El cerdito de Navidad

Dito es el juguete preferido de Jack. Siempre ha estado a su lado, en los buenos y malos momentos.

Hasta que el día de Nochebuena sucede algo terrible: Dito se pierde. Pero es una noche especial, una noche para los milagros y los casos perdidos, una noche en la que los objetos, incluidos los juguetes, pueden cobrar vida. Y el juguete que le han regalado a Jack, el nuevo cerdito de Navidad (el frustrante sustituto de Dito), tramará un plan muy arriesgado.

Juntos se embarcarán en un viaje mágico para intentar recuperar y salvar al que hasta ahora ha sido el mejor amigo de Jack.



J. K. Rowling

El cerdito de Navidad

Dito era un cerdito de juguete hecho de suavísima tela de toalla. Tenía la barriga rellena de bolitas de plástico, por eso era tan divertido lanzarlo al aire.

Sus patas, blanditas, eran del tamaño perfecto para enjugarse las lágrimas.

Cuando su dueño, Jack, era más pequeño, todas las noches se quedaba dormido chupándole una oreja.

👉DESCARGA ESTE LIBRO CON ILUSTRACIONES 

O LEE CON EL LECTOR DE LIBROS EN LÍNEA 👈

Dito se llamaba así porque, cuando Jack empezó a hablar, decía «Dito» en lugar de «cerdito». Cuando era nuevo, era de un rosa salmón y tenía unos ojos de plástico negros y brillantes, pero Jack ya no se acordaba de aquello; para él, Dito siempre había sido gris y descolorido, con una oreja que de tanto chupeteo se le había quedado torcida. Se le cayeron los ojos y durante un tiempo tuvo dos agujeritos en la cara, pero la madre de Jack, que era enfermera, le cosió unos botones para reemplazar las cuentas de plástico que se habían perdido. Esa tarde, cuando Jack volvió de la guardería, encontró a Dito sobre la mesa de la cocina, envuelto en una bufanda de lana, esperando a que él le quitase el vendaje que le tapaba los ojos. Su madre incluso había escrito un informe médico: «Dito Jones. Operación: coser botones. Cirujana: mamá».

Desde que tenía dos años, Jack nunca se iba a la cama sin su cerdito, lo que a menudo causaba problemas porque, cuando llegaba la hora de acostarse, Dito casi nunca aparecía. A veces, los padres de Jack tardaban mucho en encontrarlo y al final salía de los sitios más insospechados: de dentro de unas zapatillas de deporte o de una maceta.

—Pero ¿por qué lo escondes, Jack? —le preguntaba mamá cada vez que encontraba a Dito acurrucado en un cajón de la cocina o debajo de un cojín del sofá.

La respuesta era un secreto entre Jack y Dito: Jack sabía que a su muñeco le gustaban los rincones acogedores donde podía acurrucarse y dormir.

A Dito le gustaba hacer las mismas cosas que a Jack, por ejemplo, meterse a gatas debajo de los matorrales o en pequeños escondites, y también que lo lanzasen al aire (a Jack le gustaba que lo lanzase su padre y a Dito, que lo lanzase Jack). A Dito no le importaba ensuciarse ni caer por error en un charco siempre que Jack y él estuviesen pasándolo bien juntos.

Un día, cuando Jack tenía tres años, metió a Dito en el cubo del reciclaje.

Había oído a su madre decir que aquel cubo era para «reciclar», y la palabra, que no conocía, le hizo pensar en una bicicleta, así que esperó a que ella saliera de la cocina y metió a Dito en el cubo creyendo que, cuando le pusiera la tapa, el muñeco podría darse una vuelta en bici. Su madre se rió mucho cuando él le confesó que no paraba de asomarse al interior del cubo porque intentaba pillar a los objetos que había dentro dando vueltas. Entonces ella le explicó que «reciclar» no tenía nada que ver con montar en bicicleta. Las cosas que metían en aquel cubo se las llevaban para convertirlas en otras cosas, de modo que pudieran tener una vida nueva. Como es lógico, Jack no quería que Dito se marchara ni que lo convirtieran en otra cosa, así que nunca volvió a meterlo en el cubo del reciclaje.

Dito corría muchas aventuras y eso le daba un tufillo muy interesante que a Jack le encantaba. Era una mezcla de olores: el de los sitios que había visitado, el de la cueva tibia y oscura de debajo de las sábanas de Jack y un poquito el de la fragancia de la colonia de mamá porque ella también abrazaba y besaba a Dito cuando iba a darle las buenas noches a su hijo.

De vez en cuando, mamá decidía que Dito apestaba un poco más de la cuenta y que necesitaba un lavado a fondo. La primera vez que metió a Dito en la lavadora, Jack se tumbó en el suelo de la cocina y se puso a chillar de rabia y de angustia. Su madre intentó explicarle que el cerdito se lo estaba pasando en grande girando en el tambor, pero Jack no la perdonó hasta que, esa misma noche, Dito volvió a la cueva de debajo de las sábanas seco, suave y oliendo a detergente para la ropa. Jack pronto se acostumbró a que metieran a Dito en la lavadora, pero siempre esperaba impaciente a que recuperase su tufillo particular.

Lo peor que le había pasado a Dito era que, cuando Jack tenía cuatro años, lo había perdido en la playa. Papá ya había recogido las toallas y mamá estaba ayudándolo a ponerse la camiseta cuando, de pronto, Jack se acordó de que había enterrado a su cerdito en algún sitio, aunque no sabía exactamente dónde. Lo buscaron hasta que empezó a ponerse el sol y la playa se quedó casi completamente vacía. Su padre estaba enfadadísimo y Jack lloraba a lágrima viva, pero su madre le repetía que no debía perder la esperanza y seguía excavando por todas partes con las manos. Entonces, justo cuando su padre estaba diciendo que iban a tener que marcharse sin Dito, Jack hundió un pie descalzo en la arena y sus dedos tocaron algo blandito. Aún llorando, pero de felicidad, desenterró a su muñeco. Su padre dijo que no volverían a llevárselo a la playa, pero a él le pareció muy injusto porque a Dito le encantaba la arena y ésa era precisamente la razón por la que él lo había enterrado.

Poco antes de que Jack empezase a ir al colegio, llegó una carta en la que se pedía a los padres que los niños llevaran su muñeco de peluche favorito el primer día de clase. Todos los compañeros de Jack, sin excepción, llevaron un osito, pero Jack, por supuesto, llevó a Dito. Fueron saliendo a la pizarra por turnos y explicaron cómo se llamaban sus respectivos muñecos y por qué les gustaban tanto. Cuando le tocó a Jack, les explicó por qué Dito se llamaba así, lo de la operación de los ojos y lo del día en que se quedó enterrado en la playa y estuvo a punto de perderse para siempre. Las historias y las aventuras de Dito hicieron reír a toda la clase y, cuando terminó de hablar, todos aplaudieron. No cabía duda de que Dito era el muñeco más gracioso y más interesante, aunque también fuese uno de los más andrajosos. A la hora del recreo, Jack y un niño que se llamaba Freddie jugaron a pasarse a Dito, y a Jack se le cayó en un charco, así que esa noche hubo que volver a meterlo en la lavadora.

Cuando Jack tenía un mal día en el colegio (cuando sacaba malas notas, o se enfadaba con Freddie, o alguien se burlaba de su cuenco de arcilla porque le había quedado torcido), Dito estaba esperándolo en casa para enjugarle las lágrimas con sus blandas patitas. Cuando le pasaba algo, fuera lo que fuese, Dito estaba a su lado, comprensivo, dispuesto a perdonar y con aquel reconfortante olorcillo a hogar que siempre recuperaba por mucho que mamá lo metiera en la lavadora.

