Anécdotas de Octavio Robleto - Chontales

CERCADO AJENO



Se le conocía más por Chinón que por su propio nombre. Alto y desproporcionado, con los ojos oblicuos, de donde le venía el apodo: boca grande y casi siempre andaba descalzo. Su popularidad se debía a sus raterías.
Que se perdió un par de espuelas, un machete, unas porras de cocina o alguna ropa por descuido dejada en los tendederos, no había más que buscar a Armengol Duarte y él confesaba, bajo amenazas de muerte, a quién se la había vendido o empeñado. Tres días preso, duras amonestaciones y la promesa, de su parte, que no volvería a robar, lo ponían en libertad para que a los pocos días volviera a las andadas. Era un caso incorregible y sin embargo, a pesar de conocer sus mañas, siempre había quien le comprara y hasta apañara sus raterías, aunque el secreto fuera descubierto con posterioridad.
Pocas veces se formalizó en algún trabajo que ocasionalmente encontraba, y vivía bajo la protección de una tías que cuidaban de sus pocas exigencias. La mayor parte del tiempo vagaba. Se le veía en las esquinas, en las aceras, jugando ladrillete, Cuando alguien lo invitaba, tomaba tragos en cantidades apartadas. No era dipsómano, su pasión era la cleptomanía..
Una vez llegó al pueblo el doctor Aráuz, quien, aprovechando constatar el estado de varios de sus pacientes, en esa ocasión estaba invitado para asistir a una fiesta.
Para comodidad del médico visitante, una familia amiga le había acondicionado un cuarto para dormir, con acceso a la calle, donde el doctor pernoctaría cómodamente.
En el cuarto había una cama, con mosquitero que pendía de dos clavos de la pared y de dos sostenedores de madera en el extremo opuesto, con sus bases de soporte; ropa de camas perfumada de almidón, una mesa de noche, dos sillas y un lavamanos con su correspondiente pichel de agua, jabón oloroso y palangana; espejo en la pared, una lámpara tubular y una cajita de fósforos; también había una palmatoria con su vela nuevecita. Las puertas del cuarto se cerraban por dentro y la que daba hacia la calle se aseguraba, por fuera, con un viejo candado agarrando dos argollas; las que se abrían al patio tenían una tranca puesta en unos travesaños de una hoja de las puertas, lo que le daba una seguridad absoluta en caso de forzamiento.
Cuando el doctor Aráuz regresó de la fiesta, a eso de la media noche, entró a su cuarto con toda tranquilidad. Encendió la vela porque pensaba acostarse de inmediato y levantarse muy temprano. Había orinado en la calle; se lavó las manos y revisó, asegurando las trancas que prestaban seguridad a la entrada de su cuarto. Cuando regresaba a su camas, se sorprendió al ver, por debajo de la misma, dos enormes pies descalzos. Inmediatamente se percató de lo que se trataba. Tenía un ladrón o un asaltante en su dormitorio. Se repuso del susto y no dijo nada. Con toda serenidad salió nuevamente a la calle para comunicar el suceso a algún amigo que de seguro a esas horas, aún estaría despierto.
Lo encontró en una casa cercana a la suya. Golpeó suavemente y después de identificarse descubrió el objeto de su inesperada visita. Entre los dos fueron a buscar a un tercer amigo y juntos regresaron al cuarto del escándalo. Abrieron, encendieron luces y con armas en mano, después de darle un puntapiés en las piernas, obligaron a salir al pobre Armengol, quien de el susto no podía ni hablar bien, además que por naturaleza era medio tartamudo.
Explicó todo confuso, que él se encontraba allí para ayudarle al doctor y que se había dormido debajo de la camas para no ajarle la ropa extendida con tanto esmero. Pero ante las preguntas y las amenazas, posteriormente confesó que también tenía la intensión de robar que su víctima tuviera en el bolsillo, pero que él no era ningún asesino ni un asaltante. No le valieron sus excusas y súplicas y fue conducido al comando de la guardia en donde lo recibieron dos alistados todavía con trazas de haber ingerido aguardiente. Lo condujeron como prisionero a una celda anexa al cabildo, que hacía las veces de cárcel, Ahí lo dejaron con decididas amenazas de muerte y de conducirlo al día siguiente a la cabecera departamental para que recibiera su imperdonable castigo.
