Cuentos europeos

Esta es una selección de cuentos populares europeos con ilustraciones a lápiz de grafito de Mauricio Valdez Rivas, el mismo que ilustró su propio libro Cuentos y Mitos de Nicaragua, donde puede leer Los cuentos de mi abuela, AQUÍ, estos son los primeros cuentos del libro, las ilustraciones para la versión digital, están a colores.

A propósito de este libro, lo puedes descargar AQUÍ en PDF en su segunda edición

...

Muchos libros puedes descargar en PDF.
Ir a la tienda.

Cuentos europeos


CONTENIDO



LOS TRES REGALOS MÁGICOS 

(Francia)

Había una vez un hombre llamado Juan Pedro. Tenía muchos hijos y debía trabajar muy duro para alimentarlos. Un día que iba por la calle, se encontró con un viejo mendigo, que le pidió una limosna. Como Juan Pedro era compasivo, le dio al pobre viejo su último centavo. En agradecimiento, éste le regaló el poroto más grande que Juan Pedro había visto en toda su vida.

—Ponlo en la ceniza tibia de tu chimenea —le elijo, junto con entregárselo.

Cuando Juan Pedro llegó a su casa puso el poroto en la ceniza de la chimenea, tal como le había aconsejado el mendigo. Y ante la enorme sorpresa del buen hombre, el grano comenzó instantáneamente a brotar: crecía y crecía, se ramificaba, trepaba por la chimenea; luego se asomó por el techo y empezó a engrosarse y crecer como un árbol hasta el cielo.

Llegó el invierno y Juan Pedro se quedó sin alimentos para sus hijos. Entonces se le ocurrió trepar por la planta de poroto hacia el cielo, con la esperanza de que allí arriba alguien lo pudiera ayudar. Así lo hizo, y subió y subió por el grueso tronco, hasta que llegó a golpear las puertas del paraíso.

—¿Quién es? —preguntó San Pedro desde adentro. 

—Juan Pedro, que tiene un montón de niños y no sabe cómo alimentarlos. ¿Podrías darme un buen consejo?

San Pedro abrió la puerta y lo recibió con estas palabras:

—Te conozco; eres un buen hombre y por eso te ayudaré. Toma este mantel y ponlo en la mesa de tu casa. Luego di: “mantelito, tráeme guisos, asados, pasteles, café y un traguito de llapa”.

—Te lo agradezco, San Pedro —respondió Juan Pedro y se despidió.

Al llegar a su casa puso el mantel sobre la mesa y repitió las palabras que le dijera San Pedro. Al momento la comida y bebida que había pedido llegaron en abundancia y los niños quedaron tiesos de tanto comer. Y de ahí en adelante todos los días sucedía lo mismo.

Una tarde en que Juan Pedro fue a la taberna a beber una cerveza, la dueña le dijo:

—¿Acaso has encontrado un tesoro, Juan Pedro? ¡Estás gordo y rebosas de salud!

—¡Claro que sí! —se rió el hombre. Y luego contó a la dueña de la taberna todo lo que le había sucedido, e incluso le mostró el mantel, pues lo llevaba consigo.

En un abrir y cerrar de ojos la mujer, sin que Juan Pedro se diera cuenta, cambió el mantel por otro igual. Así, cuando el hombre volvió a su casa y sus hijos quisieron comer, por más que dijo: “mantelito, tráeme guisos, asado, pasteles, café y un traguito de llapa”, no apareció absolutamente nada, ni siquiera un par de mendrugos.

Juan Pedro se puso muy triste, y una vez más decidió trepar por la planta de porotos hasta las puertas del cielo. —¿Quién es? —preguntó San Pedro.

—Juan Pedro, que tantos hijos tiene y no sabe cómo alimentarlos.

San Pedro lo reconoció enseguida:

—¡Eres un tonto, Juan Pedro! Me puedo imaginar que estuviste en la taberna y que perdiste el mantel! Sin embargo, te voy a ayudar otra vez —le dijo, abriéndole la puerta—. Llévate este burro que come pasto y produce monedas de oro: cuando estés en apuros, sólo tendrás que extender una sábana debajo de él. ¡Y no me vuelvas a molestar!

—¡Gracias, San Pedro! —replicó el hombre, muy contento.

Cuando Juan Pedro llegó a su casa hizo lo que San Pedro le había indicado y consiguió tantas monedas de oro, que tuvo que ir a la taberna a pedir prestada una balanza: no quería torturarse contándolas todas.

En cuanto hubo concluido su tarea y devolvió la pesa a su dueña, ésta le preguntó:

—¿Qué te pasa, Juan Pedro, por los mil demonios? ¿Es normal para ti pesar este tipo de granos? —Y le mostró una moneda que había quedado atascada en la balanza.

Entonces Juan Pedro, una vez más, le contó todo a la mujer.

Ella lanzó una carcajada de alegría: ¡si casi no podía creer lo que estaba oyendo!

—Tráeme tu burro de las monedas de oro para conocerlo —le dijo, melosa—, y yo lo cuidaré mientras bebes.

Juan Pedro encontró muy buena la idea y corrió a buscar a su burro; lo dejó en manos de la señora y se puso a beber un vaso tras otro. Tanto licor tomó que se quedó completamente dormido debajo de la mesa.

Mientras tanto, la dueña de la taberna había llevado el burro a su establo y lo había cambiado por otro. Así, cuando Juan Pedro, una vez pasada la borrachera, volvió a su casa se encontró con que su burro no tenía nada de extraordinario: no producía nada parecido a monedas de oro. ¡Otra vez lo habían engañado!

Si bien San Pedro le había dicho que no lo molestara más, cuando sus hijos sintieron hambre, Juan Pedro subió nuevamente por su planta de poroto y golpeó en las puertas del paraíso.

—¿Quién es? —volvió a preguntar San Pedro.

—Soy Juan Pedro, pero no me reprendas: sucede que no sé cómo alimentar a mis hijos.

—¿Otra vez lo mismo? ¡Se nota que has vuelto a ir a la taberna! ¿Cuándo vas a entender que las mujeres son más astutas que tú? Por última vez te ayudaré: si vuelves a venir no te dejaré entrar —le dijo San Pedro, abriéndole la puerta. Y agregó—: Ya que la dueña de la taberna te cambió el mantel y el burro, llévate ahora este garrote y exígele que te devuelva lo que es tuyo. Si no quiere hacerlo, di “garrote, cumple con tu deber”, y verás lo que sucede.

Apenas volvió Juan Pedro a la Tierra corrió a la taberna y exigió a la dueña que le devolviera el mantel y el burro.

—No tengo nada tuyo —dijo ella.

—¿Que no tienes nada mío, dices? —insistió Juan Pedro.

—Claro que no; nada, nada! —insistió la señora.

—Entonces vas a presenciar un verdadero milagro —le dijo el hombre. Y luego gritó—: ¡Garrote, cumple con tu deber!

De inmediato el garrote comenzó a saltar y a danzar, pero no en el aire ni en el suelo, sino que sobre la espalda de la dueña de la taberna.

—¡Juan Pedro, sujeta tu garrote! —chilló ella.

—Antes devuélveme lo que me pertenece —le contestó Juan Pedro.

—¡No tengo nada tuyo! —siguió asegurando la mujer. —Si es así: “¡garrote, cumple con tu deber!” —volvió a ordenar el hombre y el garrote siguió y siguió saltando sobre la dueña ele la taberna. Cuando la mujer ya no daba más de dolor, le pidió a Juan Pedro, lloriqueando:

—¡Detén el garrote para ir a busca tus pertenencias!

Así lo hizo el hombre y ella, cojeando y con las últimas fuerzas que le quedaban, fue a buscar el mantel y el burro para devolverlos.

Desde ese día Juan Pedro vivió feliz y en paz con sus hijos, y nunca les faltó nada. Y por lo tanto, no volvió a molestar a San Pedro.



EL GALLO Y EL SOL 

(Los Balcanes)

Muchos años han pasado ya desde que se creó el mundo, y los animales se han multiplicado. Pero hace muchísimos años, cuando éstos eran menos sobre la tierra, se juntaron todos a la orilla de un gran mar para discutir sus asuntos. Se reunieron en pares y grupos y hablaron de lo que les preocupaba. Y como el sol resplandecía y esparcía un agradable calor, los animales se encontraban muy bien y no querían irse de allí. En eso estaban, cuando al gallo se le ocurrió decir:

—Escuchen bien, hermanos: nosotros estamos tan bien porque el sol nos alumbra y calienta. Estoy seguro de que todos ustedes le están agradecidos al sol, pero aun así nadie ha hecho nunca nada por alegrarlo. Piensen en esto: ¿qué podríamos hacer para que el sol se pusiera contento?

