Anécdotas de Hugo Astacio Cabrera - Chinandega

EL DECÁLOGO



En tiempos del dictador José Santos Zelaya se prohibió, bajo pena de ser “llevado a la reja”, ingerir licor en horas de trabajo.
Pero Nicolás —el abogado Nicolás Tiberino— no podía perderse los tragos, y acudió al cantinero.
—No puedo —le dijo éste—. Está prohibido servir licor a estas horas.
—Poneme un cuarto (de litro) —insistió aquél— debajo del mostrador. Así nadie verá que me has servido.
—¿Y si viene el “resguardo”?
—Yo voy a hacer que te estoy enseñando el catecismo y así no pasará nada.
El cantinero quedó convencido.
Casi terminaba Nicolás su “cuarto” de guaro, cuando se apareció el amigo del orden.
—Va a pasar conmigo —le ordenó— porque está bebiendo en horas de trabajo.
—No, señor policía —replicó Nicolás— lo que pasa es que vengo aquí a esta hora porque estoy enseñando la doctrina cristiana a éste.
—A ver… —prosiguió, dirigiéndose al cantinero— ¿por dónde íbamos cuando llegó el señor policía?
—¡Ah, estábamos repasando el Decálogo!
—Sigamos: el primero, amar a Dios sobre todas las cosas; el segundo, no jurar su santo nombre en vano; el tercero…
El policía estaba a punto de convencerse de la caridad de Nicolás, cuando observó que debajo del mostrador estaba la prueba irrefutable de la verdad.
—Va a pasar porque no hay tales mandamientos—dijo con decisión—. Y Nicolás se fue preso y en silencio.
Pero el cantinero, que veía que con la ida de su cliente se le escapaba el valor del cuarto de aguardiente, le grito:
—Oye Nicolás, Nicolás… ¿y el cuarto?
—¡Ignorante!—contestó éste de largo— ¿No te he dicho ya que es “honrar a padre y madre?


DOS PALABRAS

En Chinandega nadie debe contestar a otro concediéndole dos palabras para hablar, aunque sea una expresión solamente simbólica para insinuar que uno sea breve, porque le pueden dar una respuesta inconveniente. Y es que ya pasó a la historia, con carta de ciudadanía chinandegana, la réplica relampagueante de doña Mercedes Novoa de Rivas.
Dicen las malas lenguas que don Francisco Baca se infatuaba más de lo debido cuando ejercía los altos cargos que ocupó en tiempos del dictador José Santos Zelaya al rayar el presente siglo. Y sucedió que siendo Ministro, un día fue a Managua su coterránea y vecina doña Mercedes a exponerle un problema.
Llegó al Ministerio, se identificó y solicitó audiencia.
Don Chico se hizo el de a peso.
Estimando como olvido la desatención, doña Mercedes recordó su audiencia al recepcionista. Pero aquél continuó ignorándola.
Insistió nuevamente doña Mercedes, ya alegando que venia desde Chinandega; mas su vecino mandó a decir que estaba muy ocupado.
Pasaba el tiempo, cuando don Chico salió de su despacho y pasó cerca de doña Mercedes. Esta lo siguió:
—Necesito hablar con vos.
—No tengo tiempo, estoy muy ocupado.
—Chico, es poco lo que te voy a decir. Acordate que vengo de Chinandega.
El Ministro acorralado no pudo negarse. Pero…
—Dos palabras, pues, nada más; dos palabras —dijo, haciéndose el muy ocupado.
—¿Dos palabras, solamente? —preguntó, como no creyendo doña Mercedes.
—Dos palabras —repitió don Chico.
—Comé mierda —dijo entonces aquella.


CELEBRE VISITA

Hace mucho tiempo el Dr. José Francisco Rivas visitó a su amigo y vecino Dr. Isaac Montealegre. Llegó como a las ocho y empezaron a conversar.
Amena la conversación, no sintieron el tiempo….y dieron las nueve.
Siguió la plática, ya agotándose los temas….y dieron las diez. Y dieron las once.
Doña Lily, esposa del Dr. Montealegre, cerró la puerta del aposento en forma que se oyó muy bien. Pero el Dr. Rivas siguió de frente, y dieron las doce.
—Son las doce, Isaac —dijo significativamente el Dr. Rivas.
—Si, José Francisco —contestó el Dr. Montealegre.
—Es bastante tarde ya —volvió el Dr. Rivas.
—Ciertamente —apuntó el Dr. Montealegre.
—Ya no circula nadie por la calle —insistió el Dr. Rivas.
—Claro, si ya es muy noche —contestó el Dr. Montealegre.
En ese chifletear, el reloj dio claramente la una.
El Dr. Rivas estimaba mucho a su amigo, pero no para tanto. Y volvió a la carga.
—A la Quina (su esposa) no le asienta develarse—dijo ya más francamente.
—Ni a la Lily —contestó un tanto enojado el Dr. Montealegre.
Pero combinando ironías con indirectas dieron las dos.
—El Dr. Montealegre se cabeceaba de sueño.
—Ve Isaac —dijo ya resueltamente el Dr. Rivas—, perdona que sea franco, pero en confianza te digo que es mejor que te vayas ya, porque es peligroso que lo hagas muy noche.
—Eso mismo te iba a decir yo, hombré —le contestó el Dr.Montealegre—, pero como estás en mi casa…
El Dr. Rivas se golpeó fuertemente la frente.
—¡Ay, Dios mío, yo creía que eras vos el que estabas en la mía!


