CUENTOS DEL
LIBRO AZUL O ESCRITO EN CHILE
CONTENIDO DEL LIBRO AZUL DE RUBÉN DARÍO
A D. Rubén Darío: Cartas de D. Juan Valera
Cuentos en prosa
El rey burgués
El sátiro sordo
La Ninfa
El Fardo
El velo de la Reina Mab
La canción del oro
El Rubí
El Palacio del Sol
El Pájaro Azul
Palomas blancas y garzas morenas
En Chile
A. ÁLBUM PORTEÑO
I. En busca de cuadros
II. Acuarela
III. Paisaje
IV. Aguafuerte
V. La virgen de La Paloma
VI. La cabeza
B. ÁLBUM SANTIAGUÉS
I. Acuarela
II. Un retrato de Watteau
III. Naturaleza Muerta
IV. Al carbón
V. Paisaje
VI. El Ideal
La muerte de la Emperatriz de La China
A una estrella
El año lírico
Primaveral
Estival
Autumnal
Invernal
Pensamiento de Otoño
A un poeta
Anagke
Sonetos
Caupolicán
Venus
De Invierno
Medallones
Leconte de Lisle
Catulle Mendès
Walt Whitman
J. J. Palma
Salvador Díaz Mirón
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A continuación los cuentos del libro Azul...:
EL REY BURGUÉS
Cuento alegre
¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día
triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:
Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy
poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos,
esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos y monteros
con cuernos de bronce, que llenaban el viento con sus
fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores,
escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.
Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento,
hacía improvisar a sus profesores de
retórica canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las
mujeres batían palmas con movimientos rítmicos
y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba
de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque
con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, el vocerío repercutía en lo más escondido de las
cavernas. Los perros de patas
elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores, inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear
los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las
cabelleras al viento.
El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado
riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a
él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos,
antes que por los lacayos estirados. Buen
gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdita, que tenía a los lados leones de mármol como
los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de
los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo,
del trino y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones
gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la
corrección académica en letras, y del modo
lamido en artes; alma sublime amante de la lija y de la ortografía.
¡Japonerías! ¡Chinerías! Por lujo y nada más. Bien
podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso:
quimeras de bronce con las fauces
abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de kioto con incrustaciones de
hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros
abanicos junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos
infernales y con ojos como si fuesen vivos;
partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de
seda amarilla, como tejidas con hilos de
araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y
tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre
hasta los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había en el salón griego, lleno de
mármoles; diosas, musas, ninfas y sátiros; el salón de los
tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro, ¡cuántos salones!
Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada
de cierta majestad, el vientre feliz y
la corona en la cabeza, como un rey de naipe.
Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su
trono, donde se hallaba rodeado de
cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios,
gorriones, senzontes en la pajarera; un poeta era algo nuevo y extraño.
—Dejadle aquí...
Y el poeta:
—Señor, no he comido.
Y el rey:
—Habla y comerás.
Comenzó:
—Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir.
He tendido mis alas al huracán, he nacido en el
tiempo de la aurora: busco la raza escogida que debe esperar, con el himno en la boca y la lira en la mano,
la salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfume,
la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el
rostro de polvos de arroz. He roto el
arpa adulona de las cuerdas débiles, contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar
fortaleza; he arrojado el manto
que me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido:
mi harapo es de púrpura. He ido a la selva donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva
vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel
soberbio, o como un semidiós
olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido el madrigal.
He acariciado a la gran Naturaleza, y he buscado, al calor del ideal, el
verso que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla de
lo profundo del Océano. ¡He querido ser
pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo
luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu
con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de
mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en
el excelente señor Ohnet! ¡Señor, el arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes! Él es augusto, tiene
mantos de oro, o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y
pinta con luz, y es opulento y da
golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, preferid el
Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil.
¡Oh, la poesía!
¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres y
se fabrican jarabes poéticos. Además,
señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y señor profesor de farmacia pone puntos y comas a
mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!... El ideal,
el ideal...
El rey interrumpió:
—Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes,
para cuando os paseéis.
—Si —dijo el rey; y dirigiéndose al poeta—: —Daréis
vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar
una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de
música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de
ideales. Id.
Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque
de los cisnes al poeta hambriento que
daba vueltas al manubrio; tiririrín, tiririrín..., ¡avergonzado a las meadas
del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín!...
¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas de los pájaros
libres que llegaban a beber rocío en las
lilas floridas; entre el zumbido de las abejas que le picaban el rostro y le
llenaban los ojos de lágrimas... ¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el
cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y
los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de
águilas no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio: ¡tiririrín!
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él el rey y sus
vasallos; a los pájaros se les abrigó,
y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro.
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de
plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas
reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas.
Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor
profesor de retórica, cuajados de dáctilos,
de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche
de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz, cubierto de nieve,
cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse, tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la
blancura implacable y helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los
árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se
quedó muerto, pensando en que nacería
el sol del día venidero, y con él el ideal..., y en que el arte no vestiría pantalones
sino manto de llamas o de oro... Hasta que al día siguiente lo hallaron el rey y sus cortesanos, al pobre diablo de
poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con las manos en el
manubrio.
¡Oh, mi amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan
brumosas y grises melancolías...
Pero, ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón
de manos a tiempo! Hasta la vista.
EL SÁTIRO SORDO
Cuento griego
Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo
rey de su selva. Los dioses le habían dicho: «Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas
y suena tu flauta». El sátiro se divertía.
Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina
lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir el sacro monte y sorprender al dios trinado.
Este le castigó tornándole sordo como
una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban
los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle, sobre su cabeza enmarañada y coronada de
pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas
pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba
lascivo y alegre cuando percibía por el
ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que
acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle, danzaban coros de
bacantes encendidas en su fiebre loca, y
acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con
su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido
de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía patas de cabra.
Era sátiro caprichoso.
Tenía dos consejeros aúlicos: una alondra y un asno.
La primera perdió su prestigio
cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.
Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del
olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para
cabalgar, en tanto que la alondra, en los
apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.
La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la
cumbre; al asno el pasto. La alondra era
saludada por los primeros rayos de la aurora; bebía rocío en los retoños; despertaba al roble diciéndole: «Viejo roble,
despiértate». Se deleitaba con un beso del sol: era amada por el lucero de la mañana. Y el hondo azul,
tan grande, sabía que ella, tan
chica, existía bajo su inmensidad. El asno (aunque entonces no había conversado con Kant) era experto en
filosofía, según el decir común. El
sátiro, que le veía ramonear en la pastura, moviendo las orejas con aire grave, tenía alta idea de tal pensador. En
aquellos días el asno no tenía como hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas no se habría imaginado que
escribiesen en su loa Daniel Heinsius
en latín, Passerat, Buffon y el gran Hugo en francés, Posada y Valderrama en
español.
