POLVO DE ÁNGEL - Cynara Michelle Medina

Para Álvaro Joaquin, parte de mis recuerdos.
Él era invisible.
Se llamaba Joaquín, aunque pudo llamarse de cualquier otra manera. El nombre hace a la persona. En aquel país, los Joaquines habían dado mucho de qué hablar. Estaba Joaquín el poeta, Joaquín el estratega militar, Joaquín el presidente, Joaquín el mártir.
En resumen, era un buen nombre para un ciudadano. Sin embargo, Joaquín tenía alas y plumas, y era invisible.
O al menos, eso parecía.
La mayor parte del tiempo, Joaquín dudaba de su invisibilidad. Ella era la responsable, con esa forma extraña de mirar. Lo tenía confinado al rincón más oscuro del cuarto, deseando tener una mesa que lo ocultara mejor. Cuando ella estaba agobiada, sus ojos lo buscaban más, como queriendo preguntarle algo que él, aun deseándolo, no podía contestarle.
Desde el triste episodio con la francesa quemada en la hoguera, todos los seres corno Joaquín habían decidido ser más cuidadosos. Desde que el psicoanálisis, por fin, había bautizado la psicosis y la paranoia, el cuidado de los alados era extremo, porque hablar con los humanos era muy imprudente equivalía a firmanes una ficha de ingreso al sanatorio de enfermos mentales más cercano, por oír voces sin ver cuerpos y rostros.
Otro problema más serio preocupaba a Joaquín: ¿parecía que ella podía olerlo?. Empezó a notar que cada vez que se le acercaba, ella tosía y olfateaba a su alrededor, igual que un sabueso persiguiendo a un zorro. Joaquín hacia lo posible por mantener las plumas bien secas, pero aquel país pasaba en un diluvio casi perpetuo, desde mayo hasta noviembre. La invisibilidad no era una coraza contra el moho.
En los días más lluviosos, Joaquín sentía su olor natural, a incienso y cera, combinarse con el moho. La mezcla producía un tufito insoportable. Los estornudos de ella aumentaban su frecuencia.
El incienso sólo era un problema. Los jueves en la iglesia. Ella se sentaba en la última banca y ocultaba su nariz tras un pañuelo para huir cada vez que se agitaba el incensario. Aquella nariz era muy delicada, podía detectar molestias en el polvo, el perfume, las flores...
La familia intentó varias recetas. La hicieron pasar por una breve etapa naturista, a recomendación de un amigo cercano. El yerbero que debía examinarla, daba consultas en una pocilga que olía fuertemente a ajo. Ella no pudo entrar: sus estornudos resonaron incontrolables desde la puerta. Aunque, el yerbero no alcanzó a darle su pócima secreta para el té que curaba todos los males, Joaquín adivinó que el ajo era el ingrediente prioritario.
El siguiente paso fue recurrir a la ciencia.
El doctor Menuhim era judío. Se definía a sí mismo como un "agnóstico contradictorio", porque no creía en la Torah, pero respetaba el Sabat y no comía cerdo —por motivos higiénicos.
Se convirtió en alergiólogo por razones prácticas: la sangre le daba náuseas, las heces le eran repugnantes y la medicina, en general, le aburría. Sólo había estudiado para complacer a su abuelo. La alergiología estaba dentro del rango que Menuhim podía tolerar.
Para evitar la desgracia de tener un paciente terminal, y contagioso, el doctor había borrado la palabra inmunología de su título universitario, con mucho cuidado y corrector blanco. Así,
Menuhim se declaraba ante el mundo como un especialista en alergias y sólo alergias; la inmunología era una parte no solicitada de su entrenamiento.
Como medida adicional de precaución, Menuhim abrió su clínica en la esquina de la plaza de aquel pueblo, ubicado a una cómoda distancia entre la nada y el vacío. Tenía garantizada una raquítica clientela porque casi todos preferían consultar al yerbero. El doctor mataba la tarde en interminables juegos de ajedrez con el conserje.
Era martes por la tarde cuando llegó ella, con su nariz. Encontró al doctor enfrascado en decidir la mejor forma de cerrar un jaque mate elegante. Joaquín estaba a cinco pasos de distancia, oculto en su invisibilidad.
