LA ESTRUCTURA

Lizandro Chavez Alfaro



Cristóbal Lemus y yo nacimos en esta mis­ma ciudad, tornasolada a la luz del crepúsculo, a un tiempo hirviente y frío. Crecimos revol­cados por el montañoso y crepitante oleaje en que somos la pequeñez, casi inverosímiles. Sin dar­nos cuenta los dos vivíamos en ella, no diré que destinados a mancomunamos en la construcción de la estructura, pero sí definitivamente ligados por una poderosa vocación. Si no él, posible­mente hubiera sido otra persona mi asociada, o yo solo hubiera acometido la empresa, pero las cosas sucedieron de modo que fuera él.
Por las penalidades y tribulaciones propias de mi oficio trabajaba yo en Proveedora de Aplau­sos, S. A. Había conseguido emplearme allí por recomendación de un amigo casual, un alto fun­cionario de gobierno y muy probablemente socio de la empresa. Había jornadas fáciles en las que hasta me sentía afortunado; una ceremonia conmemorativa del nacimiento de un héroe, por ejemplo, y el resto del día podía pasarlo en mi taller. Pero esa vez la jornada había ido parti­cularmente dura. Por la mañana una asamblea de industriales; por la tarde el entierro de un filántropo, el recital de piano de una quinceañera y por la noche la conferencia de un filatelista. En ninguna ocasión habían faltado los inspectores, atentos a que uno aplaudiera con auténtico entusiasmo. Envilecido por mi ocupación, deprimido por la agobiante conciencia de estar perdiendo mis mejores años, me eché a caminar por las calles, .entre gente que trotaba yse cruzaba en anchas corrientes polifásicas, porlas plazas extensas, demasiado extensas, viendode reojo los edificios boquiabiertos. Inútilmenteme esforzaba por volver a mi verdadera tarea.
Principió a llover, lentamente; con tal lentitud que yo podía ver el trayecto de las gotas grises. Caían formando una mancha reticular sobre la acera, y sobre mi cabeza unos huecos
helados. Apareció la puerta del café, entreabierta, expectante. Por la franja amarilla de laabertura salía el ronroneo de docenas de gatosy el pesado olor a pelucas viejas, tabaco, dentaduras postizas y café. Con todo y que la lluvia taladraba mi cráneo, antes de entrar admirélos rosetones tallados en la madera de la puerta,la perfección del ensamblaje de sus largueros ymontantes, que ni el sol ni el agua habían podido desajustar. Antes de sentarme oíque cerca demí alguien mencionaba a Foulques du Temple.
—Tan grave y digno (tan astuto diríayo) era el tal du Temple, que fue condenado a
.morir en la hoguera por el delito de alquilar ataúdes, que fabricaba a escondidas. ¿Se imaginan?
Alquilando féretros (verdaderas obras de arte,por cierto) como quien alquila disfraces —dijo
la misma voz, en tono irrespetuoso, ofensivo para la memoria del maestro de los carpinteros. Colérico, sentí que mi asiento se estremecía. Pero al mismo tiempo el recinto quedó saturado de ese aire luminoso, nutritivo, que nos envuelve al descubrir una persona afín, un hito para hacer menos corrosiva la soledad. El hecho de que alguien, precisamente junto a mí, conociera y discutiera estos detalles de la historia de la carpintería, me regocijó al grado de que sin proceso alguno me sentí en casa, con mis herramientas y mis maquetas. Pero aquella mentira histórica, tan­tas veces repetida, me quemaba las orejas.
—Se equivoca —dije, sacando un brazo por encima del respaldó de la silla para dirigirme al que ya desde ese instante supe que era carpin­tero—. Foulques du Temple murió en su lecho, y mereció el sepelio más pomposo que cofrade al­guno hubiera recibido en aquel tiempo. Esto pue­de confirmarlo en Beulé...
Así conocí a Cristóbal Lemus. Me invitó a su mesa para continuar la discusión que terminó en amistosa charla. Luego se acercó la mesera, regordeta, con sus ojos negros, relumbrosos,una sonrisa con que parecía darlo todo, maternal y adivinatoria. "No sabe reservarse nada", pen­sé. Recogió los vasos, adivinó lo que quería y se alejó, siempre sonriente, la cofia prendida al cabello oscuro y rizado, como una garza muerta.
—¿Tiene usted título? —dijo Lemus, apo­yando su pregunta en una perspicaz humareda.
