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Elena pero no de Troya

Un relato de amor a lo infantil

Llegó Elena a trabajar, era su primer día, la encargada del negocio nos la presentó: “Ella va a estar en la recepción” nos informó y cada uno de los cuatros varones que trabajábamos allí la saludamos con un beso en una de sus rosadas mejía,  ella sonreía extendiéndonos su flácida mano con delicadeza,  así le dimos la bienvenida, era una joven bonita de ojos verdes, de tez blanca y cabello resplandeciente como el oro, siempre  estaba sonriente y de tenía una voz susurrante; era en extremo delicada al hablar al igual que en cada uno de sus movimientos, al caminar pareciera que sus caderas invitaban a bailar. Solo tenía un pequeño defecto que días después de su boca nos enteramos y es que estaba comprometida, pero eso a mí no me detuvo a fantasear con ella y ver la posibilidad de que algún día, no muy lejano, llegáramos a ser más que solo amigos. Seguramente que con el diario convivir, sus instintos la obligarían a elegir a uno de nosotros para establecer algún jugueteo amistoso-erótico, –pensaba– pero para mi mala suerte ese elegido no fui yo.
Al pasar el tiempo, me fui interesando más en ella, aunque a diario la veía más  apegada a uno de mis amigos. Todas mis insinuaciones eran mal logradas, comptrendí que Elena no era de todos.
Soñaba con ella, con sus pechos tan perfectos adornados con sus dos botoncitos resaltados y rosados, con sus redondeadas nalgas, sus exquisitas piernas y su abultada vulva que había entre ellas. A mis veinte años no era raro tener explosivos “sueños húmedos” en una ocasión con Elena, la mujer de mis libidinosos deseos. A la mañana siguiente, después de ese sueño explosivo  –muy realista por cierto–, al llegar al trabajo la saludé sonriente como de costumbre, ésta vez con un “¿cómo estás mi amor?” de forma pícara, ya me parecía estarla viendola sin su blusa y su busto al aire danzándome alguna música árabe o a como la había soñado.
Al paso del tiempo surgió confianza y saludarla diciéndole amor lo hacía con mucha naturalidad, pero el que le robaba su corazón era un fulano no sededonde que ni conocíamos.
Lo más cercano al erotismo que tuve con ella, fue el día en que le pregunté –ya entrada mucha confianza después de dos años–, que cómo eran sus pezones, por supuesto yo esperaba que en un momento de arrebato de su parte, me los mostrara aunque fuera de forma rápida a manera de repuesta…, ¡Ja! Yo y mi fértil imaginación infantil; lo que dijo tranquilamente fue:
—Pues como todas las mujeres.
—Nooo, —le dije—, no todas las mujeres son iguales, voy a adivinar como son los tuyos.
—Dale pues —dijo, notándole en ella cierta curiosidad por lo que le iba a decir.
—Son pequeños.
 —Ajá —asintió con la cabeza y poniendo una sonrisa en sus delgados labios carmesí, mientras yo me relamía los míos como un lobo que está a punto de comerse a su presa.
—Son rosaditos —de nuevo su sonrisa.
—Son sobresalientes, pues lo puedo notar sobre tu blusa —le dije, lo cual no era cierto, pero eso hizo que ella rápidamente se tapara con uno de sus brazo y se volviera a ver, —mentiroso— me dijo y soltó una pequeña carcajada.
Luego agarré un lápiz y me puse a dibujar sus pechos a como se los había descrito, —así creo que son— le dije enseñándole el dibujo, sus ojos verdes resplandecían e izo gestos desinteresados y dijo: —ajá, más o menos— y fue hora de reanudar nuestros quehaceres en la empresa pues los moros en la costa se empezaban a vislumbrar. Eso fue para mí, haber tenido en la realidad, uno de los dos momentos más íntimo con la mujer de mis sueños húmedos, el otro momento más adelante se los relato.
Elena se casó con su novio de años, fui invitado al igual que todos los que trabajaban con ella, llegué a la celebración en su casa, era la novia más preciosa que mis ojos hasta entonces habían visto, andaba puesto su vestido largo y blanco, adornado con decorativos bordados, se ajustaba perfectamente a su figura que aunque no era una Barbie, en algunos puntos se le asemejaba, su cara radiante y sus lindos ojos que a veces tomaban una tonalidad verde-celeste, me indicaban que estaba pasando el momento más feliz de su vida. Yo estaba sentado en “la mesa de invitados especiales,” de lejos me miró y sonriente se acercó, sentándose en una silla que estaba desocupada a mi lado, me dijo:
—Estoy súper rendida —se quitó los zapatos y puso sus pies con sus medias puestas en mis rodillas.
—Dame un masajito que no aguanto mis pies —me dijo rogadamente.
En ese momento me di cuenta de la sensualidad que podía experimentar un hombre manoseando los delicados y lindos pies de una atractiva mujer.
—Si te ve tu esposo se va a molestar —le dije con tono de broma, mientras seguía acariciando suavemente sus pies de cenicienta, queriendo acariciar más arriba de sus tobillos, hasta sus rodillas, aún más allá quitándole las medias y la liga en su muslo, liga que más tarde se la quitaría con los dientes el afortunado que esa noche la iba a amar, desde ese momento solo la dulzura de su carácter permanecería virgen, intacto, inmutable.
Esa fue mi segundo momento más íntimo con Elena. Tan linda nunca más la volvería a ver, pues luego engordó desapareciendo el diseño de su silueta que lindamente había moldeado su figura, ahora  modelaba “llantas” y un cuerpo redondeado. Entre ella y yo permanecería una amistad que duraría hasta que el destino nos forzó a ir por distintos caminos, pero Elena por su forma de ser, su sensualidad y muchas cosas más, dejó marcas imborrables en mi alma, en mi mente y en mi corazón.

