EL PERRO

Lizandro Chávez Alfaro


Adriana arrastró la mecedora hasta la ace­ra. Arregló su saya de anchos holanes, las almidonadas enaguas, antes de sentarse. Aspiró ruidosamente el aire caldeado. La ciudad estaba echada en la oscuridad calurosa; sonaban espo­rádicos disparos de fusil. A poca distancia, el farol de la esquina alumbraba débilmente parte de la calle. Bajo la luz, los escasos transeúntes pasaban cabizbajos, envueltos en un halo de pe­ligro. La mujer miró al cielo, sin dejar de mover el abanico de palma y estirar los encajes del cuello para que el aire le llegara al busto. Era una fragua de chispas fijas lo que miraba; una fragua colgada boca abajo. Dentro de Adriana barbotaba una angustia sofocante. La misma ropa que llevaba puesta le dolía. La voz blanda del últimocliente que salía de su restaurante irrumpió en sus pensamientos:
—Hasta mañana.
—Hasta, mañana, y tenga cuidado. Falta poco para que den el toque de queda.
—Cuarto para las ocho —dijo el hombre mi­rando su reloj de bolsillo—. ¿Qué ha sabido del Barcino? —preguntó mientras sacaba un pu­ro del bolsillo.
—Vea, prefiero no hablar de ese maldito animal porque... porque se me amarga la boca.
Adriana se abanicó más rápidamente y vol­vió la cabeza hacia el solar oscuro que había frente a su casa. Una grieta profunda apareció en su frente. Los rechinidos de la mecedora se hicieron más frecuentes y llenaron la vaciedad de la calle. El hombre encendió su puro al mismo tiempo que la miraba de reojo. En la pe­numbra, con su cuerpo rollizo llenando la mece­dora y los botines cruzados uno sobre el otro, parecía una gran foca vestida. "Se ha trastor­nado por una tontería", pensó, dando el primer paso.
—Que pase buenas noches.
Adriana no contestó. Barcino, el perro que se había comido cinco años de su vida, le ocupaba el lugar del cerebro. La insospechada fuga del animal no le cabía en la cabeza. Ella misma vio cuando fue engendrado a media calle, frente a su casa. La perra, una loba tan deformada co­mo la madre de cincuenta mil hijos; el padre, un robusto alano de patas largas y fuertes, orejas puntiagudas, pelo blanco con manchas rojizas. Siempre había querido tener un perro de buena raza. "Me guarda uno cuando nazcan", le pidió a la vecina. Lo maldijo otra vez, con más odio. El eco de la maldición fue la imagen de Barcino echado junto a la mecedora, con la cabeza entre las patas, vigilando con sus ojos amarillos a todo el que se acercaba. Lo veía moviendo la cola cuando ella misma le servía carne cocida en un rincón de la cocina; oía los poderosos ladridos que a cualquier hora de la noche llenaban de se­guridad su casa. Un cúmulo de pequeñas cosas —el movimiento de los belfos cuando ladraba, el desamparado temblor que lo cubría después de cada baño, la humildad con que aceptaba sus re­gaños, la blancura de sus colmillos, el rudo de sus uñas sobre el piso de mosaicos, los destellos de su lengua colgante cuando volvía de la calle formaban el esqueleto y la piel del drama de Adriana.
Unos pasos ligeros resonaron detrás. Ella detuvo la mecedora y el abanico, y sin voltear concentró la atención a su espalda. Los pasos se acercaban y Adriana iba hilvanando la figura de su vecina.
—Qué ocurrencia la suya estar aquí sentada, a esta hora y en estos tiempos —dijo la vecina, pasándose la canasta de un brazo al otro.
— ¡Que más puede pasar! que¿me maten de un balazo? ¡Si, me harían un favor!
—Pero no diga eso, Adriana —rompió a ge­mir, con la mirada puesta al fondo de la canasta vacía—. Qué pensarán hacerle a mi pobre ma­rido. Dos horas estuve esperando en el patio del cuartel y no me dejaron verlo. Tal vez ni le entreguen la ropa y la comida que le llevé. No sabe usted cómo lo tratan a uno esos machos.¡Es horrible! ¡Van a matarlo y él no fue, él no fue!
