Lizandro Chavez Alfaro
Cristóbal Lemus y yo
nacimos en esta misma ciudad, tornasolada a la luz del crepúsculo, a un tiempo
hirviente y frío. Crecimos revolcados por el montañoso y crepitante oleaje en
que somos la pequeñez, casi inverosímiles. Sin darnos cuenta los dos vivíamos
en ella, no diré que destinados a mancomunamos en la construcción de la
estructura, pero sí definitivamente ligados por una poderosa vocación. Si no
él, posiblemente hubiera sido otra persona mi asociada, o yo solo hubiera acometido
la empresa, pero las cosas sucedieron de modo que fuera él.
Por las penalidades y
tribulaciones propias de mi oficio trabajaba yo en Proveedora de Aplausos, S.
A. Había conseguido emplearme allí por recomendación de un amigo casual, un
alto funcionario de gobierno y muy probablemente socio de la empresa. Había
jornadas fáciles en las que hasta me sentía afortunado; una ceremonia
conmemorativa del nacimiento de un héroe, por ejemplo, y el resto del día podía
pasarlo en mi taller. Pero esa vez la jornada había ido particularmente dura.
Por la mañana una asamblea de industriales; por la tarde el entierro de un
filántropo, el recital de piano de una quinceañera y por la noche la
conferencia de un filatelista. En ninguna ocasión habían faltado los inspectores,
atentos a que uno aplaudiera con auténtico entusiasmo. Envilecido por mi
ocupación, deprimido por la agobiante conciencia de estar perdiendo mis mejores
años, me eché a caminar por las calles, .entre gente que trotaba yse cruzaba en
anchas corrientes polifásicas, porlas plazas extensas, demasiado extensas,
viendode reojo los edificios boquiabiertos. Inútilmenteme esforzaba por volver
a mi verdadera tarea.
Principió a llover,
lentamente; con tal lentitud que yo podía ver el trayecto de las gotas grises. Caían
formando una mancha reticular sobre la acera, y sobre mi cabeza unos huecos
helados. Apareció la puerta del café, entreabierta, expectante. Por la franja amarilla de laabertura salía el ronroneo de docenas de gatosy el pesado olor a pelucas viejas, tabaco, dentaduras postizas y café. Con todo y que la lluvia taladraba mi cráneo, antes de entrar admirélos rosetones tallados en la madera de la puerta,la perfección del ensamblaje de sus largueros ymontantes, que ni el sol ni el agua habían podido desajustar. Antes de sentarme oíque cerca demí alguien mencionaba a Foulques du Temple.
helados. Apareció la puerta del café, entreabierta, expectante. Por la franja amarilla de laabertura salía el ronroneo de docenas de gatosy el pesado olor a pelucas viejas, tabaco, dentaduras postizas y café. Con todo y que la lluvia taladraba mi cráneo, antes de entrar admirélos rosetones tallados en la madera de la puerta,la perfección del ensamblaje de sus largueros ymontantes, que ni el sol ni el agua habían podido desajustar. Antes de sentarme oíque cerca demí alguien mencionaba a Foulques du Temple.
—Tan grave y digno
(tan astuto diríayo) era el tal du Temple, que fue condenado a
.morir en la hoguera por el delito de alquilar ataúdes, que fabricaba a escondidas. ¿Se imaginan?
Alquilando féretros (verdaderas obras de arte,por cierto) como quien alquila disfraces —dijo
la misma voz, en tono irrespetuoso, ofensivo para la memoria del maestro de los carpinteros. Colérico, sentí que mi asiento se estremecía. Pero al mismo tiempo el recinto quedó saturado de ese aire luminoso, nutritivo, que nos envuelve al descubrir una persona afín, un hito para hacer menos corrosiva la soledad. El hecho de que alguien, precisamente junto a mí, conociera y discutiera estos detalles de la historia de la carpintería, me regocijó al grado de que sin proceso alguno me sentí en casa, con mis herramientas y mis maquetas. Pero aquella mentira histórica, tantas veces repetida, me quemaba las orejas.
.morir en la hoguera por el delito de alquilar ataúdes, que fabricaba a escondidas. ¿Se imaginan?
Alquilando féretros (verdaderas obras de arte,por cierto) como quien alquila disfraces —dijo
la misma voz, en tono irrespetuoso, ofensivo para la memoria del maestro de los carpinteros. Colérico, sentí que mi asiento se estremecía. Pero al mismo tiempo el recinto quedó saturado de ese aire luminoso, nutritivo, que nos envuelve al descubrir una persona afín, un hito para hacer menos corrosiva la soledad. El hecho de que alguien, precisamente junto a mí, conociera y discutiera estos detalles de la historia de la carpintería, me regocijó al grado de que sin proceso alguno me sentí en casa, con mis herramientas y mis maquetas. Pero aquella mentira histórica, tantas veces repetida, me quemaba las orejas.
