EN LA CRUJÍA "F"

Lizandro Chávez Alfaro


Después de cenar, con luz de sol todavía, fuimos a sentarnos en un rincón del patio de la crujía "F". El profesor fue el único que habló mientras el cuadro de cielo que nos cubría se iba oscureciendo.
—No sé, no sé qué piense. Yo mismo... Ya ve... Pero así sucedió —dijo al final de su monólogo. Estas palabras las sacó con tanto esfuerzo que quedó extenuado, con la espalda echada sobre el muro, la cabeza baja y el recorte del periódico en una mano. Era un pedazo de periódico arrancado aprisa, y muy manoseado. Me pareció que sufría tanto que no me atreví a decirle que no creía en su historia, o que simple­mente no le entendía. Molestaba verlo. Para evadirlo traté de poner atención al juego de La rana y otro asesino del que todavía no me apren­día el apodo. Sentados en cuclillas jugaban ca­nicas; reían de sus jugadas, u veces, y otras de sus propios eructos, diestramente emitidos en di­ferentes tonos. Más al fondo, en una pileta, varios comerciantes que habían vendido queso envenenado lavaban sus calzoncillos, camisetas y calcetines.
En realidad, el profesor decía sus cosas có­mo si yo hubiera estado en alguna parte de su
Cerebro o, cuando menos, como si lo hubiera co­nocido fuera de la cárcel. Era un hombre joven, de cabellera abundante, lacia, y de gestos que querían ser pausados. Al hablar me miraba fi­jamente. Era la segunda vez que me acercaba a él. Su lenguaje, un poco extraño, me obligaba a estar y no estar con él; o tal vez lo extraño era la forma en que se preocupaba. Al final de su charla, me quedaban tres o cuatro imágenes des­hilachadas, incongruentes, y la sensación de ha­ber oído a un embustero. Confieso que no me interesaba su problema, pero en la cárcel cual­quier cosa es buena para matar las horas. Por otra parte, soy un hombre que trae la cortesía metida en los huesos. Para ser más gráfico, digo que es algo que mamé en los santos pechos de mi madre. Por eso me sentía obligado a prestar atención, aunque le oyera lo menos posible. Soy contador por vocación. (Si escribo es por matar el tiempo.) Fue mi venerado padre quien des­cubrió esta vocación. Estaba en la cárcel por un error de ochenta mil pesos. Debe comprenderse que por mi profesión, no había nada que pudiera ligarme a un profesor de matemáticas, pero podía oírlo o bien despedirme de él amablemente y meterme en el catre lleno de chinches; de modo que le pedí me pusiera en antecedentes para po­der entenderle. De lo contrario era imposible comprender su indignación.
El profesor volvió a levantar el recorte de periódico a la altura de sus ojos. En el foto­grabado aparecía tirado en el suelo, forcejeando con el pie que le oprimía el cuello.
Cómo puede alguien creer que estoy bo­rracho! ¿Usted lo creé? ¡Mire! ¡.Mire! —dijo, dando un papirotazo al papel. Respiró profun­damente antes de continuar—. Todo empezó con los pelos de rata en la leche. Antes sólo había enseñado matemática. Exigía que se es­tudiara a conciencia. Yo, ¡pobre diablo!, exigía, con tanta seriedad como cualquiera de esos car­celeros, ¿Se da cuenta? No sé cómo puedo de­cirlo. Sí, sí, tengo que decirlo: yo era un pobre diablo encerrado en las matemáticas —se golpeó la frente con los nudillos—. Yo... Bueno, era mi tercer año de clases en el Instituto. Pero aquella mañana, apenas me había sentado ante el grupo cuando uno de los internos se acercó. Puso sobre la mesa una cajita de lata en la que unos pelos, como pestañas de burro, flotaban en leche. ¿Usted los ha visto?
—¿Qué?
Yo no sabía si hablaba de los internos o de los pelos.
