Anécdotas de Isolda Rodríguez Rosales - Estelí

ESTELÍ EN MI RECUERDO



Nada tan reconfortante para el alma que evocar el terruño que nos vio nacer, a nosotros, nuestros padres y abuelos. Reconstruir los rostros que nos cubrieron de cariño en la niñez, rostros de tíos, amigos de nuestros padres, la familia, amigos y conocidos que formaban en ese entonces el pequeño pueblo de Estelí. Revivir el frío delicioso que nos hacía tiritar cuando en las madrugadas nos levantábamos para ir a misa o al colegio. Sentir el olor a pan recién horneado, de los elotes tiernos cocidos, o de la miel que hervía en los calderos de la molienda.
Veo ese pueblo “chiquitito como una maní”, cubierto por la niebla del tiempo; aparto con mis manos esas nubes pesadas y aparece el parque rodeado de un grueso muro de piedra, donde se sentaban los muchachos para ver pasar a las muchachas; parque sencillo sin los columpios que aparecieron años después, sembrado de grama natural y flores. En el centro, el quiosco donde jugábamos a vender “aceite”. Más allá, la iglesia, la única en el pueblo, posteriormente convertida en catedral, que se mantenía y estaba en pie gracias al esfuerzo del padre Chavarría, que todos los domingos imploraba ayuda económica para evitar que el templo se desplomara.
La iglesia era el centro de la vida de la población eminentemente católica. Recuerdo que en sus paredes había hornacinas y altares de madera tallada, con santos que después fueron dados de baja por el Vaticano. Las mismas viejas bancas de madera, que según contaba mi padre, en un tiempo tuvieron el nombre de las familias que las habían donado. En el centro del altar, la Virgen del Rosario, patrona de Estelí, cuya imagen estaba destinada a la catedral de león, pero que quiso quedarse con los estelianos. De ella se decía que había hecho muchos milagros, entre ellos, meter sus manos para evitar que cayera un trabajador que reparaba las paredes, subido en un andamio. La imagen es una obra barroca bellísima de la imaginería sevillana.
Frente al parque, al este, quedaba el edificio de la Sanidad, en la esquina norte quedaba el Club Social, y en la esquina suroeste, el Teatro Estelí, construido muchos años después del pionero del cine: el Teatro Montenegro. Junto al cine, el Palacio Municipal, de tres pisos, novedad nunca vista en el pueblo, y que albergaba las oficinas de correos y demás servicios municipales.
Ese era el centro de Estelí y allí se realizaban las actividades citadinas más importantes en los años cincuenta y sesenta. En ese entonces, Estelí, como muchas sociedades nicaragüenses, conservaba una estructura patriarcal, en la que los fuertes lazos del parentesco funcionaban con la herencia de la estructura colonial. Las familias construían sus viviendas unas cerca de las otras, y era fácil reconocer la calle de los Castillo, al lado oeste de la iglesia, y la de los Rodríguez, al lado este de la misma. Bajando la “cuesta de don Siméon”, que iniciaba en la esquina noreste del parque, esa manzana era propiedad de quien le había dado nombre a la cuesta y quien fuera propietario de la compañía de la luz eléctrica por muchos años, el empresario Simeón Rodríguez. Terminado la esquina norte, hacia el este, quedaba la casa del Dr. Humberto Rodríguez, más allá don Aristo Rodríguez, y en la acera de enfrente, media cuadra al este, una amplia casa esquinera propiedad de mi abuelo paterno Sotero Rodríguez Moreno. Más hacia al este quedaban las casas de don Antonio y Ezequiel Rodríguez, hermanos de mis abuelos, hijos de Vicenta Moreno y Bartolomé Rodríguez. Por el lado oeste, la calle de los Castillos, que iniciaba al costado sur de la iglesia, donde vivía don Tomás Castillo. Hacia al este, una casa grande, de dos pisos, de don Dionisio Castillo.
La vida transcurría tranquila, apacible y existían lazos de amistad fuertes, especialmente entre comadres y compadres. A propósito de compadres, desde cualquier lugar de la ciudad, hacia el oeste se veía un pequeño cerro y la gente decía que al atardecer se veían dos luces que chocaban y rodaban hasta el río. Eran dos compadres que se habían peleado y seguían penando después de muertos. Por eso los compadres se respetaban mucho. Se acostumbraba elegir a los mejores amigos o miembros respetados de la familia, para que en caso de faltar el padre, el padre apoyara al niño o niña huérfano/a.
