El Naturalista en Nicaragua por Thomas Belt - Capítulo 4



CAPÍTULO 4

El Lago de Nicaragua. — Ometepe. — Placidez sobre el lago. — Garzas blancas. — Llegada a San Ubaldo. — Cabalgata por las planicies. — Ve­getación de los llanos. — Cusucos. — Sabanas. — Jícaros. — Guacales. —Origen de la artesanía de la calabaza. — Coyotes. — Crianza de mulas. — Llegada a Acoyapa. — Fiesta. — Cruzando la cordillera. — Esquipu­las. — El río Mico. — Supuestas estatuas en sus riberas. — El Pital. —Cultivo del maíz. — Su uso en América desde las más tempranas edades. — División entre las tribus consumidoras de maíz y de yuca. — Tortillas. — Elaboración del azúcar. — Entrando en la selva de la vertiente Atlán­tica. — Vegetación selvática. — Caminos lodosos. — Llegada a Santo Domingo.

A la alborada, ya estaba en pie, ansioso de ver el Gran Lago, del cual había oído hablar tanto. Un gran espejo de agua apacible se extendía hacia el noroeste, tan lejos como el ojo podía alcanzar, salpicado de islas entre las que se destacaba, desde todos los án­gulos del lago, el gran pico cónico de Ometepe, irguiéndose 5.050 pies sobre el nivel del mar y 4.922 pies sobre la superficie del lago. A la izquierda, en la borrosa distancia, estaban las montañas de Costa Rica, cubiertas de nubes; y a la derecha, más cerca, se extendían bajas colinas y cordilleras revestidas de oscuros bos­ques. El lago es demasiado grande para ser llamado bello; su vasta extensión, sus límites que apenas se vislumbran y sus picos nu­blados, estimulan la imaginación más allá de lo que el ojo percibe. En este extremo el lago es poco profundo, posiblemente por el lodo acarreado y depositado por el río Frío.

Sesenta millas de viaje nos esperaban sobre el lago, que reali­zaríamos a vela más bien que a remo. Una vez enjarciados dos delgados mástiles, poco después de las siete, nos deslizamos sua­vemente desde San Carlos, amparados por leve brisa, que por una hora nos refrescó y empujó a razón de unas seis millas por hora. El sol se levantaba cada vez más alto, mientras el día se tornaba cada vez más caliente. Hacia el mediodía el viento nos falló de nuevo y el sol sobre nuestras cabezas nos chamuscaba con sus rayos, suspendido en un claro y despiadado cielo, mien­tras el barco reposaba como un leño sobre el agua y la brea se derretía en las junturas por el calor. La superficie del lago estaba inmóvil, excepto un apacible vaivén. Ya casi asados por el sofo­cante calor, vino por fin una ondulación sobre el agua, desde el noreste. Pronto nos alcanzó la brisa y el tormento se acabó. Las velas dejaron su pereza, se inflaron con el viento y la embarca­ción se lanzó a través de las encrespadas olas, reviviendo nuestros decaídos espíritus. Sacamos las provisiones y la vida se reanudó en el barco. La brisa nos favoreció toda la tarde y al anochecer pasamos las islas de Nancital, después de viajar todo el día a pocas millas de la costa noreste del lago, cuyas riberas se veían por doquier cubiertas de oscuras y destellantes selvas. Una de las islas era el sitio favorito que escogían las garzas blancas para pernoctar. Venían de todas direcciones hacia la isla, y a medida que la noche caía, los árboles y matorrales a la orilla del agua se cubrían de garzas, que brillaban como grandes flores blancas con­tra el verdinegro follaje. Bandadas de patos reales y piches tam­bién volaban hacia sus comederos al anochecer. Grandes masas de plantas flotantes, lechugas de agua, abundaban en el lago, so­bre las que se posaban las garzas blancas y otras aves acuáticas. Los boteros me dijeron —y la historia es probablemente cierta— que los lagartos flotan como leños y, con sus ojos sobre el agua, vigilan a estos pájaros; nadando quietamente hasta unas pocas yardas de donde están, se sumergen para cogerlos de las patas y ahogarlos bajo el agua. Además de los lagartos, grandes tiburo­nes de agua dulce son frecuentes en el lago. Algunas veces, en el agua poco profunda, veíamos una estela alejándose del barco, producida por algún gran pez: era, según me decían, un tiburón.

