Lizandro Chávez Alfaro
Adriana arrastró la
mecedora hasta la acera. Arregló su saya de anchos holanes, las almidonadas
enaguas, antes de sentarse. Aspiró ruidosamente el aire caldeado. La ciudad
estaba echada en la oscuridad calurosa; sonaban esporádicos disparos de fusil.
A poca distancia, el farol de la esquina alumbraba débilmente parte de la
calle. Bajo la luz, los escasos transeúntes pasaban cabizbajos, envueltos en un
halo de peligro. La mujer miró al cielo, sin dejar de mover el abanico de
palma y estirar los encajes del cuello para que el aire le llegara al busto.
Era una fragua de chispas fijas lo que miraba; una fragua colgada boca abajo.
Dentro de Adriana barbotaba una angustia sofocante. La misma ropa que llevaba
puesta le dolía. La voz blanda del últimocliente que salía de su restaurante
irrumpió en sus pensamientos:
—Hasta mañana.
—Hasta, mañana, y
tenga cuidado. Falta poco para que den el toque de queda.
—Cuarto para las ocho
—dijo el hombre mirando su reloj de bolsillo—. ¿Qué ha sabido del Barcino?
—preguntó mientras sacaba un puro del bolsillo.
—Vea, prefiero no
hablar de ese maldito animal porque... porque se me amarga la boca.
Adriana se abanicó
más rápidamente y volvió la cabeza hacia el solar oscuro que había frente a su
casa. Una grieta profunda apareció en su frente. Los rechinidos de la mecedora
se hicieron más frecuentes y llenaron la vaciedad de la calle. El hombre
encendió su puro al mismo tiempo que la miraba de reojo. En la penumbra, con
su cuerpo rollizo llenando la mecedora y los botines cruzados uno sobre el
otro, parecía una gran foca vestida. "Se ha trastornado por una
tontería", pensó, dando el primer paso.
—Que pase buenas
noches.
Adriana no contestó.
Barcino, el perro que se había comido cinco años de su vida, le ocupaba el
lugar del cerebro. La insospechada fuga del animal no le cabía en la cabeza.
Ella misma vio cuando fue engendrado a media calle, frente a su casa. La perra,
una loba tan deformada como la madre de cincuenta mil hijos; el padre, un
robusto alano de patas largas y fuertes, orejas puntiagudas, pelo blanco con
manchas rojizas. Siempre había querido tener un perro de buena raza. "Me
guarda uno cuando nazcan", le pidió a la vecina. Lo maldijo otra vez, con
más odio. El eco de la maldición fue la imagen de Barcino echado junto a la
mecedora, con la cabeza entre las patas, vigilando con sus ojos amarillos a
todo el que se acercaba. Lo veía moviendo la cola cuando ella misma le servía
carne cocida en un rincón de la cocina; oía los poderosos ladridos que a
cualquier hora de la noche llenaban de seguridad su casa. Un cúmulo de
pequeñas cosas —el movimiento de los belfos cuando ladraba, el desamparado
temblor que lo cubría después de cada baño, la humildad con que aceptaba sus regaños,
la blancura de sus colmillos, el rudo de sus uñas sobre el piso de mosaicos,
los destellos de su lengua colgante cuando volvía de la calle formaban el
esqueleto y la piel del drama de Adriana.
Unos pasos ligeros
resonaron detrás. Ella detuvo la mecedora y el abanico, y sin voltear concentró
la atención a su espalda. Los pasos se acercaban y Adriana iba hilvanando la
figura de su vecina.
—Qué ocurrencia la
suya estar aquí sentada, a esta hora y en estos tiempos —dijo la vecina,
pasándose la canasta de un brazo al otro.
— ¡Que más puede
pasar! que¿me maten de un balazo? ¡Si, me harían un favor!
—Pero no diga eso,
Adriana —rompió a gemir, con la mirada puesta al fondo de la canasta vacía—.
Qué pensarán hacerle a mi pobre marido. Dos horas estuve esperando en el patio
del cuartel y no me dejaron verlo. Tal vez ni le entreguen la ropa y la comida
que le llevé. No sabe usted cómo lo tratan a uno esos machos.¡Es horrible! ¡Van a matarlo y él no fue, él no fue!
—¿Cómo lo sabe? —Adriana
se rascó la nuca con el abanico y contrajo la cara—. Yo no sólo les
envenenaría el agua; les envenenaría el aire si pudiera.