Cuando los animales escucharon las palabras del gallo, se pusieron a pensar en qué podrían regalarle al sol. Mientras pensaban se les iban ocurriendo cosas y las comentaban entre ellos. Pero no se ponían de acuerdo en ninguna idea, pues ninguna les parecía lo suficientemente buena. Finalmente se puso de pie el puercoespín y les dijo:

—Hermanos, escúchenme que tengo una idea.

—Te escuchamos, puercoespín, te escucharnos. Empieza a contarnos tu idea y si ella nos gusta, todos gritaremos “¡excelente!” —respondieron los animales, Y pararon las orejas para escuchar mejor.

Entonces el puercoespín comenzó con estas palabras:

—Todos nosotros nos casarnos y tenemos hijos. ¡Es cosa de mirar a nuestra descendencia aquí reunida! Pero el pobre sol siempre ha estado solo, ¡siempre!, desde que lo crearon. Por lo tanto, lo que podríamos hacer es conseguirle una esposa para que sepa cuán lindo es salir a pasear con los hijos.

Cuando los animales oyeron esto, lo meditaron con mucha seriedad y dieron su consentimiento. Sólo el león no quedó muy convencido y siguió allí en actitud pensativa.

—Ilustrísimo emperador, ¿qué piensas de lo que ha planteado el puercoespín acerca de conseguirle una esposa al sol? —preguntó el oso.

En tanto el sol había escuchado todo lo que hablaban los animales y se alegró mucho de que le fueran a buscar novia. Pero el sol se alegraba porque aún no había oído la respuesta del león al oso.

El león se levantó y comenzó a hablarles:

—Todos ustedes han aprobado las palabras del puercoespín, hermanos. Pero si lo piensan mejor, verán que estas palabras son lamentables. ¿No han pensado que si el sol se casa tendrá muchos, muchos pequeños soles? ¿Y que si todos ellos calientan nos vamos a asar vivos? Si con un solo sol a veces nos morimos de calor, ¿qué sucederá si éste se casa y procrea muchos soles? ¿No es cierto lo que estoy diciendo?

—Sí, es cierto, ilustrísimo emperador! —gritaron todos los animales—. ¡No podemos dejar que el sol se case!

Cuando el sol —que ya se había hecho ilusiones—oyó las palabras del león, sintió como una piedra en el pecho. Se puso a hacer pucheros y, desesperado, se arrojó al mar para ahogarse. Así, y de pronto, los animales se encontraron a oscuras y sin el calor del sol. Todos se horrorizaron y comenzaron a discutir entre ellos: muchos reprendían al puercoespín por haber sido el de la idea de casar al sol; otros se pusieron tristes y lloraron; la mayoría se deprimió terriblemente. Pero nada de eso les devolvió al sol.

Entonces se puso de pie el gallo Y dijo:

—¿Por qué se hacen tanto problema por el sol, hermanos? Le daré una serenata, y él se entusiasmare al oírla y saldrá del agua.

Eso les elijo el gallo y, cantó tres días y tres noches. Pero el sol no apareció. Estaba instalado en el agua y no quería salir más de allí.

Cuando el gallo vio que no conseguía nada con su canto decidió inventar otra cosa. Y mientras pensaba en ello se fue a la orilla del mar y se dio un exquisito baño. Al salir del agua, empapado y con la cola caída, se dio un gran sacudón para secarse; pero por más que se sacudía, igual seguía todo mojado y con sus plumas lacias.

El lamentable estado del gallo mojado llamó la atención del sol:

—¡Ay, hermano gallo! ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué te encuentras en esa miserable facha y de tan mal humor?

—Las cosas están mal, hermano sol, y, se van a poner mucho peor —le contestó el gallo—. Mis amigos me convencieron ele que me casara. Así lo hice, ¡y ahora estoy tan arrepentido! ¡Se es tan feliz estando solo, hermano, no hay nada mejor en el mundo que estar solo! Ice ahora en adelante me pondré de rodillas, si es necesario, para evitar que mis amigos se casen y sean tan infelices corno yo.

Cuando el sol escuchó esto se alegró muchísimo cíe no estar casado y se propuso no casarse nunca en la vida. Salió del agua, se instaló en el cielo y calentó nuevamente la tierra. Sólo en la noche se volvía a sumergir en el agua, pero a la mañana siguiente salía otra vez. Y así lo ha hecho hasta el día cíe hoy.

El que no crea esto, que vaya hasta la orilla del mar y la vea con sus propios ojos.

El día en que el sol escuchó al gallo y decidió salir del agua, el gallo volvió a sacudirse y se puso a cantar. Y todos los animales lo felicitaron y le agradecieron haber logrado que el sol saliera del agua. En recuerdo de aquel día el gallo aún canta todas las mañanas, pero antes bate sus alas pues cree que todavía está mojado.

En cuanto al desdichado puercoespín, pasó tal vergüenza ante el león y los otros animales, que hasta el día de hoy se siente ridículo y esconde el rostro entre sus púas apenas siente que alguien anda cerca.



LA MUCHACHA ASTUTA 

(Los Balcanes)

Había una vez un hombre sensato que tenía un hijo. Llegó el tiempo en que el hijo ya podía casarse y su padre, que conocía muy bien a las muchachas del pueblo, se dijo que entre ellas no había ninguna que hiera lo suficientemente sensata y madura para el joven. Por lo tanto, decidió buscarle una esposa en otro pueblo.

Así, el padre se dirigió al pueblo vecino, y llegó a la casa de una muchacha de la cual le habían hablado muy bien. Tocó la puerta y ella le abrió y lo hizo pasar. La joven tenía madre, padre, abuela y abuelo, pero ese día solamente su madre estaba en casa.

Pero el anciano no la vio, pues ésta se encontraba en un rincón del cuarto remendando camisas.
Como el hombre únicamente quería hablar con la muchacha y verificar si cumplía con los requisitos para convertirse en su nuera, le encantó poder entablar con ella una conversación a solas.

—¿Tienes padre? —le preguntó.

—Si, tengo —respondió la joven.

—¿Dónde está?

—Fue al molino por un poco de harina —dijo ella. 

—¿Llegará luego o se demorará?

—Si toma el camino más corto se va a demorar más —contestó la muchacha—, pero si elige el más largo va a llegar más temprano.

El anciano no pudo entender la respuesta de la joven, por lo que siguió preguntando:

—¿Y tienes abuelo?

—Sí, tengo —contestó ella.

—¿Y dónde está?

—En los sembrados.

—¿Qué hace en los sembrados?

—Derriba tina y construye dos —dijo la muchacha.

El anciano tampoco entendió esta respuesta, así es que siguió preguntándole:

—¡Y tu abuela?

—Anda por ahí.

—¿Por dónde?

—Donde el vecino —dijo la joven.

—¿Qué está haciendo allí?

—Lo que está haciendo no se lo había hecho nunca antes ni se lo volverá a hacer jamás —contestó ella.
Nuevamente el anciano se quedó sin entender. Estaba sorprendido con las respuestas de la muchacha.

—¿Y tienes madre? —siguió preguntando.

—Sí, tengo madre.

—¿Dónde está?

—Aquí en la casa —dijo la joven.

—¿Qué está haciendo?

—De dos viejas hace una nueva.
Sin entender una sola palabra de todo lo que la muchacha le había dicho, el anciano se despidió y se fue. “Esta muchacha es muy inteligente o muy tonta” se decía, mientras caminaba de regreso a su casa. Iba pensando en todo esto cuando se encontró con un amigo que vivía en ese pueblo. Le contó de inmediato de su visita a la joven, le repitió la conversación que habían sostenido y le confesó que sus respuestas lo habían dejado perplejo.

—No encontraras en todo el mundo una muchacha más astuta que ella —le contestó el amigo—, por lo que hiciste bien en visitarla. Yo te explicaré lo que sus palabras significan:

“Cuando te dijo que su padre volvería antes si tomaba el camino largo y que se demoraría si elegía el corto, te lo dijo porque los caminos más cortos para llegar al pueblo son angostos, escarpados y sinuosos; en ellos las carretas pueden romper sus ejes y darse vuelta, y en esos casos hay que reparar la carreta, lo que demora mucho. En cambio, por el camino más largo se llega más temprano a casa, porque va derecho y no tiene baches.

