sin otra alternativa que la humillación y el descuartizamiento, por él, y por todo lo que se pareciera a él. Con las riendas tensas en la mano y oscilando al vaivén de la cabalgadura, fue incorporándose, apoyado en los estribos; bus­caba el aire que ya no encontraba abajo, se lle­naba los pulmones de la fuerza necesaria para expeler aquello que le llenaba el pecho; un lodo punzante, ahogador. El sombrero se mecía, ha­cia arriba, precediendo la cabeza perdida en ese instante donde toda noción de cielo, vida, tiempo, queda rota, incapaz de contener la furia.
Uno de los guerrilleros apareó su cabalgadu­ra a la del Jefe y en voz baja dijo:
—Mi general, por lo que dice el rastro que dejaron, van para el lado de El Ocotal.
—¿Por cuál camino?
—Por el camino real, parece.
Altamirano tiró de las riendas, no para se­guir las huellas, sino dirigiéndose a un tupido bosque de quebrachos, y tras él los cincuenta hombres enfilaron por un atajo que los llevaría al camino, reponiendo con creces la ventaja to­mada per el enemigo. Era una de las innume­rables veredas utilizadas y guardadas en secre­to por el Ejército Defensor.
La neblina hacía más densa, aparentemente impenetrable la espesura que cruzaba el atajo; sin embargo, las mulas trotaban con igual velo­cidad, que por un camino ancho y por siglos conocido.
Desembocaron al camino real con cautela, pero los persezuidos aún no llegaban a ese punto, lo decía el polvo hollado solamente por el viento y acaso por el deambular nocturno de los reptiles.
Ninguno (le los guerrilleros y menos Altami­rano, tenía la paciencia —o algún residuo de miedo— para esperarlos. Se ordenó ocultar las bestias en sitio seguro. Los cincuenta hombres se colocaron en una formación de y que abarca­ba unos ochenta metros de camino y cuyo vér­tice era Altamirano, empuñando la misma "Le­wis" con que había limpiado la zanja repleta de enemigos. Avanzaron haciendo de cada paso una obra de muda sabiduría, integrados a los ruidos naturales de la maleza. Una vez más era el si­lencio el arma más mortífera.
Oyeron las pisadas de la avanzadilla, y más atrás la respiración, el leve traqueteo de las ar­mas, y hasta el tranquilo soplo con que los del cuerpo central de la columna enemiga expelían el humo de sus cigarros. Se detuvieron, agaza­pados, mimetizados a la noche, y los dejaron entrar a diez metros del vértice. Entonces cayó la lluvia rasante, más pesada y veloz que en asal­to alguno, y cuando marinos y constabularios ha­bían caído para siempre, Altamirano y sus hom­bres seguían arrasando la oscuridad.
Altamirano encendió una lámpara de pilas y fue alumbrando cada rostro, cada insignia.
Qué busca, general? —dijo uno de los hombres.
—Al jefe de estos desgraciados —y su voz era el ojo de una tormenta en busca de lo palpa­ble, del objeto singularmente configurado para su insaciada agresión.
Bajo el círculo amarillo apareció la media luna plateada, prendida a las charreteras del teniente. Altamirano desenvainó el machete y de un tajo, ansiado, celosamente guardado para ese momento, cortó la cabeza. La levantó a la altura de la suya y, englobándola con el rayo de la lám­para, le habló, la escupió en desquiciados esfuer­zos por arrancarle una respuesta.
La cabeza permanecía fija en su mueca, ate­rrorizada pero también satisfecha de sus actos, de su invulnerable poder de negar toda explica­ción.
Mientras el general hablaba a gritos, abo­feteaba y sacudía la cabeza de Dowdell, su tropa moderaba el jadeo, la involuntaria sonrisa que antecede a la explosión del ebrio o del demente.
Caminaron con lentitud hacia donde habían quedado las mulas.
Altamirano hizo un nudo con los cabellos rubios y las correas que colgaban delante del estribo derecho. Al montar, todavía sin dar la señal de emprender la marcha, comprobó que la cabeza coincidiera con el estribo, y antes de es­polear su cabalgadura, el primer puntapié, seco, directo, dio en la boca de Dowdell.
Durante el regreso, solamente se oyó, de nue­vo, el trote de las cincuenta mulas y, destacán­dose por encima de todo ruido conocido, la ca­pota del estribo que golpeaba, regular, insistente, con renovada fuerza, movida por una inagotable furia.

Al llegar al campamento, lo que pendía de las correas era una masa azulosa, semejante a una cabeza enterrada y desenterrada a cada ins­tante, sin reposo para el enterrador ni para lo enterrado, Pedro Altamirano no se detuvo en el campamento. Solo, abandonado al castigo, se internó en la montaña, pateando lo que colgaba ante el estribo.

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