EN TINIEBLAS


En plena oscuridad la lluvia bajaba vertical, atronadora. Caía con abundancia prehistórica, se hundía entre los poros de una gruesa capa de humus, subía evaporada y volvía a precipitarse sobre la selva. Un estruendo de trillones de ra­nas y sapos llenaba cielo y tierra.
En medio de su choza (un techo de hojas montado sobre cuatro horcones), Medardo se volteaba de un costado al otro. Sólo esporádicamente algún mosquito se atrevía a desafiar el temporal. A cada vuelta el colchón de tallos se­cos chirriaba, traspasado por esa humedad capaz de enmohecer el mismo fuego. No podía dormir, a pesar del ruido adormecedor que lo envolvió. No era indigestión, ni exceso de can­sancio, ni miedo. Al cabo de tantos días de no ser visto ni por él mismo, había llegado a sen­tirse inalcanzable. Pero esa noche un desasosiego impreciso revoloteaba entre sus costados.
Medardo abrió los ojos. Muchas veces se había dicho que en las tinieblas se sentía tan seguro como una lombriz bajo tierra. Ahora la oscuridad lo oprimía. Se restregó los párpados, la boca; estiró piernas y brazos, bostezó, y la opresión siguió entrando por sus fosas nasales.
Lo atribuyó al olor a carne de mono ahumada. Volvió la cabeza hacía una esquina del techo, donde el mono colgaba desollado, abierto en ca­nal; lo revivió en el momento en que se desplo­maba desde lo más alto del árbol. Fue un tiro certero. El rifle Máuser estaba un poco oxida­do pero seguía funcionando. Mentalmente hizo el recuento del parque: le quedaban dieciocho cartuchos. En la caída el animal agitaba las pa­tas y la cola, queriendo asirse a alguna rama. El suelo lo recibió con un golpe seco y un surti­dor rojo se le abrió en el pecho. Entre el escán­dalo de sus compañeros de manada saltaba, chi­llaba e inútilmente se taponaba la perforación con hojas, con lodo, con los dedos… (Algo semejante habían hecho Julián y Rodrigo al caer bajo el fuego de los morteros.) Detuvo al perro por el cogote, esperó a cierta distancia, y cuando la ma­nada se retiró soltando sollozos e imprecaciones fue a recoger su presa. Hacía tres días que se ahumaba y seguía oliendo a mono.
Se reacomodó en el colchón. Por entre el rugido de la lluvia percibió la respiración de Bazuka, echado muy cerca de él. Nunca había entendido cómo pudo encontrarse con ese perro en el momento que más útil iba a serle; simple­mente le llamaba suerte. Después del desastre, mientras huía dejando tras de sí todo menos el Máuser, la cartuchera y un cuchillo, lo había en­contrado de golpe, al atravesar una vereda. Un perro esquelético, marcado de mordiscos y garro­tazos; tan aterrorizado que al ver aparecer a un hombre no hizo más que echarse y poner los ojos en blanco, suplicando que no lo apaleara. Sin prestarle atención Medardo siguió corriendo, de­jando pedazos de ropa en la breña y sintiendo los pulmonescada vez más pequeños. A lo lejos se oían ocasionales disparos con los que, suponía, estaban rematando a sus compañeros. El grupo de guerrilleros, bien atrincherados, había puesto fuera de combate a buena parte de la compañía de Guardias Nacionales, pero éstos a su vez los habían barrido con fuego de morteros y granadas.
Al atardecer, ya en la espesura de la selva, se abrazó agotado al tronco de un árbol. El Máuser pesaba cien kilos y en la garganta le ardía una gran llaga de sed. Apoyado en el tron­co fue resbalando hasta caer de bruces sobre la tierra húmeda. Principiaba a respirar normal­mente cuando un soplo tibio le tocó la nuca, y como tirado por las orejas saltó, sin saber dónde apuntar con el rifle. En la penumbra, el perro lo miró con la confianza de quienes han crecido juntos, y mansamente fue a lamerle el pantalón. Medardo se rió del susto y volvió a sentarse en el suelo, con el arma entre las piernas. Corto y flaco de piernas, de cabeza grande y tórax enjuto, alargado, el perro le pareció unabazuka. Luego había estirado el brazo y Bazuka se acercó sin recelo.
