Tres eran y
llamábanse Coralina la mayor, Espumina la segunda y Perlina la menor.
Vivían allá
en el fondo del mar y como eran demasiado jóvenes aún, no
habían salido de su gruta.
Era ésta
inmensa y aunque por fuera no se veía sino la roca cubierta de
pequeños mariscos, de arenillas y algas, por dentro era un verdadero palacio.
La parte
superior y que servía de techo a la linda morada de las ondinas,
estaba como tapizada de perlas, corales, conchas y cristales. El suelo era de
la más fina arena, en la cual se veían brillar como las estrellas en el cielo,
pedacitos de coral, piedras preciosas y arenillas de oro.
A Coralina la llamaban así porque
vivía sentada, como en un trono, sobre una
rama de coral.
Espumina
porque vivía en una concha que la reina de las ondinas le formó
para que descansase, tocando con su varilla las espumas.
Y Perlina,
porque acostumbraba encerrarse con las perlas, en el estuche de la
ostra, de lindo nácar. Además, llevaba en la cabeza una diadema de
blancas perlas. De allí le venía su nombre.
Un día,
sentadas las tres juntas, decía Coralina a sus hermanas.
—Yo que soy
la mayor, veré primero el mundo, y cuando lo conozca bien, os
diré si debéis o no conocerlo vosotras.
—¿Y cuándo
irás?,—preguntaba Espumina ansiosa. —Pronto, muy pronto.
—¿Por qué no
ya?
—Porque soy muy joven y me falta
el valor. ¡Hablan tanto del mundo!
—Oh, si yo
estuviese en tu lugar, Coralina, me iría ya. ¡Tengo tantos deseos!
—¿Irías en mi
lugar?
—¡Pues ya lo
creo! Yo no tengo miedo.
—¿De veras
dices eso?
—Sí, y si no
vas pronto tú, me iré yo. —No, Espumina, iré, yo te lo
prometo. —¿Cuándo?
—Mañana.
—¡Bravo!—dijo
ella, batiendo palmas.
Al siguiente
día, cuando el sol iba ya a aparecer en el horizonte, cuando se
percibían ya los rojos trazos sobre el lecho de nubes nacaradas que
recibiendo la primera luz, esperaban como un trono vacante, Espumina y
Perlina abrazaban a Coralina que, ataviada regiamente, se preparaba
para salir por primera vez de su gruta y ver el mundo, aquel mundo que no
habían visto aún sino en sus sueños de ondinas.
Salió, pues,
fuera de la gruta y llegó cuando el sol lanzaba sus primeros
rayos, junto a una roca en la cual se sentó, contemplando desde allí la
ciudad con sus hermosos palacios, sus soberbias torres, sus espléndidos
jardines y sus deslumbradores trenes.
Cuando la
hubo contemplado a sus anchas, fuese largo de alli, pero no tanto que
no la viese de lejos cuando ya empezaba a despertar.
Pasó así el
día, viendo todo el movimiento de aquel oleaje humano, oculta en una
roca muy inmediata a la playa.
Por la tarde,
cuando ya el sol iba desapareciendo en el horizonte y las primeras
sombras crepusculares bajaban a la tierra envolviéndola, venía por la
playa un hombre, el primero que veía de cerca, con la cabeza inclinada
sobre el pecho y caminando muy despacio.
Detúvose casi
frente a ella y se sentó en una peña, teniendo entre sus manos la
cabeza.
Luego la
levantó y tomando la cítara, que llevaba consigo, empezó a cantar
acompañándose con ella, una canción sumamente triste, pero también muy dulce.
La ondina,
que por primera vez veía un hombre y por primera vez escuchaba una
canción, cuando concluyó él, salió de la gruta y presentándosele de
improviso, le dijo:
—¿Por qué
cantas con tanta tristeza?
—Porque
sufro,—contestó él.
—¿Cuáles son
tus penas?
—He amado a una mujer y ella,
pérfida, me engañaba.
—¿Son así las
mujeres?
—Sí.
—Entonces,
ámame a mí, que no lo soy y que sin embargo soy tan o más linda
que ellas.