Una noche, cuando hacía poco que había empezado el curso, a Jack lo despertó un ruido. Buscó a Dito a tientas y lo abrazó en la oscuridad.

Alguien estaba gritando, y su voz se parecía mucho a la de su padre.

Luego oyó que algo se rompía y a una mujer que gritaba: parecía la voz de su madre, pero la forma de hablar era muy diferente. Jack estaba asustado. Se quedó escuchando un rato más, tapándose la boca y la nariz con Dito, y notó que el cerdito también tenía miedo.

Supuso que sus padres estaban enfrentándose a un ladrón. Sabía qué número tenía que marcar para llamar a la policía, así que se levantó de la cama a oscuras y fue hasta el rellano procurando no hacer ruido. Luego bajó la escalera de puntillas sin soltar a Dito. Su padre seguía gritando y su madre seguía chillando; sin embargo, Jack no conseguía distinguir la voz del ladrón.

Entonces la puerta del salón se abrió de par en par y su padre salió al recibidor dando grandes zancadas. No iba en pijama, sino que llevaba unos vaqueros y un suéter, y no vio a Jack en la escalera. Abrió la puerta de la calle, salió y cerró de un portazo. Jack le oyó encender el motor del coche, que estaba aparcado en el camino de la casa. Y entonces su padre arrancó y se marchó.

Jack entró sin hacer ruido en el salón. Había una lámpara en el suelo y su madre estaba sentada en el sofá, tapándose la cara con las manos y llorando.

Al oír los pasos de su hijo, levantó la cabeza sorprendida y empezó a llorar más fuerte que antes. Jack pensó que su madre se lo explicaría todo y lo tranquilizaría, pero cuando corrió a su lado ella sólo lo abrazó muy fuerte, como él abrazaba a Dito cuando se hacía daño o estaba muy triste.

Después de aquella noche, papá ya no siguió viviendo con ellos.

Sus padres le explicaron a Jack por separado que ya no querían continuar estando casados. Él les contó que en el colegio había otros niños cuyos padres no vivían juntos. Se dio cuenta de que les daba miedo que se llevara un gran disgusto al saber aquella noticia, así que fingió que no le afectaba demasiado.

Sin embargo, algunas noches, después de que mamá le diera un beso y cerrara la puerta, Jack lloraba con la cara apoyada en el cuerpo blando de Dito. Dito lo sabía todo y lo entendía todo sin que él tuviera que contárselo: sabía que estaba tan triste que le dolía el corazón y le enjugaba las lágrimas con sus patitas. A oscuras con Dito, Jack no necesitaba fingir.

Cumplió seis años y, poco después, su padre lo llevó a una hamburguesería, le regaló una gran caja de Lego y le explicó que había encontrado trabajo en el extranjero.

—Pero podremos hablar por teléfono cuando queramos —le dijo— y podrás venir en avión a visitarme. Será divertido, ¿no? A Jack, aquello no le parecía ni la mitad de divertido que tener a papá en casa para jugar con él, pero no se lo dijo. Se estaba acostumbrando a no decir las cosas.

Después, su madre le contó que había conseguido un nuevo empleo en un hospital muy grande y que le parecía buena idea que se fueran a vivir más cerca de la casa de los abuelos porque así podrían cuidar de él los días que ella llegase tarde del trabajo. Por suerte, el abuelo les había encontrado una casa preciosa con jardín a sólo dos calles de la suya, y cuando estuviera en casa de los abuelos podría jugar con Toby, ese perro travieso que le parecía tan gracioso.

—Pero ¿tendré que cambiar de colegio? —preguntó Jack pensando en su mejor amigo, Freddie.

—Sí —respondió ella—, pero muy cerca de nuestra nueva casa hay otro colegio y estoy segura de que te encantará.

—Yo creo que no —dudó Jack.

No quería mudarse ni ir a un colegio nuevo. Su madre, por lo visto, no lo entendía: Jack no quería más cambios en su vida. Él quería seguir teniendo los mismos compañeros de clase y seguir viviendo en la misma casa de siempre, donde Dito y él habían corrido tantas aventuras.

Los abuelos lo llamaron por teléfono y le contaron que estaban contentísimos de que mamá y él fuesen a vivir cerca de su casa: ya se imaginaban lo bien que se lo iban a pasar jugando con Toby en el parque. Jack les respondió que él también estaba contento, pero no era verdad. Por lo visto, el único que lo entendía era Dito, que sin duda también echaría de menos todos sus escondrijos favoritos.

Unas semanas después de que su madre le contara lo de la nueva casa, Jack se despidió de su maestra y de su amigo Freddie. Al día siguiente llegaron los empleados de la mudanza y cargaron en un camión todo lo que hacía que su casa pareciera un hogar. Entonces su madre se los llevó a Dito y a él en el coche a más de cien kilómetros de allí.

Jack tuvo que admitir que el viaje fue divertido. Dito iba sentado en su regazo, mamá y él jugaron al veo veo y, a mitad de camino, pararon a comer pizza y helado. Mamá le dejó comprarse dos caramelos de la máquina de golosinas, uno para él y otro para Dito (a pesar de que, como Jack le explicó a su madre en el coche, el de Dito tendría que comérselo él).

Al llegar a la casa nueva se llevó una sorpresa: resultó que le gustaba bastante. Su dormitorio estaba al lado del de su madre y delante de su ventana había un árbol muy alto. A los cinco minutos aparecieron sus abuelos cargados de bolsas de comida para llenar la nevera. Llevaban a Toby, que enseguida quiso quitarle a Dito de las manos.

—¡No, Toby, ya sabes que Dito es mío! —gritó él.

Se metió a Dito dentro del jersey para protegerlo, pero le dejó la cabeza fuera para que pudiese ver todo lo que pasaba.

Mientras los empleados de la mudanza metían los muebles de la casa vieja en la nueva, y mamá y la abuela guardaban la comida en la cocina, Jack, el abuelo, Toby y Dito fueron a explorar el jardín. Tenía muchísimos escondites interesantes y excelentes sitios altos para Dito, pero Jack no se separó de él ni un instante porque no se fiaba de Toby, que podía intentar arrebatárselo en cualquier momento.

Esa noche en la cama, Jack abrazó a Dito y aspiró su olor familiar y reconfortante. Entonces, en silencio, los dos coincidieron en que el día de la mudanza no había sido tan terrible como habían imaginado. En la ventana del dormitorio todavía no había cortinas y, detrás del cristal, antes de quedarse dormidos, Jack y Dito veían moverse las hojas contra el cielo cada vez más oscuro.

Llegó el lunes y mamá pilló a Jack intentando esconder a Dito en la mochila del colegio.

—No, Jack —le dijo con cariño—, ¿y si se pierde? Pensar que Dito pudiera perderse en el colegio nuevo, rodeado de desconocidos, era espeluznante, así que Jack lo dejó en su dormitorio, pero cuando llegó ante la puerta del colegio se sintió muy solo y asustado.

—Estoy segura de que pasarás un día fabuloso —le dijo su madre, y lo abrazó antes de que sonara el timbre y tuvieran que separarse.

Jack no dijo nada. Fruncía el ceño porque tenía que hacer un esfuerzo enorme para disimular lo asustado que estaba.