—No... Soy autodidacto —respondí. Hubo un silencio en el que yo me mantuve en guardia y él casi metió la cabeza, en la taza de café. Sonreímos sin mirarnos y, naturalmente, estuvi­mos de acuerdo en la inutilidad de un título. Él tampoco lo tenía. Las escuelas de carpintería servían para aprender mediocremente el mane­jo de la sierra, el berbiquí, la garlopa, y para formar modestos ebanistas o toneleros, incapa­ces de concebir algo más que una mesa o un barril. Quien como nosotros ambicionara aquel arte monumental en que la madera se proyectaba fuera de las dimensiones domésticas para tocar la luz, no tenía nada que hacer en las escuelas. Por otra parte, los grandes maestros vivientes no aceptaban aprendices desde que, por razones económicas y también por esa mezcla de envidia y temor a la juventud, se habían constituido en sindicato único. La Puerta del Cielo, de Pekín, surgió en algún momento de nuestra conversación como arquetipo del arte a punto de fenecer en manos de los muebleros. Recordamos su planta circular, sus columnas que conservan la sereni­dad y el aire imperecedero del bosque, sus ar­quitrabes, aleros; la pasmosa precisión con que fueron ensambladas los centenares de dovelas que forman los arcos parabólicos de la gran cúpula, los redientes que unen un arco al otro ; todo sin utilizar un clavo o un tornillo.
Los amigos de L3mus habían hecho mutis por los muros, no sé si molestos por aquel diá­logo tan exclusivo, plagado de tecnicismos. Uno de ellos volvió entre las piernas de la mesera, haciendo señales obscenas, empeñado en interrum­pirnos, como un niño resentido cuando lo ignoran. Ella volvió a sonreír, condescendiente, y se lo llevó de la mano. Lemus y yo seguimos hablan­do de nuestra vocación como de una enfermedad común de la que conocíamos el síndrome en su totalidad y su proceso. Cierto que toda vocación es una enfermedad y el dolor más agudo e ince­sante que pueda padecerse, pero en nuestro caso, en nuestro medio, la carpintería de fuera era algo peor una vocación absurda, desvalida y aun estulta si se la mira fríamente. Tal vez por eso afirmábamos con tanta vehemencia su excelsitud y utilidad, y aunque coincidiendo en todo, nues­tra conversación danzaba con la furia de un par de cangrejos que, deseando agredirse, no pueden más que entrelazar sus pinzas.
Saqué del bolsillo la maqueta plegadiza que siempre llevaba conmigo. Era un proyecto un poco desquiciado y. muy ambicioso, lo confieso. A veces veía su realización como construir una ciudad yo solo; no por sus proporciones, menos por su función, sino por el trabajo, los materia­les y la técnica que habrían de reunirse en la obra. Lemus la hizo girar sobre la mesa, una y otra vez, haciendo restallar la lengua mientras saboreaba el café, y carraspeando para aliviar la sequedad crónica de su laringe. Su mirada saltaba con avidez de un punto a otro de la ma­queta. Era fácil intuir lo que pensaba, sin em­bargo, el hombre estaba ya amoldado a la cos­tumbre de encerrarse en sí mismo a piedra y lodo cuando es necesario decir algo estimulante; todo por el miedo a equivocarse. El tiempo se estiró y se encogió entre el ronroneo de gatos que nos circundaba y, por fin, Lemus soltó una maldi­ción aprobatoria. Había comprendido el sentido y la trascendencia de la estructura.
—¡Doscientos mil pesos! ¡Doscientos mil pesos! —gritó alguien desde la puerta del café. Lemus levantó el brazo en un ademán que termi­nó en su bolsillo, y el vendedor de billetes de lo­tería llegó jadeando; dobló cuidadosamente los billetes, a modo de ocultar el número, se persignó con ellos y se inclinó sobre su cliente. En algún rinc5n estalló una voz lastimosa que cantaba acompañada por un violín y ya no pude oír lo que hablaban, pero por el regateo gesticulado, más que la opcióna ganar un reintegro parecían negociar la compraventa de doscientos mil pe‑
sos. El vendedor se fue trotando de contento. En nuestra miseria todo está permitido; hasta con­fiar la propia vida —y la ajena muchas veces—a la suerte. Lo que me importaba era el oficio y la amistad de Lemus, por encima de sus creen­cias religiosas, e insistí en la estructura.
