El Naturalista en Nicaragua. Capítulo 3

 Continuación del viaje. — Jabalíes y jaguar. — Bongos. — Llegada a Machuca. — El Castillo. — Captura del fuerte por Nelson. — Comercio del hule. — Huleros. — Procesamiento del hule. — Monos congos. — Lapas. —El río Sábalos. — Resistencia de los boteros. — San Carlos. — El Canal Interoceánico. — Ventajas de la ruta nicaragüense. — El río Frío. — Relatos sobre los indios salvajes. — Niños indígenas capturados. — Expediciones por el río Frío. — Vapores americanos.

Después de desayunar, continuamos nuestro viaje río arriba y pasamos la confluencia del San Carlos, otro gran río que baja del interior de Costa Rica. Al poco tiempo oímos algunos jabalíes, Dicoteles tajacu, o "guaris"[1] como los llaman los nativos, rechi­nando sus dientes entre la selva. Un botero saltó a tierra y pronto disparó contra uno; lo trajo a bordo después de cortarle una glán­dula en el lomo, que emite un olor almizclado; después lo cocinó para la cena. Estos "guaris" viajan en manadas de 50 a 100 in­dividuos. Se dice que se auxilian entre ellos cuando los ataca el jaguar, que es demasiado astuto. El tigre se posa quietamente sobre la rama de un árbol en espera del paso de los "guaris"; en­tonces salta sobre uno de ellos y lo mata quebrándole el cuello; sube de nuevo al árbol y espera que la horda desaparezca, para regresar por su víctima y devorarla con calma.

Al poco rato vimos pasar uno de esos lanchones grandes, lla­mados bongos, que llevan productos nativos a Greytown, regre­sando con mercadería y harina. Este iba cargado con ganado y hule. Los bongos son botes de fondo plano, de unos cuarenta pies de largo por ocho de ancho. Sobre la popa se encuentra una pe­queña cabina donde habita la esposa del capitán. El bongo es impulsado por 12 bongueros con ayuda de pértigas o largas varas. Los bongueros poseen un solo vestido, que no usan durante el día; lo guardan debajo del cargamento, donde se mantiene seco, para ser usado por la noche. Sus cuerpos bronceados, desnudos, res­plandecientes, manejando los palos impulsados al unísono, mien­tras cantan alguna balada, constituyen imágenes que persisten en la mente de los viajeros del San Juan. Los boteros remaron y em­pujaron hasta las once de la noche, hora en que llegamos a Ma­chuca, donde existe una simple casa frente a los raudales del mismo nombre, unas 77 millas arriba de Greytown.

Desayunamos en Machuca antes de proseguir a la siguiente mañana; luego bordeamos a pie los rápidos para esperar la canoa, una vez que ésta los hubo superado. Alrededor de las cinco, des­pués de remar todo el día, llegamos a la vista de El Castillo, donde existe un antiguo fuerte español en ruinas, coronando una colina y el río. El Castillo sólo tiene espacio para una angosta calle. Fue cerca de ahí donde Nelson perdió su ojo. Capturó el fuerte desem­barcando a una media milla río abajo y arrastrando su arma­mento hasta una colina detrás del fuerte, desde donde lo controló. La colina está hoy talada y cubierta de zacate, que alimenta al­gunas pocas vacas y a muchas cabras. Enfrente del pueblo se encuentran los raudales de El Castillo, difíciles de superar; y como no existe camino que los bordee, exceptuando el paso a través del pueblo, se ha aprovechado para montar la aduana en tal lugar, donde se cobran los derechos a todos los artículos que suben al interior.

La primera visión de El Castillo, viniendo por el río, es muy bella: la colina coronada por el fuerte y el pueblito trepando sobre las laderas constituyen el centro del cuadro. Los agitados rau­dales claros y centelleantes, a un lado, contrastan con la tranquila y oscura selva por el otro, todo lo cual se destaca finalmente con­tra las colinas de zacate verde brillante, que completan el fondo del paisaje. Sólo esta visión placentera me llevé del lugar, pues la única calle es estrecha, sucia y quebrada, y cuando las sombras de la noche avanzan, enjambres de mosquitos llegan zumbando y mordiendo.

Allí conocí al Coronel M'Crae, entregado al comercio del hule. Se distinguió durante la asonada revolucionaria de 1869, organi­zando a sus huleros y acudiendo en ayuda del Gobierno para so­focar la insurrección. Súbdito inglés de origen, se ha convertido ahora en ciudadano nicaragüense, habiendo ocupado con gran mérito el cargo de gobernador de Greytown. Siempre oí hablar de él con mucho aprecio tanto a los nicaragüenses como a los ex­tranjeros. Me mostró pedazos de cuerda, alfarería, utensilios de piedra, traídos por los huleros desde el río Frío, habitado por indios salvajes.