Quedó sólo y Desconcertado, rogando a los santos de su devoción que lo ayudaran en ese trance tan peligroso. Cuando logó calmarse un poco y se acostumbró a ver en la oscuridad, empezó a reconocer el sitio donde se encontraba, pues eran muchas las veces que allí lo habían recluido. Trató de abrir la puerta pero considero que esto era casi imposible; después de inútiles forcejeos encontró una oportunidad de mayor éxito cuando al subir en los travesaño de la puerta y gracias a su desarrollada estatura, logró alcanzar el borde la pared medianera vecina. Tras un impulso adecuado estuvo al borde de la pared y, para suerte suya, contra la otra pared encontró un estante fuerte que le sirvió de escalera y bajó con gran comodidad y sin provocar ruido que lo delatara. En ese nuevo local encontró más luz que provenía de una veladora puesta en homenaje a una imagen sagrada. Se persignó ante ella y después abrió varias gavetas del mostrador y en una de ella encontró billetes y monedas que echó apresuradamente en sus bolsillos. También se apropió de dos cortes de buenas telas, un cartón de fósforos y otro de cigarrillos; se bebió dos gaseosas que tomó de unas cajillas que estaban bajo el mostrador; abrió la puerta sin ninguna dificultad y salió a la calle muy contento, considerando que a ese ahora no sería visto por nadie, como en efecto así era.
Al siguiente día en el pueblo no se hablaba nada más que estas tres hazañas cometidas por el Chinón; asalto al doctor Aráuz, fuga de la cárcel y robo, esa misma noche en la tienda de don Solón Enríquez. Cada suceso se exageraba notoriamente al pasar de boca en boca. A consecuencia de esas fechorías, Armengol se ausentó por unos meses del pueblo y estuvo trabajando en algunas fincas ganaderas de otros municipios. Regresó después de casi medio año cuando apenas se hacían fugaces comentarios de su pasado.
Vagaba por las calles, jugaba ladrillete y se veía más flaco y desgarbado. Como nadie le daba trabajo empezó a vender frutas propias de esa estación: papayas, jocotes, marañones, mangos y tamarindos. Su primera clientela la encontró en las cantineras, quienes le compraban las frutas sin preocupación de su procedencia y a sabiendas de que él no poseía ningún huerto con árboles frutales pero con la certeza que eran de cercado ajeno. Su clientela aumentó y hasta adquirió fama de vender barato. Todos le compraban, estableciéndose cierta complicidad entre vendedor y compradores. Con la ventaja de que todos se hacían de la vista gorda y aprovechaban los precios bajos.
Cuando la cosecha de mangos y marañones estuvo por terminar, se estableció el origen de abastecimiento del improvisado comerciante, pero ya era demasiado tarde.
Las hermosas frutas que indudablemente eran producidas por árboles bien abonados y terrenos de mucha fertilidad eran cortadas de los palos que daba sombra en el panteón y que nadie sabía como habían sido sembrados o por quién o con qué objeto, sino era únicamente el de dar sombra o que la casualidad había hecho nacer tan vigorosamente.
Pero, eso sí, se había establecido un código de moral colectiva en que nadie era capaz de recoger ningún fruto para comerlo públicamente, considerando que algo de la sangre de los muertos circulaba por el jugo de aquellos frutos.
El fracaso de Chinón fue total; hubo un repudio generalizado y padeció un aislamiento inmisericorde.
Muchos temieron padecer de enfermedades desconocidas y otros sintieron la culpa de haber mordisqueado la nalga de algún abuelo ya casi en olvido, o chupado las huesos de algún pecador desconocido, cuyas culpas podrían hacerse patentes de un omento a otro.
El Chinón desapareció y su ausencia fue casi definitiva.