—¿Cómo lo sabe? —Adriana se rascó la nu­ca con el abanico y contrajo la cara—. Yo no sólo les envenenaría el agua; les envenenaría el aire si pudiera.
Hubo una pausa en la que ambas se zam­bulleron en su propia angustia. La vecina se limpió la nariz con una manga antes de reanu­dar la plática:
—Ni sabe a quién vi en el cuartel. Pasó muy orondo, corno en su propia casa —Adriana emitió un sonido neutro, sin desprenderse de sí misma—. Yo estaba sentada en una banca, esperando, cuando la vi atravesar el patio detrás de un macho —Adriana dejó de abanicarse y se incorporó violentamente, asida a los brazos de la mecedora. Las palabras lo vila arrancaron del respaldo. Sabía a quién había visto. Ha­cía dos días que conocía el paradero de su perro, pero por la vergüenza de exhibirse abandonada por lo que más quería, procuró ocultarlo hasta donde fuera posible. —¿Será él?, me pregunté. Pero no se puede confundirlo; si en toda Grana­da no hay otro igual. ¡Barcino!, le grité, y él apenas si volteó a verme, con un gran desprecio. Se lo juro.
Adriana se contuvo, con la respiración en suspenso, las aletas de la nariz sostenidas en su mayor amplitud y la cara enrojecida. Cuando no pudo más soltó los hombros y el resto de aire. Miró la oscuridad y habló entrecortadamente, parpadeando con nerviosidad:
—Esas cosas suceden, y uno no las cree has­ta que le suceden... Porque hay ponzoña en todas partes... La ingratitud... ¡Qué ingrati­tud; la desvergüenza se mete hasta en los ani­males!... Y no me diga que sólo mi perro, pue­de hacer tamaña perfidia. Yo he visto hombres y mujeres sonriéndoles a los filibusteros con la misma falta de escrúpulos... Si no, dígame qué son los que les sirven y hasta los festejan en su casa... Y mi perro... ¡No! ¡No es mi perro! Nada tengo que ver con él, y quisiera no haber tenido nunca... Ya no se sabe si los animales aprenden de la gente o si ella aprende de los ani­males... ¿Todo por qué? Por un pedazo de jamón, una manzana medio podrida o hasta por una mirada de ojitos azules... No quería creer­lo. No, no. Pero me fui a espiar al cuartel y era ni más ni menos lo que me habían dicho. Creo que ya hasta ladra distinto... Le pusie­ron un nombre en inglés, y es una seda de manso y de obediente cada vez que lo llaman por su nuevo nombre. ¡Hay qué verlo! Mueve la cola y pone los ojos en blanco. .. Yo lo quería... Digamos que conmigo hubiera pasado hambre, pero a usted le consta que se hartaba. Digamos que lo apaleaba, pero cuándo en, la vida lo toqué de mala manera... Y aunque así hubiera sido no tenía derecho a irse con el primer macho que le hiciera un guiño... Lo que pasa es que...
El clarín resonó por encima de los techos, con­trayendo y dilatando el toque de queda en lúgubres circunferencias. Ibacerrando puertas, apagando luces, cortando conversaciones. Al terminar el toque, Granada casi no respiraba, poseída por un vago presentimiento de sus escombros.
—Buenas noches —musitó la vecina.
Adriana siguió meciéndose y abanicándose con indolencia, pero sin desplegar la frente. Oyó un último ruido de aldabones y luego el gran silencio que cubría todo, como el mosquitero de un enfermo. Unos ladridos lejanos la hicieron cerrar los ojos y apretar los labios con disgusto, al imaginar a Barcino echado junto a la cama del filibustero. "Watkins; es el capitán Watkins" le habían dicho cuando preguntó quién era el amo adoptivo del perro.