—Se equivoca —dije,
sacando un brazo por encima del respaldó de la silla para dirigirme al que ya
desde ese instante supe que era carpintero—. Foulques du Temple murió en su
lecho, y mereció el sepelio más pomposo que cofrade alguno hubiera recibido en
aquel tiempo. Esto puede confirmarlo en Beulé...
Así conocí a
Cristóbal Lemus. Me invitó a su mesa para continuar la discusión que terminó en
amistosa charla. Luego se acercó la mesera, regordeta, con sus ojos negros,
relumbrosos,una sonrisa con que parecía darlo todo, maternal y adivinatoria.
"No sabe reservarse nada", pensé. Recogió los vasos, adivinó lo que
quería y se alejó, siempre sonriente, la cofia prendida al cabello oscuro y
rizado, como una garza muerta.
—¿Tiene usted título?
—dijo Lemus, apoyando su pregunta en una perspicaz humareda.
—No... Soy
autodidacto —respondí. Hubo un silencio en el que yo me mantuve en guardia y él
casi metió la cabeza, en la taza de café. Sonreímos sin mirarnos y,
naturalmente, estuvimos de acuerdo en la inutilidad de un título. Él tampoco
lo tenía. Las escuelas de carpintería servían para aprender mediocremente el
manejo de la sierra, el berbiquí, la garlopa, y para formar modestos ebanistas
o toneleros, incapaces de concebir algo más que una mesa o un barril. Quien
como nosotros ambicionara aquel arte monumental en que la madera se proyectaba
fuera de las dimensiones domésticas para tocar la luz, no tenía nada que hacer
en las escuelas. Por otra parte, los grandes maestros vivientes no aceptaban
aprendices desde que, por razones económicas y también por esa mezcla de
envidia y temor a la juventud, se habían constituido en sindicato único. La
Puerta del Cielo, de Pekín, surgió en algún momento de nuestra conversación
como arquetipo del arte a punto de fenecer en manos de los muebleros.
Recordamos su planta circular, sus columnas que conservan la serenidad y el
aire imperecedero del bosque, sus arquitrabes, aleros; la pasmosa precisión
con que fueron ensambladas los centenares de dovelas que forman los arcos
parabólicos de la gran cúpula, los redientes que unen un arco al otro ; todo
sin utilizar un clavo o un tornillo.
Los amigos de L3mus
habían hecho mutis por los muros, no sé si molestos por aquel diálogo tan
exclusivo, plagado de tecnicismos. Uno de ellos volvió entre las piernas de la
mesera, haciendo señales obscenas, empeñado en interrumpirnos, como un niño
resentido cuando lo ignoran. Ella volvió a sonreír, condescendiente, y se lo
llevó de la mano. Lemus y yo seguimos hablando de nuestra vocación como de una
enfermedad común de la que conocíamos el síndrome en su totalidad y su proceso.
Cierto que toda vocación es una enfermedad y el dolor más agudo e incesante
que pueda padecerse, pero en nuestro caso, en nuestro medio, la carpintería de
fuera era algo peor una vocación absurda, desvalida y aun estulta si se la mira
fríamente. Tal vez por eso afirmábamos con tanta vehemencia su excelsitud y
utilidad, y aunque coincidiendo en todo, nuestra conversación danzaba con la
furia de un par de cangrejos que, deseando agredirse, no pueden más que
entrelazar sus pinzas.
Saqué del bolsillo la
maqueta plegadiza que siempre llevaba conmigo. Era un proyecto un poco
desquiciado y. muy ambicioso, lo confieso. A veces veía su realización como
construir una ciudad yo solo; no por sus proporciones, menos por su función, sino
por el trabajo, los materiales y la técnica que habrían de reunirse en la
obra. Lemus la hizo girar sobre la mesa, una y otra vez, haciendo restallar la
lengua mientras saboreaba el café, y carraspeando para aliviar la sequedad
crónica de su laringe. Su mirada saltaba con avidez de un punto a otro de la maqueta.
Era fácil intuir lo que pensaba, sin embargo, el hombre estaba ya amoldado a
la costumbre de encerrarse en sí mismo a piedra y lodo cuando es necesario
decir algo estimulante; todo por el miedo a equivocarse. El tiempo se estiró y
se encogió entre el ronroneo de gatos que nos circundaba y, por fin, Lemus
soltó una maldición aprobatoria. Había comprendido el sentido y la
trascendencia de la estructura.
