Lizandro Chávez Alfaro
Vas sentado junto a
upa ventanilla del avión, se diría que hipnotizado por el paisaje. Pero si te
observaras, en una aparente distracción descubrirías una actitud cuidadosa de
que no se estropeen los puños blancos de tu camisa. El nudo de la corbata está
en su sitio; tú mismo estás en tu altísimo sitio de Bachiller en Ciencias y Letras
recién graduado, Abajo, la selva te parece una compacta nube verde echada sobre
la tierra. Algún río interrumpe su monotonía, pero la cerrada vegetación
renace, se extiende hasta perderse en otras nubes. Hace más de ocho años que no
volabas sobre ella.
Bruscamente surge el
puerto, asediado por la masa verde y por las olas de la bahía. Se enciende el
letrero: "ajústese el cinturón de seguridad", y principian las
maniobras de aterrizaje. Paquebotes, lanchas de velas, remolcadores, las calles
cubiertas de pasto, las casas y los campanarios de madera, los techos de cinc
pintados de rojo o verde, todo está dispuesto para tus vacaciones. Es tan
excitante como repasar las estampas del libro en que aprendiste a leer, Casi
diez años. La gente ya no tenía qué empeñar y quería dinero por sus sábanas,
sus zapatos, cosas sin ningún valor. Tu padre consideró prudente clausurar la
Casa de Empeños e invirtió su capital en una sociedad destiladora. Desde entonces
tu familia vive en la ciudad más cercana a la destilería.
La mañana había
transcurrido tersamente, entre saludos y melosas remembranzas, hasta que Sansón
Tablada, el hojalatero, te detuvo a media acera. Pasa a su mano izquierda el
paraguas remendado que los cubre del sol, te ofrece uno de sus cigarros
ásperos, picantes; saben a hoja seca de plátano más que a tabaco. Te baña la
cara con una espesa bocanada de humo y reanuda su monólogo.
—Pues sí, te decía que
debes ir a verlo. ¡Es tu tío! O no me digas que te da vergüenza tener un tío
hojalatero...
Mueves la cabeza
levemente, necesitando negarlo y que se te crea. Él no te permite hablar; es
suya la palabra; es insensible a la barrera que debe existir entre un
hojalatero y un bachiller. Te irrita la confianza con que te habla por el
simple hecho de tener el doble de tu edad. Guarda sus cigarros y:
—No, no quiero
ofenderte, pero para lo que yo he visto... Ayer fui a visitarlo. A mí me dejan
entrar al hospital, ¿ves? Le dije que me habían dicho que estabas por llegar al
puerto y se puso muy contento, creo yo. Apenas puede hablar, ¿ves? Se está
ahogando. Casi no oye, pero yo le entendí que quería verte... Le quedan unos
dos días de vida cuando más. Debes ir a verlo. El jueves es día de visita en el
hospital.
Te aflojas el nudo de
la corbata en señal de incomodidad; Sansón no entiende la sutileza y se pasa a
la otra mano el descolorido paraguas, seguro de estar en un oasis. Va
ensartando frases cortas en un hilo larguísimo. Desaparecen los ribetes de risa
con que adorna su cháchara y su voz se oscurece.
El viejo hojalatero
Jeremías Lezama había sido internado en el hospital a causa de un paludismo
crónico, además de la vejez que había invadido todo su organismo. Pero, entre
otras impertinencias, se negó a rezar el rosario junto con los demás enfermos
y fue severamente castigado por las Hermanas de la Caridad.
—Mo-ji-ga-tas...
—dice Sansón, mostrando sus pequeños, dientes incrustados en unas grandes encías
ahumadas. Con fuerza de Maldición lanza a media calle la colilla del cigarro
Intentas despedirte y
olvidarlo todo, como tantas veces has olvidado lo que puede alterar el orden de
tus ambiciones. Un tío hojalatero, hermano de tu padre, hijo de una abuela que
no conociste-ni en fotografía. Él y solamente él es responsable de sí mismo. Si
alguna vez le has ofrecido cinco, diez pesos, y él también los ha rechazado, es
por... caridad, por la más pura bondad. Pero Sansón Tablada necesita un trago
para calmar su ira y te aprieta el brazo con su mano gorda, cubierta de
pequeñas cicatrices. Se divierte reteniendo tu prisa por escapar.
—No. No puedo.
—Sí. Nada más un
trago. ¿Te da vergüenza entrar a una cantina?
—¿A mí? Pero qué...