“De su abuelo, la muchacha dijo que estaba en los sembrados, donde derribaba uno y construía dos. ¿Sabes por qué? Porque el abuelo estaba cerrando un paso que los bueyes habían abierto para entrar a los sembrados por encima de la reja. La muchacha pensó que los bueyes, que ya se habían acostumbrado a ir a los sembrados, iban a abrir dos nuevas pasadas si encontraban la vieja cerrada. De esta manera quedarían dos pasadas en vez de una. O sea, el abuelo estaba derribando una pasada, pero construía dos.

“De su abuela, dijo la muchacha que le estaba haciendo a un vecino algo que no le había hecho nunca antes y que tampoco se lo volvería a hacer. Efectivamente, el vecino había muerto, y la abuela le había cerrado los ojos. Por eso ella estaba haciendo algo que nunca le había hecho ni que le volvería a hacer.
“Por último, la muchacha dijo que su madre, de dos viejas estaba haciendo fina nueva: ella estaba arreglando unas camisas y cíe dos viejas iba a hacer una nueva”.

El anciano se admiró mucho de la astucia de la joven y se fue feliz a su casa. Al cabo de algunos días pidió a la muchacha en matrimonio para su hijo.



EL PÁJARO ENCANTADO 

(Francia)

Había una vez un buen hombre que era muy pobre. Hacía mucho tiempo que él y su mujer habían acabado con toda su fortuna y no sabían de dónde sacar dinero para comer. Lo único que aún poseían era su hijo, que se llamaba Ludwig, igual que el padre. Ya que no les quedaba otra salida, acordaron procurarle a Ludwig un empleo como aprendiz en alguna parte. Una vez decidido esto, padre e hijo partieron a la aldea más cercana a probar su suerte.

Mientras iban, por el camino se toparon con una mujer anciana, a la que saludaron amablemente.

—¿Hacia dónde vas? —preguntó la mujer al padre.

—Voy en busca de un buen trabajo para mi hijo —contestó él—. Ya no sabemos de dónde sacar el sustento y mi hijo come por cuatro.

—¡Oh, pobre hombre! Te deseo lo mejor para el viaje y también te daré un consejo: en el pueblo encontrarás a un hombre que con gusto recibirá a tu hijo y que podrá enseñarle un oficio entretenido y lucrativo. Acepta que así lo haga, pero antes asegúrate de recibir una buena recompensa.

Dicho y hecho. Apenas llegaron al poblado se encontraron con un señor de apariencia amistosa y elegantemente vestido, que al ver que el pequeño Ludwig llevaba una flor en el sombrero —señal de que buscaba trabajo— se dirigió de inmediato al padre:

—¡Buen día, señor! ¿Cuánto me cobraría usted por tomar a su hijo de aprendiz durante un año?

—Cien francos de oro, ni uno más ni uno menos —respondió Ludwig, recordando la recomendación de la vieja.

—¡Eso es mucho dinero! —exclamó el extraño—. ¡Pero que así sea! Dentro de un año, ni un día más ni un día menos, podrá usted volver a buscar a su hijo.

El padre aceptó y volvió solo a su miserable cabaña. Pero se quedó preocupado y comentó con su mujer:

—Nuestro hijo ha encontrado trabajo, pero no pude saber nada sobre su maestro. ¡Ojalá que pase luego el año!

Entretanto el muchacho se acomodaba a vivir con su maestro. El hombre resultó ser un gran hechicero y comenzó a enseñar a Ludwig las cosas más sorprendentes. El joven tenía dieciocho años y era muy inteligente, por lo que entendía al vuelo lo que le explicaban y además le ponía mucho empeño. Al cabo de un tiempo Ludwig demostró poseer tales dotes, que el hechicero, feliz de haber encontrado a un discípulo como él, quiso guardarlo para siempre y comenzó a elucubrar la manera de hacerlo. Así, cuando el plazo de un año venció, el hombre convirtió al muchacho en un pájaro pequeño y gris y lo dejó libre en su jardín.

El padre de Ludwig, que ya venía en camino, se volvió a encontrar con la anciana en el mismo lugar del año anterior. La saludó nuevamente con amabilidad.

—¿Hacia dónde te encaminas, Ludwig? —preguntó ella.

—He venido a buscar a mi hijo, a quien hace un año dejé de aprendiz.

—Si es así, te daré un consejo. Cuando llegues donde el maestro de tu hijo, éste te invitará a comer y beber. ¡Debes negarte! No aceptes bocado ni sorbo de nada. Él entonces te guiará hasta su habitación donde se encuentran almacenadas joyas y monedas de oro por montones, y te invitará a coger lo que tú quieras. Tienes que sacar justo lo convenido con él hace un año: ni más ni menos. Luego ese hombre te llevará a su gran jardín, donde revolotean cientos de pájaros maravillosos y te dará a elegir uno. Tú sólo fíjate en un pajarillo insignificante y gris, posado en la copa de un árbol muy alto, y dile que es ese el que quieres y no otro.

—Muchas gracias, buena mujer, haré lo que me aconsejas.

El padre de Ludwig siguió su camino hasta llegar a la casa del maestro de su hijo, quien lo recibió con grandes muestras de amistad.

—¡Bienvenido, señor! ¡Seguro que deseáis recobrar a vuestro hijo!

—Así es, señor, y estoy bastante apurado —respondió el anciano.

—Pero seguramente tendréis hambre, luego cíe la larga caminata. Os prepararé algo de comer —ofreció el maestro.

En verdad, al viejo Ludwig le sonaban las tripas de tanta hambre que tenía, pero se acordó del consejo de la anciana y respondió:

—Sois muy gentil, caballero, pero no tengo ni pizca de hambre. Sólo quiero llevarme a mi hijo. Y debemos darnos prisa, para volver antes de que oscurezca.

—Bueno, pero al menos bebed un trago conmigo. Estáis cansado y acalorado: un vasito de vino os reanimará —insistió el dueño de casa.

—Muchas gracias otra vez, pero no tengo sed —contestó Ludwig.

—¡Pero, señor, no me podéis rechazar un buen trago! —se ofendió el maestro.

—¡Disculpadme, por favor, pero es que llevo prisa! —dijo el anciano.

—Si es así, acompañadme a la habitación contigua: quiero saldar la deuda que contraje con vos.

Y el hechicero condujo al padre cíe Ludwig a. un cuarto en donde había montañas de dinero, joyas y oro.

—Aprovechad, buen hombre: ¡sacad todo lo que descéis! Mientras tanto, iré a ocuparme de mis asuntos —elijo a Ludwig. Y lo dejó solo.

El pobre hombre miró a su alrededor y calculó que allí había más de lo necesario para que él y su familia vivieran sin problemas hasta el fin ele sus días. Pero nuevamente se acordó de las palabras de la anciana y no tomó más que los cien francos de oro convenidos.

Pronto volvió el hechicero, y sin dejar que su sorpresa ante la actitud del viejo se notara, lo convidó al jardín. Era un precioso jardín. En medio de él había un árbol gigante, sobre cuyas ramas se posaba una gran variedad) ele pájaros ele brillantes colores: los había rojos, tan rojos como los rubíes; y azules, tan azules que resplandecían como turquesas.

—Elegid a vuestro gusto, señor —le ofreció el hechicero, indicándole las aves.

—El pequeño gris, de allá arriba, el que está en la punta del árbol: ¡ese es el que quiero! —dijo el anciano.

Al instante el pequeño pájaro voló hasta Ludwig y se posó sobre su hombro. El hechicero nada pudo decir y, tragándose su rabia, tuvo que permitir que el anciano se fuera con el pájaro.

—¿Cómo andan las cosas por casa? —preguntó el pajarillo gris a su padre, mientras caminaban de regreso.

—¡Ay de mí, de mal en peor! —respondió éste, lamentándose—. Por suerte ahora tenemos cien francos de oro: nos ayudarán a pagar nuestras deudas.

—Dime, papá: ¿hay alguna feria por aquí cerca?

—Sí, hijo, hay justo una hoy en Lezay.

—¡Entonces, allá vamos! Me convertiré rápidamente en un cerdo bien cebado. Amarrarás un cordel a mi pata y me venderás tan caro como te sea posible. Pero antes de entregarme pide que te devuelvan el cordel: ¡si no lo haces así, no podré volver jamás a tu lado!