Caída la noche, el viento nos falló nuevamente, llevándonos despacio hasta que al fin llegamos al puerto de San Ubaldo, al­rededor de las 10 P.M. Me recibió un oficial de la compañía minera, que vivía en una cabaña pajiza, encargado de despachar las maquinarias y otros efectos que arribaban para las minas. Pernocté en un establecimiento entejado del terrateniente Don Gregorio Cuadra y tendí una hamaca para acogerme a la sombra de sus corredores.

Temprano al siguiente día, colocamos nuestro equipaje sobre mulas de carga que nos aguardaban en San Ubaldo. Cruzamos entre colinas bajas y rocosas, de escasa vegetación, y después de pasar la finca San José llegamos a los llanos del mismo nombre, de unas dos leguas de ancho, que estaban secos y polvosos, pero que durante la estación lluviosa forman grandes charcos entre tenaces lodazales, donde las mulas chapalean y se hunden.

En medio de estos llanos existen unos montículos rocosos, como islotes, sobre los que crecen cactos espinosos, arbustos coriáceos, delgadas palmeras ásperas, de frutas como ciruelas[1], punzantes cornizuelos y espinosas piñuelas. El carácter espinoso de la vege­tación es propio de los lugares secos y pedregosos, de terrenos sujetos a grandes sequías. Así se protege esta vegetación contra los animales herbívoros, que ramonean sobre los tallos cortos y las ramitas, cuando el zacate se ha secado. Pequeños cusucos abundan cerca de estos montículos pedregosos, alimentándose de hormigas y otros insectos. Fuimos en persecución de uno que descubrimos a cierta distancia de las rocas, entre la planicie agrietada y reseca, y aunque no corría muy rápido, el terreno rajado favorecía su escape, hasta que finalmente lo capturamos. Palomas de color café, cuyos tamaños varían entre el de un tordo y el de una paloma común, se encontraban por doquier y eran muy tímidas. Una de las especies más pequeñas[2] acostumbra a bajar a las calles de los pueblos pequeños en busca de semillas —como hace el pardal— aventurándose más que este pájaro, ante la indiferencia de los chicos, quizás más indolentes para correr tras de ella que faltos de crueldad.

Después de haber cruzado los llanos cabalgamos sobre ondula­das colinas, llamadas aquí sabanas, con brotes de bosques en las partes levantadas, y entre pequeñas planicies donde crece el jí­caro, de hojas ternadas. Este árbol, del tamaño de un manzano, produce un fruto que tiene la forma, el tamaño y el aspecto de una gran naranja verde, el cual crece sobre el tronco y las ramas y no entre las hojas. Posee una delgada pero endurecida cáscara, que encierra cierta clase de pulpa seca llena de semillas, de la cual se alimentan las aves de corral y aún los caballos y el ganado en la estación seca; éste algunas veces, se atraganta con las frutas, en su intento por comerla. De la semilla molida se hace una re­frescante bebida, muy gustada en Nicaragua. Los jícaros crecen separados y equidistantes como si fueran plantados por el hombre.

De la delgada y endurecida cáscara del fruto, labrada exterior­mente con variadas figuras, hacen los nativos recipientes para beber; también cultivan otra especie de jícaro de frutas redondas, del tamaño de la cabeza de un hombre, de las cuales se fabrica un cuenco más grande[3]. En las jícaras más pequeñas se bate y se sirve el chocolate en Centroamérica. Como son de fondo re­dondo, se colocan sobre pequeños soportes especiales en forma de copitas o de panitas[4]. A las alfarerías que fabrican, hasta el día de hoy, les dan los indios esta forma natural; sus tinajas y ollas son redondas en el fondo, por lo que se necesitan soportes para mantenerlas boca arriba.