—Vamos al billar. Ese
era el cuartel de Jeremías,
Con tu brazo entre su
garra atraviesas la calle. Del asfalto saltan burbujas negras.; mana un vapor
salobre que se mete por debajo de la ropa. Los transeúntes te miran con
curiosidad mientras siguen su camino serenamente, con las caras brillantes y
una aureola de calor.
Sansón entra al
billar con el paraguas cerrado colgando de, un brazo y un bachiller en el
otro, orgulloso de su presa. Hay expectación; se estatiza el ambiente saturado
de humo, aguardiente y refresco de jengibre eructarlos. Sólo en la radio queda
sonando una canción lasciva. La luz del mediodía se vuelca por la ventana, sin
embargo, el galerón opacado por la espesa transpiración tiene un aire
subterráneo, y las luces eléctricas están encendidas sobre las mesas de billar.
Las altas paredes de madera, sin otra pintura que las manchas de tiza y los
dibujos pornográficos, aprietan tus sienes. El caldo de hombre lo envuelve todo
y deforma las estatuas grises que te miran, indecisas entre la simpatía y la
hosquedad. La sirvienta que en tu adolescencia viste por la rendija de la
cerradura, desnuda, curando sus innobles llagas, despedía un misterio
igualmente embarazoso. Todos se apartan a tu paso, con la boca torcida de
silencio, y seguido por el hojalatero llegas al mostrador.
— ¡Dos tragos dobles!
—ordena Sansón en voz alta, y esto sirve coma señal para que todos reanuden su
juego. Las bolas de billar vuelven a chocar, las voces templadas en alcohol
prosiguen su charla (alguna de ellas, abochornada por haberse callado a tu
llegada, suelta una estridente trompetilla), palmadas, blasfemias, carcajadas
salivosas vuelven a rebotar de una pared a otra.
Sansón Tablada
levanta el vaso cargado de aguardiente a la altura de su cabezota y te saluda
risueño, invitando a beber hasta el fondo.
—Por tu tío —dice.
—Por Jeremías Lezama.
—Porque se muera
pronto. ¡La vida hiede, qué diablos!
Una espada
incandescente entra por tu esófago, el billar tiembla y Sansón reaparece ante
tu vista, chasqueando la lengua, saboreando el cañaveral, el trapiche y la
melaza que parió ese trago. Infla sus enormes pulmones y reinicia su plática:
—Aquí venía toda las
noches Jeremías... un tigre... sin dientes... porque los años se tragan hasta
tus dientes. Pero ese viejo tenía unos coyoles del tamaño de tu cabeza. Cualquiera
de estos hombres puede decírtelo...
Su lenguaje punza los
frágiles tímpanos y te esfuerzas por mirarlo sin oír.
La última vez que
viste a Jeremías Lezama, las cataratas principiaban a cubrir sus pupilas.
Corpulento, encorvado, cabizbajo, la barba canosa pegada al cuello y las manos
cruzadas por la espalda; solo, como un demonio expulsado del infierno. Cuando
le hablaste se inclinó hacia adelante, asomándose a través de la cataratas.
—¿Quién es? No sé...
—dijo. La voz gruesa golpeaba con su desconfianza anticipada.
—Yo, Andrés Lezama;
su sobrino.
—Ah, me alegra
verte... aunque no puedo verte muy bien. ¿Cómo está tu familia? —preguntó,
escupiendo por sobré su hombro. El tono agresivo era el mismo de los días en
que tu padre te mandaba, con algún bondadoso regalo en la mano, a visitarlo a
nombre de tu familia. Vivía en las orillas del pueblo. Era una casa larga y
angosta, con un cuarto tras otro, como un tren desmontado de sus ruedas. y
abandonado precisamente allí frente a las pirámides de basura. Su cuarto
—habitación y taller fundidos en una sola cosa— era el primero. Entrabas con él
temor de que bajo los pedazos de cinc oxidado, hacinados en todoslos rincones,
hubiera una trampa para niños de traje limpio y ya nunca pudieras librarte del
olor a frijoles agrios y estaño derretido. Jeremías escupía la resina del
tabaco que masticaba, sin soltar el soldador; fríamente respondía a tu, saludo
y volvía a soldar un cántaro, una .bacinica, una cubeta. Siempre quedaste
aplastado bajo el peso de aquel mundo de escombros. Apretabas las manos
paralizado de miedo. El hojalatero seguía inalterable, sentado sobre un cajón,
junto a la única ventana de su habitación cuadrangular. Con el mismo soldador
removía las brasas del fogón, lo hundía en el carbón y tomaba sus grandes
tijeras negras para cortar los fondos circulares. La camisa mojada y pegada a
la espalda, los cabellos sucios de canas y sarro, las barbas goteando sudor.