—Los brazos rectilíneos, la verticalidad de su espacio y la misma transparencia de la construcción, podrían recordar las catedrales góti­cas... de la misma manera que su gran nariz podría recordarme la del abad Haimon. Quiero decir que mi estructura no es anticipo de un de­seado ultramundo, sino algo muy distinto y tal vez opuesto. Ni monumento, ni templo, ni obra de la fe. Es posible que las catedrales góticas y mi estructura sean acusadas de nacer de un gus­to bárbaro; una coincidencia sin importancia. Le aseguro que no busco alcanzar el cielo sino esta maldita tierra. Dígame: ¿esperaría usted que procesiones de fieles uncidos a carretas car­gadas de maderas, vino, aceite, cereales, llegaran cantando salmos hasta el lugar donde construi­remos la estructura? No. Aquello fue en el siglo XIII. ¿Esperaría usted que el terreno que es­cojamos fuera borrado del plano de la ciudad, ignorado, o que, favoreciéndonos, mandaran una legión de seminaristas, a escupirnos? Sí, porque éste no es un tiempo gótico, y nuestra irracio­nalidad ha dado siete vueltas, mareándonos, fa­cultándonos para negarla: Mírela, examínela, piénsela —sí, la maqueta— y sentirá hasta dónde es legítima expresión de nuestra repudiada irra­cionalidad. Será obra suya y mía. Dos car­pinteros para la historia. Sólo necesitamos vo­luntad, un terreno y madera. ¿Acepta?
—Aquí está todo —dijo Lemus, y se tocó el bolsillo en que guardaba los billetes de lote­ ría—. La estructura es magnífica. No necesita explicármela, pero espere a mañana. Será ma­ñana, a las ocho de la noche, aquí mismo.
Estaba sentado, con tres cajetillas de ciga­rros, un tarro de yogurt y dos paquetes de bille­tes de banco recién emitidos sobre la mesa —se­gún decía él mismo— como viendo al pasado y no al futuro., También había un teléfono sobre la mesa. Marcaba un número para ordenar tres toneladas de cedro rojo; otro para una grúa, un torno, motores de tres caballos, dos sierras circulares y dos sinfines ; Otro para los andamios tubulares ; el último para pedir un camión car­gado de piernas. Dejó descansar su dedo índice y entonces se le ocurrió mandar a cerrar el café para pensar mejor. Todavía marcó otro número para pedir servicio de Proveedora de Aplausos, S. A.
—No es cuestión de magia —protesté cuan‑do se disponía a ordenar dos kilos de talento
pulverizado. Se reacomodó en la silla y silenciosamente me llamó pedestre. Miró por encima de su hombro y llamó a la mesera con un silbido. Estuvo junto a nosotros con tal prontitud quetuve que aceptar que se había escondido bajo mi silla, esperando el silbido. Ella se desvistió, tirando sobre la mesa las prendas que iba quitándose; sólo la cofia salió volando por sí misma, dio varias vueltas en el café, graznando sobre nuestras cabezas, hasta que encontró la puerta.
—Tiene sus ahorros—me dijo Lemus en secreto mientras pasaba el brazo por la cintura de
la mesera. Presté mayor atención a la carne azul y apelotada por el uso y al rostro sonriente,
demasiado joven para su cuerpo. Salimos los tres abrazados al mismo perfume y envueltos por la humedad. Nunca antes había viajado sobre el pecho de una mujer, sobre un lecho de hongos olorosos. Fueron tres, dos pasos —o tal vez nin­guno— los que dio la mujer para llegar a la re­cámara.
—¿Estamos o no estamos asociados? —preguntó Lemus mientras ella cubría las lámparas con pañuelos rojos.
—Eres un verdadero camarada —dije, un poco turbado por ver a la mesera transformada en una estatua de sangre, y más todavía al ver el hueco negro por el que hablaba con blandura maternal, repulsiva en esas circunstancias.
"De sus ahorros a la estructura no hay más que esto", pensé, vagando por la estructura quo era ahora su cuerpo, saltando de un andamio al otro y elaborando las gigantescas celosías. Una araña empeñada en atrapar a un rinoceronte, esa era yo y sin embargo, nadie podía disuadirme. A pesar mío se produjeron "las tinieblas, la caída, el trueno de la soledad... precipitarse fuera de uno mismo en la inmemorial, ciega ma­triz receptiva que todo lo absorbe..."
De nuevo estaba Lemus ante la mesa vacía. Esto era al siguiente día, a las ocho. Los bille­tes de lotería; arrugados, inútiles, fraudulentos, tirados al pie de la silla, pero en su cara seguía ardiendo la angustiosa e inagotable esperanza.