¡AHORA YO!

Sucedió en los tiempos en que nuestro comendador don Santiago Callejas Sansón era el personaje más importante de Chinandega, que fue a Europa más veces que el padre de la Casas atravesó el Atlántico.
Don Santiago viajaba por placer, aunque aprovechando hacer sus negocios de exportación e importación, y era un veterano de esos trasatlánticos de entonces.
Por cierto que por aquellos tiempos, de varias ciudades de Nicaragua salían personas adineradas a pasear por Europa.
En alta mar, un día salió don Santiago al restaurante, y para su sorpresa se encontró con tres amigos, leoneses por cierto; y, después de los apretones de mano y abrazos y cumplidos, dispusieron festejar el encuentro haciéndose servir licores y viandas. Pasó el tiempo y vino el final para despedirse, y se pidió la cuenta. Pero al acercarse el mesero con ella, los amigos se habían retirado al urinario.
—No importa —dijo don Santiago—. Entre amigos y caballeros no hay problema. Cárguemela a mí.
Al día siguiente de nuevo el encuentro.
—Idiay, ¿cómo amanecieron?
—¿Qué tal la goma, Santiago? —dijo otro.
—¿Por qué no tomamos otros traguitos?
—¡Idiay, pues!
Pidieron una botella y se continuó la farra. Y a la hora del pago, da la casualidad que los leoneses andaban otra vez en el urinario.
Don Santiago entendió que era por pura casualidad, y entre amigos no hay problema, el gasto se le cargó de nuevo.
Al tercer día, casi igual. Mejor dicho, todo igual.
¿Y al cuarto? Cuando se pidió la cuenta y se acercaba el mesero, los leoneses intentaron levantarse, pero don Santiago los detuvo sobre sus asientos:
—¡Un momento, ahora me toca a mi orinar!


CAMPAÑA FRUSTADA

Hace cuarenta años vino a Chinandega a ejercer su profesión el médico ruso Dr. Lourod Eutuchide, vegetariano y abstemio, que padecía tema contra el alcohol y predicaba constantemente contra él.
Este y el Dr. Carlos Salazar, otro enemigo del licor, visitaba a mama Yeca; y ante estos dos peroraba aquél, cuando pasó el Dr. José Antonio Tigerino. Mama Yeca encontró feliz la ocasión para que el Dr. Eutuchide demostrara su capacidad de convencimiento y aquél fue llamado.
Después de las presentaciones del caso, el Dr. Eutuchide empezó a tratar a su paciente explicándole el error de ingerir licor; y en el desarrollo de su argumentación, enumeró las enfermedades y males que ocasionaba.
Tras breve pausa, el Dr. Tigerino preguntó al Dr. Eutuchide cómo andaba su salud, y éste, sin entender el propósito, se refirió a las enfermedades que padecía: hipertensión, deficiencia hepática, neuralgia, etc., campo sobre el cual hablaba con predilección sólo comparable con la campaña contra el licor.
—Pues creo entonces—dijo el Dr. Tigerino al Dr. Eutuchide—, que con su propio ejemplo y el mío está demostrado que lo malo es no beber, porque Ud. que ingiere licor del todo, padece todas las enfermedades; y yo, que bebo todos los días, no padezco ninguna.
El Dr. Eutuchide decepcionado abandonó desde entonces su campaña anti alcohólica.
y para corroborarlo le dieron un empujón y lo llevaron preso a Managua.


MEJOR TRES…

Don Alberto López Callejas, el apreciable caballero quien vivió más de cien años, era persona muy seria pero de un fino humor.
Había enviudado y andaba allí por los sesenta, cuando un día conversaba con su hija Adilia.
El tema resbaló por los viudos, por el matrimonio y qué sé yo. Y en un momento Adilia le decía a su papá que ella consideraba justo y hasta conveniente que un hombre que queda solo busque nueva esposa.
—No creas, papá, que voy a pensar con egoísmo, porque yo vería normalmente que te casaras. Pero eso sí —añadía—, no me gustaría verte hacerlo con una persona que no fuera para tu edad.
—¿Y cómo te gustaría esa mujer?—le preguntó don Alberto.
—Bueno, digamos que yo vería bien que te casaras con una de unos 45 años, poco más o menos—dijo Adilia.
—Ay, hija —contestó rápido don Alberto—. ¿Por qué no me das esos cuarenta y cinco en sencillo? Dame, mejor, tres de a quince.