Todos los niños de su clase nueva se quedaron mirándolo. Parecían más altos que los niños de su antiguo colegio. La maestra le habló con amabilidad y le preguntó cómo se llamaba. Luego pidió al resto de los alumnos que salieran a la pizarra uno por uno para enseñar lo que habían llevado para la clase de ciencias de la naturaleza. Jack no había llevado nada, claro, así que se dedicó a ver cómo los otros niños enseñaban hojas, bellotas y castañas.

Entonces llegó la hora del recreo y Jack buscó un rincón donde nadie lo molestara.

Después del recreo, la maestra les pidió que sacaran el libro de lectura y le dio uno a Jack. Luego les dijo que ese día era especial porque iban a ir unos alumnos mayores a visitar la clase. Cada niño tendría una pareja que lo ayudaría a leer.

Se abrió la puerta y entraron un montón de chicos y chicas del último curso. Todos sonreían y algunos saludaban con la mano a los pequeños a los que ya conocían. Jack estaba más asustado que nunca.

Había una niña alta que destacaba entre los demás. Tenía el pelo largo y negro y lo llevaba recogido en una coleta. No se reía tapándose la boca con la mano como hacían las otras, sino que esperaba tranquilamente mientras la maestra invitaba a sus compañeros de último curso a escoger pareja. Cuando la mirada de aquella niña alta se cruzó con la de Jack, él agachó rápidamente la cabeza.

Los niños mayores empezaron a pasearse entre los pupitres, y los compañeros de clase de Jack se pusieron a susurrar: «¡Holly! ¡Holly! ¡Aquí, Holly!».

La niña que se sentaba a su lado también susurraba: «¡Holly! ¡Holly!».

Cuando vio la cara de intriga de Jack, le explicó: —¿Ves a esa niña del pelo largo y negro? Es Holly Macaulay, una gimnasta increíble. Hasta ha salido en la tele.

—Hola —oyó decir Jack por encima de su cabeza.

Miró hacia arriba. Holly Macaulay, la niña que había salido en la tele, estaba mirándolo.

—Eres nuevo, ¿verdad? —le dijo.

Jack intentó contestar que sí, pero de repente no tenía voz. Todos lo miraban fijamente, y aquellos susurros frenéticos, «¡Holly, Holly, Holly, aquí!», cada vez eran más intensos.

Pero Holly Macaulay no les hizo caso. Arrastró una silla y se sentó al lado de Jack.

—Tú vas a ser mi pareja —dijo.

Quizá parezca extraño comparar un cerdito blandito con una niña muy alta de once años que había salido en la tele, pero para Jack no lo era. Gracias a Dito había hecho amistades en su primer día de colegio, y Holly Macaulay hizo lo mismo por él en el colegio nuevo. Al cabo de sólo una hora de tener a Holly como pareja de lectura, ya no era el niño nuevo y callado de la clase, sino el niño a quien había escogido Holly Macaulay y a quien llamó «mi amigo Jack» cuando, más tarde, lo vio sentado a una mesa del comedor rodeado de otros alumnos.

Sus compañeros de clase se quedaron impresionados. Todos querían hablar con él. Cuando Jack se terminó su sándwich, un niño que se llamaba Rory le preguntó si quería jugar al fútbol con él. Rory sabía un montón de chistes divertidísimos. Por la tarde, cuando mamá fue a recoger a Jack al colegio, Rory arrastró a su madre hasta donde estaba la de Jack y las dos quedaron en que Jack iría a jugar a casa de Rory algún otro día de aquella semana.

Dito estaba muy contento de que a Jack le hubiese ido tan bien el primer día en su nuevo colegio. Le encantó oírlo hablar de Rory y de Holly Macaulay. Por supuesto, no hizo falta que Jack dijese nada en voz alta; acurrucado bajo las sábanas, con las hojas del árbol susurrando detrás de la ventana, Dito lo entendió todo sin necesidad de que se lo explicaran. Jack se quedó dormido con el cuerpo relleno de bolitas de Dito apretado contra la mejilla y su agradable olor mezclándose con el de la pintura de su dormitorio nuevo.

Jack y Holly siguieron formando pareja de lectura todo aquel trimestre.

Cuanto más la conocía, mejor entendía Jack por qué todos los niños de la clase querían que Holly fuera su amiga.

Además de ser muy inteligente, de sacar siempre notas excelentes y de tener una voz lo bastante buena para cantar los solos en las reuniones matutinas de profesores y alumnos, Holly Macaulay era de las mejores gimnastas jóvenes del país. Había salido una vez en la tele y dos veces en el periódico, y aspiraba a competir en los Juegos Olímpicos. Jack se enteró de algunas de estas cosas por la propia Holly y de otras a través de sus compañeros.

A pesar de ser famosa, no era nada creída. Le enseñaba a Jack los cardenales que se hacía cuando se caía de la barra de equilibrio (la gimnasia parecía muy difícil). Le contó que no podía dejar de ganar y ganar. Quedar en segundo lugar no era suficiente. Si quería llegar a las Olimpiadas, no podía perder ni una sola competición.

Un día, sin embargo, llegó muy rara a la sesión de lectura. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, y cuando dijo «hola» le salió una voz ronca. A Jack le caía muy bien Holly, pero todavía se sentía un poco cohibido con ella.

—¿Has… has perdido? —le preguntó en voz baja.

Se acordaba de que Holly había tenido un campeonato de gimnasia importante aquel fin de semana.

Ella negó con la cabeza.

—No fui.

—¿Estabas enferma? —le preguntó él.

Holly volvió a decir que no con la cabeza.

Leyeron otra página del libro de lectura y entonces una gruesa lágrima cayó sobre la hoja.

—Mi mamá ha dejado a mi papá —dijo Holly en voz baja. Y refugiada detrás del libro de lectura de Jack, se lo contó todo.

La madre de Holly le había dicho que metiese sus cosas en una bolsa y luego se la había llevado en coche a un piso mientras su padre todavía estaba trabajando en el hospital. No sabía cuándo volvería a ver a su padre y lo echaba de menos. Normalmente era él quien la llevaba a las competiciones de gimnasia. Su madre le había explicado que ya no lo quería.

—Los dos quieren que viva con ellos —le dijo a Jack en voz baja—. No sé qué hacer.

Cuando terminó la hora de lectura y Holly regresó a su aula, Jack se preguntó por qué le había contado todas aquellas cosas secretas e íntimas. A lo mejor él era el Dito de Holly, pensó. Él no había hablado mucho, pero había entendido todo lo que Holly le había contado.

Jack se había acostumbrado a que su padre le enviase postales de todas las ciudades que visitaba por motivos de trabajo. Mamá las ponía en la puerta de la nevera para que Jack pudiera verlas siempre que quisiera. Había una con puentes y canales, y otra de una ciudad que se alzaba en lo alto de unas montañas nevadas. Jack hablaba con su padre por teléfono y le mandaba fotos de los dibujos que hacía en el colegio. También le envió una de su diploma de nivel cuatro de natación. A Jack le encantaba nadar. Era uno de los mejores de la clase y celebró la fiesta de su séptimo cumpleaños en la piscina.

Asistieron muchos de sus compañeros, incluido su mejor amigo, Rory.

Antes de que terminase el curso y empezaran las vacaciones de verano, Holly Macaulay volvió a salir en televisión. Luego, en la reunión matutina, subió a la tarima para enseñarles a todos su nueva medalla de oro. Todo el colegio aplaudió y ella saludó con la mano a Jack y le guiñó un ojo.