—¡Doscientos mil
pesos! ¡Doscientos mil pesos! —gritó alguien desde la puerta del café. Lemus
levantó el brazo en un ademán que terminó en su bolsillo, y el vendedor de
billetes de lotería llegó jadeando; dobló cuidadosamente los billetes, a modo
de ocultar el número, se persignó con ellos y se inclinó sobre su cliente. En
algún rinc5n estalló una voz lastimosa que cantaba acompañada por un violín y
ya no pude oír lo que hablaban, pero por el regateo gesticulado, más que la
opcióna ganar un reintegro parecían negociar la compraventa de doscientos mil
pe‑
sos. El vendedor se
fue trotando de contento. En nuestra miseria todo está permitido; hasta confiar
la propia vida —y la ajena muchas veces—a la suerte. Lo que me importaba era el
oficio y la amistad de Lemus, por encima de sus creencias religiosas, e
insistí en la estructura.
—Los brazos
rectilíneos, la verticalidad de su espacio y la misma transparencia de la
construcción, podrían recordar las catedrales góticas... de la misma manera
que su gran nariz podría recordarme la del abad Haimon. Quiero decir que mi
estructura no es anticipo de un deseado ultramundo, sino algo muy distinto y
tal vez opuesto. Ni monumento, ni templo, ni obra de la fe. Es posible que las
catedrales góticas y mi estructura sean acusadas de nacer de un gusto bárbaro;
una coincidencia sin importancia. Le aseguro que no busco alcanzar el cielo
sino esta maldita tierra. Dígame: ¿esperaría usted que procesiones de fieles
uncidos a carretas cargadas de maderas, vino, aceite, cereales, llegaran
cantando salmos hasta el lugar donde construiremos la estructura? No. Aquello
fue en el siglo XIII. ¿Esperaría usted que el terreno que escojamos fuera
borrado del plano de la ciudad, ignorado, o que, favoreciéndonos, mandaran una
legión de seminaristas, a escupirnos? Sí, porque éste no es un tiempo gótico, y
nuestra irracionalidad ha dado siete vueltas, mareándonos, facultándonos para
negarla: Mírela, examínela, piénsela —sí, la maqueta— y sentirá hasta dónde es
legítima expresión de nuestra repudiada irracionalidad. Será obra suya y mía.
Dos carpinteros para la historia. Sólo necesitamos voluntad, un terreno y
madera. ¿Acepta?
—Aquí está todo —dijo
Lemus, y se tocó el bolsillo en que guardaba los billetes de lote ría—. La
estructura es magnífica. No necesita explicármela, pero espere a mañana. Será
mañana, a las ocho de la noche, aquí mismo.
Estaba sentado, con
tres cajetillas de cigarros, un tarro de yogurt y dos paquetes de billetes de
banco recién emitidos sobre la mesa —según decía él mismo— como viendo al
pasado y no al futuro., También había un teléfono sobre la mesa. Marcaba un
número para ordenar tres toneladas de cedro rojo; otro para una grúa, un torno,
motores de tres caballos, dos sierras circulares y dos sinfines ; Otro para los
andamios tubulares ; el último para pedir un camión cargado de piernas. Dejó
descansar su dedo índice y entonces se le ocurrió mandar a cerrar el café para
pensar mejor. Todavía marcó otro número para pedir servicio de Proveedora de
Aplausos, S. A.
—No es cuestión de
magia —protesté cuan‑do se disponía a ordenar dos kilos de talento
pulverizado. Se reacomodó en la silla y silenciosamente me llamó pedestre. Miró por encima de su hombro y llamó a la mesera con un silbido. Estuvo junto a nosotros con tal prontitud quetuve que aceptar que se había escondido bajo mi silla, esperando el silbido. Ella se desvistió, tirando sobre la mesa las prendas que iba quitándose; sólo la cofia salió volando por sí misma, dio varias vueltas en el café, graznando sobre nuestras cabezas, hasta que encontró la puerta.
pulverizado. Se reacomodó en la silla y silenciosamente me llamó pedestre. Miró por encima de su hombro y llamó a la mesera con un silbido. Estuvo junto a nosotros con tal prontitud quetuve que aceptar que se había escondido bajo mi silla, esperando el silbido. Ella se desvistió, tirando sobre la mesa las prendas que iba quitándose; sólo la cofia salió volando por sí misma, dio varias vueltas en el café, graznando sobre nuestras cabezas, hasta que encontró la puerta.
—Tiene sus ahorros—me
dijo Lemus en secreto mientras pasaba el brazo por la cintura de
la mesera. Presté mayor atención a la carne azul y apelotada por el uso y al rostro sonriente,
demasiado joven para su cuerpo. Salimos los tres abrazados al mismo perfume y envueltos por la humedad. Nunca antes había viajado sobre el pecho de una mujer, sobre un lecho de hongos olorosos. Fueron tres, dos pasos —o tal vez ninguno— los que dio la mujer para llegar a la recámara.
la mesera. Presté mayor atención a la carne azul y apelotada por el uso y al rostro sonriente,
demasiado joven para su cuerpo. Salimos los tres abrazados al mismo perfume y envueltos por la humedad. Nunca antes había viajado sobre el pecho de una mujer, sobre un lecho de hongos olorosos. Fueron tres, dos pasos —o tal vez ninguno— los que dio la mujer para llegar a la recámara.