—¿Qué crees que nos espera? Yo en tu lu­gar regresaría donde hay qué comer, aunque sea entre garrotazo y garrotazo. Este es un asunto del que ustedes no son responsables. ¿Sabes? Creo que en una república de perros las cosas an­darían mejor. (Bazuka se había echado y le oía atentamente.) Y esto es nada más el principio. Mientras no maten al último de nosotros. ¿Sa­bes quién es el último?... Yo tampoco. Tengo veinticuatro años. Quiere decir que podría an­dar en éstas otros veinticuatro. (Un trueno re­sonó en la distancia e hizo temblar las hojas.) ¡Se viene un aguacero que nos va a mojar hasta los huesos! Eso es bueno y es malo. Así no será tan fácil que me encuentren. El agua va a borrar mis huellas. Pero también es malo para la "guaca". Esas sombras que saltan allá arriba han de ser pájaros... Te voy a decir un secreto. Como a veinte kilómetros de aquí ente­rramos un lote de armas, bien engrasadas, y municiones como para barrer a toda la Guardia. Que pase un mes, tal vez dos, y se vuelve a or­ganizar la cosa. (En la total oscuridad los ojos de Bazuka fosforecían en un gran esfuerzo por comprender.) Quisiera poder llorar. Si hubieras conocido a Paz, a Zelaya, Salmerón, Palacios, Aróstegui; a todos, también los hubieras querido. Muchachos a prueba de.... de egoísmo. Eramos veinte. Después del primer encuentro con la Guardia quedamos quince. Ahora quedo yo... y los que vengan.
En las tinieblas todo parecía muerto.
Hurgándose los bolsillos palpó el llavero sin llaves, tres monedas de otros tantos países centroamericanos, y lo que buscaba: la bolsa imper­meable con la que había envuelto la libreta de direcciones, las pastillas antipalúdicas y el encen­dedor. Lo sacó y levantó mecánicamente a la al­tura del pecho, acariciándole los bordes antes de encenderlo. El óvalo de la llama surgió con vi­veza, alimentado por una carga de combustible suficiente para encender cien hogueras. Al apa­garlo, la noche se hizo más densa y envolvió al guerrillero con su placenta negra y pesada. Sin esperar más emprendió la marcha en las tinie­blas, guiado por un instinto hondo, primitivo.
Al amanecer encontró el lugar del entierro: un árbol derribado por un rayo, semejante a un esqueleto de megaterio, cubriendo una colonia de hongos gigantes.
De esto hacía varias semanas.
En la choza, a cierta distancia del depósito de armas, Medardo se revolvió en su propio insomnio. Un mosquito descarriado le picó el om­bligo y murió de una palmada. Bazuka, levantó el hocico, en guardia, y al ver que el amo perma­necía en su sitio volvió a echarle sobre el costado los rítmicos golpes de calor de su respiración.
Algo como un bramido lejano llegó por de­bajo de la tierra empapada. Medardo se incor­poró violentamente; por un instante percibió la posición de cada uno de sus músculos y volvió a soltarlos sobre el colchón, cuidadosamente, con el menor ruido posible. El perro gruñó hacién­dose eco del bramido.
—No te asustes, Bazuka. Es algún anima­lito, pero anda muy lejos. No es nada.
Era a sí mismo a quien trataba de calmar diciendo "duérmete, Medardo, no pueden encontrarte". Se propuso desviar la mente lejos del temor de que llegaran.Con los ojos cerrados vio las raíces comestibles absorbiendo agua has­ta ahogarse. Un color azul que se antojaba ve­nenoso iba manchando la pulpa blanca, impreg­nándola de un sabor amargo. Cuando arrancara los arbustos no encontraría más que gajos de bulbos fofos, podridos. Después de todo, eso era parte del ciclo vital de aquel mundo caótico. ¿Pero las armas? ¡Si hubiera un árbol productor de armas! Agua y más agua. ¿Por cuánto tiempo resistiría la capa de grasa con que laboriosamen­te habían envuelto cada rifle, cada ametrallado­ra, cada cartuchera? Sintió el óxido metérsele por entre las uñas, llenarle la boca hasta asfixiarlo. Se incorporó de nuevo, y apoyado sobre los co­dos, contempló la masa oscura que roncaba a su alrededor, dominándolo todo. Tragó un pesado sorbo de angustia y volvió a acostarse. A ratos la lluvia parecía amainar, pero volvía con mayor fuerza y estrépito. Entre el deseo pueril de ir a cubrir el depósito con su cuerpo y el agradable lastre del sueño en los párpados, sus oídos se fueron cerrando y poco a poco se quedó dormido.
Unos saltos de botas mojadas; la ráfaga de aire; el disco blanco, ofuscador; tres puntas frías y dolorosas en los costillares, todo le cayó enci­ma como un rayo.
