Anécdotas de Armando Incer Barquero - Boaco

¡MAGDALENAS, MAGDALENAS!


Mis hijas a veces se ponen muy traviesas. No tienen cabida en ningún sitio: corren, brincan, cambian de lugar los muebles, encienden el televisor, tiran los cuadernos por cualquier lado. Mi mujer y yo aguantamos, un poco molestos, esta indisciplina.
Pero lo que no resistimos esa que hablen en voz alta.
Siempre les corregimos este defecto.
En la mesa, en el parque, cuando vamos paseando por la carretera, yo les toco el codo o las mejillas y hago el gesto de darle vuelta al botón de un radio, para bajar el volumen.
En realidad, quisiera que tuvieran un botón para controlar el volumen. O que se les descargara la batería, como dice una primita de mis hijas.
Una tarde, gritaban mucho, discutiendo no se que cosa de gran trascendencia para ellas.
Era una discusión acalorada y metían mucha bulla. Varios regaños de mi mujer no habían hecho nada al respecto. Cuando la cosa se puso insoportable, ella les dio una fajeada.
Terminó automáticamente la discusión y comenzó el llanto. Se lamentaban, como Magdalenas. Era una catástrofe. Nosotros nos sentimos en peores circunstancias.
Trilce, que tiene 10 años, lleva la voz de cantante. Trilce es ronquita. Carmilla e Ivette hacían el coro; son más pequeñas, de 8 y 6 años, respectivamente.
Cada vez que mi mujer pasaba junto a ellas les decía: Cállense, Magdalenas.
Alejandro es un diablo. Le gusta molestar y es un jinca—jinca, como dice mi suegra. El también, desde su escondite, les decía: Magdalenas, Magdalenas.
Mis hijas lloraban, sintiéndose molestadas.
Cada una de las niñas lloraba apoyándose sobre el brazo de una mecedora.
¡Magdalenas, Magdalenas!
Carmilla ya no pudo más. Incorporó un poco la cabeza, volvió a ver a Alejandro y le gritó:
“Cho!! Ni conozco a esas jodidas”


LA TERCERA EDAD

Persona mayor de 80 años, delgado, alto, semi encorvado; así era don Concho.
El y su esposa habían trabajado mucho mientras tuvieron ánimo y fuerzas y lograron hacer un bonito capital.
Yo lo conocí cuando ya era viudo y se encontraba bastante sordo. En la finca que tenía en una zona alta la neblina permanecía hasta horas avanzadas de la mañana y las rachas de viento frío obligaban a sus moradores a andar siempre de suéter.
Don Concho recorría sus tierras montado en un hermoso macho. Un día, mientras hacía su ronda habitual, le sobrevino un repentino derrame cerebral y cayó de su montura. Menos mal que aterrizó en un zacatal y sólo sufrió golpes ligeros. El animal no se movió de su lado.
Horas mas tarde, sus familiares, al notar que don Concho no regresaba de su acostumbrado recorrido, dispusieron salir a buscarlo. Orientado por la presencia del noble macho, no tardaron el localizar al anciano.
Lo acostaron en una hamaca y dispusieron llevarlo a la ciudad.
Yo lo atendí en el hospital, donde permaneció unos 8 días.
Tanto sus hijos como yo, notábamos que el enfermo se ponía desorientado: no nos reconocía, no sabía donde estaba, olvidaba su nombre, etc.
Aconsejé llevarlo a Managua, para que lo viera un especialista en Geriatría. Y yo me fui con él.
Durante la consulta con el doctor, don Concho estuvo muy colaborador. Había que alzar la voz para que oyera.
—Cómo se llama Ud.?—gritaba el doctor.
—Concho.
—Dónde vive?
—En mi finca
—Cuántos años tiene?
—84
El Doctor me quedó viendo y con una sonrisa maliciosa, de broma, hizo un comentario, en voz baja:
—Este señor, ya nos está robando oxígeno, dijo.
Finalmente el médico no prescribió ningún medicamento.
—Su desorientación se debe su edad, a la mala circulación cerebral. Les recomiendo estar atentos con sus alimentos. Puede comer de todo lo que quiera.
—Además, hay que darle un trago de wisky en la mañanita para que se anime a bañarse, otro trago a mediodía para que almuerce con apetito y un trago doble por la noche, para que duerma sin frío.
Unos dos años más tarde, tuve yo la oportunidad de visitar a don Concho. Lo hallé tomando un buen plato de sopa de res, con abundantes verduras.
La habían puesto un gran babero, para que no ensuciara su camisa, pues él insistía en manejar la cuchara.
Sin decir una palabra, me senté frente a él. Su mirada iba de mi persona al plato de sopa en repetidas ocasiones; su mente trabajaba recordando quien era yo.
Poco antes de terminar su sopa, se le iluminaron sus ojos y dijo sonriendo ¡Doctor!