—¿Estamos o no
estamos asociados? —preguntó Lemus mientras ella cubría las lámparas con
pañuelos rojos.
—Eres un verdadero
camarada —dije, un poco turbado por ver a la mesera transformada en una estatua
de sangre, y más todavía al ver el hueco negro por el que hablaba con blandura maternal,
repulsiva en esas circunstancias.
"De sus ahorros
a la estructura no hay más que esto", pensé, vagando por la estructura quo
era ahora su cuerpo, saltando de un andamio al otro y elaborando las
gigantescas celosías. Una araña empeñada en atrapar a un rinoceronte, esa era
yo y sin embargo, nadie podía disuadirme. A pesar mío se produjeron "las
tinieblas, la caída, el trueno de la soledad... precipitarse fuera de uno mismo
en la inmemorial, ciega matriz receptiva que todo lo absorbe..."
De nuevo estaba Lemus
ante la mesa vacía. Esto era al siguiente día, a las ocho. Los billetes de
lotería; arrugados, inútiles, fraudulentos, tirados al pie de la silla, pero en
su cara seguía ardiendo la angustiosa e inagotable esperanza.
—No es cosa de magia
—insistí, queriendo arrancarlo de su esperanzada derrota.
Los tres estábamos
rojos ante las lámparas tapadas con pañuelos. No había espejos pero podía
sentirme teñido de rojo en los ojos de ellos. Luego vacié mis pulmones, con
desolada insatisfacción más que cansancio.
—¿Estás bien?
—preguntó la mujer, y puso una mano sobre mi frente y la otra sobre el pecho
de Lemus.
—No. Necesito,
necesitamos tus ahorros.
—¿Para qué? —preguntó
con tanta extrañeza y recelo como si le hubiera pedido una de sus orejas.
—No puedes quejarte.
Se te ofrece la oportunidad única de aportar algo más a la estructura —dijo
el otro, benevolente, fumando y contemplando las manchas del cielo raso—.
Ganarás indulgencias por cien años y, lo más importante, quedarás inscrita en
la historia de la carpintería. Señora, usted tiene una vejez qué asegurar la
suya. Nadie le ofrece las fabulosas ventajas que nosotros...
Me asombró la
experiencia de Lemus en asuntos de venta. Habló y habló, moviendo diestramente
su lengua musculosa, siempre con frases cuadradas y ese tono meloso pero
apremiante de un vendedor de pastillas o un locutor de radio. La mujer cayó
exhausta entre mis brazos, apenas con fuerzas para preguntar:
—¿Y me serán fieles?
Sí, sí. Eternamente
—me apresuré a susurrarle al oído. Con lentitud de moribunda deslizó un brazo
por mi cabeza, luego por la almohada, trémula e indecisa. Él y yo seguíamos
con avidez aquel prolongado movimiento. La mano se detuvo sobre sus costillas,
subió y bajó varias veces antes de hundirse entre la sábana y el vientre de la
mujer. Lemus me miró angustiado, incrédulo, y se disponía a hablar de nuevo
cuando la mano salió con un rollo de billetes y los regó sobre Mi plexo solar.
La mesera volvió a su
trabajo y nosotros nos echarnos a buscar el sitio adecuado para erigir la
estructura. El Sol, fuera de su órbita, cubría todo el cielo y metía su luz en
todas direcciones. Sin prestar la menor atención a aquel extraño fenómeno, más
bien aceptándolo como consecuencia natural de nuestra fortuna, anduvimos de un
lado a otro, rechazando o anotando las características delos terrenos baldíos
que encontrábamos a nuestro paso. "Estamos en julio", pensé.
"Cómo diablos saber cuándo se va a terminar... Estamos en julio", me
repetía en el fondo de la conversación.
— ¡Este es! —exclamé
y me detuve con la sequedad y el temblor de la aguja de un detector de metales.
A un lado estaba el gran muro de cemento cubierto de anuncios, y al otro un
edificio de seis pisos, pardo de vejez; un corredor estrecho y de barandas
metálicas en cada piso, y puertas de igual tamaño y color distribuidas con
simetría de colmena. El rótulo cubría la altura de uno de los pisos: HOTEL DE
LOS IGUALES. Los montones de piedra y la maleza que cubrían el baldío se
agitaron al ver que los veíamos.