El Castillo es uno de los centros comerciales del hule. Partidas de expedicionarios son equipadas con canoas y provisiones, para internarse en los ríos, entre las selvas inhóspitas de la vertiente atlántica. Allá permanecen por varios meses con la esperanza de regresar el hule a los comerciantes que los han aprovisionado. Muchas de estas expediciones son infructuosas, pues numerosos huleros, una vez equipados, van a vender el producto a otros pueblos, donde no tienen dificultad en encontrar compradores. A pesar de estas pérdidas, les ha ido muy bien a los que han aco­metido esta empresa, pues el precio del hule ha subido durante los últimos años, lo que ha hecho muy remunerativo este negocio. De acuerdo con la información que me suministró Mr. Paton, las exportaciones del hule desde Greytown han subido de 401,475 libras valoradas en 112,413 dólares, en 1867, a 754,886 libras va­loradas en 226,465 dólares, en 1871.

El hule era conocido entre los antiguos habitantes de Centro América. Antes de la conquista española, los mejicanos jugaban con bolas hechas de ese material, que todavía conserva el nombre azteca de Ulli, del cual deriva el de huleros, con que los españoles llamaron a los colectores. Se extrae de un árbol diferente del que existe en el Amazonas y se procesa también de una manera dis­tinta. Allá el árbol es el Siphonia elastica, una euforbiácea; en Centro América el árbol que lo produce es una especie de mata-palo, Castilloa elastica. Se le reconoce por sus grandes hojas, que descubrí cuando ascendía por el río. Cuándo los colectores encuentran en' la selva un árbol virgen, construyen una escalera de lianas o bejucos, de los que cuelgan de cualquier árbol. Para hacer la escalera atan cortos pedazos de madera con pequeñas lianas, muchas de las cuales son tan fuertes como una cuerda. Entonces proceden a rayar la corteza mediante cortes en forma de V, con el vértice apuntando hacia abajo. Cada corte se pro­duce con espacio de unos tres pies a lo largo de todo el tronco. El látex sale del árbol una hora después y se colecta en una gran botella de estaño, plana por un lado y con tirantes para ajustarse a las espaldas. Al látex se le agrega una decocción hecha de una liana, Calonyction speciosum, en la proporción de una pinta por galón, hasta coagularlo en hule, que finalmente es amasado en "burruchas". Un árbol grande, de unos cinco pies de diámetro, produce durante el primer corte unos veinte galones de látex; pueden hacerse dos y media libras de hule por galón. Supe que el árbol se recobra de sus heridas y puede cortarse de nuevo pocos meses después; pero varios que observé estaban secos, pues existe un escarabajo arlequín, Acrocinus longimanus, que deposita sus huevos en las incisiones y cuando eclosan, las larvas perforan el tronco, dejándole grandes huecos. Si uno se para al pie, puede oír roer a las larvas cuando están trabajando; el aserrín que sale de sus madrigueras, se apila sobre el terreno. El Gobierno no ha tomado medidas para evitar esto: cualquiera puede cortar un árbol provocando una gran destrucción tanto entre las especies jóvenes como entre las maduras. Estos árboles crecen rápidamen­te; en poco tiempo se pueden establecer plantaciones que en diez o doce años llegan a ser muy productivas.

Al amanecer de la siguiente mañana dejamos El Castillo, con­tinuando nuestro viaje río arriba. Las riberas pasaban con pocas variaciones. Vimos palmeras altas y gráciles, así como helechos arborescentes; pero en su mayoría los árboles eran dicotiledóneos. Entre estos figuran la caoba, Swietonia mahogani, y el cedro, Cedrela odorata, que son raros cerca del río, puesto que me seña­laron unos pocos. En la copa de uno de ellos, debajo del cual pasamos, estaban sentados algunos congos, Mycetes palliatus, mo­nos negros que a veces, en especial antes de la lluvia y al anoche­cer, emiten aullidos amedrentadores, aunque no tan fuertes como los de las especies brasileñas. Lapas chilladoras con sus exube­rantes libreas azules, amarillas y escarlatas, volaban ocasional­mente sobre nosotros, no faltando tampoco dos tanágridos y tucanes.

