CAPITULO 1
Primeros viajes a través del Istmo
Los primeros argonautas
"¡oro, oro, oro, en el Río Americano!" tronaba la voz de Sam Brannan que a fines de Mayo de 1848 corría hacia la plaza de San Francisco. Circulaban ese tipo de rumores desde cierto día de Marzo en que el periódico California publicó una gacetilla diciendo que un hombre había encontrado un montón de oro en las inmediaciones del aserradero de un tal Sutter. La noticia no había podido convencer a los escépticos pobladores, pero la duda se disipó de sus mentes cuando Sam Brannan, tenido como uno de los principales comerciantes, irrumpió en la plaza con su negro sombrero aludo en una mano y un frasco de rutilantes granos en la otra. Una fiebre de excitación inundó San Francisco mientras los hombres se apresuraban a dejar todos sus asuntos domésticos en orden. Ni burlas ni discusiones pudieron impedir su salida. Dejaron desierta la ciudad al escuchar el reclamo del oro en el Río Americano.
Al otro lado del continente el New York Herald publicó la noticia tres meses después, pero eso no sacó de su escepticismo a la mayoría de la gente del Este. No fue sino hasta cuando el famoso tarro de ostras lleno de oro en polvo del Teniente Loeser llegó a la Secretaría de Guerra, y cuando el Presidente Polk confirmó el hallazgo en su mensaje al Congreso del 5 de Diciembre, que el delirio se apoderó del país. Su anuncio puso en marcha los días de la fiebre del oro en 1849, y hacia el Oeste se desplazó entonces un gran torrente humano.
Desde que en 1846 se solucionó la cuestión de los límites de Oregón con Gran Bretaña, el interés de los americanos por el Oeste subió de punto. En su mensaje al Congreso en Agosto de 1846 el presidente hablaba de la necesidad de establecer más estrechas relaciones con Oregón y el resto del país. En Abril de 1847 el Congreso otorgó a la compañía de vapores United States Mail Steamship Company un contrato para llevar la correspondencia desde los estados de la costa atlántica estadounidense a California pasando por el istmo centroamericano. En Noviembre de ese mismo año el Congreso hizo arreglos análogos en la costa del Pacífico con la Pacific Mail Steamship Company. Estos contratos no estipulaban nada referente al servicio de pasajeros entre las costas del Este y del Oeste de Estados Unidos.
El California, primero de los vapores de la Pacific Mail, salió de Nueva York el 6 de Octubre de 1848 para ir a tomar su puesto en la compañía naviera del Pacífico y hacer la travesía de Panamá a Oregón. Cuando zarpó no llevaba a bordo a ningún buscador de oro, ya que los americanos de los estados del Atlántico seguían incrédulos. Pero en Diciembre, al llegar el Teniente Loeser al puerto de El Callao, en Perú, una multitud enloquecida por lo que él había contado del hallazgo de oro sorprendió al capitán del barco. Este tomó inmediatamente a bordo a setenta y cinco pasajeros y siguió rumbo a Panamá.
Entre tanto, el vapor Falcon, de la United States Mail Steamship Company, había salido de Nueva York el 1 de Diciembre de 1848 para Chagres (hoy Colón) cuatro días después del mensaje del presidente. Cuando llegó a Nueva Orleans llevaba a bordo a más de doscientos alucinados cazadores de fortuna; el Falcon llegó a Colón el 26 de Diciembre de aquel año. Gran desconsuelo de los viajeros fue el no encontrar allí muelle; muchos se tiraron al agua y llegaron a la orilla al nado, en tanto que otros desembarcaron montados sobre los hombros de robustos mocetones del país. Conocido ya como uno de los más insalubres lugares de la cristiandad, Colón era un poblacho de unos treinta ranchitos inmundos. Ei hecho de que la póliza de seguro de vida de los pasajeros estipulara que la permanencia de una sola noche en Colón entrañaba la cancelación de su seguro, es prueba evidente de cuán malsano y peligroso era ese remoto lugar para la vida de los viajeros.
En Colón tomaban un bongo sobre el río Chagres al pueblo de Gorgona, de donde continuaban a lomo de mula hasta Panamá, veintiocho millas adelante. De tres a siete días les llevaba remontar el río a punta de pértiga manejada por panameños. Antes de que salieran de Colón, cierto hotelero enseñó a unos conocidos suyos un frasco con cuatro onzas de oro en polvo. A la vista de aquello arreció el entusiasmo en todos y corrieron a conseguir bongos haciendo subir el precio del transporte hasta $60 dólares; en Gorgona se encontraron con que no había mulas para todos. En su desilusión y derrota algunos abandonaron su equipaje o lo dejaron a cargo de agentes que en la barahunda de esos días se lo dieron por perdido; los que no pudieron conseguir mulas siguieron a pie hasta Panamá.