—Esos corredores nos
servirán de andamios —dijo Lemus, para sí mismo—. Provisionalmente, claro
—agregó de inmediato, avivándose:
Nos alojamos en el
hotel y la estructura principió a crecer con una prisa casi destructiva, como
si el tiempo fuera a acabarse en el momento siguiente. Sudábamos día y noche,
infatigables, invencibles a veces, y otras enloquecidos e impulsados por el
mismo cansancio; pero siempre doblados sobre la caja de ingletes, cortando los
listones, o tallando espigas y renvalsos, o ensamblando. La madera se elevaba,
exuberante, fiel a la verticalidad y la transparencia señaladas en la maqueta.
Un día despertarnos
otra vez pletóricos de fuerza aguijoneados por la incesante hambre de consumir,
dilapidar esa fuerza, y a la luz del amanecer vimos la estructura de seis meses
de edad. Contábamos a partir de su nacimiento, del primer corte, del momento en
que había surgido para los sentidos, apartando y hasta olvidando el período de
gestación —que tal vez éste era el riesgo que nos negábamos a correr— la hubiera
remontado a la Edad de las Glaciaciones. Tenía seis meses y, no obstante, a la
implacable luz de la mañana era un esqueleto, promisorio, pero solamente un
esqueleto al que le faltaba la envoltura en que puede residir la fealdad, la belleza
o la función. Lemus y yo cambiamos una expresión amarga en la que cada uno a su
modo decía del mismo temor. Aliñados de coraje corrimos acomprobarlo; en
efecto, habíamos empleado hasta el último centímetro cúbico de madera y
también, la última ración de comestible. ¿Quién no ha sentido la ansiedad, el
dolor y la vergüenza de un acto inconcluso? Y había en nosotros demasiada
fuerza y vocación para reducirnos al lamento, la resignación, y menos a la
derrota.
Con la serenidad que
da la cabal visión del peligro propusimos nuestras respectivas soluciones y
entre ellas escogimos el Banco de Fomento.
—¿Asunto? —preguntó
la secretaria del gerente, olorosa a papel en blanco, con un higo sostenido en
las puntas de los dedos índice y pulgar. Se llevó el fruto a las fosas nasales.
Era indudable que olíamos a madera aspirada, absorbida por los poros,
asimilada y vuelta a expeler por las mismas vías que había llegado. Luego observó
nuestros zapatos con tal repugnancia que me obligó a mirarlos y a enterarme de
que hacía seis meses que no los limpiábamos.
—Estructura —repuso
Lemus, adaptándose de inmediato al laconismo comercial.
—¿Asunto?
—Crédito estructura.
—Especifique clase
estructura. —Iconoclasta.
—¿ Iconólatras?
—No. Carpinteros.
—Sírvanse llenar
solicitud —dijo ella después de un rato de reflexión, y al mismo tiempo que
mordía el higo nos presentó un libro grueso, de cantos dorados.
—Pongan manos encima
—ordenó, y nosotros lo hicimos con la rencorosa obediencia de la necesidad.
—¿Juran decir verdad
y sólo verdad? —Juramos.
Masticó el último
trozo de higo, concienzudamente; se limpió las manos con austeridad de
sacerdotisa y nos entregó un cuestionario. Acostumbrados a manejar la
geometría en el espacio, nos fue fácil dar la debida respuesta a cada pregunta.
Luego esperamos, recorriendo lentamente las paredes sin una sola mancha en qué
descansar, los dibujos de la alfombra, los zapatos blancos, los tobillos y el
peinado dé la secretaria, los purísimos vidrios de las ventanas, el contorno
de las lámparas, y por fin, cuando ya bostezábamos de angustia, se abrió la
puerta del despacho del gerente. Estaba tendido bocarriba sobre el sillón
convertido en masajista, y con algodones negros cubriéndole los ojos.
—Buenas tardes...
—dije tratando de sobreponer mi voz al zumbido que salía no sé si del sillón o
del enorme abdomen del gerente, sacudido por aquella estúpida vibración del
mueble. El hombre apretó un botón que detuvo el zumbido; tiró de una palanca y
el respaldo subió chirriando.
—¿Asunto? —preguntó,
descubriéndose los ojos pero no para vernos, sino para fijar la mirada en un
tintero que parecía no haber visto nunca antes de ese momento.
—Usted tiene en sus
manos la vejez de todos sus representados y nadie le ofrece las fabulosas
ventajas que nosotros para asegurarla —principió diciendo Lemus, con la
brillantez de los primeros acordes de una marchó triunfal—. Hay algo nuevo bajo
el sol y al alcance de su Banco. En la, calle tal, junto al Hotel de los
Iguales (no sé si usted se ha extraviado alguna vez y ha pasado por allí)
tenemos una estructura inconclusa, de sesenta metros de alto, con vista a la
tierra, en la que hemos invertido seis meses de trabajo —esto sin contar el
período de gestación— y todos los ahorros de una buena mujer. Para dejarla en
condiciones de funcionar sólo necesitamos...