SIN LUZ ARTIFICIAL - María del Carmen Pérez Cuadra

Desde el fregadero se puede ver hacia la calle sin ser visto. El vidrio de la ventana es de doble acción, él siempre creyó que las revistas Vanidades dan buenas ideas. Los heliotropos se han marchitado y la niña de las flores hace ya casi una semana que no aparece. Muriel es un hombre maduro, pero tiene la piel suave y firme, como las nalgas de un adolescente. Se ha rasurado el pecho para verse más provocativo, y se pasea a caballo con la mitad del cuerpo desnudo; sus cabellos teñidos de rubio parecen naturales sobre su piel cobriza. Lo veo desde aquí, desde mi muralla de platos sucios. Conquistar nuevas mujeres, confiando quizá en que nadie puede verlo. No sabe, nunca ha entrado a mi cocina. Muriel vive frente a mi casa. A veces sus amantes se acicalan, como parte del rito furtivo, frente al espejo de mi ventana. Mido sus pechos con respecto a los míos, imagino si caben perfectamente en las manos tibias de Muriel. Observo detenidamente la curvatura de los cuellos cuando sienten el temblor tibio de sus besos... Él es como un dios perverso que las ama y las desecha como estopas de naranja.
Desde el mueble de los platos de porcelana, que me opaca con su brillo veteado de madera preciosa, casi a escondidas y sin proponérmelo, escucho a mi esposo hablando con Muriel, de estar orgulloso de mí que soy una mujer perfecta. Muriel se queja de mi silencio permanente. Mi esposo señala que parte de mi perfección es "la sabiduría del silencio", dice. Porque Muriel no sabe qué es el silencio, cada conquista es relatada en su círculo de amigos con cada detalle de peso y talla. Aunque yo no los escucho, puedo leer sus labios desde mi cocina. El árbol que está entre su casa y la mía, casi en medio de la calle, es testigo del deseo de exhibir que tiene Muriel. Yo, en cambio, prefiero el silencio; mi privacidad.
La niña de las flores volvió con su sonrisa de hojalata a contarme que está yendo a la escuela por la tarde. Esa es la razón de su tardanza. Me muestra un poema que ha escrito:
Rosa sangre de Cristo, llevo en las venas Borrar las penas con azucenas,
el olvido con menta, aunque duela para seguir, el camino en la suela
que señala el corazón y no la abuela
Me pregunta si me ha gustado. Ya es casi una mujer, es una buena idea expresar los pensamientos, ojala que estudie y se supere. Mi esposo dice que las mujeres no pensamos, y sólo flotamos para chocar con el filo de las ideas; que nuestra inteligencia la expresamos con las manos cuando cocinamos, bordamos o sabemos dar consuelo con el tacto. Que las mujeres estamos hechas de amor y llanto, las buenas, y de envidia y llanto, las malas. "Y qué saben ustedes las mujeres sino filosofias de mujeres". Le doy a la niña el consejo que siempre me da mi esposo:
—Leé libros de poesía, si creés que es lo que te gusta.
Los días pasan sin que ninguno se entere de que no soy ni buena ni mala, ni dulce ni salada. Sólo soy yo, el compás de mi corazón, el brillo de mi piel, el color del cabello que va desapareciendo. Si sabe cómo, si toma conciencia de qué camino seguir, la niña de las flores llegará lejos. Le dará una lección a su propia madre.
Calor en madrugada lunar. La sed ha conseguido que me levante. El insomnio por sed no es aconsejable para nadie. Desnuda porque hoy cumplí con el débito marital, sin nadie que me vea, nadie que se entere de que existo en esta casa de nuevo rico en barrio de pobres. Mis cactus y mis violetas también necesitan agua. La luz de luna que entra por la ventana es abundante, por eso no necesito luces artificiales. Quizás éste es el momento de libertad más importante de mi vida.
Frente a mis ojos está Muriel recostado junto al árbol desnudo como siempre, ni se imagina que lo veo, esta vez apretándole las nalgas escuálidas a la niña de las flores. Los pechitos de botón de rosa y su escapulario no parecen indefensos en manos suyas parecen perversos, jóvenes y envidiables. Las caricias grotescas casi de animal, de Muriel le han arrebatado la falda, exhibiendo una curva de la cadera virgen, la apertura del trasero y palpitante. La migraña nocturna me azota las cienes mi vaso con agua cae al piso haciéndose añicos. La pareja se pone alerta al escuchar el ruido. Trato de recoger los vidrios rotos y sólo consigo ver la sangre brotando de las heridas. Quiero llorar y no puedo. Ordeno, limpio, recojo, como siempre hago con todo. Me incorporo para ver lo que sucede afuera. Es el padre de la niña. Los tres discuten casi en silencio, pero con mucha tensión. El papá de ella andaba por allí de madrugada muy borracho, intenta pelear con Muriel, pero éste lo noquea casi sin esforzarse. El padre se va y una nube parece cerrar el espectáculo que veo desde el vidrio de mi ventana. Yo lo escogí así, mi esposo no lo ve como el espejo de "Law and orden" porque no le gusta ver televisión. Yo me siento juez, porque desde aquí puedo dictar el veredicto que jamás nadie escuchará. Entonces pruebo la sal de mi sangre y las puntas erectas de mis senos. Lo veo. Viene caminando despacio y seguro, ellos deberían haberlo visto, la nube se fue, pero están! demasiado entregados el uno al otro como para darse cuenta. Entonces el novio de la niña la arrastra y la separa de Muriel con fuerzas, sujetándola del pelo negro lacio ahora vuelto una maraña.