Jack y su madre fueron a Grecia de vacaciones con los abuelos. Dito también fue con ellos. Le encantaba el sol. Su cuerpecito fláccido se quedó de un gris más pálido después de pasar tantas horas al lado de la piscina con Jack, pero éste sabía que no debía volver a enterrarlo en la arena.

Cuando Jack regresó al colegio para empezar el nuevo curso, Holly Macaulay ya iba al colegio de los mayores. Él la echaba de menos, aunque ya tenía muchos amigos.

Una noche, los abuelos fueron a su casa a hacer de canguros porque mamá iba a salir. Eso era bastante raro porque mamá casi nunca salía de noche.

Cuando Jack le preguntó adónde iba, le contestó que había quedado para cenar con un amigo. Llevaba un vestido nuevo y estaba muy guapa.

A partir de aquel día, su madre empezó a salir una noche por semana. A él no le importaba: se divertía mucho jugando a juegos de mesa con los abuelos, aunque siempre se aseguraba de poner a Dito en algún sitio alto si Toby se quedaba a pasar la noche.

Entonces, un fin de semana que hacía muy buen tiempo, mamá le dijo a Jack que su amigo Brendan iría a recogerlos con su coche y que los tres pasarían el día fuera.

—¿Brendan es el amigo con el que sales a cenar? —preguntó Jack, y su madre respondió que sí.

Brendan resultó ser un tipo simpático con una voz muy grave. Los llevó a un parque de aventura donde había muchas actividades. Jack se tiró por el tobogán y trepó por la red de cuerda, pero no se sentía a gusto: era raro no tener a su madre para él solo. Cuando se cansó de jugar, los tres fueron paseando hasta el río y Brendan enseñó a Jack a hacer cabrillas con guijarros.

Jack habría preferido mil veces que le hubiese enseñado su padre.

Después, Brendan los acompañó a su casa y se despidió de ellos, y entonces mamá le preguntó a Jack si Brendan le había caído bien. Jack le contestó que lo había encontrado muy simpático.

Después de aquel día salieron los tres juntos muchas veces más, y Jack se dio cuenta de que a su madre le gustaba mucho Brendan. Una vez, al volver de los columpios, los vio sentados en un banco cogidos de la mano, pero su madre se soltó rápidamente al darse cuenta de que los había visto.

Bajo las sábanas, Dito lo entendía todo sin que le contaran nada: sabía que a Jack le resultaba raro que Brendan le cogiera la mano a su madre, a pesar de que poco a poco lo iba conociendo más y cada vez le caía mejor. Entendía que Jack habría preferido que hubiese sido su padre quien le cogiese la mano a su madre. Dito compartía la preocupación de Jack de que, si Brendan dejaba de querer ser amigo de su madre, ella volvería a ponerse triste. Era el único a quien Jack podía confesarle cuánto deseaba que las cosas dejaran de cambiar.

Con Dito nunca tenía que fingir.

Jack sabía que Brendan había estado casado, como su madre, y que tenía una hija. Algunos fines de semana, su madre no quedaba con él porque Brendan estaba ocupado haciendo cosas con su hija.

Un día, mamá anunció que iban a ir los cuatro juntos al cine: ella, Jack, Brendan y su hija Holly.

—¿Holly? —preguntó Jack.

Y sí, señor, allí estaba: Holly Macaulay. Había crecido aún más y parecía mayor de lo que él recordaba. Y había otro cambio: él se alegró de verla, pero ella no, en absoluto. Fue muy educada con mamá, pero, cuando ésta se interesó por sus campeonatos de gimnasia, se limitó a contestarle «sí» y «no».

No dejó que la ayudara con nada y, cuando mamá le preguntó si quería ir al lavabo, le contestó que ya era mayor para ir solita, muchas gracias. A Jack no le hizo ninguna gracia que Holly fuese grosera con su madre: era la primera vez que la veía ser antipática con alguien.

Después, hablándolo con Dito en la cama (en realidad no hablaron, por supuesto, pero fue como si hablaran porque Dito entendió todo lo que él pensaba), Jack supuso que a Holly le resultaba raro ver a su padre con otra mujer. Pero, aun así, mamá era encantadora y Holly no debería haberle hablado de esa forma.

Casi un año después de que Brendan le enseñara a hacer cabrillas con guijarros, mamá le dijo a Jack que tenía que contarle una cosa. Parecía nerviosa. Escondía la mano izquierda en el regazo.

—Brendan me ha pedido que me case con él —dijo.

—Ah —repuso Jack.

Se quedó pensando un momento.

—¿Y vendrá a vivir con nosotros? —Sí —contestó su madre, que seguía pareciendo nerviosa—. ¿Te… te parece bien? A esas alturas, Brendan ya le caía mucho mejor: le había enseñado a jugar a las damas y lo ayudaba con los deberes. De todas formas, no entendía por qué no podían dejar las cosas tal como estaban.

—¿Tendré que llamarlo «papá»? —No —dijo su madre—. Tu papá sigue siendo «papá». A Brendan puedes seguir llamándolo «Brendan».

—¿Lo saben los abuelos? —preguntó Jack.

En el fondo confiaba en que a sus abuelos no les gustase la idea, pero su madre le dijo que Brendan les caía muy bien y que estaban muy contentos.

—¿Y Holly será mi hermana? —Será tu hermanastra —respondió su madre—. Te llevas bien con ella, ¿verdad? —Sí —contestó Jack.

Era más o menos verdad. Jack no se había olvidado de lo bien que se había portado Holly con él cuando había llegado al colegio nuevo. A veces era muy divertida, pero otras era punzante y antipática. Su madre le había explicado que era así porque estaba en la adolescencia.

Mamá y Brendan se casaron en el registro civil a finales de verano. Jack tuvo que ponerse traje porque era el encargado de llevar los anillos. Holly era dama de honor y llevaba un vestido azul y flores azules en el pelo largo y suelto.

Después fueron todos a un restaurante. También estaban los padres de Brendan, que fueron muy cariñosos con Jack e hicieron muy buenas migas con sus abuelos. Todos parecían felices, aunque Holly casi no abría la boca.

—La semana que viene tiene un campeonato importante —explicó Brendan pasándole un brazo alrededor de la cintura a su hija—. Iremos todos a animarla.

—¿Quiénes son «todos»? —preguntó Holly.

—Podrían venir también Judy y Jack —respondió Brendan. La madre de Jack se llamaba Judy.

—No quiero que vengan —dijo Holly. Se le habían llenado los ojos de lágrimas—. Quiero que vengas tú solo, como siempre.

Se hizo un silencio en la mesa, pero enseguida volvieron a hablar todos a la vez en voz alta.

Más tarde, ya de noche, un amigo de Brendan tocó el piano y los mayores se pusieron a bailar. Jack tenía sueño. Quería irse a la cama con Dito.

Entonces Holly se sentó a su lado en la mesa y, en voz baja, pero con un tono feroz, le dijo: —No es tu papá, es el mío. Que viva contigo no significa que sea tu papá, ¿entendido? A Jack lo asustó un poco la expresión de su cara.

—Sí —contestó—, entendido.

A partir de entonces, Holly empezó a pasar los fines de semana alternos en casa de Jack, y él nunca sabía si iba a estar enfadada o contenta. Ni él ni su madre podían ir a ver los campeonatos de gimnasia, y Holly a duras penas les permitía preguntarle cómo le iban las competiciones.

