Un día tan soleado, con canto de
pájaros a lo lejos y jardines adornados con flores coquetas no es el mejor escenario para un funeral, Los dolientes que
aquella tarde enterraban a su ser querido
habrían preferido una tarde opaca, con amenaza de lluvia y cielo encapotado para que la vida reflejara el estado de sus almas. En cambio la naturaleza parecía estar
de fiesta 'y la claridad del día
semejaba una burla a la despedida del muerto.
El ambiente no evitó que el dolor
se le calase en los huesos a Susana quien cumplió con el rito del entierro a
punto del desmayo. La soledad
empezaba a invadirla en la medida que las paladas de tierra caían sobre la loza que
sepultaba al féretro. Los condolientes empezaron a despedirse y ella, sola corno estaba, se
quedó hasta que el último
grumo de cemento quedó colocado. Experimentó la sensación de abandono y desconsuelo que acompaña
a los vivos que despiden
a un muerto. Esa soledad sola solitaria se le pegaba al cuerpo como vestido mojado. Se
acomodó los anteojos oscuros, salió caminando del Cementerio Oriental bordeando tumbas de distintos tamaños. Atravesó el
portón, subió a su carro y sólo el ruido del motor en marcha la devolvió a la realidad.
Condujo en silencio por
la calles sin percatarse del atribulado correr de los buses que la toreaban Pudo haber
chocado con alguno pero por primera vez en su vida ningún carro hizo amago de venírsele encima. Llegó a su casa de
Altamira, abrió el portón, metió las llaves a su bolso otra vez, se quitó los zapatos y se
lanzó a la cama con los
ojos idos en el techo. En el camino quedó su estela de dolor. Larga, densa, penosa y
amarga construyendo un camino fabricado por la tristeza. Y por el llanto.
El corazón no tenía fuerzas ya para aguantar tantos
recuerdos. El día se
proponía como un tormento. Quizá por eso durmió un poco. Quizá por eso, o porque
tenía sueño. Los músculos se le fueron aflojando y tal vez logró soñar un rato.
No habían pasado dos horas desde
su regreso cuando sonó el timbre de
la puerta. Susana pensó que alguien vendría a darle las condolencias y abrió
confiada. Una mujer de baja estatura, vestida con falda floreada y camisa blanca, de ojos
pizpiretos, le brindaba una sonrisa cómplice. La hizo pasar contagiada de una intimidad inusitada ante una
extraña. La mujer le explicó que no se conocían, ni conocía al muerto, su padre, pero
logró dar con su
paradero gracias a su estela de dolor que todavía cubre la carretera. "Sentí un
estremecimiento cuando usted pasó veloz frente a mi casa. Y tuve que venir a verla".
Susana no entendía nada y creyó
estar soñando todavía. La mujer continuó su relato: En el momento en que pasó
por mi casa usted recordaba cuando su padre la acompañó a su primer día de clases. La vi
vestida con el
uniforme escolar y con cara de miedo evitando llegar a la entrada del colegio. Con sus
pequeñas manos usted se aferraba a su padre, quien le daría a valentía necesaria para
entrar a ese edificio.
Todo eso me dijo la estela de dolor que usted salpicó por el camino. Yo lampaceaba el piso
cuando sentí una leve punzada en mi propio recuerdo y el detalle de la niña que camina hacia el colegio cogida de la mano de su
padre era la imagen viva de yo y mi hijo, muerto recién por una
gastroenteritis. Nada más querrá decirle que comparto su dolor", manifestó a mujer
dándole un beso. Y se
marchó.
Susana quedo intacta como una
recién asustada. No conocía a esa mujer que le había adivinado su vida. No la había visto jamás hasta hoy. No comprendía
como una total desconocida a visitar atrayéndole sus recuerdos más íntimos el cansancio, la confusión y esas fuerzas
debilitadas que produce el llanto continuado la tiraron a la cama con todo y ropa Ya era
de noche había
pensado demasiado Susana durmió inquieta.
Al día siguiente, un sábado fresco y claro, algunas de sus amigas la llegaron a acompañar
desde el desayuno. Entre todas intentaron conducir la conversación por temas un tanto frívolos para evitar que la muchacha se
hundiera en sus recuerdos. Cocinaron untas un almuerzo y disfrutaron de la sobremesa. Terminado el café la dejaron sola.
Estaba a punto de anochecer cuando
el timbre de la puerta de entrada
sonó. Afuera se encontraba una mujer tan joven como ella vestida de Luto y con un sobre color
blanco en sus manos, Susana
la saludó cordial y la otra joven pidió disculpas por llegar a esa hora pero aclaró
que durante todo el día de ayer permaneció ocupada y no había podido acudir. Le
comentó que vivía a un
kilómetro y medio de su casa, sobre le carretera y que tarde por la noche cuando
regreso de su trabajo percibió su dolor abandonado sobre el asfalto.