La niña trata de interceder, pero es catapultada por su novio. El novio saca una pistola de su chaqueta y apunta hacia Muriel. ¿Pero qué podía yo hacer? ¿Hablarle a mi esposo? ¿Salir a la calle gritando como que Muriel me importara un poco? ¿Dejar que Muriel recibiera por fin su castigo? Mi reflexión es muy larga, el joven le ha disparado en el pecho a la niña de las flores. Madrugada de noviembre. ¿Quién diría, Muriel, que morirías a causa de tus andanzas con un disparo en la frente y otro en el sexo?
Mi esposo llega a pedirme algo, me dice que vayamos a acostarnos, que hace frío. Le pregunto si escuchó los disparos, me dice que no, que él se estaba duchando. "Imaginaciones tuyas". Se va a acostar nuevamente.
Bajo la oscuridad crepuscular entra una vecina por la puerta del patio que siempre dejo abierta. Enciende las luces. Que llame a la policía, hay un muerto en la calle.
Yo le contesto:
—Son dos. Llame usted, porque yo estoy desnuda.


La verdad es que tengo las manos manchadas de sangre.

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MARÍA DEL CARMEN PÉREZ CUADRA
(Jinotepe, Carazo, 1971) Narradora y ensayista. Tiene el don de descubrir en situaciones y palabras cotidianas trasfondos abismales y aristas de humor hiriente. Es licenciada en Arte y Letras por la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua. Este cuento ha sido tomado del libro sin luz artificial fondo editorial CIRA 2004.