Llegó el 5 de Enero sin que el California arribara. Muchos se impacientaron, y no queriendo esperar más se embarcaron en decrépitos veleros, y aún en bongos, ansiosos por llegar a los lavaderos de oro. El 17 de Enero de 1849 cuando el California entró al fin a Panamá, cinco barcos más habían desembarcado pasajeros en Colón, por lo cual tuvieron que quedarse allí más de mil quinientos argonautas sedientos de oro y deseosos de cruzar el istmo cuanto antes. El pequeño vapor con cupo para sólo 250 pasajeros no podía cargar con todos los que querían embarcarse. Y mientras los carpinteros se afanaban en construir camarotes en la cubierta, los boletos de tercera clase subían de $100 a $1.000 dólares, y hasta más. Muchos pedían sólo un rollo de cuerdas en lugar de cama. Y cuando el California zarpó el 31 de Enero para San Francisco llevaba enjaulados a más de cuatrocientos pasajeros; cierto sujeto dejó escrito que era difícil cruzar la cubierta superior sin tropezar con uno de aquellos cuerpos acurrucados en el piso.
El 28 de Febrero de 1849 la ciudad entera de San Francisco se volcó en el muelle para recibir al California. Los cañones de los barcos de guerra de la Flota del Pacífico rugieron dándoles la bienvenida. Veteranos buscadores de oro llegaban canaleteando su botecito hasta los costados del vapor y aturdían los oídos de los pasajeros confirmándoles el decir de la riqueza de los lavaderos. Antes que los recién llegados pudieran desembarcar, todos los oficiales y tripulantes, con excepción del Capitán Cleveland Forbes y un muchacho ayudante del cuarto de máquinas, habían desertado. Lo mismo hicieron los de otros vapores, de suerte que pronto la bahía de San Francisco se convirtió en un cementerio de barcos abandonados.
El 23 de Febrero de 1849, día en que el Oregón segundo de los vapores de la Pacific Mail entró a Panamá, más de 1.200 pasajeros iban cruzando de Colón a Panamá. Ese vapor salió de vuelta a San Francisco el 13 de Marzo con 250 pasajeros, dejando en el istmo a otros centenares que no pudo llevarse. Para cuando llegó el Panamá y zarpó en Mayo con 290 pasajeros, quedaban ya en tierra más de dos mil almas desesperadas.
Los tres vapores de la Pacific Mail no daban abasto para el gran número de pasajeros que querían ir de Panamá a San Francisco. Por fortuna llegaron inesperadamente a Panamá unos buques de vela, y además se mandó aviso a los puertos vecinos de que se necesitaban barcos. A la entrada de la primavera todo barco disponible se preparaba a zarpar. Cierta vez cincuenta y dos hombres ,compraron en $5.000 dólares una goleta peruana, toda carcomida, maltratada por las tormentas y sin quilla; pues en ella se embarcaron el 21 de Marzo de 1849. En otra ocasión el ballenero Equator vendió en Panamá el aceite que llevaba y tomó a 130 pasajeros. Por su parte, otro ballenero, el Niantic, se llevó en Abril a trescientos.
El Humboldt, de quinientas toneladas, fondeó un día en la bahía de Panamá como barco carbonero bajo consignación de $10.000 dólares. Por enfermedad y otras calamidades el fiador prefirió perder su fianza y envió el barco a San Francisco. Tenía cupo para 400 pasajeros solamente; cada uno pagó $ 200 dólares por el pasaje y por la comida que a bordo se podía cocinar una sola vez al día en un caldero de hierro de cincuenta galones. Los carpinteros despejaron la bodega y construyeron a lo largo de sus costados cubículos de tablas puestos en hileras; cada uno tenía seis pies de alto por otro tanto de ancho y lo mismo de fondo; en él se alojaban nueve personas. Como esos cubículos resultaran insuficientes, el resto de los pasajeros se resignó a dormir sobre cubierta y en los botes salvavidas que colgaban de los pescantes. Al subir a bordo el que hacía de líder halló que la cubierta estaba tan atestada de gente desde la proa a la popa, que apenas si se podía caminar. "Muchos enfermos yacían postrados", escribió, "y todo el día se pasaba esa gente sudando, revolviéndose en sus lechos, riñendo y renegando. Faltó la comida, y entonces el hambre y la sed abrieron la puerta a las desenfrenadas pasiones de esa chusma".