Dos disparos se abrieron en la noche. Ella se dejó invadir por el deseo de disolverse en la oscuridad antes que por el temor de recibir un ba­lazo. No se movió dé su sitio. Levantó la cabeza.
Del cielo, o de sus ojos nublados, principiaron desprenderse telones desgarrados. Barcino
saltaba entre ellos, ladrando con una horrible alegría. "La Falange Americana" marchaba por
la calzada. No. No quiero verlos. ¿Qué voy a comprar mañana en el mercado? Con la escasez... Pero los aventureros reclutados en New Orleans, Charleston o Mobile seguían desfilando bajo el sol de la mañana, envueltos en pretenciosos uniformes. Las banderas ondeaban sobre el estrado erigido en la plaza. Qué silencio. Cuan­do voy al cementerio me da escalofrío. Mariano Salazar se vendaba a sí mismo. "¡A las armas!" llamaba con voz amarga pero firme. ¡Viva Sa­lazar!, creyó gritar. Van a decir que estoy loca. Las banderas flotaban y el banquillo rodó junto con él. Tenía el pecho destrozado. Las bande­ras ladraban. Barcino flotaba enseñando los col­millos negros. La voz enclenque de William Wal­ker resbaló por sobre las cabezas de los espec­tadores reunidos en la plaza. ¡Por qué tengo que oírlo! Se tapó las orejas con las manos. Las olas del lago rugían sin apagar la voz. Con un discurso en inglés aceptaba los deberes de Presidente de la República de Nicaragua. Pensar que apenas hace un año llegó contratado por los "democráticos". Ahora son los "legitimistas" los que le sirven de albarda. ¡Que me lo ex­pliquen por favor! No… ¡Que se vayan a la porra! Sobre el estrado, Fermín Ferrer da­ba gracias al Todopoderoso por haber enviado a Walker a Nicaragua. Las salvas de cañón, los aplausos del embajador Wheeler y el padre Vigil —negro como su sotana—, los ladridos de Ban­ano, enrarecieron elaire. Con un gran esfuerzo salió de aquella dislocada excitación mental. Es 2 de agosto de 1856. Dos de agosto, 1856. Dos de agosto, repitió desesperadamente. Quería asirse a la fecha como a un salvavidas, Pero la corriente fue más fuerte que ella. Otra vez oyó al perro ladrando en la calle, entre un ruido de tambores. Hubiera, querido tenerlo dentro de su casa y apalearlo hasta romperle las costillas. ¿Es cierto que volverá la esclavitud?, le había preguntado a uno de sus clientes. Claro. Hay que leer entre líneas.¿Leyó el decreto de Walker? Bueno, si se anulan, todos los decretosanteriores a él, también desaparece el que abolió la escla­vitud. Una estrella fugaz cayó oblicuamente y la salvó del naufragio. Saltan come pulgas, murmuró, en una íntima, expresión de amargura.
Por la esquina apareció la ronda formada por cinco soldados de la Falange. Adrianase meció con lentitud desafiante. Caminaban en desorden, sin prisa, cada uno con el rifle colo­cado dónde mejor le acomodaba. La mujer esperaba en silencio y los apedreaba con sus pensamientos: Miren qué caras. A leguas se ve que son bandoleros. Si yo fuera un rayo. ¡Qué ojos! Si yo fuera un, zopilote. . . juro que no los tocaría.
Uno de los soldados se adelantó. Parado jun­to a ella señaló con un rifle el interior de la casa.
Get in and close your door. Rightnow!
—No entiendo nada. Déjeme en paz.
Oh, come on; in there! —gritó el soldado, levantándola de un tirón. Adriana entró a su casa limpiándose el brazo. Detrás de ella cayeron la mecedora y varias frases de las que sólo intuyó que eran soeces.
***
En el cuartel de la Falange resonaban ar­mas, botas y risas. Los nicaragüenses habían despertado al borde de la esclavitud y se dispo­nían a defenderse. Los soldados de William Wal­ker se preparaban para ir a destruir la banda que se había apoderado de una hacienda en la que ellos se abastecían de carne.