—No es cosa de magia —insistí, queriendo arrancarlo de su esperanzada derrota.
Los tres estábamos rojos ante las lámparas tapadas con pañuelos. No había espejos pero podía sentirme teñido de rojo en los ojos de ellos. Luego vacié mis pulmones, con desolada insatisfacción más que cansancio.
—¿Estás bien? —preguntó la mujer, y puso una mano sobre mi frente y la otra sobre el pe­cho de Lemus.
—No. Necesito, necesitamos tus ahorros.
—¿Para qué? —preguntó con tanta extrañe­za y recelo como si le hubiera pedido una de sus orejas.
—No puedes quejarte. Se te ofrece la opor­tunidad única de aportar algo más a la estructu­ra —dijo el otro, benevolente, fumando y contem­plando las manchas del cielo raso—. Ganarás indulgencias por cien años y, lo más importante, quedarás inscrita en la historia de la carpintería. Señora, usted tiene una vejez qué asegurar la suya. Nadie le ofrece las fabulosas ventajas que nosotros...
Me asombró la experiencia de Lemus en asuntos de venta. Habló y habló, moviendo diestramente su lengua musculosa, siempre con fra­ses cuadradas y ese tono meloso pero apremiante de un vendedor de pastillas o un locutor de radio. La mujer cayó exhausta entre mis brazos, ape­nas con fuerzas para preguntar:
—¿Y me serán fieles?
Sí, sí. Eternamente —me apresuré a susu­rrarle al oído. Con lentitud de moribunda des­lizó un brazo por mi cabeza, luego por la almoha­da, trémula e indecisa. Él y yo seguíamos con avidez aquel prolongado movimiento. La mano se detuvo sobre sus costillas, subió y bajó varias veces antes de hundirse entre la sábana y el vientre de la mujer. Lemus me miró angustia­do, incrédulo, y se disponía a hablar de nuevo cuando la mano salió con un rollo de billetes y los regó sobre Mi plexo solar.
La mesera volvió a su trabajo y nosotros nos echarnos a buscar el sitio adecuado para eri­gir la estructura. El Sol, fuera de su órbita, cubría todo el cielo y metía su luz en todas di­recciones. Sin prestar la menor atención a aquel extraño fenómeno, más bien aceptándolo como consecuencia natural de nuestra fortuna, andu­vimos de un lado a otro, rechazando o anotando las características delos terrenos baldíos que en­contrábamos a nuestro paso. "Estamos en julio", pensé. "Cómo diablos saber cuándo se va a terminar... Estamos en julio", me repetía en el fondo de la conversación.
— ¡Este es! —exclamé y me detuve con la sequedad y el temblor de la aguja de un detector de metales. A un lado estaba el gran muro de cemento cubierto de anuncios, y al otro un edificio de seis pisos, pardo de vejez; un corredor estrecho y de barandas metálicas en cada piso, y puertas de igual tamaño y color distribuidas con simetría de colmena. El rótulo cubría la al­tura de uno de los pisos: HOTEL DE LOS IGUALES. Los montones de piedra y la maleza que cubrían el baldío se agitaron al ver que los veíamos.
—Esos corredores nos servirán de andamios —dijo Lemus, para sí mismo—. Provisionalmente, claro —agregó de inmediato, avivándose:
Nos alojamos en el hotel y la estructura principió a crecer con una prisa casi destructi­va, como si el tiempo fuera a acabarse en el mo­mento siguiente. Sudábamos día y noche, infatigables, invencibles a veces, y otras enloquecidos e impulsados por el mismo cansancio; pero siempre doblados sobre la caja de ingletes, cortando los listones, o tallando espigas y renvalsos, o en­samblando. La madera se elevaba, exuberante, fiel a la verticalidad y la transparencia señala­das en la maqueta.
Un día despertarnos otra vez pletóricos de fuerza aguijoneados por la incesante hambre de consumir, dilapidar esa fuerza, y a la luz del amanecer vimos la estructura de seis meses de edad. Contábamos a partir de su nacimiento, del primer corte, del momento en que había surgido para los sentidos, apartando y hasta olvidando el período de gestación —que tal vez éste era el riesgo que nos negábamos a correr— la hu­biera remontado a la Edad de las Glaciaciones. Tenía seis meses y, no obstante, a la implacable luz de la mañana era un esqueleto, promisorio, pero solamente un esqueleto al que le faltaba la envoltura en que puede residir la fealdad, la be­lleza o la función. Lemus y yo cambiamos una expresión amarga en la que cada uno a su modo decía del mismo temor. Aliñados de coraje corri­mos acomprobarlo; en efecto, habíamos emplea­do hasta el último centímetro cúbico de madera y también, la última ración de comestible. ¿Quién no ha sentido la ansiedad, el dolor y la vergüen­za de un acto inconcluso? Y había en nosotros demasiada fuerza y vocación para reducirnos al lamento, la resignación, y menos a la derrota.