—Ah, perdone. De seguro nunca los ha vis­to, flotando. Largos, negros, duros, como espi­nas. El interno señaló la cajita. "Es un teorema a resolver", dijo, y todos se rieron. Pero no, no era risa. Creí que querían tomarme el pelo y los llamé al, orden.. ¡Qué ignorancia! Sí, creo que estoy pagando mi ignorancia. Me volví hacia el pizarrón para escribir. "¡Fue mi desayuno I", gritó el muchacho. Gritó en aquella forma de... como un loco. No, un loco no sabe lo que dice y ese muchacho sabía, me señalaba, soplaba muy fuerte con su voz. Algo se derrumbó, yo lo sentí. La tiza que tenía entre los dedos se volvió pican­te. He de haber tenido la cara desfigurada. Sen­tía como si alguien estuviera torciéndome la man­díbula, "¿Quiere oírlo todo?", preguntó, y sin darme tiempo a responder habló de cucarachas de un jeme de largo, de verduras podridas, de raciones para canarios, de ratas en el dormitorio, de todo lo que usted pueda imaginar, con la peor intención. El presupuesto hubiera alcanzado pa­ra alimentar a los internos tan bien corno a caballos de pura sangre, pero estaba el director.
Esta vez estaba dispuesto a no dejarme em­brollar por las patrañas del profesor; a interrumpirlo cuantas veces fuera necesario. Sé que hay personas que se deleitan describiendo, y exagerando —¡claro!—, las cosas más misera­bles que dicen haber encontrado. Esta era una de ellas. Creo que debería imponerse las penas más severas a gente dada a este vicio. Debería aislárseles, así como a los que padecen enferme­dades contagiosas. Sin embargo, estábamos en la misma crujía. ¡Qué espantosamente necesario es hablar con alguien!
—¿Por qué no se cambiaron de internado? —pregunté, seguro de haberlo atrapado, pero él me miró de pies a cabeza, como dudando de que yo estuviera ahí. Sin saber qué contestar, miró hacia uno de los reflectores que acababan de en­cenderse. El patio se empequeñeció. Las pie­dras de los muros pesaron más bajo aquella luz. Estábamos solos en el rincón, pero rodeados por un murmullo amenazador. Para olvidarme de todo esto insistí en mi pregunta. Él parpadeó y respiró con gesto de mártir. Adoptando ese aire de suficiencia de todo profesor, trató de salir del aprieto. Me explicó que en aquel plan­tel se recibían solamente jóvenes de escasos re­cursos económicos —de clase "económicamente débil", para hablar con más propiedad. Según él, eran muchachos a los que el Estado tenía obligación de dar una educación superior. Iba de absurdo en absurdo, pero faltaba una hora por lo menos paró que el clarín me mandara a la hedionda celda.
—Bueno, ¿qué tiene un gañán de eso que no tenga un caballo de pura sangre? —pregunté para que él pudiera seguir su historia. Tragó saliva, me miró varias veces con una sonrisa forzada. En este tipo de hombres siempre hay amargura, aunque ellos lo nieguen.
—Hasta esa mañana —ceguera, lentitud, egoísmo el mío— me enteré de todo. Que se mue­ran mis hijos si aquellos muchachos no eran vícti­mas —se calló, mirándome al parecer aterrorizado por algo que había dicho—. Tengo dos hijos y una mujer, ¿sabe? —dijo en voz baja—. Una familia de la que soy responsable. Nunca he bebido, pensando en ella. Y ahora... —contem­pló el recorte de periódico; leyó el pie de grabado con el mismo estupor que debe haberlo leído la primera vez. Levantó la cabeza y así estuvo un rato antes de seguir—. Es un disparate exigir que aprenda Matemáticas el que apenas tiene fuerzas para pensar en su hambre: ¡o en la corrupción de sus intestinos! —agregó, golpean­do su vientre como al de un enemigo. Hizo otra pausa, dando tiempo a que su furia se disipara—. Dedicamos toda la hora a precisar cuáles eran Y qué parte jugaban cada uno de los factores del problema. A medida que hablábamos, un cora­je desconocido iba naciendo en mí. ¡En mí! ¿Entiende? Fue como si antes de ese momento yo nunca hubiera hablado, y tampoco oído hablar. Cómo decirle. Posiblemente usted ha sentido enojo porque su mujer se tarda en servirle el desayuno, porque falta el agua en su casa, por­que se le rompe una agujeta. No, no es ése. Éste viene de más adentro.