EL GRITO Y EL VASO - Tania Montenegro

Se definía convencionalmente como un grito, "la manifestación vehemente de un sentimiento general, voz muy forzada y levantada", así como decía el diccionario.
Asaber Quierodesanudó la cinta roja izquierda de su calzón, mientras moños de pelos asomaban su entrepierna y él olía como aspiradora ciega que va tanteando con su bastón. Parecía que un charquito de su esencia goteaba sobre cada pelo de poro saliendo.
A ella le gustaba convertirse en lobacerda y aullarse como campana por dentro, mientras sentía su hombritud invisible y palpable enviándose desde sus caderas; ¡cómo disfrutaba sintiendo que introducía un pedazo de sí en el culo de su amante!, mientras desbarataba con su pecho los lunares de la joven espalda que se le servía como potro de rodeo deportivo.
Asaber Quierose dio la vuelta apretando fuertemente el torso de su chavo, cuando percatose que su mano rinconeaba independiente por el trasero de su amado. "Total penetréishon y glóbal perforéishon" pensó, hasta dejarse ir a través de su dedo como en tobogán de montaña rusa con su pito por el esquivado chiquito.
El dedo se transformó en el electrocutamiento inocente de un niño, en un punto de contacto que se extendía en nudos de nervios ardores fíntereanos desmitificando aquel culo de macho de una sola vez.
¿Sos mi putita rica?, le preguntó mientras lo embestía.
"Sí, sí, soy tu putita rica, ayyy que rico ser tu puta niñea rrrica", le contestó su amante, entre ido y tembloroso al tiempo que se ensartaba por delante...; y un splash de piscina inflable la dibujaba en delfines celestes.
II
Asaber Quiero puso un vaso en su boca y succionó, soltó las manos, la volvió a asir del vaso y gritó fuerte varias veces. Se imaginaba que su boca dentro del vaso era un cuadro de la pared del mundo del vaso, un espacio cóncavo amarillo con una ventana en rosa.
Ida de sí misma como si fuera una endoscopia a través del vaso, giró un poco el ojo interno y se adentró al mundito para ver qué más había y divisó muy al fondo al hombrecito del tocadiscos, vestido de frac frente a un microfonito cantando para la radio como si fuera un holograma. ¡Era él!, el mismo que tenía insomnes a sus muñecas de papel, aterradas tras sus trajecitos de pestañas incoloras.
La boca del cantante se enmarcó mentalmente en su boca —y sin dejar de cantar-, posó su mirada en ella convertida en ventana. Un tirón de garganta le apagó los oídos y sintió su cabeza llena de helio, tenía la cara roja cuando despegó del mundo que la bajaba.

Asaber Quiero se escuchó gritando con sus ojos para ver, y entonces una ristra de sapos panzarriba, inflados y fríos pesan en sus hombros mientras despierta.

EL APRESURADO - Patricia Delgadillo


Menos mal que nadie me conoce en esta ciudad, eso sí es suerte, porque si no, no estaría aquí sentado, a mí nunca me ha gustado visitar estos psicólogos, terapeutas y de más hierbas asociadas. No señor, yo aquí vengo en busca de información, a indagarme sobre estas nuevas corrientes, eso es todo.

¡Bonitilla la recepcionista! , pechos chiquitos pero apretaditos. Buena la idea de los anteojos oscuros, de todas maneras esta sala está muy iluminada, entra mucho sol por esas ventanas. Mejor me siento de aquel lado, para no hacer el ridículo, como esas películas de detectives disfrazados. No, estaba mejor de aquel lado, allá hay más sol. Es importante parecer natural, relajado, con mucha confianza en sí mismo. Todos los entrenadores de agentes de ventas te dicen lo mismo. Dominar la situación es un factor importante.

¡Si yo no tengo ningún problema! Nunca lo tuve con María Dolores, ni con Azucena, ni con nadie que me acuerde. Caramba, que carajo! Todo lo ha inventado Claudia. Yo visitando estos lugares, no se me hubiera ocurrido nunca. Pero me he metido en este lío, por usar carro usado. ¡Si señor! El carro nuevo se hace a tu antojo, primero lo descubres, le arrancas derechito, le entras a la caja de cambio sin fricciones, no se te va en vacío cuando haces cambios bruscos de velocidades, los frenos rápidos, te siembras cuando quieres y qué rica la sensación de jalarte con fuerza y el chillido de las llantas, nuevecitas, que dejan su olor en el pavimento. ¡No hay como una maquinaria nueva!

