Lizandro Chávez Alfaro
Un leve
desgarramiento se oyó muy arriba. Aquiles tiró a un lado la viborilla, corrió a
la ventana y alcanzó a ver una lluvia de cerillos apagados, negros sobre el
cielo blanco; caían con la misma lentitud y armonía que los fuegos de
artificio. La nave había estallado en pleno vuelo como tantas otras.
—Ven a ver, abuelito.
Estalló igual que la del mes pasado —gritó el niño, con una voz platinada por
la emoción.
El viejo levantó la
cabeza, sonrió condescendiente, y siguió desdoblando el paño en que guardaba
un antiguo mazo de naipes, lo único que guardaba de aquel tiempo en el que, a
fuerza de recordarlo a su manera, el heroísmo lo había tocado. Ahora tenía un
nieto, curioso e inocente, a quién heredarle la leyenda de su persona, que de
lo contrario quizá se hubiera perdido con su cuerpo.
—¡Ven! —insistió el
niño—. También hay una llama verde; viene cayendo a saltos. ¡Cae! ¡Ven!
—Eso ya no me
divierte. Déjame jugar.
Aquiles se recostó
sobre el alféizar de la ventana y siguió contemplando el cielo, de espalda al
abuelo. "Es casi perfecto", pensó el viejo,mirando satisfecho el
torso anguloso del nieto. Mientras barajaba los naipes sintió la• nariz y la
boca llenársele del agridulce sabor a vejez. Se quitó la dentadura para gustarlo
mejor. .Palpó la piel ,esa y arrugada en que crecía su Barba; luego la
e?.bellera, tan escasa y débil que ya no le exigía peinarse. Pero lo más
definitivo de su triunfo era la sensación de agotamiento, la blandura con que
reposaban en su cuerpo las glándulas muertas. Bien podía ser abuelo o abuela,
sin conflictos de ninguna clase.
Había sido tan fácil.
Soltero, sin vestigio de familia y con derecho a una pensión vitalicia, decidió
envejecer. En los últimos años había sentido una creciente repulsión por sí
mismo y sus contemporáneos. Cada vez le resultaba más insoportable verse entre
octogenarios robustos, ágiles, dispuestos siempre, a defender apasionadamente
el progreso, pero con lentes oscuros para ocultar sus ojos acuosos. Detestaba
verlos apiñados alrededor de los calefactores mientras recibían el baño anual
de conservación, manoteando entre nubes violáceas, gritando con voz impostada
y ocultando tras sus alegatos el terror a envejecer. Todo para que un día en
vez de ser bañados fueran desintegrados por excedentes. A los 90 años tuvo
fuerzas para decidirlo. No quiso seguir siendo una caja llena de carroña y revestida
de energía. Le bastó quedarse en casa y ceder el paso al tiempo para que la
vejez llegara a reducirlo a un humo de vida. En menos de un mes quedó limpio
de "pompa y circunstancia". Pero a medida que se apagaba, un cierto
vacío fue creándole aquella cojera interior. Fue entonces cuando escribió al
INUNDOR (Instituto Universal de Ortopedia).
Aquiles se le acercó,
saltando sobre un pie, con los ojos irisados de contento y mostrando el filo de
sus dientes dorados.
—Enséñame a jugar
eso. ¿Cómo se llama? —dijo el niño y, sorpresivamente, dejó caer su pesado
cuerpo sobre las piernas del viejo. Era primera vez que lo hacía, sin embargo,
el abuelo lo recibió con simulada naturalidad.
—Solitario. Pero éste
es un juego para viejos. Tú tienes el potrillo que relincha, los boxeadores
que sangran por las narices, la víbora, y todos caben en tu cama.
Sin prestar atención,
Aquiles se puso a jugar con las cartas y dejó que el abuelo le pasara la mano
por la cabeza. Era perfectamente redonda, dura, pero con la tibieza propia de
un ser viviente. El viejo se solazó contemplando el cuello, adivinando las
cuerdas que se movían bajo aquella nuca pulida. Ni por un momento había dudado
sobre el nombre. Supo que le llamaría Aquiles, igual que el bisabuelo, desde
que el INUNDOR confirmó su pedido y a su vez le pidió muestras de sudor, dé
voz, de tejido cutáneo, etc. Semanas después recibió la caja herméticamente
cerrada y un gran sobre con el instructivo. Había seguido al, pie de la letra
cada una de las instrucciones y, hasta entonces, el aparato había respondido a
sus exigencias. Sin apresuramiento lo había sometido a pruebas rigurosas y el
nieto obedecía, lloraba, reía, dormía, y sobre todo lo amaba con precisión.