Hubo una pausa en la
que ambas se zambulleron en su propia angustia. La vecina se limpió la nariz
con una manga antes de reanudar la plática:
—Ni sabe a quién vi
en el cuartel. Pasó muy orondo, corno en su propia casa —Adriana emitió un
sonido neutro, sin desprenderse de sí misma—. Yo estaba sentada en una banca,
esperando, cuando la vi atravesar el patio detrás de un macho —Adriana dejó de abanicarse y se incorporó violentamente,
asida a los brazos de la mecedora. Las palabras lo vila arrancaron del respaldo. Sabía a quién había visto. Hacía
dos días que conocía el paradero de su perro, pero por la vergüenza de
exhibirse abandonada por lo que más quería, procuró ocultarlo hasta donde fuera
posible. —¿Será él?, me pregunté. Pero no se puede confundirlo; si en toda
Granada no hay otro igual. ¡Barcino!, le grité, y él apenas si volteó a verme,
con un gran desprecio. Se lo juro.
Adriana se contuvo,
con la respiración en suspenso, las aletas de la nariz sostenidas en su mayor
amplitud y la cara enrojecida. Cuando no pudo más soltó los hombros y el resto
de aire. Miró la oscuridad y habló entrecortadamente, parpadeando con nerviosidad:
—Esas cosas suceden,
y uno no las cree hasta que le suceden... Porque hay ponzoña en todas partes...
La ingratitud... ¡Qué ingratitud; la desvergüenza se mete hasta en los animales!...
Y no me diga que sólo mi perro, puede hacer tamaña perfidia. Yo he visto
hombres y mujeres sonriéndoles a los filibusteros con la misma falta de
escrúpulos... Si no, dígame qué son los que les sirven y hasta los festejan en
su casa... Y mi perro... ¡No! ¡No es mi perro! Nada tengo que ver con él, y
quisiera no haber tenido nunca... Ya no se sabe si los animales aprenden de la
gente o si ella aprende de los animales... ¿Todo por qué? Por un pedazo de
jamón, una manzana medio podrida o hasta por una mirada de ojitos azules... No
quería creerlo. No, no. Pero me fui a espiar al cuartel y era ni más ni menos
lo que me habían dicho. Creo que ya hasta ladra distinto... Le pusieron un
nombre en inglés, y es una seda de manso y de obediente cada vez que lo llaman
por su nuevo nombre. ¡Hay qué verlo! Mueve la cola y pone los ojos en blanco.
.. Yo lo quería... Digamos que conmigo hubiera pasado hambre, pero a usted le
consta que se hartaba. Digamos que lo apaleaba, pero cuándo en, la vida lo
toqué de mala manera... Y aunque así hubiera sido no tenía derecho a irse con
el primer macho que le hiciera un guiño... Lo que pasa es que...
El clarín resonó por
encima de los techos, contrayendo y dilatando el toque de queda en lúgubres
circunferencias. Ibacerrando puertas, apagando luces, cortando conversaciones.
Al terminar el toque, Granada casi no respiraba, poseída por un vago
presentimiento de sus escombros.
—Buenas noches
—musitó la vecina.
Adriana siguió
meciéndose y abanicándose con indolencia, pero sin desplegar la frente. Oyó un
último ruido de aldabones y luego el gran silencio que cubría todo, como el
mosquitero de un enfermo. Unos ladridos lejanos la hicieron cerrar los ojos y
apretar los labios con disgusto, al imaginar a Barcino echado junto a la cama
del filibustero. "Watkins; es el capitán Watkins" le habían dicho
cuando preguntó quién era el amo adoptivo del perro.
Dos disparos se
abrieron en la noche. Ella se dejó invadir por el deseo de disolverse en la
oscuridad antes que por el temor de recibir un balazo. No se movió dé su
sitio. Levantó la cabeza.
