Me aproximé
hasta poner mi mano sobre su pantalón, pero él no se dio por aludido. Como
tampoco mostró sorpresa, subí la mano y le desabotoné la camisa. Nada parecía
inmutarlo. Hasta que le toqué la piel, entonces, el desconcertado fue él. Su respuesta fue
mejor de lo que hubiera podido esperar hasta ese momento, no porque tomara una
actitud más activa, sino porque se dejó llevar con cándido embeleso.
Se deslizó en
la cama hasta quedar acostado boca arriba y la expresión curiosa, aunque
felizmente serena de su cara, me indicó que su pasividad no era un juego,
sino pura inexperiencia.
¡Yo qué me
hubiera imaginado que era virgen! Así de lindo y todavía virgen ¡Esto si es
pecado! Recuerdo que pensé fugazmente. Me puse tan nerviosa que no quería darle la
cara pero al mismo tiempo me excitaba mucho pensar que yo le iba a
enseñar. Y de repente, cuando el juego iba llegando a la sublimación,
¡él que se da vuelta y yo que le miro las sombrillas pegadas a la
espalda!
Demás está contar el susto. Y por supuesto que no iba
a creer la explicación insólita que me estaba dando. Pensé que era alguna enfermedad, o
algo así. Entonces, Guillermo se puso en pie y desplegó sus falanges hilicas,
larguísimos dedos membranosos, el pulgar del ala derecho rozó la lámpara del techo y
con la punta de la izquierda cerró la puerta del baño. Era una cosa imponente,
sus alas abarcaban casi todo el cuarto, leves como velos de seda, no
transparentes sino translúcidas, como papel Biblia, pero sin la
rigidez, elásticas. A través de ellas podía ver la luz de la ventana, el
detalle de la verja y las flores de la jardinera. Formas imprecisas que al
perder los contornos en las cortinas de las alas parecían bailar sutilmente la
danza chinesca de sus sombras.
Guillermo,
cohibido por mi asombro, las peló hasta hacer de ellas un paquetito
compacto y firme de nuevo, detrás de los homóplatos. Acto
imposible de haber estado equipado con las glamorosas alas de pájaro que los
humanos les atribuimos a los ángeles. Mi ángel de la guarda disfrutaba la
comodidad de su modesta naturaleza murciélaga, única posibilidad
voladora para cualquier mamífero. Las alas, empacadas como paraguas
permanecieron inmóviles.
Me contó
después que mi expresión transportada le hizo evocar la visión de
las alas abiertas de su madre mientras lo amamantaba, en el primer
milenio de su infancia. Alas morenas bellísimas, como la cara,
como los pechos, como toda su piel lampiña desprovista de plumas, pelos
o escamas. Los tupidos cabellos de la cabeza eran el único
accidente en la piel tirante y virgen de aquella Ángela formidable.
Pezones enormes y manos sin uñas, venas verdosas bajo su melancolía. De aquella
hembra lo heredó todo: la belleza monumental y triste, el carácter voraz y el color
de la piel.
Le pedí que
las extendiera de nuevo. Para levantarlas también levantaba
los brazos y parecía más alto. Su desnudez me pareció vulnerable,
humilde en semejante magnitud y pensé —apenas—que era la imagen más erótica que
nunca había visto. Me aproximé a su costado izquierdo para tocar la piel estirada del
ala que cedió levemente al empuje de mis dedos. El bajó la otra, plegándola para tocarme la
mejilla con la mano. En ese momento yo había llegado a un grado de
fascinación al pie del éxtasis y el contacto con su mano me volvió en mí, me
regresó a la tristeza de su mirada.
La palabra
pecado se me hacía más y más ajena, más lejana porque aquello ya no era de este
mundo. Y si era cierto que estaba sucediendo, aunque el detalle no importaba, era
irresistible.
Su boca
entreabierta y húmeda, las alas de piel tersa, sensuales, una tímida
erección de ángel asustado, y mi abundante sed. Sólo el demonio,
ángel caído, pudo conocer su pasión; sólo Él, dios del deseo,
nos comprendió a los dos.
Nada era nuevo para mí, pero todo fue distinto con
Guillermo; fui dejando de ser
orgullosa en el amor, y me volví suave,
tranquila.
Al ir enseñándole iba yo aprendiendo el gozo de mi mansedumbre.
Con el
tiempo nos fuimos hundiendo en un amor pantano que creíamos tan
antiguo como sus recuerdos y sabíamos tan difícil como su
misión. Guillermo nunca se había quejado de su misión: estaba
destinado a tullir sus alas, ocultarlas como un pecado —igual que
las chinas tullían sus pies—, para poder vivir la vida leyendada que
le habían inventado. Y así como las chinas no llegaban nunca a caminar, él
pronto ya no recordaría como volar.
Lo de las
alas era áspero infortunio, pero compartido con todos los guardianes asignados a
este mundo. Sin embargo su objetivo específico venía por añadidura: no era
destino amable ser guardaespaldas de una enferma.
Mi peligrosa
enfermedad era un verdadero problema para todos, especialmente para él, pero además, lo
preocupaba la amenaza cerníente de un suicidio desesperado.
