Lizandro Chávez Alfaro
Se detuvo ante las
lámparas fluorescentes de una tabaquería y hurgó en los bolsillos traseros del
pantalón; sacó la hoja de papel doblada y con la otra mano buscó en el parche
de la camisa: el peine desdentado, el trozo de jabón envuelto en papel de
periódico, migajas de tabaco y por último, pequeño y escurridizo, el pedazo de
lápiz. Al pescarlo en el fondo del parche tocó también una punta de la varilla
de hierro que llevaba escondí: da bajo la ropa. Desdobló el papel de la
solicitud sabiendo que lo leería nada más para sentir de nuevo, vivo y
degradante, el sello de grandes letras moradas: DENEGADA. Manuel Escalante,
leyó, y más que su nombre le pareció leer el de algún enemigo del que conocía
su odio y su cara mongoloide y sus exuberantes bigotes. Materia: Estática de
las Construcciones. Examen extraordinario. Cuando sintió que el tabaquero lo
observaba y él respondió a la mirada desconfiada de éste con otra de desafío,
la hoja de papel, abúlica, se reacomodó en sus pliegues raídos. Le ayudó a
doblarse y principió a escribir por orden de fuerza los argumentos que
utilizaría para persuadir a la posadera de que entregara la llave. Recelaba de
su memoria y una falla en el discurso, premeditado, calculado, podía echar a
rodar el ataque cuidadosamente elaborado durante las últimas cuatro horas. Tres
días sin poder quitarse los zapatos y una necesidad enorme, más ancha que la
mezquina ciudad, que la apabullante noche; necesidad de desnudarse y tirar el cuerpo
sobre una cama arrugada, pulgosa, manchada, pero una cama dónde dormir y
olvidar que aun contra todo quería ser ingeniero. Los músculos dorsales parecían
dormir por su propia cuenta, duros y romosos, como trozos de madera bruta
cobijados por la piel. Veintisiete años encima y todos ellos habían pasado
atropellándolo, untándolo de ese despreciable olor a lucha interminable e
inútil. La calvicie prematura, el amodorramiento de la memoria, los zapatos
torcidos y opacos, las baratijas de los oradores; olvidarlo todo. Desde el
primer año de secundaria, cursada en una escuela nocturna, había trabajado de
galopín, de cocinero, de cargador, de capataz, de velador, y después de cinco
años de estudios en la facultad no había aprobado más que dos cursos y medio de
ingeniería. Solamente dormir; no soñar siquiera.
Anotaba y miraba a
uno y otro lado, de una manera tan incierta y desaforada que el tabaquero
probablemente pensó que andaba extraviado, porque se reclinó sobre el
mostrador y se quitó el cigarro de los labios, pero cuando quiso hablar el
vagabundo ya cruzaba la calle. Al caminar, Manuel sintió en el abdomen la fría
punzada de la varilla de hierro y se la reacomodó bajo el cinturón. La había
recogido en un basurero con una intención determinada, y ahora prefería
persuadir a la posadera con frases bien dichas. Hasta pensó en deshacerse de la
varilla en cuanto entrara en la zona oscura.
En la esquina el
viento salió de golpe, le sacudió el pantalón y los escasos cabellos, sorpresiva
y violentamente. Manuel se aplacó los cabellos y mientras entraba en la
siguiente cuadra pensó en un asaltante idiota. De seguro que esa cuadra no
figuraba en los planos de la Compañía de Luz, y a ella sólo llegaban las sobras
del alumbrado público de las calles vecinas. Era en realidad un residuo de otra
ciudad que había existido en el mismo sitio que la actual, hacía dos, tres
siglos. Pocos pasos adelante se detuve y levantó la cabeza, buscando la ventana
del que debía ser su cuarto. En la semioscuridad fachada del edificio flotaba
indolente y neutra como un telón antiguo y desgarrado. Identifica la minúscula
ventana por los dos pedazos de cartón que él había colocado sobre los vidrios
rotos. El portón estaba cerrado, con sus relieves carcomidos y el hueco de la
cerradura agrandados por la luz que se escurría de la fonda contigua. Por encima
del pantalón tocó las llaves del portón y del candado del cuarto número
veinticinco ; el que la posadera había mandada cambiar por otro más grande y
seguro, herrumbroso, pesado, con una cabeza de jabalí troquela da en ambos
lados y la cerradura en el lugar di las fauces. Cruzó la calle a trancos y el
portó] emitió una escala de ruidos secos y rápidos ante de abrirse.
