Éramos cuatro


CONTRAPORTADA

Adolfo Calero Orozo (1889-1980), uno de los primeros maestros normalistas egresados de la institución que para esos fines establecieron en Nicaragua los hermanos cristianos de La Salle a inicios del siglo XX. Humanistas y creador literario, incursionando en casi todos los géneros: prosa narrativa, crónica, poesía lírica y teatro. En este último –teatro– consignamos las siguientes: La falda pantalón, Fechas en blanco (sainete), La viudita (monólogo), y El entierro de Juan García (tragedia nicaragüense en un acto), que reunió en un solo tomo titulado 4 obras de teatro (1972). Sus primeros cuentos aparecieron publicados en Recortes varios (1926), que incluía verso y prosa y después publicaría diversos cuetos reunidos en varios tomos, entre ellos Cuentos Pinoleros, Cuentos nicaragüenses, Cuentos de aquí nomás y otros. La obra narrativa que lo consagra como escritor es la novela Sangre Santa. Éramos cuatro, que hoy publicamos, es una especie de biografía y narrativa de la época, conteniendo en su desarrollo un canto ético a la bondad, amistad y solidaridad. En la misma se narra vivamente la importancia de la formación y de valores los cuales no son patrimonio de una determinada clase social, ni edad, ni formación, sino que su universalidad lo hacen garante de lo humano en las civilizaciones. Su estilo es cuidadoso y creativo. Maneja el suspenso y las moralejas oportunas.

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El Autor se presenta:


Brocha gorda

Valgan estos renglones a modo de pintura 
trazada a brocha gorda de mi humana envoltura:

un sujeto corriente, por común y cabal,
de los que van y vienen sin nada de especial;

antes alto que bajo, la contextura bien,
el pelo muy escaso, muy canoso también;

rostro amistoso, tez harta de viento y sol
con un si-es-si-es indígena y un si-es-no-es español;

la frente amplia y erguida, siempre en alto, eso sí, 
y tengo por sabido que dice bien de mí;

es tesoro de pobres ese tipo de orgullo,
vana gloria de humildes contentos con lo suyo;

ojos cafés, pequeños, observadores y 
muy aptos al reflejo de lo que pase en mí;

nariz en su lugar, ni pródiga ni avara; 
una nariz cualquiera propia para mi cara;

boca grande y golosa de abuelos niquiranos, 
—tan golosa que sobra gula para iris manos; 
barbilla con hoyuelo, partida en la mitad, 
—cuando mozo el hoyuelo fue mi debilidad 
y hubo tiempos en que tusa jovial amiga mía 
convirtiera el hoyuelo en ávida alcancía 
donde guardar sus besos con amante porfía, 
(amigos, perdonadme que esté solo y me ría),
para volver por ellos, con los saldos en blanco, 
quien libra cheques contra su propio banco; 
y dos pobres orejas que oyen, quieran o no,
igual si habla el discreto que sí el necio sonó.

Para seguir pintando con un trozo más fiel 
he de tirar la brocha y coger un pincel:
creo en Dios y en la Virgen, en los ángeles y en 
la Bienaventuranza como supremo bien;
creo en liras, paletas, cinceles y laúdes;
creo en las dos Españas de preclaras virtudes; 
tengo fe en Don Quijote, en las Eulalias y en 
los cisnes enigmáticos que tanto amó Rubén; 
creo en el firmamento y el sol y las estrellas, 
en las aves, las flores y las mujeres bellas; 
creo en los huracanes, en el fuego, en el agua, 
y sueño en el futuro feliz de Nicaragua;

con respecto a mis años, vencidos los cincuenta 
decidí que era tiempo de no llevar más cuenta; 
podría decir de ellos que son carga ligera,
que su mayor estrago me lo han hecho por fuera 
y que han sido benignos, y tan benignos son
que me hirieron el hígado, pero no el corazón: 
todavía me encienden ilusiones y ensueños
y todavía espero mañanas halagüeños;

la vida me ha brindado múltiples regocijos;
mis abuelos, mis padres, mis hermanas, mis hijos, 
amigos generosos, rumbos por cielo y mar, 
ocasión de codeo con ínclitas figuras
y horas inolvidables de vinos y locuras 
entre poetas y ...herejas, ahijadas del azar;

el Amor —con mayúscula—, también vivió a mi vera; 
ella fue dulce y buena, mujer y compañera,
con destellos de estrellas, con perfume de rosas, 
espejo de virtudes y dechado de esposas;
de tan linda y tan blanca su tránsito fue breve: 
se evaporó temprano, cual tul copo de nieve.

Y al llegar al recuerdo que yo más reverencio, 
punto final: mi canto se asila en el silencio.


[Tomado de “Correrías Líricas”, Edit. Tradición
México, D.F., 1974]

ÉRAMOS CUATRO...