A unas doce millas arriba de El Castillo, alcanzamos la desem­bocadura del río Sábalos; paramos en una casa para desayunar. El dueño, un alemán, nos obsequió con jabalí asado, gallinas y huevos. Me indicó que había una fuente termal arriba del Sába­los, pero no tuvimos tiempo para ir a conocerla. Más allá del Sábalos, el San Juan se profundiza y corre perezosamente entre riberas bajas y cenagosas. Las altas palmeras, tan frecuentes en el delta del río, reaparecen aquí con sus grandes hojas ásperas, de veinte pies de largo, que se yerguen casi desde el suelo.

Nuestros boteros continuaron remando todo el día, redoblando sus esfuerzos a medida que se acercaba la noche y cantando al golpe de sus remos. Estaba sorprendido de su resistencia, pues continuaron remando hasta las once de la noche, cuando llega­mos a San Carlos, después de haber avanzado unas treinta y cinco millas durante todo el día y contra la corriente.

San Carlos está en la cabecera del río y a la entrada del Gran Lago de Nicaragua, a unas 120 millas de Greytown. El nivel me­dio de las aguas del lago, de acuerdo con las medidas del Coronel O. W. Childs, era de ciento siete pies y medio en 1851, de modo que el río desciende un poco menos de un pie por milla, en pro­medio. Por otra parte, la altura del paso más bajo entre el lago y el Pacífico se estima en veintiséis pies sobre el nivel del lago; por lo tanto la más alta elevación entre ambos océanos alcanza solamente unos ciento treinta y tres pies en ese paso. Admitiendo un error de unos pocos pies cuando se verifique una medida cabal de mar a mar, no habrá duda de que este punto representa el paso más bajo entre el Atlántico y el Pacífico en Centro América. Esta circunstancia, más el inmenso depósito natural de agua, cer­ca de la cabecera de la navegación, indican que en esta ruta pue­de construirse un canal navegable entre los dos océanos.

En vez de cortar el canal desde la bifurcación del delta del San Juan al mar, como se ha propuesto, se puede enderezar y dragar el ramal del Colorado hasta la requerida profundidad. Más arri­ba, los raudales de El Toro, El Castillo y Machuca, forman re­presas naturales, a través del río, que pueden levantarse para formar esclusas, profundizando el agua entre ellas. De este modo el gran costo de abrir un canal se reduciría, evitándole a la vez la terrible mortandad que siempre se produce entre los trabaja­dores, cuando se realizan excavaciones en el suelo virgen de los trópicos, especialmente sobre terrenos fangosos, como sucede en este caso entre el lago y el Atlántico. Otra ventaja sería el uso de la energía del vapor para ahondar el río, con la cual se evitaría contratar la multitud de trabajadores que demandaría la exca­vación de este canal, cuyo trazado pasa ventajosamente a través de la selva virgen, rica en maderas para combustible[2].

San Carlos es un pueblito a orillas del Gran Lago, que descarga sus aguas a través del San Juan, que lo desagua en el océano. Vigilando la entrada del río, en una colina detrás de la ciudad, están las ruinas de lo que fue una vez un resistente fuerte, cons­truido por los españoles; sus desmoronadas murallas están ahora cubiertas con las delicadas frondas de un helecho, Adiantum.

El pueblito posee una simple y tortuosa calle, que asciende des­de el lago. Las casas son principalmente cabañas techadas con palmas, con pisos de tierra rara vez o nunca barridos. La gente es de origen mezclado: indios, españoles y negros, siendo los pri­meros el elemento predominante. Dos o tres establecimientos mejor construidos y la comandancia del gobernador militar, rei­vindican al lugar de su aspecto de miseria total. Detrás del pueblo hay unos pocos claros en la selva, donde crece el maíz. Algunos naranjales, bananales y platanales, completan la lista de las pro­ducciones de San Carlos, que se mantiene gracias al comercio de las embarcaciones que van en una u otra dirección y a los huleros que parten desde allí en expediciones al río Frío y a otros ríos. Encontramos casualmente en San Carlos a dos hombres traídos del río Frío por sus compañeros. Venían muy lastimados, por haberse caído de lo alto de un árbol de hule, al romperse las lianas que sujetaban las escaleras. Supe que éste fue más bien un ac­cidente raro, ya que las lianas son generalmente muy duras y fuertes, como buenos cables.

Muchos relatos fabulosos se propalan sobre el río Frío y sus pobladores; historias de grandes ciudades, ornamentos de oro, gente de cabellos claros, etc. Podría ser útil, por tanto, referir aquí lo que se conoce acerca de la región.

