Para Álvaro Joaquin, parte de mis recuerdos.
Él era invisible.
Se llamaba Joaquín, aunque pudo llamarse de cualquier otra manera. El nombre hace a la persona. En aquel
país, los Joaquines habían dado
mucho de qué hablar. Estaba Joaquín el poeta,
Joaquín el estratega militar, Joaquín el presidente, Joaquín el mártir.
En resumen, era un buen nombre
para un ciudadano. Sin embargo, Joaquín tenía alas y plumas, y era invisible.
O al menos, eso parecía.
La mayor parte del tiempo, Joaquín
dudaba de su invisibilidad. Ella era la responsable, con esa forma extraña de mirar. Lo tenía confinado al rincón más oscuro del
cuarto, deseando tener una mesa que lo ocultara mejor. Cuando ella estaba agobiada, sus ojos lo buscaban más, como
queriendo preguntarle algo que él, aun deseándolo, no podía contestarle.
Desde el triste episodio con la
francesa quemada en la hoguera,
todos los seres corno Joaquín habían decidido ser más cuidadosos. Desde que el
psicoanálisis, por fin, había bautizado la psicosis y la paranoia, el cuidado de los alados
era extremo, porque hablar
con los humanos era muy imprudente equivalía a firmanes una ficha de ingreso al sanatorio de
enfermos mentales más cercano,
por oír voces sin ver cuerpos y rostros.
Otro problema más serio preocupaba a Joaquín: ¿parecía
que ella
podía olerlo?. Empezó a notar que cada vez que se le acercaba, ella tosía y olfateaba a
su alrededor, igual que un sabueso persiguiendo a un zorro. Joaquín hacia lo posible por
mantener las plumas
bien secas, pero aquel país pasaba en un diluvio casi perpetuo, desde mayo hasta
noviembre. La invisibilidad no era una coraza contra el moho.
En los días más lluviosos, Joaquín
sentía su olor natural, a incienso y cera, combinarse con el moho. La mezcla producía un tufito insoportable. Los
estornudos de ella aumentaban su frecuencia.
El incienso sólo era un problema.
Los jueves en la iglesia. Ella se sentaba en la última banca y ocultaba su
nariz tras un pañuelo para
huir cada vez que se agitaba el incensario. Aquella nariz era muy delicada,
podía detectar molestias en el polvo, el perfume, las flores...
La familia intentó varias recetas.
La hicieron pasar por una breve etapa
naturista, a recomendación de un amigo cercano. El yerbero que debía examinarla, daba consultas en una pocilga que olía
fuertemente a ajo. Ella no pudo entrar: sus estornudos resonaron incontrolables desde la puerta. Aunque,
el yerbero no alcanzó a darle su
pócima secreta para el té que curaba todos los males, Joaquín adivinó que el ajo era el ingrediente prioritario.
El siguiente paso fue recurrir a la ciencia.
El doctor Menuhim era judío. Se
definía a sí mismo como un
"agnóstico contradictorio", porque no creía en la Torah, pero respetaba el Sabat y no comía
cerdo —por motivos higiénicos.
Se convirtió en alergiólogo por
razones prácticas: la sangre le daba náuseas, las heces le eran repugnantes y la medicina, en general, le aburría. Sólo había
estudiado para complacer a su abuelo. La alergiología estaba dentro del rango
que Menuhim podía tolerar.
Para evitar la desgracia de tener un paciente
terminal, y contagioso,
el doctor había borrado la palabra inmunología de su título universitario, con mucho
cuidado y corrector blanco. Así,
Menuhim se declaraba ante el mundo
como un especialista en alergias y
sólo alergias; la inmunología era una parte no solicitada de su entrenamiento.
Como medida adicional de
precaución, Menuhim abrió su clínica en la esquina de la plaza de aquel pueblo, ubicado a una cómoda distancia entre la nada y el vacío. Tenía
garantizada una raquítica clientela porque
casi todos preferían consultar al yerbero. El doctor mataba la tarde en
interminables juegos de ajedrez con
el conserje.
Era martes por la tarde cuando
llegó ella, con su nariz. Encontró al
doctor enfrascado en decidir la mejor forma de cerrar un jaque mate elegante. Joaquín estaba a cinco pasos de distancia, oculto en su invisibilidad.