Con la serenidad que da la cabal visión del peligro propusimos nuestras respectivas soluciones y entre ellas escogimos el Banco de Fomento.
—¿Asunto? —preguntó la secretaria del ge­rente, olorosa a papel en blanco, con un higo sostenido en las puntas de los dedos índice y pulgar. Se llevó el fruto a las fosas nasales. Era indu­dable que olíamos a madera aspirada, absorbida por los poros, asimilada y vuelta a expeler por las mismas vías que había llegado. Luego ob­servó nuestros zapatos con tal repugnancia que me obligó a mirarlos y a enterarme de que hacía seis meses que no los limpiábamos.
—Estructura —repuso Lemus, adaptándose de inmediato al laconismo comercial.
—¿Asunto?
—Crédito estructura.
—Especifique clase estructura. —Iconoclasta.
—¿ Iconólatras?
—No. Carpinteros.
—Sírvanse llenar solicitud —dijo ella des­pués de un rato de reflexión, y al mismo tiempo que mordía el higo nos presentó un libro grueso, de cantos dorados.
—Pongan manos encima —ordenó, y noso­tros lo hicimos con la rencorosa obediencia de la necesidad.
—¿Juran decir verdad y sólo verdad? —Juramos.
Masticó el último trozo de higo, concienzu­damente; se limpió las manos con austeridad de sacerdotisa y nos entregó un cuestionario. Acos­tumbrados a manejar la geometría en el espacio, nos fue fácil dar la debida respuesta a cada pre­gunta. Luego esperamos, recorriendo lentamen­te las paredes sin una sola mancha en qué des­cansar, los dibujos de la alfombra, los zapatos blancos, los tobillos y el peinado dé la secretaria, los purísimos vidrios de las ventanas, el contor­no de las lámparas, y por fin, cuando ya boste­zábamos de angustia, se abrió la puerta del des­pacho del gerente. Estaba tendido bocarriba sobre el sillón convertido en masajista, y con al­godones negros cubriéndole los ojos.
—Buenas tardes... —dije tratando de so­breponer mi voz al zumbido que salía no sé si del sillón o del enorme abdomen del gerente, sa­cudido por aquella estúpida vibración del mueble. El hombre apretó un botón que detuvo el zum­bido; tiró de una palanca y el respaldo subió chirriando.
—¿Asunto? —preguntó, descubriéndose los ojos pero no para vernos, sino para fijar la mirada en un tintero que parecía no haber visto nunca antes de ese momento.
—Usted tiene en sus manos la vejez de to­dos sus representados y nadie le ofrece las fa­bulosas ventajas que nosotros para asegurarla —principió diciendo Lemus, con la brillantez de los primeros acordes de una marchó triunfal—. Hay algo nuevo bajo el sol y al alcance de su Banco. En la, calle tal, junto al Hotel de los Iguales (no sé si usted se ha extraviado alguna vez y ha pasado por allí) tenemos una estructu­ra inconclusa, de sesenta metros de alto, con vis­ta a la tierra, en la que hemos invertido seis meses de trabajo —esto sin contar el período de gestación— y todos los ahorros de una buena mujer. Para dejarla en condiciones de funcionar sólo necesitamos...
—Nuestra actividad no comprende obras re­ligiosas —dijo el gerente, y se lustró los dientes con la punta de la lengua.
—No, no. Espere. Es una obra de carpin­tería y su sentido...
—¿Qué rentabilidad calculan? —preguntó, tajante; y aunque la pregunta parecía ir dirigida al tintero, éramos nosotros los que debíamos con­testar.
—Eso depende de ustedes...
— ¡Cuánto!
—¿Rentabilidad? La que la ciudad señale.
— ¡Cuánto!
—Estábamos tan ocupados que no lo había­mos pensado, pero...