La ciudad vivía del campo. Casi todas las familias tenían su tierrita donde sembraban maíz y criaban ganado, que fue famoso desde la época colonial. Los domingos se veía llegar a los campesinos, temprano a misa. Aquellos hombres blancos, colorados de Santa Cruz, o los igualmente “cheles” de otros poblados cercanos. Vendían sus mercaderías, compraban baterías, azúcar, géneros, algunas medicinas o un sombrero nuevo; si les sobraba un peso, se iban donde doña Juana González a tomarse un trago “tacón alto” acompañado de un jocote verde. Por las tardes se les veía regresar a sus fincas, bamboleándose en un perfecto equilibrio, sobre los caballos briosos.
Estelí despertaba a la cinco o cinco y media, al toque de las campanas que llamaban para misa de seis. Antes de las ocho de la mañana, los chavalos y chavalas iniciaban su camino hacia la instrucción. Las clases comenzaban a las ocho en punto. Para los años cincuenta, Estelí contaba solamente con tres escuelas primarias estatales: la de varones, una para niñas y otra mixta, que estaba a cargo de la maestra Berta Briones. En esa década se fundó el primer colegio religioso Nuestra Señora del Rosario, a cargo de las religiosas franciscanas Sor Providencia, Sor Patrocinio, Sor María Camino y Sor María Luisa, junto a la superiora, Madre Adoración, ellas fueron las pioneras de ese centro, el que contó con el apoyo de los padres de familia, En sus primeros años funcionó en una casa propiedad de don Simeón Rodríguez Vílchez; posteriormente construyeron un hermoso edificio en la salida hacia Managua. Recuerdo que un día, el viento se tornó agresivo y una especie de tornado se llevó el techado del segundo piso del edificio recién construido. Todo el pueblo se volcó en ayuda para que pudieran reparar el daño. Las construcciones estuvieron a cargo de don Rufino González.
En ese entonces los maestros y maestras tenían una gran vocación por la docencia y se trataba a los estudiantes con afecto y disciplina. No hay quien no recuerde a los primeros maestros o maestras con verdadero cariño. Grandes profesoras de esa época fueron doña María Llanes, doña Berta Briones, Haydee Valdivia, doña Nena Rodríguez, que por cierto robó los corazones de los chavalos de entonces por su belleza y dulzura. Yo tuve la suerte de tener como maestra de primeras letras a mi madrina Esperanza Valenzuela, casada con el ganadero don Carlos Castillo. En esos tiempos no se entendía mucho de pedagogías especiales, y la madrina me daba con una faja en la mano izquierda, para que escribiera con la derecha. Tuve la suerte también de que mis padres fueran ambos educadores y junto con mis hermanas y hermanos crecimos en ese ambiente de libros y estudio.
Mi padre, don Sotero Rodríguez y Rodríguez, hijo de un ganadero originario de La Concordia, aunque amaba el campo, quiso estudiar para maestro y fue de los primeros graduados en el Instituto Pedagógico de Varones, regentado por los Hermanos Cristianos, por lo que era conocido como “el maestro”. En los días de reuniones del Sindicato de Maestros, allá por el año 58 ó 59, la maestra responsable de organización pidió un par de voluntarios para que limpiaran la “Casa del Maestro”, lugar donde se reunían. Pues sucedió que dos muchachos levantaron la mano y salieron corriendo. Llegaron a la casa de mi padre y le dijeron a la trabajadora doméstica que llegaban a limpiar la casa del “maestro”. En otra oportunidad, estábamos en retiros espirituales y el padre Otto Samayoa, a quien todas adorábamos, preguntó en una de sus conferencias: ¿Quién es el Maestro de maestros? A esa pregunta, Itza, mi amiga e inseparable compañera de clase respondió con mucho plomo: “¡El profesor Sotero Rodríguez!” Al sacerdote no le quedó otro remedio que reírse de la espontánea respuesta de la señorita Kontorovsky Artola, hoy destacada educadora, lingüista y antropóloga.