Cuando Holly estaba de buen humor, jugaba con Jack a videojuegos o al fútbol en el jardín. Otras veces (sobre todo si había perdido alguna competición) se ponía muy desagradable. Un día le dijo: «Pareces un bebé, sólo que tonto» porque lo vio abrazando a Dito. Jack pasó mucha vergüenza y decidió que, cuando Holly fuese a su casa, escondería a Dito.

Brendan le explicó que Holly tenía que esforzarse el doble para ganar los campeonatos porque una chica que era casi tan buena como ella se había mudado a aquella zona.

Jack hacía todo lo posible para no molestar a Holly cuando iba a pasar el fin de semana a su casa, pero era difícil prever por qué se enfadaría. Un día que estaba resfriado, Holly le gritó por sorberse la nariz mientras ella estaba viendo su programa de televisión favorito. Brendan la regañó y ella salió indignada de la habitación y cerró de un portazo. Brendan fue corriendo tras ella. Jack se quedó solo un rato y luego decidió subir a su dormitorio. Se acurrucó en su cama con Dito, que, sin decir nada, coincidió con él en que no tenía la culpa de haberse sorbido la nariz y en que Holly se había portado fatal.

Terminaron las clases. Faltaba muy poco para Navidad y Jack estaba emocionado porque había pedido una bicicleta nueva y Rory, su mejor amigo, también. Cerca de la casa de Rory había un parque infantil con una zona pavimentada donde ambos tenían planeado hacer carreras de bicis.

Cuando mamá sacó la caja de las decoraciones navideñas ese año, le enseñó a Brendan el ángel que siempre ponían en lo alto del árbol de Navidad. Lo había hecho Jack cuando iba a la guardería. El cuerpo era un tubo de papel higiénico, las alas estaban hechas con cartulina recubierta de purpurina y tenía una barba de lana marrón.

—¡Los ángeles no tienen barba! —dijo Holly despectivamente cuando vio la obra de Jack en lo alto del árbol. Mamá y Brendan estaban en la cocina—.

¿A quién se le ocurre poner un tubo de papel higiénico viejo en un árbol de Navidad? Mi madre jamás pondría una cosa que yo hubiera hecho cuando era un bebé. Sabe que me moriría de vergüenza.

De repente, Jack se acordó de que su padre siempre decía: «Y ahora… el toque final» y lo levantaba en brazos para que pudiese poner el ángel en lo alto del árbol, el último detalle. Le dieron tantas ganas de que su padre volviera a casa que hasta le dolió el corazón.

Era el último día que Jack vería a Holly antes de la Navidad porque su madre iba a llevársela a visitar a unos parientes que vivían en el extranjero.

Estaba contento: no podría estar con su padre, pero al menos tendría a mamá, a Brendan, a los abuelos y a Toby, y todos estarían de buen humor porque Holly no estaría dando portazos ni obligando a los adultos a intentar contentarla todo el rato.

El día antes de Nochebuena, la abuela fue a vigilar a Jack porque tanto su madre como Brendan tenían que trabajar. Había empezado a nevar. Los copos de nieve caían detrás de la ventana mientras él veía una película navideña con Dito en el regazo. Las luces del árbol de Navidad parpadeaban en un rincón, Toby dormía en el suelo y Jack estaba relajado y feliz. No se fijó en que un taxi paraba delante de la casa.

Se oyó el timbre de la puerta. Toby se levantó de un brinco y se puso a ladrar. Jack oyó que su abuela abría la puerta y exclamaba sorprendida: —¡Holly! ¿Qué haces aquí? Él se volvió y vio entrar a Holly en el recibidor. Arrastraba una maleta, parecía furiosa y tenía restos de lágrimas en las mejillas.

—¡Yo creía que ya estarías en el avión! —dijo la abuela.

—¡No me voy! —dijo Holly—. ¡Quiero ver a mi padre!

—Pero si está en el trabajo, tesoro —respondió la abuela, desconcertada —¿Dónde está tu mamá? La abuela se asomó al nevado jardín delantero, pero allí no había nadie: Holly había ido sola hasta la casa.

—¡No pienso irme con ella! —gritó Holly. Arrastrando la pesada maleta, avanzó pisando fuerte hacia la escalera y no quiso contestar a ninguna pregunta más de la abuela.

Ésta llamó por teléfono a Brendan, que volvió del trabajo antes de hora y coincidió en la puerta con la madre de Holly, que se llamaba Natalia. Jack no la conocía. Fue a esconderse a su dormitorio, pero incluso desde allí oía los gritos. Por lo visto, Holly había perdido un campeonato de gimnasia muy importante y su madre le había dicho que eso le pasaba por saltarse los entrenamientos. Holly se había enfadado mucho y se había escapado cuando ya estaban en el aeropuerto.

Jack oyó cómo Natalia le gritaba a Brendan: —¡Seguro que tú la has animado a hacer esto! Al final, Natalia se marchó de la casa llorando. Holly no había querido irse con ella y había insistido en que quería pasar la Navidad con su padre.

Jack tenía mucha hambre, pero no quería bajar hasta que hubiese llegado su madre.

Sin embargo, cuando ésta volvió a casa, él ya dormía profundamente en su cama con Dito agarrado con fuerza en una mano.

El día de Nochebuena, Jack se despertó abrazado a Dito, como siempre. Se quedó quieto un momento, pensando emocionado en la bicicleta que encontraría junto al árbol al día siguiente. Sabía que su madre ya debía de haberse ido a trabajar y que por la noche llegaría tarde del hospital, pero tendría fiesta en Navidad y el día después.

Entonces se acordó de que Holly todavía estaba allí. Apenas había tenido tiempo de preguntarse qué motivo encontraría ese día para enfadarse cuando se oyó un fuerte estruendo en el piso de abajo y Toby se puso a ladrar. Jack se levantó y bajó a ver qué había pasado.

Cuando entró en el salón, vio el árbol de Navidad tumbado en el suelo junto a una silla volcada. La abuela intentaba atrapar a Toby, que hurgaba entre los adornos del árbol en busca de los de chocolate, que no debía comerse.

—¡Yo sólo intentaba poner mi adorno en el árbol! —decía Holly entre arrepentida y desafiante. En la mano tenía un adorno que había hecho en el colegio y que había tratado de colgar cerca de la punta del árbol. Por lo visto, había perdido el equilibrio, se había agarrado al árbol y lo había tirado al suelo.

—No tiene importancia, querida —dijo la abuela—. No ha pasado nada.

Pero sí que había pasado. Después de volver a colgar en el árbol las bolas que no se habían roto, se dieron cuenta de que faltaba el ángel hecho con el tubo de papel higiénico. Al cabo de un rato, el abuelo encontró unos cuantos trozos de cartón y lana mojados: Toby había destrozado el ángel.

—¡Maldito perro! —gruñó el abuelo.

Jack sabía que su madre se disgustaría mucho porque le tenía mucho cariño a aquel ángel, pero nadie regañó a Holly.

—Ya sé lo que podemos a hacer —dijo la abuela quitándole hierro al asunto—. ¡Iremos todos a la ciudad y compraremos otro ángel! Holly no podía negarse, puesto que era culpa suya que Toby se hubiese comido el ángel, pero Jack se dio cuenta de que en realidad no quería ir: estaba enfurruñada en el sofá enviándoles mensajes a sus amigos. Él subió a ponerse el abrigo y aprovechó para esconderse a Dito en un bolsillo.

Necesitaba un poco de consuelo.

Durante todo el trayecto hasta la ciudad, Holly, que iba al lado de Jack en el asiento trasero, se dedicó a mandar mensajes encorvada sobre su teléfono.