Las comidas de Moctezuma se servían sobre gruesos cojines o almohadones, probablemente para asentar el fondo redondo de los cuencos y platos usados. Es posible que las formas redon­deadas de la alfarería se originaran al moldear la arcilla sobre calabazas, que después se quemaban en el proceso del horneado. En los Estados del sur se han encontrado hornos donde se cocía antiguamente la cerámica; entre los restos medio horneados se han descubiertos pedazos adheridos de calabaza, que habían ser­vido de molde. Más tarde, cuando el alfarero aprendió a fabricar cuencos sin la ayuda de calabazas, conservó la figura del antiguo molde.

El nombre, al igual que la forma, ha mantenido su maravillosa vitalidad. Es el xicalli de los antiguos aztecas, cambiado a "jíca­ra" por los españoles, para los que significaba una taza de cho­colate. Aún en Italia, se oye una modificación de la misma pala­bra: una taza de té llamada "chicchera".

Sobre unas lomas vislumbramos una pequeña manada de lobos o coyotes, del azteca coyotl, como aquí los Raí-flan. Son más pe­queños que el lobo europeo, astutos como una zorra, pero cazan en grupo. Nos miraron por pocos momentos desde la ceja de la co­lina, para luego bajar trotando por el lado opuesto. Sus aullidos se escuchan con frecuencia al amanecer.

En estas planicies se cría ganado, caballos y mulas. Hay bu­rros en algunas haciendas, donde se les impide aparejarse con su propia especie, pero sí se les mantiene bien alimentados y en bue­nas condiciones. Son de pequeño tamaño. La crianza de mulas podría mejorarse mucho con la introducción de asnos mayores.

La vegetación sobre las planicies estaba secándose rápidamente. Numerosos árboles botan sus hojas durante la estación seca, al igual que los nuestros en otoño. La desolación del paisaje en marzo se mitiga por la floración de varias clases de árboles, una vez que han perdido sus hojas. Aparecen entonces como cúpulas de brillantes colores —algunas rosadas, otras rojas, azules, ama­rillas, o blancas— o como racimos de un solo color. Uno de estos simulaba un gigantesco rhododendron, con manojos de grandes flores rosadas[5]. Las floraciones amarillas pertenecen a cierta clase de algodonero silvestre[6], de cuyas cápsulas los nativos ex­traen la fibra para rellenar almohadas.

Alrededor de la una, cruzamos un río más bien grande, para luego tener a la vista el pueblo de Acoyapa, uno de los principa­les de la provincia de Chontales. Nos hospedamos y cenamos en casa de Don Dolores Bermúdez, caballero nicaragüense, educado en los Estados Unidos y que hablaba fluidamente el inglés. Tuvo la amabilidad de llevarme por el pueblo, informándome sobre las antigüedades y productos naturales de la región. Acoyapa y sus alrededores tienen unos dos mil habitantes. Los comerciantes, abogados y hacendados, descienden de españoles o mestizos, pero entre las clases bajas hay mucho de indio y algo de negro. Tam­bién existen indios puros esparcidos en el distrito, que viven cerca de los ríos y arroyos, cultivando parcelas de maíz y frijoles.

El centro del pueblo está ocupado por una gran plaza, en uno de cuyos lados se levanta la iglesia, con fachada de adobe, y en los otros tres lados, las principales tiendas y casas del pueblo. Una pareja de cocoteros crece frente a la iglesia, pero no se desarrollan como en la costa del mar. Era sábado 22 de febrero, día de gran fiesta en Acoyapa. El pueblo estaba lleno de gente del campo, que se divertía con carreras de caballos, peleas de gallos y aguar­diente. El pleito de los gallos es muy cruel, pues las aves van provistas de largas navajas, en forma de hoz, atadas a sus espo­lones, con las que se infieren terribles cuchilladas y heridas. Todos los nicaragüenses son aficionados a esta diversión; y en casi todas las casas, se encuentra un gallo, atado de una pata en una esquina, tratado como uno de la familia. Los curas son grandes instigadores de esta práctica, que constituye la diversión común de los pueblos, los domingos por la tarde. He oído muchas histo­rias de los padres, que después del servicio corren a la gallera con un gallo bajo cada brazo. Se hacen apuestas en las riñas y mucho dinero se pierde o se gana en tal deporte.

