CICATRICES - Patricia Belli

Me aproximé hasta poner mi mano sobre su pantalón, pero él no se dio por aludido. Como tampoco mostró sorpresa, subí la mano y le desabotoné la camisa. Nada parecía inmutarlo. Hasta que le toqué la piel, entonces, el desconcertado fue él. Su respuesta fue mejor de lo que hubiera podido esperar hasta ese momento, no porque tomara una actitud más activa, sino porque se dejó llevar con cándido embeleso.
Se deslizó en la cama hasta quedar acostado boca arriba y la expresión curiosa, aunque felizmente serena de su cara, me indicó que su pasividad no era un juego, sino pura inexperiencia.
¡Yo qué me hubiera imaginado que era virgen! Así de lindo y todavía virgen ¡Esto si es pecado! Recuerdo que pensé fugazmente. Me puse tan nerviosa que no quería darle la cara pero al mismo tiempo me excitaba mucho pensar que yo le iba a enseñar. Y de repente, cuando el juego iba llegando a la sublimación, ¡él que se da vuelta y yo que le miro las sombrillas pegadas a la espalda!
Demás está contar el susto. Y por supuesto que no iba a creer la explicación insólita que me estaba dando. Pensé que era alguna enfermedad, o algo así. Entonces, Guillermo se puso en pie y desplegó sus falanges hilicas, larguísimos dedos membranosos, el pulgar del ala derecho rozó la lámpara del techo y con la punta de la izquierda cerró la puerta del baño. Era una cosa imponente, sus alas abarcaban casi todo el cuarto, leves como velos de seda, no transparentes sino translúcidas, como papel Biblia, pero sin la rigidez, elásticas. A través de ellas podía ver la luz de la ventana, el detalle de la verja y las flores de la jardinera. Formas imprecisas que al perder los contornos en las cortinas de las alas parecían bailar sutilmente la danza chinesca de sus sombras.
Guillermo, cohibido por mi asombro, las peló hasta hacer de ellas un paquetito compacto y firme de nuevo, detrás de los homóplatos. Acto imposible de haber estado equipado con las glamorosas alas de pájaro que los humanos les atribuimos a los ángeles. Mi ángel de la guarda disfrutaba la comodidad de su modesta naturaleza murciélaga, única posibilidad voladora para cualquier mamífero. Las alas, empacadas como paraguas permanecieron inmóviles.
Me contó después que mi expresión transportada le hizo evocar la visión de las alas abiertas de su madre mientras lo amamantaba, en el primer milenio de su infancia. Alas morenas bellísimas, como la cara, como los pechos, como toda su piel lampiña desprovista de plumas, pelos o escamas. Los tupidos cabellos de la cabeza eran el único accidente en la piel tirante y virgen de aquella Ángela formidable. Pezones enormes y manos sin uñas, venas verdosas bajo su melancolía. De aquella hembra lo heredó todo: la belleza monumental y triste, el carácter voraz y el color de la piel.
Le pedí que las extendiera de nuevo. Para levantarlas también levantaba los brazos y parecía más alto. Su desnudez me pareció vulnerable, humilde en semejante magnitud y pensé —apenas—que era la imagen más erótica que nunca había visto. Me aproximé a su costado izquierdo para tocar la piel estirada del ala que cedió levemente al empuje de mis dedos. El bajó la otra, plegándola para tocarme la mejilla con la mano. En ese momento yo había llegado a un grado de fascinación al pie del éxtasis y el contacto con su mano me volvió en mí, me regresó a la tristeza de su mirada.
La palabra pecado se me hacía más y más ajena, más lejana porque aquello ya no era de este mundo. Y si era cierto que estaba sucediendo, aunque el detalle no importaba, era irresistible.
Su boca entreabierta y húmeda, las alas de piel tersa, sensuales, una tímida erección de ángel asustado, y mi abundante sed. Sólo el demonio, ángel caído, pudo conocer su pasión; sólo Él, dios del deseo, nos comprendió a los dos.
Nada era nuevo para mí, pero todo fue distinto con Guillermo; fui dejando de ser orgullosa en el amor, y me volví suave,
tranquila. Al ir enseñándole iba yo aprendiendo el gozo de mi mansedumbre.
Con el tiempo nos fuimos hundiendo en un amor pantano que creíamos tan antiguo como sus recuerdos y sabíamos tan difícil como su misión. Guillermo nunca se había quejado de su misión: estaba destinado a tullir sus alas, ocultarlas como un pecado —igual que las chinas tullían sus pies—, para poder vivir la vida leyendada que le habían inventado. Y así como las chinas no llegaban nunca a caminar, él pronto ya no recordaría como volar.
Lo de las alas era áspero infortunio, pero compartido con todos los guardianes asignados a este mundo. Sin embargo su objetivo específico venía por añadidura: no era destino amable ser guardaespaldas de una enferma.
Mi peligrosa enfermedad era un verdadero problema para todos, especialmente para él, pero además, lo preocupaba la amenaza cerníente de un suicidio desesperado.