Claudia y sus experiencias pasadas, Claudia y sus comparaciones. Claudia y sus años en gringolandia. Claudia y, pero carajo sino me la puedo sacar de la cabeza. Tan sexy con sus faldas cortas y más aún con las largas, porque yo sé que no lleva nada por debajo, lo hace para ponerme loco. Me gusta apretarle el trasero y los pechos y toda ella. Yo sé que ella me quiere, me lo dice, que busque ayuda por los dos.

Me acuerdo el primer día que llegó a la agencia. Con esos ojazos de estrella de cine, los fijó en mí y luego toda la pandilla hablando de sus piernas bronceaditas y finas. Yo lo supe desde el principio, con esa hembra no se pierde el tiempo.

Laura tenía 13 años y yo casi 17, pasábamos horas besándonos, con mucho respeto por supuesto. Ya mi viejo había hablado conmigo "con esas muchachas nada de jueguitos, no me vayas a crear problemas" pero con tantos besos que nos dábamos terminábamos frotándonos y ¡ay mamacita! Yo sí me desquitaba.

Siempre terminé en mi ley. Para qué masturbarse, ni necesidad de nada, si sólo con la frotadita me bastaba para llegar. No había necesidad de gastar el dinero en puteríos tampoco.

Bueno, cualquiera que lo vea a uno en estos lados puede pensar que se viene por otras cosas, esa pareja de enfrente, se ve ya pasadita en años, qué los traerá aquí?, a poco, qué me importa! A ver esa revista, se mira interesante.

María Dolores fue mi primera, bonitos recuerdos, ella siempre sedita, nunca me dijo nada, claro que siempre lo hacíamos apurados, angustiados, esperando que nadie nos encontrara o nos viera, aprovechando cuando su casa quedaba sola.

Y luego las otras en la facultad, nada de remordimientos. Sólo ahora viene Claudia con sus ideas de mujer liberada. Qué decir, a ver, como empezar. Buenas tardes, estoy aquí porque me he enterado de las nuevas técnicas sobre... ¡Carajo! Si yo no veo el problema. Si el único problema que me tengo es con Claudia, pero no me puedo pasar de ella. Ya he querido, pero es inútil, la llevo hasta en mi inconsciente, desde que la veo me calienta la sangre, con ese caminar que se tiene bien rectecita, bailoteando el pelo para un lado y para el otro.

Nadie lo diría yo aquí con lo buen mozo que dicen todas que soy. ¡No!, yo no soy vanidoso, nunca lo he sido, pero me gusta agradar a las muchachas, y ellas prefieren salir con un hombre bien vestido, sin barriga, bien formado mejor. Desde que tengo consciencia siempre he sido dinámico: fútbol, beisbol, natación. Eso sí, de adolescente tuve que hacer algo de pesas para desarrollar biceps. A las muchachas les gustan los hombres fuertes.

Estoy aquí por Claudia, después que no me diga que es porque me da vergüenza, o porque soy el prototipo macho. Yo no me siento menos hombre por consentir a una mujer, soy de los que ayudo en casa, no necesito que me hagan desayuno, me lo puedo cocinar perfectamente. A mí me gusta compartir el trabajo con Claudia y con otras, hacer equipo con ellas. La mujer debe trabajar igual que el hombre. Que sepan lo que vale la plata. Que no la anden pidiendo a uno el mercado. En fin, que tampoco le pidan a uno que rinda cuentas. Soy de la nueva generación, me acuerdo de papá siempre dictador con mamá, eso no va conmigo. La mujer es preciosa, está para disfrutarse, no para desquitarse en ella. No señor.

Mucha película pornográfica se ve en estos días, es una mala influencia para la mujer. Ellas no son como nosotros. Dios nos ha hecho diferentes, los hombres, todo lo tenemos expuesto, para arrebatarnos como podarnos y ellas todo lo tienen interno, para ser discretas, es su naturaleza. Que soy muy rápido, que no le da tiempo, vaya que historias si el que maneja ese carro es el hombre, la mujer debe dejarse montar. El que siente las curvas o la desguindada es el hombre. Que cuentos, no sé por qué la he oído, eyaculador precoz dice. De eso nadie me ha hablado. Ni en la pandilla, que somos muy cuates y siempre estamos contándonos todo, nunca se han mencionado esas palabritas. Impotencia si, le pasa a los viejos, a los enfermos, a los que tuvieron algún problema grave en la infancia. Eyaculador precoz, debe ser algo que se inventan las gringas, para andar de hombre en hombre.