Y así fue como, gracias a las enseñanzas del hechicero, poco antes de llegar a Lezay, Ludwig se convirtió en un tremendo y bien cebado cerdo. Su padre lo llevaba del cordel. Muy luego llegaron compradores.

—¿Cuánto pedís por vuestro cerdo? —preguntó un hombre.

—Veinticinco doblones de oro —contestó Ludwig.

—¿Qué? ¿Veinticinco doblones? ¡Eso es muy caro para mí, anciano! Os ofrezco veintitrés: los pagaré con gusto y enseguida.

—De acuerdo. Sólo debéis dejarme el cordel. ¡Vamos a la posada a cerrar el trato! —respondió el anciano.

Se dirigieron a la posada más cercana, donde bebieron cerveza, se dieron la mano y Ludwig padre recibió su dinero. Luego el viejo guardó el cordel en su bolsillo, le entregó el cerdo al comprador y se despidió.

Poco rato después el cerdo volvía a ser pájaro, se elevaba por los aires y se posaba otra vez en el hombro de su padre.

—Padre, ¿hay otra feria por aquí cerca? —le preguntó.

—Aparte de la de Lezay, no hay ninguna otra por aquí. Pero sí hay carreras de caballo en Melle.

—¡Excelente, papá! Me convertiré en un caballo flaco y raquítico y tú te subirás a mi lomo. ¡Verás cómo se asombrarán todos cuando nos llevemos el primer premio!

Y así lo hicieron. Cuando llegaron a la pista oyeron cómo la gente se reía y se mofaba de ellos. No se sabía si las burlas eran más para el jinete o para el caballo en el que iba montado, que tenía el lomo caído y se sostenía apenas en sus cuatro patas. El anciano, sin hacer caso de los comentarios, se alineó con el resto de los jinetes.

Bajaron la bandera en señal de partida. Ludwig dejó que los otros se adelantaran un poco y luego espoleó al caballo con fuerza. El animal aumentó su carrera hasta que dejó atrás a todos los otros y fue el primero en llegar a la meta.

El viejo Ludwig estaba fuera de sí contando y haciendo tintinear las monedas en su bolsillo, cuando se le acercó un rico terrateniente de la zona que le preguntó si le vendería el animal.

—Bueno, ¿por qué no? —respondió el anciano—. ¡Con gusto os vendo el caballo! Sólo desearía conservar las riendas.

—¡Oh, por supuesto! Vuestras riendas no me atraen en lo más mínimo —se rió el terrateniente.
—De acuerdo. Pagadme entonces cinco mil francos de oro y el animal es vuestro.

El hombre pagó sin regatear y se llevó el caballo. Cuando llegó a su casa le dijo a su sirviente:

—Acabo de comprar un caballo. Trátalo bien y cuídalo mucho.

El sirviente murmuró entre dientes:

—¡Qué jamelgo más miserable el que se dejó encajar mi patrón! Lo dejaré en el patio: de seguro no tiene fuerzas ni para escapar.

Pero apenas el sirviente se dio vuelta, el caballo se convirtió otra vez en pájaro y voló donde su padre. El anciano iba caminando ole regreso a casa y muy cansado; entonces Ludwig se convirtió en mula para que su padre montara en ella.

Avanzaron un buen rato v en una bifurcación del camino se encontraron con un hombre elegantemente vestido.

—¡Qué magnífica mula! —se admiró el extraño—. ¿Se podrá comprar?

—Claro que se puede comprar —contestó el anciano—, pero sin las riendas.

—Por mí está bien —dijo el hombre—. ¿Y cuánto queréis por la mula?

—Dos mil francos —fue la respuesta.

Se cerró el trato sin problemas. El nuevo dueño montó de un salto en la mula y se alejó aprisa.

El anciano volvió a su casa un poco preocupado: esto de anclar engañando así a gente de buena fe no le gustaba, y esperó el regreso de su hijo para hablar con él del asunto. Pero pasaba el tiempo y el pájaro Ludwig no regresaba. ¡Nunca imaginó el pobre viejo que esta vez habían sido ellos los engañados! El último comprador había sido el hechicero que, sin conformarse por haber perdido a su discípulo, cambió su apariencia para poder atraparlo. Y una vez que tuvo la mula, la ató con una cuerda mágica, le propinó una paliza y la encerró en el establo.

Poco después pasó junto al establo un niño, que al escuchar los fuertes quejidos que provenían de su interior, entró a ver qué sucedía. Descubrió a una mula de triste mirada y sintió compasión.
  
—¡Pobre animal! —dijo—. ¡Mira cómo te han golpeado! Te voy a dejar libre.

El niño trepó al pesebre y cortó la cuerda mágica. Al instante el joven Ludwig volvió a ser pájaro y voló hacia afuera. Pero el hechicero, que andaba por ahí, vio cuando el ave volaba del establo y comprendió lo que había sucedido. De inmediato se transformó en gavilán y emprendió la persecución del pajarito gris.

Los aleteos sibilantes del ave de rapiña se cernían sobre el pequeño Ludwig, cuando éste se fijó que justo debajo de él había una muchacha. En el acto el pajarito se convirtió en un anillo de oro y cayó a los pies de la joven. Ella, asombrada, recogió el anillo y se lo puso. El hechicero, al ver esto, no se atrevió a seguir con su persecución.

La muchacha se fue a su casa y una vez que ella entró en su habitación, Ludwig tomó su verdadera forma. Ella casi se desmayó de la impresión, pero él la tranquilizó diciéndole:

—¡No tengas miedo! he hecho esto para escapar de un poderoso hechicero que me persigue. El vendrá mañana y te ofrecerá sanar a tu padre, que está enfermo hace tanto tiempo, y a cambio te pedirá el anillo. Acepta sus condiciones, pero en el momento en que le estés pasando el anillo, encárgate de que éste se caiga al suelo.

Efectivamente, al otro día el hechicero se presentó donde la muchacha.

—¡Buenos días, señorita!

—¡Buenos días, señor!

—He sabido que vuestro padre está gravemente enfermo —dijo el recién llegado.

—¡Ay, sí! ¡Por desgracia! Hace ya muchas semanas, y los médicos no han podido sanarlo —se lamentó ella.

—Yo lo libraré de su enfermedad si a cambio me entregáis ese anillo —dijo el hombre, señalando el dedo de la joven.

—¡Oh, con mucho gusto! Pero, por favor, sanad primero a mi padre —contestó ella.

El hechicero hizo unos suaves masajes circulares en la frente del padre de la muchacha; en seguida el rostro contraído del enfermo se relajó y, como si se hubiera librado de un gran peso, el anciano se sumió en un agradable sueño.

—Ahora, por favor, el anillo —pidió el hechicero.

La muchacha se sacó el anillo del dedo y haciéndose la torpe lo dejó caer al suelo. Al instante el anillo se convirtió en un grano de trigo, y al momento también el hechicero se transformó en gallo y se lanzó en picada a comerse el trigo. Pero Ludwig fue más rápido aún y, convirtiéndose en zorro, se comió al gallo.

Luego el zorro recobró su forma humana y le preguntó a la muchacha si quería casarse con él. Ella aceptó, celebraron la boda, tuvieron muchos hijos y fueron muy felices.
Y durante mucho tiempo el abuelo Ludwig contó a sus nietos la historia del malvado hechicero y del pajarillo encantado.

Y hasta el día de hoy aún se cuenta esta historia.


CUANDO ADÁN LES PUSO NOMBRE A LOS ANIMALES 


(Los Balcanes)

Cuando Dios Padre creó a Adán y lo llamó hombre, creó también a todos los animales, grandes y chicos, que existen en la tierra. Pero no les puso nombre, sino que dejó para Adán la tarea de hacerlo. Así, reunió a todos los animales y los llevó frente al hombre.

—Adán, hijo mío —le habló Dios—, como los animales están en la tierra para servirte, te encargo que le des u.tn nombre a cada uno de ellos, para que así luego puedas llamarlos.

Los animales allí reunidos hicieron una reverencia ante Adán, como si éste fuese un zar, y esperaron en orden a que él les diera un nombre. Una vez que estuvieron todos nombrados, los animales hicieron otra reverencia y procedieron a retirarse, pero Adán los detuvo y llamó al superior de cada especie.