Viéndolo de espalda, doblado sobre el yunque y haciendo música con el martillo,
tú apretabas más las manos sin poder entender qué quería decirte con su potente
espalda. Luego hacía una condescendiente pausa. Llamaba a sus dos hijos para
que saludaran o jugaran contigo. Pablo y Segundo salían debajo del catre,
desnudos, con la cara tatuada de mugre; se acercaban a ti poco a poco,
sonriendo humildemente, lanzando miradas inquisitivas a la madre que, sentada
en un rincón del cuarto, pelaba plátanos verdes y te veía con ojos nublados de
rencor.
Tenías un cuarto para
ti solo, en un segundo piso con cuatro ventanas, un balcón, y un árbol al
alcance de la mano.
—Todas las noches se
sentaba allí —continúa Sansón, dando media vuelta pala señalar la silla
colocada debajo de una repisa que sostiene la radio—. Oía jugar billar y oía
los noticieros; no sé para qué, pero ya ves que hay gente que se divierte con
eso. Discuten horas y horas sobre una misma cosa.
Y atiborrado de
noticias difundidas por la BBC o la NBC regresaba a su casa, tentaleando el
camino con sus zapatones de vaqueta. Su mujer y sus hijos ya se habrían
enrollado bajo el único mosquitero, dejando el mayor espacio posible para
cuándo el viejo llegara a acostarse.
Entre dos estantes
llenos de botellas hay un espejo salpicado de manchas amarillentas. Ves tu
figura perfectamente dibujada por el arte del sastre, por la fuerza de la
planchadora, por las tijeras y la navaja del peluquero; eres un cuerpo extraño
incrustado en el_ nebuloso organismo del billar. Junto a ti, Sansón Tablada
mueve los labios carnosos, incansable, como una máquina de hablar. ¡Si el
espejo fuera una ventana por la que pudieras saltar a la calle, sin despedirte!
Pero estás obligado a actuar a la altura de tu bachillerato, aún bajo el efecto
del golpe de alcohol.
—¿Por qué lo
castigaron? —preguntas sin perder la compostura.
El trago de
aguardiente ha provocado un ligero desprendimiento en tu curiosidad.
—Ya te dije... no; no
rezar el rosario. Siempre anduvo gritando que era ateo. También por... porque
se orinaba en la cama. ¡Pero a un viejo se le aflojan muchas tuercas, qué diablos!...
—¿Y su mujer, sus
hijos?
—Los hijos andan
rodando por las minas; nadie sabe de ellos. Y la mujer se fue con un hulero. ¡Bah!¡Qué
se los lleve el diablo! ¡Otros dos tragos! —ordena Sansón, y azota el mostrador
con la palma de la mano. Los golpes hacen temblar el espejo; entre tu figura y
la del hojalatero, al fondo, se mecen los jugadores de billar.
Desde una de las
sillas se desprende un hombre descalzo, pequeño, de cuerpo anguloso. Trae un
rollo de mecate cruzado en bandolera, y una placa metálica prendida de la
gorra. Con pasos cortos e inseguros se abre paso entre las mesas y avanza en
dirección al mostrador. Te toca el hombro; con una gran sonrisa desdentada pide
un cigarro. Tiene la piel escarlata, las arrugas de la cara rellenas de tierra
seca; las manos le tiemblan al tomar el cigarro. En él, la única parte limpia
es la placa de bronce que ostenta el número de su licencia de cargador.
—Es
"Camarón", amigo de tu tío Jeremías también —dice Sansón y pone su
brazo sobre los hombros del cargador.
—Jeremías Lezama...
¿Ya se curó? —pregunta Camarón, con la mirada dispersa entre elhojalatero y
tú.
— ¡Curarse! Quién te
ha dicho que la muerte se cura. Entre mañana y pasado se va. Este es su
sobrino; el jueves va a verlo. Te lo digo por si querías mandar a decirle algo.
—¿Decirle? —Camarón
reflexiona un instante, conteniendo el humo en la garganta—. Pues que descanse.
¿Qué más? —con dificultad encuentra su boca, aprieta el cigarro entre los
labios y se aleja trastabillando.
Reclinado en el
mostrador quedas buscando algo en el fondo del vaso vacío. Sansón
increíblemente callado por un momento, te mira en el espejo, empeñado en
disimular que te devoran las ganas de huir de este apestoso galerón. Te decides
a aprovechar la pausa.