Él, pacienzudo, si le picaban las moscas, las
espantaba con el rabo, daba coces de cuando en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el acorde extraño de su garganta. Y era mimado allí. Al dormir su siesta sobre la
tierra negra y amable, le daban su
olor las yerbas y las flores. Y los grandes árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.
Por aquellos días, Orfeo, poeta, espantado de la
miseria de los hombres, pensó huir a
los bosques, donde los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y donde él pondría temblor de
armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su
instrumento.
Cuando Orfeo tañía su lira había sonrisa en el rostro
apolíneo. Demeter sentía gozo. Las palmeras
derramaban su polen, las semillas reventaban, los leones movían blandamente su crin. Una vez voló un clavel
de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella
descendió fascinada y se tornó flor de lis.
¿Qué selva mejor que la del sátiro, a quien él
encantaría, donde sería tenido como un semidiós; selva toda alegría y danza,
belleza y lujuria; donde ninfas y bacantes eran siempre acariciadas y siempre vírgenes; donde había uvas y
rosas y ruido de sistros, y donde el rey caprípede bailaba
delante de sus faunos, beodo y haciendo gestos como Sileno?
Fue con su corona de laurel, su lira, su frente de
poeta orgulloso, erguida y radiante.
Llegó hasta donde estaba el sátiro velludo y montaraz,
y para pedirle hospitalidad, cantó. Cantó del gran
Jove, de Eros y de Afrodita, de los centauros gallardos y de las bacantes
ardientes. Cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a Pan, emperador de las montañas, soberano de los
bosques, dios-sátiro que también sabía
cantar. Cantó de las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así explicó la melodía de una
arpa eolia, el susurro de una arboleda,
el ruido ronco de un caracol y las notas armónicas que brotan de una siringa. Cantó del verso, que baja del cielo y
place a los dioses, del que acompaña el bárbitos en la oda y el tímpano en el peán. Cantó los senos de nieve
tibia y las copas de oro
labrado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el principio del cántico brilló la luz con más
fulgores. Los enormes troncos se
conmovieron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron
lánguidamente como en un dulce desmayo. Porque Orfeo hacía gemir los leones y
llorar los guijarros con la música de su lira rítmica. Las bacantes más
furiosas habían callado y le oían como en un sueño. Una náyade virgen a quien
nunca ni una sola mirada del sátiro había profanado, se acercó tímida al cantor
y le dijo: «Yo te amo». Filomela
había volado a posarse en la lira como la paloma anacreóntica. No había más eco que el de la voz de
Orfeo. Naturaleza sentía el himno. Venus, que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina
voz: «¿Está aquí
acaso Apolo?».
Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía,
el único que no oía nada era el sátiro sordo.
Cuando el poeta concluyó, dijo a éste:
--¿0s place mi canto? Si es así, me quedaré con vos en
la selva.
El sátiro dirigió una mirada a sus dos consejeros. Era
preciso que ellos resolviesen lo que no podía
comprender él. Aquella mirada pedía una opinión.
—Señor —dijo la alondra—, esforzándose en producir la
voz más fuerte de su buche, —quédese quien así
ha cantado con nosotros. He aquí que su lira es bella y potente. Te ha ofrecido la grandeza y la luz
rara que hoy has visto en tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de estas cosas. Cuando viene el
alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los profundos cielos y
vierto desde la altura las perlas invisibles
de mis trinos, y entre las claridades matutinas mi melodía inunda el aire, y es el regocijo del
espacio. Pues yo te digo que Orfeo ha cantado bien, y es un elegido de los dioses. Su música embriagó el
bosque entero. Las águilas se han
acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos han agitado suavemente sus incensarios
misteriosos, las abejas han dejado sus celdillas para venir a escuchar. En cuanto a mí ¡oh, Señor! si yo
estuviese en lugar tuyo le daría mi guirnalda de pámpanos y mi tirso. Existen
dos potencias: la real y la ideal. Lo que
Hércules haría con sus muñecas, Orfeo lo hace con su inspiración. El dios robusto despedazaría de un
puñetazo al mismo Atos. Orfeo les
amansaría con la eficacia de su voz triunfante, a Nemea su león y a Erimanto su jabalí. De los hombres unos han nacido para forjar los metales, otros para arrancar del suelo fértil las espigas
del trigal, otros para combatir en las sangrientas guerras, y otros para
enseñar, glorificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu paladar; si te ofrezco un
himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la alondra, Orfeo le acompañaba con
su instrumento, y un vasto y
dominante soplo lírico se escapaba del bosque verde y fragante. El sátiro sordo comenzaba a impacientarse. ¿Quién era aquel
extraño visitante? ¿Por qué ante él había cesado la danza loca y voluptuosa? ¿Qué decían sus dos
consejeros?
¡Ah, la alondra había cantado, pero el sátiro no oía!
Por fin dirigió su vista al asno.
¿Faltaba su opinión? Pues bien, ante la selva enorme y
sonora, bajo el azul sagrado, el
asno movió la cabeza de un lado a otro, terco, silencioso, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie hendido, hirió el sátiro el
suelo, arrojó su frente con enojo, y sin
darse cuenta de nada, exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:
— ¡No!...
Al vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde
los dioses estaban de broma, un coro
de carcajadas formidables que después se llamaron homéricas.
Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi
dispuesto a ahorcarse del primer laurel
que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.
Cuento parisiense
En el castillo que últimamente acaba de adquirir
Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a
la sazón se entretenía en chupar, como
una niña golosa, un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas.
Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz
de los candelabros se descomponía
en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del
champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.
Se hablaba con el entusiasmo de artistas de buena
pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos; y
aun había un sabio obeso que ostentaba en la albura
de su pechera inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa.
Alguien dijo: —¡Ah, sí, Frémiet!—. Y de Frémiet se
pasó a sus animales, a su cincel maestro,
a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, y otro, como mirando al cazador
alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de
su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego
el epigrama de Anacreonte: «Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada, no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón,
la quieras llevar contigo».
Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada
argentina:
—¡Bah! Para mí los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis
bronces, y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos
semidioses. Os advierto que más que a
los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos
monstruos robustos, sólo por oír las quejas del engañado, que tocaría su flauta
lleno de tristeza.
El sabio interrumpió:
—Los sátiros y los faunos, los hipocentauros y las
sirenas, han existido, como las
salamandras y el ave Fénix.