Como la mayoría de los pueblos nicaragüenses, Acoyapa pa­rece haber sido un poblado indígena antes de la conquista. El nombre es aborigen y el Sr. Bermúdez me señaló en la plaza varias piedras planas, sobre las cuales se han tallado círculos y varios caracteres rectos y curvos, que cubren la superficie entera de la roca. Algunos rudos fragmentos de estatuas de piedra se han encontrado en los alrededores, que también se guardan en la ciudad. Los españoles llamaron al pueblo San Sebastián, pero prevalece el nombre más antiguo, a pesar de que en los docu­mentos oficiales se usa el nombre español. Acoyapa es un distrito ganadero; posee algunas grandes haciendas de ganado, especial­mente hacia el lago. El pueblo sufre de fiebres debido a los pantanos de los alrededores. Sin embargo, gran parte de su tierra es fértil, aunque poco cultivada, pues la gente, indolente, se con­tenta con vivir de escaso sustento.

Salimos de Acoyapa hacia las tres, siguiendo el curso del río, al que cruzamos tres veces. Salvo cerca de la ribera, el campo está escasamente arbolado; es un placer, después de cabalgar en abiertas planicies, expuesto a los ardientes rayos del sol, alcanzar las sombrías riberas del río, donde crecen altos árboles de espeso follaje, con lianas colgantes, bromelias, orquídeas, helechos y mu­chas otras epífitas encaramadas sobre sus ramas. A estos sitios acuden hermdsos pájaros, entre los cuales se destacan el chichil­tote, un precioso cantor, negro y naranja, y un trogón Trogon melanocephalus.[7]

Remontamos una alta cordillera, desde cuya cumbre tuvimos la espléndida vista de las planicies y sabanas que habíamos cru­zado, del gran lago con sus islas y volcanes, y más allá, de las penumbrosas montañas de Costa Rica, donde viven los indios del río Frío y otras tribus poco conocidas. Frente a nosotros se ex­tendían sabanas zacatosas, con árboles escasos, excepto donde las ondulantes líneas de vegetación formadas por grupos de bambúes, de color verde claro, marcaban el curso de los ríos o de las que­bradas de la montaña. Por todos lados aparecían, como puntos, ranchos pajizos, habitados por los propietarios del ganado vacuno y caballar que pastaba entre los prados. Lejos, a la distancia, limitaba la vista una línea oscura: la sombría selva, que ahí co­mienza y que se extiende sin interrupción hasta el Atlántico. Cerca de sus límites, una cordillera de siete picos marca las ve­cindades de La Libertad, donde empieza el distrito minero.

Bajando por la falda de la cordillera, encontramos que las saba­nas, en este lado oriental, son mucho más húmedas que las situadas al oeste; a medida que avanzábamos, la humedad del terreno aumentaba y algunos valles y pantanos se hacían difíciles para las mulas. Aunque la estación seca había comenzado y esos lu­gares estaban secándose rápidamente, el lodo era muy pegajoso, a tal punto que en un pésimo paso, llamado del "estero", mi mula cayó apresándome la pierna y atollándome en el lodo. La pobre bestia estaba agotada y no se movía. La noche avanzaba veloz y se perfilaba oscura. Aunque estaba a la zaga de mis compañeros, tuve la suerte de hacerles llegar mis gritos; y pronto regresaron a libertarme de mi incómodo apuro. Sin otros con­tratiempos, arribamos a Esquipulas, una villa poblada princi­palmente por mestizos[8]. Colgamos nuestras hamacas en una ca­sita pajiza, que pertenece a la compañía minera, la cual mantiene allí muchos bueyes, debido al excelente pasto de los alrededores.