¡Qué!, ¿ya me toca el turno a mí? ¡Hombre jodido! Si es una mujer este famoso psicólogo. Pero, cómo si el nombre es de hombre. Qué se vaya con la mamita que la parió! Yo no tengo que discutir con una mujer.

No, gracias, señorita, todo ha sido un mal entendido, sí, sí la que tiene que venir es mi señora, yo he venido sólo a asegurarme que todo aquí es profesional. Gracias nuevamente. Ella se comunicará prontamente con usted para su cita. Adiós.

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Tomado del libro: "Una Narrativa Flotante. Mujeres Cuentistas Nicaragüenses". Ed. Amerrisque 2007.

CICATRICES - Patricia Belli

Me aproximé hasta poner mi mano sobre su pantalón, pero él no se dio por aludido. Como tampoco mostró sorpresa, subí la mano y le desabotoné la camisa. Nada parecía inmutarlo. Hasta que le toqué la piel, entonces, el desconcertado fue él. Su respuesta fue mejor de lo que hubiera podido esperar hasta ese momento, no porque tomara una actitud más activa, sino porque se dejó llevar con cándido embeleso.
Se deslizó en la cama hasta quedar acostado boca arriba y la expresión curiosa, aunque felizmente serena de su cara, me indicó que su pasividad no era un juego, sino pura inexperiencia.
¡Yo qué me hubiera imaginado que era virgen! Así de lindo y todavía virgen ¡Esto si es pecado! Recuerdo que pensé fugazmente. Me puse tan nerviosa que no quería darle la cara pero al mismo tiempo me excitaba mucho pensar que yo le iba a enseñar. Y de repente, cuando el juego iba llegando a la sublimación, ¡él que se da vuelta y yo que le miro las sombrillas pegadas a la espalda!
Demás está contar el susto. Y por supuesto que no iba a creer la explicación insólita que me estaba dando. Pensé que era alguna enfermedad, o algo así. Entonces, Guillermo se puso en pie y desplegó sus falanges hilicas, larguísimos dedos membranosos, el pulgar del ala derecho rozó la lámpara del techo y con la punta de la izquierda cerró la puerta del baño. Era una cosa imponente, sus alas abarcaban casi todo el cuarto, leves como velos de seda, no transparentes sino translúcidas, como papel Biblia, pero sin la rigidez, elásticas. A través de ellas podía ver la luz de la ventana, el detalle de la verja y las flores de la jardinera. Formas imprecisas que al perder los contornos en las cortinas de las alas parecían bailar sutilmente la danza chinesca de sus sombras.
Guillermo, cohibido por mi asombro, las peló hasta hacer de ellas un paquetito compacto y firme de nuevo, detrás de los homóplatos. Acto imposible de haber estado equipado con las glamorosas alas de pájaro que los humanos les atribuimos a los ángeles. Mi ángel de la guarda disfrutaba la comodidad de su modesta naturaleza murciélaga, única posibilidad voladora para cualquier mamífero. Las alas, empacadas como paraguas permanecieron inmóviles.
Me contó después que mi expresión transportada le hizo evocar la visión de las alas abiertas de su madre mientras lo amamantaba, en el primer milenio de su infancia. Alas morenas bellísimas, como la cara, como los pechos, como toda su piel lampiña desprovista de plumas, pelos o escamas. Los tupidos cabellos de la cabeza eran el único accidente en la piel tirante y virgen de aquella Ángela formidable. Pezones enormes y manos sin uñas, venas verdosas bajo su melancolía. De aquella hembra lo heredó todo: la belleza monumental y triste, el carácter voraz y el color de la piel.
Le pedí que las extendiera de nuevo. Para levantarlas también levantaba los brazos y parecía más alto. Su desnudez me pareció vulnerable, humilde en semejante magnitud y pensé —apenas—que era la imagen más erótica que nunca había visto. Me aproximé a su costado izquierdo para tocar la piel estirada del ala que cedió levemente al empuje de mis dedos. El bajó la otra, plegándola para tocarme la mejilla con la mano. En ese momento yo había llegado a un grado de fascinación al pie del éxtasis y el contacto con su mano me volvió en mí, me regresó a la tristeza de su mirada.
La palabra pecado se me hacía más y más ajena, más lejana porque aquello ya no era de este mundo. Y si era cierto que estaba sucediendo, aunque el detalle no importaba, era irresistible.
Su boca entreabierta y húmeda, las alas de piel tersa, sensuales, una tímida erección de ángel asustado, y mi abundante sed. Sólo el demonio, ángel caído, pudo conocer su pasión; sólo Él, dios del deseo, nos comprendió a los dos.
Nada era nuevo para mí, pero todo fue distinto con Guillermo; fui dejando de ser orgullosa en el amor, y me volví suave,
tranquila. Al ir enseñándole iba yo aprendiendo el gozo de mi mansedumbre.
Con el tiempo nos fuimos hundiendo en un amor pantano que creíamos tan antiguo como sus recuerdos y sabíamos tan difícil como su misión. Guillermo nunca se había quejado de su misión: estaba destinado a tullir sus alas, ocultarlas como un pecado —igual que las chinas tullían sus pies—, para poder vivir la vida leyendada que le habían inventado. Y así como las chinas no llegaban nunca a caminar, él pronto ya no recordaría como volar.