El río Frío baja desde el interior de Costa Rica, para desembo­car en el San Juan cerca de donde éste emerge del lago. Las ri­beras de su curso superior están pobladas por una raza de indios que nunca se han sometido al dominio español y sobre los cuales casi nada se conoce. Se trata de los guatusos, de los que se dice tienen el pelo rojizo o claro y facciones europeas, característica sobre la cual se han conjeturado ingeniosas teorías; pero, desva­neciendo tales especulaciones, los huleros han capturado y traído algunos niños e incluso adultos, y todos ellos muestran los rasgos comunes y el áspero pelo negro de los indios. Un chiquillo que el Dr. Seemann y yo vimos en San Carlos, en 1870, tenía unos

pocos pelos cafés, entre la gran masa de los negros; pero este ca­rácter puede ser reconocido entre muchos indígenas, como el re­sultado de una leve mezcla de sangre extranjera. He visto unos cinco niños procedentes del río Frío y a un muchacho de unos diez y seis años de edad; todos presentaban los rasgos comunes y el pelo de los indios; aunque me llamó la atención que parecían algo más inteligentes que la generalidad de ellos. Además de éstos, una mujer capturada por lo huleros y traída a El Castillo, no presentaba, en opinión de los que la conocieron diferencia al­guna con el tipo corriente de los indios.

La guatusa[3] es un animal del tamaño de una liebre, muy co­mún en América Central y de buena carne. Presenta un pelaje café rojizo, color que los nicaragüenses identifican con el pelo de los indios de río Frío, por lo cual les llaman "guatusos". Es muy propio entre las tribus indígenas de América llamarse por nom­bres de animales silvestres y en mi opinión este es el origen de la fábula del pelo rojo, como teoría para explicar el nombre de guatusos. Los naturales de Nicaragua y de regiones aún más cercanas a mi país, son aficionados a explicar caprichosamente los nombres de lugares y cosas. Confirma lo que digo la aseve­ración de un nicaragüense, educado e inteligente, de que Gua­temala fue llamada así por los españoles por encontrar el guate (una especie de zacate), muy malo en ese país, de ahí el origen de "Guatemala". Cualquier estudiante de historia mejicana co­noce que el nombre fue una tentativa española para pronunciar el viejo vocablo azteca de Guauhtemallan, que significa "la tierra del águila". Ya tendré otra oportunidad, en el curso de esta na­rración, de advertir cuán cuidadoso debe ser un viajero en Centro América, para no admitir las explicaciones que los nativos dan sobre los nombres de lugares y de cosas.

Los primeros que llegaron a río Frío fueron atacados por los indios, quienes mataron a varios a flechazos. En consecuencia prevalecieron opiniones exageradas sobre su ferocidad y arrojo, y por mucho tiempo el río siguió siendo desconocido e inexplorado; y posiblemente seguiría así, si no fuera por los huleros. En efecto, cuando el comercio de hule se desarrolló, los árboles en las regio­nes más accesibles del bosque pronto se agotaron y los colectores se vieron obligados a penetrar cada vez más lejos en las intransitadas espesuras de la vertiente atlántica. Algunos, más aventu­rados que otros, remontaron el río Frío y, bien provistos de armas de fuego, que usaron despiadadamente, derrotaron a los pobres indios, armados solamente de lanzas, arcos y flechas, empuján­dolos selva adentro. Los pioneros que remontaron el río tuvieron tal éxito en localizar hule, que otras partidas se organizaron, y ahora es común remontar el río Frío desde San Carlos. Los pobres indios quedaron tan temerosos de las armas de fuego, que a la primera aparición de un bote por el río, abándonan sus casas y corren a la selva en busca de refugio. Los huleron saltan a la ri­bera y se apoderan de todas las cosas que los pobres fugitivos han dejado atrás; en algunos casos abandonan a sus chicos, que son capturados y llevados como trofeos a San Carlos. La excusa para robar niños es que se traen para bautizarlos y cristianizarlos; y me pesa decir que este vergonzoso trato a los pobres indios es disimulado por las autoridades. Supe que un comandante de San Carlos había tripulado algunas canoas y remontado el río hasta los platanares de los indios, cargando los botes con sus pro­ductos, para venderlos en San Carlos, donde la población se mues­tra indolente para sembrar por sí misma.

Todos los que han remontado el río hablan de la gran cantidad de plátanos cultivados por los guatusos, pues esta fruta y la abun­dante pesca en el río, constituyen sus principales alimentos. Las casas son grandes cobertizos abiertos a los lados y techados con palma "suta". Varias familias viven en la misma casa, como es costumbre entre los indios. El piso es mantenido bien limpio. Me divertía con una dama en San Carlos, quien al describir las ha­bitaciones indígenas, al Dr. Seemann y a mí, apuntó a su propio piso, desarreglado y sin barrer, diciendo: "Mantienen sus casas muy limpias, como ésta".