EL ENTIERRO

La lluvia persistía con más de cuatro días de aguaceros continuos. Ríos desbordados. Caminos intransitables y desgracias locales de las que se hablaba a toda hora.
—A doñas Gabriela se le han muerto todas las gallinas.
—Eso no es nada, a don Pancho la crecida se le llevó dos vacas paridas y se le destronó parte de la casa.
—¡Ay, amigo, esta lluvia parece un diluvio!
—Así es, tenía más de diez años de no ver un temporal así.
Del poblado de Cuapa al cementerio hay una distancia de cómo diez kilómetros. Caminos pedregosos y en subida. Recodos y pequeños zanjones a la orilla. Hilario López había muerto de fiebre en esos últimos días de octubre.
Con muchas dificultades se lograron conseguir cuatro tablas para improvisar un ataúd. Allí lo acomodaron para velarlo una noche muy lluviosa. Inevitablemente había que enterrarlo al día siguiente. Y entre perplejidades y vicisitudes, así se hizo. En la vela no faltó el guaro, como ritual fúnebre, por ser una válvula de escape de las pobres gentes, para mitigar el frío, por la lluvias, en fin.
El entierro empezó a organizarse desde antes del medio día, ya que eran dos leguas de camino y a pie. Salieron como a las dos de la tarde. Casi sólo iban hombres y la mayor parte tambaleantes y desvelados. El tiempo era brumoso y caía una llovizna fina pero insistente..
El pueblo quedó atrás y empezaron a subir las cuestas que conducían al cementerio.
Una hora después la lluvia arreciaba. Todo el acompañamiento había bebido guaro. Las incomodidades del camino, el efecto del alcohol y la cususa, el lodo, las piedras, los zanjones, el desvelo, contribuían a la falta de coordinación de los cargadores. El cajón traqueteaba y era una carga llevada con desconcierto.
El cadáver comenzaba a ponerse olisco.
En una de las subidas más incomodas la caja se destapó de atrás y los pies desnudos del cadáver se salieron casi hasta verse las rodillas. La marcha se detuvo. Bajaron la caja y la colocaron patas para arriba para que el cuerpo resbalara , y resbaló.
Con una piedra clavaron nuevamente la pequeña tapa que había fallado. Continuó la marcha y el aguacero arreciaba. P3ro las botellas y los litros, pasando de mano en mano y de boca en boca, disimulaban la tragedia de los pobres.
Cuando llegaron al cementerio la fosa estaba con bastante agua. Lograron achicarla con unos baldes prestados en el vecindario.
Remojados y tambaleantes, enflaquecidos por el frío los enterradores parecían dormidos. Se hablaban entre ellos y no entendían lo que medio pronunciaban. El mal olor se hacia más penetrante. Echaron las últimas paladas de tierra, mejor dicho, de lodo, y se dispersaron misteriosamente.
Ninguno se despidió de nadie.


EL TIO SANTIAGO

El tío Santiago era bebedor. Bebedor de carrera. Su vida la utilizo para beber. Tenía su trabajo de talabartería y además una pequeña finca ganadera. Cuando empezaba a beber era previsor; reunía de diez a quince mil pesos y los distribuía prudentemente y con estrategia. A una cantinera reconocida le dejaba ochocientos pesos, a otra de menor categoría le ayudaba con quinientos y a cantinas menores les asignaba cien o doscientos pesos. También depositaba cantidades mayores en personas de su confianza, con el compromiso de realizar ganancias fabulosas. Después comenzaba a tomar solo, para lo cual iba recogiendo las sumas depositadas. No por ocho días, ni por treinta, sino por ocho meses o un año. Llegaba al desastre completo. Se cagaba en los pantalones y caminaba tambaleante, sostenido por un largo bastón de palo de guásimo.
Era viudo. Pero sus sobrinas, sus hermanas y su madre le ayudaban dándole comida y aseándolo.
Tenía buena casa, esquinera, y allí se encerraba a beber. Para su familia era una continúa interrogante la manera como se las ingeniaba para conseguir lico . Y lo descubrieron. A media noche salía a proveerse de uno o dos litro contundentes y en el centro de la sala de la casa, donde había extraído unos ladrillos de barro, socavando la tierra, los escondía.
Era su bar. Práctico y seguro.
Una vez (año maldito) hubo una gran escasez de granos, de dinero, en fin, de comida. El empezó a beber. Bebió un año. Después sus amigos le preguntaban:
—Idiay don San, ¿cómo pasó la crisis?
El se limitaba a contestar ¿Cuál crisis?
Murió de una bebedera y todavía algunos lo recuerdan.

Octavio Robleto — Chontales


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