—¡Mirad cómo nieva! —dijo la abuela alegremente. El abuelo encendió los limpiaparabrisas porque los blancos copos de nieve empezaban a acumularse en el cristal—. ¿Verdad que sería precioso que mañana amaneciese todo nevado? Ni Jack ni Holly le contestaron.

Las aceras de la ciudad estaban cubiertas de nieve sucia y medio derretida, pero en todas las tiendas sonaban villancicos y en una esquina había una vendedora de castañas. Jack le dio una mano a su abuela y metió la otra en el bolsillo para acariciar a Dito. Había mucha gente por la calle haciendo las compras de último momento.

Entraron en unos grandes almacenes muy concurridos. Apenas quedaban adornos navideños, y los que había estaban revueltos porque los compradores los cogían, los examinaban y volvían a dejarlos de cualquier manera.

—Aquí hay una angelita preciosa —dijo la abuela cogiendo el primer ángel que vio.

A Jack no le gustaba nada aquel ángel: le parecía demasiado cursi para su árbol. Llevaba una llamativa túnica morada con ribetes dorados y tenía unas grandes alas de ese mismo color. Pensó que a su madre tampoco le gustaría.

A ella le encantaba su ángel de tubo de papel higiénico con la barba de lana.

—¿A ti qué te parece, Holly? —preguntó la abuela, pero Holly se encogió de hombros, muy maleducada, y siguió mirando su teléfono.

La abuela no le preguntó nada a Jack. Los llevó a la caja y compró aquella angelita. Entonces volvieron al aparcamiento caminando por la nieve medio derretida y rodeados de una bulliciosa multitud.

Ya en el coche, camino a casa, Holly dijo: —Estoy mareada.

—Quizá deberías dejar de escribir mensajes en el coche, querida —sugirió la abuela.

Holly puso los ojos en blanco y pulsó el botón para bajar la ventanilla. Un viento helado llenó la parte trasera del coche y se colaron unos cuantos copos de nieve.

—Tengo frío —dijo Jack.

—Necesito aire fresco —le soltó Holly.

Cuando llegaron a la autopista, Jack estaba temblando de frío. Se sentía desgraciado y además estaba enfadado. ¿Por qué Holly siempre tenía que salirse con la suya? —Tengo frío, abuelita.

—Holly, sube un poco la ventanilla, por favor —le pidió la abuela.

Holly subió un poquito la ventanilla, pero el viento helado y la nieve seguían entrando en el coche.

—Sigue estando abierta —dijo Jack.

Holly hizo pucheros imitando a un bebé y señaló a Dito, al que Jack se había sacado del bolsillo. El abuelo lo vio todo por el espejo retrovisor.

—Basta ya, señorita —dijo—. Sube la ventanilla, por favor.

Holly arrugó el ceño y subió la ventanilla un poco más. Entonces miró a Jack, volvió a hacer pucheros y simuló que se frotaba las lágrimas de los ojos con los puños.

Jack no se creía que Holly estuviera mareada: lo único que quería era fastidiar. Estaba estropeando el día de Nochebuena y seguramente también estropearía el día de Navidad hablándole mal y convirtiéndose en el centro de atención. Entretanto, Holly seguía burlándose de él haciendo gestos de bebé, pero de repente aquella dura bola de rabia que Jack sentía en el pecho se puso al rojo vivo.

—Pringada —susurró.

Holly dejó de hacer gestos de bebé de inmediato, pero no dijo nada.

—Perdedora —siguió Jack.

—Cállate —gruñó ella entonces.

A Jack no le importó haberla hecho enfadar aún más. Holly lo estaba estropeando todo. Era maleducada con su madre y con sus abuelos. Se había instalado en su casa un día que a él no le apetecía nada estar con ella. Y era la culpable de que Toby se hubiese comido el ángel con barba.

Quería castigarla por haberle estropeado la Navidad y sabía exactamente cómo hacerlo: no había nada en el mundo que Holly odiara más que perder.

—Has perdido porque eres una pringada —dijo Jack subiendo un poco la voz.

—Jack —dijo el abuelo, muy serio, desde el asiento del conductor—, espero que no hayas dicho lo que me ha parecido oír.

Jack no contestó. Vio que Holly estaba a punto de llorar y se alegró.

Estaba harto de sus malos modos; ya no le interesaba llevarse bien con ella.

La noche anterior no había cenado por su culpa y estaba cansado de tener que tratarla como si fuera de porcelana.

De pronto, Holly pulsó el botón de la ventanilla, la bajó otra vez del todo y una ráfaga de viento helado irrumpió en el coche.

—Holly… —empezó a decir la abuela.

—¡Voy a vomitar! —dijo Holly.

Jack sabía que sólo quería vengarse de él, de modo que hizo una cosa que les había visto hacer a otros niños en el colegio: con el índice de una mano y el pulgar y el índice de la otra formaban una «P» y se la ponían encima de la frente. La «P» significaba «pringado». Significaba «perdedor».

Jack formó la «P», se la puso encima de la frente y miró con rabia a Holly.

Entonces, tan deprisa que él no pudo hacer nada para impedirlo, Holly se inclinó hacia delante, le quitó a Dito del regazo y lo lanzó por la ventanilla.

Durante un brevísimo segundo, Jack vio a Dito recortado sobre el cielo plomizo, inmóvil y con las patitas extendidas, y al cabo de un momento lo perdió de vista.

Jack gritó tan fuerte que el abuelo dio un peligroso golpe de volante.

—¡Ha tirado a Dito por la ventana! ¡Lo ha tirado por la ventana! Pero el abuelo no podía parar en medio de la autopista. Siguieron adelante un buen rato, hasta que encontró un sitio donde detenerse. Holly estaba con los brazos cruzados y con gesto impasible; no parecía que le importase en absoluto lo que acababa de hacer. En cuanto pararon, el abuelo salió del coche y, con la esperanza de rescatar a Dito, echó a correr por donde habían venido hasta que se perdió de vista bajo la nevada.

—El abuelo lo encontrará —dijo la abuela, pero Jack no se lo creyó.

Intentó bajar del coche para buscar él mismo a Dito, pero la abuela lo obligó a quedarse dentro. Entonces él se puso a berrear y a llorar. Necesitaba recuperar a Dito. Dito era el único ser en el mundo que lo sabía todo, que siempre se preocupaba por él y que no cambiaba nunca. Necesitaba tener a su lado a Dito, y Dito lo necesitaba a él porque sólo ellos dos se entendían el uno al otro. Y ahora estaba tirado en la calzada de la autopista, perdido, pensando que él lo había abandonado para siempre. Pateó la parte de atrás del asiento del conductor sin parar de chillar de rabia e intentó pegarle a Holly.

—¡Jack! —dijo la abuela, horrorizada—. ¡Cálmate! ¡Encontraremos a Dito! Un coche de policía se acercó y se detuvo a su lado. El policía se apeó y fue a preguntarle a la abuela por qué se habían parado allí. Ella se lo explicó y el policía se marchó, pero el abuelo seguía sin aparecer. Los coches pasaban zumbando, continuaba nevando y Jack miraba por la luna trasera sin parar de sollozar. Tenía grabada en las retinas la imagen de Dito al salir volando por la ventanilla del coche: pequeño y blandito, dando volteretas en el aire con cara de asustado. Su abuelo tenía que encontrarlo. Tenía que encontrarlo.

Sin embargo, cuando regresó al coche, el abuelo miró a los ojos a la abuela y negó discretamente con la cabeza; luego miró a Jack y dijo: —Lo siento, chico. Me parece que lo hemos perdido.