—Nuestra actividad no
comprende obras religiosas —dijo el gerente, y se lustró los dientes con la
punta de la lengua.
—No, no. Espere. Es
una obra de carpintería y su sentido...
—¿Qué rentabilidad
calculan? —preguntó, tajante; y aunque la pregunta parecía ir dirigida al
tintero, éramos nosotros los que debíamos contestar.
—Eso depende de
ustedes...
— ¡Cuánto!
—¿Rentabilidad? La
que la ciudad señale.
— ¡Cuánto!
—Estábamos tan
ocupados que no lo habíamos pensado, pero...
—Mi secretaria les
dará la respuesta —gruñó, y volvió a su posición horizontal, suspirando
febrilmente al compás de los golpes que el sillón le daba en la espalda. Quise
agregar otro argumento y mi voz se perdió entre los ruidos del masaje, pero debe
haberme oído porque oprimió otro botón que puso en marcha un gran ventilador.
Impelidos por un viento irrestible, salimos de espaldas, trastabillando, y al
pasar junto al escritorio de la secretaria, ésta nos entregó una carta nítida y
reluciente. Pudimos leerla al llegar a la calle. En ella nos daban las más
rendidas gracias por haberlos visitado.
Habíamos previsto la
negativa del Banco, aunque jamás se nos ocurrió visualizarla en términos tan
drásticos, y nos esperaba la siguiente posibilidad. Yo tenía noticias de una
institución cultural que cada año, precisamente en ese mes, repartía becas
entre sus amigos, y Lemus estuvo de acuerdo conmigo en que la -mejor manera de
trabar amistad con la institución era solicitar una beca. Lo único que se
requería para obtenerla era evitar el concurso de aspirantes,
La directora, una
mujer delgada y " frágil como una pértiga de porcelana, de cabellos, cejas
y bigotes blancos, .se arrellanó en su sillón para oírnos. Mi socio y yo nos
turnábamos en la exposición de nuestros motivos y la mujer escuchaba, con
tanta atención que por momentos sus rasgos desaparecían para disolverse y
fundirse en una sola y gran oreja de bordes dorados.
—Son ustedes
enternecedores —dijo llorando cuando creyó que habíamos terminado—. Soy de
origen francés. Mis padres nacieron ya en América, pero mis abuelos guardaban
entre sus tesoros parisinos una plomada que, según me relataron innumerables
veces, había pertenecido al tío Etienne —las lágrimas le corrían incontenibles
y sus bigotes chorreaban como si hubieran acabado de salir del baño. Conmovido,
le ofrecí mi pañuelo, pero ella lo rechazó con un gesto por demás cortés y
prefirió sorber sus lágrimas por la comisura de los labios—. ¡El tío Etienne!
Fue miembro de aquella misteriosa sociedad de carpinteros que se hacían llamar
Zorros de la Libertad. Y ahora ustedes... con ese maravilloso proyecto de
carpintería me hacen revivir momentos inefables.
Cristóbal y yo
intercambiamos un gesto de malicia al imaginarnos con la primera mensualidad en
la bolsa. La mujer aspiró profundamente en un gran esfuerzo por calmarse, se
puso de pie, y se metió las uñas en los lagrimales para exprimirlos antes de
limpiarse las mejillas. En silencio, tensos, casi petrificados la seguimos con
los ojos hasta verla sentarse de nuevo, con el maquillaje estropeado por el
llanto.
—Pues a terminar esa
estructura hijos míos —dijo la directora, y de un cajón del escritorio fue
sacando los cosméticos para retocar su maquillaje, totalmente repuesta del
acceso de llanto. Cristóbal carraspeo con rapidez, urgido por las frases que ya
tenía hechas.
—Con su noble
ayuda..., quise decir, con la ayuda de la institución que dirige, quedará
terminada antes de fin de año. Espero que mis preguntas no resulten
impertinentes, pero tenemos prisa por reanudar nuestro trabajo: ¿serán dos o
una beca? En éste último caso ¿de cuánto sería le mensualidad?
Ella acercó su nariz
al espejo circular que sostenía en una mano y con la otra dio varias largas
pinceladas en el contorno de sus ojos. Parecía no haber oído, o en todo caso
estar oyendo con el oído de esa otra persona impasible; áspera, que surgía de
su maquillaje retocado. Las mejillas tenían el mismo tono rosado de antes pero
ahora con la calidad de sendos cultivos de bacterias.
—Las becas las otorga
un honorable jurado que dictamina por rigurosa eliminación —dijo por fin,
haciendo restallar los labios y sin quitar los ojos del espejo—. Naturalmente,
quedan ustedes invitados.