—Escúchenme bien —les dijo—, les ordeno que cada uno de ustedes se preocupe de que su propia especie aprenda a ejercer un oficio. Unos podrán cantar, otros silbar, algunos batir las alas, y también habrá quienes puedan realizar tareas con sus patas. Deseo que cada especie aprenda lo que quiera, siempre que aprenda a hacer algo, aunque sea el oficio más insignificante. Les doy un plazo de cuarenta días, al cabo del cual tendrán que presentarse ante mí Y. mostrarme lo que le han enseñado a su grupo. Y ustedes —habló dirigiéndose a todos los animales que no eran jefes— deben aprender de sus superiores con obediencia: quiero que en cuarenta días más no haya ninguno que tenga que avergonzarse ante la asamblea por no haber aprendido a hacer algo.

Los animales se retiraron y desde ese día en adelante cada superior se esforzó por enseñar un oficio a los integrantes de su especie. Cuando pasaron treinta y nueve días los animales comenzaron a reunirse para ir donde el padre Adán a mostrarle lo que habían aprendido.

Todos los animales habían logrado hacer algo, salvo las cigüeñas. La superiora se había olvidado del asunto y sólo cuando escuchó el llamado para ir a presentarse ante Adán se dio cuenta de su negligencia.

—¡Dios tenga misericordia! —se lamentó—. Me lo paso corriendo sapos y culebras y me olvido de enseñar un oficio a mis cigüeñas. ¿Qué le diré al padre Adán? ¡Se me caerá la cara de vergüenza!
Pensando en esto, la cigüeña volvió a su nido y meditó sobre cómo podría, a esas alturas, enseñar un oficio a las cigüeñas para no pasar una vergüenza ante la asamblea.

En ese momento el pájaro carpintero se andaba paseando cíe árbol en árbol y, golpeaba los troncos para que salieran las hormigas y comérselas: era ese el trabajo que había aprendido a hacer. Cuando la cigüeña oyó el sonido que hacía el pájaro carpintero con su pico, intentó ele inmediato hacer lo mismo. Pero copio escuchaba desde lejos, en vez de “tac-tac” ella oía “clac-clac”. Entonces ensayó una y otra vez el “clac-clac’ hasta aprenderlo. Luego reunió a todas las cigüeñas y les enseño a picotear del mismo modo. Así, a la mañana siguiente, cuando se encaminaron junto a los otros animales a ver al padre Adán, ellas también tenían un oficio.

A los cuarenta días todos los animales estaban congregados en bandadas, manadas y rebaños en torno a
Adán. Y todos y cada uno comenzaron a mostrar lo que habían aprendido.

El primero fue el león, que rugió tan fuerte que todos los animales se estremecieron; entonces Adán le otorgó el título de emperador, para que rugiera sobre todos los animales.

Cuando el burro vio esto se puso envidioso y también rigió con todas sus fuerzas, pero ningún animal se estremeció. Y Adán consintió en que el burro siguiera rugiendo, ya que no asustaba a nadie. Claro que desde entonces hasta ahora el burro sigue convencido de que sus rugidos son tan feroces como los del león.

Luego los otros animales siguieron mostrando sus artes: unos cantaron; otros silbaron; unos exhibieron sus destrezas con las alas y otros lo que podían hacer con sus patas; y así cada uno mostró lo que sabía hacer, y al final también las cigüeñas, con su picoteo que hacía “clac-clac”.

Pero a aquellos que no habían aprendido nada el padre Adán los condenó a ser mudos para siempre.
Y desde ese día hasta hoy, todos los animales conservan el nombre que les dio Adán y los oficios que él les confirmó. Y también hasta hoy y por toda la eternidad algunos cantan —y así conversan y se comunican entre sí— y otros permanecen mudos. Estos últimos tienen que darse a entender con sus movimientos.


EL GALLITO Y EL DIAMANTE 


(Hungría)

Había una vez una mujer muy pobre que tenía un gallito. Este se lo pasaba escarbando y picoteando en el estiércol, hasta que un día encontró un diamante. Justo ese día y en ese momento pasaba por allí el emperador turco que vio cuando el ave cogía la piedra preciosa.

—Oye, gallito, ¡dame ese diamante! —le ordenó.

—No, no te lo daré, porque mi arpa lo necesita —replicó el ave.

El emperador turco, furioso por la respuesta, le arrebató con violencia el diamante. Luego se lo llevó a su palacio y lo guardó junto con todos sus tesoros.
El gallito montó en cólera y voló a posarse sobre la reja del palacio. Y allí se puso a cantar:

—¡Quiquiriquí, emperador turco, devuélveme mi diamante!
Para no escuchar al gallo, el emperador se encerró en su pieza. Entonces el gallito fue a posarse en la ventana y cantó aún más fuerte:

—¡Quiquiriquí, emperador turco, devuélveme mi diamante!

El emperador, furioso, le dijo a su sirvienta:

—Anda y captura a ese gallo. Luego arrójalo al pozo más profundo, para no escuchar más sus malditos quiquiriqueos.

La sirvienta capturó al gallito y lo arrojó al pozo. Pero una vez en el pozo el gallo habló así:

—¡Vamos, buche: absorbe el agua! ¡Vamos, buche: absorbe el agua!

Y el buche absorbió toda el agua del pozo.

Así, el gallito pudo salir del pozo y una vez más fue a posarse en la ventana del emperador turco.

—¡Quiquiriquí, emperador turco, devuélveme mi diamante!

Al escuchar nuevamente al gallo, el emperador turco se sulfuró:

—¡Sirvienta: captúralo y arrójalo al panal de abejas, para que éstas lo piquen hasta que muera!

La sirvienta arrojó al gallito al panal. Pero una vez entre las abejas, el gallo habló de esta manera:

—¡Vamos, buche: trágate a las abejas! ¡Vamos, buche: trágate a las abejas!

Y su buche se tragó a todas las abejas del panal. Entonces el gallito regresó a la ventana del emperador turco y recomenzó con su canción:

—¡Quiquiriquí, emperador turco, devuélveme mi diamante!

A esas alturas el emperador no sabía qué hacer con el gallo.

—Sirvienta, tráeme a ese pequeño gallo. ¡Me lo meteré en los bombachos!

La sirvienta atrapó al gallito y el emperador turco se lo metió en los bombachos. Y el ave, preso entre las piernas del emperador, comenzó a decir:

—¡Vamos, buche, deja en libertad a las abejas! ¡Vamos, abejas, píquenle el trasero al emperador!

Al escuchar estas palabras, el emperador se puso de pie de un salto y, aterrorizado, gritó a sus sirvientes:

—¡Por todos los diablos, saquen de aquí a este gallo! ¡Llévenselo a la habitación del tesoro, para que allí busque su maldito diamante!

Así lo hicieron los sirvientes y el gallito, una vez en la habitación del tesoro, comenzó a decir:

—¡Vamos, buche: trágate todo el dinero! ¡Vamos, buche: trágate todo el dinero!

Y entonces el buche se tragó todo el dinero del emperador turco. El gallito se fue volando con el dinero a casa y se lo dio a su ama.

De esta manera, gracias al gallito, la mujer pobre se convirtió en una mujer rica. Y si aún no se ha muerto, es que todavía está viva.



EL CABELLO MARAVILLOSO 


(Los Balcanes)

Había una vez un hombre que era tan pobre y tenía tantos hijos que no podía alimentarlos. Era tan desesperada su situación, que muchas veces había pensado en abandonar a sus hijos para no tener que sufrir viéndolos morir de hambre, pero siempre su mujer se lo impedía.

Una noche se le apareció en sueños un niño, que le dijo:

—Veo que tu situación es desesperada y que sigues pensando en abandonar a tus pobres hijitos. Para que eso no suceda, mariana, cuando te despiertes, encontrarás bajo tu almohada un espejo, un pañuelo rojo y una toca bordada: tómalos sin decir nacía a nadie y ve al bosque. Allí encontrarás un riachuelo: sube por él hasta llegar al manantial. En ese lugar habrá una muchacha desnuda, tal como vino al mundo, con su larga cabellera suelta y resplandeciente como el sol. Por ningún motivo deberás dejarte cautivar por ella, va que es una arpía. No debes decir ni una sola palabra, pues si el más mínimo sonido sale de tu boca ella te hechizará y te convertirá en pez o en cualquier otra cosa, y luego te devorará. Pero si ella te pide que le saques los piojos, hazlo. Cuando empieces a buscar y a escarbar en su cabello, encontrarás un cabello tan rojo como la sangre. Sácaselo y huye cíe allí. Si se da cuenta y te persigue, arrójale primero la toca bordada, después el pañuelo y por último el espejo. Así se detendrá y quedará atrás. Luego vende el cabello a un hombre rico, pero no te dejes engañar: ese cabello vale una enorme cantidad de oro. ¡Te harás rico y podrás alimentar a tus hijos!