EL VIEJO Y EL NIÑO

En la década de los 30, las mamás enviaban a sus pequeños hijos a comprar cosas a la pulpería más cercana. Si faltaba el azúcar en la casa, había que ir a comprarla; lo mismo sucedía con los fósforos, un pedacito de dulce partido, 4 onzas de queso, media cuarta de gas, una candela de 5 centavos, un pliego de papel de empaque para hacer un cuaderno, un pan de jabón del país, 5 alfileres de cabeza, una gasilla, etc.
Enviando al niño, la madre no perdía tiempo y continuaba en sus labores. Una vez, doña Tulita envió a su hijo Toño, (el Dr. y poeta Antonio López García) a comprar azúcar donde los chinos, el establecimiento comercial que dirigía don Ernesto Quant Tang.
Transcurría el ventoso mes de Noviembre y el niño salió presuroso a hacer el mandado, llevando un billete de un córdoba en su mano; al llegar a la esquina más próxima, sintió la gran corriente de aire y antes de que pudiera evitarlo, el viento le arrebató el billete.
El niño corrió tras de él y no pudo darle alcance. Se volvió a su casa llorando, pensando en el castigo que le iba a dar su mamá.
Así, pasó frente a la casa de don José Mercedes , quien intrigado por el llanto del niño, le preguntó el motivo.
—Es que mi mamá me va a pegar porque perdí un billete.
—Cómo lo perdiste?
—El viento me lo arrebató de las manos, allí en la esquina.
Don Mercedes no la pensó dos veces:
Venite conmigo—le dijo al niño, vamos a esa esquina.
Ya en el sitio, don Mercedes sacó de su bolsillo un billete de un peso y aprovechando una ráfaga de viento, alzó la mano y soltó el billete.
Este billete —dijo— nos va a llevar al lugar don de está el billete perdido.
—Sigámoslo.
El niño sintió renacer sus esperanzas y corrió con fuerza, seguido por Merchito. Y corrió y corrió.
No hallaron el primer billete y también se perdió el segundo.
Don Merchito, sonriendo, se sentó en una acera, pues le faltaba el aire de tanto correr. El niño corrió como 2 cuadras más y luego se detuvo, desconsolado y triste. Se puso a llorar.
El viejo le dijo: No llores, niño. Yo voy a hablar con tu mamá para explicarle lo que pasó y para que no te castigue. —Ella me va entender.
El niño se calmó.
Don Merchito le agarró la mano y se fueron caminando cuesta arriba.
50 años después, Toño recuerda este suceso, como una agradable aventura. Valió la pena, —me ha dicho— como para no olvidarla jamás.


SACRIFICIOS

Desde niño, don Vicente trabajó incansablemente.
Fue aventador en varias fincas, por lo que tenía que levantarse a las 3 ó 4 de la mañana, muchas veces con lluvia o con frío, para que el ganado entrara temprano al corral para ser ordeñado. Comía mal, a veces le daban tortilla con cuajada, otras tamal con frijoles, café negro simple y posol con sal.
Me contaba que nunca le dieron pollo y mucho menos carne de res o de cerdo. Se hizo la promesa de trabajar duro y economizar bastante dinero para poder darse gustos en la comida.
Soñaba con una carne asada, con un bistec, con un plato de comida caliente, con una ración apropiada para su apetito de muchacho.
Y trabajó y trabajó y trabajó durante años y años.
Yo ya lo conocí cuando frisaba en los 60.
Tenía una finca productiva, en La Concepción, municipio de Teustepe, cerca de Coyusne, a orillas del río Malacatoya. Doña Fernanda, su esposa, le secundaba en el trabajo de administrar la propiedad.
En algunas ocasiones estuve yo por allí.
Los vecinos de su comarca llegaban a platicar con él y él les convidaba a comer del alimento diario.
En una ocasión él me contó la historia que yo estoy relatando ahora: sus sacrificios, la dureza de su vida en la niñez.
El deseo de alimentarse mejor y mas gustosamente.
Me moría por masticar la carne y sentirle su sabor. Deseaba ardientemente comerme unos huevos fritos, y para eso había que trabajar mucho y economizar bastante. Ahora ya llegué a viejo, me decía. Ya tengo dinero.
Y se da los gustos que quiere? —Le pregunté.
—No.—Me dijo muy serio.
—Ya tengo dinero, pero ya no tengo dientes.