Sentado en su cama, el capitán Watkins se amarraba las polainas de cuero cuidadosamente. Junto a él, Barcino levantaba la cabeza. Miraba a su reciente amo con hambre de servir, anonadado por el raro olor que emanaba de las axilas del extranjero. Lo admiraba, y al lamerse los bel­fos parecía decir: ¡Watkins, Watkins, qué fuer­te eres! El capitán sonrió, le dio un manotazo en el hocico y le dijo algo que él aceptó como un halago. Watkins se levantó, pateó varias veces probando las polainas y se dirigió al lavabo. El animal dio unos pasos en la misma dirección, moviendo el espinazo exageradamente. Imitaba el andar desgarbado del oficial. Cuando terminó de lavarse la cara pronunció lo que solamente el perro podía comprender y tronó los dedos. De un salto Barcino tomó la toalla entre los dientes y la llevó a las manos del amo.
O.K., Ranger. Ready to fight?That’s a goodboy.
Ranger contestó con un solemne gruñido. Watkins se peinaba ante un espejo colgado en la pared; el perro seguía atentamente cada uno de sus movimientos, con toda la musculatura en tensión y la lengua de fuera. Adivinaba que era el momento de salir. Antes que el amo terminara de colocarse el sable y la pistola, él alcanzó la puerta en dossaltos.
En el patio los soldados reunidos en grupos limpiaban el cañón de sus rifles, corregían la mira, llenaban de agua la cantimplora, se colo­caban la mochila o simplemente mascaban tabaco.
— ¡Ranger, Ranger! —llamó alguien. El pe­rro corrió al centro del patio. Entre carcaja­das los soldados le dieron palmadas en las ancas y le halaron las orejas. Él bailaba los ojos y repetía con la cola: ¡somos, amigos, muy amigos! ¡Somos amigos, muy amigos!
Al atardecer la columna de filibusteros salía de la ciudad. Los rayos oblicuos del sol exten­dían sobre el camino real una fila de sombras gigantes. El mismo Ranger proyectaba una som­bra que parecía la silueta de un rinoceronte. Iba adelante, deteniéndose a trechos para olfatear las yerbas que sospechosamente crecían entre las carrileras. Uno de los soldados principió a can­tar una canción popular del sur de los Estados Unidos. Poco después la tropa entera coreaba. Excitado por el canto el perro hacía piruetas, ladraba, se lanzaba con ferocidad sobre las ramas movidas por el viento, se mordía la cola o corrí frenético, describiendo elipses alrededor de la columna. Se hizo la oscuridad. La tropa no de­jaba de cantar y él de cabriolar en todas direc­ciones. ¡Qué dicha ser parte de aquel poderoso cuerpo!
Al amanecer la luz descubrió un llano hú­medo y en medio un caserón de piedra. Los filibusteros se organizaron en tres alas para él ataque. El clarín lanzaba aullidos extraños para Ranger, una y otra vez, sobresaliendo en el ti­rotea y arreando un rebaño de nubecillas hacia el objetivo. Avanzó sin alejarse de las piernas de su dueño, hasta llegar a ver cerca las barri­cadas que rodeaban el caserón. Las tres alas fueron rechazadas sucesivamente. Se reagrupa­ron y de nuevo se lanzaron al asalto. El ala que comandaba Watkins penetró por un flanco y se arrojó a la lucha cuerpo a cuerpo. Fue aquí donde el perro pudo demostrar su valor y su lealtad. A cada nativo que el capitán atacaba con su sable, él le buscaba la espalda y de un salto le hundía los colmillos en la nuca. El olor a pól­vora, la algazara de los combatientes, el salobre sabor a sangre, traían a sus glándulas una an­cestral fiereza que por momentos asustaba a su mismo dueño. En lo más intenso de la lucha, una bayoneta rasgó el vientre de Watkins. Cayó de espalda y por la herida afloró una pompa anu­losa, veteada de grasa y sangre. El animal lo cubrió con su cuerpo; gruñía y tiraba dentella­das a las sombras que atravesaban la nube de polvo y humo que los envolvía. Transformado en celosa quimera, allí estaba, con sus siete cabezas y sus alas de hierro protegiendo al amo caído.