—Bueno; gracias por
todo.
—Entonces, ¿vas a
verlo el jueves?
—¡Claro que sí!
Todavía retiene un
instante tu mano flaca y blanda entre la suya, lijosa, dura como sus martillos,
tijeras y soldadores.
—De tres a seis es la
visita; el jueves —repite para asegurarse de que su colega podrá verte antes
de morir.
—Sí, sí, el jueves.
Y vuelves a respirar
el aire caldeado pero limpio de la calle.
El jueves.
***
Subes por la acera
escalonada, a un lado de la calle empinada, rojiza, salpicada de manchas de
grama. Sería un ejercicio estimulante si al final, a menos de cien metros de
distancia y mirándote desde- arriba, no estuviera el portón del hospital,
oscuro, como bostezo de una boca sucia. Si por lo menos, a fuerza de desearlo,
la calle se estirara y pudieras llegar al portón a las seis a cinco,
precisamente cuando estuvieran cerrándolo. Ganas un segundo cambiando de una
mano a otra la bolsa llena de naranjas y galletas saladas que llevas para
Jeremías Lezama. Y te preguntas por qué vas a verlo. ¿Es que te sientes
compelido por lo que dijo Sansón Tablada: "de tres a seis, el
jueves"? Tablada es un hojalatero charlatán e insoportablemente igualado.
El pueblo no tiene más que un cine, y hay gente que los días de visita se pone
la ropa dominguera y viene al hospital, como a un parque de diversiones. Pero
tú eres un bachiller y no puedes contarte entre ella. Lo haces por caridad. Eso
es. Estas horas te sobran y puedes dárselas a Jeremías. Una camisa manchada,
unos tirantesrotos pueden regalarse. Todo lo que sobra es trocable en
indulgencias.
Calle abajo viene El
Mensajero trayendo un burro del cabestro; del aparejo parecen colgar dos
enormes lingotes. Los rayos oblicuos del sol se untan sobre el conjunto y no se
distingue más que un burro y un hombre embadurnados de oro. El Mensajero lleva
y trae la correspondencia del hospital; la harina, los frijoles, la leche, la
leña del mercado; la camillas a los muelles; bajo el sol, bajo la lluvia, con
su sombrero y su capote ahulados, encabeza las procesiones de enfermos traídos
por las lanchas que bajan de los ríos... y lo que habías olvidado: también
lleva muertos a la fosa común. El burro arrastra dos cajones de madera bruta,
con dos muertos mal empacados. Un trozo de camisón cuelga afuera de la tapa y
va tocando las yerbasde la calle.
Frente al portón,
todavía hay una escalinata en la que vendedores y visitantes se arremolinan
con aire ferial. Mangos, huevos de iguana, refrescos y hasta flores. Ni una
palabra de color oscuro. "Per me si
va nellacittàdolente, per me si va nell’eternodolore, per me si va tra la
perduta gente..." Aquí nadie conoce este rótulo, tan propio para
estos casos; sólo tú lo recuerdas y te sonríes a ti mismo, orgulloso de tan
feliz asociación. Sentada en el escalón más alto, una anciana sostiene sobre
las piernas su batea de dulce, y a ritmo lento, hierático, mueve una escobeta
en el rito de espantar las moscas. Intuyes la rareza de la atmósfera, en que
está a punto de hundirte; estás u tiempo de retroceder. Ni siquiera sabes dónde
encontrar a Jeremías. Tablada dijo en el hospital pero nunca en qué sala. Una
pequeña e instantánea lucha entre tus piernas y tu ánimo. Vencen tus piernas.
Tu entrada coincide con el toque de una campana rota colgada a un lado del
portón. Es un hidrópico quien la toca penosamente como si con la próxima
campanada fuera a consumir su última gota de fuerza. Luego vuelve a su banco,
caminando con sumo cuidado, temeroso de que un movimiento brusco rompa el globo
que asoma bajo su camisa.
—¿La intendencia?
—preguntas a media voz, porque si el campanero no contestara quedarías libre de
culpa. Nadie supo decirme dónde estaba, dirías, no sin cierta indignación.
Pero el hidrópico, respirando acosadamente, levanta el brazo poco a poco y por
fin señala la intendencia.
El intendente y un
hombre con cara de cero —el contador posiblemente— juegan al póker, cada uno
con su montón de centavos sobre el escritorio. Con un gesto de disgusto te
hacen ver tu impertinencia, sin interrumpir el juego.