Todos reímos; pero entre el coro de carcajadas, se oía
irresistible, encantadora, la de Lesbia, cuyo rostro
encendido de mujer hermosa estaba como resplandeciente de
placer.
—Sí —continuó el sabio: —¿Con qué derecho negamos los
modernos, hechos que afirman los antiguos? El
perro gigantesco que vio Alejandro, alto como un hombre, es tan real como la araña Kraken que vive en el fondo de
los mares. San Antonio Abad, de edad
de noventa años, fue en busca del viejo ermitaño Pablo, que vivía en una cueva. Lesbia, no te rías. Iba el santo
por el yermo, apoyado en su báculo, sin
saber dónde encontrar a quien buscaba. A mucho andar, ¿sabéis quién le dio las señas del camino que debía seguir? Un
centauro, «medio hombre y medio caballo», dice el autor. Hablaba como enojado; huyó tan velozmente que presto le perdió de vista el santo: así iba
galopando el monstruo, cabellos al aire y vientre a tierra. En ese mismo viaje,
San Antonio vio un sátiro, «hombrecillo
de extraña figura; estaba junto a un arroyuelo, tenía las narices corvas, frente áspera y arrugada, y la
última parte de su contrahecho cuerpo
remataba con pies de cabra».
—Ni más ni menos —me dijo Lesbia—. ¡M. de Cocureau,
futuro miembro del Instituto!
Siguió el sabio:
—Afirma San Jerónimo, que en tiempo de Constantino
Magno se condujo a Alejandría un sátiro vivo,
siendo conservado su cuerpo cuando murió. Además, vióle el emperador en
Antioquía.
Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y
humedecía la lengua en el licor verde como
lo haría un animal felino.
—Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos
sátiros en los montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en
tierras de Tartaria había hombres con
sólo un pie, y sólo un brazo en el pecho. Vincencio vio en su época un monstruo que trajeron al rey de Francia; tenía
cabeza de perro (Lesbia reía); los muslos, brazos y manos tan sin vello como
los nuestros (Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen
cosquillas); comía carne cocida y bebía vino con todas ganas.
—¡Colombine! —gritó Lesbia. Y llegó Colombine, una falderilla
que parecía un copo de algodón. Tomóla su
ama, y entre las explosiones de risa de todos:
—¡Toma, el monstruo que tenía tu cara!
Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se
estremecía e inflaba las narices como
lleno de voluptuosidad.
—Y Filegón Traliano —concluyó el sabio elegantemente— afirma la existencia de dos clases de hipocentauros: una de
ellas como elefantes.
—Basta de sabiduría —dijo Lesbia. Y acabó de beber la
menta. Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios.
—¡Oh! —exclamé— ¡para mí las ninfas! Yo desearía
contemplar esas desnudeces de los bosques y de
las fuentes, aunque, como Acteón, fuese despedazado por los perros. ¡Pero las ninfas no existen!
Concluyó aquel concierto alegre con una gran fuga de
risas, y de personas.
—¡Y qué! —me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de
faunesa y con voz callada, para que sólo yo la
oyera—, ¡las ninfas existen, tú las verás!
Era un día de primavera. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire
de un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas, y
atacaban a los escarabajos que se defendían de los picotazos con sus corazas de
esmeralda, con sus petos de oro y acero. En
las rosas el carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces; más
allá las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen. Después, los altos árboles,
los ramajes tupidos llenos de abejeos, las estatuas en la penumbra,
los discóbolos de bronce, los
gladiadores musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas cubiertas de enredaderas, los pórticos,
bellas imitaciones jónicas, cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atlántico,
con anchas espaldas y muslos
gigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la arboleda, en
el estanque donde hay cisnes blancos
como cincelados en alabastro, y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como una pierna alba con media
negra.
Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh, Numa! Yo sentí lo que
tú, cuando viste en su gruta por primera vez a Egeria.
Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud
de los cisnes espantados, una ninfa, una
verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como dorada
por la luz opaca que alcanzaba a
llegar por las brechas de las hojas. ¡Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí, entre el burbujeo
sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa que me encendía
la sangre.
De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del
estanque, semejante a Citerea en su onda, y recogiendo sus cabellos, que goteaban brillantes, corrió por
los rosales, tras las lilas y
violetas, más allá de los tupidos arbolares, hasta perderse ¡ay! por un recodo; y quedé yo, poeta lírico, fauno
burlado, viendo a las grandes aves
alabastrinas como mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en cuyo extremo brillaba bruñida el ágata de sus
picos.
Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la
noche pasada; entre todos, triunfante, con su
pechera y su gran corbata oscura, el sabio obeso, futuro miembro del Instituto.
Y de repente, mientras todos charlaban de la última
obra de Frémiet en el Salón, exclamó
Lesbia con su alegre voz parisiense:
—¡Té!, como dice Tartarin: ¡el poeta ha visto
ninfas!...
La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como una gata, y se reía como una chicuela a quien se
le hiciesen cosquillas.
EL VELO DE LA REINA MAB
La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro
coleópteros de petos dorados y alas de
pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una boardilla donde estaban
cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como
unos desdichados.
Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones
a los mortales. A unos habían dado las varitas
misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros, unas espigas maravillosas que al
desgranarlas colmaban las trojes de
riquezas; a otros, unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes, cabelleras espesas y músculos
de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendido, y a quiénes,
talones fuertes y piernas ágiles para
montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienden las crines en la carrera.
Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado
en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el
cielo azul.
La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero: —¡Y
bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el
bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el
oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divina Venus, que muestra su desnudez bajo el
plafón color de cielo. Yo quiero dar a
la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dioses.
Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo los
desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh, Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un
semidiós, en el recinto de la
eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico Quitón mostrando
la esplendidez de la forma en sus cuerpos de rosa y de nieve.
Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe
armónico como un verso, y te adula la cigarra,
amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los
Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago,
conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el
martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy.
Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas.
Porque, a medida que cincelo el
bloque, me ataraza el desaliento.
Y decía el otro: —Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris y esta gran paleta del campo florido, si a la
postre mi cuadro no será admitido en
el Salón? ¿Qué abordaré? He recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones
artísticas. He pintado el torso de Diana y el rostro de la Madona. He pedido a la campiña sus colores, sus matices; he
adulado a la luz como a una amada,
y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con
sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos
de los santos y las alas de los querubines.
¡Ah, pero siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar!
¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi
inspiración trazar el gran cuadro que tengo aquí dentro!...
