Anécdotas de Róger Mendieta Alfaro - Carazo

EL HEROE DEL GUACHIPILIN




El pueblo entero se había amontonado en los andenes de la estación del ferrocarril, y sus alrededores, donde de treinta en treinta arpillaban los durmientes. Allí estaba Mito con su vaca y el enano cabezón que encabezaban la zarabanda en los topes de San Marcos y otros santos de Carazo. A la bullaranga no faltaban los Ortega, los Urbina, los Herrera, los Moncada, los Pérez, los Alfaro y los Morales colorados, pues los había verde como Pancho y su clan que pertenecían al partido de Chamorro.
En puertas de algunas casas pendían banderitas rojas de manta, y en el sector de la estación y el espacio donde se apilaban los durmientes, del uno al otro lado colgaban festones de papelillo a colores, sobre tallos de plátanos de alargadas y abundantes hojas, que servían de telón al vistoso escenario donde los músicos del maestro Luís Yescas con la trompeta, Pedro Patón con el violín, Porfirio Sánchez con la tuba, José María Pérez con el contrabajo, y Gustavo Renco con los chinchines y redobles de tambores, resultaban más que suficientes para llenar de alaridos el ambiente y para estimular la saltadera.
Todo parecía fantástico bajo el ruidos de los triquitraques, el alboroto de los chinchines y los alaridos del “Viva Tacho Somoza, jodido, el perro macho del Guachipilín”, que tenía origen en cierta rocambolesca alharaca revolucionaria que había sido montada por él mismo para engancharse las charreteras de General y justificar el nombramiento. El plan le salió como lo había diseñado. Primero fue figurón, luego figura y al final el famoso dictador balanceado, mientras hacía chacota de la campaña electoral y se divertía bailando”¡Qué rico el mambo!”, en el club de obreros de León.
A Ernesto, Federico, Juan José, Pablo Emilio, el negro Luís, Armando y Garrobo lo que nos llamaba la atención era la vaca de Mito, y la bola que andaba entre la gentes del pueblo, que en la “Maruca Sacasa” maquina de ferrocarril bautizada con el nombre de la hija del Presidente, entre algarabía de la gente, los estridentes ruidos de los chinchines, la música de toros y los espontáneos dicharachos del pueblo estimulados por el alcohol, se aparecía Tacho Somoza en San Marcos para promover su candidatura a Presidente de la República.
Y el tipo se apareció. “La máquina entró de culo”, como expresó Juan Cabezón, para que lo primero que vieran los centenares de sanmarqueños apostado a lo largo de andenes, fuera al hombre, al cojonudo, al protegido del yanqui, montado en el caballo moro, de casta andaluza, que le había obsequiado mister Feland, para cabalgar en la calles y plazas de los pueblos con motivo de la campaña; y desde el lomo del animal, destaparse con el discurso que informaba de su lucha armada y la derrota de los bandoleros en las montañas de las Segovias.
Dicen—no me consta más que la malas o buenas lenguas años más tarde—, que el alboroto de manifestación que recorrió la ciudad llegó hasta el parque municipal, donde el héroe pronunció el ampuloso y desequilibrado discurso desde el lomo de su caballo; y luego entre alaridos de entusiasmo estimulado con sus palabras, y la respuesta envalentonada de los picaditos, estallaron cargas cerradas de morteros, cuetes y bombas de las buenas que fabricaban en Masaya.
De esto último, ni mis amigos ni yo nos dimos cuenta de nada. Nos habíamos quedando husmeando los billetitos. Pero en mi memoria permanece vivo y latente, el recuerdo del Héroe del Guachipilín sacando puñados de billetes nuevos de diez centavos del cajón, para lanzarlos al aire sobre la multitud, estimulando la desesperación de los que llenos de alborozo y curiosidad competíamos por coger algunos, a tal grado que la concentración se dividió en gente de a caballo, y de a pie, que corrían y daban codazos en pos de los billetes.
De acuerdo a Pancho Morales, militante del otro partido, la nueva edición de billetitos de diez centavos lanzados desde el andén del carro presidencial, arruinó la concentración del Héroe del Guachipilín. Y Mito Escobar, el burlón, que de todo hacía chacota, cagándose de las risa afirmó que los chavalos del colegio, pasaron por lo menos un mes buscando los billetitos entre rieles y durmientes. En verdad, jamás entendí por qué aquel hombre lanzaba al aire billetes nuevos de diez centavos. Jamás pude olvidar esta postal imaginaria. En la ocasión, siendo todavía niño, reflexioné sobre algo que me había dicho mi madre: “Hijo, el dinero no se bota”.


