SUDAR COMO CABALLO


Lizandro Chávez Alfaro



Cuando Erasto oyó el chirrido de los frenos y que el motor se apagaba frente al edificio, el corazón le saltó como un perrito alegre. Se asomó a la ventana. Desde el séptimo piso, vio el camión cargado con la tonelada de plastilina.
—¡ Es aquí ! —gritó, agitando un brazo para que lo vieran mejor. Los peones del camión levantaron la cabeza, lo vieron fríamente y luego se miraron entre sí, incapaces de medir el tama­ño del disparate.
—¡ No podemos subirla! —contestó uno. —¿Por qué?
—¡ Es ilegal ! —y sin más se pusieron a des­cargar el camión. Erasto bajó las escaleras corriendo, .descalzo y con la camisa desabotonada. Inútilmente habló durante un cuarto de hora, porque los peones se habían taponado los oídos con plastilina. Apilaron los grandes cubos junto a la puerta, le hicieron firmar el recibo y se ale­jaron haciendo ruidos obscenos con el motor del camión.
Erasto pasó la tarde subiendo y bajando los siete pisos, pero eso y más hubiera hecho porque nada, absolutamente nada podía detenerlo en su propósito. Cuando subió el último cubo tuvo que sumir el abdomen y caminar de lado para entrar en su cuarto. Estiró los brazos y se empinó para colocarlo arriba. Prensado entre la pared y aquella montaña obscura, pensó en su cama, en su mesa, en sus bocetos, en su ropa, en sus zapatos, en todo lo que había quedado sepultado bajo la tonelada de plastilina. Estaba exhausto. Hizo un gran esfuerzo, escaló la mon­taña y se acostó bocarriba. Se asustó un poco al ver el cielo raso tendido sobre él, como la tapa de un ataúd. Fue un temor instantáneo, porque inmediatamente pensó en lo que seguía: ablandar la plastilina; una tonelada. Pero apenas era suficiente para modelar la monumental obra. Cada detalle y el monumento en su totalidad ha­bía quedado resuelto a fuerza de trazarlo y retrasarlo en centenares de bocetos. Vio crecer la figura de El Inconforme, con cada uno de sus músculos retorcidos de ambición. Sus propor­ciones eran demasiado grandes para el cuarto, y la figura rompió el techo para sacar medio cuer­po. Lo más probable era, de que el dueño del edificio lo demandara por daños y perjuicios. Pero todo carecía de importancia ante la tras­cendencia de la obra que estaba a punto de rea­lizar. Dichoso de sentirse tan cansado se durmió, con un pie de la gigantesca estatua como almo­hada.
Erasto despertó al amanecer con sus fuerzas recuperadas. La plastilina era dura; poco le faltaba para ser piedra. No sabía por dónde principiar a amasar la montaña. Arrastrándose la espalda encontró un hueco en el que cupo en cuclillas. Sin pensarlo más, allí dio golpes. Al principio la montaña rugió secamente.Se negaba a ser ablandada. Y poco a poco fue cediendo a causa del calor de lapiel de Erasto más que de sus golpes.
Era una pelea a muerte en la      que sin duda el triunfo estaría de parte del domador. “Lo que estoy golpeando puede ser el hígado, las orejas o un brazo de El Inconforme”. Y por enésima vez visualizó la estatua. Se elevaba por encima de los techos, con el pecho amplio, sólido;los la­bios abultados por una sonrisa sensual, la sen­sualidad del que vive constantemente aventado hacia la acción. Sintió cierto ardor en los nudi­llos, levantó las manos rápidamente y las vio sangrando. Era cualquier cosa, pero para de­jarlas descansar siguió golpeado con los pies. Sintió hambre. El pan y la leche que había comprado el día anterior estaban sepultados. Los jugos gástricos no alcanzaban a Entender eso y se puso a mascar un trozo de plastilina para en­gañarlos.
Al anochecer Erasto era un trapo empapado de fatiga. Había ablandado una sección muy pequeña. Multiplicó, dividió, sumó, restó mental­mente: en un mes la tendría preparada, lista para obedecer lo que le ordenaban sus manos. Esa noche vio que el monumento se movía de su sitio y se iba por las calles hablándoles a las mul­titudes. Él lo seguía de cerca. Se escondía tras de los postes para gozar a solas de la revolución que estaba provocando El Inconforme. El go­bierno no quiso tolerar por más tiempo aquella incitación al desorden y destacó un batallón de lanzallamas para contenerlo. Erasto despertó sobresaltado. Estiró el brazo para tocar el trozo ablandado, no estaba. Se apresuró a encender un fósforo. "Me he desorientado", se dijo, y lo buscó a su espalda, pero ahí tampoco estaba. Lamasa inerte se resistía y había vuelto a endu­recerse.
—¡Maldita mole! ¿De dónde sacas frío? ¡Yo estoy sudando como un caballo! —gritó encoleri­zado, y acometió de nuevo la tarea de ablanda­miento.
Naturalmente que el hombre estaba decidido a salirse con la suya. Terminaba los días embadurnado de plastilina hasta las axilas, atiborrado de gloria, había amasado otro cubo, golpeándolo con la cabeza cuando las rodillas, los pies, o las manos estaban demasiado ensangrentados.
Pero hubo un error de cálculo. De esto hace cuarenta años, y su cama sigue sepultada.

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