"Señora"
—principiaría diciendo en el tono más calmado del que fuera capaz—.
"Señora..." No recordaba el nombre de la posadera, o tal vez nunca lo
había sabido. Ella tampoco se ocupaba del nombre de sus inquilinos y los
identificaba por el número del cuarto. Con nombres o sin ellos su sueño seguía
siendo perentorio y el feroz posadera, también estaba a oscuras. Había olvidado
que la corriente eléctrica quedaba suspendida en todo el edificio a las diez
de la noche. Tendría que hablar sin ayuda de las anotaciones que había hecho.
En un rincón del
rellano brillaba una colilla de cigarro recién tirada, y sus glándulas
olfativas, parecieron abrirse y cerrarse con dimensiones monstruosas,
estremecidas por el olor a tabaco quemado. Manuel las contuvo con vergüenza que
no ocultaba la oscuridad, pero sin quitar los ojos de la olorosa brasa. Las
glándulas volvieron a desbocarse y él a refrenarlas con todas las fuerzas de
su escrúpulo. No era asco del piso, o de la boca que había fumado el cigarro,
sino algo más profundo, integrado a su propia médula espinal, lo que impedía
doblarse y recoger la colilla. Sin embargo, los ojos estaban fijos en aquella
incitante lumbre y las glándulas encabritadas tiraban de él, y resistió unay
otra carga, hasta que se abalanzó sobre ella y la aplastó con el zapato.
Se humedeció los
labios antes de tocar la puerta de la posadera. Dos, tres veces repitió el
llamado sin tener respuesta. Acercó una oreja a la puerta, esperando oír un
ronquido, dos respiraciones desesperadas, el jadeo de la vieja estrujando el
nombre de alguno de sus inquilinos, un insulto mascullado, algún ruido de
resortes y borra comprimida por el cuerpo fofo de la mujer, pero no hubo más
que silencio martillado por un reloj de pared. Pensó que ella lo había oído y,
despierta, guardaba silencio; perversamente guardaba silencio para negarle la
oportunidad de abogar por su cuarto. Seguro de que lo oiría,principió por
disculparse. Despertarla, molestarla a esa hora era injusto. Debía dos semanas
de renta, pero en tres días más pagaría no dos sino cuatro semanas, dos por
adelantado. Ahora solamente quería la llave del nuevo candado del cuarto
número veinticinco. Según el plan que se había trazado no debía dejar de hablar
un momento, siempre respetuosamente, hasta oír que el picaporte fuera
levantado y ver que por la puerta entornada saliera la mano, nada más la mano somnolienta
de la mujer, con la llave entre los dedos para que él la tomara. Y hablando vio
otra vez el candado herrumbroso. Lo había descrito una y otra vez en sus varios
intentos de conseguir un préstamo de cincuenta pesos. Lo único que obtuvo fue
una ganzúa fabricada entre las risas de un grupo de condiscípulos, pero el
candado, celosamente engarzado en dos débiles armellas, había permanecido
invulnerable a los piquetes de la ganzúa, y Manuel regresó a la calle con un
fracaso más sobre el estómago.
Volvió a pegar la
oreja, esta vez en la hendidura que separaba las dos hojas, de la puerta. Oyó
que una sigilosa mano se acercaba precisamente al rincón donde había visto el
tablero con todas las llaves, y descolgaba una, pesada, de hierro forjado, pero
luego sobrevino el silencio de arañas y ratas en acecho, y supo que nada más
había querido oír aquello. A pesar de todo, sabía que la mujer lo estabaoyendo.