Solamente el peso, desde que lo desempacó, le había parecido un poco excesivo
para sus nueve años de edad, y más ahora que Aquiles se remolineaba sobre sus
piernas temblorosas. Mientras con el pañuelo le limpiaba las manchas de polvo
que iba descubriendo en la espalda, el niño construía altísimoscastillos. Un
naipe cayó al suelo, ambos intentaron recogerlo al mismo tiempo y Aquiles rodó
bajo la mesa.
—¡Hijito! —gritó el
viejo, adelantando los brazos con ansiedad.
El nieto se levantó
mecánicamente; por entre sus dientes salió una risita estoica, y en prueba de
que nada había pasado volvió a sentarse sobre una pierna del abuelo. Este se
apresuró a ponerle una oreja sobre el pecho. Oyó el silbido, apenas
perceptible entre el rumor de cascada lejana que normalmente había oído. Temeroso
que algo se hubiera roto lo recostó en el sillón y sin detenerse a buscar el
bastón, fue al dormitorio. En el mes que llevaba de ser abuelo se había familiarizado
a tal grado con el instructivo que de inmediato encontró el capítulo correspondiente.
No había nada que justificara su alarma. Tranquilizado, reparó en lo que
momentos antes había exclamado. Llamarle "hijito" era reconocer desde
lo más hondo de su vejez que el aparato era en efecto un remedio para su cojera.
El niño iba desalojando el deprimente vacío y ya no moriría solo; alguien
heredaría la memoria de sus actos y también la obligación de perpetuarla.
Cada página del
instructivo estaba llena de anotaciones sobre las pruebas cumplidas y .sus
propias observaciones. Según lo estipulaba el contrato con el INUNDOR, aún
estaba a tiempo de rechazarlo en caso de funcionamiento deficiente. Podía
devolverlo. Le incomodó la idea, y no obstante insistió en ella, quizá como
recurso para afirmar su posesión de un nieto, su creciente afecto por el
heredero. ¿Qué haría el Instituto con Aquiles? Lo desarmaría para utilizar sus
piezas en la fabricación de otro aparato.
Tal vez una hija, o
un enemigo público destinado a algún mundo subdesarrollado. ¿Cómo funcionaba
Aquiles? Estaba muy lejos de entenderlo, pero comía con el voraz apetito de un
niño sano; sus pupilas relucían cada vez que le contaba alguna de sus
anécdotas en esa entrega a plazos de su herencia; su tez cambiaba del color
acerado al color broncíneo siempre que lo regañaba; improvisaba las canciones
más absurdas mientras jugaba; corría de un lado a otro, saturando de su
inquietud la casa. Y algo más todavía, ¿a qué se parecía Aquiles? A la clepsidra
que en su remota niñez había visto en un museo; a un parque inundado de sol y
de ruidos familiares. Se parecía a él mismo en el modo de pararse, de tomar un
vaso, de colocar los brazos al acostarse. Dormía con la serenidad de un
inocente.
Volvió a abrir el
instructivo. Había tachado las líneas correspondientes a cada prueba por la que
había pasado el nieto, pero faltaba una. Le pareció malvado dudar de la
inocencia del niño.
Apoyándose en muebles
y muros, el viejo regresó a la sala y encontró a Aquiles de cabeza, contra una
pared.
—Así todo parece
nuevo. Haz como yo, abuelito.
—Ves que apenas puedo
sostenerme en pie...
—Nunca había visto el
arbolito seco que hay dentro de esa lámpara —dijo el niño señalando el cielo
raso—. Tampoco esa cicatriz que tienes en el cuello.