Las clases terminaban a las cuatro de la tarde, cinco en secundaria, y por las noches, la única distracción eran los cines: a las seis se rezaba el rosario en la iglesia y después de la cena. Nosotras buscábamos un pretexto para ir la sector del parque, y cuando se podía, al cine, aunque fuera a ver la colita de la película. El propietario del cine Montenegro era un afable señor de piel blanca y rosada, cabellera cana y brillante, culto, refinado, que tenía la particularidad de recibir y saludar a los cinéfilos en la entrada del cine. Se trataba de don Hilario Montenegro, amigo de todo el mundo esteliano. Las películas más populares eran las mexicanas, especialmente con Jorge Negrete y Pedro Infante. Sucede que como las películas ya eran un poco viejas y además gastadas por el uso, con frecuencia se reventaban y por muchos esfuerzos que hiciera el operario, no lograba reparar la cinta. Mientras los de luneta chiflaban, tiraban tapas de gaseosas, escupían y amenazaban con derrumbar el cine. Estonces, se encendían las luces y aparecía en el escenario la figura del caballeroso don Hilario, quien decía: “Cálmense, la película se presentará de nuevo mañana, pero mientras tanto les digo que la muchacha se queda con el muchacho y todos fueron felices”.
A finales de los cincuenta se abrió con mucha pompa el otro cine que llevó el nombre de la ciudad. Era una construcción más moderna, se vendían palomitas de maíz, algo nunca visto en Estelí, y presentaban películas “prohibidas para menores”. Increíble, pero la película Lo que el viento se llevó, la vi en Málaga en 1976, porque después de las primeras proyecciones prohibidas para menores, salió de circulación.
La otra parte de la vida nocturna de la ciudad la constituían los billares, lugar que era punto de reunión de los “muchachos” de la época: Oscar Molina (Cacho), Vicente Rodríguez, Leonel Rodríguez (Talimán), Oscar Rodríguez, los Pereyra (los burra), los Kontorovsky, los Floripe, especialmente el chele. Entre otros muchos, recuerdo con especial afecto a Oscar Barreda, quien falleciera en los años 60, en un accidente de tránsito. Oscar fue muy amigo de mi hermano Leonel y todos los antes mencionados y eran contemporáneos en edad.
Todos tenían apodos, individuales y colectivos, es decir, por familia, como en todos los pueblos, era algo inevitable. Ni el cura se escapó de ellos. Sucede que el capellán del colegio de las monjas era negrito y un poco odioso. A las alumnas no nos gustaba confesarse con él, porque si una muchacha se acusaba de haber besado a su novio, el sacerdote inquiría cuántas veces y todo tipo de detalles un poco morbosos. Hasta que un día le pidieron a la Madre Superiora que llevara otro padre. Ella dijo que sí y llamó a todas a confesarse. Por cierto cada alumna, después de una hora de reflexión, elaboraba una lista de sus pecados, para no olvidar ninguno. Después del toque de campana, se formó la fila en el confesionario. Habían pasado un par de muchachas a cumplir la penitencia, cuando el padre se salió furioso del confesionario, gritando que la chavala era una irrespetuosa y la iba a excomulgar. Lo que había pasado lo supimos más tarde: una alumna interna, se arrodilló confiadamente y le dijo al padre: “Me acuso padre que me río del padre “Juan” porque tiene los pies para el monte y además, le digo padre leche burra” ¡Para que quiso más la chavala! El padre, que en realidad era el mismo de siempre, pues no habían conseguido a otro, salió enfurecido, y casi lloraba de rabia: “Si yo no tengo la culpa que Dios me haya hecho negro y con los pies torcidos”, gritaba.
Así era eso de los apodos. Muchas veces la direcciones se daban aludiendo a los apodos de las familias, por ejemplo: de donde los Chepones, dos cuadras al este. Los “muditos” le decían a una familia en la que dos hermanos eran sordomudos, y los otros dos, tartamudos. Vendían helados de leche, que en Estelí llamábamos popcicles. Otra dirección era, pues, de donde los muditos, tantas cuadras al sur… A propósito de los muditos, mi hermana Marcia cuenta una historia que es mitad real y mitad ficción, como todos los relatos. Sucede que mandó a comprar un pastel allí, porque también horneaban pan y rosquillas para vender, y le llevaron la repostería comida por las orillas, por lo que ella le reclamó a la muchacha por qué había llevado en esas condiciones, a lo que le respondió: “me dijo don Pedro que este pastel era el único que había y si lo quería me lo trajera así”. Lo divertido de la historia es que don Pedro era uno de los muditos. La realidad fue que la muchacha se comió los bordes del pan e inventó esa excusa.