—Mi secretaria les dará la respuesta —gruñó, y volvió a su posición horizontal, suspirando febrilmente al compás de los golpes que el sillón le daba en la espalda. Quise agregar otro argu­mento y mi voz se perdió entre los ruidos del masaje, pero debe haberme oído porque oprimió otro botón que puso en marcha un gran venti­lador. Impelidos por un viento irrestible, sa­limos de espaldas, trastabillando, y al pasar junto al escritorio de la secretaria, ésta nos entregó una carta nítida y reluciente. Pudimos leerla al llegar a la calle. En ella nos daban las más rendidas gracias por haberlos visitado.
Habíamos previsto la negativa del Banco, aunque jamás se nos ocurrió visualizarla en términos tan drásticos, y nos esperaba la siguiente posibilidad. Yo tenía noticias de una institución cultural que cada año, precisamente en ese mes, repartía becas entre sus amigos, y Lemus estuvo de acuerdo conmigo en que la -mejor manera de trabar amistad con la institución era solicitar una beca. Lo único que se requería para obte­nerla era evitar el concurso de aspirantes,
La directora, una mujer delgada y " frágil como una pértiga de porcelana, de cabellos, ce­jas y bigotes blancos, .se arrellanó en su sillón para oírnos. Mi socio y yo nos turnábamos en la exposición de nuestros motivos y la mujer es­cuchaba, con tanta atención que por momentos sus rasgos desaparecían para disolverse y fundir­se en una sola y gran oreja de bordes dorados.
—Son ustedes enternecedores —dijo lloran­do cuando creyó que habíamos terminado—. Soy de origen francés. Mis padres nacieron ya en América, pero mis abuelos guardaban entre sus tesoros parisinos una plomada que, según me re­lataron innumerables veces, había pertenecido al tío Etienne —las lágrimas le corrían inconteni­bles y sus bigotes chorreaban como si hubieran acabado de salir del baño. Conmovido, le ofrecí mi pañuelo, pero ella lo rechazó con un gesto por demás cortés y prefirió sorber sus lágrimas por la comisura de los labios—. ¡El tío Etienne! Fue miembro de aquella misteriosa sociedad de car­pinteros que se hacían llamar Zorros de la Li­bertad. Y ahora ustedes... con ese maravilloso proyecto de carpintería me hacen revivir momen­tos inefables.
Cristóbal y yo intercambiamos un gesto de malicia al imaginarnos con la primera mensualidad en la bolsa. La mujer aspiró profunda­mente en un gran esfuerzo por calmarse, se puso de pie, y se metió las uñas en los lagrimales para exprimirlos antes de limpiarse las mejillas. En silencio, tensos, casi petrificados la seguimos con los ojos hasta verla sentarse de nuevo, con el maquillaje estropeado por el llanto.
—Pues a terminar esa estructura hijos míos —dijo la directora, y de un cajón del escritorio fue sacando los cosméticos para retocar su ma­quillaje, totalmente repuesta del acceso de llanto. Cristóbal carraspeo con rapidez, urgido por las frases que ya tenía hechas.
—Con su noble ayuda..., quise decir, con la ayuda de la institución que dirige, quedará terminada antes de fin de año. Espero que mis preguntas no resulten impertinentes, pero tenemos prisa por reanudar nuestro trabajo: ¿serán dos o una beca? En éste último caso ¿de cuánto sería le mensualidad?
Ella acercó su nariz al espejo circular que sostenía en una mano y con la otra dio varias largas pinceladas en el contorno de sus ojos. Pa­recía no haber oído, o en todo caso estar oyendo con el oído de esa otra persona impasible; áspera, que surgía de su maquillaje retocado. Las mejillas tenían el mismo tono rosado de antes pero ahora con la calidad de sendos cultivos de bac­terias.
—Las becas las otorga un honorable jurado que dictamina por rigurosa eliminación —dijo por fin, haciendo restallar los labios y sin quitar los ojos del espejo—. Naturalmente, quedan ustedes invitados.
—¿Concursar? Sabemos, toda la ciudad sa­be que ésta es cuestión de amigos —dije, irritado por el fraude de que habíamos sido objeto—. Y nadie puede protestar ni censurar a un hom­bre o a una mujer porque protege a su amigo. La amistad es sagrada y todas esas cosas. No­sotros hemos venido como amigos, ¿O, acaso cree que como enemigos hubiéramos soportado sus sartas de lágrimas? Pero no nos inmiscuya en sus concursos —arremolinado por mi cólera giraba, y queriendo ir hacia el escritorio avanzaba hacia la puerta, tirado por un garfio de hueso envuelto en goma—. No nos complique en su estafa —grité, ya muy lejos de la mujer y caí de bruces en la acera.