—¿Quién eres tú? —Soy una ondina. —¿Cómo te llamas? —Me llamo Coralina.
—¿Coralina?
Oh, por cierto que no serán tan rojos los corales como tus labios.
—¿Te parezco
bella?
—Como un ángel.
—¿Y me amas?
—Amarte aún
no, pero sí te contemplo con un placer inmenso; ¡eres tan linda!
Volvióle
ella la espalda y entróse en la gruta, dejándole admirado y asustado.
Al siguiente
día por la tarde, tornó él al mismo sitio y pulsando de nuevo la
cítara, cantó, pero la ondina no salió.
Y vino él de
este modo tarde a tarde, y la ondina no pareció más. Entonces
cantó llamándola y jurándola amarla siempre.
Al tercer
día de llamarla de este modo, Coralina apareció de nuevo y acercándose
le preguntó:
—¿Me amas ya?
—Con toda mi
alma. ¿Y tú?
—Siempre te
amé.
—¿Desde cuándo?
—Desde que te
vi.
—¿Y por qué no
venías?
—Porque no me decías que me amabas.
—Y ahora que
ya lo sabes, ¿vendrás siempre?
—Sí, siempre.
Todas las
tardes cantaba él y ella venía enamorada a escucharle. Un día la
dijo él:
—Mira,
Coralina, yo te quiero ver fuera del mar, como las mujeres. Ven fuera y
juntos recorreremos el mundo y nos amaremos siempre y serás mi
esposa. ¿Quieres?
—Sí, lo quiero
porque tú lo quieres, pero no podré salir de aquí sin permiso de mi
reina. Iré a buscarla; la pediré me haga mujer y entonces volveré y nos
iremos lejos, donde quieras.
Accedió él y
ella desapareció en el abismo, quedando tan sólo algunas blancas
espumas que en breve desaparecieron también.
Cuatro días
después, cuando él cantaba ya en la playa, abriéronselas aguas y
Coralina surgió como una visión y se dirigió a la playa, a donde llegó
en seguida, yendo a sentarse al lado del cantor.
—¿Eres mujer?, le preguntó
asombrado él.
—Sí, ya lo soy, le contestó.
—¿Y cómo?
—Has de saber
que la reina de las ondinas, que es madrina de mis hermanas y
mía, nos tenía prometida una gracia, cualquiera que ésta fuese. He
ido a buscarla a su palacio y allí, junto a su trono de una sola perla, me
arrojé a sus pies y le pedí me hiciera mujer.
Accedió ella y llamando luego a
Selín,—un enorme y pícaro pez de los que
están a sus órdenes,—le mandó me trajera aquí, pues siendo ya mujer
podía ser devorada por los monstruos. Sentada sobre Selínvine hasta aquí, y aquí me tienes ya mujer,
ondina nunca más. ¿Estás satisfecho?
—Sí, vámonos.
En breve te haré mi esposa y te llevaré orgulloso por el
mundo, que te contemplará atónito.
* * * * * * *
En vano
esperó Espumina el regreso de Coralina. No volvió más.
—No hay que
dudarlo,—decía entonces a Perlina,—nuestra hermana debe estar tan contenta,
ser tan dichosa, que se ha olvidado de nosotras. Debemos ir también y
ver lo que ella no se atreve a dejar ni aun para venir a vernos. Lo que soy
yo, estoy dispuesta y mañana me lanzo fuera de aquí, para ver ese cielo
que se refleja azul aquí en el mar, esas es‑
trenas que
vemos como ojos de fuego a través de las aguas, y ese mundo, en fin, que
me imagino a veces como un paraíso donde sólo se pisan flores y polvo de
oro; y otras como un montón de escombros y guijarros que destrozan los
pies y entre los cuales quedan jirones de las ricas vestimentas.
—¿Quieres
venir conmigo?
—No,
hermana, no voy. Anda tú; y si ese mundo es el paraíso que dices, no
seas tú como Coralina que nos olvidó. Despréndete un momento de la
felicidad que goces y ven a llevarme.