La villa de Esquipulas está cerca del río Mico, que nace en las cordilleras boscosas hacia el este; corre por varias millas a través de sabanas y vuelve a entrar en la floresta para desembocar en el

Atlántico, en Bluefields, en forma de ancho y profundo río. Este río debió acoger a una gran población indígena, que vivía en villorios asentados cerca de sus riberas. Sus sitios mortuorios, marcados por grandes túmulos de piedras, son frecuentes, aso­ciados con fragmentos de cerámica, quebrados ídolos de piedra y pedestales. Cerca de Esquipulas hay ciertos montículos artifi­ciales, rodeados de grandes piedras, y parece que esta villa y la llamada Santo Tomás, pocas millas al sur, están construídas sobre sitios de antiguos pueblos indígenas.

LA SELVA: "Entramos en la gran selva, en aquella orla oscura que divisamos millas atrás y que se extiende desde este punto hasta el Atlántico... bañan la selva del Atlántico las lluvias que destilan los vientos alisios, manteniéndola siempre verde. Reina perpetua humedad en el suelo y perenne verano en el aire. A la influencia nupcial de la humedad y el calor se debe la infinita variedad de árboles".

Los indios del río Mico dieron querella a los españoles que intentaron colonizar la región: a unas dos leguas de Acoyapa, me señalaron el sitio de un pequeño pueblo, ahora cubierto de árbolá bajos y matorrales, donde los españoles fueron sorprendi­dos una noche por los indios del río Mico, muriendo todos, ex­cepto las jóvenes que fueron llevadas cautivas. Desde entonces el lugar quedó desolado[9].

Muchas historias extravagantes se cuentan sobre las grandes estatuas que habían sido descubiertas en las riberas del Mico, río abajo de donde cruzamos; pero el señor Etienne, de La Libertad, quien navegó hasta Bluefields, y algunos huleros de Santo To­más, que frecuentan el río, bajando por hule nativo, me asegu­raron que las supuestas estatuas no eran sino rudas caras y figuras de animales tallados sobre rocas. Parecen similares a las que se encuentran sobre muchos ríos que corren hacia el mar Caribe, y a las examinadas por Schomburgk sobre las rocas del Orinoco y del Esequibo. Otras como éstas, de indudable sello caribe, han sido localizadas en las islas Vírgenes; es posible que pertenezcan a una antigua y poderosa raza, diferente a la de los indios agri­cultores y escultores que habitaban en la parte oeste del con­tinente.

Salimos de Esquipulas temprano a la siguiente mañana y cru­zamos colinas bajas, poco arboladas, y sabanas hasta llegar al Pital, caserío con numerosos ranchos pajizos próximos al borde de la gran selva; en las orillas existían claros, para sembrar maíz, cultivado sobre tierras donde se habían talado los bosques. En algunas partes ya habían comenzado a cortar los árboles, dejando nuevos claros, que serían quemados en abril, para sembrar maíz al mes siguiente. Este es el modo usual, primitivo, como en Méxi­co antes y durante la conquista española. Comienza el desmonte cortando la maleza de raíz, pues sería difícil hacerlo una vez que los grandes árboles han sido tumbados. A continuación éstos se cortan y queman en abril. Los troncos pequeños y el follaje se queman bien, pero la mayoría de los grandes quedan con muchas de sus ramas. Estas últimas son cortadas para formar cercas al­rededor del potrero, que en El Pital y Esquipulas las hacen ce­rradas y altas para mantener fuera a los venados. En mayo se siembra el maíz; el sembrador hace pequeños hoyos con una vara terminada en punta, separados por unos pocos pies, dejando caer dos o tres granos, que cubre con el pie. A los pocos días las hojas verdes se proyectan y crecen con rapidez. Numerosas ma­lezas también brotan, pero en junio se cortan. El éxito de la co­secha depende en mucho del esmero con que esto se hace. En julio cada planta ha producido de dos a tres mazorcas y antes que el grano madure, las arrancan, excepto una, pues si se dejan más tiempo no maduran bien. Las mazorcas jóvenes se cuecen y cons­tituyen una delicada legumbre. En esta etapa reciben el nombre de "chilotes", del azteca xilotl. Los antiguos mejicanos, en su oc­tavo mes (que comenzaba el dieciséis de julio) , celebraban un festival llamado la fiesta de Xilonen. Los pobres indios tienen razón de regocijarse en esta etapa, pues agotadas sus reservas de maíz, el chilote es el primer fruto de la nueva cosecha. A comien­zos de agosto, ya los granos están formados, aunque todavía son blandos y blancos. Se comen como maíz verde, llamado entonces "elote". En septiembre, el maíz está maduro y seco; se almacena en tabancos sobre la habitación de los nativos. A menudo se recoge una segunda cosecha en diciembre.