Del cielo, o de sus
ojos nublados, principiaron desprenderse telones desgarrados. Barcino
saltaba entre ellos, ladrando con una horrible alegría. "La Falange Americana" marchaba por
la calzada. No. No quiero verlos. ¿Qué voy a comprar mañana en el mercado? Con la escasez... Pero los aventureros reclutados en New Orleans, Charleston o Mobile seguían desfilando bajo el sol de la mañana, envueltos en pretenciosos uniformes. Las banderas ondeaban sobre el estrado erigido en la plaza. Qué silencio. Cuando voy al cementerio me da escalofrío. Mariano Salazar se vendaba a sí mismo. "¡A las armas!" llamaba con voz amarga pero firme. ¡Viva Salazar!, creyó gritar. Van a decir que estoy loca. Las banderas flotaban y el banquillo rodó junto con él. Tenía el pecho destrozado. Las banderas ladraban. Barcino flotaba enseñando los colmillos negros. La voz enclenque de William Walker resbaló por sobre las cabezas de los espectadores reunidos en la plaza. ¡Por qué tengo que oírlo! Se tapó las orejas con las manos. Las olas del lago rugían sin apagar la voz. Con un discurso en inglés aceptaba los deberes de Presidente de la República de Nicaragua. Pensar que apenas hace un año llegó contratado por los "democráticos". Ahora son los "legitimistas" los que le sirven de albarda. ¡Que me lo expliquen por favor! No… ¡Que se vayan a la porra! Sobre el estrado, Fermín Ferrer daba gracias al Todopoderoso por haber enviado a Walker a Nicaragua. Las salvas de cañón, los aplausos del embajador Wheeler y el padre Vigil —negro como su sotana—, los ladridos de Banano, enrarecieron elaire. Con un gran esfuerzo salió de aquella dislocada excitación mental. Es 2 de agosto de 1856. Dos de agosto, 1856. Dos de agosto, repitió desesperadamente. Quería asirse a la fecha como a un salvavidas, Pero la corriente fue más fuerte que ella. Otra vez oyó al perro ladrando en la calle, entre un ruido de tambores. Hubiera, querido tenerlo dentro de su casa y apalearlo hasta romperle las costillas. ¿Es cierto que volverá la esclavitud?, le había preguntado a uno de sus clientes. Claro. Hay que leer entre líneas.¿Leyó el decreto de Walker? Bueno, si se anulan, todos los decretosanteriores a él, también desaparece el que abolió la esclavitud. Una estrella fugaz cayó oblicuamente y la salvó del naufragio. Saltan come pulgas, murmuró, en una íntima, expresión de amargura.
saltaba entre ellos, ladrando con una horrible alegría. "La Falange Americana" marchaba por
la calzada. No. No quiero verlos. ¿Qué voy a comprar mañana en el mercado? Con la escasez... Pero los aventureros reclutados en New Orleans, Charleston o Mobile seguían desfilando bajo el sol de la mañana, envueltos en pretenciosos uniformes. Las banderas ondeaban sobre el estrado erigido en la plaza. Qué silencio. Cuando voy al cementerio me da escalofrío. Mariano Salazar se vendaba a sí mismo. "¡A las armas!" llamaba con voz amarga pero firme. ¡Viva Salazar!, creyó gritar. Van a decir que estoy loca. Las banderas flotaban y el banquillo rodó junto con él. Tenía el pecho destrozado. Las banderas ladraban. Barcino flotaba enseñando los colmillos negros. La voz enclenque de William Walker resbaló por sobre las cabezas de los espectadores reunidos en la plaza. ¡Por qué tengo que oírlo! Se tapó las orejas con las manos. Las olas del lago rugían sin apagar la voz. Con un discurso en inglés aceptaba los deberes de Presidente de la República de Nicaragua. Pensar que apenas hace un año llegó contratado por los "democráticos". Ahora son los "legitimistas" los que le sirven de albarda. ¡Que me lo expliquen por favor! No… ¡Que se vayan a la porra! Sobre el estrado, Fermín Ferrer daba gracias al Todopoderoso por haber enviado a Walker a Nicaragua. Las salvas de cañón, los aplausos del embajador Wheeler y el padre Vigil —negro como su sotana—, los ladridos de Banano, enrarecieron elaire. Con un gran esfuerzo salió de aquella dislocada excitación mental. Es 2 de agosto de 1856. Dos de agosto, 1856. Dos de agosto, repitió desesperadamente. Quería asirse a la fecha como a un salvavidas, Pero la corriente fue más fuerte que ella. Otra vez oyó al perro ladrando en la calle, entre un ruido de tambores. Hubiera, querido tenerlo dentro de su casa y apalearlo hasta romperle las costillas. ¿Es cierto que volverá la esclavitud?, le había preguntado a uno de sus clientes. Claro. Hay que leer entre líneas.¿Leyó el decreto de Walker? Bueno, si se anulan, todos los decretosanteriores a él, también desaparece el que abolió la esclavitud. Una estrella fugaz cayó oblicuamente y la salvó del naufragio. Saltan come pulgas, murmuró, en una íntima, expresión de amargura.