El juramento hipocrático y la
necesidad de pagar la cuenta del carnicero obligaron al doctor a sonreír. Como impulsado por un resorte, se puso en pie y la
hizo pasar a un despacho oloroso a antiséptico.
Los reactivos estaban ordenados
igual que soldaditos en una guarnición de juguete; perfectos; alineados sobre una bandeja. También había algunas jeringas
pequeñas e inofensivas, sin sus agujas.
El doctor supo en seguida que su
paciente sufría de una tremenda
alergia; estornudaba sin control. Probablemente habría necesidad de inflarle la resistencia a
punto de vacunas a aquella nariz
enrojecida. Menuhirn procedió a explicar con lujo de detalles la necesidad de unas pruebas
para descubrir el alergeno.
El alergeno podía ser cualquier
cosa: pelusa, moho, ácaro, polvo de libros. Pelo de gato, incienso...
Joaquín y ella escucharon todas las explicaciones con
mucha atención. Sin
interrumpir, aunque ambos estaban confundidos. Joaquín no entendía que cosa era el alergeno,
pero, por lo que decía el doctor, se trataba de la fuente de todos los males.
La jerga médica dejó de fluir
cuando el doctor comenzó a preparar sus
reactivo —Menuhim no podía hablar y preparar al
mismo tiempo, porque su cerebro desafortunadamente, era unifocal. Con el ceño
fruncido, aplicó seis piquetitos en el brazo de su paciente, quien cerró los ojos del puro pavor ante las agujas de cualquier tamaño. Minutos después, tres de los
piquetes se habían convertido en
enormes ampollas rojas.
El doctor explicó, que ella era
alérgica a las plumas, al incienso y al moho.
Los tres formaban una combinación explosiva.
Joaquín sintió que el cielo se le
venía encima. Él cargaba la combinación explosiva.
Antes de empezar su vida como
ángel guardián, le habían dicho que la
misión siempre traía sus complicaciones. Los hombres
y mujeres que los ángeles como Joaquín debían acompañar eran criaturas con talento para meterse en problemas. Sin embargo, la posibilidad de que su persona
fuese alérgica a las plumas, al
incienso y al moho, nunca se le había ocurrido.
Ahora estaba seguro de que ella podía olerlo.
Joaquín sabía que sus opciones
eran limitadas. La misión era quedarse con ella, pero la única forma de
cumplirla era arrancándose
las plumas. Manteniéndose seco y dejando de oler a incienso. Sin plumas, quedaría tan indefenso
como un pavo navideño
listo para el horno. La otra opción era marcharse, hasta que alguien, más
sabio, inventara un sustituto sintético para las plumas.
Epílogo
Ella despertó sobresaltada tres noches después del diagnóstico de Menuhim. Buscó con la mirada la
sombra tenue de las alas que tantas
veces la habían tranquilizado desde el rincón de su cuarto. Esta vez la sombra no
estaba. El cuarto tenía un huecopeculiar y ella sintió que le iba naciendo un
charquito de agua salada en la esquina de los ojos.
Se acercó a la ventana. El cielo
lucia espléndido, con una luna en forma de uña, apenas brillante y opacada por las estrellas. "Qué lindo" —Pensó, y
sonrió mirando al cielo.
Una de las estrellas le devolvió la sonrisa, entonces
se dio cuenta que llevaba varios minutos sin estornudar.
"Gracias
Joaquín" —dijo— y así, Joaquín el ángel, al oír su nombre supo que ella lo comprendía todo.
***********************************
***********************************
CYNARA
MICHEL MEDINA
(Jinotepe, Carazo 02 de Junio de 1971). En 1991 inicio estudios de Medicina
en la universidad de Rostock.
Alemania. Después de abandonar la carrera en 1993, regresó a Nicaragua. Todavía considera que lo más valioso de su época
en Europa fue aprender a cocinar y ver la Torre Eiffel desde abajo. En
1999. se graduó de licenciada en Diplomacia y Relaciones Internacionales, en la
Universidad Americana. Aunque siempre se interesó por la literatura sólo
comenzó a escribir narrativa en la universidad. Desde
entonces ha
publicado en La prensa Literaria y en la revista 400 elefantes. Sus cuentos le
valieron dos menciones de honor en los Certámenes ínter universitario de Cultura en 1994 y 1995, y el segundo lugar I juegos Florales
Centroamericanos, León, en la rama cuento en el año 2000.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.