El maíz es muy prolífico, pues se centuplica en cada mazorca. Desde los más antiguos tiempos, ha sido uno de los principales alimentos de las tribus occidentales de la América tropical. En la costa del Perú, Darwin encontró restos de maíz junto con die­ciocho especies recientes de conchas marinas, sobre una playa levantada ochenta y cinco pies sobre el nivel del mar[10]. En ese mismo país se le ha encontrado en las tumbas, aparentemente más antiguas, anteriores a los tiempos más tempranos de los incas[11]. En México era conocido desde las épocas más remotas de que se tiene noticias, según las pictografías de los toltecas. Estos antiguos pueblos lo llevaron consigo durante sus migraciones. En la América Central las piedras con las que lo muelen, se encuen­tran invariablemente enterradas con las cenizas del muerto, como artículo necesario en su equipaje para el otro mundo.

Cuando Florida y Luisiana fueron descubiertas, todas las tribus indígenas nativas cultivaban maíz como alimento básico; y a tra­vés de Yucatán, México y el occidente de Centro América, y des­de Perú hasta Chile, fue y sigue siendo el principal sustento de los indios. Los pueblos que lo cultivaron tenían más o menos una avanzada civilización: residían en poblados, sus comerciantes tra­ficaban de uno a otro país con sus mercancías; poseían un ca­rácter dócil y de fácil sometimiento. Es probable que esos pueblos consumidores de maíz procedieran de varias razas similares. En las Indias Occidentales poblaron Cuba y Haití; pero de Puerto Rico al sur, las islas estaban habitadas por caribes belicosos, quie­nes hostigaban a las tribus más civilizadas del norte. Del cabo Gracias a Dios hacia el sur, la costa oriental de América fue po­blada primero por tribus rudas, que no sembraban maíz, sino que elaboraban pan de la raíz de la yuca Manihot aipim; y todavía en la Guayana inglesa, en el bajo Amazonas, y en el noroeste de Brasil, se hace harina de la raíz de la mandioca, que es "basti­mento" principal. El maíz fue llevado a Europa por los portugue­ses, pero no tiene nombre nativo y se usa principalmente como forraje del ganado y aves de corral y casi nunca para comida del pueblo. Esta diferencia fundamental en la comida de los indí­genas permite relacionar a las tribus con su lugar de procedencia. Así Cuba y Haití, en las Indias Occidentales, parecen haber sido pobladas desde Yucatán y Florida, mientras que Puerto Rico y el resto de las islas hacia el sur, desde Venezuela.

En Centroamérica, en la actualidad, la masa del maíz se pre­para igual que en el antiguo Méjico; los granos se cuecen primero con ceniza o con un poco de cal; los álcalis sueltan la corteza del grano, que se desprende fregándolo bajo el agua poco a poco; se colocan después sobre una piedra ligeramente cóncava, llamada metate, del azteca Metlatl, moliéndolos con otra piedra en forma de rodillo y vertiendo un poco de agua durante el proceso, hasta constituir una pasta, la cual se aplana con las manos, modelando una torta de unas diez pulgadas de diámetro y tres dieciseisavos de pulgada de grueso; a continuación, ésta se cuece sobre un comal cóncavo de arcilla. Estas son las llamadas tortillas y son muy nutritivas. En mis viajes las prefería al pan de harina de trigo. Bien hechas y comidas calientes, son deliciosas.

