LAS VISITANTES - Mildred Largaespada

Un día tan soleado, con canto de pájaros a lo lejos y jardines adornados con flores coquetas no es el mejor escenario para un funeral, Los dolientes que aquella tarde enterraban a su ser querido habrían preferido una tarde opaca, con amenaza de lluvia y cielo encapotado para que la vida reflejara el estado de sus almas. En cambio la naturaleza parecía estar de fiesta 'y la claridad del día semejaba una burla a la despedida del muerto.
El ambiente no evitó que el dolor se le calase en los huesos a Susana quien cumplió con el rito del entierro a punto del desmayo. La soledad empezaba a invadirla en la medida que las paladas de tierra caían sobre la loza que sepultaba al féretro. Los condolientes empezaron a despedirse y ella, sola corno estaba, se quedó hasta que el último grumo de cemento quedó colocado. Experimentó la sensación de abandono y desconsuelo que acompaña a los vivos que despiden a un muerto. Esa soledad sola solitaria se le pegaba al cuerpo como vestido mojado. Se acomodó los anteojos oscuros, salió caminando del Cementerio Oriental bordeando tumbas de distintos tamaños. Atravesó el portón, subió a su carro y sólo el ruido del motor en marcha la devolvió a la realidad. Condujo en silencio por la calles sin percatarse del atribulado correr de los buses que la toreaban Pudo haber chocado con alguno pero por primera vez en su vida ningún carro hizo amago de venírsele encima. Llegó a su casa de Altamira, abrió el portón, metió las llaves a su bolso otra vez, se quitó los zapatos y se lanzó a la cama con los ojos idos en el techo. En el camino quedó su estela de dolor. Larga, densa, penosa y amarga construyendo un camino fabricado por la tristeza. Y por el llanto.
El corazón no tenía fuerzas ya para aguantar tantos recuerdos. El día se proponía como un tormento. Quizá por eso durmió un poco. Quizá por eso, o porque tenía sueño. Los músculos se le fueron aflojando y tal vez logró soñar un rato.
No habían pasado dos horas desde su regreso cuando sonó el timbre de la puerta. Susana pensó que alguien vendría a darle las condolencias y abrió confiada. Una mujer de baja estatura, vestida con falda floreada y camisa blanca, de ojos pizpiretos, le brindaba una sonrisa cómplice. La hizo pasar contagiada de una intimidad inusitada ante una extraña. La mujer le explicó que no se conocían, ni conocía al muerto, su padre, pero logró dar con su paradero gracias a su estela de dolor que todavía cubre la carretera. "Sentí un estremecimiento cuando usted pasó veloz frente a mi casa. Y tuve que venir a verla". Susana no entendía nada y creyó estar soñando todavía. La mujer continuó su relato: En el momento en que pasó por mi casa usted recordaba cuando su padre la acompañó a su primer día de clases. La vi vestida con el uniforme escolar y con cara de miedo evitando llegar a la entrada del colegio. Con sus pequeñas manos usted se aferraba a su padre, quien le daría a valentía necesaria para entrar a ese edificio. Todo eso me dijo la estela de dolor que usted salpicó por el camino. Yo lampaceaba el piso cuando sentí una leve punzada en mi propio recuerdo y el detalle de la niña que camina hacia el colegio cogida de la mano de su padre era la imagen viva de yo y mi hijo, muerto recién por una gastroenteritis. Nada más querrá decirle que comparto su dolor", manifestó a mujer dándole un beso. Y se marchó.
Susana quedo intacta como una recién asustada. No conocía a esa mujer que le había adivinado su vida. No la había visto jamás hasta hoy. No comprendía como una total desconocida a visitar atrayéndole sus recuerdos más íntimos el cansancio, la confusión y esas fuerzas debilitadas que produce el llanto continuado la tiraron a la cama con todo y ropa Ya era de noche había pensado demasiado Susana durmió inquieta.
Al día siguiente, un sábado fresco y claro, algunas de sus amigas la llegaron a acompañar desde el desayuno. Entre todas intentaron conducir la conversación por temas un tanto frívolos para evitar que la muchacha se hundiera en sus recuerdos. Cocinaron untas un almuerzo y disfrutaron de la sobremesa. Terminado el café la dejaron sola.
Estaba a punto de anochecer cuando el timbre de la puerta de entrada sonó. Afuera se encontraba una mujer tan joven como ella vestida de Luto y con un sobre color blanco en sus manos, Susana la saludó cordial y la otra joven pidió disculpas por llegar a esa hora pero aclaró que durante todo el día de ayer permaneció ocupada y no había podido acudir. Le comentó que vivía a un kilómetro y medio de su casa, sobre le carretera y que tarde por la noche cuando regreso de su trabajo percibió su dolor abandonado sobre el asfalto.