— ¡No se mueva! —gritó alguien detrás del disco deslumbrante. Bazuka se estiró en el aire, dos veces más largo de lo que era; hizo temblar la luz, gruñendo, con un hueso entre los colmillos. Hubo un silbido filoso, un aullido cortado, y el perro cayó desvertebrado sobre los pies del amo.
La poderosa luz de la linterna hería los ojos de Medardo, pero cuando intentó cubrírselos, una bota de suela áspera le aplastó la mano. Otra lo empujó para ponerlo boca abajo.
— ¡Amárrenlo! ¡Así te queríamos agarrar, "jueputa"! —dijo el cabo—. ¡Busquen las ar­mas! —giró sobre sí mismo recorriendo la choza con la luz de la linterna—. Allí. Es un Máuser. ¿Tienen más armas?
Solamente se oyó el jadeo de Medardo, con la cara hundida en el colchón.
— ¡Contésteme, desgraciado, o lo voy a de­jar mudo de veras! ¡Busquen afuera!
Las botas chapotearon de un lado a otro, alrededor de la choza.
— ¡En esa oscurana no se ve ni la palma de la mano del cabo!
—Ya van a ver cómo escupe hasta lo que no sabe cuándo lo tengamos allá. ¡Levántese! —¡No puedo! —¡Cómo que no puede! ¡Levántese!
Con la punta de la bota el cabo tocó el nudo. Medardo contrajo el abdomen, bajo el ardor de la amarra en las muñecas.
—Si quiere yo le ayudo.
—No, Déjenlo. El general quiere comér­selo entero, sin una sola magulladura.
Medardo giró sobre un costado y la luz vol­vió a herirle las pupilas. Con los ojos cerrados se sentó en un solo impulso; se paró lentamente. Cuatro siluetas moradas vibraron ante él.
—Vámonos! —gritó el cabo, empujándolo con la culata del Máuser.
Afuera la lluvia seguía rugiendo y cayendo en cascadas. Entre la hojarasca y el lodo las huellas de las botas se habían convertido en charcos. Antes de veinte pasos la ropa del guerrillero también quedó corrugada y endurecida por el agua.
La luz iba reptando, como un gasterópodo de concha coniforme, transparente, por la que se veían pasar troncos, arbustos y lianas en actitu­des agresivas. Era un animal incorpóreo, bien amaestrado, al que la fila india seguía ciega­mente. Con sus armas al hombro los soldados caminaban callados, con un silencio de bestias de tiro extenuadas. El de Medardo era un silencio aparte, reflexivo. La misma raza, el mis­mo idioma, la misma clase, la misma patria, y sin embargo, parecía un extranjero entre los guardias cuadrados y sórdidos, hechos de una extraña mezcla de jabalí y medusa. De trecho en trecho miraba de soslayo el mar de tinta que cruzaban; apretaba los dedos de los pies contra el lodo para contener la tentación de saltar a un lado y oscurecerse él mismo. Sabía que cada paso era terreno que cedía a su muerte.
Resbaló al pisar una raíz mohosa. Los ri­fles traquetearon a un mismo tiempo y desde el suelo se vio rodeado por cuatro pares de botones de hierro: los ojos de los guardias.
—Yo creí que te querías escapar.
—Que lo haga para acabar pronto.
—Ojalá lo hiciera. Oiga, cabo, ¿por qué no le metemos plomo de una vez?
—Tengo órdenes de llevarlo sin agujeros.
Con medio cuerpo enlodado, el guerrillero simulaba hacer esfuerzos por incorporarse. Se limpió una mejilla con el hombro mientras me­día cada fracción de segundo y con las puntas de los nervios sensoreaba lo que había a su es­palda.
—Dame un cigarro.
—Tengo arrugado hasta el ombligo de tanta agua. Todo por culpa de este infeliz. Yo lo colgaría aquí mismo.
— ¡La ley de fuga y lo poníamos al otro lado! — ¡Ya dije cuáles son las órdenes y no me sigan jodiendo!
Con la vida puesta en sus piernas Medardo voló por encima de un matorral, trastabilló al caer sobre un espinal y corrió abriendo brecha con el pecho. Tres, seis balazos asordinados por la lluvia tronaron detrás de él. La linterna me­tía su rayo de luz de un hueco a otro.

Medardo pasó el resto de la noche corrien­do en círculos, rombos y elipses, pero sin perder la noción de su destino. Con las manos atadas, hurgaba la oscuridad en busca del árbol derriba­do por un rayo que cubría la colonia de hongos gigantes.

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EL ZOOLÓGICO DE PAPÁ

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