LAS MONEDAS

Cualquier moneda es, en rigor,
un repertorio de futuros posibles.
J. L. Borges

La palabra “peso” designó la unidad monetaria principal de muchos países, como México, Colombia, Bolivia y también Nicaragua. Conforme a la ley monetaria del año de 19l2, se cambió la palabra peso por la de “córdoba”, como un homenaje al conquistador de nuestro país y fundador de las ciudades de León y Granada, Francisco Hernández de Córdoba.
Para ser usado por la población, el córdoba se fraccionó en centavos y tuvo las denominaciones siguientes:
Había monedas de un córdoba que popularmente se llamaron bambas, seguían las monedas de 50 centavos y cuyo tamaño era un poco menor que las anteriores. Venían después las monedas de 25 centavos, llamadas chelines y finalmente estaban las monedas de 10 centavos, monedas de a real. Todos estos 4 tipos de monedas eran de pura plata y precisamente eran plateadas.
Luego venían las monedas de 5 centavos, llamadas “medios “ o sea medio real, finalmente las monedas de un centavo y de medio centavos. Estas dos últimas eran de color café. De vez en cuando veíamos monedas norteamericanas de un centavo de dólar, con la efigie de Lincoln y la llamábamos Níquel.
En ese tiempo muchas casas tenían piso de tambo y entre las ranuras de las tablas se iban los monedas y las perdíamos.
Los niños de las escuelas solo manejábamos las monedas de baja denominación, un centavo y medio centavo; pero vale la pena aclarar que con medio centavo uno podía comprar una pieza de pan .
Las monedas de plata de un chelín y de un real fueron convertidas, con el correr de los años, en pulseras o dijes que lucían señoras y señoritas. En Bluefields, un fino joyero, don Alfonso Ugarte, con las monedas de a real hizo cucharitas que los visitantes adquirían como recuerdo de su visita a la ciudad. Yo conservo una.
Allá por el años de 1936, mis padres alquilaban una parte de la casa esquinera de mi tío Julio Incer Barquero, y la tía Lola, su esposa, nos congregaba en una pieza de la casa para contarnos cuentos, temprano de la noche.
Pues bien, una noche ella nos entretenía con un cuento de aparecidos y yo estaba con miedo y jugaba nerviosamente con una monedita de a centavo entre mis manos. Me encontraba sentado en el piso de tablas y le daba la espalda a la calle. Pasó en ese momento el anciano maestro don Chu Pardo y a manera de broma con la parte curva de su bastón me jaló un pie y del susto yo me incorporé rápidamente y la monedita rodó un poco y se metió en una ranura que había entre las tablas y la perdí.
Este suceso me acuerda de la historia del niño que se dirigía a la iglesia a cumplir con el mandamiento de oir misa entera los domingos y fiestas de guardar. En cada una de sus manos, llevaba una moneda que su madre le había dado, diciéndole: Una moneda la das de limosna en la iglesia y con la otra te compras un dulce.
El niño caminaba saltando, girando, alzando los brazos. De pronto una monedita se le escapó y rodando y rodando fue a parar a un albañal. El niño trató de sacarla con un palito, pero no pudo. En eso sonó el ultimo repique y el niño se dio prisa para llegar a la iglesia.
¨¡Qué lástima— dijo.— se perdió la monedita de Nuestro Señor.
Por ultimo, yo recuerdo una canción de cuna que una tía viejita le cantaba a mis hermanos menores:

“Dormite niñito, que tengo que hacer
lavar tus pañales y sentarme a coser.

Si este niño se durmiera yo le diera medio real
Y cuando se despertara se lo volvería a quitar.