LA FIESTA DE LA CRUZ

Por Roger Mendieta Alfaro y Gilberto Bergman Padilla

La Fiesta de la Cruz se celebra el 3 de mayo de cada año, es el mejor recuerdo que tengo del balneario La Boquita, es algo de nunca olvidar.
En La Boquita hay un pleito entre los masayas y los diriambinos, cada uno de ellos se cree dueño de la festividad, se dice que la cruz se apareció en la costa y que fue encontrada por un Masaya; los diriambinos dicen que ellos son los dueños de la festividad porque La Boquita pertenece a Diriamba.
Se dice que el origen de la Fiesta e la Cruz comienza cuando el Emperador Constantino tuvo una visión donde se le apareció la cruz de Cristo con las palabras “in hoc signo vincis” (con esta señal venceras). El Emperador hizo construir una cruz y la puso al frente de su ejército y así venció al enemigo.
Hay otras historias acerca del origen del Día de la Cruz, en España se asocia con la llegada de la primavera, pero en Nicaragua se celebra con la llegada del invierno.
Cuando yo tenía 13 años, veraneaba en Casares, balneario triste y aburrido. Mi mamá me mandaba de veraneo al Casino o donde Calabeta que era una familia de evangélicos. Sin embargo yo soñaba con ir a La Boquita, y es que ese balneario era peor que Sodoma y Gomorra; lleno de roconolas, bares, cantinas y lo mejor era que al otro lado del río se ubicaban los burdeles llenos de mujeres.
La gente de Casares regresaba a Diriamba el 2 de mayo, porque generalmente el invierno comenzaba el día 3 y entonces los caminos se ponían intransitable.
Era tal el rigio que tenía para ir a La Boquita que no me regresé el día 2. El 3 de mayo a las seis de la tarde me fui por las costa caminando desde Casares hasta La Boquita, ahí me encontré un par de amigos y comenzamos a vagar.

Al obscurecer las roconolas de las cantinas empezaban a tronar, las fichas para bailar valían veinticinco centavos, uno escogía la pieza y luego sacaba a bailar a las “muchachas” de la casa. La mejor música era los boleros, y de aquellos tiempos me acuerdo de: Por amor en quinto patio, Cabaretera o Luces de Nueva York. La Sonora Matancera con Daniel Santos, Celio González y otros, era todo un espectáculo.
Cuando se me acabaron los cinco pesos que andaba y ya cansado, regresé a Casares. Era 4 de mayo y la gente donde estaba hospedado habían hecho viaje de regreso a Diriamba. Me dijo el cuidador que había un camión que salía a esos de las tres de la tarde.
Iba alegre después de la parrandeada que me di en La Boquita, pero afligido porque al llegar a Diriamba mi mamá me iba a malmatar. Cuando íbamos a mitad del camino empezó a caer un aguacero que puso el camino tan lodoso que el camión se quedó pegado, así que mientras buscaban unos bueyes, que nunca llegaron, ya eran como las cuatro y media de la tarde, me acordé que cerca de ahí había una finca de un amigo de mi mamá, agarré mi valijita, me remangue los pantalones y me fui a la finca de don Benito.
Ya estaba obscureciendo cuando llegué a la finca, empecé a buscar a Toño Calandraca, el mandador y no lo encontré. Entré al dormitorio, en el suelo vi una botellas de guaro por lo que supuse que Toño esta bien borracho. “Toño, Toño, levantate jodido que soy Gilberto, el hijo de doña Zobeyda y tengo hambre” le grité. El tipo ni se mosqueó, y siguió dormido.
En la cocina encontré unos guineos cuadrados y una cuajadas ahumadas, me las comí y me fui a buscar una camas, con la desgracia que la única cama que había era donde estaba dormido el mandador de la finca.
A como pude lo empuje, agarré la sábana, me la eché encima y me dormí. Me levanté a las cinco de la mañana, le di cuatro codazos al Toño y el desgraciado no se levantó, menuda borrachera se había pegado el jodido.
En el corral encontré un caballo, le puse la albarda y me fui hacia Diriamba. Cuando iba llegando al pueblo me encontré con don Benito quien venía acompañado del juez de mesta y el forense.
¡Ideay Gilito —me dijo don Benito— veo que andás en uno de los caballos de mi finca. Le dije que lo había agarrado prestado. Le conté el problema del camión y le puse las quejas de queue el Toño Calandraca, su mandador, estaba totalmente borracho pues en el suelo estaba una botella de guaro, y por más que le grité no se despertó. Como no encontré otra cama no tuve más remedio que acostarme en la misma camas.
Chocho Gilito —me dijo don Benito— fijate que precisamente voy a la finca a levantar el Acta de Defunción, pues ayer por la tarde a Toño le picó un cascabel y su mujer me vino a avisar que había muerto. El médico forense me miró y me dijo —Que bárbaro chavaló, dormistes toda la noche con un muerto.
Me puse pálido, no se ni cómo me despedí y cuando llegué a la casa, mi mamá saca un chilillo de cuero crudo y me da una buena apaleada, ni siquiera me dejo explicarle lo que había pasado y me mandó al cuarto a dormir. A las dos horas mi mamá entró al cuarto y me encontró hirviendo en fiebre y llorando le expliqué lo que había ocurrido y me dijo: Está bueno que te haya pasado por vago y desobediente. Ahora vas a pasar soñando que dormiste con un muerto.

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