—Son huellas de una
lucha, hijito —respondió el viejo, asumiendo la noble actitud de un héroe al,
ser entrevistado, y buscó a su alrededor. De un salto Aquiles se puso de pie y
corrió a traerle el bastón.
—Cuéntamelo,
abuelito... cuéntamelo.
—Bueno... —hizo una
pausa, como para no interrumpir el traqueteo de sus articulaciones al sentarse.
Qué duda cabía de la inocencia del niño—. Aquellos eran tiempos difíciles en
los que había que pelear, hombro con hombro, al lado de los desposeídos. (Detrás
de la inocente mirada de Aquiles vibró cierto haz de filamentos y sobre una
membrana verdosa apareció el abuelo, a la edad de 25 años. Sentado ante una
mesa circular llena de tazas y ceniceros, discutía acaloradamente con tres de
sus contemporáneos. Sus cabezas apenas se distinguían entre la humareda que las
envolvía.) Un día se descubrió que de las vísceras humanas, sometidas a un
tratamiento de aceleración —¡qué barbaridad !— podía derivarse un combustible
de alta compacidad. ¿Te imaginas? Se procedió a emitir una ley, sí, una ley
según la cual todo desocupado contraía la obligación de entregar sus vísceras
al Estado. No, tu generación no podrá hacerse una idea de lo que era aquel
mundo. Sin embargo, aquello nos pareció injusto y decidimos protestar. (En la
membrana, el abuelo permanecía sentado junto a la mesa circular.) Movilizamos a
las masas y nos lanzamos a la calle, resueltos a todo. ¡Ya no era posible
soportarlo! (El abuelo apagó un cigarro y apoyó los codos en la mesa circular.)
A mí, a tu abuelo, le tocó dirigir a los desplazados de la industria cervecera,
gente de armas tomar. ¡Vaya que sí! (Se limpió el sudor de la nariz y tronó los
dedos para ordenar otra taza de café, desde la mesa circular.) No quiero
aburrirte con la enorme cantidad de muertes, encarcelamientos, destierros, que
se produjeron en el curso del movimiento. Te juro que nunca en mi vida había
sentido pesar sobre mí tanta responsabilidad. Pero la consigna era no retroceder.
¡Qué coraje y qué angustia; qué angustia, hijito! (En la membrana, el abuelo
estaba en una cama, acostado bocarriba, con una navaja de rasurar en la mano.)
Aquella tarde —nunca podré olvidarla— había viento y polvo caliente en las
calles. Éramos tantos que cubríamos cuadras y cuadras. Yo iba a la cabeza.
Donde menos lo esperábamos, un muro de bayonetas nos cortó el paso. No
debíamos retroceder. Fue algo espantoso. Vi pedazos de hombre volar sobre mí.
El polvo y la sangre formaron un lodo rojizo. Yo resbalé, caí bocarriba al
mismo tiempo que una bayoneta pasaba... (En un solo movimiento el abuelo se
rebanó el cuello y tiró la navaja al pie de la cama.) Varios compañeros
pudieron sacarme del tumulto hasta un zaguán y corrieron en busca de un
médico. (Por la calle una ambulancia corría y sonaba su sirena desesperadamente,
hacia el edificio en que un ocioso había intentado suicidarse.) Pude haber
muerto.... pero aquí está tu abuelo, apenas con una cicatriz que, después de
todo, algo valer algo vale...
—Qué hombre tan
valiente eres. Por esoestás tan viejo, ¿verdad abuelito? —dijo Aquiles,
y se puso a saltar sobre un pie por toda la sala.
y se puso a saltar sobre un pie por toda la sala.
Encorvado de
satisfacción, el viejo tomó elbastón, y arrastrando los pies, con el
instructivo
en la mano, cruzó el patio hasta donde humeabael incinerador. Contempló el cielo limpio, verdadero y sin una sola mentira que lo empañara. Tiró los papeles al fondo rojizo, los vio arder yvolvió a la sala, dispuesto a jugar con su nieto.
en la mano, cruzó el patio hasta donde humeabael incinerador. Contempló el cielo limpio, verdadero y sin una sola mentira que lo empañara. Tiró los papeles al fondo rojizo, los vio arder yvolvió a la sala, dispuesto a jugar con su nieto.
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