—Busco al enfermo
Jeremías Lezama. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—¿Cuándo ingresó?
—No lo sé
exactamente... Hace un año, más o menos.
—¿Un año? ¡Pero si
esto no es hotel! ¡Flor! —dice el intendente, y sonriendo le muestra sus cartas
al contador. ,—¿Un año? ¿De qué estaba enfermo?
—Es un hombre de
ochenta años, pero creo que lo aceptaron aquí por palúdico.
—El paludismo se cura
con pastillas de quinina. Aquí no sobran camas, ¿sabe? Quiero tres cartas y
buenas. De todos modos si quiere convencerse, la sala de palúdicos está al
fondo del pasillo, a la derecha.
Un denso hormigueo de
voces llena la penumbra, saturada del olor a creolina que mana de las
escupideras de peltre enfiladas a lo largo del pasillo. Tres muchachas
relampaguean en la semioscuridad; van vestidas de rojo, verde, y un amarillo
tan violento que sólo una indígena con su necesidad de luz puede llevarla
puesto. Las tres pasan conteniendo la risa con pañuelos sobre la boca. Hay
.puertas a ambos lados, y en las salas tapizadas de camas (parece que hasta en
las paredes hubiera camas) pululan hombres de cara verdosa, vestidos con
camisones azules, raídos. Los visitantes susurran, medrosamente sentados al
borde de las camas. De todas las puertas sale un resoplido largo, como el de
un toro que se resiste a morir. Si descompusieras esa promiscuidad de ruidos
encontrarías murmurantes conversaciones, ladridos, quejas, rezos, retortijones,
bufidos, pasos. El edificio de madera retiembla, resuena con los pasos.
Jeremías Lezama no
está en la crujía de palúdicos. La recorres de nuevo, mirando a uno y otro
lado con acuciosidad, sin pasar por alto una sola cama. La fiebre tiene su
horario estricto, y a algunos palúdicos les toca hoy, a esta hora. Tiemblan de
pies a cabeza, escondidos bajo la sábana. Alguna vez te picó un anófeles, y
mientras temblabas tu madre y tus hermanas te sostenían por los brazos y
laspiernas para que no rodaras de la cama. Es una fiebre helada que atenaza la
médula y sacude las articulaciones con fuerza bestial. Casi vuelves a sentir la
llama en la garganta, ramificándose por los nervios. ¿Y si hubieras olvidado
la cara de Jeremías y él estuviera agazapado tras su sábana, viéndote ir y
venir tontamente? Pero te dices que aún con la cara reducida a huesos y ojos
reconocerías su inconfundible barba, y tal vez la línea sarcástica de seis
labios. Otra vez se abre ante ti la oportunidad de salir del hospital y dar por
cumplido el compromiso que Tablada te ha impuesto tan hábilmente. Nadie podría
reprocharte nada. Las naranjas y las galletas serían bien recibidas por
cualquier desconocido, el primero que encuentres. Sin embargo, tu indecisión
crece en la medida de los corredores, escaleras, pabellones, hortalizas y más
pabellones que se extienden al fondo. En algún rincón ha de estar Jeremías
Lezama, y lo peor puede estar esperándote. La vejez, la enfermedad, ablandan al
más duro. Después de todo, ¿qué harías mientras oscurece y es hora de bailar
en la kermesse?
Sabes que volver a
la-intendencia no serviría más que para interrumpir el juego de póker y
merecer una inarticuladaimprecación. Subes la escalera, pegado al barandal para
evitar el choque con los niños sueltos que bajan en tropel; un grupo de
escolares uniformados. La caridad, el hábito de la limosna —enseña la doctrina—
debe ejercitarse desde niño o se crecerá en las simas del egoísmo.
Probablemente reunieron zapatos viejos, o el pan que sobraba en su casa, y con
cristiana dulzura vinieron a repartirlo entre los afortunados enfermos. Dos
profesoras bajan contoneándose; te miran desde arriba, sonrientes, contentas de
que comprendas lo que acaban de hacer sus niños.