—Te lo
prometo, hermanita. Además, eres muy joven y es mejor que esperes
aún. Tienes razón en no seguirme.
Al siguiente
día Espumina besó en la frente a Perlina, le dio un estrecho
abrazo, y abriendo la puerta de la gruta, se lanzó en plena mar, yendo por
una rara casualidad a parar a la roca donde Coralina permaneció
encerrada antes de conocer al cantor.
Allí sentada
estuvo todo el día esperando que viniese la noche que la ocultara
y entonces iría casi hasta la playa y vería bien cerca la ciudad iluminada por
el gas dorado y oiría hablar las gentes y nadie sabría que ella estaba
allí.
Recostóse,
pues, sobre la fina y blanquizca arena que había entre la roca y
durmióse esperando la desaparición del sol y la venida de las sombras.
De repente,
dormida aún, parecióle escuchar allá a lo lejos, una canción
triste, muy triste, que más que canción parecía un lamento; pero eran tan
dulces y tan sentidas las notas que producía el instrumento, aun no
conocido para ella, que se estremeció y despertó.
No era
aquello un sueño, era en verdad la voz de un hombre y las armónicas
notas de una cítara, pulsada por una mano maestra.
Salió de la
gruta y como impulsada por una fuerza magnética, lanzóse en busca del cantor, que
estaba cerca, en la playa, sentado sobre una peña que las aguas besaban sin
cesar.
Llegóse a él sin que la viera y
tocándole el hombro, dijo sonriéndole:
—¿Por qué de
esa manera te lamentas?
—Porque me ha
engañado una ondina que por mi amor según me dijo, se hizo mujer.
—Vamos,
cuéntame toda la historia.
—Es muy
sencilla. Una mujer a quien yo amaba me olvidó por otro.
Entonces yo, triste, muy triste, tomé mi cítara y aquí, lejos de la ciudad, que tal
vez se burlaría de mi dolor, vine a contarle mis penas al mar.
Una ondina
oculta entre esas rocas me escuchaba, y atraída por la música,
salió, me vio y me dijo que me amaba.
Yo me
enamoré loca, ciegamente de ella y le rogué viniese fuera, y juntos, mi
esposa ella, su marido yo, que nos fuésemos por el mundo.
Consintió
ella y entrando al fondo del mar, fue a pedir a su reina la hiciese
mujer.
Tres días
después la vi aparecer. Salió fuera del agua, me tomó de la mano y me
dijo:
—Ya podemos
irnos. Soy mujer, ondina nunca más.
Yo,
trastornado de gozo, me la llevé y la alojé en un palacio y la di flores, oro y
pedrería y esclavas que cantaban o tocaban para dormirla.
Iba en breve
a llamarla mi esposa, pero asomada un día al balcón, vio pasar a
un hombre que vestía con más lujo que un príncipe y que montaba un
soberbio caballo. Se enamoró de él y él, que la vio más linda que un sueño,
la amó también.
Un día la
fui a buscar y sólo encontré a las esclavas, que lloraban angustiadas
por el desaparecimiento de su señora.
¡Había huido
abandonándome, a mí, por quien se había hechomujer!
—Ya que lo
había sido, fue como todas: variable y pérfida.
Desde
entonces, me propuse no volver a amar, pero triste, muy triste,
vengo todas las noches a cantar aquí.
—¿Cómo se llamaba la ondina?
—Se llamaba
Coralina.
—¡Mi hermana!
—Ah, ¿era tu
hermana?
—Sí.
—Debe ser
cierto, pues eres tan divinamente bella como Coralina. —Y tú, ¿cómo
te llamas?
—Me llamo
Armando.
—Qué lindo
nombre.
—¿Te parece?
—Sí, tan hermoso como tú.
—Ah, si así
fuese, no me habría olvidado tu hermana.
—Te olvidó
porque fue mujer . . . Yo no te olvidaría nunca. —¿Las ondinas no olvidan?
—No. Ellas no pueden amar sino una
sola vez.
—¿Me amarías
tú?
—Te amo.
—¿Cómo te
llamas?
—Espumina.
—Menos
blancas que tú son las espumas. Eres en verdad muy bella.