Reinició su discurso, ahora con tono de soberbia, de hombre consciente de su categoría
y sus derechos. Dijo que era universitario, pasante de ingeniería, un
estudiante moralmente solvente. La construcción de la Ciudad Universitaria, en
la que él prestaba sus servicios, había sido suspendida temporalmente, pero ya
había recibido aviso de que la próxima semana se reanudarían los trabajos en
aquella gigantesca obra, digna de los ciudadanos que en ella se formarían, y
también de la gran ciudad de la que sería parte. Un rascacielos para cada
facultad; enormes espacios cubiertos de pasto inglés, laboratorios,
anfiteatros, monumentos laudatorios de la trayectoria del hombre lanzado por
su genio desde esta pequeña realidad terrena a la aprehensión del cosmos. Pero
antes que se reanudaran las obras Manuel sólo pedía tirar su carga de cansancio
sobre el catre. La noche en que encontró el nuevo candado había caminado por
las calles llenas de escaparates y anuncios de neón, confundido con los
turistas. Cuando desaparecieron los turistas fue a una estación ferroviaria, y
en la banca de una sala de espera dormitó precipitadamente, sobresaltado por la
persistente imagen de un tren que irrumpía en la sala a toda velocidad y
salpicaba las paredes de ruedas y cabezas somnolientas. La siguiente noche
recordó que Roberto era velador en un molino de barbasco y fue a hacerle
compañía. Pasaron las horas jugando póker, estornudando a cada momento a causa
del barbasco pulverizado que inundaba el molino, y al amanecer había ganado un
montón de astillas de madera. Amanecer sobre un catre, despertar y volver a
dormirse arrullado por el zumbido de la actividad, y tal vez soñar que aún no
había amanecido y quedaban muchas horas por dormir. Al otro lado de la puerta
persistía el abrumador silencio, sin un ronquido, sin una protesta, sin una
miserable muestra de conmiseración. Y por la madera transformada en
estetoscopio el estudiante podía oír los latidos del corazón, los estertores de
los ovarios menopáusicos y hasta la digestión de posadera. Su forzada serenidad
principiaba a agrietarse, y él se decía que debía resistir un poco más. Ella se
cansaría de oírlo, se pondría sus chanclas, su bata, y vendría a hablar o hasta
discutir con él, pero solamente por fórmula, porque ya traería la llave en la
mano que mantendría escondida en la bolsa de la bata. Tal vez ni siquiera
sacaría la cara, por no dejarse ver despintada. Manuel carraspeó, metió las
manos en los bolsillos y volvió a sacarlas, fastidiado por la impaciencia con
que éstas se comportaban. Mencionó el texto de Estática —préstamo de un
condiscípulo— que había quedado preso en su cuarto, pero ya su voz no era la
misma y salía desde la base de sus bronquios, y sostenida por una columna de
aire grave e inestable. Propuso que se recibiera él libro de texto como
garantía hasta que él pagara las semanas de renta retrasada, y el impasible
silencio lo abofeteó, como si la puerta se hubiera abierto y cerrado en una
fracción de instante únicamente para golpearle la cara y erizarle las cejas,
los bigotes. La madera se volvió más negra y más dura mientras la golpeaba con
los puños cerrados y maldecía, y en furioso delirio profetizaba un absurdo mundo
de puertas abiertas. Detrás de él se abrieron dos puertas y una voz de mujer y
otra de hombre le reclamaron, hablando con sendos bostezos atravesados en la
garganta. La posadera había ido al teatro, y era necio llamarla tan escandalosamente,
porque no estaba. No estaba. Vio la sombra en calzoncillos con los brazos
abiertos, insultante, y de un golpe en la quijada la hizo retroceder hasta las
latas que rodaron desplazadas por un cuerpo desmadejado. La otra sombra
contuvo un grito y despareció en el tenebroso cubículo.
Manuel subió de prisa
el tercer piso, y utilizando la varilla como palanca arrancó una de las
armellas del cuarto número veinticinco. Se quitó los zapatos y tuvo esa airosa
sensación del que traspone los muros de una prisión. Se tiró sobre el catre y
antes de dormirse vio pasar por encima de él, apenas como embriones de sueños,
la policía, las acusaciones de la posadera, la cárcel en que posiblemente dormiría
la noche siguiente.
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