El piso alto es la
sección de mujeres. Aquí la población ha rebasado las salas y las filas de
camas se extienden también a lo largo de los corredores, dejando el espacio
estrictamente necesario para que circulen las monjas. Desgreñadas, con la
mirada fija sobre las manchas del cielo raso, unas parecen repetirse que no
esperana nadie. Otras han querido ocultar la demacración bajo una rojiza
máscara de maquillaje, y apoyadas en los codos ven pasar el desfile de
visitantes. Ninguna tiene signos de embarazo. Sansón Tablada dijo que después
de dos semanas, aturdidas por sus protestas, las Hermanas de la Caridad tuvieron
que suspenderle el castigo a Jeremías. "¿Qué crees que hicieron estas infelices?",
te preguntó Tablada, con el cigarro temblando entre los dedos, y con ansiedad
esperó tu respuesta antes de seguir. "Lo encaramaron entre las
parturientas para sobajarlo, para humillarlo, para vengarse, para... i
Malhaya! Le dijeron que a ver si allí le daba vergüenza de orinarse en la cama.
Pero el viejo siguió orinándose con más ganas y maldiciéndolas cada vez que
pasaban por allí. A las dos semanas tuvieron que cambiarlo a una sala de
hombres". Pero, ¿qué puede impedirles refrendar el castigo? Recordando las
palabras de Tablada sientes una ligera aversión por las hermanas. Lo que en el
billar fue simple cháchara aquí, en la propia atmósfera del castigo, suena a
crueldad, a villanía. Hasta ahora entiendes la furia con que el hojalatero
hablaba del otro hojalatero.
—Perdone, ¿cuál es la
sala de maternidad? —preguntas a la mujer que da de beber cucharadas de caldo a
una enferma.
—¿Sala de qué?
—De maternidad. Donde
nacen los...
—Ah, las que van a
alumbrar... Allá detrás del biombo —y contrae los labios para apuntar con
ellos la mampara que cubre una esquina de la crujía.
Es un rincón en el
que se apiñan cuatro madres. Cuando asomas la cabeza por un lado del biombo,
dos de ellas se sobresaltan e instintivamente cubren la cabeza de los niños
que amamantan. Las otras dos tienen el cuerpo prensado bajo la preñez: una
montaña blanca, palpitante, de la que solamente han librado la cabeza.
Tardas en preguntar
algo que todavía no tienesmuy en claro, o que sonaría ridículo y antes
quearticules palabra atraviesa la pared un murmullo intermitente, grave.
Piensas en lamentos ahogados en algodones, en una oculta cámara detortura de la
que sólo la madre superiora tienellave, y todos los enfermos aceptan su
existenciacomo parte de su enfermedad. Pero es la letanía que rezan las monjas
reunidas en la capilla.
Principia a
apoderarse de ti el asco, la recóndita vergüenza de tener ojos para ver y vísceras
que reaccionan acelerando su marcha. Esto es lo que temías: la inconveniencia
de entrar donde el bachillerato se encoge al grado que uno mismo lo pierde de
vista. El hacinamiento de camas, la campana rota que suena cada cuarto de hora,
el piso que cruje a cada paso, la afanadora que sube cargando una bandeja con
platos desportillados (te niegas a ver qué hay en los platos), todo se vuelve
motivo de disgusto, Y lo más incómodo es creer que Jeremías Lezama de veras te
está esperando.
Sigues por el andén
techado que pasa por entre la cocina y el pabellón de hidrópicos. No
precisamente buscando, sino como empujado por una mano mortificadora. Serías
menos desgraciado si pudieras caminar con los ojos cerrados, ignorando a los
hombres y mujeres sentados en escaños y que, aun con el corazón aplastado baje
una carga de agua, siguen con la mirada tu saco y tu corbata y tu bolsa con
algo de comer. A la derecha están las paredes ahumadas de la cocina, las
grandes y humeantes ollas de peltre,y el ensordecedor ruido de platos y cucharas.
Luego contienes la respiración y caminas de prisa al pasar junto a las letrinas.
Las coles, las
calabazas y los tomates de la mojada hortaliza relucen al sol con un verdor y
una robustez insanos. Con las mangas del camisón recogidas, un enfermo mueve la
regadera y juega a que hace llover donde se le antoja; otros dos rehacen los
surcos con azadones de mango largo que les permiten trabajar sin agacharse. Y,
limitando la hortaliza, la carpintería, los burdos ataúdes apilados a la sombra
de un árbol.