Cuando el hombre despertó, encontró bajo su almohada todo lo que el niño le había dicho en sueños, y partió al bosque. Allí había un riachuelo y subió por el hasta el manantial. La muchacha estaba sentada a la orilla del lago enhebrando rayos de sol y bordando en el bastidor una tela hecha con cabellos de sus víctimas. Apenas la joven lo vio, se levantó de un salto y le preguntó:

—¿De dónde eres, gallardo mancebo?

Él no contestó y ella volvió a preguntar:

—¿Quién eres? ¿A qué has venido?

Pero él siguió muelo como una piedra y sólo hizo gestos, dándole a entender que era sordo y que buscaba ayuda. La muchacha entonces le indicó con señas que se acercara y le puso la cabeza sobre su regazo para que le sacara los piojos. Él comenzó a buscar piojos en la larga cabellera y los fue sacando hasta que encontró un cabello rojo: lo arrancó de un tirón, se paró ele un salto y se fue corriendo lo más rápido que pudo. La joven partió a toda carrera tras él, y cuando el hombre volvió la cabeza y vio que ella ya pisaba sus talones, le arrojó la toca bordada. La muchacha se agachó a recogerla y la examinó por todos lados, maravillada por el bordado. Mientras tanto él había conseguido alejarse un buen poco, pero la joven volvió a correr y logró nuevamente darle alcance, por lo que el hombre dejó caer el pañuelo. Ella se detuvo otra vez, a coger el pañuelo, y así él pudo ganar distancia. Esta vez la muchacha se enfureció, y lanzando lejos toca y pañuelo se puso a correr más fuerte que nunca. Él, entonces, le arrojó el espejo. Como ella jamás había visto un espejo, lo tomó y quedó inmóvil contemplándose: no sabía que era ella misma y pensó que otra muchacha la estaba mirando. Tanto rato permaneció paralizada frente al espejo, que el hombre alcanzó a alejarse definitivamente de ella.

Cuando llegó a su casa, le contó a su mujer lo que le había sucedido. Pero ella sólo se rió y se burló de él. Sin hacerle caso, el hombre se fue al pueblo a vender el cabello. Logró que un gran número de personas, entre las que se encontraban varios comerciantes, se reuniera en torno a él. Al ver el cabello rojo, un hombre del grupo le ofreció un ducado; rápidamente otro le ofreció dos ducados; luego un tercero tres, y así sucesivamente la cifra fue subiendo hasta llegar a los cien
.
Entretanto la historia del hombre vendiendo un cabello rojo había llegado a oídos del zar, quien mandó a llamar al hombre a su presencia y le ofreció mil ducados. El hombre pobre aceptó y entregó el cabello rojo al zar por mil ducados.

El zar, entonces, extendió el cabello cuán largo era de un extremo a otro, y encontró escritas en él muchas cosas importantes: allí estaba todo cuanto había ocurrido desde la creación del mundo, con sus fechas exactas.

Así el hombre pobre se volvió rico y pudo vivir tranquilo con su esposa e hijos. Porque el niño que había aparecido en sus sueños no era sino un ángel enviado por Dios para ayudar a esa familia pobre y también para dar a conocer secretos del mundo que hasta entonces habían permanecido ocultos.



LAS ÁNIMAS 

(Francia)

Hace mucho tiempo había una joven muchacha que se llamaba Isabeau. Había perdido a su madre y muy poco después su padre se casó con otra mujer. Pero esta mujer era malvada y fea; tan fea, que cuando caminaba por la calle la gente del pueblo se daba vuelta para no mirarla. Pero eso no era lo peor; lo más triste era que la madrastra no soportaba a Isabeau y le hacía daño cada vez que podía.

Antes cíe morir, la madre de Isabeau había dejado comprometida a su hija con Peter, un joven muchacho del pueblo, inteligente y trabajador, que por las mañanas era el primero en llegar a su puesto. Pero la malvada madrastra prohibió a Peter ir a su casa y encerró a la muchacha para que no pudiera salir a verlo. Como los dos jóvenes se amaban mucho, decidieron encontrarse detrás de la reja luego del toque de ánimas. Desgraciadamente la madrastra los sorprendió: iba armada de un palo y como Peter huyó, golpeó sin compasión a la pobre Isabeau, hasta dejarla morada.

La joven decidió entonces no volver a su casa, donde la esperaban más golpizas. Se adentró en la oscuridad y se puso a caminar sin rumbo fijo, hasta que llegó a un enorme llano. Como estaba cansada y enferma cíe tanto llorar y de sentir tanto dolor, se echó sobre una roca, cerró los ojos y se quedó dormida.

Después de un rato, Isabeau se despertó: ya había salido la luna y el búho se escuchaba en el bosque cercano. La muchacha sintió mucho miedo, y más aún cuando vio pasar estrellas fugaces, porque ella sabía que esas eran las almas de los muertos que pasan al otro mundo. En el silencio de la noche oyó que en el pueblo, al otro lado del bosque, daban las doce. Y, súbitamente, todo el lugar comenzó a temblar y vibrar. Isabeau no podía creer lo que estaba viendo: de cada piedra y de cada arbusto comenzaron a salir unas raras creaturas lúgubres, que despedían un resplandor amarillo. Unas eran de cabeza grande y barba larga; otras, de rostros viejos y arrugados. Salían de todas partes, y pululaban en el llano. Finalmente las figuras comenzaron a danzar y a cantar:

—¡Podas las almas buenas, todas las almas buenas! —decían. Y cantaban siempre lo mismo.

De pronto vieron a Isabeau y se acercaron a ella: —Oh, niña, ven y baila con nosotros. Ven y canta con nosotros.

—¡Pero si siempre cantan lo mismo! —exclamó Isabeau.

—Entonces ayúdanos a cantar algo mejor, pues somos unas pobres almas condenadas y tenemos que permanecer en la tierra hasta que hayamos terminado nuestro himno de alabanza. Hace ya cientos de años que intentamos inventar otro verso y no se nos ocurre ninguno. ¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos!

Isabeau, luego de pensar un instante, tornó a una de las ánimas de la mano y cantó para ellas:

—¡Podas las almas buenas, todas las almas buenas alaban al Señor su Dios, alaban al Señor su Dios!

Apenas entonó los versos, las ánimas comenzaron a danzar frenéticas y hacían remolinos y repetían lo que lsaheau había entonado. Luego le pidieron que siguiera cantándoles, pero Isabeau estaba tan cansada que les dijo:

—Hoy no puedo más, pero les prometo volver otro día a terminar el canto de alabanza.

Una de las ánimas se acercó a Isabeau.

—Para agradecerte tu buena acción, te concederemos un deseo; sólo tienes que pedirlo.

—Lo único que deseo es que mi madrastra no esté cuando yo quiera encontrarme con mi Peter —dijo la joven.

—Toma este anillo —ofreció el ánima—, cada vez que te lo eles vuelta en el dedo, tu madrastra sentirá un deseo irresistible de contar repollos.

Isabeau corrió a su casa. El sol ya estaba alto cuando llegó. En el jardín se encontró con Peter, que de tanto extrañarla anclaba rondando por ahí. Pero en cuanto la madrastra los descubrió, partió corriendo hacia ellos con un palo en la enano. Isabeau, al verla, hizo girar el anillo y la madrastra, al instante, arrojó lejos el palo y corrió a su huerto a contar los repollos. Los contó y los contó, y cuando terminó empezó a contarlos cíe nuevo.

Desde entonces Peter fue todos los días a ver a Isabeau y ésta mandaba cada vez a su madrastra a contar repollos. Pero resulta que Peter comenzó a aburrirse cíe visitar tan seguido a Isabeau; además, el verla todo el tiempo con los ojos llorosos a causa de las golpizas que su madrastra le propinaba por las noches, se le hizo insoportable. Debido a esto Peter ya no fue más a casa de la muchacha y para el baile del pueblo invitó a Miete, otra joven del lugar.

Todo esto entristeció muchísimo a Isabeau y le echó la culpa de sus sufrimientos al anillo de las ánimas, por lo que decidió devolverlo. Esperó hasta que se oscureciera y, a hurtadillas para que no la descubrieran, partió hacia el llano.