Y decía el otro: —Perdida mi alma en la gran ilusión
de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo escucho todas las armonías,
desde la lira del Terpandro hasta las
fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del
filósofo que oye la música de los astros. Todos los ruidos pueden
aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de mis escalas cromáticas.
La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva
halla un eco en mi corazón. Desde el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde
y enlaza en la infinita cadencia.
Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio.
Y el último: —Todos bebemos el agua clara de la fuente
de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y para que los espíritus gocen
de su luz suprema, es preciso que
asciendan. Yo tengo el verso que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro
candente. Yo soy el ánfora del celeste perfume: tengo el amor. Paloma,
estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos
inconmensurables tengo alas de águila que
parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan;
y estalla el beso, y escribo la estrofa,
y entonces, si veis mi alma, conoceréis a mi musa. Amo las epopeyas, porque de
ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los
cascos; los cantos liricos, porque hablan de las diosas y de los amores; y las églogas, porque son olorosas
a verbena y a tomillo, y al santo
aliento del buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; más me abruma un porvenir de miseria y
de hambre.
Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de
suspiros, o de miradas de ángeles
rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños
que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los
cuales cesaron de estar tristes porque
penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo
de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los pobres artistas.
Y desde entonces, en las boardillas de los brillantes infelices, donde
flota el sueño azul, se piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen
risas que quitan la tristeza, y se
bailan extrañas farandolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje,
de un violín viejo, de un amarillento manuscrito.
Aquel día, un harapiento, por las trazas un
mendigo, tal vez un peregrino, quizás un
poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los
palacios, donde hay desafíos de
soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos,
las cúpulas doradas, reciben la caricia
pálida del sol moribundo.
Había tras los vidrios de las ventanas, en
los vastos edificios de la riqueza, rostros
de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos
jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un
ritmo. Y allá en los grandes salones
debía estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules
y de arrozales tupidos, la gran cortina
recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental hace vibrar la luz en la seda que
resplandece. Luego, las lunas venecianas, los palisandros y los cedros,
los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto, que ríe mostrando sus
teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de
su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más
allá el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o
Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un
cielo puro y envuelve en una onda
dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más allá...
(Muere
la tarde.
Llega
a las puertas del palacio un carruaje flamantey charolado. Baja una parejay
entra con tal soberbia en la mansión que el mendigo piensa:
«Decididamente, el aguiluchoy su hembra van al nido».
El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de látigo arrastra el carruaje
haciendo relampaguear las piedras. Noche).
Entonces, en aquel
cerebro de loco, que ocultaba un sombrero raído, brotó como el germen de una idea que pasó al pecho,
y fue opresión y llegó a la boca hecho himno
que le encendía la lengua y hacía entrechocar los dientes. Fue la visión de todos los mendigos, de todos los
suicidas, de todos los borrachos, del harapo
y de la llaga, de todos los que viven ¡Dios mío! en perpetua noche, tanteando la sombra, cayendo al abismo, por no
tener un mendrugo para llenar el
estómago. Y después la turba feliz, el lecho blando, la trufa y el áureo vino
que hierve, el raso y el moiré que
con su roce ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de pedrería
y blonda; y el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices
opulentos, que en vez de granos de arena deja caer escudos de oro.
Aquella especie de
poeta sonrió; pero su faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan moreno,
comió, y dió al viento su himno. Nada más cruel que aquel canto tras el
mordisco.
¡Cantemos el oro!
Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva
dicha y luz por donde va, como los fragmentos
de un sol despedazado.
Cantemos el oro, que
nace del vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de
esa ubre gigantesca.
Cantemos el oro, río
caudaloso, fuente de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se bañan en sus corrientes
maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales.
Cantemos el oro, porque de él se hacen las
tiaras de los pontífices, las coronas de
los reyes y los cetros imperiales; y porque se derrama por los mantos como un
fuego sólido, e inunda las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las custodias
radiantes.
Cantemos el oro, porque podemos ser unos
perdidos, y él nos pone mamparas para
cubrir las locuras abyectas de la taberna y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.
Cantemos el oro, porque
al saltar del cuño lleva en su disco el perfil soberbio de los césares; y va a repletar las cajas
de sus vastos templos, los bancos, y mueve
las máquinas, y da la vida, y hace engordar los tocinos privilegiados.
Cantemos el oro, porque él da los palacios y
los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres
garridas; y las genuflexiones de espinazos
aduladores y las muecas de los labios eternamente sonrientes.
Cantemos el oro, padre
del pan.
Cantemos el oro, porque es,
en las orejas de las lindas damas, sostenedor del rocío del diamante, al
extremo de tan sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido
de los corazones, y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa.
Cantemos el oro, porque tapa las bocas que
nos insultan, detiene las manos que nos
amenazan y pone vendas a los pillos que nos sirven.
Cantemos el oro, porque
su voz es música encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los héroes
homéricos, y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en las
manzanas del Jardín de las Hespérides.
Cantemos el oro, porque
de él son las cuerdas de las grandes liras, la cabellera de las más
tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora.
Cantemos el oro, premio y
gloria del trabajador y pasto del bandido. Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del
mundo, disfrazado de papel, de plata, de cobre y hasta de plomo.
Cantemos el oro,
calificado de vil por los hambrientos; hermano del carbón, oro negro que
incuba el diamante; rey de la mina, donde el hombre lucha y la roca se
desgarra; poderoso en el poniente, donde se tiñe en sangre; carne de ídolo; tela de que Fidias
hace el traje de Minerva.
Cantemos el oro, en el
arnés del caballo, en el carro de guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe cabezas
luminosas, en la copa del festín dionisíaco, en
el alfiler que hiere el seno de la esclava, en el rayo del astro y en el
champaña que burbujea como una
disolución de topacios hirvientes.
Cantemos el oro, porque
nos hace gentiles, educados y pulcros. Cantemos el oro, porque es la piedra de toque de
toda amistad. Cantemos
el oro, purificado por el fuego, como el hombre por el sufrimiento; mordido por
la lima, como el hombre por la envidia; golpeado por el martillo, como el hombre
por la necesidad; realzado por el estuche de seda, como el hombre por el palacio de mármol.
Cantemos el oro,
esclavo, despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por
Macario, humillado por Hilarión, maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía
por alcázar una cueva bronca y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros
del alba y las
fieras hirsutas y salvajes del yermo.
Cantemos el oro, dios becerro,
tuétano de roca misteriosa y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota a pleno sol y
a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de astros, residuo de luz,
encarnación de éter.
Cantemos el oro, hecho
sol, enamorado de la noche, cuya camisa de crespón riega de estrellas
brillantes, después del último beso, como una gran muchedumbre de libras
esterlinas.