En septiembre se celebraban, como en todo el país, las fiestas patrias. Se organizaban veladas, desfiles y todo tipo de actos para exaltar el amor patrio. Después del quince, había dos semanas de vacaciones. Lo usual era que la chavalada se fuera para las fincas cercanas. Los varones, para ayudar a sus padres y nadar en los ríos, montar a caballo y llevar al regreso, atados de dulce, sacos de café, que vendían para obtener dinero para las fiestas. Creo que en ese entonces todo mundo sabía nadar y montar a caballo, porque el río Estelí, baja como afluente del Coco, y acompaña a la ciudad en su recorrido. El río era parte de la vida apacible de aquel entonces. Allí se llevaba la ropa para lavar. En las partes más profundas, el agua formaba hermosas pozas, que constituían el solaz de jóvenes y adultos, que se bañaban en los días cálidos de marzo y abril. Realmente, el río está al lado de la ciudad, y cuando llovía mucho, se decía entonces que había un “temporal”, a lo que ahora los meteorólogos llaman vaguada o baja presión tropical; cuando llovía dos o tres días seguidos el río se desbordaba e inundaba las casas vecinas. Todo el mundo iba a asomarse a ver la crecida, el agua arrastraba ramas secas, ropa, zapatos y hasta animales muertos. Para medir la crecida del río, se decía: este año llegó hasta donde los Carmona o hasta donde la Vilma Bello. En una ocasión, el río creció tanto que se llevó el puente de hierro, llamado así porque era el único de ese material en el sector; para ir a las pozas del Playón se pasaba por un puente colgante hecho al estilo de nuestros antepasados, y realmente daba terror cruzar aquella “hamaca” de bejucos y yute. En esos días de lluvias incesantes, los muchachos y muchachas pasábamos felices porque se interrumpían las clases. El río Estelí ha sido el cómplice callado de los estelianos y como tal lo hemos amado.
En diciembre comenzaban las celebraciones de las Purísimas, en casa de amigos. Todo muy religioso, fervor, al final, nosotros sólo esperábamos el brindis. Una de las más bellas celebraciones se hacía donde el maestro Castellón, profesor de música en todas las escuelas. El profesor tenía una hija llamada Viola que cantaba como los ángeles, y como todos en la familia eran músicos, los rezos se acompañaban de alegres cantos de la orquesta Castellón. El siete de diciembre, la Gritería que tenía una características muy especial, y es que había mucho recogimiento y devoción. No había mucho altares a la Virgen María, pero los que había eran hermosos,
Ya para esa época se había iniciado el rezo de la novena del Niño Dios, y en las escuelas se hacían chischiles con tapas de gaseosas para acompañar los cantos. Hacia el veinte, iniciaban las fiestas patronales, aunque la patrona es la Virgen del Rosario, cuya celebración es el siete de octubre. Se sabía que iniciaban las fiestas cuando se veía pasar las partidas de toros y novillos, camino hacia el campo, donde se levantaba una barrera de toros. Ese evento, lejana evocación de las fiestas en Pamplona, provocaba diversas reacciones. Las madres tomaban a sus hijos en brazos y cerraban las puertas de las casas, por temor a que un toro se metiera, como sucedía con frecuencia. Los hombres, envalentonaos quizás, por una copa de aguardiente, tiraban los sombreros frente al toro y hacían gala de valentía. Al día siguiente amanecía instalada la fiesta. Había chalupas, juegos de azar, ventas de todo tipo de chucherías, y el tiovivo. Tres cosas quedaron grabadas en mi mente infantil: el algodón de azúcar, que miraba salir como hilos mágicos de aquella enorme pana, delicia de todos los chavalos y chavalas; la rueda Chicago, con sus asientos que desafiaban la gravedad, sostenidos por garfios de hierro. Esa rueda que nos acercaba, en su punto más alto, al infinito y nos parecía tocar las estrellas con las manos, se me antojaba también algo irreal. La tercera cosa, opuesta a las anteriores, era una olla de barro ennegrecida, colocada sobre astillas de ocote, donde una anciana envuelta en un chal negro, batía con un molinillo de madera, y en cada batida salían deliciosos aromas de una bebida de leche con huevos, llamada ponche, otra de las herencias coloniales españolas. La viejita semejaba una especie de hada madrina en tiempos de pobreza. Su rostro, casi oculto por el tapado, me parecía tan misterioso como los hilos rosados que el vendedor enredaba en torno a un delgado palo de madera.