—¿Cuál dolor? —Susana pide explicaciones —Pues el
suyo. Ahí lo ha dejado tirado en el camino.
"Latente estaban sus
recuerdos corno los míos anoche", expresó la mujer con un brillo en los ojos que
amenazaba con llanto. Hace
poco, prosiguió la joven, murieron mis padres en un accidente automovilístico y todo
el amor apoyo que he recibido en los últimos días no han sido capaces de regresarme a ese estado de natural protección que
una tiene cuando su madre y padre viven. La soledad que usted dejó en la calle frente a mi casa es la misma que hoy me
acompaña y por eso he venido a decirle que la comprendo.
La joven habló extrayendo del
sobre una foto en las que aparecía con su madre difunta. Susana exclamó para dentro de sí del asombro que producen las
coincidencias. En la foto de la visitante aparecía la madre de esta con ella en la
misma posición y en el mismo Parque Central de Managua donde Susana y su madre se tomaron una foto hace
algunos años. Quién sabe si hasta en el mismo día, dada la juventud de la joven. La visitante se fue
luego de darle un abrazo.
Susana cerró y se recostó en la puerta cerrada. Al momento abrió, salió a la calle esperando
encontrar rastros de esa huella de dolor que suponía dejó en el ambiente, pero no
percibió nada. Ni una nube de
lágrimas. Ni una señal de angustia. Ni una lineo de recuerdos tristes. La noche era
una noche cualquiera y ni Luna había. Todo lo que pasaba era difícil de entender.
El día siguiente, un domingo
Susana despertó con la certeza de tener nuevas visitantes y se vistió para la
ocasión. También preparó unas
reposterías y refresco de cacao con leche para ofrecer a quien viniera. En efecto. Alguien toco
a la puerta y ahora Susana
hizo pasar hasta la sala a la desconocida de turno. Esta era una mujer un poco mayor
que ella con el cabello corto y maquillada en exceso quien aceptándole una torta de leche y un vaso con agua empezó a contar
que a la anura del barrio El Dorado, es decir no tan largo de esta casa, habla sentido a Susana con
apenas 16 años Recuerda cuándo estaba decidiendo su carrera universitaria? Preguntó tan tranquila
la mujer con esa
confianza de quienes te conocen desde que usabas pañales. Pues a ella le había pasado algo
parecido con su hermana mayor. Recordó que en aquella época su hermana actuó como sustituta da una madre
que las había abandonado y ambas eran una a la hora de tomar decisiones. Pues ella -dijo a
mujer- repitió las mismas frases
que su padre dijo en el recuerdo que pasó frente a mi ventana la mañana de ayer Era un recuerdo
triste y usted lo dejó por ahí
vestido de nostalgia. Por eso vine, para decirle que yo también había vivido un
apoyo total en horas cruciales. Ella me había dicho: ya que no podemos meterle mucho a
nuestros estómagos ni
nada, ni menos metámosle algo a la cabeza". Según entendí. Su padre le dijo lo
mismo, concluyó su relato la mujer. Susana no cabía en su asombro. Cabeceaba
insistentemente ante lo que la mujer decía persiguiéndole mentalmente las
palabras sabedoras que
continuaría igual que si ella lo habría dicho. Era demasiada coincidencia, se
repetía, negando la verdad que tenía frente a sí. Y es que esa extraña mujer
recitaba tal cual lo que su padre dijo.
A la tarde otra visitante le llegó con el mismo cuento
de la estela de
dolor que indicaba el camino hasta su casa. Al día siguiente llegaron cuatro plañideras desde
Masaya que se atacaron en llanto limpio en el
jardín y no hubo manera de contenerlas
durante cuatro horas. Dijeron que habían llagado siguiendo sus huellas sobre el camino. A la mañana del otro día tuvo dos visitantes y al otro día tres mujeres
llegaron y al otro también, pero esta vez sólo fueron dos las visitantes. Todos
los días de los siguientes nueve que
transcurrieron desde el funeral Susana
estuvo ocupada recibiendo visitas. Mujeres todas, con historias idénticas a sus recuerdos de hija
doliente.
Al
décimo día nadie tocó a su puerta, pero no nacía falta. La pena se había disipado, extinguido o repartido entre todas esas mujeres que habían acudido para quitarle un
peso de encima. Al parecer, su estela
de dolor ya no morcaba el camino del
cementerio hacia su casa y viceversa. Susana ya no siente que le punzan el alma. Se siente liviana de
aquella pesadumbre, esa carga triste que asomaba en sus ojos la semana pasada.
Su cuerpo disfruto del día soleado y ella hasta cantó un estribillo de un popular jingle de la radio.
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MILDRED
LARGAESPADA
Periodista,
narradora y escritora con residencia en España. Ha publicado en diversos periódicos del país, así como en la Revista ARTEFACTO, entre
otras de mucho prestigio intelectual.
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