—¿Concursar? Sabemos,
toda la ciudad sabe que ésta es cuestión de amigos —dije, irritado por el
fraude de que habíamos sido objeto—. Y nadie puede protestar ni censurar a un
hombre o a una mujer porque protege a su amigo. La amistad es sagrada y todas
esas cosas. Nosotros hemos venido como amigos, ¿O, acaso cree que como
enemigos hubiéramos soportado sus sartas de lágrimas? Pero no nos inmiscuya en
sus concursos —arremolinado por mi cólera giraba, y queriendo ir hacia el
escritorio avanzaba hacia la puerta, tirado por un garfio de hueso envuelto en
goma—. No nos complique en su estafa —grité, ya muy lejos de la mujer y caí de
bruces en la acera.
Cristóbal fumaba,
sentado en la banca de un parque. Muy cerca pasaban filas de automóviles
desleídos en su propia velocidad y mi silencio de bestia avergonzada era el de
todas las cosas que me rodeaban. Me senté junto a él, con remordimiento y
furia, porque faltaba mucho para que mi decisión cayera persuadida a garrotazos.
—Allá enfrente hay
una casa —dijo, como rematando una reflexión.
—¿Una casa? Tal vez
yo esté mareado por el hambre porque yo veo muchas casas.
—Pero solamente a
una, a aquella del foco rojo, van las señoras de este barrio a alquilar hombres
jóvenes —sacudió la ceniza que había caído sobre su corbata y agregó convencido:
Somos jóvenes. Ríete. Vamos.
Jugándonos la vida
atravesamos la calle, y riéndonos, como verdaderos jóvenes por los que no
hubiera pasado ni la responsabilidad de una idea, ni brizna de fracaso, entramos
en la casa. La regenta dora a su vez se rió de nosotros, peludos, con el
cuello de la camisa arrugado, enjutos, los ojos enrojecidos por el desvelo, los
pliegues del pantalón deshechos, ausentes, la carne saturada de ese invencible
olor a madera, y —según dijo la misma mujer— la mirada torva, por más que
quisiéramos sonreír.
Entramos al café y
cada uno de nosotros tomó una fila de mesas. La mayoría de los clientes era
gente conocida que en una o en otra forma estaban de nuestra parte, y a la que
podíamos ofrecer nuestros bonos con franqueza. Eran pagaderos al triunfo de
nuestra causa, para cuando el público reservara sus entradas con semanas de
anticipción con tal de ver de cerca la estructura y sentir sus terrenales
emanaciones. Al final de la fila de mesas nos vimos con las mismas caras
agrias, fatigadas, enmascaradas de valor pero no exentas de frustración. Igual
que en todos los sitios que habíamos recorrido, la gente respondió con
cinismo, procacidad, compasión o simple "debilidad económica".
Quedaba la veta de
compasión; no como accidente sino como reacción provocada y cultivada. Le
saqué un ojo a Cristóbal, él me cortó el labio inferior y el mentón, a modo de
que el ángulo de mi mandíbula inferior quedara al descubierto.
Nunca antes había
notado las manchas de sarro que había en la base de mis dientes y las venillas
negras que surcaban mis encías. Para el objetivo que perseguíamos muchas veces
es más efectivo causar repugnancia que lástima. En cuanto a nuestra indumentaria,
hacía tiempo tenía el aspecto requerido.
Me arrodillé en el
sitio más iluminado de la puerta, donde la luz mediera de frente y mostrara la
amputación de mi cara, el hueso de la mandíbula transparentándose bajo los
tejidos escarlata y negra. Cuando la multitud salió del teatro simplemente
extendí la mano, silencioso y hasta con una que otra lágrima. Al principio, los
desprevenidos ciudadanos tuvieron que verme de cerca, y no dudo que a más de
uno le haya echado a perder la melosa sensación que guardaban de la comedia
vista. Hubo varios gritos contenidos. Luego se hizo el vacío a mi alrededor y
la gente siguió saliendo pero sin atreverse a traspasar la isla en que había
quedado. Desde la orilla tiraban algunas monedas que yo recogí moviéndome a
gatas.
Cristóbal Lemus por
su parte escogió al galgódromo como campo de acción. Más inteligente que yo,
hizo correr entre los apostadores la patraña de que era de buena suerte tocar
su ojo vacío con el dinero que se iba a apostar. Estableció la tarifa de
veinte centavos por cada toque a su cuenca rojiza y humedecida por una perpetua
e involuntaria lágrima. La vecindad de la gran nariz pálida la hacía aún más
impresionante. Por supuesto que colectó más dinero que yo.
Era casi media noche
cuando nos encontramos en el café, en la mesa de siempre. Clasificamos y
.agrupamos las monedas por orden de nominación para facilitar el recuento: Eran
no menos de dos kilos de cobre y níquel los que-habíamos reunido, pero por
grande que fuera el peso del metal cosechado, apenas tenía el valor de una cena
que, después de la espantosa jornada, creíamos merecer. Pensamos que siendo
primer día de trabajo en esta nueva ocupación, los beneficios habían superado
nuestros cálculos, y que con los días llegaríamos a ganar lo suficiente para,
ahorrar algo diariamente hasta reunir la cantidad que requería la conclusión de
la estructura.