Cristóbal fumaba, sentado en la banca de un parque. Muy cerca pasaban filas de automó­viles desleídos en su propia velocidad y mi si­lencio de bestia avergonzada era el de todas las cosas que me rodeaban. Me senté junto a él, con remordimiento y furia, porque faltaba mucho para que mi decisión cayera persuadida a garro­tazos.
—Allá enfrente hay una casa —dijo, como rematando una reflexión.
—¿Una casa? Tal vez yo esté mareado por el hambre porque yo veo muchas casas.
—Pero solamente a una, a aquella del foco rojo, van las señoras de este barrio a alquilar hombres jóvenes —sacudió la ceniza que había caído sobre su corbata y agregó convencido: So­mos jóvenes. Ríete. Vamos.
Jugándonos la vida atravesamos la calle, y riéndonos, como verdaderos jóvenes por los que no hubiera pasado ni la responsabilidad de una idea, ni brizna de fracaso, entramos en la casa. La regenta dora a su vez se rió de nosotros, pelu­dos, con el cuello de la camisa arrugado, enjutos, los ojos enrojecidos por el desvelo, los pliegues del pantalón deshechos, ausentes, la carne satu­rada de ese invencible olor a madera, y —según dijo la misma mujer— la mirada torva, por más que quisiéramos sonreír.
Entramos al café y cada uno de nosotros tomó una fila de mesas. La mayoría de los clientes era gente conocida que en una o en otra forma estaban de nuestra parte, y a la que podíamos ofrecer nuestros bonos con franqueza. Eran pa­gaderos al triunfo de nuestra causa, para cuando el público reservara sus entradas con semanas de anticipción con tal de ver de cerca la estruc­tura y sentir sus terrenales emanaciones. Al fi­nal de la fila de mesas nos vimos con las mismas caras agrias, fatigadas, enmascaradas de valor pero no exentas de frustración. Igual que en todos los sitios que habíamos recorrido, la gente respon­dió con cinismo, procacidad, compasión o simple "debilidad económica".
Quedaba la veta de compasión; no como ac­cidente sino como reacción provocada y cultivada. Le saqué un ojo a Cristóbal, él me cortó el labio inferior y el mentón, a modo de que el ángulo de mi mandíbula inferior quedara al descubierto.
Nunca antes había notado las manchas de sarro que había en la base de mis dientes y las venillas negras que surcaban mis encías. Para el objetivo que perseguíamos muchas veces es más efectivo causar repugnancia que lástima. En cuanto a nuestra indumentaria, hacía tiempo tenía el as­pecto requerido.
Me arrodillé en el sitio más iluminado de la puerta, donde la luz mediera de frente y mostrara la amputación de mi cara, el hueso de la mandíbula transparentándose bajo los tejidos escarlata y ne­gra. Cuando la multitud salió del teatro simple­mente extendí la mano, silencioso y hasta con una que otra lágrima. Al principio, los despreveni­dos ciudadanos tuvieron que verme de cerca, y no dudo que a más de uno le haya echado a perder la melosa sensación que guardaban de la comedia vista. Hubo varios gritos contenidos. Luego se hizo el vacío a mi alrededor y la gente siguió sa­liendo pero sin atreverse a traspasar la isla en que había quedado. Desde la orilla tiraban algu­nas monedas que yo recogí moviéndome a gatas.
Cristóbal Lemus por su parte escogió al gal­gódromo como campo de acción. Más inteligente que yo, hizo correr entre los apostadores la pa­traña de que era de buena suerte tocar su ojo vacío con el dinero que se iba a apostar. Estable­ció la tarifa de veinte centavos por cada toque a su cuenca rojiza y humedecida por una perpetua e involuntaria lágrima. La vecindad de la gran nariz pálida la hacía aún más impresionante. Por supuesto que colectó más dinero que yo.
Era casi media noche cuando nos encon­tramos en el café, en la mesa de siempre. Clasificamos y .agrupamos las monedas por orden de nominación para facilitar el recuento: Eran no menos de dos kilos de cobre y níquel los que-ha­bíamos reunido, pero por grande que fuera el peso del metal cosechado, apenas tenía el valor de una cena que, después de la espantosa jornada, creíamos merecer. Pensamos que siendo primer día de trabajo en esta nueva ocupación, los bene­ficios habían superado nuestros cálculos, y que con los días llegaríamos a ganar lo suficiente para, ahorrar algo diariamente hasta reunir la cantidad que requería la conclusión de la estructura.