Una monja con
jeringas y sondas en las manos se acerca, apenas se detiene para atender tu
explicación, Y después de oír en silencio, con la cabeza baja, concluye que
Jeremías Lezama debe estar recluido en el pabellón de tuberculosos, el piso
alto del último edificio. Ella señala el pabellón y se aleja entre el crujir
de su hábito almidonado y el rosario gigante que cuelga de su cintura,
mientras tú quedas paralizado por el primer golpe de angustia. ¿Por qué no lo
dijo Sansón Tablada? Quizá porque conoce el terror que causa un tísico. Uno lo,
saluda, le da la mano con el mismo horror con que la metería al fuego, le
pregunta cualquier cosa y corre hasta llegar a casa; se frota las manos con
alcohol, dos, quince veces, pero sabe, irremediablemente sabe que los bacilos
pululan invisibles en derredor del tuberculoso, y no sabe si sus propios
pulmones serán capaces de resistirlos. Tablada dijo en el hospital, pero nunca
en qué sala. Meces la bolsa con naranjas, torpemente; quisieras que fuera ella
quien te guiara y no tener que decidirlo tú. El edificio está pintado de blanco
y verde claro, como si en él no hubiera más que una familia con su decencia y
su rutina intactas. Y no sabes cuántos larguísimos segundos han pasado antes
que vuelvas a caminar, es decir, a arrastrar los pies en dirección del
pabellón, desolado por la convicción de que Jeremías te espera, la escalera,
aupando la esperanza de que haya un error, de que tu tío haya sido conducido a
alguna sala para agonizantes. Crees que debe existir tal sala en un hospital:
En el corredor del piso alto se pasea un paciente con su pipa en la mano, y
cada vez que tose remueve el velo de humo que le envuelve la cara. Otra vez
preguntas por Jeremías Lezama.
—En el hotel
—contesta el fumador, haciendo un ligero movimiento con la pipa.
—¿Dónde?
—Allí —y definitivamente
señala "el hotel"—. Creo que es la segunda barraca. Una, dos
—cuenta, apuntando con la pipa para evitarse un error—. Es para los que se
quedan aquí mucho tiempo.
Un rocío tibio te
baña la mica, la bolsa resbala de tu mano, cae a tus pies, y hasta crees oír
que tus rodillas traquetean. El "hotel" es un conjunto de barracas de
madera medio podrida, parchadas con pedazos de cinc y rodeadas decharcos
lamosos. Están comunicadas entre sí por piedras y tablones poblados de hongos.
La mayor de ellas, la menos ruinosa, tiene varias puertas con rejas de hierro;
las otras, "individuales", probablemente, están sostenidas por puntales.
Bajo la última luz de la tarde sus siluetas negruzcas destacan contra el verde
del monte que las circunda.
Bajas saltando de
tres en tres peldaños, asfixiándote de miedo, de coraje, de repugnancia,
rencor, decisión, rubor, todo a un mismo tiempo, agolpado en tu sangre,
ocupando cada una de tus fibras. Has perdido el peso de la compostura y
brincas de un tablón a una piedra, de una piedra a un tablón. Resbalas, caes en
un charco y te encuentras de pie, yendo hacia la segunda barraca. El resbalón
despierta a los locos y salen a sus rejas, las azotan con sus cadenas, te
maldicen, te reclaman su cordura, sus hijos.
— ¡Ese! ¡Ese es! ¡Agárrenlo,
agárrenlo que es ladrón! —grita una voz de mujer.
Todavía tienes que
empujar varias veces la puerta para vencer sus bisagras oxidadas. Al pasar de
la luz a la oscuridad de la barraca apenas distingues dos manchas blancas
hundidas en el aire verdinegro. Poco a poco van tomando forma dos catres de
lona; uno está vacío, en el otro un hombre cadavérico lanza los brazos fuera
del catre, como remando, y obstinadamente mueve la cabeza, con la boca siempre
abierta. Es demasiado joven para que lo confundas con tu tío. Alguien te
observa, sientes la mirada recorrer tu espalda. En un hueco de la puerta
descubres un ojo sin cuerpo, nada más un ojo sonriente, brillante, incrustado
en la madera, y luego oyes la risita burlona. Cuando sales, la barraca mayor se
estremece entre ruidos de cabezas arrojadas contra las paredes, risas, aplausos,
cadenas y gorilas golpeándose el pecho. Por primera vez aparecen los enfermeros
y las monjas tras la madre superiora, alarmadas, corriendo hacia la barraca
de los locos.
—¿Dónde está Jeremías
Lezama? —preguntas a la superiora, deteniéndola por los hombros. Ella te mira
de pies a cabeza y se arregla la toca, visiblemente ofendida por tu violencia.
—¿Quién es usted?
—Andrés Lezama, su
sobrino. ¿Dónde está?
—Jeremías Lezama ya
entregó su alma. Murió esta mañana, en el seno de nuestra santa madre iglesia.