Vi a la mesera
acercarse de puntillas. Bajé la cabeza con la intención de levantarla cuando
estuviera frente a mí y así gozar mejor de su horror. Habitante de un mundo en
el que todo está sabiamente compensado, con la pérdida de mi labio inferior y
mi mentón había ganado la capacidad de horrorizar y, más aún: el placer de
horrorizar. ¡Sentirse grotesco! Esto es algo que debería practicarse desde
niño. También Cristóbal había aprendido a hacer siete guiños distintos con su
ojo vacío. Levanté la cabeza bruscamente, mostrando mi deformidad con la
destreza de un prestidigitador, y la mesera se quedó sonriendo.
—Están llamando
demasiado la atención —dijo, procurando ser más amable que de costumbre pero
sin poder ocultar su disgusto ¿Para qué ser tan extravagante? Eso ofende a la
clientela. Sólo entonces vi que todas las miradas convergían en nosotros, que
algunos hasta se habían subido a las mesas para vernos mejor, no obstante que
muchos de ellos tenían marcas tan visibles como las nuestras—. Creo que tendrán
que dejar de venir al café... Creo que ya no... saldremos juntos —agregó en voz
baja y mirando de reojo las columnas de monedas.
¡Bah! Tráenos de
cenar, —dijo Cristóbal y encendió un cigarro.
—¿Y la deuda?
—preguntó la mujer, sin moverse de su sitio, deteniéndose la cofia que pugnaba
por volar.
—¿Cuál deuda? —dije
con aspereza, presintiendo el móvil de su pregunta.
—Mis ahorros...
Pensándolo bien no necesito indulgencias; Con lo que me pagan aquí tengo
bastante para vivir. No voy a exigirles mucho, porque no soy mala... ya ven que
sonrío... pero un primer abono...
Era claro lo que pretendía.
Me abalancé a cubrir el dinero con el pecho y las manos, pero ella, sin perder
su amabilidad ni por un instante, metió la cabeza por debajo de mi brazo, se
tragó las monedas con un largo y potente sorbo y nos dejó sin cenar.
Pasaron varias
semanas antes que pudiéramos descubrir el mito que se ha formado sobre la
mendicidad. Teníamos lo suficiente para comer, aunque no para engordar, pero
nuestra cuestión vital (los fondos para concluir la -obra) seguía lejos de
realizarse.
Leíamos con asiduidad
las máximas de Foulcines, donde encontramos formulado el código moral que
—desde mucho antes de leerlo— practicábamos por mera intuición. Sin embargo,
el verlo escrito por una mano maestra, respaldado por un cerebro y una vida
autorizados, explicaba y justificaba los principios que deben regir una
vocación. Ni la paz ni la piedad pueden tener cabida en el hombre comprometido
con su vocación. Leales a nuestra moral no habíamos tenido piedad con
nosotros mismos, y entonces ¿por qué tenerla para con los demás?
La idea principió a
rondar nuestras frases y actitudes con gran subrepción, y cuando lo supimos ya
estábamos al pie de la estructura, afilando un juego de escoplos en la
oscuridad. El olor a madera enmohecida nos llegaba como mensaje urgente de que
debíamos actuar. Sonaron las ocho.
—Hay que darse prisa.
Sale del galgódromo a las 8:15. Pasará por el callejón a las 8:32 —dijo
Cristóbal y se cortó un cabello con el escoplo que afilaba.
—¿Cuánto crees que
lleve en el maletín?
—No sé, no sé; pero
es suficientepara construir esta estructura y diez más.
Con las herramientas
afiladas hasta deslumbrar nos apostamos uno en cada extremo del callejón mal
iluminado. Mientras esperaba no pude evitar cierto temblor en las ingles.
Rápidos y misteriosos como estampas pornográficas, pasaron por mi mente todos
los sermones que había oídio o leído. ¡Qué monstruosa inutilidad! Iba a gritar
cuando oí los pasos del hombre cayendo en la trampa. Por la forma en que
arrastraba los tacones podía adivinarse su edad y su gordura. Él había robado
ese dinero; protegido por sus leyes lo había extraído con saña de los pulmones
de los galgos y —con las uñas de los apostadores— de la boca de todos los
hambrientos de la ciudad. Al llegar a medio callejón se vio entre dos hierros
silenciosos, y antes que pudiera invocar su código los escoplos habían entrado
y salido de él varias veces.
El maletín contenía
un par de guantes, una caja de palillos de dientes y un oso de peluche. Nada
más.
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