Por la esquina
apareció la ronda formada por cinco soldados de la Falange. Adrianase meció con
lentitud desafiante. Caminaban en desorden, sin prisa, cada uno con el rifle
colocado dónde mejor le acomodaba. La mujer esperaba en silencio y los
apedreaba con sus pensamientos: Miren qué
caras. A leguas se ve que son bandoleros. Si yo fuera un rayo. ¡Qué ojos! Si yo
fuera un, zopilote. . . juro que no los tocaría.
Uno de los soldados
se adelantó. Parado junto a ella señaló con un rifle el interior de la casa.
—Get in and close your door. Rightnow!
—No entiendo nada.
Déjeme en paz.
—Oh, come on; in there! —gritó el soldado, levantándola de un tirón.
Adriana entró a su casa limpiándose el brazo. Detrás de ella cayeron la
mecedora y varias frases de las que sólo intuyó que eran soeces.
***
En el cuartel de la
Falange resonaban armas, botas y risas. Los nicaragüenses habían despertado al
borde de la esclavitud y se disponían a defenderse. Los soldados de William
Walker se preparaban para ir a destruir la banda que se había apoderado de una
hacienda en la que ellos se abastecían de carne.
Sentado en su cama,
el capitán Watkins se amarraba las polainas de cuero cuidadosamente. Junto a
él, Barcino levantaba la cabeza. Miraba a su reciente amo con hambre de servir,
anonadado por el raro olor que emanaba de las axilas del extranjero. Lo
admiraba, y al lamerse los belfos parecía decir: ¡Watkins, Watkins, qué fuerte
eres! El capitán sonrió, le dio un manotazo en el hocico y le dijo algo que él
aceptó como un halago. Watkins se levantó, pateó varias veces probando las
polainas y se dirigió al lavabo. El animal dio unos pasos en la misma
dirección, moviendo el espinazo exageradamente. Imitaba el andar desgarbado del
oficial. Cuando terminó de lavarse la cara pronunció lo que solamente el perro
podía comprender y tronó los dedos. De un salto Barcino tomó la toalla entre
los dientes y la llevó a las manos del amo.
—O.K., Ranger. Ready to fight?That’s
a goodboy.
Ranger contestó con
un solemne gruñido. Watkins se peinaba ante un espejo colgado en la pared; el
perro seguía atentamente cada uno de sus movimientos, con toda la musculatura
en tensión y la lengua de fuera. Adivinaba que era el momento de salir. Antes
que el amo terminara de colocarse el sable y la pistola, él alcanzó la puerta
en dossaltos.
En el patio los
soldados reunidos en grupos limpiaban el cañón de sus rifles, corregían la
mira, llenaban de agua la cantimplora, se colocaban la mochila o simplemente
mascaban tabaco.
— ¡Ranger, Ranger!
—llamó alguien. El perro corrió al centro del patio. Entre carcajadas los
soldados le dieron palmadas en las ancas y le halaron las orejas. Él bailaba
los ojos y repetía con la cola: ¡somos, amigos, muy amigos! ¡Somos amigos, muy
amigos!
Al atardecer la
columna de filibusteros salía de la ciudad. Los rayos oblicuos del sol extendían
sobre el camino real una fila de sombras gigantes. El mismo Ranger proyectaba
una sombra que parecía la silueta de un rinoceronte. Iba adelante,
deteniéndose a trechos para olfatear las yerbas que sospechosamente crecían
entre las carrileras. Uno de los soldados principió a cantar una canción
popular del sur de los Estados Unidos. Poco después la tropa entera coreaba.
Excitado por el canto el perro hacía piruetas, ladraba, se lanzaba con
ferocidad sobre las ramas movidas por el viento, se mordía la cola o corrí
frenético, describiendo elipses alrededor de la columna. Se hizo la oscuridad.
La tropa no dejaba de cantar y él de cabriolar en todas direcciones. ¡Qué
dicha ser parte de aquel poderoso cuerpo!