Nosotros

Éramos cuatro. Cuatro jóvenes maestros de escuela, todos animosos, honestos, bienintencionados para con nuestros alumnos y más o menos conscientes de la elevación y nobleza de nuestra misión y de que en nuestras manos teníamos el futuro de muchos hombres, de muchas familias, de la patria misma en parte.
Alfredo Báez tendría unos veinte años, era segoviano, daba clases en una escuela de religiosos y vivía solo en el nuevo Barrio Marcial de Managua, en un cuarto de alquiler; comía en una pensión donde pagaba seis córdobas mensuales, de los dieciocho que eran su sueldo. Tenía aficiones musicales y buena voz para el canto, su instrumento predilecto era la guitarra y decía que desde muy niño había empezado a rascarla porque le venía de casta ser músico y tener buen oído, por línea materna. Su familia era muy pobre, tenía papá y mamá, dos tíos que vivían en Managua y varias hermanas mujeres, de las cuales la mayor era Directora de la escuelita de su pueblo, allá en Palacagüina. Su fisonomía era agradable, su conversación interesante aun cuando generalmente discurría sobre asuntos frívolos. Reconocidamente afortunado con las mujeres, le faltaban dedos en las manos para contar las que manifiestamente hacían de su parte todo lo posible para ganarse su preferencia y esto nos constaba a todos los otros tres, como que en más de una ocasión vimos a algunas de ellas hasta pasar por la acera de la casa en que él vivía, así, como por casualidad, pero echando hacia el interior de su pieza una inquisidora mirada. 
Otra cosa que Alfredo tenía, casi siempre, eran apuros de dinero, circunstancia ésta que le había permitido desarrollar una sorprendente facilidad para salir de ellos.
Elías Ruiz era de Nancimí, Rivas, de natural un tanto taciturno y amante del silencio; tenía veintidós años, trabajaba en una escuela municipal por dieciséis córdobas al mes y vivía en el mismo local; ganaba unos pesos más, ocasionalmente, haciendo de amanuense con un abogado rivense que le daba preferencia precisamente por eso, porque eran un tanto paisanos, y también porque Elías nunca le reclamaba más dinero del que su paisano picapleitos quería buenamente reconocerle por el trabajo que hacía. Dónde comía Elías fue cosa que nosotros, sus compañeros, nunca pudimos saberlo a ciencia cierta, pues su falta de elocuencia y cierta tendencia a la hurañía lo mantenía expuesto a que las comideras o casas de huéspedes lo despidieran al menor asomo de rezago en sus pagos, y como tales rezagos eran cosa frecuente tratándose de escuelas municipales, Elías iba y venía de la mesa de una hostería a la de otra, o a alguna de las nuestras, porque teníamos sabido que si él se presentaba en mi casa o donde Toño a eso de las doce y media del día, había que ofrecerle un tentempié, aunque él asegurara que ya había almorzado, porque era muy probable que algún nuevo rezago de la Tesorería Municipal había ocasionado un nuevo despido del último comedero; y Elías alguna vez había declarado ya, en forma muy confidencial, que él podía pasarse un día y aún varios, sin desayunarse, o sin la comida de la noche, pero que la falta del meridiano almuerzo le ocasionaba fuertes dolores de cabeza y una penosa angustia que se prolongaba por horas y horas. Muy poco hablaba él de su gente o de su pueblo o de su infancia. Su devoción principal era los libros y se preciaba de haber devuelto siempre a sus dueños todos los que le habían dado prestados. Otra cosa que Elías tenía era cierta propensión a la tuberculosis, como podía verse por su pecho mal desarrollado, sus espaldas de niño, la conformación nudosa de los dedos de sus manos y una cierta expresión de profundidad húmeda en sus ojos, enmarcados por ojeras azuladas de características muy variables.
El tercero del cuarteto era Antonio Parrales, alias Toño; sin esfuerzo confesaba ser “el más bruto de los cuatro” pero era también el más gordo y el más feliz, porque casi nunca tenía problemas que resolver y cuando alguno se presentaba él lo daba por resuelto con volverle las espaldas dejando que las cosas siguieran su curso por ellas mismas. Sus padres eran finqueros caraceños y mensualmente le remesaban algún dinero más provisiones variadas y abundantes; vivía en casa de unas tías donde no pagaba nada por la manutención ni por el cuido de sus ropas y ahí mismo había una hija de casa que se desvivía por adivinar a Toño el pensamiento para complacerlo, a pesar de que no siempre los pensamientos de Toño fueron castos, según eventualmente quedó comprobado. En relación con esta devoción de la muchacha, Toño contaba cosas que lo hacían reír a uno, pero después lo dejaban compadeciéndola a ella o envidiándolo a él.
Y yo, managüense, que tenía a mi cargo el segundo grado de primaria en la misma escuela del gobierno en que Toño corría con el primero. Mis años en aquellos días, cuando la asociación de nosotros cuatro empezó a ser frecuente, eran veinte, pero yo creía entonces que mi buen juicio y mi experiencia me daban derecho a tenerme por más viejo. Ahora prefiero pensar lo contrario: que estoy más joven de lo que indican las altas cifras de mis años.