—¿Cuál dolor? —Susana pide explicaciones —Pues el suyo. Ahí lo ha dejado tirado en el camino.
"Latente estaban sus recuerdos corno los míos anoche", expresó la mujer con un brillo en los ojos que amenazaba con llanto. Hace poco, prosiguió la joven, murieron mis padres en un accidente automovilístico y todo el amor apoyo que he recibido en los últimos días no han sido capaces de regresarme a ese estado de natural protección que una tiene cuando su madre y padre viven. La soledad que usted dejó en la calle frente a mi casa es la misma que hoy me acompaña y por eso he venido a decirle que la comprendo.
La joven habló extrayendo del sobre una foto en las que aparecía con su madre difunta. Susana exclamó para dentro de sí del asombro que producen las coincidencias. En la foto de la visitante aparecía la madre de esta con ella en la misma posición y en el mismo Parque Central de Managua donde Susana y su madre se tomaron una foto hace algunos años. Quién sabe si hasta en el mismo día, dada la juventud de la joven. La visitante se fue luego de darle un abrazo.
Susana cerró y se recostó en la puerta cerrada. Al momento abrió, salió a la calle esperando encontrar rastros de esa huella de dolor que suponía dejó en el ambiente, pero no percibió nada. Ni una nube de lágrimas. Ni una señal de angustia. Ni una lineo de recuerdos tristes. La noche era una noche cualquiera y ni Luna había. Todo lo que pasaba era difícil de entender.
El día siguiente, un domingo Susana despertó con la certeza de tener nuevas visitantes y se vistió para la ocasión. También preparó unas reposterías y refresco de cacao con leche para ofrecer a quien viniera. En efecto. Alguien toco a la puerta y ahora Susana hizo pasar hasta la sala a la desconocida de turno. Esta era una mujer un poco mayor que ella con el cabello corto y maquillada en exceso quien aceptándole una torta de leche y un vaso con agua empezó a contar que a la anura del barrio El Dorado, es decir no tan largo de esta casa, habla sentido a Susana con apenas 16 años Recuerda cuándo estaba decidiendo su carrera universitaria? Preguntó tan tranquila la mujer con esa confianza de quienes te conocen desde que usabas pañales. Pues a ella le había pasado algo parecido con su hermana mayor. Recordó que en aquella época su hermana actuó como sustituta da una madre que las había abandonado y ambas eran una a la hora de tomar decisiones. Pues ella -dijo a mujer- repitió las mismas frases que su padre dijo en el recuerdo que pasó frente a mi ventana la mañana de ayer Era un recuerdo triste y usted lo dejó por ahí vestido de nostalgia. Por eso vine, para decirle que yo también había vivido un apoyo total en horas cruciales. Ella me había dicho: ya que no podemos meterle mucho a nuestros estómagos ni nada, ni menos metámosle algo a la cabeza". Según entendí. Su padre le dijo lo mismo, concluyó su relato la mujer. Susana no cabía en su asombro. Cabeceaba insistentemente ante lo que la mujer decía persiguiéndole mentalmente las palabras sabedoras que continuaría igual que si ella lo habría dicho. Era demasiada coincidencia, se repetía, negando la verdad que tenía frente a sí. Y es que esa extraña mujer recitaba tal cual lo que su padre dijo.
A la tarde otra visitante le llegó con el mismo cuento de la estela de dolor que indicaba el camino hasta su casa. Al día siguiente llegaron cuatro plañideras desde Masaya que se atacaron en llanto limpio en el jardín y no hubo manera de contenerlas durante cuatro horas. Dijeron que habían llagado siguiendo sus huellas sobre el camino. A la mañana del otro día tuvo dos visitantes y al otro día tres mujeres llegaron y al otro también, pero esta vez sólo fueron dos las visitantes. Todos los días de los siguientes nueve que transcurrieron desde el funeral Susana estuvo ocupada recibiendo visitas. Mujeres todas, con historias idénticas a sus recuerdos de hija doliente.
Al décimo día nadie tocó a su puerta, pero no nacía falta. La pena se había disipado, extinguido o repartido entre todas esas mujeres que habían acudido para quitarle un peso de encima. Al parecer, su estela de dolor ya no morcaba el camino del cementerio hacia su casa y viceversa. Susana ya no siente que le punzan el alma. Se siente liviana de aquella pesadumbre, esa carga triste que asomaba en sus ojos la semana pasada. Su cuerpo disfruto del día soleado y ella hasta cantó un estribillo de un popular jingle de la radio.

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MILDRED LARGAESPADA

Periodista, narradora y escritora con residencia en España. Ha publicado en diversos periódicos del país, así como en la Revista ARTEFACTO, entre otras de mucho prestigio intelectual.

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