Cuando apareció dentro de mi cuarto la primera vez, su visión impidió, por mi sorpresa, que yo me tomara los somníferos. Veintidós tenía en la mano y los mantuve ahí hasta que terminamos de conversar, cuando yo ya estaba enamorada y no le importaba nada que después me criticaran por su aspecto sospechoso, su belleza casi femenina, su adolescencia.
Después de aquella tarde, (la tarde de las alas, apenas posterior a la de los somníferos), hubiera querido irme con mi guardián —que hasta entonces reconocía como tal a la exósfera, al fm de todos los mundos, o a nuestro merecido infierno, pero irme con él. Hubiera querido, para volar con él, construirme las alas de Ícaro, aunque me estrellara en el mar de mi llanto y mi mudo dolor, después.
Quería dejarlo todo por él, pero con él. Dejar atrás las medicinas, el dolor y el miedo, y este mundo mediano que miraba antes lo minúsculo de lo que suponían nuestras diferencias, sin intuir la vasta magnitud de un amor que trascendía razas, especies y universos. Trascendía la realidad misma que nos advierte que los ángeles no existen, aunque yo me acostara con uno cada noche, siempre el mismo, ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día..., dejar todo lo que ya mi vida había dado por perdido, incluyendo la otra parte del mundo, (la buena parte): las ironías de Roberto, el tesón de Juan, el talento de mi madre, la poesía descarada de Martín, mi prosaica, amada manera de retar el ocio con pensamientos absurdos, y mis esperanzas mínimas de sanación. Por amarlo libremente yo hubiera renunciado a todo. Todo pero Guillermo no podía llevarme, porque su misión no era huir. Pero tampoco podría guardarme de mis males uniéndose a mí.
En esos tiempos la enfermedad tuvo un receso, o más bien, se escondió detrás de mi alegría. Mis pensamientos funestos también fueron relegados por el nuevo motivo que me movía hacía la vida, sin embargo, cuando fui razonando mejor la imposibilidad de nuestro amor, regresaron los dolores y la tristeza, y la desesperanza.
Un día Guillermo me encontró zurciendo un viejo disfraz de mago. Estaba parchando la capa y cosiéndola a una armazón de alambres que verdaderamente no dejaba de parecerse a sus alas. El color negro del satín se había desteñido por el tiempo y quedaba un tinte cobrizo que se asemejaba mucho a su piel. Quería sorprenderlo con la visión de algo que le fuera familiar, quería sentirme más cercana al mérito de su amor, aunque fuera mediante un ingenuo truco de mago de pobre. El se dio cuenta cabal y no dijo nada, se sentó distante y esperó.
Me até las puntas de la capa a las muñecas y los codos y extendí mis brazos levantando una popa de aire que se encerró en el vuelo de la tela. Guillermo me miró indulgente, con esa hambre desesperanzada y golosa de quien contempla una antigua prohibición. Súbitamente su rostro cambió de expresión y mientras yo buscaba en la tela la razón de su horror, él me arrastró hasta el suelo con su abrazo, en un momento oscuro que contuvo tela, lesión, vértigo, sin que yo entendiera nada, más que el penetrante dolor de mi corazón.
Infarto del miocardio. El tercero en un año, el último. Se había distraído y no pudo impedir el ataque, y no mató el mal anticipadamente con la filosa espada justiciera con que los ángeles vencen. Pero evitó a tiempo mi muerte.
Ese debió ser el final. No estaba previsto en ningún anal de augurios otro peligro en mi vida, más que mi último día, ahora impredecible.
Pero mi guardián no quiso irse. Inadaptado, solo, extranjero, Guillermo prefirió quedarse. En las alas estaban la clave de su deserción... quitárselas. Al comienzo no comprendí, quitárselas como?, no eran accesorias piezas ensambladas. —La espada—, me dijo, pero yo no pude. Su hermosura, su grandeza, su erotismo..., además el dolor. La agrura de aquella propuesta era atroz.
Lo vi hacerlo: tomó la espada, ligera y grácil en su mano, y con dos tajos breves, tijeretazos de barbero, dio cuenta de sus alas, membranas sensuales que se plegaron solas y cayeron muertas como pájaros cazados en vuelo.
No hubo sangre; un líquido blanquecino y ralo se le resbaló por la espalda mientras sufría su suplicio, pálido de dolor. Con la misma aguja que había cosido el disfraz, le suturé la espalda. Los muñones de cartílago y hueso quedaron como bultitos punzantes debajo de la piel.
Ahora tiene dos canoas que surcan el lago calmo de su espalda, cicatrices que se escurren desde la nuca. Ya no es un ángel, nunca volará más, ya tampoco tiene el entusiasmo parco, pero sincero de antes.


Yo me curé, es decir, no estoy enferma del cuerpo, pero tengo hoy tantas ganas de dejarlo todo, como las tuve un día por él, y otras veces, antes de él, por mí. Hoy quiero irme por él, pero sin él. Huir de él quiero, de su nostalgia que me ahoga, de sus aburridas rutinas, de su hastío que me hastía y de esas tenues, horrendas cicatrices que me acosan los recuerdos.

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