El chico y la mujer capturados y traídos desde el río Frío se escaparon, el uno desde San Carlos, la otra desde El Castillo, pero ninguno logró llegar a su casa, a causa de los pantanos y ríos del trayecto; y luego de vagar algún tiempo por el bosque, fueron recapturados. Vi al mozalbete poco después de su recaptura. Ha­bía vivido un mes en la selva, alimentándose de raíces y frutas, y casi murió de inanición. Poseía un inteligente y agudo sentido de sí mismo, hablando continuamente en su propia lengua, apa­rentemente sorprendido de que la gente a su alrededor no com­prendiese lo que decía. Lo llevaron a El Castillo, donde encontró a la mujer capturada un año antes y que había aprendido un poco de español. Utilizándola como intérprete trató de conseguir permiso para retornar al río Frío, con el compromiso de regresar con sus padres. Desde luego, este simple artificio del pobre mu­chacho quedó sin efecto. Fue trasladado a Granada con el pro­pósito, según dicen, de educarlo a fin de establecer un medio de comunicación con su tribu.

Los huleros traen muchos artículos robados a los indios: cuerdas hechas de fibras de bromeliáceas, anzuelos de huesos y utensilios de piedra. Entre estos últimos tuve la suerte de conseguir una ruda hacha, montada sobre un mango de madera, tallado con piedra, fijada en un hueco excavado en el extremo grueso del mango[4]. Este es un hecho singular que muestra la persistencia de los modos especiales de hacer cosas a través de largas edades y entre gente de la misma raza. En los antiguos códices de Méxi­co, Uxmal y Palenque, se representan hachas de bronce fijadas en forma idéntica, en los huecos de la parte más gruesa de los mangos.

Dormimos a bordo de uno de los vapores de la American Transit Company. Estaba muy oscuro cuando arribamos a San Carlos, sin lograr ver esa noche nada del Gran Lago, pero escuchábamos sus olas rompiéndose sobre la playa, como en la costa del mar; desde lejos venía aquel quejumbroso sonido que ha relacionado, desde las más tempranas edades de la historia, la idea del mar con la de pesar y tristeza[5].

El vapor donde pernoctamos era uno de los cuatro pertenecien­tes a la Transit Company, que estaba en ese tiempo en quiebra. Al final, los botes fueron vendidos; el señor Hollenbeck adquirió algunos para la compañía de navegación que fundó. Estos vapo­res son expresamente construidos para ríos poco profundos, y son de diferente estructura que los que vemos en Inglaterra. El fon­do es completamente plano, dividido en compartimientos; la pri­mera cubierta sobresale unas dieciocho pulgadas sobre el nivel del agua, de la cual no está resguardada por ninguna defensa u protección. Sobre esta cubierta viene la carga y están las má­quinas de dirección. Una caldera vertical va fijada hacia la proa y dos motores horizontales accionan unas grandes paletas en la popa. La segunda cubierta es de pasajeros, levantada sobre li­vianos pilares de madera sujetos con chapas de hierro, y a unos siete pies sobre la primera. Más arriba existe otra cubierta, don­de está el camarote de los oficiales y el timón. El aspecto de tal estructura es más de una casa que de un barco. El Panaloya, en el cual viajábamos, caló tres pies bajo el peso de cuatrocientos pasajeros y veinte toneladas de cargamento.



[1] Del miskito "guari", chancho. (N. d. T.)

[2] La Comisión destacada por el Gobierno de los Estados Unidos para estudiar la factibilidad de construir un canal a través del istmo, se decidió en favor de la ruta nicaragüense. El trabajo se inició en Greytown, en 1889; pero después de haber gastado cuatro millones y medio de dólares, el proyecto fue abandonado por razones políticas en favor de la ruta por Panamá.

[3] Dasyprocta punctata, mamífero roedor de América tropical. (N. d. T.)

[4] Ilustrada en Ancient Stone Implements, de Evans, segunda edición, página 155. En la primera edición aparece equivocadamente como procedente de Tejas. Se ha señalado que el hombre primitivo adoptaba el método opuesto al hombre moderno, cuando montaba sus hachas: ajustamos el mango en un hoyo en la cabeza del hacha, pero antiguamente se insertaba la cabeza en el hueco del mango.

[5] "Hay un lamento sobre el mar, que no puede aplacarse" (Jeremías, XLIX, 23).

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