Vi a la mesera acercarse de puntillas. Bajé la cabeza con la intención de levantarla cuando estuviera frente a mí y así gozar mejor de su ho­rror. Habitante de un mundo en el que todo está sabiamente compensado, con la pérdida de mi labio inferior y mi mentón había ganado la ca­pacidad de horrorizar y, más aún: el placer de horrorizar. ¡Sentirse grotesco! Esto es algo que debería practicarse desde niño. También Cris­tóbal había aprendido a hacer siete guiños distin­tos con su ojo vacío. Levanté la cabeza brusca­mente, mostrando mi deformidad con la destreza de un prestidigitador, y la mesera se quedó son­riendo.
—Están llamando demasiado la atención —dijo, procurando ser más amable que de costumbre pero sin poder ocultar su disgusto ¿Pa­ra qué ser tan extravagante? Eso ofende a la clientela. Sólo entonces vi que todas las mira­das convergían en nosotros, que algunos hasta se habían subido a las mesas para vernos mejor, no obstante que muchos de ellos tenían marcas tan visibles como las nuestras—. Creo que ten­drán que dejar de venir al café... Creo que ya no... saldremos juntos —agregó en voz baja y mirando de reojo las columnas de monedas.
¡Bah! Tráenos de cenar, —dijo Cristóbal y encendió un cigarro.
—¿Y la deuda? —preguntó la mujer, sin moverse de su sitio, deteniéndose la cofia que pugnaba por volar.
—¿Cuál deuda? —dije con aspereza, presin­tiendo el móvil de su pregunta.
—Mis ahorros... Pensándolo bien no ne­cesito indulgencias; Con lo que me pagan aquí tengo bastante para vivir. No voy a exigirles mucho, porque no soy mala... ya ven que son­río... pero un primer abono...
Era claro lo que pretendía. Me abalancé a cubrir el dinero con el pecho y las manos, pero ella, sin perder su amabilidad ni por un instante, metió la cabeza por debajo de mi brazo, se tragó las monedas con un largo y potente sorbo y nos dejó sin cenar.
Pasaron varias semanas antes que pudiéra­mos descubrir el mito que se ha formado sobre la mendicidad. Teníamos lo suficiente para co­mer, aunque no para engordar, pero nuestra cuestión vital (los fondos para concluir la -obra) seguía lejos de realizarse.
Leíamos con asiduidad las máximas de Foul­cines, donde encontramos formulado el código mo­ral que —desde mucho antes de leerlo— prac­ticábamos por mera intuición. Sin embargo, el verlo escrito por una mano maestra, respaldado por un cerebro y una vida autorizados, explicaba y justificaba los principios que deben regir una vocación. Ni la paz ni la piedad pueden tener cabida en el hombre comprometido con su voca­ción. Leales a nuestra moral no habíamos teni­do piedad con nosotros mismos, y entonces ¿por qué tenerla para con los demás?
La idea principió a rondar nuestras frases y actitudes con gran subrepción, y cuando lo supimos ya estábamos al pie de la estructura, afi­lando un juego de escoplos en la oscuridad. El olor a madera enmohecida nos llegaba como men­saje urgente de que debíamos actuar. Sonaron las ocho.
—Hay que darse prisa. Sale del galgódro­mo a las 8:15. Pasará por el callejón a las 8:32 —dijo Cristóbal y se cortó un cabello con el es­coplo que afilaba.
—¿Cuánto crees que lleve en el maletín?
—No sé, no sé; pero es suficientepara construir esta estructura y diez más.
Con las herramientas afiladas hasta deslum­brar nos apostamos uno en cada extremo del callejón mal iluminado. Mientras esperaba no pude evitar cierto temblor en las ingles. Rápidos y misteriosos como estampas pornográficas, pa­saron por mi mente todos los sermones que había oídio o leído. ¡Qué monstruosa inutilidad! Iba a gritar cuando oí los pasos del hombre cayendo en la trampa. Por la forma en que arrastraba los tacones podía adivinarse su edad y su gor­dura. Él había robado ese dinero; protegido por sus leyes lo había extraído con saña de los pulmones de los galgos y —con las uñas de los apostadores— de la boca de todos los hambrien­tos de la ciudad. Al llegar a medio callejón se vio entre dos hierros silenciosos, y antes que pu­diera invocar su código los escoplos habían en­trado y salido de él varias veces.

El maletín contenía un par de guantes, una caja de palillos de dientes y un oso de peluche. Nada más.


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