Desde el
fregadero se puede ver hacia la calle sin ser visto. El vidrio de
la ventana es de doble acción, él siempre creyó que las revistas
Vanidades dan buenas ideas. Los heliotropos se han marchitado y la
niña de las flores hace ya casi una semana que no aparece.
Muriel es un hombre maduro, pero tiene la piel suave y firme,
como las nalgas de un adolescente. Se ha rasurado el pecho para verse más
provocativo, y se pasea a caballo con la mitad del cuerpo desnudo; sus cabellos teñidos de
rubio parecen naturales sobre su piel cobriza. Lo veo desde aquí, desde mi muralla de
platos sucios. Conquistar nuevas mujeres, confiando quizá en que
nadie puede verlo. No sabe, nunca ha entrado a mi cocina. Muriel vive frente a
mi casa. A veces sus amantes se acicalan, como parte del rito furtivo, frente al
espejo de mi ventana. Mido sus pechos con respecto a los míos, imagino si caben
perfectamente en las manos tibias de Muriel. Observo detenidamente la curvatura
de los cuellos cuando sienten el temblor tibio de sus besos... Él es como un dios
perverso que las ama y las desecha como estopas de naranja.
Desde el mueble de los platos de porcelana, que me
opaca con su brillo
veteado de madera preciosa, casi a escondidas y sin proponérmelo, escucho a mi
esposo hablando con Muriel, de estar orgulloso de mí que soy una mujer perfecta. Muriel se queja de mi silencio permanente.
Mi esposo señala que parte de mi perfección es "la sabiduría del silencio", dice.
Porque Muriel no
sabe qué es el silencio, cada conquista es relatada en su círculo de amigos con cada
detalle de peso y talla. Aunque yo no los escucho, puedo leer sus labios desde
mi cocina. El árbol que
está entre su casa y la mía, casi en medio de la calle, es testigo del deseo de exhibir
que tiene Muriel. Yo, en cambio, prefiero el silencio; mi privacidad.
La niña de las flores volvió con
su sonrisa de hojalata a contarme que
está yendo a la escuela por la tarde. Esa es la razón de su tardanza. Me muestra un
poema que ha escrito:
Rosa sangre de Cristo, llevo en las venas Borrar las penas con azucenas,
el olvido con menta, aunque duela para seguir, el camino en la suela
que señala el corazón y no la abuela
Me pregunta si me ha gustado. Ya
es casi una mujer, es una buena idea expresar los pensamientos, ojala que
estudie y se supere.
Mi esposo dice que las mujeres no pensamos, y sólo flotamos para chocar con el filo de las
ideas; que nuestra inteligencia la expresamos con las manos cuando cocinamos, bordamos o sabemos dar consuelo
con el tacto. Que las mujeres estamos hechas de amor y llanto, las buenas, y de envidia y llanto, las malas. "Y qué
saben ustedes las mujeres sino filosofias de mujeres". Le doy a la
niña el consejo que siempre me da mi esposo:
—Leé libros de poesía, si creés que es lo que te
gusta.
Los días pasan sin que ninguno se
entere de que no soy ni buena ni
mala, ni dulce ni salada. Sólo soy yo, el compás de mi corazón, el brillo de mi piel, el color del
cabello que va desapareciendo.
Si sabe cómo, si toma conciencia de qué camino seguir, la niña de las flores llegará lejos. Le
dará una lección a su propia
madre.
Calor en madrugada lunar. La sed ha conseguido que me levante. El insomnio por sed no es aconsejable para
nadie. Desnuda porque hoy cumplí con el débito marital, sin nadie que me vea, nadie que se entere de que existo en
esta casa de nuevo rico en barrio de
pobres. Mis cactus y mis violetas también
necesitan agua. La luz de luna que entra por la ventana es abundante, por eso no necesito luces
artificiales. Quizás éste es el
momento de libertad más importante de mi vida.
Frente a mis ojos está Muriel
recostado junto al árbol desnudo como
siempre, ni se imagina que lo veo, esta vez apretándole las nalgas escuálidas a
la niña de las flores. Los pechitos de botón
de rosa y su escapulario no parecen indefensos en manos suyas parecen perversos, jóvenes y envidiables.
Las caricias grotescas casi de
animal, de Muriel le han arrebatado la falda, exhibiendo una curva de la cadera virgen, la apertura del trasero y palpitante. La migraña nocturna me azota las
cienes mi vaso con agua cae al piso
haciéndose añicos. La pareja se pone alerta al escuchar el ruido. Trato de
recoger los vidrios rotos y sólo consigo
ver la sangre brotando de las heridas. Quiero llorar y no puedo. Ordeno, limpio, recojo, como siempre hago
con todo. Me incorporo para ver lo
que sucede afuera. Es el padre de la niña. Los tres discuten casi en silencio, pero con mucha tensión. El papá de ella andaba por allí de madrugada muy borracho,
intenta pelear con Muriel, pero éste
lo noquea casi sin esforzarse. El padre se va y una nube parece cerrar
el espectáculo que veo desde el vidrio de mi
ventana. Yo lo escogí así, mi esposo no lo ve como el espejo de "Law and orden" porque no le gusta
ver televisión. Yo me siento juez, porque desde aquí puedo dictar el veredicto que jamás nadie escuchará. Entonces
pruebo la sal de mi sangre y las
puntas erectas de mis senos. Lo veo. Viene caminando despacio y seguro, ellos deberían haberlo visto, la nube se fue, pero están! demasiado entregados el
uno al otro como para darse cuenta.
Entonces el novio de la niña la arrastra y la separa de Muriel con fuerzas, sujetándola del pelo negro lacio ahora vuelto una maraña.
La niña trata de interceder, pero es catapultada por
su novio. El novio saca
una pistola de su chaqueta y apunta hacia Muriel. ¿Pero qué podía yo hacer?
¿Hablarle a mi esposo? ¿Salir a la calle gritando como que Muriel me importara un poco?
¿Dejar que Muriel
recibiera por fin su castigo? Mi reflexión es muy larga, el joven le ha disparado en
el pecho a la niña de las flores. Madrugada de noviembre. ¿Quién diría, Muriel, que
morirías a causa de tus
andanzas con un disparo en la frente y otro en el sexo?
Mi esposo llega a pedirme algo, me
dice que vayamos a acostarnos,
que hace frío. Le pregunto si escuchó los disparos, me dice que no, que él se estaba
duchando. "Imaginaciones tuyas". Se va a acostar nuevamente.
Bajo la oscuridad crepuscular
entra una vecina por la puerta del patio que siempre dejo abierta. Enciende las luces. Que llame a la policía, hay un muerto en la
calle.
Yo le contesto:
—Son dos. Llame usted, porque yo estoy desnuda.
La verdad es
que tengo las manos manchadas de sangre.
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MARÍA DEL CARMEN PÉREZ CUADRA
(Jinotepe, Carazo, 1971) Narradora y ensayista. Tiene el don de descubrir en situaciones y palabras cotidianas trasfondos abismales y aristas de humor hiriente. Es licenciada en Arte y Letras por la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua. Este cuento ha sido tomado del libro sin luz artificial fondo editorial CIRA 2004.
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MARÍA DEL CARMEN PÉREZ CUADRA
(Jinotepe, Carazo, 1971) Narradora y ensayista. Tiene el don de descubrir en situaciones y palabras cotidianas trasfondos abismales y aristas de humor hiriente. Es licenciada en Arte y Letras por la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua. Este cuento ha sido tomado del libro sin luz artificial fondo editorial CIRA 2004.
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