—¿Tanto como
qué?
—Como un sueño de ventura.
—¿Me amarías?
—No, porque
al ser mujer, me dejarías de amar como tu hermana.
—¡Oh!
entonces no seré mujer. Vente tú conmigo y te amaré por toda una eternidad.
—Yo soy
humano y no puedo entrar en ese abismo.
—Le pediré a
mi reina me conceda tu entrada al fondo del mar, allá donde tenemos nuestro
palacio.
—¿Quieres?
—Sí.
—¿Y me amas?
—Sí.
Hundióse
ella en las aguas y Armando con la mirada fija en el punto donde
la vio desaparecer, se preguntaba si había sido un sueño todo aquello,
o si era cierto que hubiese visto aquella ondina del mar.
A los tres
días, lo mismo que su hermana, apareció Espumina. —¿Y
bien?,—dijo al verla Armando.
—¿Vas a seguirme a mi palacio?
—Me ahogaré en
el mar.
—No, la reina me ha dado esta
perla,—dijo mostrándola.
—¿Y para qué?
—Vas a
bebértela disuelta en agua.
Tomó luego un
poco en su mano y puso dentro la perla que quedó disuelta en el acto.
Entonces
acercó la bebida a los labios del cantor y le dijo: —Bebe.
Obedeció él
y tomó el brebaje en la linda mano de Espumina, que en seguida le
dijo:
—Ahora
vamos, ya puedes, lo mismo que nosotras, ir por el mar.
Tomóle de
una mano y atrayéndole, se lanzaron juntos en aquella inmensidad.
* * * * * * *
Perlina, que
la había visto llegar con aquel hombre a quien amaba, la abrazaba
poco después, un día, y enjugaba sus lágrimas.
—Pero ¿por qué
lloras, mi buena Espumina? ¿qué tienes? ¿no eres feliz?—le preguntaba.
—Soy bien desgraciada. —¿Por qué? ¿Qué te falta?
—El amor de
Armando. —¿Ha muerto?
—No, pero ha
dejado de amarme y me ha abandonado por una sirena.
—¿Cómo ha
sido eso?
—Ay, Perlina,
el que lloraba porque dos mujeres le habían olvidado, halló consuelo en mi amor y
me le traje aquí.
No cantaba,
no tocaba, vivía contemplándome y yo a él.
Pero un día
tomó su cítara que trajo consigo, y acompañándose con ella, empezó
a cantar con su dulce voz, que temblaba de amor.
Las ondinas y las sirenas vinieron
a escucharle y yo, llena de orgullo, las
miraba a todas y todas envidiosas me miraban a mí.
Tarde a tarde
tocaba y cantaba él y así veía llegar a una sirena, de quien por fin
se enamoró y por ella me olvidó a mí.
Y ahora
escucho su hermosa voz y las notas de su cítara, allá a lo lejos, en la
gruta de las sirenas.
Ah, hermana
mía, ¡cómo son los humanos, de imperfectos! Tienen en vez de
corazón una veleta que gira constantemente. Los hombres se quejan de las
mujeres y las mujeres de los hombres. ¡Todos son iguales!
Y la pobre
ondina lloraba amargamente su desventura y estaba triste y no hablaba, no
cantaba, ni reía.
Muda siempre,
vivía metida en su concha.
Un día salió
Perlina a visitar a la reina y al volver vio en la concha el cuerpo de
su hermana que acababa de morir y que empezaba a deshacerse en
espuma blanca y fina.
Al poco rato
se formó de aquella espuma una linda concha.
Lloró la
pobre Perlina, ya sola, mucho, mucho y por
largo tiempo, las desgracias que a sus hermanas había ocasionado el mundo.
Un día oyó
grandes gritos, mucho ruido, muchas risas; abrió la puerta y
preguntó lo que sucedía y una linda ondina muy niña aún, le contestó:
—Es que
Armando, el hombre que canta y toca la cítara y a quien amó tu hermana,
ha olvidado a su sirena y se ha enamorado de otra; pero aquélla, que
es muy lista, se ha quejado a la reina, que irritada por el desorden y
las desgracias que ha causado el cantor, ha mandado que le saquen otra
vez a la tierra.