Estas condiciones de hacinamiento permanecieron relativamente estáticas en todo el año de 1849. Los pasajeros norteamericanos de los estados del Atlántico llegaban al istmo más de prisa y en mayor número de cómo podían ser transportados a San Francisco, de manera que todo vapor que salía de Panamá dejaba en tierra un mayor número de pasajeros que el que se llevaba. Todavía en Noviembre el Oregón dejó en Panamá a 400 buscadores de fortuna; y eso que en ese viaje se llevó a 444, número no igualado por ningún vapor ese año. Hombres de toda edad y toda laya —médicos, abogados, clérigos, maestros, mecánicos, granjeros, jornaleros, ladrones, tahures, y hasta asesinos— se empujaban unos a otros para conseguir pasaje a la tierra del oro. El precio de los boletos entre Panamá y San Francisco fluctuaba con caprichosa rapidez; en los barcos de vela se pagaba de $100 a $300 dólares, en tanto que los boletos de tercera clase en los vapores de la Pacific Mail que comenzaron vendiéndose a $100 dólares llegaron a costar $1.000.
La gran mayoría de los barcos de vela que salieron de Panamá nunca hicieron un segundo viaje. Una vez que pasajeros y tripulantes pisaban tierra en San Francisco corrían a los lavaderos de oro. Para mediados de Noviembre, más de seiscientos barcos habían entrado en la bahía; más de quinientos seguían fondeados allí mismo. Muchos se pudrían en el agua; los comerciantes vararon en la playa unos cuantos para convertirlos en bodegas o en casas de huéspedes. En Marzo de 1848 la melancólica aldea mejicana de San Francisco tenía 812 habitantes. Para fines de 1849 unos cien mil busca-fortuna hormigueaban en las serranías californianas. Más de treinta y ocho mil de estos nuevos pobladores llegaron por agua. Aquellos desdichados que habían gastado su último dólar en el viaje al Oeste se encontraron con los precios de los víveres por las nubes. La libra de papas pequeñitas costaba $1.50, los huevos $ 12 dólares la docena, y mil pies de madera valían $ 450 dólares. Los viejos habitantes de San Francisco, de regreso de las minas se encontraban con que su propiedad había subido de cinco a diez veces de valor; esto era para muchos una fortuna aún mayor que la sacada de las minas.
La demanda de boletos para California siguió aumentando en 1850. De seis vapores que comenzaron haciendo el tráfico de Panamá fueron luego veintiuno y el número de viajes saltó de catorce a cuarenta y uno. Con una sola excepción, todos los veintiún vapores llevaron en cada viaje pasajeros a San Francisco, variando su número de 22 a 495, y así vemos que el total para el año de 1850 fue de 7.718 contra 3.959 en 1849. Además de este considerable aumento de tráfico vaporino, el uso de barcos de vela siguió igual. El vapor California, en su último viaje de ese año observó que en Panamá había cuarenta y cinco embarcaciones listas para salir a San Francisco.
La ruta de Nicaragua
Aun cuando la gran mayoría de los pasajeros que en 1849 - 50 llegaron a California fue por la vía de Panamá o doblando el Cabo de Hornos, hubo otros que, deseando ahorrarse dinero y tiempo, tomaban una ruta diferente de las varias que había más al Norte. Y los más de estos últimos se decidieron por la de Nicaragua que en su trayecto tenía un río y un lago. Desde San Juan del Norte, en el Atlántico, los viajeros remontaban las 122 millas del Río San Juan hasta el puertecito de San Carlos en el Lago de Nicaragua, y allí tomaban el derrotero de Granada que eran 120 millas. De esa ciudad partían por tierra hasta el puerto de El Realejo, en el Pacífico, agregando al viaje 134 millas más.
La línea naviera Gordon's Passenger Line, de Nueva York, fue una de las primeras que probó esa ruta. Costaba $ 130 dólares el boleto de Nueva York a San Juan del Norte a bordo del bergantín Mary. La compañía garantizaba un reembolso de $ 75 dólares y comestibles para sesenta días en caso de que no pudiera el viajero conseguir pasaje en uno de los vapores de la Pacific Mail desde El Realejo a San Francisco.