Al amanecer la luz
descubrió un llano húmedo y en medio un caserón de piedra. Los filibusteros se
organizaron en tres alas para él ataque. El clarín lanzaba aullidos extraños
para Ranger, una y otra vez, sobresaliendo en el tirotea y arreando un rebaño
de nubecillas hacia el objetivo. Avanzó sin alejarse de las piernas de su
dueño, hasta llegar a ver cerca las barricadas que rodeaban el caserón. Las
tres alas fueron rechazadas sucesivamente. Se reagruparon y de nuevo se
lanzaron al asalto. El ala que comandaba Watkins penetró por un flanco y se arrojó
a la lucha cuerpo a cuerpo. Fue aquí donde el perro pudo demostrar su valor y
su lealtad. A cada nativo que el capitán atacaba con su sable, él le buscaba la
espalda y de un salto le hundía los colmillos en la nuca. El olor a pólvora,
la algazara de los combatientes, el salobre sabor a sangre, traían a sus
glándulas una ancestral fiereza que por momentos asustaba a su mismo dueño. En
lo más intenso de la lucha, una bayoneta rasgó el vientre de Watkins. Cayó de
espalda y por la herida afloró una pompa anulosa, veteada de grasa y sangre.
El animal lo cubrió con su cuerpo; gruñía y tiraba dentelladas a las sombras
que atravesaban la nube de polvo y humo que los envolvía. Transformado en
celosa quimera, allí estaba, con sus siete cabezas y sus alas de hierro
protegiendo al amo caído.
Se oyeron centenares
de cascos repiqueteando el llano y el clarín de los filibusteros tocó a
retirada. Escasamente hubo tiempo de llevarse a los heridos, primero como
fardos sangrantes y más adelante en parihuelas improvisadas.
En el camino Watkins
se quejaba, con los ojos cerrados y las extremidades fláccidas, mientras el
implacable sol le quemaba los intestinos. La fragmentada columna cruzaba una
pelona llanura nicaragüense. La tierra se levantaba en polvaredas que
inundaban ojos, mucosas, heridas, y hacían gemir al moribundo Watkins. El perro
caminaba a la sombra de las parihuelas. Levantaba la cabeza, los músculos
ablandados, desinflados, cocidos por la aflicción. La garganta del capitán
hervía en estertores. Deliraba, mascullando promesas, pidiendo paz para su
ombligo, para su sangre desbordada, pero los dos hombres que lo cargaban
atendían más a la resequedad de sus labios, y más todavía a la inesperada
derrota.
Cuando el lamento del
moribundo se volvió sostenido, el jefe ordenó detenerse bajo un ceibo. Le
dieron agua y trataron de animarlo. Se secaban el sudor y lo miraban,
enfurecidos contra todas las causas del estado de Watkins. Ranger se coló por
entre las piernas de los que rodeaban al amo, y en un acto desesperado quiso
lamerle los intestinos. Antes que pudiera untar su lengua sobre el viscoso túmulo,
una andanada de puntapiés lo cubrió desde el hocico a la cola. Un aullido que
no llegó a emitir hizo vibrar sus dientes mientras huía, casi reptando. En el
remolino de insultos alguno de los soldados le lanzó el rifle con la bayoneta
calada. Apenas pudo librarse con un rápido movimiento. El arma cayó clavada
entre Sus patas.
Escondido entre los
arbustos de la orilla del camino vio enterrar a Watkins. Por entre los árboles
voló el murmullo de una oración y luego el "amén", más audible.
Cuando reemprendieron la marcha Ranger se acercó a la tumba. Olfateó el
montón de tierra, la cruz echa con dos ramas. Un aullido tembloroso resonó en
sus huesos y arañó la sepultura por un momento. Con el hocico sucio de tierra
buscó a su alrededor. Estaba solo. Saltó al camino y vio a lo lejos una mancha
negra con destellos plateados. Corrió hacia ella, pero al ver de cerca a los
soldados volvió a escabullirse entre las plantas. Así, guardando una prudente
distancia, entró con ellos a Granada. La gente los veía pasar, astrosos, cansados,
y apretaba los labios.
***
—Fíjese que hoy vi al
Barcino en la calle. Anda flaco y sucio, Creo que ya no está en el cuartel de
la Falange —dijo uno de los clientes del restaurante, mientras movía la sopa
con la cuchara.
—¿Ah sí? —comentó
Adriana secamente, y siguió doblando manteles.
Por la calle pasó un
coche, y una manada de perros ladró a los caballos. Adriana se asomó a la
puerta, sin pensarlo. Viendo al cochero que daba latigazos a uno y otro lado
del pescante, supo que esperaba a Barcino. Era una espera nebulosa que
oscilaba entre la compasión y el odio, entre el asco y el afecto. Le creció una
repugnancia dolorosa, y junto con ella el deseo de empuñar el látigo y azotar a
la-manada hasta descuartizarla. Sintió las manos húmedas y se las enjugó con el
delantal. "No creo que tenga el descaro de presentarse aquí", se dijo
y regresó a sus quehaceres.