¿Por qué vino hasta ahora? —pero antes que improvises tu respuesta ella da un
paso y vuelve a examinarte de pies a cabeza.
—Hace menos de una
hora que El Mensajero fue a enterrarlo. Que en paz descanse.
Con más claridad que
cuando pasó junto a ti, ves al burro trincando hojas de grama y arrastrando los
dos cajones, y el pedazo de camisón que flotaba fuera de la tapa.
"Instigado por
tu propia confusión recorres a trancos los corredores y pasillos. Caminar hasta
el cementerio llevaría media hora, por lo menos. Sólo quieres salvarlo de la
fosa común. Algo te dice que es inútil y tarde y ridículo pero tú insistes en
que sus huesos no deben quedar montados sobre otros huesos desconocidos. En el
portón suenan las seis campanadas más turbias que has oído. Pasa un jinete. Con
los ojos hirvientes más que con palabras lo persuades de que preste su caballo.
Sueltas las riendas, espoleas con los tacones y el aire se parte en dos al
contacto de tu cabeza despeinada y los faldones de tu saco que ondean un poco
atrás de tu espalda. "Jeremías Lezama murió en el seno..." ¡No era
un hombre para morir en paz! Cuantas veces tu padre, su hermano menor, le
propuso irse a vivir (nada más vivir en paz) al cocotal, al otro lado ce la
bahía, él rechazó la propuesta. Se indignaba y a su vez indignaba a tu padre
con su obstinada renuencia a dejarse proteger. Decía que no podía vivir —nada
más vivir— y engordar mientras sucedía otra cosa; era hojalatero y quería
ejercer su oficio y oír noticieros y discutir en las esquinas y en las billares
sin recibir favores.
En la oscuridad del
cementerio cantan las chicharras, los grillos, los sapos. Cruzas a galope la
sección de primera clase, y a tu paso retumban las capillas y sus criptas.
Jeremías Lezama era ateo, y una vez se rió de la medalla que llevabas colgada
al cuello. Te detienes y buscas, obligando al caballo a caracolear; su jadeo
apaga el tuyo, pero sientes que la camisa se ha encogido y aprieta tu pecho.
En el confín del cementerio cintilan dos luces y hacia ellas va el caballo
trotan do.
A la luz de dos
candiles, Sansón Tablada, Camarón y otros clientes del billar están parados
sobre la arcilla que rodea la fosa, callados, ayudando al sepulturero a sacar
el agua que inunda la sepultura. Te miran de soslayo y vuelven a pasarse de uno
a otro el latón lleno de agua. A poca distancia, El Mensajero fuma un puro, montado
a horcajadas sobre los ataúdes, y el burro pace mansamente entre las sepulturas
vecinas. El Mensajero se resiste a entregar el cadáver sin la correspondiente
autorización. Intervienen In, amigos del hojalatero y por fin, cuando la fosa
queda seca, lista para recibir los dos cajones, se decide a violar los
reglamentos.
—¿Cuál de los dos es?
—pregunta Tablada, con un candil sostenido más arriba de su cabeza.
—Creo que es el
primero. Hay que abrirlo y ver —dice El Mensajero, y arranca la tapa con las
uñas.
Jeremías Lezama está
comprimido entre las tablas sin pulir, el camisón desgarrado y las rodillas un
poco flexionadas para ajustarse a las medidas del cajón. En sus barbas
desparramadas sobre el pecho brillan unas gotas de parafina, y con el temblor
de la llama del candil sus labios delgados, siguiendo el-arco de sus bigotes,
parecen moverse, preparándose para escupir a alguien.
Sus amigos levantan
el féretro y se dividen el peso en cuatro partes iguales. Uno de ellos coloca
su sombrero enrollado sobre un hombro para matar el filo de la caja y al grito
de ¡vamonooós! uniforman el paso y emprenden la marcha.
¿A dónde vamos a
velarlo? —pregunta uno de los cargadores.
— ¡En el billar!
—contesta Tablada rotundamente.
Oscuridad y silencio
acentuado por los pasos. Detrás de ellos, un poco a destiempo, tú y el
caballo.
Cuando los alcanzas,
Camarón profiere una blasfemia, o tal Vez una amenaza, alga que todavía no
entiendes; golpea un costado de la caja y sigue caminando bajo la carga.
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Lizandro Chávez Alfaro:
• Corte de Chaleco
• En la crugía "F"
• Para abrir una puerta
• Sudar como caballo
• En tinieblas
• El sermón del ómnibus
• El perro
• La estructura
• Una leyenda que heredar
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