El Mary zarpó de Nueva York el 20 de Febrero de 1849 con 130 pasajeros. Veinte días después desembarcaron en San Juan del Norte, en la desembocadura del Río San Juan. El abrupto cambio del invernal Nueva York al tórrido puerto nicaragüense, inspiró estas líneas a Roger S. Baldwin, Jr.: "La pequeña bahía tenía tres o cuatro islitas bordeadas por hermosas playas, más allá rebullía la rompiente mientras que adentro todo era sosiego; casas de caña y palma de empinada techumbre se apiñaban arriba pudiendo verse desde allí la densa jungla; y los opacos perfiles de las lejanas montañas de Nicaragua fueron para mí, junto con todo, uno de los más bellos paisajes que jamás había contemplado".
Inmediatamente dieron comienzo a la tarea de armar un vaporcito llevado previamente allá para remontar el río. Al cabo de tres semanas llegaron al convencimiento de que caldera y máquina eran inservibles; entonces empezaron a remontar el río la mitad de ellos en bongos y los otros en el casco del vapor canaleteado por nicaragüenses. Apenas entrados al río la lujuriante belleza del paisaje tropical fue un sedativo para la tensión nerviosa causada por el reciente atraso. Baldwin describe el San Juan como "un río majestuoso con abundancia de peces, constelado de isletas y orladas sus riberas de florestas cuyo esplendor ningún pincel ni pluma podrían pintar o describir. El verde profundo del follaje, las innúmeras y brillantes flores, las airosas guirnaldas que forman las trepadoras y los musgos entrelazados en caprichosos giros, fue algo que nunca nos cansamos de admirar". Por las noches estos primeros busca-fortuna acampaban en alguno de los muchos claros arenosos de la orilla y se pasaban una o dos horas pescando o buscando huevos de iguana o de tortuga; lo que bien cocinado y acompañado de café constituía un excelente sustento. Después de ocho maravillosos días en el río y de batallar un poco en el paso de los raudales, el grupo llegó a San Carlos. Allí habrían de cambiar a una embarcación más grande para cruzar el lago y dos días después salieron para Granada, a donde fondearon el 13 de Abril. Baldwin y otros decidieron quedarse por un tiempo conociendo la ciudad, mientras los más impacientes continuaban el viaje en mula hasta El Real*. Algunos pudieron tomar allí un barco para San Francisco en los primeros días de Junio, pero el resto se vio obligado a quedarse en el puerto hasta que al fin apareció el Laura Ann. que se los llevó el 20 de Julio. Los últimos del grupo no llegaron a San Francisco sino hasta el 4 de Octubre de 1849, o sea a los siete meses y catorce. días de haber salido de Nueva York.
Debido a los limitados medios de transporte para cruzar Nicaragua, a su larga duración y a la incertidumbre de encontrar barco en El Realejo para irse a San Francisco, pocos fueron los viajeros que en todo el año de 1849 y principios del 50 utilizaron la ruta creada por Gordon para cruzar el país. En Mayo de 1849, el nuevo Encargado de Negocios de Estados Unidos en la América Central se embarcó en Nueva York a bordo del bergantín Francis, en cuya cubierta, dejó escrito, "se amontonaban puercos y aves de corral, cuerdas y encerados; y ni qué decir de barriles de agua dulce y de alquitrán, impidiendo todo ello de antemano a los seres tambaleantes de tierra firme toda peregrinación que fuese más allá del puente de mando". Sólo dos avisos de salida de barcos para San Juan del Norte aparecieron en el New York Herald antes de Junio de 1851. El bergantín Enterprise anunció su salida en Julio de 1850, y el nuevo vapor Prometheus, de Cornelius Vanderbilt, zarpó el 27 de Diciembre de 1850 en su viaje inicial a Nicaragua.
Aunque los barcos que salían de Nueva York preferían las rutas de Panamá y Cabo de Hornos, en la primavera de 1850 aparecieron avisos en los periódicos de Nueva Orleans y San Francisco recalcando la excelencia del clima, la abundancia de comestibles, y el viaje más barato por la vía de Nicaragua. El periódico El Correo del Istmo, de León, hizo propaganda a esa ruta diciendo que lo que en Panamá costaba un dólar, en Nicaragua se conseguía por sólo veinticinco centavos, y que un grupo de cuarenta personas podía pasar de un océano al otro por tan sólo $ 9 u $ 11 dólares por cabeza.