Lo de las alas era áspero infortunio, pero compartido con todos los guardianes asignados a este mundo. Sin embargo su objetivo específico venía por añadidura: no era destino amable ser guardaespaldas de una enferma.
Mi peligrosa enfermedad era un verdadero problema para todos, especialmente para él, pero además, lo preocupaba la amenaza cerníente de un suicidio desesperado.
Cuando apareció dentro de mi cuarto la primera vez, su visión impidió, por mi sorpresa, que yo me tomara los somníferos. Veintidós tenía en la mano y los mantuve ahí hasta que terminamos de conversar, cuando yo ya estaba enamorada y no le importaba nada que después me criticaran por su aspecto sospechoso, su belleza casi femenina, su adolescencia.
Después de aquella tarde, (la tarde de las alas, apenas posterior a la de los somníferos), hubiera querido irme con mi guardián —que hasta entonces reconocía como tal a la exósfera, al fm de todos los mundos, o a nuestro merecido infierno, pero irme con él. Hubiera querido, para volar con él, construirme las alas de Ícaro, aunque me estrellara en el mar de mi llanto y mi mudo dolor, después.
Quería dejarlo todo por él, pero con él. Dejar atrás las medicinas, el dolor y el miedo, y este mundo mediano que miraba antes lo minúsculo de lo que suponían nuestras diferencias, sin intuir la vasta magnitud de un amor que trascendía razas, especies y universos. Trascendía la realidad misma que nos advierte que los ángeles no existen, aunque yo me acostara con uno cada noche, siempre el mismo, ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día..., dejar todo lo que ya mi vida había dado por perdido, incluyendo la otra parte del mundo, (la buena parte): las ironías de Roberto, el tesón de Juan, el talento de mi madre, la poesía descarada de Martín, mi prosaica, amada manera de retar el ocio con pensamientos absurdos, y mis esperanzas mínimas de sanación. Por amarlo libremente yo hubiera renunciado a todo. Todo pero Guillermo no podía llevarme, porque su misión no era huir. Pero tampoco podría guardarme de mis males uniéndose a mí.
En esos tiempos la enfermedad tuvo un receso, o más bien, se escondió detrás de mi alegría. Mis pensamientos funestos también fueron relegados por el nuevo motivo que me movía hacía la vida, sin embargo, cuando fui razonando mejor la imposibilidad de nuestro amor, regresaron los dolores y la tristeza, y la desesperanza.
Un día Guillermo me encontró zurciendo un viejo disfraz de mago. Estaba parchando la capa y cosiéndola a una armazón de alambres que verdaderamente no dejaba de parecerse a sus alas. El color negro del satín se había desteñido por el tiempo y quedaba un tinte cobrizo que se asemejaba mucho a su piel. Quería sorprenderlo con la visión de algo que le fuera familiar, quería sentirme más cercana al mérito de su amor, aunque fuera mediante un ingenuo truco de mago de pobre. El se dio cuenta cabal y no dijo nada, se sentó distante y esperó.
Me até las puntas de la capa a las muñecas y los codos y extendí mis brazos levantando una popa de aire que se encerró en el vuelo de la tela. Guillermo me miró indulgente, con esa hambre desesperanzada y golosa de quien contempla una antigua prohibición. Súbitamente su rostro cambió de expresión y mientras yo buscaba en la tela la razón de su horror, él me arrastró hasta el suelo con su abrazo, en un momento oscuro que contuvo tela, lesión, vértigo, sin que yo entendiera nada, más que el penetrante dolor de mi corazón.
Infarto del miocardio. El tercero en un año, el último. Se había distraído y no pudo impedir el ataque, y no mató el mal anticipadamente con la filosa espada justiciera con que los ángeles vencen. Pero evitó a tiempo mi muerte.
Ese debió ser el final. No estaba previsto en ningún anal de augurios otro peligro en mi vida, más que mi último día, ahora impredecible.
Pero mi guardián no quiso irse. Inadaptado, solo, extranjero, Guillermo prefirió quedarse. En las alas estaban la clave de su deserción... quitárselas. Al comienzo no comprendí, quitárselas como?, no eran accesorias piezas ensambladas. —La espada—, me dijo, pero yo no pude. Su hermosura, su grandeza, su erotismo..., además el dolor. La agrura de aquella propuesta era atroz.
Lo vi hacerlo: tomó la espada, ligera y grácil en su mano, y con dos tajos breves, tijeretazos de barbero, dio cuenta de sus alas, membranas sensuales que se plegaron solas y cayeron muertas como pájaros cazados en vuelo.
No hubo sangre; un líquido blanquecino y ralo se le resbaló por la espalda mientras sufría su suplicio, pálido de dolor. Con la misma aguja que había cosido el disfraz, le suturé la espalda. Los muñones de cartílago y hueso quedaron como bultitos punzantes debajo de la piel.
Ahora tiene dos canoas que surcan el lago calmo de su espalda, cicatrices que se escurren desde la nuca. Ya no es un ángel, nunca volará más, ya tampoco tiene el entusiasmo parco, pero sincero de antes.