Se oyeron centenares de cascos repiquetean­do el llano y el clarín de los filibusteros tocó a retirada. Escasamente hubo tiempo de llevarse a los heridos, primero como fardos sangrantes y más adelante en parihuelas improvisadas.
En el camino Watkins se quejaba, con los ojos cerrados y las extremidades fláccidas, mien­tras el implacable sol le quemaba los intestinos. La fragmentada columna cruzaba una pelona llanura nicaragüense. La tierra se levantaba en pol­varedas que inundaban ojos, mucosas, heridas, y hacían gemir al moribundo Watkins. El perro caminaba a la sombra de las parihuelas. Levan­taba la cabeza, los músculos ablandados, desin­flados, cocidos por la aflicción. La garganta del capitán hervía en estertores. Deliraba, mascu­llando promesas, pidiendo paz para su ombligo, para su sangre desbordada, pero los dos hombres que lo cargaban atendían más a la resequedad de sus labios, y más todavía a la inesperada derrota.
Cuando el lamento del moribundo se volvió sostenido, el jefe ordenó detenerse bajo un ceibo. Le dieron agua y trataron de animarlo. Se se­caban el sudor y lo miraban, enfurecidos contra todas las causas del estado de Watkins. Ranger se coló por entre las piernas de los que rodeaban al amo, y en un acto desesperado quiso lamerle los intestinos. Antes que pudiera untar su len­gua sobre el viscoso túmulo, una andanada de puntapiés lo cubrió desde el hocico a la cola. Un aullido que no llegó a emitir hizo vibrar sus dientes mientras huía, casi reptando. En el re­molino de insultos alguno de los soldados le lanzó el rifle con la bayoneta calada. Apenas pudo librarse con un rápido movimiento. El arma cayó clavada entre Sus patas.
Escondido entre los arbustos de la orilla del camino vio enterrar a Watkins. Por entre los árboles voló el murmullo de una oración y luego el "amén", más audible. Cuando reemprendie­ron la marcha Ranger se acercó a la tumba. Ol­fateó el montón de tierra, la cruz echa con dos ramas. Un aullido tembloroso resonó en sus hue­sos y arañó la sepultura por un momento. Con el hocico sucio de tierra buscó a su alrededor. Estaba solo. Saltó al camino y vio a lo lejos una mancha negra con destellos plateados. Co­rrió hacia ella, pero al ver de cerca a los soldados volvió a escabullirse entre las plantas. Así, guar­dando una prudente distancia, entró con ellos a Granada. La gente los veía pasar, astrosos, can­sados, y apretaba los labios.
***
—Fíjese que hoy vi al Barcino en la calle. Anda flaco y sucio, Creo que ya no está en el cuartel de la Falange —dijo uno de los clientes del restaurante, mientras movía la sopa con la cuchara.
—¿Ah sí? —comentó Adriana secamente, y siguió doblando manteles.
Por la calle pasó un coche, y una manada de perros ladró a los caballos. Adriana se aso­mó a la puerta, sin pensarlo. Viendo al cochero que daba latigazos a uno y otro lado del pes­cante, supo que esperaba a Barcino. Era una espera nebulosa que oscilaba entre la compasión y el odio, entre el asco y el afecto. Le creció una repugnancia dolorosa, y junto con ella el deseo de empuñar el látigo y azotar a la-manada hasta descuartizarla. Sintió las manos húmedas y se las enjugó con el delantal. "No creo que tenga el descaro de presentarse aquí", se dijo y regresó a sus quehaceres.
Pasaren dos días. Esa mañana, mientras se peinaba, salió a abrir la puerta. El reloj de una iglesia dio la hora: cinco campanadas. Bar­cino estaba echado en la acera. Al verla saltó a media calle, con la cola entre las patas y las orejas caídas. Ella quedó paralizada por la sorpresa. Su primer impulso fue tomar la tranca y arrojarla sobre el perro con todas las fuerzas de su enojo, pero se contuvo. Con la boca abier­ta y el peine en la mano buscó a uno y otro lado de la calle no había nadie.