Entonces Jack se puso a chillar y a berrear tan fuerte que ya no oía lo que le decían. No soportaba la sensación de que el coche se moviera del sitio donde Dito había quedado tirado: debía de estar perplejo, sin entender por qué él no iba a buscarlo.

Durante todo el trayecto de regreso a casa, Jack no paró de golpear la portezuela del coche con los puños, suplicando que lo dejaran bajar para ir él mismo a buscar a Dito.

Cuando llegaron, echó a correr por la calle con la intención de volver a la autopista, pero el abuelo lo agarró y lo metió en la casa como pudo, a ratos en brazos y a ratos a rastras. Una vez dentro, subió a su habitación y empezó a lanzar cosas. Cogió todos los juguetes que pudo de los estantes y los lanzó de una punta a otra del cuarto. Desgarró los pósteres de las paredes, sacó los cajones de los muebles, incluso volcó su escritorio.

La abuela subió a verlo.

—¡Basta, Jack! ¡Para! ¡HE DICHO QUE PARES! ¡Tú siempre te portas muy bien! A modo de respuesta, Jack cogió su papelera y la lanzó contra la ventana.

Lo hizo con la intención de romper el cristal, pero no se rompió.

—¡Basta ya, jovencito! —bramó el abuelo, que acababa de aparecer en el umbral de la puerta, detrás de la abuela—. ¡Tranquilízate ahora mismo! Ya no quedaban muchas cosas que lanzar o romper, así que Jack se tiró boca abajo sobre su cama y se negó a moverse y a hablar. Al final, los abuelos se marcharon y lo dejaron solo en su habitación.

Desde que tenía uso de razón, Jack siempre había abrazado a Dito cuando se acostaba. En ese momento le pareció sentir su cuerpecito fláccido, su barriga rellena de bolitas, las patas gastadas con las que le enjugaba las lágrimas. Hasta olía su tufillo hogareño y un poco mugriento.

—Te encontraré, Dito —juró con la cara hundida en la almohada empapada de lágrimas—. Volveré cuando todos duerman.

Al cabo de una hora, cuando ya había llorado todo lo que tenía que llorar, se quedó tumbado en la cama en su habitación destrozada, escuchando los sonidos de la casa. Tenía la esperanza de oír abrirse la puerta de la calle. Si la abuela llamaba a mamá al trabajo y le contaba lo que había pasado, ella haría todo lo posible por volver pronto a casa. Su madre sabía lo importante que Dito era para él. Ella lo ayudaría a buscarlo. Pero la puerta de la calle no se abría.

A la una, el abuelo llamó a la puerta de la habitación de Jack y le preguntó si quería comer. Jack gritó: «No». Al cabo de un rato subió la abuela y le preguntó si quería bajar a ver la angelita nueva que habían puesto en lo alto del árbol. Jack gritó: «No» aún más fuerte. Entonces oyó que la puerta de la calle se abría y se cerraba. Por un momento, ilusionado, creyó que su madre había vuelto antes de hora, pero entonces oyó que alguien se alejaba por el nevado camino del jardín delantero de la casa. No le importaba saber quién era ni adónde iba. Ya no le importaba la Navidad. Lo único que le importaba era Dito.

Ya era casi la hora de cenar cuando oyó chirriar la cancela del jardín y unos pasos que subían por el camino. Creyendo que sería su madre, saltó de la cama y miró por la ventana, pero sólo eran el abuelo y Holly.

Poco después volvieron a llamar a la puerta del dormitorio y ésta se abrió.

—Jack —dijo el abuelo—. Holly quiere enseñarte una cosa que tiene para ti.

Holly tenía los párpados hinchados y las mejillas sucias de lágrimas. Jack se incorporó en la cama y miró fijamente la bolsa de papel marrón que Holly llevaba en la mano. Sólo se le ocurría una cosa que pudiera reparar lo que le había hecho: debían de haber vuelto a la autopista a buscar a Dito. Debían de haberlo encontrado.

Durante una milésima de segundo, creyó que eso era exactamente lo que habían hecho porque, cuando Holly metió la mano dentro de la bolsa, oyó el ruido de unas bolitas de relleno.

Entonces sus esperanzas se desvanecieron: Holly había sacado un cerdito nuevo. Era del mismo tamaño que Dito y estaba hecho de la misma tela de toalla, pero era regordete y parecía muy creído; tenía la piel de color rosa salmón y unos ojos negros y brillantes que recordaban a escarabajos diminutos.

—Mira, es igual que el otro —dijo el abuelo—. Holly está muy arrepentida, Jack. Te lo ha comprado con sus ahorros.

—Lo siento —dijo Holly en voz baja—. Lo siento muchísimo, de verdad.

Como Jack no contestaba, el abuelo dijo en un tono que pretendía ser alegre: —Es un cerdito de Navidad. —Y agregó dirigiéndose al cerdito—: ¿Verdad que sí? —Se lo quitó de las manos a Holly e hizo que saludara a Jack con una de sus patas regordetas—. ¿Lo ves, Jack? Le has caído bien. Va, ¿por qué no bajas con nosotros? Cenaremos algo y veremos una película. Podemos colgar nuestros calcetines. ¡No te olvides de tu bicicleta nueva! ¡Seguro que Papá Noel ya la está cargando en su trineo! Vamos, chico, coge el cerdito de Navidad, baja con nosotros y seamos todos amigos.

Jack se levantó despacio de la cama y tendió una mano para coger el cerdito de Navidad. Era horrible, tal como había imaginado: liso e impecable en lugar de áspero y gastado. Jack detestó sus ojos negros y brillantes y sus tiesas orejas de color rosa, que deberían haber estado grises y torcidas.

—Buen chico —dijo el abuelo.

Al oír esas palabras, a Jack le dio un ataque mucho peor que los anteriores. ¡Se creían que un cerdito nuevo podría sustituir a Dito, y eso demostraba que no entendían nada! Sólo había un Dito en el mundo, y aquel cerdito nuevo no valía nada, ¡nada! Tiró el cerdito de Navidad al suelo y lo pisoteó; después lo recogió, lo sujetó por una pata y lo golpeó una vez tras otra contra el armario; y, por último, le agarró la cabeza e intentó arrancársela.

—¡Jack! —gritó el abuelo—. ¡Basta! Holly salió corriendo de la habitación. Jack lanzó el cerdito de Navidad contra el armario y luego se tiró encima de la cama, berreando y dando puñetazos en la almohada. Nada de lo que hizo y dijo el abuelo sirvió para convencerlo de que bajara con ellos. Ya no le hacía ilusión colgar su calcetín.

No quería ser un buen chico. No quería una bicicleta nueva. Lo único que quería era recuperar a Dito.

Al cabo de mucho rato oyó que volvía a haber alboroto abajo. Por lo que pudo oír, Toby había vuelto a tirar el árbol mientras buscaba los últimos trocitos de chocolate y, al parecer, también se había comido la angelita nueva.

Se alegró. Si no hubiese estado tan triste y enfadado, se habría reído. Le habría gustado destrozar todo el árbol de Navidad, y a lo mejor así los demás entenderían cómo se sentía él sabiendo que Dito estaba tirado en la autopista, perdido y solo.

Luego subió la abuela y le hizo ponerse el pijama antes de acostarse. Jack la obedeció, pero sólo para que no se diese cuenta de lo que estaba planeando.

Se metió en la cama en el dormitorio que había intentado destruir, con los pósteres arrancados de las paredes, los cajones fuera del escritorio y el cerdito de Navidad en el suelo, a los pies del armario, y fingió que se iba a dormir.