El juramento hipocrático y la necesidad de pagar la cuenta del carnicero obligaron al doctor a sonreír. Como impulsado por un resorte, se puso en pie y la hizo pasar a un despacho oloroso a antiséptico.
Los reactivos estaban ordenados igual que soldaditos en una guarnición de juguete; perfectos; alineados sobre una bandeja. También había algunas jeringas pequeñas e inofensivas, sin sus agujas.
El doctor supo en seguida que su paciente sufría de una tremenda alergia; estornudaba sin control. Probablemente habría necesidad de inflarle la resistencia a punto de vacunas a aquella nariz enrojecida. Menuhirn procedió a explicar con lujo de detalles la necesidad de unas pruebas para descubrir el alergeno.
El alergeno podía ser cualquier cosa: pelusa, moho, ácaro, polvo de libros. Pelo de gato, incienso...
Joaquín y ella escucharon todas las explicaciones con mucha atención. Sin interrumpir, aunque ambos estaban confundidos. Joaquín no entendía que cosa era el alergeno, pero, por lo que decía el doctor, se trataba de la fuente de todos los males.
La jerga médica dejó de fluir cuando el doctor comenzó a preparar sus reactivo —Menuhim no podía hablar y preparar al mismo tiempo, porque su cerebro desafortunadamente, era unifocal. Con el ceño fruncido, aplicó seis piquetitos en el brazo de su paciente, quien cerró los ojos del puro pavor ante las agujas de cualquier tamaño. Minutos después, tres de los piquetes se habían convertido en enormes ampollas rojas.
El doctor explicó, que ella era alérgica a las plumas, al incienso y al moho.
Los tres formaban una combinación explosiva.
Joaquín sintió que el cielo se le venía encima. Él cargaba la combinación explosiva.
Antes de empezar su vida como ángel guardián, le habían dicho que la misión siempre traía sus complicaciones. Los hombres y mujeres que los ángeles como Joaquín debían acompañar eran criaturas con talento para meterse en problemas. Sin embargo, la posibilidad de que su persona fuese alérgica a las plumas, al incienso y al moho, nunca se le había ocurrido.
Ahora estaba seguro de que ella podía olerlo.
Joaquín sabía que sus opciones eran limitadas. La misión era quedarse con ella, pero la única forma de cumplirla era arrancándose las plumas. Manteniéndose seco y dejando de oler a incienso. Sin plumas, quedaría tan indefenso como un pavo navideño listo para el horno. La otra opción era marcharse, hasta que alguien, más sabio, inventara un sustituto sintético para las plumas.
Epílogo
Ella despertó sobresaltada tres noches después del diagnóstico de Menuhim. Buscó con la mirada la sombra tenue de las alas que tantas veces la habían tranquilizado desde el rincón de su cuarto. Esta vez la sombra no estaba. El cuarto tenía un huecopeculiar y ella sintió que le iba naciendo un charquito de agua salada en la esquina de los ojos.
Se acercó a la ventana. El cielo lucia espléndido, con una luna en forma de uña, apenas brillante y opacada por las estrellas. "Qué lindo" —Pensó, y sonrió mirando al cielo.
Una de las estrellas le devolvió la sonrisa, entonces se dio cuenta que llevaba varios minutos sin estornudar.

"Gracias Joaquín" —dijo— y así, Joaquín el ángel, al oír su nombre supo que ella lo comprendía todo.

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CYNARA MICHEL MEDINA

(Jinotepe, Carazo 02 de Junio de 1971). En 1991 inicio estudios de Medicina en la universidad de Rostock. Alemania. Después de abandonar la carrera en 1993, regresó a Nicaragua. Todavía considera que lo más valioso de su época en Europa fue aprender a cocinar y ver la Torre Eiffel desde abajo. En 1999. se graduó de licenciada en Diplomacia y Relaciones Internacionales, en la Universidad Americana. Aunque siempre se interesó por la literatura sólo comenzó a escribir narrativa en la universidad. Desde entonces ha publicado en La prensa Literaria y en la revista 400 elefantes. Sus cuentos le valieron dos menciones de honor en los Certámenes ínter universitario de Cultura en 1994 y 1995, y el segundo lugar I juegos Florales Centroamericanos, León, en la rama cuento en el año 2000.

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