Todos corren
tras él y le van sacando fuera, después de castigarle fuertemente,
lo que nos ha hecho mucha gracia.
Cuando salía
Armando, vio una mujer que se lanzaba al mar y que vino a caer
rodando en medio de todas las ondinas, que gritaron casi a un tiempo:
—¡Coralina!
Al oír el
nombre de su hermana, volvióse asustada Perlina y vio ciertamente a una mujer
muerta, que no era otra que Coralina.
Después de
enamorarse de aquél que pasaba frente al balcón de su casa, huyó de
alli por seguirle y con él se casó. Pero él, que pronto se aburrió, se
fue un día y no volvió.
Entonces,
desesperada, vino a la orilla del mar, subióse a una roca y a tiempo
que Armando salía, se lanzó al mar a morir.
Perlina
recogió aquel cuerpo querido y yendo frente a su soberana, la pidió,
llorando, se compadeciese de su pobre hermana.
Consintió y
tocando con su varilla a la ondina muerta, convirtiólaen una perla
negra.
Luego
volvióse a Perlina y la dijo:
—Mi buena
niña, ahí tienes a tu hermana convertida en perla negra, en
memoria de lo mucho que ha sufrido y de las negras nubes que empañaron el
cielo de su felicidad.
Pocas serán
las perlas como ésta, muy escasas; y para castigar a los hombres,
causa de tantas desdichas, les haré sentir un deseo ardiente de poseerlas
y grandes trabajos para adquirirlas.
—¿Estás
contenta?
—Sí, señora, y os quedo agradecida.
—¿Y tú no me
pides la gracia que te tengo prometida? Meditó ella y luego le respondió:
—Mañana vendré
a pedírosla.
Después se
alejó llevando la negra perla querida, a la concha blanca donde
ella se ocultaba.
Entonces con
la cabeza entre las lindas manos, habló sola en altavoz:
—Mis dos
hermanas han muerto,—se dijo—y es el mundo la causa de su muerte.
¿Me habré de
exponer yo del mismo modo a sufrir y a perecer comoellas?
¿El amor,
ese bien que todos los seres ansían, es acaso la felicidad?
Allá en el
mundo son muy pocos los felices, porque en el corazón de los humanos
se agitan diversas pasiones, mezquinas unas, grandes, muy grandes
otras, que destruyendo la pureza primitiva del amor, la reducen a vil
interés unos, a vanidad otros y otros en fin a una simple distracción.
—¿Habrá
alguien que sienta el verdadero amor y como tal imperecedero,
grande, immenso?
Sí, el amor
existe así, en los seres cuyas almas llegan a unificarse y que así,
juntas, se lanzan a la región del ideal en donde moran. Sólo así es duradero
y firme y aun llega a tener algo de divino.
Pero ¡ay!,
¡trae tantas amarguras consigo, si por una casualidad nos
engañamos!
* * * * * * *
Al siguiente
día fue Perlina ante la reina y la dijo prosternándosea sus pies:
—Reina y
señora, yo vengo a solicitar a mi vez la gracia que me tenéis prometida.
—Habla, ¿qué
quieres?—le preguntó ella.
—Quiero, señora, ser hada. Hada de
las perlas.
—¿Y qué harás
con eso?
—Oh, ¡aún no
he concluido! Quiero ser hada de las perlas, es decir, la guardiana
de ellas. Pero quiero también, señora, que todas las lágrimas que el
amor puro y verdadero haga verter, se conviertan en blancas perlas que
yo guardaré en mis dominios.
—Bien, hija
mía, desde este momento tienes todo lo que deseas, contestó
poniendo sobre la cabeza de la linda ondina la diadema, y en su mano la varilla,
símbolos de su dignidad.
Y desde
entonces la dulce hada Perlina recoge las lágrimas de los amantes y las
guarda, haciendo de ellas coronas para los que, débiles, sucumben a una
pasión real.
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Tomado de: "Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío".Seudónimo: Stella
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