Pasaren dos días. Esa
mañana, mientras se peinaba, salió a abrir la puerta. El reloj de una iglesia
dio la hora: cinco campanadas. Barcino estaba echado en la acera. Al verla
saltó a media calle, con la cola entre las patas y las orejas caídas. Ella
quedó paralizada por la sorpresa. Su primer impulso fue tomar la tranca y
arrojarla sobre el perro con todas las fuerzas de su enojo, pero se contuvo.
Con la boca abierta y el peine en la mano buscó a uno y otro lado de la calle no
había nadie.
—No te quedes ahí
como pasmado. Si vas a entrar pasa de una vez —dijo a media voz, terminando de
peinarse con displicencia.
El perro movió una
oreja, pero no se atrevía a avanzar. Calculaba hasta dónde podía confiar en
la aparente tranquilidad de la mujer.
—Cree que lo voy a
apalear, porque el que las debe... ¡Entra de una vez, hijo de perra! —susurró
con una mueca de amabilidad y le dio la espalda.
En la cocina
desayunaban la cocinera y un muchacho.
—Buenos días. Cómo
amaneció.
Adriana no respondió.
Se sirvió café con leche y se sentó junto al fogón. En el patio los pájaros
alborotaban igual que todos los días. Lo demás era silencio malhumorado.
— ¡Mire quién está
aquí!—gritó el muchacho cuando vio aparecer la cabeza del perro en la puerta
de la cocina.
—Pero no hay por qué
gritar, muchacho baboso —dijo Adriana, con los labios brillantes de leche—.
Encadénalo en el patio y dale de comer.
Barcino se dejó atar
sin la menor resistencia. Comió con desesperación. Cuando Adriana llegó se
lamía el hocico y movía la cola, celebrando la reconciliación. Con los brazos
cruzados la mujer sostuvo su actitud ofendida. Lo recordó de un-mes de edad, el
lazo de cinta roja adornándole el cuello. Con los ojos húmedos, prefirió mirar
las ramas del tamarindo que cubría con su sombra la mitaddel patio. Se pasó una
mano por la nariz y con la otra sacó varias monedas de la bolsa del delantal.
—Vas a alquilar un
burro. Vas a comprar veinte yardas de soga; la más gruesa que veas.
—¿Burro y soga?
—preguntó el muchacho, sin decidirse a tomar el dinero.
— ¡Sí!¡Vas a hacer lo
que te digo, pronto, y no preguntes lo que no te importa! —gritó Adriana,
ahogada en llanto.
El perro ladró en el
mismo tono de los días en que Adriana vivía para él. Tiraba de la cadena en su
deseo de acercársele. "No, ya no es hora de hacer las paces",
Murmuró, y lo dejó ladrando. Contempló el árbol, con la contenida inquietud de
quien ve una tormenta. Los pájaros habían huido, De un limonero cortó una
vara. Se sentó en una piedra y fue arrancando las hojas, lentamente. Una
pregunta le martillaba la cabeza: ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué
lo hizo? Cualquier respuesta que encontraba sólo servía para reafirmar su decisión.
Un viento oscuro llenaba el patio, donde todo se había contagiado de la
severidad de su sentencia. Entre hoja y hoja miraba hacia la puerta del zaguán.
"Una serpiente
se mata, y este canalla es venenoso", se dijo, y fue al encuentro del muchacho
que acababa de entrar montado en el burro. Con gran serenidad tomó la cuerda y
probó su resistencia. La tiró por encima de un gancho alto del tamarindo. Hizo
el lazo corredizo en un extremo y con el otro amarró el cuello del burro. Actuaba
con precisión, como si durante meses hubiera ensayado lo que hacía. Con dos
movimientos ágiles lazó a Barcino. El perro tiritaba, mudo y rab&n.
Meneaba la cabeza, giraba en círculo, buscando clemencia en los ojos de la mujer.
Ella lo miró con algo más que rabia de mujer hacia un marido infiel.
Golpeándose un hombro con la vara llegó junto al burro.
—No faltará quien me
maldiga y me llame perversa, malvada, y quién sabe cuántas cosas... pero la
justicia es la justicia —dijo, como confesándose con el patio—. Arre burro!
El varazo con que
Adriana azotó las ancas de la bestia resonó en varias cuadras a la redonda.
Todo el árbol tembló. El perro quedó oscilando, con la lengua blanca y los
colmillos rojos.
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