¡Eh miserables, beodos,
pobres de solemnidad, prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos,
pordioseros, peregrinos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre todo
vosotros, oh poetas!
¡Unámonos a los
felices, a los poderosos, a los banqueros, a los semidioses de la tierra!
¡Cantemos el oro!
Y el eco se llevó aquel
himno, mezcla de gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche oscura y
fría había entrado, el eco resonaba en las tinieblas. Pasó una vieja y pidió
limosna.
Y aquella especie de
harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta,
le dió su último mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible
sombra, rezongando entre dientes.
Allá lejos, en la línea, como trazada por un lápiz
azul, que separa las aguas y los cielos,
se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente.
Ya el muelle fiscal iba quedando
en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas, dando aquí y allá sus vistazos.
Inmóvil el enorme brazo de los pescantes,
los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle,
y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora en que la noche
sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.
Todos los lancheros se habían ido
ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se
estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día,
estaba sentado en una piedra y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.
—¡Eh, tío Lucas! ¿Se descansa?
—Sí, pues, patroncito.
Y empezó la charla, esa charla
agradable y suelta que me place entablar con los bravos hombres toscos que viven la vida del
trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y
la sangre hirviente de la viña.
Yo veía con cariño a aquel rudo
viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de
pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de
mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con rifle hasta Miraflores! Y es casado, y tuvo
un hijo, Y...
Y aquí el tío Lucas:
—¡Sí, patrón, hace dos años que se
me murió!
Aquellos ojos, chicos y
relumbrantes bajo las cejas grises y peludas, se humedecieron entonces.
—¿Que cómo se murió? En el
oficio, por darnos de comer a todos: a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.
Y todo me lo refirió, al comenzar aquella noche,
mientras las olas se cubrían de brumas
y la ciudad encendía sus luces; él, en la piedra que le servía de asiento, después
de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja, y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los
sucios pantalones arremangados hasta el tobillo.
El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso
ponerlo a la escuela desde grandecito;
pero, ¡los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho!
El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.
Su mujer llevaba la maldición del
vientre de las pobres; la fecundación. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se
revolcaba en la basura, mucho cuerpo
magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué comer, a buscar harapos, y para eso, quedar
sin alientos y trabajar como un buey.
Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero,
quiso enseñarle su industria; pero como
entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y en el fuelle tenía que
echar el bofe, se puso enfermo y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso
que vivían en uno de esos
hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en la
callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, alumbrada de noche por escasos faroles, y en donde
resuenan en perpetua llamada a las zambras de echacorvería, las
arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad
de las largas travesías, a emborracharse
como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Si!, entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas, el
chico vivió, y pronto estuvo sano y en pie.
Luego llegaron sus quince años
El tío Lucas había logrado, tras
mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo pescador.
Al venir el alba, iba con su
mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa
con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades
de la neblina, cantando en baja voz
alguna «triste», y enhiesto el remo triunfante que chorreaba
espuma.
Si había buena venta, otra salida
por la tarde.
Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la
pequeña embarcación, sufrían en el mar
la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y todo
se fue al agua, y se pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero
una racha maldita les empujó contra una roca, y la canoa se hizo
astillas. Ellos salieron sólo magullados, ¡gracias a Dios! como decía el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos
lancheros.
¡Sí!, lancheros; sobre las grandes embarcaciones
chatas y negras; colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe
de hierro del macizo pescante que semeja
una horca; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al vapor y
del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep! cuando se empujan los pesados bultos
para engancharlos en la uña potente que los levanta balanceándolas como un péndulo. ¡Sí!, lancheros; el viejo y
el muchacho, el padre y el hijo; ambos
a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal, para ellos y para sus queridas
sanguijuelas del conventillo.
Ibanse todos los días al trabajo,
vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y
pesados que se quitaban al comenzar la
tarea, tirándolos en un rincón de la lancha.
Empezaba el trajín, el cargar y
descargar. El padre era cuidadoso: —¡Mucitacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! ¡Qué vas
a ?ceder una canilla!—. Y
enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con bruscas palabras de obrero viejo y de padre encariñado.
Hasta que un día el tío Lucas no
pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.
¡Oh! Y había que comprar
medicinas y alimentos; eso sí.
—Hijo, al trabajo, a buscar
plata; hoy es sábado.
Y se fue el hijo, solo, casi
corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria.
Era un bello día de luz clara, de
sol de oro. En el muelle rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran
confusión del trabajo que da vértigo: el
son del hierro, traqueteos por doquiera, y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los
navíos en grupo.
Debajo de uno de los pescantes
del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha
repleta de fardos. De tiempo en tiempo
bajaba la larga cadena que remata en un garfio, sonando como una matraca al correr con la roldana; los
mozos amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el
garfio, y entonces éstos subían a la manera de un
pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un
badajo, en el vacío.
La carga estaba amontonada. La
ola movía pausadamente de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos.
Éstos formaban una a modo de pirámide en el centro. Había uno muy pesado, muy pesado Era el más grande
de todos, ancho, gordo y oloroso a
brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre él, era pequeña figura para el grueso zócalo.
Era algo como todos los prosaímos
de la importación envueltos en lona y fajados con correas de hierro. Sobre sus
costados, en medio de líneas y de triángulos negros, había letras que miraban como ojos —Letras en
«diamantes»— decía el tío Lucas. Sus cintas de
hierro estaban apretadas con clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando
menos, linones y percales.
Sólo él faltaba.
—¡Se va el bruto! —dijo uno de
los lancheros.
—¡El barrigón! —agregó otro.
Y el hijo del tío Lucas, que
estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a cobrar y desayunarse,
anudándose un pañuelo a cuadros al pescuezo.
Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran
lazo al fardo, se probó si estaba bien
seguro, y se gritó: —¡Iza!— mientras la cadena tiraba de la masa chirriando y levantándola en vilo.
Los lancheros, de pie, miraban
subir el enorme peso, y se preparaban para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se
zafó del lazo, como de un collar holgado
saca un perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran
bulto quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre
negra por la boca.
Aquel día no hubo pan ni
medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho destrozado, al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería
de la mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver al
cementerio.
Me despedí del viejo lanchero, y
a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la
cachaza de un poeta, en tanto que una brisa glacial, que venía de mar afuera, pellizcaba tenazmente las
narices y las orejas.
A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
Ya veréis, sana y respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el fierro, para encender la púrpura de las lindas mejillas virginales; y que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean, en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.
Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecer, en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.
–Berta, te he comprado dos muñecas...
–No las quiero, mamá...