Existen pocas plantaciones de caña de azúcar cerca de El Pital. El jugo de la caña es exprimido con toscos rodillos de madera, tres en fila; el central mueve los laterales mediante engranajes. Todo el conjunto es puesto en movimiento por bueyes que giran alrededor, de la misma manera como lo hacen en torno a los mo­linos. Los ejes de los rodillos, desprovistos de grasa, rechinan y chillan como una piara de hostigados cerdos, revelando su presen­cia mucho antes de que el viajero arribe al lugar. Del jugo her­vido se extrae un azúcar impuro. Creo que el azúcar de caña era desconocido para los primitivos habitantes del país, pues no lo mencionan los historiadores de la conquista de México y del Perú, y no tiene, al contrario del maíz y del cacao, un nombre nativo.

Tan pronto como pasamos El Pital, entramos en la gran selva, en aquella orla oscura que divisamos millas atrás, y que se ex­tiende desde este punto hasta el Atlántico. El camino se abre paso al comienzo a través de arbustos y matorrales, vegetación secundaria que se ha levantado donde la selva original fue sacri­ficada para plantar maíz; pero después de cruzar una quebrada bordeada por numerosas plantas de pita, de la cual se extrae una excelente fibra (y que da su nombre al Pital), entramos en la selva virgen. A cada lado del camino se erguían grandes árboles, con sus altas copas escondidas entre un dosel de hojas. Las lia­nas estrangulaban los troncos o colgaban de las ramas, pasando de un árbol a otro, entrelazando a los colosos con una gran malla de enroscados cables como las serpientes de Laoconte. Esta com­paración se refuerza con el hecho de que muchos árboles están realmente agobiados bajo bejucos espirales. Algunas veces un árbol se presenta cubierto por bellas flores, que no le pertenecen, sino a una de las lianas que se enroscan entre sus ramas y envía al suelo sus tallos a manera de gruesas cuerdas. Helechos trepa­dores y orquídeas se aferran a los troncos y miles de epífitas se encaraman en las ramas. Entre estas últimas figuran las grandes aráceas, de las que se desprenden raíces aéreas, duras y resisten­tes, usadas en lugar de cuerdas por los nativos. Entre la baja vegetación figuran varias pequeñas palmas, de dos a quince pies de altura, así como también magníficos helechos arborescentes, que crecen aquí y allá, cuyas plumosas coronas se despliegan a unos veinte pies del terreno y recrean la vista con su graciosa elegancia. Grandes heliconias de hojas anchas, melastomáceas[12] de hojas coriáceas y begonias con sus hojas recortadas y tallos su­culentos, abundan y sobresalen en las selvas de la América tropical. No menos evidente son los guarumos, de tallo blanco y enormes hojas palmeadas, que se yerguen como grandes candela­bros. En algunos lugares el terreno se encuentra tapizado de flores amarillas, rosadas o blancas, caídas de alguna invisible copa en las alturas; otras veces embalsama el aire un delicioso perfume, cuya procedencia se busca en vano, ya que las flores que lo emiten están escondidas entre las frondosas copas de verdor. Quebradas cantarinas corren entre piedras cubiertas de musgos, donde se arrinconan los helechos; y mientras el pensamiento se remonta hasta los verdes valles de Inglaterra, no tarda en ser atraído por los charcos centelleantes, adonde acuden los colibríes, que se pre­cipitan como dardos sobre los arroyos, y se detienen, mantenidos sobre las alas que mueven con casi imperceptible velocidad. Vienen vestidos de púrpura, oro o esmeralda gloria; suspendidos en el aire miran al intruso excitadamente, girando primero un ojo y el otro después, para desaparecer de pronto como un destello de luz.