Cuando
apareció dentro de mi cuarto la primera vez, su visión impidió, por mi
sorpresa, que yo me tomara los somníferos. Veintidós tenía en la mano y los mantuve
ahí hasta que terminamos de conversar, cuando yo ya estaba enamorada y no le
importaba nada que después me criticaran por su aspecto sospechoso,
su belleza casi femenina, su adolescencia.
Después de
aquella tarde, (la tarde de las alas, apenas posterior a la de los
somníferos), hubiera querido irme con mi guardián —que hasta entonces reconocía
como tal a la exósfera, al fm de todos los mundos, o a nuestro merecido infierno, pero irme
con él. Hubiera querido, para volar con él, construirme las alas de Ícaro, aunque me estrellara
en el mar de mi llanto y mi mudo dolor, después.
Quería dejarlo todo por él, pero
con él. Dejar atrás las medicinas, el dolor y el miedo, y este mundo mediano que
miraba antes lo minúsculo de lo que suponían nuestras diferencias, sin intuir la vasta magnitud de
un amor que trascendía razas, especies y universos. Trascendía la
realidad misma que nos advierte que los ángeles no existen,
aunque yo me acostara con uno cada noche, siempre el mismo, ángel
de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día..., dejar
todo lo que ya mi vida había dado por perdido, incluyendo la otra
parte del mundo, (la buena parte): las ironías de Roberto, el tesón de Juan, el
talento de mi madre, la poesía descarada de Martín, mi prosaica, amada manera de retar el ocio con
pensamientos absurdos, y mis esperanzas mínimas de sanación.
Por amarlo libremente yo hubiera renunciado a todo. Todo pero
Guillermo no podía llevarme, porque su misión no era huir. Pero
tampoco podría guardarme de mis males uniéndose a mí.
En esos
tiempos la enfermedad tuvo un receso, o más bien, se escondió detrás de mi
alegría. Mis pensamientos funestos también fueron relegados por el nuevo motivo
que me movía hacía la vida, sin embargo, cuando fui razonando mejor la imposibilidad de
nuestro amor, regresaron los dolores y la tristeza, y la desesperanza.
Un día Guillermo me encontró
zurciendo un viejo disfraz de mago. Estaba
parchando la capa y cosiéndola a una armazón de alambres que verdaderamente no dejaba de parecerse a sus alas.
El color negro del satín se había desteñido por el tiempo y quedaba un tinte cobrizo que se asemejaba mucho
a su piel. Quería sorprenderlo con la
visión de algo que le fuera familiar, quería
sentirme más cercana al mérito de su amor, aunque fuera mediante un ingenuo truco de mago de pobre. El se
dio cuenta cabal y no dijo nada, se sentó distante y esperó.
Me até las puntas de la capa a las muñecas y los
codos y extendí mis brazos levantando una popa de aire que se encerró en el vuelo
de la tela. Guillermo me miró indulgente, con esa hambre
desesperanzada y golosa de quien contempla una antigua prohibición. Súbitamente
su rostro cambió de expresión y mientras yo buscaba en la tela la razón de su
horror, él me arrastró hasta el suelo con su abrazo, en un momento oscuro que contuvo
tela, lesión, vértigo, sin que yo entendiera nada, más que el
penetrante dolor de mi corazón.
Infarto del
miocardio. El tercero en un año, el último. Se había distraído y no pudo impedir
el ataque, y no mató el mal anticipadamente con la filosa espada justiciera con que los ángeles vencen. Pero evitó a tiempo mi muerte.
Ese debió
ser el final. No estaba previsto en ningún anal de augurios otro
peligro en mi vida, más que mi último día, ahora impredecible.
Pero mi
guardián no quiso irse. Inadaptado, solo, extranjero, Guillermo
prefirió quedarse. En las alas estaban la clave de su deserción...
quitárselas. Al comienzo no comprendí, quitárselas como?, no
eran accesorias piezas ensambladas. —La espada—, me dijo, pero yo
no pude. Su hermosura, su grandeza, su erotismo..., además el
dolor. La agrura de aquella propuesta era atroz.
Lo vi hacerlo: tomó la espada,
ligera y grácil en su mano, y con dos tajos
breves, tijeretazos de barbero, dio cuenta de sus alas, membranas sensuales que se plegaron solas y cayeron muertas como pájaros cazados en vuelo.
No hubo
sangre; un líquido blanquecino y ralo se le resbaló por la
espalda mientras sufría su suplicio, pálido de dolor. Con la misma aguja que
había cosido el disfraz, le suturé la espalda. Los muñones de cartílago y hueso
quedaron como bultitos punzantes debajo de la piel.
Ahora tiene
dos canoas que surcan el lago calmo de su espalda, cicatrices que se escurren desde la
nuca. Ya no es un ángel, nunca volará más, ya tampoco tiene el entusiasmo parco, pero sincero
de antes.
Yo me curé, es decir, no estoy
enferma del cuerpo, pero tengo hoy tantas ganas de dejarlo todo, como las tuve un día por él, y otras
veces, antes de él, por mí. Hoy quiero irme por él, pero sin él. Huir
de él quiero, de su nostalgia que me ahoga, de sus aburridas rutinas, de su
hastío que me hastía y de esas tenues, horrendas cicatrices que me acosan los recuerdos.
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