Las compañías navieras Howard and Sons y Law and Company, ambas del Pacífico, promovieron la conveniencia de utilizar la vía de Nicaragua. A principios de Julio de 1850 anunciaron que tenían el proyecto de hacer de El Realejo su principal lugar de abastecimiento de carbón y demás provisiones para sus vapores que hacían la travesía Panamá-San Francisco y viceversa. Con tan prometedores planes para el viaje de El Realejo a San Francisco, los barcos de Nueva Orleans se dispusieron a explotar la ruta de tránsito a través de Nicaragua.
El 31 de Julio de 1850 el veloz buque de vela Thom anunció que el primero de Septiembre partiría de Nueva Orleans para San Juan del Norte. Decía el aviso que de San Juan del Norte, en el Atlántico, a El Realejo, en el Pacífico, la ruta seguiría el curso del Río San Juan, después sobre el Lago de Nicaragua, y luego serían sólo doce millas sobre camino de carruaje. Sin duda que el capitán del barco dudaba poder atraer pasajeros diciendo la verdad, puesto. que los mismos nicaragüenses decían que la distancia entre Granada y El Realejo era de 134 millas. Pronto tuvo otros desvelos, ya que el 22 de Agosto el navío Major Eastland anunció que saldría en breve, y en Octubre tres barcos más anunciaron su salida de Nueva Orleans para San Juan del Norte.
En tanto que de Nueva Orleans salían pasajeros con destino a San Francisco, los barcos del Pacífico entraban a El Realejo. El 24 de Agosto de 1850, la línea naviera Empire City Line anunció en el periódico Alta California que el vapor Northerner entraría en El Realejo en su viaje a Panamá, a fin de que los pasajeros que así lo deseasen pudieran atravesar -el bello y saludable Estado de Nicaragua-. Ese mismo día salió un aviso diciendo que el bergantín Taranto zarparía rumbo a El Realejo y Panamá. El siguiente mes el vapor Ecuador y no menos de once veleros anunciaron su salida para los dos citados puertos; y también en los meses sucesivos continuaron saliendo diariamente en los periódicos avisos similares. Ya para Enero de 1851 la línea de William A. White and Company había fundado la Regular Packet Line and Passage Office anunciando la salida semanal de barcos para El Realejo y Panamá. El Correo del Istmo dijo en sus columnas que del 8 al 30 de Noviembre de 1850 un total de 1.613 viajeros habían cruzado Nicaragua. Gran número de esos buscadores de oro habían hecho fortuna en California y regresaban a los estados norteños del Atlántico "con las bolsas llenas-. Por desdicha, no había un enlace bien sincronizado entre el tiempo de salida y de llegada de los barcos de las costas del Atlántico y del Pacífico estadounidenses. En consecuencia, los pasajeros que iban al Este se veían de ordinario obligados a esperar varios días en San Juan del Norte, y acababan por tomar allí un vapor inglés para Colón, en donde sí conseguían quien los llevara a Estados Unidos. Un indignado ciudadano publicó el 3 de Enero de 1850 en el New York Herald el siguiente relato:
"El poblado está repleto de californianos que van a sus casas, vía El Realejo. Al presente se encuentran aquí unos quinientos y siguen viniendo más. Por el río bajaron cien ayer, quienes dijeron que ochocientos más quedaron en aquel puerto. Los viajeros muestran gran descontento al no encontrar aquí un medio rápido de transporte, lo contrario de lo que se les había hecho creer; en cambio, tienen que aguardar la llegada del vapor inglés procedente de Colón para irse en él cuando la verdad es que esperaban salir rápidamente para Estados Unidos; el precio del boleto es de $15 dólares en cubierta. Hoy se van unos doscientos. ¿En dónde están nuestros vapores? Harían su agosto llevándose a los ciudadanos americanos que se desviven por llegar a sus casas, los que en cambio tienen que esperar la insegura llegada de un barco inglés".