Alrededor del 22 de diciembre, las matronas comenzaban a sacar los Belenes que arreglaban con primor. Mi madre, artista nata, recreaba una cueva, simulándola con papel Kraft, pintado de verde y café. Ponía musgo encima y helechos frescos. Con qué devoción cantábamos:” Niño Dios vendrá mañana/ qué encanto qué placer/ reinará en nuestras casas/ qué sorpresas van a haber…” Teníamos fe ciega que el Niño Dios nos traería regalos el 24. Esa noche mágica, recorríamos la calle principal de la ciudad que va del parque hacia el sur, entrábamos a las casas a ver los Belenes o Nacimientos, que ocupaban espaciosas salas. Las señoras, orgullosas de sus arreglos, nos ofrecían ponche caliente, para mitigar el frío que, por entonces, se sentía de manera especial el 24. Qué imágenes, qué colorido, parecía que estábamos reviviendo la Natividad. En casa, madre preparaba la cena, auxiliada por la querida Matilde, empleada doméstica que estuvo más de veinte años con ella. Nosotras, de la mano de padre, subíamos a la plaza, donde hoy queda un centro escolar, y nos deleitábamos en los carruseles, con la seguridad que al regresar, encontraríamos los obsequios del Niño. Ningún gordo comercial enturbió nuestras mentes. Mi hermana tuvo una vez una Papa Noel, vestido de verde, que terminó sus días en el fondo de un pompón, donde la acompañaba siempre.
Días de inocencia y felicidad. La cena en familia con tíos, primos, tirando triquitraques, bailando el baile de la escoba, cubiertos con antifaces y haciendo bromas hasta el amanecer. El 25 era el día de sacar los trajes nuevos: amplias faldas con ruchos de telas delicadas como el organdí o el tul, traídas de San Marcos de Colón o Choluteca, porque en ese tiempo, el comercio de los pueblos del norte era más fácil con los pueblos del sur de Honduras, que con Managua. Visitábamos a los tíos, corteses y elegantes. Mis padres tuvieron la sabiduría de mantener la unión de la familia, incluida en ésta, tíos y primos Rodríguez. Después íbamos donde las madrinas. Nosotras teníamos todas la misma madrina de bautizo, la distinguida matrona doña Clementina Rodríguez, prima de mi padre y esposa de Alejandro Molina. La madrina Clementina, como la llamábamos, tuvo la delicadeza de regalarnos juguetes especiales para Navidad: juegos de té en miniatura, tacitas y escudillas de porcelana, que aún me siguen fascinando.
El seis de enero, Día de Reyes, en casa no faltó una moneda en los zapatos que dejábamos convenientemente, fuera de los dormitorios. La celebración de la llegada de los reyes magos se hacía en la iglesia, por la noche, y había cantos, colorido y dulces. Eran días de risas, juegos, bromas, comidas, amar al Niño Jesús y la Virgen, cantar villancicos, con la voz de mi madre que era preciosa. Pienso que por algún fenómeno cultural que habría que estudiar con detenimiento, Estelí conservaba muchas tradiciones españolas, quizás del siglo XVIII. En Madrid escuché un villancico que nos había enseñado mi madre: llegó al portal un gallego/ con su sombrero de paja/ mientras al niños adoraba/ el buey el comió el sombrero…
A mediados de enero se reanudaban las clases, era la época de los exámenes finales. Yo tenía que ensayar siempre un largo poema de despedida, a petición de la dulce Sor María Camino. Antes que se iniciaran los exámenes, había que celebrar las jornadas darianas. Nuevamente la veladas, donde se hacía derroche de creatividad. Se escenificaban poemas de Darío, se declamaba, había concursos. En cuanto más largo el poema, mejor: “La cabeza del Ravi”, “Los motivos del lobo”, “La marcha triunfal”, donde las bellas muchachas estelianas representaban a otras bellas que ofrendan coronas de lauro; mi hermana Magda figuró entre ellas y en el álbum familiar se guarda esa foto que ha preservado para la memoria el momento en que ella lleva una corona de laurel en las manos.
Recuerdo que una vez, en esas jornadas darianas declamé “La rosa niña”, todo escenificado, con telón de Belén, pintado a mano. En ese poema, una niña va a Belén a ver al niño Jesús, pero no le lleva nada de obsequio. Darío dice que la niña, gracias a la influencia de su hada madrina, “se fue convirtiendo poco a poco en rosa/ en rosa más bella que las de Sharon”. Y mientras “la lejana sombra de Ovidio aplaudía” su cuerpo echó pétalos y su alma, olor. Pues la niña que se transformó en rosa, con un bello vestido con pétalos debajo de la falda, es hoy la destacada doctora Milagros Munguía, hermana del recordado Christiam Mungía y del hermano Francisco, que quiso seguir las huellas del santo de Asís.