Como Toño y yo veníamos de distintos colegios, no nos conocimos hasta que llegamos a la escuela donde ambos trabajaríamos. Recuerdo que fue durante el primer recreo del primer día de clases; estábamos ambos en las gradas de la puerta que daba al patio más grande del modesto edificio. Me acerqué un poco a él:
— ¿Usted es don Antonio Parrales?
— Yo soy Antonio Parrales, contestó él tendiéndome su mano y sonriente agregó: —¿Usted es don Ricardo Solís?
— Ricardo Solís, servidor, —dije yo estrechándosela y tratando de corresponder su cordial actitud.
— ¿Usted viene de la Normal de aquí?
— De allí vengo, soy lasallista, pero me gradué hace dos años. Este será mi tercer año de servicio. Acabo de bachillerarme... También en el Pedagógico.
— ¿En esta misma escuela trabajó esos dos años?
— En esta misma, ¿y usted?
— Yo me bachilleré en el Central, en febrero pasado. Estoy empezando a enseñar. Creo que me va a gustar, aunque no soy maestro graduado.
— Ojalá le guste. Es pesadito; es duro, pero tiene sus compensaciones. Con mis treinta y cinco muchachos de este año, yo he tenido ya ciento veintitrés alumnos. El primer año trabajé en el Infantil. A cuarenta y cuatro niños les enseñé a deletrear y a trazar sus primeros garabatos. Es bonito, ¿verdad?
Bonito. A nosotros nos dieron también un cursito de Pedagogía y me gustó mucho. Vale la pena hacer algo. La cosa son los sueldos, amigo. El que sólo cuenta con su sueldo se muere de hambre. Otra cosa, eso de andar uno echando carreras y suplicando que lo nombren es una humillación.
Es que los graduados del Pedagógico tenemos contrato con el Gobierno: obligación de servir cuatro años en el magisterio gozando un modesto sobresueldo. Con eso uno tiene su nombramiento seguro; para lo que hay que moverse es para que lo pongan a uno en una escuela regularcita. A mí esta me ha gustado. Después del primer año de servicio, el director ha seguido pidiendo que me nombren aquí.
Yo no tuve necesidad de intrigar. Mi papá es amigo del Presidente, es caudillo de La Conquista y manda en toda la comarca donde tiene su propiedad. Las elecciones se hacen en mi casa; él es el presidente del club del partido; él pone al juez de mesta.
Eso está colosal, pues.
Pero mi papá no tiene ningún empleo ni pide nada para él.
A mí me consiguió esto para que no viva de vago en Managua, porque yo no quiero irme al monte todavía. Más bien quiero irme afuera: a España, a los Estados Unidos, aunque sea a Guatemala, pero el viejo todavía no quiere. — Eso cuesta mucho dinero.
Mi papá no deja de tener sus centavos. Yo estoy de maestro por lo que le digo...
Nos interrumpió la campana de la escuela que marcaba el fin del recreo.
El maestro Parrales fue a situarse frente a la fila de sus muchachos y yo frente a la de los míos.
El primer día de clases fue como todos los primeros días de todos los años en todas las escuelas, esto es que prácticamente no hubo clases. Por mi parte me limité a pedir sus nombres a un número de muchachos nuevos, que si bien los tenía yo en mi lista no los había identificado y les estuve haciendo preguntas; en realidad con cada uno de ellos conversé breves minutos, inquiriendo de qué barrio venían, cómo se llamaban sus padres y qué oficio tenían, etc. Conversaciones de esta índole les gustan mucho a los niños, porque —grandes o chicos—, a todos nos agrada encontramos con alguien que demuestre interés por nuestra familia. La experiencia de mis dos años docentes ya ejercidos me indicaba la conveniencia de tratar de establecer siquiera este tipo de contacto entre la escuela y la casa del educando; también me ha enseñado que nada le gusta tanto a un niño como recibir del maestro el encargo de saludar a sus papás, especialmente cuando se ha portado muy bien.
Cuando faltaban unos veinte minutos para el fin de la sesión de la mañana llegó el Señor Director y repitió la plática que había venido dictando en cada grado: que esperaba que todos los niños se portaran bien y estudiaran con diligencia, que tenían un buen maestro, que él gozaba mucho cuando los niños llegaban a la escuela limpios y puntuales, etc.
A la hora de salir, Antonio Parrales, el nuevo maestro y yo, marchamos juntos por unas tantas cuadras. Le habían hecho buena impresión sus alumnos al joven bachiller y parecía dispuesto a hacer por ellos cuanto mejor pudiera. Yo lo animé en estos propósitos recurriendo a algunas citas de los textos pedagógicos que aún recordaba y haciéndole ver que si bien la profesión era dura y desdeñada, había que considerar que los niños alumnos nuestros no tenían la culpa de que nosotros fuéramos pobres y pobremente remunerados. Cuando dije que éramos pobres él me miró como diciendo “yo no”.


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