–He hecho traer los Nocturnos...
–Me duelen los dedos, mamá...
–Entonces...
–Estoy triste, mamá...
–Pues que se llame al doctor...
Y llegaron las antiparras de aros de carey, los guantes negros, la calva ilustre y el cruzado levitón.
Ello era natural. El desarrollo, la edad...síntomas claros, falta de apetito, algo como una opresión en el pecho, tristeza, punzada a veces en las sienes, palpitación… Ya sabéis; dad a vuestra niña glóbulos de arseniato de hierro, luego, duchas. ¡El tratamiento!...
Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y duchas al comenzar la primavera, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, que llegó a estar fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
A pesar de todo, las ojeras persistieron, la tristeza continuó, y Berta, pálida como un precioso marfil, llegó un día a las puertas de la muerte. Todos lloraban por ella en el palacio, y la sana y sentimental mamá hubo de pensar en las palmas blancas del ataúd de las doncellas. Hasta que una mañana la lánguida anémica bajó al jardín, sola, y siempre con su vaga atonía melancólica, a la hora en que el alba ríe. Suspirando erraba sin rumbo, aquí, allá; y las flores estaban tristes de verla. Se apoyó en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro, cincelado por Plaza, que húmedos de rocío sus cabellos de mármol bañaba en luz su torso espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía al azul la pureza de su cáliz blanco, y estiró la mano para cogerlo. No bien había... –Sí, un cuento de hadas, señoras mías, pero que ya veréis sus aplicaciones en una querida realidad--, no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él surgió de súbito una hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos brillantísimos e impalpables, son su aderezo de rocío, su diadema de perlas y su varita de plata.
¿Creéis que Berta se amedrentó? Nada de eso. Batió palmas alegres, se reanimó como por encanto, y dijo al hada: –¿Tú eres la que me quieres tanto en sueños? –Sube, respondió el hada. Y como si Berta se hubiese empequeñecido, de tal modo cupo en la concha del carro de oro, que hubiera estado holgada sobre el ala corva de un cisne a flor de agua. Y las flores, el fauno orgulloso, la luz del día, vieron cómo en el carro del hada iba por el viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
Cuando Berta, ya alto el divino cochero, subió a los salones, por las gradas del jardín que imitaban esmaragdita, todos, la mamá, la prima, los criados, pusieron la boca en forma de O. Venía ella saltando como un pájaro, con el rostro lleno de vida y de púrpura, el seno hermoso y henchido, recibiendo las caricias de una crencha castaña, libre y al desgaire, los brazos desnudos hasta el codo, medio mostrando la malla de sus casi imperceptibles venas azules, los labios entreabiertos por una sonrisa, como para emitir una canción.
Todos exclamaron: –¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosanna al rey de los Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbulos de ácido arsenioso y a las duchas triunfales!-- Y mientras Berta corrió a su retrete a vestir sus más ricos brocados, se enviaron presentes al viejo de las antiparras de aros de carey, de los guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado levitón. Y ahora, oíd vosotras, madres de las muchachas anémicas, cómo hay algo mejor que el arsénico y el fierro, para eso de encender la púrpura de las lindas mejillas virginales. Y sabréis ¿cómo no?, que no fueran los glóbulos, no; no fueron las duchas, no; no fue el farmacéutico, quien devolvió salud y vida a Berta, la niña de los ojos color de aceituna, alegre y fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
Así que Berta se vio en el carro del hada, le preguntó:
–¿Y adónde me llevas?
–Al palacio del sol. Y desde luego sintió la niña que sus manos se tornaban ardientes, y que su corazoncito le saltaba como henchido de sangre impetuosa.
–Oye– siguió el hada–, yo soy la buena hada de los sueños de las niñas adolescentes; yo soy la que curo a las cloróticas con sólo llevarlas en mi carro de oro al palacio del sol, adonde vas tú. Mira, chiquita, cuida de no beber tanto el néctar de la danza, y de no desvanecerte en las primeras rápidas alegrías. Ya llegamos. Pronto volverás a tu morada. Un minuto en el palacio del sol deja en los cuerpos y en las almas años de fuego, niña mía.
En verdad, estaban en un lindo palacio encantado, donde parecía sentirse el sol en el ambiente. ¡Oh, qué luz! ¡qué incendios! Sintió Berta que se le llenaban los pulmones de aire de campo y de mar, y las venas de fuego; sintió en el cerebro esparcimiento de armonía, y cómo que el alma se le ensanchaba, y como que se ponía más elástica y tersa su delicada carne de mujer. Luego vio, vio sueños reales, y oyó, oyó músicas embriagantes. En vastas galerías deslumbradoras, llenas de claridades y de aromas, de sederías y de mármoles, vio un torbellino de parejas, arrebatadas por las ondas invisibles y dominantes de un vals. Vio que otras tantas anémicas como ella, llegaban pálidas y entristecidas, respiraban aquel aire, y luego se arrojaban en brazos de jóvenes vigorosos y esbeltos, cuyos bozos de oro y finos cabellos brillaban a la luz; y danzaban, y danzaban, con ellos, en una ardiente estrechez, oyendo requiebros misteriosos que iban al alma, respirando de tanto en tanto como hálitos impregnados de vainilla, de haba de Tonka, de violeta, de canela, hasta que con fiebre, jadeantes, rendidas, como palomas fatigadas de un largo vuelo, caían sobre cojines de seda, los senos palpitantes, las gargantas sonrosadas, y así soñando, soñando en cosas embriagadoras... –Y ella también cayó al remolino, al maelstrón atrayente, y bailó, giró, pasó, entre los espasmos de un placer agitado; y recordaba entonces que no debía embriagarse tanto con el vino de la danza, aunque no cesaba de mirar al hermoso compañero, con sus grandes ojos de mirada primaveral. Y él la arrastraba por las vastas galerías, ciñendo su talle, y hablándole al oído, en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos apacibles, de las frases irisadas, y olorosas, de los períodos cristalinos y orientales.
Y entonces ella sintió que su cuerpo y su alma se llenaban de sol, de efluvios poderosos y de vida. ¡No, no esperéis más!
El hada la volvió al jardín de su palacio, al jardín donde cortaba flores envueltas en una oleada de perfumes, que subía místicamente a las ramas trémulas, para flotar como el alma errante de los cálices muertos.
Así fue Berta a vestir sus más ricos brocados, para honra de los glóbulos y duchas triunfales, llevando rosas en las faldas y en las mejillas!