VISITAS DE ANIMALES

No se si fue en la década del 20 o del 30 que en Boaco se vio un hecho singular.
Un fuerte invierno se hizo sentir en todo el territorio nacional. Lluvia y fuertes vientos eran el denominador común de esta situación. Los ríos aumentaron su caudal de manera alarmante y los fuertes vientos levantaron las tejas de varios techos, haciendo que las familias afectadas fueran victimas de las múltiples goteras.
En ese tiempo no había estaciones de meteorología en nuestro país, y las comunicaciones con Managua, se interrumpían al caerse los postes del telégrafo y al arruinarse el camino de 20 leguas de longitud que nos unía con la capital.
A lo mejor estos aguaceros eran consecuencia de una tormenta tropical que azotaba el país y nosotros no lo sabíamos. El pueblo calificaba esos temporales de agua con la expresión de “crudo invierno”, ya desaparecida.
Pues bien, el hecho que se dio en Boaco es que en la cuesta que une El Bajo con el Barrio Olama, por donde ahora esta la discoteca La Cueva, cayo del cielo de una manera inesperada un lagartito o cuajipal.
Cayó un lagarto!!! Llovió del cielo un lagartito.!!! Así eran las expresiones de sorpresa que se oían en la ciudad, regando la noticia en todas las direcciones. La gente salió de sus casas a ver la novedad. Había incrédulos que pensaban “hasta no ver no creer” y cuando vieron al animalito, sonreían todavía llenos de duda.
Ahora nosotros podemos pensar que un tornado de los que se producen en el Gran Lago fue capaz de alzar en su remolino al pequeño animal, igual que a peces, y venirlo a soltar sobre nuestra ciudad, tras un “vuelo” de unos 20-25 kms.
No se que pasó con el pequeño saurio, qué fin tuvo, pero si puedo afirmar que el suceso causó un gran impacto en nuestra comunidad y que durante muchos años, fue motivo de conversación entre nosotros.
A propósito de cuajipales, referiré otro suceso del que yo fui testigo.
En los primeros años de la década del 60, estaba recién abierta la trocha que ahora nos lleva a Río Negro, La Corona, etc.
Los camiones entraban hasta esos lugares a cargar reses y llevarlas al matadero y no era raro ver varios camiones en fila, detenidos en su viaje, para poder auxiliar a uno de ellos que se encontraba con una falla mecánica o simplemente pegado en los lodazales.
Pues bien, una noche llegó a mi casa un joven ayudante de camión, que andaba vendiendo un cuajipal pequeño, como de dos cuartas de largo. Lo traía atado con un mecatito y pedía por él 15 córdobas (unos 2 dólares).
El animalito se desplazaba con gran rapidez sobre el piso de mi casa y solo el mecate limitaba su campo de acción. Mis hijos estaban pequeños entonces, y tuve temor de que al querer jugar con el cuajipal éste les fuera a morder.
El vendedor para demostrarme que no era peligroso, acarició al animal, pasando su mano por el lomo y de pronto el animalito se volteó con gran rapidez y le mordió los dedos. Sorprendido, el joven dio un grito al ver salir un poco de sangre.
Le pase un algodón con alcohol para que se desinfectara la herida y mientras lo hacía me dijo muy maliciosamente “Se lo vendo probado. ¡¡¡Muerde!!!”.


BROMAS DEL CAMINO

En la década del 40, cuando la carretera Managua—Boaco no era pavimentada, se fundó una compañía de transporte llamada TAISA, que hacía los viajes entre estas dos ciudades.
La TAISA tenía su agencia, en Managua, cerca del antiguo mercado San Miguel y allí acudía el pasajero a comprar su boleto, con cierta anticipación, para asegurarse un asiento donde viajar cómodo los 90 km de recorrido.
Cuéntase que al llegar el pasajero a la Agencia, se desarrollaba un diálogo, mas o menos así:
—Quiero un pasaje a Boaco.
—Siéntese, ya lo atendemos.
—Gracias. Y se sentaba.
El empleado sacaba un talonario y escribía el nombre del pasajero, la hora de partida y su destino final. Después le decía al pasajero: Hay pasajes de 5 córdobas, de 4 córdobas y de 3 córdobas; cómo quiere el suyo?
El pasajero, en sus adentros, pensaba: Que curioso, tres precios distintos para llevarme a Boaco. Lo más lógico es que pague sólo 3 córdobas y así me economizo unos reales.—Y lo compraba en 3 córdobas.
El viaje tardaba unás tres horas; recorría primero unos 30 km en pavimento, 40 en macadán y los últimos 20 km en camino de tierra. De todo este recorrido, los últimos 10 km eran los más difíciles, pues habían unas cuestas muy empinadas, donde el chofer tenía que poner la doble transmisión y la auxiliar. La más peligrosa y difícil era la cuesta de El Quebracho, donde la dinamita había logrado apenas adaptar el camino para vehículos y no sólo para bestias de carga.
Pues bien, cuando después de mas de 2 horas de viaje, el autobús llegaba al pie de la subida mentada, el chofer del bus detenía el vehículo, se incorporaba de su asiento y dirigiéndose a los pasajeros les decía:
—Pónganme atención. Los pasajeros que pagan 5 córdobas por el viaje, deberán permanecer en sus asientos. Los que pagan 4 córdobas, subirán la cuesta caminando y me esperan arriba, para que vuelvan a subir al vehículo. Los que pagaron sólo 3 pesos, ¡A empujar, jodido!.
Ya ven pues, como para cada uno de los tres precios había también una clase de pasajeros.
Los que subían la cuesta de El Quebracho sentados cómodamente en sus asientos, se iban jesuseando, los que subían a pie decían que era bueno para la salud y los que empujaban el autobús decían que era bueno para los bolsillos.

Armando Incer Barquero (1930) Boaco, Nicaragua. Médico de profesión. Miembro correspondiente de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Ex alcalde de su ciudad natal. Ha viajado por Europa y América Latina. Es autor de La Guerra Predilecta y Debo la sed (poesías); obras de teatro, reseñas históricas, etc.



Armando Incer Barquero — Boaco

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