En ese momento hubiera querido dejar al tal profesor. En la otra esquina del patio vi al Rábano rodeado por otros tres reclusos, contando algún chiste que se había colado por las rejas de la crujía. Pero soy cuidadoso de mis buenos modales —dondequiera que estés, decía mi ma­dre—, y me conformé con encender un cigarrillo. El profesor no fumaba. Hasta allí llegaba su necedad
—¿Qué relación tiene eso con la aventura? —inquirí. Por entre la cortina de humo, lo vi hacer un ademán con el que apartó mi pregunta.
—Sin duda los internos esperaban algo de mí —continuó. Se había calmado y recordaba las cosas hasta con cierta fruición, diría yo—. Eso se siente. Sentí la confianza de que me rodearon. Me invitaron a participar en una sesión secreta a la que habían convocado para las ocho de la noche. Pasé el resto del día sin la paz que había tenido todos los días anteriores a ése. Esa maldita paz. Veía con claridad las consecuencias que para mí podía traer el asistir a la sesión. No obstante, a las ocho de la noche, mis pies me llevaron hasta el lugar donde debía saltar la alambrada que cercaba el lado poste­rior del Instituto, Detrás de un árbol me espe­raba uno de mis alumnos.Sus dientes brillaron en la oscuridad y, en silencio, me llevó hasta aquel rincón, bajo las graderías del estadio. El grupo de internos estaba sentado en el suelo, alrededor de un cabo de vela. Debe haber habido alguna boca de alcantarilla por allí cerca; sentí náuseas en los primeros minutos, pero reiniciada la discusión me olvidé hasta de la humedad del piso en que estaba sentado. De hecho ya habían tomado una determinación; únicamente faltaba resolver ciertos problemas de abastecimiento. Me comprometí a entregarles mis ahorros al día siguiente y a promover un movimiento de soli­daridad en otros dos institutos en los que yo enseñaba. Dos días después estalló la huelga.
—Nada como holgar. ¿Ha oído el refrán? "La pereza es la madre de una vida padre" —interrumpí, queriendo decir algo divertido en medio de aquella sarta de cosas pesadas, sosas, pero él permaneció serio, como encerrado en una vitrina desde la que no podía oírme y sí podía ver algo. Lo que quería decirle era: váyase al carajo con su cuento; esto no es un velorio; pero estaba de por medio mi buena educación.
Me sentí salvado cuando vi acercarse al se­ñor Del Villar, un negociante en artículos sin factura. Hombre de sesos, había logrado crear su propia organización de rateros. Venía silbando, con las manos en los bolsillos. Nos sa­ludó con un simple-movimiento de cabeza y se detuvo junto a mí.
—A la sexta semana, la ola de huelgas de solidaridad había adquirido proporciones peligrosas, y las autoridades decidieron "cortar por lo sano" —prosiguió el profesor, ignorando al se­ñor Del Villar.
Semejante descortesía era para sacarlo deun golpe de su estúpida historia. Con las orejas ardiendo, quedé esperando la reacción delseñor Del Villar, pero, para sorpresa mía, elhombre se subió los pantalones y volvió a meter las manos en los bolsillos dispuesto a escuchar.
—Es la batalla más gloriosa que el generalCienfuegos ha librado —siguió diciendo, con suvoz monótona que ya había principiado a adormecerme. Pero si el señor Del Villar se interesaba de esa manera era porque algo útil podíaaprenderse de aquella charla. —¿Ha oído hablar ,de ese gran general? La operación se inicióa las seis de la mañana. Diez batallones de infantería, cuatro de caballería, rodearon el plantel. —Aquí el profesor se había puesto de pie y, como hasta entonces no lo había hecho, gesticu­laba con impaciencia, miraba a los lejos, como si alguien, su mujer, qué sé yo quien hubiera estado ahogándose en la otra orilla y él no su­piera nadar—. Se estableció una red de comu­nicaciones radiotelefónicas para que el ataque pudiera llevarse a cabo cronométricamente, tal como dos días antes se había planeado en la re­cámara del general; se suspendió el tránsito en ocho cuadras a la redonda; la infantería pene­tro sigilosamente en el dormitorio, y a un estruen­doso toque de clarín, los ochentaitrés internos despertaron con dos bayonetas aguijoneándoles el cuello a cada uno. A las seis y diez, cinco ca­miones salían del plantel llevando a la banda de rebeldes debidamente esposados.
—La verdad sea dicha: contarnos con un ejército bien equipado; entrenado para cualquier eventualidad —dije, para intercalar una opinión importante en aquella retahila de fruslerías.