—No te quedes ahí como pasmado. Si vas a entrar pasa de una vez —dijo a media voz, terminando de peinarse con displicencia.
El perro movió una oreja, pero no se atre­vía a avanzar. Calculaba hasta dónde podía con­fiar en la aparente tranquilidad de la mujer.
—Cree que lo voy a apalear, porque el que las debe... ¡Entra de una vez, hijo de perra! —susurró con una mueca de amabilidad y le dio la espalda.
En la cocina desayunaban la cocinera y un muchacho.
—Buenos días. Cómo amaneció.
Adriana no respondió. Se sirvió café con leche y se sentó junto al fogón. En el patio los pájaros alborotaban igual que todos los días. Lo demás era silencio malhumorado.
— ¡Mire quién está aquí!—gritó el mucha­cho cuando vio aparecer la cabeza del perro en la puerta de la cocina.
—Pero no hay por qué gritar, muchacho ba­boso —dijo Adriana, con los labios brillantes de leche—. Encadénalo en el patio y dale de comer.
Barcino se dejó atar sin la menor resistencia. Comió con desesperación. Cuando Adriana llegó se lamía el hocico y movía la cola, celebrando la reconciliación. Con los brazos cruzados la mujer sostuvo su actitud ofendida. Lo recordó de un-mes de edad, el lazo de cinta roja adornándole el cuello. Con los ojos húmedos, prefirió mirar las ramas del tamarindo que cubría con su sombra la mitaddel patio. Se pasó una mano por la nariz y con la otra sacó varias monedas de la bolsa del delantal.
—Vas a alquilar un burro. Vas a comprar veinte yardas de soga; la más gruesa que veas.
—¿Burro y soga? —preguntó el muchacho, sin decidirse a tomar el dinero.
— ¡Sí!¡Vas a hacer lo que te digo, pronto, y no preguntes lo que no te importa! —gritó Adriana, ahogada en llanto.
El perro ladró en el mismo tono de los días en que Adriana vivía para él. Tiraba de la cadena en su deseo de acercársele. "No, ya no es hora de hacer las paces", Murmuró, y lo dejó ladrando. Contempló el árbol, con la contenida inquietud de quien ve una tormenta. Los pája­ros habían huido, De un limonero cortó una vara. Se sentó en una piedra y fue arrancando las hojas, lentamente. Una pregunta le marti­llaba la cabeza: ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo hizo? Cualquier respuesta que encontraba sólo servía para reafirmar su deci­sión. Un viento oscuro llenaba el patio, donde todo se había contagiado de la severidad de su sentencia. Entre hoja y hoja miraba hacia la puerta del zaguán.
"Una serpiente se mata, y este canalla es venenoso", se dijo, y fue al encuentro del mu­chacho que acababa de entrar montado en el bu­rro. Con gran serenidad tomó la cuerda y probó su resistencia. La tiró por encima de un gancho alto del tamarindo. Hizo el lazo corredizo en un extremo y con el otro amarró el cuello del burro. Actuaba con precisión, como si durante meses hubiera ensayado lo que hacía. Con dos movi­mientos ágiles lazó a Barcino. El perro tiritaba, mudo y rab&n. Meneaba la cabeza, giraba en círculo, buscando clemencia en los ojos de la mu­jer. Ella lo miró con algo más que rabia de mujer hacia un marido infiel. Golpeándose un hombro con la vara llegó junto al burro.
—No faltará quien me maldiga y me llame perversa, malvada, y quién sabe cuántas cosas... pero la justicia es la justicia —dijo, como confe­sándose con el patio—. Arre burro!

El varazo con que Adriana azotó las ancas de la bestia resonó en varias cuadras a la redon­da. Todo el árbol tembló. El perro quedó osci­lando, con la lengua blanca y los colmillos rojos.

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