¡Madres de las muchachas anémicas! Os felicito por la victoria de los arseniatos e hipofosfitos del señor doctor. Pero, en verdad os digo: es preciso, en provecho de las lindas mejillas virginales, abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, en el tiempo de la primavera, cuando hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas. Para vuestras cloróticas, el sol en los cuerpos y en las almas. Sí, al palacio del sol, de donde vuelven las niñas como Berta, la de los ojos color de aceituna, frescas como una rama de durazno en flor; luminosas como un alba, gentiles como la princesa de un cuento azul.
París es teatro divertido y terrible. Entre los
concurrentes al Café Plombier, buenos y
decididos muchachos —pintores, escultores, escritores, poetas; sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!— ninguno más
querido que aquel pobre Garcín,
triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo
improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres
reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Delacroix, versos,
estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro pájaro
azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué
se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese
nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente
muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por
qué, cuando todos reíamos como insensatos o
como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, y nos respondía sonriendo con cierta amargura:
—Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul
en el cerebro; por consiguiente...
Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas
nuevas, al entrar la primavera. El aire
del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.
De sus excursiones solía traer ramos de violetas y
gruesos cuadernillos de madrigales,
escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Niní, su vecina, una muchacha
fresca y rosada, que tenía los ojos muy
azules.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y
los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un
ingenio que debía brillar. El tiempo
vendría. ¡Oh, el pájaro azul volaría muy alto! ¡Bravo! ¡Bien! ¡Eh, mozo, más
ajenjo!
Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro.
De las inmensidades, el cielo y el amor; es decir, las
pupilas de Niní.
Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la
neurosis a la estupidez.
A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al
escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras,
husmeaba y, al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso,
arrugaba la frente; para desahogarse, volvía el rostro hacia el cielo y
suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido,
exaltado, pedía un vaso de ajenjo, y nos decía:
—Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un
pájaro azul que quiere su libertad...
Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de
razón.
Un alienista a quien se le dió la noticia de lo que
pasaba calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.
Decidamente el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de
Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente,
poco más o menos:
«Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los
libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi
dinero».
Esta carta se leyó en el Café Plombier.
—¿Y te irás?
—¿No te irás?
—¿Aceptas?
—¿Desdeñas?
¡Bravo, Garcín! Rompió la carta, y soltando el trapo a
la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que
acababan, si mal no recuerdo:
¡Si, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del
pájaro azul!
Desde entonces Garcín cambió de carácter, se volvió
charlador, se dió un baño de
alegría, compró levita nueva y comenzó un poema en tercetos, titulado, pues es claro: El pájaro azul.
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de
la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.
Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de
niños asomados entre flores, los ojos de Niní húmedos y grandes; y
por añadidura, el buen Dios que envía volando,
volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que, sin saber cómo ni cuándo, anida dentro del cerebro del poeta, en
donde queda aprisionado. Cuando el pájaro quiere volar y abre las alas y
se da contra las paredes del cráneo, se alzan
los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.
He ahí el poema.
Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo,
muy triste.
La bella vecina había sido conducida al cementerio.
—¡Una noticia! ¡Una noticia! Canto último de mi poema.
Niní ha muerto. Viene la primavera y Niní se va. Ahorro de violetas para la
campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera
leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del
tiempo. El epílogo debe de titularse
así: De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul.
¡Plena primavera! ¡Los árboles florecidos, las nubes
rosadas en el alba y pálidas por la
tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café
Plombier, pálido, con una sonrisa
triste.
—¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así,
fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul
vuela.
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las
manos con todas sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos:
—Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo
normando. ¡Musas, adiós; adiós, gracias! ¡Nuestro poeta se decide a
medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente
todos los parroquianos del Café Plombier, que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado,
nos hallábamos en la habitación de
Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre
la almohada había fragmentos de masa cerebral...
¡Horrible!
Cuando, repuestos de la impresión, pudimos llorar ante
el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía
consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras:
Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la
jaula al pobre pájaro azul.
¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma
enfermedad!
PALOMAS BLANCAS Y GARZAS MORENAS
Mi prima Inés era rubia corno una
alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que
no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus
trajes a grandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos, como una vieja marquesa de Boucher!
Inés era un poco mayor que yo. No
obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía —lo recuerdo bien— lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba
delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas
personas mayores de la familia, que reían
con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.
Inés crecía. Yo también; pero no
tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios
del bachillerato, a comer los platos
clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo —¡mi mundo de mozo!— y mi casa, mi abuela, mi prima, mi
gato, —un excelente romano que se restregaba
cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.
Partí.
Allá en el colegio mi
adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período
ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez
de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé —todavía vaga y misteriosamente— en mi
prima Inés.
Luego tuve revelaciones
profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.
Tiempo.
Leí Pablo y Virginia. Llegó
un fin de año escolar y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!
Mi prima —¡pero, Dios santo, en
tan poco tiempo!— se había hecho una mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirigía la palabra, me ponía a
sonreírle con una sonrisa simple.
Ya tenía quince años y medio
Inés. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era
una creación murillesca, si se veía de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El
traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensueño oculto y supremo; la voz
clara y vibrante, las pupilas azules, inefables, la boca llena de fragancia de
vida y de color de púrpura. ¡Sana y
virginal primavera!
La abuelita me recibió con los
brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la mano. Después no me atrevía a invitarla a los juegos de antes.
Me sentía tímido. ¡Y qué! Ella
debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo amaba a mi prima!
Inés, los domingos, iba con la
abuela a misa, muy de mañana.
Mi dormitorio estaba vecino al
de ellas. Cuando cantaban los campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto.
Oía, oreja atenta, el ruido de
las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el
frufrú de las polleras antiguas de mi
abuela y del traje de Inés, coqueto, ajustado, para mí siempre revelador.
¡Oh Eros!
—Inés...
—a...?
Y estábamos solos, a la luz de
una luna argentina, dulce, ¡una bella luna de aquellas del país de Nicaragua!
Le dije todo lo que sentía,
suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril y temeroso. ¡Sí! Se lo
dije todo; las agitaciones sordas y extrañas
que en mí experimentaba cerca de ella; el amor, el ansia, los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas en ella allá en
mis meditaciones del colegio; y repetía como
una oración sagrada la gran palabra: el amor. ¡Oh, ella debía recibir gozosa mi adoración! Creceríamos más.
Seríamos marido y mujer...
Esperé.
La pálida claridad celeste nos
iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí se me imaginaban
propicios para los fogosos amores. ¡Cabellos áureos, ojos paradisíacos, labios encendidos y
entreabiertos!
De repente, y con un mohín:
—¡Ve! La tontería...
Y corrió como una gata alegre a
donde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus rosarios y responsorios.