A diferencia de las planicies y sabanas que cruzamos el día anterior, donde el terreno estaba reseco por la estación, bañan la selva del Atlántico las lluvias que destilan los vientos alisios, manteniéndola siempre verde. Reina perpetua humedad en el suelo y perenne verano en el aire; la vegetación exuberante se encuentra en incesante actividad y verdor durante todo el año. Desconocidos son los tintes del otoño, los brillantes cafés y ama­rillos de los bosques ingleses; mucho menos que se conozcan los carmesíes, púrpuras y amarillos del Canadá, donde el follaje ca­duco supera en esplendor al agónico delfín[13]. Desconocidos son también el sueño friolento del invierno y el amoroso despertar de la vegetación al primer toque gentil de la primavera. Una ince­sante y activa vida es la trama del escenario de las selvas tropi­cales, en la cual cada parte exhibe en detalle una variedad y be­lleza indescriptibles.

A la influencia nupcial de la eterna humedad y del calor se debe la infinita variedad de árboles en estas selvas. No crecen en aglomeraciones o masas de una sola especie, como nuestros ro­bles, hayas y abedules, pues cada árbol es diferente de su vecino y se sobrepujan en insociable rivalidad, cada uno tratando de sobrepasar al otro. Por esta razón vemos grandes troncos rectos, que se elevan un centenar de pies, desprovistos de ramas, aca­rreando sus domos de follaje directamente hacia arriba, donde sopla la refrescante brisa y los rayos de sol vivifican. Las lianas se desesperan en busca de luz solar e innumerables epífitas se encaraman muy arriba entre las ramas.

El camino por la selva era intransitable, el lodo profundo y tenaz, las pendientes empinadas y resbalosas, obligando a las mu­las a forcejear, hundiéndose dos o tres pies en pegajosa arcilla. Una parte llamada El Nisperal era especialmente empinada y difícil de bajar, perdiéndose el camino entre grandes zanjas. Cru­zamos las serranías y quebradas casi en ángulo recto, siempre subiendo y bajando. A eso de las dos, llegamos a un claro donde había una hacienda cerca de la quebrada nombrada Las Lajas. Su dueño, un alemán emprendedor, llamado Melzer, cultivaba plá­tanos y legumbres, construía ladrillos y tejas y a la vez plantaba algunos miles de cafetos. Sus grandes plantaciones fueron un cambio placentero después de haber cruzado la selva, de modo que descansamos unos minutos en su casa. 

Después de cabalgar otra legua entre serranías cubiertas por las selvas, llegamos al Pavón, una de las minas de la Chontales Company, y después pasamos la del Jabalí, arribando a Santo Domingo, donde están centradas las operaciones de la compañía minera, que yo había ido a supervisar.



[1] Coyoles o coyolitos. (N. d. T.)

[2] La paloma de San Nicolás o Columbigallina passerina. (N. d. T.)

[3] Del fruto ovalado del Crescencia cujete se sacan las jícaras mientras que de las frutas redondas del Crescencia aalata se fabrican los guacales. (N. d. T.)

[4] Estos soportes se llaman "salvillas" en Chontales. (N. d. T.)

[5] Posiblemente se trata del roble sabanero. (N. d. T.)

[6] Evidentemente es el poroporo. (N. d. T.)

[7] Los trogones son los llamados popularmente "viudas", caracterizados por su plu¬maje gris oscuro sobre la espalda y brillantemente coloreados de rojo o amarillo por debajo. (N. d. T.)

[8] San Pedro de Lóvago actualmente (N. d. T.)

[9] Posiblemente se refiere al asalto que indios miskitos y sumos realizaron sobre los pueblos españoles de Lóvago y Lovigüisca, en 1747, instigados por los ingleses (N. d. T.)

[10] Geological Observations in South Ainerica, 1846, pág. 49; y Animals and Plants under domestieation, Vol. I, pág. 320.

[11] Von Tschudi, Travels in Peru, English edition, pág. 177.

[12] Llamadas "Capirotes" en Santo Domingo. (N. d. T.)

[13] Un pececillo que cambia de color al ser extraído del agua. (N. d. T.)

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