Mas pese a que el transporte de San Juan del Norte a Estados Unidos era remiso, siempre había gente dispuesta a cruzar el istmo nicaragüense. En Febrero de 1851 decía El Correo del Istmo que 5.000 viajeros habían pasado por Nicaragua desde el comienzo del éxodo a California, y que 500 más se encontraban al presente en tránsito. El precio del pasaje de Nueva Orleans a San Juan del Norte y de San Francisco a El Realejo variaba de $70 a $80 dólares con camarote, y en tercera clase costaba de $40 a $55. Aun cuando el cruce por Nicaragua tardaba más, los viajeros juzgaban que por allí era más saludable y el viaje más ameno que por la vía de Panamá. Al llegar a la bahía de El Realejo con procedencia de San Francisco, los pasajeros tomaban bongos remados por nicaragüenses que los llevaban hasta corta distancia de la playa; allí se apeaban para vadear el trecho que distaba de tierra firme, o bien montaban en hombros de los remeros que los dejaban en la propia costa. En el otoño de 1850 El Realejo tenía unos 400 habitantes. Algunos comerciantes emprendieron la construcción de un hotel, con lo que el puertecito pareció americanizarse. Mientras tanto, los viajeros se hospedaban en las casitas de adobe de los porteños en donde dormían en hamacas, a merced de los mosquitos. Muchos perdían dos o tres días en espera de una bestia o carreta para hacer el viaje a Granada. El alquiler de una mula o caballo costaba de $5 a $10 dólares, y $20 el de una carreta en la que podían ir ocho personas con su equipaje. Las carretas, vehículos pesados y de construcción muy tosca, eran tiradas por bueyes. Los hombres hacían el viaje hasta Granada encaramados sobre su propio equipaje. Los que tenían más dinero alquilaban bestias, cuando las había. Las lluvias del invierno enfangaban de tal modo el camino que, combinado eso al calor y al trajín de las bestias y carretas, hacían del viaje una cosa muy enojosa. Los pueblos y ciudades del camino eran como encantadores oasis por su abundancia de frutas y su aire embalsamado de fragancias tropicales. De comida había pollos, huevos, carnes, queso, arroz, leche, chocolate, y ni qué decir de frutas. Un hombre podía comer con veinticinco o treinta centavos de dólar al día; aunque hubo quien, un glotón sin duda, que en ocho días —lo dijo él mismo— se gastó $15 dólares en darle gusto a la panza.
Las 134 millas que había de El Realejo a Granada eran cuestión de cuatro a siete días en bestia o en carreta, según fuera el caso. En Granada los viajeros se embarcaban en bongos que los llevaban por el lago y el río hasta San Juan del Norte. Algunos de estos bongos eran hechos de un solo tronco de árbol ahuecado, pero los mejores eran de tablones de cedro, madera muy liviana y durable; bien cargados, calaban sólo dos o tres pies. Llevaban estas largas y estrechas embarcaciones de ocho a doce remeros que a veces también echaban mano a las pértigas. En San Carlos, antes de comenzar a bajar por el Río San Juan, quitaban al bongo el mástil y las velas que habían empleado en el lago. Los pasajeros ocupaban la chopo, ésta era un lugarcito cerca de la popa techada de madera, palmas o cuero crudo. Los bogas, llamados también marineros (así en el original inglés) dormían sobre sus propios bancos de remar, arrebujados en su cobija y con la borda del bongo por almohada común. El alquiler de uno de estos bongos, con capacidad para veinticinco pasajeros con todo y equipaje, costaba alrededor de $80 dólares.
De San Carlos, una vez cruzado el lago, se bajaba el río con los pasajeros a bordo del bongo en los raudales, y el viaje duraba unos tres días hasta San Juan del Norte. Allí descubrían los viajeros un soñoliento lugarejo de casas de caña y paja. Una casa grande de madera cercada de alta valla de estacas ocupaba el centro de la plaza. Frente a uno de los extremos de la casa se elevaba un asta nudosa en cuyo tope flotaba la bandera del Rey de los Miskitos". Ésta era la aduana de San Juan del Norte, residencia de los funcionarios británicos.
Varios raudales en el curso del San Juan dificultaban su ascenso desde San Juan del Norte. Remontar el río tomaba de ocho a diez días, ya que había que palanquear los bongos contra la corriente, y en los raudales de Machuca, El Castillo y El Toro los pasajeros desembarcaban con su equipaje mientras los bogas, a fuerza de palanca o pértiga, pasaban los bongos sobre las rocas. Mas a pesar de los inconvenientes del viaje, la belleza de la floresta tropical con sus impenetrables muros a lo largo de las riberas cubiertas de enredaderas y guirnaldas de flores, poblada de exóticos pájaros de variado plumaje y de micos bullangueros, eran cosas que fascinaban a los viajeros.
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Tomado del libro: La Ruta de Nicaragua / Colección Cultural de Centro América / Serie Histórica No. 8
Pronto podrá descargar este libro en formato PDF en https://payhip.com/literaturauniversal
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