El profesor, sonriendo con ese sarcasmo pro­pio de la gentuza a que obviamente pertenece, miró al señor Del Villar ; el señor Del Villar son­rió y me miró ; yo sonreí a mi vez, con lo que resultó una perfecta carambola y yo tuve algo de qué reírme.
—¡Eh! —llamó una voz, y todos miramos hacia el mismo punto. Desde la atalaya más cercana, un policía nos hacía señas con el cañón de la ametralladora, ordenando que nos apartá­ramos del muro. Contraje los labios para con­tener una maldición, pero al mismo tiempo me alegró pensar que allí terminaría el fastidioso relato. —Siga, profesor —dijo el señor Del Villar.
Retirarme en ese momento hubiera sido una majadería imperdonable, particularmente para con el señor Del Villar, de modo que los tres se­guimos caminando a través del patio, mientras el profesor hablaba.
—En un clima tenso, en el que menudeaban las represiones de la dirección contra todos los que en una forma u otra habían favorecido la huelga —yo entre ellos— se reanudaron las clases. No podían despedirme: cuestiones de polí­tica interna. Había que buscar la forma, nada más la forma —el hombre había vuelto a su modo extrañamente pausado. Caminaba entre el se­ñor Del Villar y yo—. Principiaron por asig­narme el horario más descabellado. Querían obligarme a renunciar a las plazas que ocupaba en otros centros docentes. Resistí. Reorganicé mi plan de trabajo diario. Luego enviaron a mis grupos supuestos alumnos; gente especialmente contratada. Una mañana, en mi primera hora de clase, encontré sobre la mesa lo que ni en esta cárcel encontraría. Piensen en lo más indecente. Aparecían escritos en los pizarrones los mensajes más soeces. Hubo un muchacho que cuando le ordené abandonar el aula, clavó un puñal sobre el pupitre y me retó a sacarlo per­sonalmente. ¡Qué fue lo que no hicieron!
Habíamos llegado al otro extremo de la cru­jía "F". El profesor sé apoyó en las rejas y apretó las manos con tal fuerza, que por un ins­tante me pareció ver que los barrotes se dobla­ban. El señor Del Villar y yo cruzamos una mirada por detrás de él. Pensé en un ataque de epilepsia. El reflector colocado a un lado de las rejas le iluminaba media cara; vi sus músculos faciales dibujarse bajo la piel. Oí el rumor de las conversaciones que surgían de todo el presidio, y luego un bramido que emanó del crá­neo del profesor. Poco a poco fue relajando el cuerpo, hasta que pudo hablar con voz pausada, grave:
—El lunes pasado, a mitad de una clase fui llamado a presentarme en la dirección. En­tré en el privado... dos gorilas me sujetaron por los brazos; un tercero me hizo tragar media bo­tella de aguardiente y roció la otra mitad sobre mi traje. ¡La fuerza bruta! ¿Ven? A empe­llones me hicieron rodar por el suelo. Un guiña­po envenenado. Hubo un relumbrón que me des­lumbró y luego vi al fotógrafo, riendo detrás de su cámara. No perdían tiempo. Inmediata­mente entró un notario Que levantó el acta; des­pués la declaración que dos pistolas me forzaron a firmar... Yo me había presentado a clases en estado de ebriedad.
De la camisa de su uniforme sacó el recorte de periódico y se lo entregó al señor Del Villar, después de contemplarlo una vez más.
—¿Estaba o no estaba borracho? —pregun­tó el señor Del Villar, buscando el mejor ángulo para ver el grabado a la luz del reflector.
—Había ingerido alcohol —respondió el pro­fesor, con loá brazos cruzados, mirando hacia afuera de la crujía por entre las rejas.
—Entonces, ¿no estaba borracho?
—Digo que había ingerido alcohol.
—Por enseñar en estado dl ebriedad podían haberle quitado el empleo pero no encarcelarlo —agregó el señor Del Villar, esperando una ex­plicación.
—No bastaba con destituirme. También me robé cinco bloques de certificados en blanco y un sello del Instituto, con los que vendía falsos certificados de estudios. En presencia de nota­rio y testigos, certificados y sello fueron encon­trados en un armario de mi casa.

—¡Certificados y sello!... ¡Certificados y sello!... —Parece música de bongó —dije entre dientes, y tuve algo de qué reírme.

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