Las veladas se realizaban en el Teatro Montenegro, que era como decir, el Teatro Rubén Darío, y en ellas se respiraba devoción dariana. Hoy pienso que era una buena manera de dar a conocer la poesía de Rubén, con ese encanto provinciano que el mismo poeta tenía.
A fines de febrero concluía el año escolar. Era hora de emociones reprimidas, despedidas y temores, en caso que hubiese algún reprobado. A inicios de marzo, ya estábamos de vacaciones que duraban tres largos y deliciosos meses. Provistas de traje de baño y pantalones de dril, partíamos para la finca, llamada El Cacique, ubicada en el camino a La Concordia. Eran días inolvidables de juegos y más juegos. Nos levantábamos temprano a ver el ordeño de las vacas y allí mismo bebíamos leche con pinolillo. Luego desayunábamos formalmente, arreglábamos las camas y salíamos corriendo para el río, donde pasábamos nadando, tomando el sol sobre enormes piedras que aún existen el lado que va hacia Iziquí. Por la tarde andábamos a caballo, recogíamos limones y mangos, y de nuevo al río. Cuando el sol comenzaba a ocultarse, nos sentábamos en los cercos de piedra que protegían los corrales, y allí permanecíamos viendo aparecer las primeras estrellas y constelaciones, que reconocíamos al instante. Después de la cena comenzaban los relatos escalofriantes: que si había un león que bajaba a beber agua al río. Yo vi las pisadas, decía Vicente, el primo terrible que nos mortificaba con historias tétricas, como la de La Llorona, que entraba en las casas donde había niñas y se las llevaba. Imitaba con vos temblorosa “ ¡Yaaaaaa voooooy por miiiii muchachita!”
En ese entonces era muy común que las empleadas domésticas durmieran en la casa y contaban todo tipo de historias y leyendas como la Mokuana, de la cual, como sucede con todas las leyendas, circulaban varias versiones. Recuerdo la de la Mujer—mica, se trataba de una mujer que se convertía en mona y para ello decía “abajo carne” y ya quedaba hecha mona.
Como en todos los pueblos o ciudades pequeñas, había personajes pintorescos que hoy forman parte de nuestra microhistoria. Una de ellas era la Juana Paula, a quien llamaban “Paula loca”. Era una mujer de mediana edad, inofensiva y caminaba por toda la ciudad con un bulto de ropa en la cabeza. A los muchachos les gustaba molestarla y le gritaban “Paula locaaaaaa” y ella les tiraba piedras. La otra mujer que recorría Estelí con palo en la mano era la Celina. Le gustaba pintarse la cara, siempre andaba colorada, el pelo suelto, en desorden, blusa escotada y con vuelos. No soportaba que le llamasen loca y perseguía a los chavalos amenazándolos con el garrote.
De los hombres pintorescos recuerdo a Porfirio Acuña, no era loco, sólo alcohólico con su “itinerario” y se volvía agresivo. Decía que “onde él se paraba, naiden lo hacía”.
Juan Pablo un personaje extraño que gesticulaba moviendo los músculos de la cara como si fuesen de hule. Se pintaba las cejas, los labios, un lunar en la mejilla y llevaba enormes anillos con piedras preciosas y cadenas al cuello.
A la par de estos personajes de clase “subalterna” había personajes destacados de los que la gente contaba historias divertidas, por ejemplo de don José María Briones, Antonio Molina y Simeón Rodríguez, se decía que eran pactados, o sean que habían hecho pacto con el diablo y así habían hecho dinero. También contaban que Lucas Siles tenía tanto dinero, que lo sacaba a asolear al patio.
A finales de los años sesenta me trasladé a estudiar a la universidad y después llegaría ocasionalmente para ver a mis padres, pero ese pueblo sencillo, de gente cariñosa y trabajadora es la que vive en mi recuerdo. Quizás otras personas tengan otros recuerdos, no digo que fue el mejor o el peor de los tiempos, sólo recuerdo los días de mi niñez y a la gente a quien aún le guardo cariño.


Isolda Rodríguez Rosales 


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