Era casi medianoche cuando llegó y ya comenzaban a salir las ánimas, arrastrándose, de debajo ele las piedras y de los matorrales. En cuanto la vieron formaron un círculo a su alrededor.

—¡Oh, aquí estás nuevamente, niña! Por favor baila con nosotros y ayúdanos a terminar nuestro canto de alabanza —le pidieron algunas.

—¡Podas las almas buenas, todas las almas buenas, alaban al Señor su Dios, alaban al Señor su Dios...! —cantaban otras, a la vez que miraban ansiosas a Isabeau.

—...que al mundo redimirá —continuó Isabeau.

El júbilo de las ánimas al oír las palabras de Isaheau fue infinito; y todas ellas cantaron y danzaron durante la noche entera. Pero en cuanto las primeras luces de la aurora comenzaron a alumbrar, una de las ánimas se acercó a Isabeau y le dijo:

—Te estamos muy agradecidas: dinos qué deseas y te lo concederemos.

—He venido a devolverles el anillo, pues sólo me ha traído desgracias. Peter me abandonó por otra muchacha más linda que yo. Lo que yo quisiera ahora es ser tan hermosa, que todos me amaran, ¡así Peter me querría únicamente a mí!

Un ánima se adelantó entonces con un collar de piedras entre sus manos y se lo puso en el cuello a Isabeau, diciéndole:

—Ya eres más bella que el día que nace: ¡nadie se te podrá resistir! Claro que ahora nos olvidarás, y sin ti no podremos terminar nuestro canto de alabanza.

—No, no me olvidaré de ustedes —prometió la joven—. Antes de que el sol vuelva a salir cuatro veces yo regresaré.

Isabeau tenía prisa, por lo que se fue corriendo, pero en el apuro tomó el sendero equivocado y llegó a una granja, donde se detuvo a preguntar por el camino a su casa. Apenas los sirvientes del lugar la vieron, dejaron sus faenas y se acercaron a ella, boquiabiertos:

—¡Qué hermosa eres, Dios mío, qué hermosa eres! —le decían.

Uno le ofreció llevarla en brazos hasta su casa, otro en su carreta, un tercero le dijo que se quedara allí para siempre. Finalmente Isabeau casi no podía moverse, de tanto de lo que se le habían acercado los hombres. La mujer de la granja, al ver el revuelo que la recién llegada había causado, de pura envidia trató de pegarle y luego la echó del lugar.

Finalmente Isabeau llegó a su casa y también ahí todos se quedaron admirados cíe su belleza. Lo mismo le sucedió a Peter, que se acercó a ella encandilado. ¡Isabeau no podía más de felicidad!

Por desgracia, no mucho rato después, llegó la madrastra que apenas vio el hermoso collar en el cuello de la muchacha se lo sacó de un tirón y se lo puso en su propio cuello, que más parecía un cogote de gallina. De inmediato —aunque la madrastra seguía igual de vieja, fea, arrugada y decrépita— todos los hombres que estaban a su alrededor comenzaron a encontrarla maravillosa y se le acercaban y la rodeaban completamente fascinados.

La vieja, que no era tonta, se dio cuenta de que todo eso ocurría debido al collar que llevaba puesto; y como los hombres, enloquecidos por su belleza, la acosaban y se le tiraban encima, ella, desesperada, corrió hasta el pozo y arrojó el collar al agua. En el mismo instante los jóvenes y hombres maduros que estaban a su alrededor la volvieron a ver vieja y mal agestada, y se rieron a gritos de ella, burlándose de su fealdad.

Esa noche la mujer, para vengarse, golpeó a Isabeau hasta dejarla llena de moretones. Para colmo, también Peter trató mal a Isabeau esa noche: la acusó de coquetear con todos los muchachos del pueblo, y le dijo que no la quería ver más. Por último, el muchacho añadió que no pensaba casarse con ella, sino que con una joven mucho más rica.

—¡Ay! ¡Ay! —se lamentó la pobre Isabeau—. ¡Qué tonta he sido! ¡Mejor hubiera pedido ser rica! Iré nuevamente donde las ánimas.

Así, cuando todos se durmieron, lsaheau partió otra vez al llano solitario. Las ánimas ya habían salido de debajo de las piedras y las plantas, y estaban esperando a la joven. En cuanto ésta llegó, la tomaron de la mano y la invitaron a unirse a su canto.

—¡Todas las almas buenas, todas las almas buenas, alaban al Señor su Dios, alaban al Señor su Dios, que al mundo redimirá...! —coreaban las ánimas.

—...tanto a los buenos como a los malos --continuó la canción Isabeau—, ¡tanto a los buenos corno a los malos!

Apenas las ánimas escucharon a la joven se pusieron a cantar y a brincar, sin poder contener su alegría:

—¡Tú nos has salvado! —gritaban—. ¡Y ahora podremos entrar en la eternidad y ser felices para siempre! Pídenos lo que quieras, Isabcau, y te lo concederemos.

—Quiero ser rica, para que mi Peter me ame —les dijo Isabeau.

—¡Serás más rica que un rey, serás más rica que un rey! —corearon todas.

Pero una de ellas se acercó a Isaheau y le habló al oído: —Niña, que cada una de tus lágrimas sea un diamante y una perla.

Luego se acercó otra, que también le habló bajito: —Lleva esta pequeña aguja; mientras la tengas, Peter sólo te amará a ti. ¡Que te vaya bien!

En ese momento se alzaron los primeros destellos del alba y repentinamente las ánimas se elevaron como una fina niebla en el cielo matutino y desaparecieron para siempre.

Isabcau volvió a su casa. Apenas entró, la madrastra se le fue encuna y comenzó a golpearla y a gritarle toda clase ele improperios. Isabeau se puso a llorar... ¡y sus lágrimas se convirtieron en perlas y diamantes! En un comienzo la sorpresa ante lo que estaba viendo paralogizó a la pérfida mujer, pero se repuso rápidamente y siguió propinándole a su hijastra más y más golpes.

—¡Llora, infeliz, llora más! —gritaba, mientras acarreaba toda clase de recipientes para juntar la incontable riqueza que nacía de las lágrimas de la muchacha. Llenó cajones y cajones con perlas y piedras preciosas.

En ese momento Peter, atraído por la aguja del amor eterno, llegaba a ver a Isabeau. Entró a la casa y sin detenerse siquiera a mirar las riquezas que se esparcían por todas partes, corrió hacia Isabeau, que seguía siendo golpeada por su madrastra. Lleno cíe rabia se arrojó sobre la vieja y la agarró del cuello. Entonces la mujer le gritó:

—¡Golpéala, Peter, golpéala! ¡Ella llora perlas y diamantes!

Pero Peter le seguía apretando el cuello, y ella, enfurecida de rabia por no poder golpear más a su hijastra para obtener perlas, se asfixió y cayó muerta.

Pocas semanas después Peter se casó con Isabeau. Se quisieron mucho y tuvieron catorce hijos. Fueron también las personas más ricas del lugar, pero Peter jamás sintió deseos de aumentar su fortuna haciendo llorar a su esposa, y gracias a la aguja del amor eterno la amó fielmente hasta la muerte.


EL DRAGÓN Y LA BELLA FLORINE 

(Francia)

Había una vez un rey que tenía tres hijos: dos hombres y una mujer. La niña se llamaba Florine y era muy linda. Cuando su esposa murió, el rey volvió a casarse con una mujer que a su vez también tenía una hija, que se llamaba Tritonne, pero que era tan fea como bella era Florine. Muy pronto la madrastra sintió una terrible envidia de Florine, al ver que nadie se fijaba en su hija Tritonne, y comenzó a tratar muy mal a Florine.

Un día los hermanos de Florine visitaron a un joven rey amigo, al que le contaron lo bella que era su hermana.

Entusiasmado con la descripción, el rey quiso conocerla y casarse con ella. Los hijos volvieron donde su padre y le pidieron que dejara a Florine ir con ellos al reino vecino.
El padre dio su permiso, pero la madrastra y su hija insistieron en acompañarlos.
Llegó el día del viaje y se embarcaron en una gran nave. Cuando se alejaron de la costa, los jóvenes hermanos gritaron:

—¡Florine! ¿Oyes cómo cantan las sirenas para aplacar a las ballenas?