Con risa descocada de educanda
maliciosa, con aire de locuela: —¡Eh, abuelita, ya me dijo!...
¡Ellas, pues, sabían que yo
debía «decir»...!
Con su reír interrumpía el rezo
de la anciana, que se quedó pensativa acariciando las cuentas de su camándula.
¡Y yo que todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas amargas, las primeras de
mis desengaños de hombre!
Los cambios fisiológicos que en
mí se sucedían, y las agitaciones de mi espíritu, me conmovían hondamente. ¡Dios mío! Soñador, un pequeño poeta como me creía, al comenzarme el bozo, sentía llenos,
de ilusiones la cabeza, de versos los labios; y mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor.
¿Cuándo llegaría el momento soberano en
que alumbraría una celeste mirada al fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría
el velo del enigma atrayente?
Un día, a pleno sol, Inés estaba
en el jardín regando trigo, entre los arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas
palomas albas, arrulladoras, con sus buches níveos y amorosamente musicales.
Llevaba un traje —siempre que con ella he soñado la he visto con el mismo— gris azulado, de anchas
mangas, que dejaban ver casi por entero
los satinados brazos alabastrinos; los cabellos los tenía recogidos y húmedos, y el vello alborotado de su
nuca blanca y rosa era para mí como luz crespa. Las aves
andaban a su alrededor, e imprimían en el suelo oscuro la estrella acarrninada de sus patas.
Hacía calor. Yo estaba oculto
tras los ramajes de unos jazmineros. La devoraba con los ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite, la prima gentil! Me
vió trémulo, enrojecida la faz, en mis
ojos una llama viva y rara y acariciante, y se puso a reír cruelmente,
terriblemente. Y bien! ¡Oh, aquello no era posible! Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz, formidable debía estar, cuando ella
retrocedió, como asustada, un paso.
—¡Te amo!
Entonces tomó a reír. Una paloma
voló a uno de sus brazos. Ella la mimó dándole granos
de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqué más. Mi
rostro estaba junto al suyo. Los cándidos animales nos rodeaban... Me turbaba
el cerebro una onda invisible y fuerte de aroma femenil. ¡Se me antojaba Inés una paloma hermosa y humana, blanca y
sublime; y al propio tiempo llena de
fuego, de ardor, un tesoro de dichas! No dije más. La tomé la cabeza y la di un beso en una mejilla, un beso rápido, quemante
de pasión furiosa. Ella, un tanto
enojada, salió en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido de alas sobre los arbustos
temblorosos. Yo, abrumado, quedé inmóvil.
Al poco tiempo partía a otra
ciudad. La paloma blanca y rubia no había ¡ay! mostrado a mis ojos el soñado paraíso del misterioso
deleite.
¡Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de
llegar! Elena, la graciosa, la alegre,
ella fué el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella boca, que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras!
Era allá, en una ciudad que está
a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas con pájaros de
colores.
Los dos, solos, estábamos cogidos
de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente. Había
un crepúsculo acariciador, de aquellos que son la delicia
de los enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una diafanidad
apacible que disminuía hasta cambiarse en
tonos de violeta oscuro, por la parte del oriente, y aumentaba convirtiéndose
en oro sonrosado en el horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y
desfallecientes los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba
la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo de nuestras almas cantaban un unísono
embriagador como dos invisibles y divinas filomelas.
Yo extasiado veía a la mujer
tierna y ardiente; con su cabellera castaña que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y
rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal; y oía su voz, queda, muy queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que sólo eran para mí, temerosa quizás de
que se las llevase el viento
vespertino. Fija en mí, me inundaban de felicidad sus ojos de Minerva, ojos verdes, ojos que deben siempre gustar
a los poetas. Luego erraban nuestras
miradas por el lago, todavía lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla se detuvo un gran grupo de garzas. Garzas
blancas, garzas morenas, de esas
que cuando el día calienta, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos,
que con las anchas mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas
negras. ¡Bellas garzas! Algunas ocultaban
los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban grandes manchas de flores vivas y sonrosadas,
móviles y apacibles. A veces una, sobre
una pata, se alisaba con el pico las plumas, o permanecía inmóvil, escultural
y hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos
dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino.
Me imaginaba, junta a mi amada,
que de aquel país de la altura me traerían las garzas muchos versos desconocidos y soñadores. Las garzas blancas las
encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de
la paloma y la voluptuosidad del cisne; garridas, con sus cuellos reales,
parecidos a los de las damas inglesas
que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la carta de Londres. Sus alas, delicadas
y albas, hacen pensar en des fallecientes
sueños nupciales; todas —bien dice un poeta— como cinceladas en jaspe.
¡Ah, pero las otras tenían algo
de más encantador para mí! Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa, gallarda
y gentil.
Ya el sol desaparecía arrastrando
toda su púrpura opulenta de rey oriental. Yo había halagado a la amada
tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos seguíamos en un lánguido dúo de pasión inmensa.
Habíamos sido hasta ahí dos amantes
soñadores, consagrados místicamente uno a otro.
De pronto y como atraídos por
una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos besamos la boca, todos
trémulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh, Salomón, bíblico
y real poeta! Tú lo dijiste como
nadie: Mel et lac sub lingua tua.
¡Ah, mi adorable, mi bella, mi
querida garza morena! Tú tienes, en los recuerdos que en mi alma forman lo más alto y sublime, una luz inmortal.
Porque tú me revelaste el
secreto de las delicias divinas en el inefable primer instante de amor.
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2. A LAS ORILLAS DEL RHIN
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7. LA NOVELA DE UNO DE TANTOS
8. FEBEA
9. EL ÁRBOL DEL REY DAVID
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12. ¿POR QUÉ?
13. LA RESURRECCIÓN DE LA ROSA
14. UN SERMÓN
15. SOR FILOMELA
16. ESTA ERA UNA REINA
17 PRELUDIO DE PRIMAVERA
18. CÁTEDRA Y TRIBUNA
19. PALIMPSESTO (I)
20. LA MISS
21. ÉSTE ES EL CUENTO DE LA SONRISA DE LA PRINCESA DIAMANTINA
22. EL NACIMIENTO DE LA COL
23. EN LA BATALLA DE LAS FLORES
24. LAS RAZONES DE ASHAVERO
25. RESPECTO A HORACIO Papiro
26. CUENTO DE NOCHE BUENA
27. CAIN (Fragmento de novela)
28. VOZ DE LEJOS
29. PALIMPSESTO (II)
30. HISTORIA DE UN 25 DE MAYO
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46. EL CUENTO DE MARTÍN GUERRE
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