REGALO EQUIVOCADO

Por esas cosas de América Latina, sucedió que el General Reyes (José Trinidad), de humilde extracción semi-indígena, cuya madre era originaria de Chinandega, llegó a ser Ministro de la Guerra del Gabinete del General Ubico, en Guatemala.
Tenía méritos propios el General Reyes en aquel ambiente, pues se había distinguido como valiente y defensor leal del régimen ubiquista en aquellas montoneras de entonces, y había contribuido a la paz de que tanto hablan los dictadores.
No importaba que apenas supiera leer y escribir, porque bastaba que sólo pusiera su firma, fuera fiel a su jefe y se prestara a todo acto de represión para defenderlo.
Gozaba, pues, de la estimación del Presidente.
Un día cumplió años y, claro, fue agasajado, alabado, visitado, regalado. Y…pues, no debía faltar el regalo del Presidente: un hermoso radio receptor, que entonces era una novedad y algo valioso. Hablo del año 1933.
Pero fue el único que tuvo que rechazar el General Reyes y con todo y empaque de lujo, fue regresado al señor Presidente.
Este quedó sorprendido, pero creyó que algún mal entendido debía haber, porque no podía suponer que el General Reyes se atreviera a desairarlo.
Cuando estuvo cerca, el Presidente le reclamó:
—General Reyes, ¿cómo es eso que Ud. me devolvió el regalo que le hice para su cumpleaños?
Es que no era para mí.
—¿Cómo que no era para Ud.? ¿Y para quién otro, General? —continuó un tanto molesto el Presidente Ubico.
Vea, mi Presidente, yo soy, como usted sabe, General Reyes, pero en ese aparato que Ud. Mandó, decía claramente: “General Electric”.


ES LA MISMA

Cuando apareció en la escena pública el “Che” Francisco Lainez como gerente del Banco Nacional, comenzó por imponer medidas disciplinarias muy estrictas. Debían olvidarse consideraciones en atención a la antigüedad u otras circunstancias, y no se perdonaría falta alguna. Las órdenes fueron drásticas.
Pero en el Banco se daba trato especial con respeto y cariño a viejos funcionarios devotos de Baco, desde los días en que don Vicente Vita, el gran economista, se inspiraba con whisky para dictar medidas que cambiaron, agilizaron y mejoraron la economía del país, propiciando aquella política de “sembrar córdobas para cosechar dólares”, otorgando préstamos con la garantía de la cosecha a quienes no tenían fincas.
Pepe, un viejo y eficiente empleado, originario de Chinandega, era uno de esos aficionados que de vez en cuando empezaba parrandas que duraban meses. Pero no dejaba de asistir a su trabajo, y durante éste bajaba la aceleración de sus motores alimentándolos sólo lo necesario para que no se apagaran, como esos aviones a chorro cuando aterrizan y esperan para partir a que bajen sus pasajeros e ingresen otros.
El caso llegó a la Gerencia General, donde se dieron órdenes para advertir a Pepe por última vez, si volvía a las andadas.
Para colmo, el oficial encargado, amigo por cierto suyo, lo encontró “a media asta”.—Ve—le dijo—, tengo órdenes estrictas contra vos. Si en otra ocasión cogés otra parranda como en la que andás, serás despedido aunque lo sienta muchísimo. ¿Quedás entendido?
Pasaron seis meses, ora vez apreció el oficial superior, y de nuevo encontró a su amigo con olor a licor.
—¿Te acordás lo que te dije hace seis meses de que serías despedido si cogías otra parranda?
—Sí, me acuerdo—le contestó Pepe—, pero la verdad es que ésta no es “otra”…. Sino la misma.


EL INSECTICIDA NO SERVIA

Mi amigo Dr. Luis Andara Ubeda vino a Chinandega cuando empezaba la fiebre del algodón. Y probó suerte en su cultivo.
Pero no olvidaba otros quehaceres más placenteros, y por ellos recorría la ciudad más que el campo con su amigo Dr. José Antonio Tigerino, especialmente los sábados cuando sacaba la partida de dinero par insecticida, que entonces la daba en efectivo para que uno lo comprara.
Llegó el final, vino la pérdida y quedó un saldo insoluto.
Luis y Toño consultaron con su amigo Dr. José Jesús Rizo Vásquez, abogado del Banco; y Chu aconsejó que Luis pidiera una prórroga para pagar el próximo año.
—¿Y qué motivos razonables pondré?—le preguntó Luis.
—Bueno —le contestó Chu—, deci que el algodón se lo comió la plaga porque el insecticida no servia.
—¿y creerán eso del insecticida como cierto?—preguntó ingenuamente Luis.
—¡Cómo no! Porque vos y Toño se lo bebían todos los sábados, y no les dio ni dolor de barriga.


Hugo Astacio Cabrera — Chinandega


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