Yo me curé, es decir, no estoy enferma del cuerpo, pero tengo hoy tantas ganas de dejarlo todo, como las tuve un día por él, y otras veces, antes de él, por mí. Hoy quiero irme por él, pero sin él. Huir de él quiero, de su nostalgia que me ahoga, de sus aburridas rutinas, de su hastío que me hastía y de esas tenues, horrendas cicatrices que me acosan los recuerdos.

LA DIOSA CLITORIA Y EL GRANITO DEL PLACER - Milagros Palma

En el corazón del Amazonas, los dioses crearon a los primeros Mitarunas para que crecieran, se reprodujeran y fueran valientes guerreros.
La vida de esos indios ritmaba al compás de los ciclos de la naturaleza. Ellos creían que todos los individuos eran por naturaleza de sexo masculino v que para fabricar un individuo de sexo femenino era necesario extirpar el germen masculino cuando tardaba en crecer. Así, cuando las niñas llegaban a la pubertad, se les cortaba el clítoris para que no les creciera corno un pene. Esa operación se llevaba a cabo en medio de un ritual que tenía lugar durante las fiestas de Yurupari, en las cuales Tori, el Vergón, venía del cielo a desvirgar a las jóvenes castradas para iniciarlas en el acto reproductor.
Un día Clitoria, que con sus ojos de jaguar veía acercarse preparativos de la fiesta en donde los hombres se dedicaban a fabricar cuchillos con corazón de palo, decidió fugarse. En su camino escuchó la voz de una mona que la observaba desde lo alto de un árbol frondoso.
Por qué lloras?, le preguntó el animal rascándose la barriga. —Estoy perdida. Salí huyendo porque no quiero que me corten el granito de. Placer, dijo la niña que no se resignaba a enterrar para siempre sus juegos infantiles con las aterciopeladas hojas lenguadas de la selva.
—¿Por qué te lo van a cortar?, preguntó la mona extrañada.
El brujo dice que si el granito del placer no se corta, se vuelve pene al terminar la pubertad.
—Nosotras también tenemos granito del placer y nunca se alarga como el de los machos. Con él nos divertirnos, gozamos. Quédate con nosotros. Ya verás que no te he mentido —dijo la mona, mientras los demás la escuchaban columpiándose en las ramas.
Así fue, Clitoria vio como los animales se divertían con los órganos genitales: Unas veces por puro bien obedeciendo al instinto asociado al ciclo reproductivo de tres días al mes. La tribu de Clotoria se extinguió. Los vientres de las mujeres, no dieron abasto con las necesidades de la guerra. La selva borró toda huella de su existencia. Clitoria creó una nueva tribu de Mituranas en el que el placer femenino era permitido.
Un día, después de esta nueva creación se fue al cielo voceando por toda la selva su lema: "¡Crecer y gozar!" Desde entonces las indias Mituranas llaman el granito del placer, Clítoris y durante la fiesta Yaripara rinden culto con su goce a la diosa Clitoria.