—Madre, ¿qué dicen mis hermanos? —preguntó Florine a su madrastra, pues con el ruido del mar no escuchaba bien.

—Dicen que te saques un ojo —respondió la madrastra. Y le pasó un cuchillo pequeño y afilado.
Florine se sacó un ojo y la madrastra lo tomó y se lo echó al bolsillo.

Al poco rato los hermanos volvieron a gritar: —¡Florine! ¿Oyes cómo cantan las sirenas para aplacar a las ballenas?

Y Florine preguntó a la madrastra:

—Madre, ¿qué dicen mis hermanos?

Y la malvada mujer respondió:

—Dicen que te saques cl otro ojo.

Florine se sacó el otro ojo y se lo dio a la madrastra. Y los hermanos gritaron por tercera vez:

—¡Florine! ¿Oyes cómo cantan las sirenas para aplacar a las ballenas?

Y Florine  volvió a preguntar a. su madrastra qué era lo que querían. Esta vez ella respondió:

—Dicen que te tires al agua —y al decir esto le dio un empujón a la muchacha, que cayó por la borda y desapareció entre las olas.

¡Qué grande fue la sorpresa de los hermanos cuando el barco ancló en la orilla y la madrastra les contó que Florine había caído al agua! No se atrevían a ir donde el rey, ya que habían prometido llevarle una bella muchacha y en cambio iban a llegar con la horrible Tritonne. Pero cuando el rey los mandó a llamar, no les quedó otra que presentarle a la fea hermanastra. El rey se puso furioso y ordenó encerrar de inmediato a los dos muchachos, aunque de todos modos se casó con Tritonne, pues ya había dado su palabra de casarse con la joven que le llevarían.

Y mientras los dos hermanos se entumecían en un calabozo y el rey se casaba con la fea Tritonne, Florine había sido recibida en el fondo del mar por un dragón. El dragón le aseguró que allí sería feliz y ella aceptó quedarse con él.

Florine pasó largo tiempo con el dragón. Pero un día la joven le confesó que sentía mucha pena por no poder contemplar las maravillas del fondo del mar. El dragón le prometió devolverle la vista, siempre que ella nunca se fuera de su lado.

El dragón, que era muy habilidoso, fabricó un precioso huso de oro y lo fue a vender al mercado. Pronto llegaron dos damas, elegantemente vestidas, que se interesaron en comprarlo.
—¿Cuánto pide por este huso? —preguntaron.

—Un ojo es lo que pido —contestó el dragón.

—¡Dios mío, qué ocurrencia! ¡Un ojo! ¡Pide un ojo! ¿Y de dónde podríamos sacar un ojo? Mejor díganos cuánto dinero quiere y nosotras se lo pagaremos —ofrecieron ellas.

—No. Les he dicho que lo que pido es un ojo —insistió el dragón.

Entonces la muchacha, que no era otra que Tritonne, le dijo en voz baja a su madre:

—¡Démosle el ojo de Florine!

La madre al principio no quería, pero fue tal la insistencia de su hija que finalmente cedió y entregó al dragón el ojo de Florine, a cambio del huso de oro.

El dragón volvió feliz al fondo del mar, le dio el ojo a Florine y cuando ella le preguntó que de dónde lo había sacado, él le contó que habían sido dos distinguidas damas las que se lo habían ciado.
Algún tiempo después Florine sintió el deseo de tener también su otro ojo y se lo dijo al dragón. Este fabricó otro huso de oro y al domingo siguiente partió nuevamente al mercado para venderlo. Las dos mismas damas se presentaron ante él, interesándose por el huso.

—¡Un ojo es lo que pido por este huso! —volvió a decir el dragón.

—¡Dios! —exclamaron ellas—. ¡Qué extraña idea la de pedir un ojo a cambio!

Pero el dragón insistió y ellas terminaron entregándole el otro ojo de Florine.

Florine esta vez recuperó la vista por completo. Un tiempo después la joven le dijo al dragón:
—¿Sales? ¡Me gustaría asomarme a la orilla del mar!

Pero sé que es imposible...

—¡Lo hice todo para que recuperaras la vista y ahora quieres abandonarme! —se quejó el dragón.
—No te abandonaré —aseguró ella.

El dragón consintió en que Florine se asomara a la orilla, pero como era un tanto desconfiado, antes fabricó unas resistentes cadenas con las que amarró a la joven de la cintura. Además, le hizo prometer que si veía acercarse a alguien iba a gritar: “Dragón, bájame, que viene una ballena!”

De esta manera la muchacha comenzó a subir todos los días hasta la orilla, y con el aire y el sol se ponía cada día más linda. Cuando se lavaba el rostro, caía afrecho de sus mejillas; y cuando se peinaba, le brotaba trigo del cabello.

El rey de esa comarca tenía una gran cantidad de cerdos que acudían a diario a la orilla del mar y que comenzaron a comer todo lo que caía de las mejillas y del cabello de Florines así, cuando por la noche regresaban al corral, nunca tenían apetito. Los sirvientes informaron al rey de la extraña conducta cíe los animales y éste les encargó observar a los cerdos en su camino al mar. Al otro día los sirvientes siguieron a los animales hasta la orilla, pero no vieron nada extraño, pues Florine al divisarlos se escondió. Entonces el rey les ordenó que se quedaran durante todo el día junto a los animales, hasta que descubrieran algo. Y así fue como finalmente sorprendieron a la muchacha y pudieron contarle al rey que de sus mejillas caía afrecho y que de su cabello caía trigo.

Al rey le dieron muchas ganas de ir a conocer a esa joven, por lo que una mañana partió a la playa. Cuando Florine lo vio quiso sumergirse, pero el rey fue más rápido y le pidió que se quedara. La muchacha entonces le contó su historia y el rey, compadecido, le dijo que la liberaría de su prisión.
—Lo que pasa es que he prometido al dragón que no lo voy a abandonar —suspiró Florine—, ¡aunque me gustaría tanto poder hacerlo! —concluyó antes de sumergirse.

Esa noche la muchacha preguntó al dragón:

—¿Qué hay que hacer para romper las cadenas que me sujetan?

El dragón se puso furioso al oírla:

—¡Me parece que estás pensando en abandonarme!

—¡No, no, sólo es curiosidad! —aseguró Florine. Entonces el dragón, algo más tranquilo, le dijo:
—Se necesitaría un golpe seco de cien hachas de oro para romper tus cadenas.

—¡Qué horror! ¡Ningún hombre podrá hacer eso jamás! —se dijo Florine angustiada.
Al día siguiente el rey fue a la playa con la esperanza de que la joven se hubiese decidido a escapar. Florine le contó su conversación con el dragón y se lamentó de lo imposible que sería romper sus cadenas.

—No te preocupes —le dijo el rey—, ordenaré que todos los orfebres del reino construyan cien hachas de oro, ¡Estarán listas en menos que canta un gallo y con ellas romperán tus cadenas!

Y así se hizo. En menos que canta un gallo las cien hachas de oro estuvieron listas, y a la mañana siguiente el rey partió con sus orfebres, en un espléndido carruaje, a buscar a Florine a la orilla del mar. En cuanto ella salió del agua el rey contó “uno, dos, tres” y las cien hachas cayeron al unísono sobre las cadenas, que se fueron al fondo del mar.

Florine quedó libre.

Cuando el dragón vio que las cadenas volvían solas, subió rápidamente a la superficie, pero ya Florine estaba lejos en el hermoso carruaje del rey.

El dragón suspiró y se volvió a sumergir en el mar.

Cuando la muchacha y el rey llegaron al palacio, éste mandó a llamar a la malvada madrastra y a su hija Tritonne, a quien el rey nunca había querido. Luego hizo traer a los hermanos de Florine, para ver si reconocían a la joven. La alegría de ambos muchachos al ver a su hermana fue inmensa, pero también fue enorme la rabia de la madrastra y de su hija, que: atronaban no conocer a Florine.

El rey liberó de su cautiverio a los jóvenes y en vez de ellos encerró en el calabozo a. Tritonne y a su madre.

Unos días después el rey se casó con Florine. Fue una magnífica boda. A mí me invitaron y allí me contaron esta historia. Terminada la fiesta no quisieron que mc volviera a pie a mi casa y pusieron a disposición mía una carroza de cristal tirada por dos ratas. Pero en el camino me encontré con un gato, y como éste se comió a las ratas, tuve que seguir a pie.



¿Quieres leer el libro completo? tiene muchos cuentos más con ilustraciones

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares