A la alborada, ya estaba en pie, ansioso de ver el Gran Lago, del cual había oído hablar tanto. Un gran espejo de agua apacible se extendía hacia el noroeste, tan lejos como el ojo podía alcanzar, salpicado de islas entre las que se destacaba, desde todos los ángulos del lago, el gran pico cónico de Ometepe, irguiéndose 5.050 pies sobre el nivel del mar y 4.922 pies sobre la superficie del lago. A la izquierda, en la borrosa distancia, estaban las montañas de Costa Rica, cubiertas de nubes; y a la derecha, más cerca, se extendían bajas colinas y cordilleras revestidas de oscuros bosques. El lago es demasiado grande para ser llamado bello; su vasta extensión, sus límites que apenas se vislumbran y sus picos nublados, estimulan la imaginación más allá de lo que el ojo percibe. En este extremo el lago es poco profundo, posiblemente por el lodo acarreado y depositado por el río Frío.
Sesenta millas de viaje nos
esperaban sobre el lago, que realizaríamos a vela más bien
que a remo. Una vez enjarciados dos delgados mástiles, poco después
de las siete, nos deslizamos suavemente desde San Carlos, amparados por leve brisa,
que por una hora nos refrescó y empujó a razón de unas seis
millas por hora. El sol se levantaba cada vez más alto,
mientras el día se tornaba cada vez más caliente. Hacia el mediodía el viento
nos falló de nuevo y el sol sobre nuestras cabezas nos chamuscaba con sus
rayos, suspendido en un claro y despiadado cielo, mientras el
barco reposaba como un leño sobre el agua y la brea se derretía en
las junturas por el calor. La superficie del lago estaba inmóvil,
excepto un apacible vaivén. Ya casi asados por el sofocante calor,
vino por fin una ondulación sobre el agua, desde el noreste. Pronto nos alcanzó
la brisa y el tormento se acabó. Las velas dejaron su pereza,
se inflaron con el viento y la embarcación se lanzó a través de
las encrespadas olas, reviviendo nuestros decaídos
espíritus. Sacamos las provisiones y la vida se reanudó en el barco.
La brisa nos favoreció toda la tarde y al anochecer pasamos las
islas de Nancital, después de viajar todo el día a pocas millas
de la costa noreste del lago, cuyas riberas se veían por doquier
cubiertas de oscuras y destellantes selvas. Una de las islas
era el sitio favorito que escogían las garzas blancas para pernoctar.
Venían de todas direcciones hacia la isla, y a medida que la noche
caía, los árboles y matorrales a la orilla del agua se cubrían de garzas, que
brillaban como grandes flores blancas contra el
verdinegro follaje. Bandadas de patos reales y piches también volaban
hacia sus comederos al anochecer. Grandes masas de plantas
flotantes, lechugas de agua, abundaban en el lago, sobre las que se posaban
las garzas blancas y otras aves acuáticas. Los boteros
me dijeron —y la historia es probablemente cierta— que los lagartos
flotan como leños y, con sus ojos sobre el agua, vigilan a estos pájaros;
nadando quietamente hasta unas pocas yardas de donde están, se
sumergen para cogerlos de las patas y ahogarlos bajo el agua.
Además de los lagartos, grandes tiburones de agua dulce son
frecuentes en el lago. Algunas veces, en el agua poco profunda,
veíamos una estela alejándose del barco, producida por algún gran
pez: era, según me decían, un tiburón.
Caída la noche, el viento
nos falló nuevamente, llevándonos despacio hasta que al fin llegamos al puerto de San
Ubaldo, alrededor de las 10 P.M.
Me recibió un
oficial de la compañía minera, que vivía en
una cabaña pajiza, encargado de despachar las maquinarias y otros efectos que arribaban para las minas. Pernocté
en un establecimiento entejado del terrateniente Don Gregorio Cuadra y tendí una hamaca para acogerme a
la sombra de sus corredores.
Temprano al siguiente día,
colocamos nuestro equipaje sobre mulas de carga que nos aguardaban en San Ubaldo.
Cruzamos entre colinas bajas y rocosas, de escasa vegetación, y después de pasar la
finca San José llegamos a los llanos del mismo nombre, de unas dos
leguas de ancho, que estaban secos y polvosos, pero que durante
la estación lluviosa forman grandes charcos entre tenaces
lodazales, donde las mulas chapalean y se hunden.
En medio de estos llanos
existen unos montículos rocosos, como islotes, sobre los que
crecen cactos espinosos, arbustos coriáceos, delgadas
palmeras ásperas, de frutas como ciruelas[1], punzantes cornizuelos
y espinosas piñuelas. El carácter espinoso de la vegetación es
propio de los lugares secos y pedregosos, de terrenos sujetos a grandes
sequías. Así se protege esta vegetación contra los animales herbívoros, que
ramonean sobre los tallos cortos y las ramitas, cuando el zacate se ha secado.
Pequeños cusucos abundan cerca de estos montículos pedregosos,
alimentándose de hormigas y otros insectos. Fuimos en persecución de
uno que descubrimos a cierta distancia de las rocas, entre
la planicie agrietada y reseca, y aunque no corría muy rápido,
el terreno rajado favorecía su escape, hasta que finalmente lo
capturamos. Palomas de color café, cuyos tamaños varían entre
el de un tordo y el de una paloma común, se encontraban por
doquier y eran muy tímidas. Una de las especies más pequeñas[2] acostumbra a bajar a
las calles de los pueblos pequeños en busca de semillas —como hace
el pardal— aventurándose más que este pájaro, ante la
indiferencia de los chicos, quizás más indolentes para correr tras de ella
que faltos de crueldad.
Después de haber cruzado
los llanos cabalgamos sobre onduladas colinas, llamadas aquí
sabanas, con brotes de bosques en las partes levantadas, y entre
pequeñas planicies donde crece el jícaro, de hojas ternadas.
Este árbol, del tamaño de un manzano, produce un fruto que tiene
la forma, el tamaño y el aspecto de una gran naranja verde, el
cual crece sobre el tronco y las ramas y no entre las hojas.
Posee una delgada pero endurecida cáscara, que encierra
cierta clase de pulpa seca llena de semillas, de la cual se alimentan
las aves de corral y aún los caballos y el ganado en la estación
seca; éste algunas veces, se atraganta con las frutas, en su
intento por comerla. De la semilla molida se hace una refrescante
bebida, muy gustada en Nicaragua. Los jícaros crecen separados y
equidistantes como si fueran plantados por el hombre.
De la delgada y endurecida
cáscara del fruto, labrada exteriormente con variadas figuras, hacen los
nativos recipientes para beber; también cultivan otra especie de jícaro de
frutas redondas, del tamaño de la cabeza de un hombre, de las cuales
se fabrica un cuenco más grande[3]. En las jícaras más
pequeñas se bate y se sirve el chocolate en Centroamérica. Como son de fondo redondo, se
colocan sobre pequeños soportes especiales en forma de copitas o
de panitas[4]. A las alfarerías que
fabrican, hasta el día de hoy, les dan los indios esta forma natural;
sus tinajas y ollas son redondas en el fondo, por lo que se
necesitan soportes para mantenerlas boca arriba.
Las comidas de Moctezuma
se servían sobre gruesos cojines o almohadones, probablemente
para asentar el fondo redondo de los cuencos y platos usados. Es posible que
las formas redondeadas de la alfarería se originaran al moldear la arcilla
sobre calabazas, que después se quemaban en el proceso del horneado. En los
Estados del sur se han encontrado hornos donde se cocía antiguamente
la cerámica; entre los restos medio horneados se han
descubiertos pedazos adheridos de calabaza, que habían servido de
molde. Más tarde, cuando el alfarero aprendió a fabricar cuencos sin
la ayuda de calabazas, conservó la figura del antiguo molde.
El nombre, al igual que la
forma, ha mantenido su maravillosa vitalidad. Es el xicalli
de los antiguos aztecas, cambiado a "jícara"
por los españoles, para los que significaba una taza de chocolate. Aún en
Italia, se oye una modificación de la misma palabra: una
taza de té llamada "chicchera".
Sobre unas lomas
vislumbramos una pequeña manada de lobos o coyotes, del azteca coyotl,
como aquí los Raí-flan. Son más pequeños que
el lobo europeo, astutos como una zorra, pero cazan en grupo. Nos
miraron por pocos momentos desde la ceja de la colina, para
luego bajar trotando por el lado opuesto. Sus aullidos se escuchan con
frecuencia al amanecer.
En estas planicies se cría
ganado, caballos y mulas. Hay burros en algunas haciendas, donde se les impide
aparejarse con su propia especie, pero sí se les mantiene bien
alimentados y en buenas condiciones. Son de pequeño tamaño. La crianza
de mulas podría mejorarse mucho con la introducción de asnos
mayores.
La vegetación sobre las
planicies estaba secándose rápidamente. Numerosos árboles botan sus
hojas durante la estación seca, al igual que los nuestros en
otoño. La desolación del paisaje en marzo se mitiga por la
floración de varias clases de árboles, una vez que han
perdido sus hojas. Aparecen entonces como cúpulas de
brillantes colores —algunas rosadas, otras rojas, azules, amarillas, o
blancas— o como racimos de un solo color. Uno de estos simulaba un
gigantesco rhododendron, con
manojos de grandes flores rosadas[5]. Las floraciones
amarillas pertenecen a cierta clase de algodonero silvestre[6], de cuyas cápsulas los
nativos extraen la fibra para rellenar almohadas.
Alrededor de la una, cruzamos un río más bien grande, para luego tener a la vista el pueblo de Acoyapa, uno de los principales de la provincia de Chontales. Nos hospedamos y cenamos en casa de Don Dolores Bermúdez, caballero nicaragüense, educado en los Estados Unidos y que hablaba fluidamente el inglés. Tuvo la amabilidad de llevarme por el pueblo, informándome sobre las antigüedades y productos naturales de la región. Acoyapa y sus alrededores tienen unos dos mil habitantes. Los comerciantes, abogados y hacendados, descienden de españoles o mestizos, pero entre las clases bajas hay mucho de indio y algo de negro. También existen indios puros esparcidos en el distrito, que viven cerca de los ríos y arroyos, cultivando parcelas de maíz y frijoles.
El centro del pueblo está
ocupado por una gran plaza, en uno de cuyos lados se levanta
la iglesia, con fachada de adobe, y en los otros tres lados, las
principales tiendas y casas del pueblo. Una pareja de
cocoteros crece frente a la iglesia, pero no se desarrollan como en la
costa del mar. Era sábado 22 de febrero, día de gran fiesta en
Acoyapa. El pueblo estaba lleno de gente del campo, que se
divertía con carreras de caballos, peleas de gallos y aguardiente. El
pleito de los gallos es muy cruel, pues las aves van provistas de
largas navajas, en forma de hoz, atadas a sus espolones, con
las que se infieren terribles cuchilladas y heridas. Todos los
nicaragüenses son aficionados a esta diversión; y en casi todas las
casas, se encuentra un gallo, atado de una pata en una esquina,
tratado como uno de la familia. Los curas son grandes instigadores
de esta práctica, que constituye la diversión común de los
pueblos, los domingos por la tarde. He oído muchas historias de los
padres, que después del servicio corren a la gallera con un gallo
bajo cada brazo. Se hacen apuestas en las riñas y mucho dinero se
pierde o se gana en tal deporte.
Como la mayoría de los
pueblos nicaragüenses, Acoyapa parece haber sido un poblado indígena antes de la
conquista. El nombre es aborigen y el Sr. Bermúdez me señaló en
la plaza varias piedras planas, sobre las cuales se han tallado
círculos y varios caracteres rectos y curvos, que cubren la superficie entera
de la roca. Algunos rudos fragmentos de estatuas de piedra se han encontrado en
los alrededores, que también se guardan en la ciudad. Los
españoles llamaron al pueblo San Sebastián, pero prevalece
el nombre más antiguo, a pesar de que en los documentos oficiales
se usa el nombre español. Acoyapa es un distrito ganadero;
posee algunas grandes haciendas de ganado, especialmente hacia el lago. El pueblo
sufre de fiebres debido a los pantanos de
los alrededores. Sin embargo, gran parte de su tierra es fértil, aunque poco cultivada, pues la gente,
indolente, se contenta con vivir de
escaso sustento.
Salimos de Acoyapa hacia
las tres, siguiendo el curso del río, al que cruzamos tres veces.
Salvo cerca de la ribera, el campo está escasamente arbolado;
es un placer, después de cabalgar en abiertas planicies,
expuesto a los ardientes rayos del sol, alcanzar las
sombrías riberas del río, donde crecen altos árboles de espeso follaje, con
lianas colgantes, bromelias, orquídeas, helechos y muchas otras
epífitas encaramadas sobre sus ramas. A estos sitios acuden
hermdsos pájaros, entre los cuales se destacan el chichiltote, un
precioso cantor, negro y naranja, y un trogón Trogon melanocephalus.[7]
Remontamos una alta
cordillera, desde cuya cumbre tuvimos la espléndida vista de las
planicies y sabanas que habíamos cruzado, del gran lago con
sus islas y volcanes, y más allá, de las penumbrosas montañas de
Costa Rica, donde viven los indios del río Frío y otras tribus
poco conocidas. Frente a nosotros se extendían sabanas zacatosas,
con árboles escasos, excepto donde las ondulantes líneas de
vegetación formadas por grupos de bambúes, de color
verde claro, marcaban el curso de los ríos o de las quebradas de la
montaña. Por todos lados aparecían, como puntos, ranchos pajizos, habitados por
los propietarios del ganado vacuno y caballar que pastaba
entre los prados. Lejos, a la distancia, limitaba la vista una
línea oscura: la sombría selva, que ahí comienza y que
se extiende sin interrupción hasta el Atlántico. Cerca de
sus límites, una cordillera de siete picos marca las vecindades de
La Libertad, donde empieza el distrito minero.
Bajando por la falda de la
cordillera, encontramos que las sabanas, en este lado
oriental, son mucho más húmedas que las situadas al oeste; a
medida que avanzábamos, la humedad del terreno aumentaba y algunos valles y
pantanos se hacían difíciles para las mulas. Aunque la estación seca había comenzado
y esos lugares estaban secándose rápidamente, el lodo era
muy pegajoso, a tal punto que en un pésimo paso, llamado del "estero", mi mula cayó apresándome la pierna y atollándome en
el lodo. La pobre bestia estaba agotada y no se movía. La noche avanzaba veloz
y se perfilaba oscura. Aunque estaba a la zaga de mis compañeros, tuve la suerte de hacerles llegar mis gritos; y pronto regresaron a libertarme de mi incómodo apuro. Sin
otros contratiempos, arribamos a Esquipulas, una villa poblada principalmente por mestizos[8]. Colgamos nuestras hamacas
en una casita pajiza, que pertenece
a la compañía minera, la cual mantiene allí
muchos bueyes, debido al excelente pasto de los alrededores.
La villa de Esquipulas
está cerca del río Mico, que nace en las cordilleras boscosas hacia
el este; corre por varias millas a través de sabanas y
vuelve a entrar en la floresta para desembocar en el
Atlántico, en Bluefields,
en forma de ancho y profundo río. Este río debió acoger a una
gran población indígena, que vivía en villorios asentados cerca
de sus riberas. Sus sitios mortuorios, marcados por grandes
túmulos de piedras, son frecuentes, asociados con fragmentos de
cerámica, quebrados ídolos de piedra y pedestales. Cerca de
Esquipulas hay ciertos montículos artificiales, rodeados de
grandes piedras, y parece que esta villa y la llamada
Santo Tomás, pocas millas al sur, están construídas sobre sitios de
antiguos pueblos indígenas.
LA SELVA: "Entramos en la gran selva, en aquella orla oscura que divisamos millas atrás y que se extiende desde este punto hasta el Atlántico... bañan la selva del Atlántico las lluvias que destilan los vientos alisios, manteniéndola siempre verde. Reina perpetua humedad en el suelo y perenne verano en el aire. A la influencia nupcial de la humedad y el calor se debe la infinita variedad de árboles".
Los indios del río Mico
dieron querella a los españoles que intentaron colonizar la
región: a unas dos leguas de Acoyapa, me señalaron el sitio de
un pequeño pueblo, ahora cubierto de árbolá bajos y matorrales,
donde los españoles fueron sorprendidos una noche por los
indios del río Mico, muriendo todos, excepto las jóvenes que
fueron llevadas cautivas. Desde entonces el lugar quedó desolado[9].
Muchas historias
extravagantes se cuentan sobre las grandes estatuas que
habían sido descubiertas en las riberas del Mico, río abajo de
donde cruzamos; pero el señor Etienne, de La Libertad, quien
navegó hasta Bluefields, y algunos huleros de Santo Tomás, que
frecuentan el río, bajando por hule nativo, me aseguraron que
las supuestas estatuas no eran sino rudas caras y figuras de animales
tallados sobre rocas. Parecen similares a las que se encuentran
sobre muchos ríos que corren hacia el mar Caribe, y a las
examinadas por Schomburgk sobre las rocas del Orinoco y del
Esequibo. Otras como éstas, de indudable sello caribe, han sido localizadas en
las islas Vírgenes; es posible que pertenezcan a una
antigua y poderosa raza, diferente a la de los indios agricultores y
escultores que habitaban en la parte oeste del continente.
Salimos de Esquipulas
temprano a la siguiente mañana y cruzamos colinas bajas, poco
arboladas, y sabanas hasta llegar al Pital, caserío con
numerosos ranchos pajizos próximos al borde de la gran
selva; en las orillas existían claros, para sembrar maíz, cultivado
sobre tierras donde se habían talado los bosques. En algunas
partes ya habían comenzado a cortar los árboles, dejando nuevos
claros, que serían quemados en abril, para sembrar maíz al mes
siguiente. Este es el modo usual, primitivo, como en México antes y
durante la conquista española. Comienza el desmonte cortando la
maleza de raíz, pues sería difícil hacerlo una vez que los grandes
árboles han sido tumbados. A continuación éstos se cortan y
queman en abril. Los troncos pequeños y el follaje se queman
bien, pero la mayoría de los grandes quedan con muchas de sus ramas. Estas
últimas son cortadas para formar cercas alrededor del
potrero, que en El Pital y Esquipulas las hacen cerradas y altas para mantener
fuera a los venados. En mayo se siembra el maíz; el sembrador hace pequeños hoyos
con una vara terminada en punta, separados por unos pocos
pies, dejando caer dos o tres granos, que cubre con el pie. A los
pocos días las hojas verdes se proyectan y crecen con rapidez.
Numerosas malezas también brotan, pero en junio se cortan. El éxito de la cosecha
depende en mucho del esmero con que esto se hace. En julio cada
planta ha producido de dos a tres mazorcas y antes que el grano madure,
las arrancan, excepto una, pues si se dejan más tiempo no maduran bien. Las
mazorcas jóvenes se cuecen y constituyen una delicada legumbre. En esta etapa
reciben el nombre de "chilotes", del azteca xilotl. Los
antiguos mejicanos, en su octavo mes (que comenzaba el dieciséis de julio) ,
celebraban un festival llamado la fiesta de Xilonen. Los
pobres indios tienen razón de regocijarse en esta etapa, pues agotadas
sus reservas de maíz, el chilote es el primer fruto de la nueva
cosecha. A comienzos de agosto, ya los granos están formados, aunque
todavía son blandos y blancos. Se comen como maíz verde, llamado entonces "elote".
En septiembre, el maíz está maduro y seco; se almacena en tabancos
sobre la habitación de los nativos. A menudo se recoge una segunda
cosecha en diciembre.
El maíz es muy prolífico,
pues se centuplica en cada mazorca. Desde los más antiguos
tiempos, ha sido uno de los principales alimentos de las tribus
occidentales de la América tropical. En la costa del Perú, Darwin
encontró restos de maíz junto con dieciocho especies recientes
de conchas marinas, sobre una playa levantada ochenta y cinco
pies sobre el nivel del mar[10]. En ese mismo país se le
ha encontrado en las tumbas, aparentemente más
antiguas, anteriores a los tiempos más tempranos de los incas[11]. En México era conocido
desde las épocas más remotas de que se tiene noticias, según las pictografías de
los toltecas. Estos antiguos pueblos lo llevaron consigo durante sus
migraciones. En la América Central las piedras con las que lo muelen, se encuentran
invariablemente enterradas con las cenizas del muerto, como artículo
necesario en su equipaje para el otro mundo.
Cuando Florida y Luisiana
fueron descubiertas, todas las tribus indígenas nativas
cultivaban maíz como alimento básico; y a través de
Yucatán, México y el occidente de Centro América, y desde Perú
hasta Chile, fue y sigue siendo el principal sustento de los indios.
Los pueblos que lo cultivaron tenían más o menos una avanzada civilización:
residían en poblados, sus comerciantes traficaban de
uno a otro país con sus mercancías; poseían un carácter
dócil y de fácil sometimiento. Es probable que esos pueblos consumidores
de maíz procedieran de varias razas similares. En las Indias
Occidentales poblaron Cuba y Haití; pero de Puerto Rico al
sur, las islas estaban habitadas por caribes belicosos, quienes
hostigaban a las tribus más civilizadas del norte. Del cabo Gracias a
Dios hacia el sur, la costa oriental de América fue poblada
primero por tribus rudas, que no sembraban maíz, sino que elaboraban pan de la raíz de la
yuca Manihot aipim; y todavía en la
Guayana inglesa, en el bajo Amazonas, y en el noroeste de Brasil, se hace harina de la raíz de la mandioca,
que es "bastimento"
principal. El maíz fue llevado a Europa por los portugueses, pero no tiene nombre nativo y se usa
principalmente como forraje del
ganado y aves de corral y casi nunca para comida del pueblo. Esta diferencia fundamental en la comida
de los indígenas permite relacionar
a las tribus con su lugar de procedencia. Así Cuba y Haití, en las Indias Occidentales, parecen haber sido pobladas desde Yucatán y Florida, mientras que
Puerto Rico y el resto de las islas
hacia el sur, desde Venezuela.
En Centroamérica, en la
actualidad, la masa del maíz se prepara igual que en el
antiguo Méjico; los granos se cuecen primero con ceniza o con un poco de cal;
los álcalis sueltan la corteza del grano, que se desprende
fregándolo bajo el agua poco a poco; se colocan después sobre una
piedra ligeramente cóncava, llamada metate, del azteca Metlatl,
moliéndolos con otra piedra en forma de rodillo y vertiendo un
poco de agua durante el proceso, hasta constituir una pasta, la
cual se aplana con las manos, modelando una torta de unas diez
pulgadas de diámetro y tres dieciseisavos de pulgada
de grueso; a continuación, ésta se cuece sobre un comal
cóncavo de arcilla. Estas son las llamadas tortillas y son muy
nutritivas. En mis viajes las prefería al pan de harina de trigo. Bien
hechas y comidas calientes, son deliciosas.
Existen pocas plantaciones
de caña de azúcar cerca de El Pital. El jugo de la caña es
exprimido con toscos rodillos de madera, tres en fila; el central
mueve los laterales mediante engranajes. Todo el conjunto es puesto
en movimiento por bueyes que giran alrededor, de la misma
manera como lo hacen en torno a los molinos. Los ejes de los
rodillos, desprovistos de grasa, rechinan y chillan como
una piara de hostigados cerdos, revelando su presencia mucho
antes de que el viajero arribe al lugar. Del jugo hervido se
extrae un azúcar impuro. Creo que el azúcar de caña era desconocido
para los primitivos habitantes del país, pues no lo mencionan
los historiadores de la conquista de México y del Perú, y no tiene,
al contrario del maíz y del cacao, un nombre nativo.
Tan pronto como pasamos El Pital, entramos en la gran selva, en aquella orla oscura que divisamos millas atrás, y que se extiende desde este punto hasta el Atlántico. El camino se abre paso al comienzo a través de arbustos y matorrales, vegetación secundaria que se ha levantado donde la selva original fue sacrificada para plantar maíz; pero después de cruzar una quebrada bordeada por numerosas plantas de pita, de la cual se extrae una excelente fibra (y que da su nombre al Pital), entramos en la selva virgen. A cada lado del camino se erguían grandes árboles, con sus altas copas escondidas entre un dosel de hojas. Las lianas estrangulaban los troncos o colgaban de las ramas, pasando de un árbol a otro, entrelazando a los colosos con una gran malla de enroscados cables como las serpientes de Laoconte. Esta comparación se refuerza con el hecho de que muchos árboles están realmente agobiados bajo bejucos espirales. Algunas veces un árbol se presenta cubierto por bellas flores, que no le pertenecen, sino a una de las lianas que se enroscan entre sus ramas y envía al suelo sus tallos a manera de gruesas cuerdas. Helechos trepadores y orquídeas se aferran a los troncos y miles de epífitas se encaraman en las ramas. Entre estas últimas figuran las grandes aráceas, de las que se desprenden raíces aéreas, duras y resistentes, usadas en lugar de cuerdas por los nativos. Entre la baja vegetación figuran varias pequeñas palmas, de dos a quince pies de altura, así como también magníficos helechos arborescentes, que crecen aquí y allá, cuyas plumosas coronas se despliegan a unos veinte pies del terreno y recrean la vista con su graciosa elegancia. Grandes heliconias de hojas anchas, melastomáceas[12] de hojas coriáceas y begonias con sus hojas recortadas y tallos suculentos, abundan y sobresalen en las selvas de la América tropical. No menos evidente son los guarumos, de tallo blanco y enormes hojas palmeadas, que se yerguen como grandes candelabros. En algunos lugares el terreno se encuentra tapizado de flores amarillas, rosadas o blancas, caídas de alguna invisible copa en las alturas; otras veces embalsama el aire un delicioso perfume, cuya procedencia se busca en vano, ya que las flores que lo emiten están escondidas entre las frondosas copas de verdor. Quebradas cantarinas corren entre piedras cubiertas de musgos, donde se arrinconan los helechos; y mientras el pensamiento se remonta hasta los verdes valles de Inglaterra, no tarda en ser atraído por los charcos centelleantes, adonde acuden los colibríes, que se precipitan como dardos sobre los arroyos, y se detienen, mantenidos sobre las alas que mueven con casi imperceptible velocidad. Vienen vestidos de púrpura, oro o esmeralda gloria; suspendidos en el aire miran al intruso excitadamente, girando primero un ojo y el otro después, para desaparecer de pronto como un destello de luz.
A diferencia de las
planicies y sabanas que cruzamos el día anterior, donde el terreno
estaba reseco por la estación, bañan la selva del Atlántico las
lluvias que destilan los vientos alisios, manteniéndola
siempre verde. Reina perpetua humedad en el suelo y perenne verano en el aire;
la vegetación exuberante se encuentra en incesante actividad y verdor durante
todo el año. Desconocidos son los tintes del otoño, los
brillantes cafés y amarillos de los bosques ingleses; mucho menos que se
conozcan los carmesíes, púrpuras y amarillos del Canadá, donde
el follaje caduco supera en esplendor al agónico delfín[13]. Desconocidos son también el
sueño friolento del invierno y el amoroso despertar de la vegetación
al primer toque gentil de la primavera. Una incesante y
activa vida es la trama del escenario de las selvas tropicales, en la cual
cada parte exhibe en detalle una variedad y belleza indescriptibles.
A la influencia nupcial de
la eterna humedad y del calor se debe la infinita variedad de árboles en estas
selvas. No crecen en aglomeraciones o masas de una sola especie, como
nuestros robles, hayas y abedules, pues cada árbol es
diferente de su vecino y se sobrepujan en insociable rivalidad, cada uno
tratando de sobrepasar al otro. Por esta razón vemos grandes
troncos rectos, que se elevan un centenar de pies, desprovistos de
ramas, acarreando sus domos de follaje directamente hacia arriba, donde sopla la
refrescante brisa y los rayos de sol vivifican. Las lianas se
desesperan en busca de luz solar e innumerables epífitas se encaraman
muy arriba entre las ramas.
El camino por la selva era intransitable, el lodo profundo y tenaz, las pendientes empinadas y resbalosas, obligando a las mulas a forcejear, hundiéndose dos o tres pies en pegajosa arcilla. Una parte llamada El Nisperal era especialmente empinada y difícil de bajar, perdiéndose el camino entre grandes zanjas. Cruzamos las serranías y quebradas casi en ángulo recto, siempre subiendo y bajando. A eso de las dos, llegamos a un claro donde había una hacienda cerca de la quebrada nombrada Las Lajas. Su dueño, un alemán emprendedor, llamado Melzer, cultivaba plátanos y legumbres, construía ladrillos y tejas y a la vez plantaba algunos miles de cafetos. Sus grandes plantaciones fueron un cambio placentero después de haber cruzado la selva, de modo que descansamos unos minutos en su casa.
Después de cabalgar otra legua entre serranías cubiertas por las selvas, llegamos al Pavón, una de las minas de la Chontales Company, y después pasamos la del Jabalí, arribando a Santo Domingo, donde están centradas las operaciones de la compañía minera, que yo había ido a supervisar.
[1] Coyoles o coyolitos. (N. d. T.)
[2] La paloma de San Nicolás o Columbigallina passerina. (N. d. T.)
[3] Del
fruto ovalado del Crescencia cujete se sacan las jícaras mientras que de las
frutas redondas del Crescencia aalata se fabrican los guacales. (N. d. T.)
[4] Estos
soportes se llaman "salvillas" en Chontales. (N. d. T.)
[5] Posiblemente
se trata del roble sabanero. (N. d. T.)
[6] Evidentemente
es el poroporo. (N. d. T.)
[7] Los
trogones son los llamados popularmente "viudas", caracterizados por
su plu¬maje gris oscuro sobre la espalda y brillantemente coloreados de rojo o
amarillo por debajo. (N. d. T.)
[8] San
Pedro de Lóvago actualmente (N. d. T.)
[9] Posiblemente
se refiere al asalto que indios miskitos y sumos realizaron sobre los pueblos
españoles de Lóvago y Lovigüisca, en 1747, instigados por los ingleses (N. d.
T.)
[10] Geological Observations in South
Ainerica, 1846, pág. 49; y Animals and Plants under domestieation, Vol.
I, pág. 320.
[11]
Von Tschudi, Travels in
Peru, English edition, pág. 177.
[12] Llamadas
"Capirotes" en Santo Domingo. (N. d. T.)
[13] Un pececillo
que cambia de color al ser extraído del agua. (N. d. T.)
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