Por fin, la abuela se marchó.

Al otro lado de la ventana, la nieve caía formando remolinos contra un cielo cada vez más negro mientras Jack esperaba a que la casa se quedase completamente en silencio. Cualquier otro año habría estado muy emocionado. Habría colgado su calcetín con mamá y habría dejado una zanahoria para Rudolph, pero esa Nochebuena era diferente. Estar ilusionado por aquellas cosas habría sido traicionar a Dito, que era mucho más importante que todos los elementos de la Navidad juntos.

Cuando todos se quedaran dormidos, se levantaría de la cama, se vestiría, saldría sin hacer ruido de la casa, volvería a la autopista y buscaría a su íntimo amigo.

Jack supo que debía de haberse quedado dormido porque, cuando abrió los ojos, todo estaba completamente oscuro. Había gente hablando en su habitación: supuso que sus abuelos habían subido a ver si estaba bien. Volvió a cerrar los ojos porque quería hacerles creer que todavía estaba dormido.

—Nunca se ha hecho —dijo una voz con tono de preocupación—, no estoy seguro de que sea posible.

—Claro que es posible —aseguró una segunda voz—. Todo depende del niño, de si es lo suficientemente valiente.

—Es valiente, pero esto es demasiado peligroso —dijo una tercera voz, vieja y cascada—. Yo he ido muchas veces. Sé lo que digo.

—Yo también he ido —afirmó una cuarta voz—. La mayoría de nosotros hemos estado allí alguna vez.

—Yo no —dijo una quinta voz, lenta y grave.

—¡Toma, tú claro que no! —exclamó la primera voz—. Eres demasiado grande. Me refiero a nosotras, las Cosas pequeñas.

A Jack, ninguna de aquellas voces le sonaba de nada. Estaba empezando a asustarse. ¿Quiénes podían ser? No quería abrir los ojos y que aquellos desconocidos se diesen cuenta de que estaba despierto.

—Si hay que hacerlo, hay que hacerlo esta noche —dijo la segunda voz —. Voy a despertarlo.

Entonces, todo un coro de voces murmuró su desaprobación, pero Jack estaba aún más preocupado por la extraña sensación de que algo trepaba por un lado de su cama. Notaba que tiraba de su edredón; era pequeño, como un gatito. Y también oía un ruido de… de bolitas de relleno. Entonces, cuando todavía no había decidido qué hacer, algo le rozó la mejilla.

Aterrorizado, apartó de un manotazo a aquella criatura que le tocaba la cara y la oyó chocar contra el armario. La voz lenta y grave dijo: «¡Uy!» y la segunda voz añadió: «¡Estoy empezando a hartarme de que me aporreen!».

Jack buscó a tientas el interruptor de su lámpara y la encendió. Parpadeó y miró alrededor, pero no había nadie. El cerdito de Navidad estaba tirado en el suelo, junto al armario.

En el fondo, Jack sabía que acababa de pegarle, pero no estaba preparado para ver cómo el cerdito de Navidad se levantaba, ponía las patas delanteras en jarras y decía: —Si vuelves a pegarme, niño repelente, no te ayudaré.

Jack estaba tan impresionado y asustado que no podía moverse. Se acordó de que su madre le había dicho una vez que, para saber si estabas soñando o no, tenías que pellizcarte. Se pellizcó la pierna. Le dolió.

—¡Sabes andar! —le dijo al cerdito en voz baja.

—Eres listo, ¿eh? —respondió éste con enfado.

—Claro que es listo —afirmó la voz ronca, que brotaba de un viejo y abollado coche de juguete Matchbox que había sido del padre de Jack. El capó se le movía arriba y abajo cuando hablaba, y los faros se habían convertido en ojos—. No seas tan antipático con él: ha tenido muchos problemas de los que no sabes nada.

—Yo también he tenido problemas —dijo el cerdito de Navidad—. Por si no te acuerdas, ha intentado arrancarme la cabeza. ¡Y lo que estoy haciendo es ofrecerle ayuda! Con ciertas condiciones, por supuesto.

Entonces, como si no fuese bastante raro ver a un cerdito de tela de toalla hablar con un coche de juguete, Jack se dio cuenta de que a muchos otros objetos que había en la habitación les habían salido ojos y boca, igual que al coche. El armario tenía unos grandes ojos marrones donde antes sólo había nudos de madera, y una boca en lugar de cerradura. La papelera tenía dos ojitos que recordaban a los de un caracol en lo alto de sendos tallos de latón.

A algunas cosas incluso les habían crecido brazos: a la papelera, larguiruchos y metálicos; a la alfombra, blandos y lanudos. Tenía gracia, pero al mismo tiempo era aterrador.

—Debes avisarle de lo peligroso que será —le estaba diciendo el coche Matchbox al cerdito de Navidad—. Si no, no sabrá en qué lío se está metiendo.

Todas las cosas lanzaron un murmullo de aprobación.

—No sabía… —empezó a decir Jack, que por fin había recuperado el habla—. No sabía que las Cosas… podíais hablar.

En realidad, lo que quería decir era: «No sabía que podíais sentir». Se había portado muy mal con aquellas cosas ese día, sobre todo con el cerdito de Navidad.

—Sólo podemos hablar en el Mundo de los Vivos esta noche porque es una noche especial —explicó el cerdito de Navidad—. Sabes qué noche es, ¿no? —Nochebuena —respondió Jack.

—Exactamente —siguió el cerdito de Navidad—. Y eso significa que hay una posibilidad de recuperar a tu cerdito. Pero sólo esta noche: no podríamos hacerlo ningún otro día.

—Ya lo sé —dijo Jack, y apartó el edredón, que era una de las pocas cosas de la habitación a la que no le habían salido ojos y que no se había puesto a hablar—. Me voy a la autopista.

—Eso no funcionará —afirmó el cerdito de Navidad—. Ahora Dito está en el Mundo de las Cosas Perdidas. Si quieres salvarlo, tendrás que ir a buscarlo allí y regresar con él a casa.

—El Mundo de las Cosas Perdidas no existe —repuso Jack con desdén—.

Te lo estás inventando.

Al oír eso, la mayoría de las cosas de su habitación empezaron a hablar todas a la vez: la caja de pañuelos de papel, las pantuflas y hasta la pantalla de la lámpara que tenía en su antiguo dormitorio y se había llevado a la casa nueva. Aquello era extremadamente desconcertante y daba mucho miedo, aunque le daba aún más miedo que todas aquellas cosas tan escandalosas despertaran a los abuelos, que entonces le impedirían salir a buscar a Dito.

—¡Ya se lo explico yo! —dijo el coche Matchbox con voz ronca, y, a pesar de que era una de las cosas más pequeñas de la habitación, todas las otras cosas se quedaron calladas, quizá porque el coche era una de las más antiguas. El coche avanzó sobre sus ruedas oxidadas y se dirigió directamente a Jack—. El Mundo de las Cosas Perdidas es adonde van las Cosas cuando las pierdes —declaró—. Es un sitio extraño y terrible con sus propias y peculiares leyes. Yo he estado allí muchas veces porque tu padre y tú me perdíais muy a menudo.

—Lo siento —dijo Jack aturullado. Era verdad: muchas veces se había olvidado del sitio del jardín donde había estado jugando con el cochecito, que por eso estaba oxidado y descascarillado.

—Al final, siempre me encontrabais —respondió el coche—. Por eso el Perdedor nunca llegó a atraparme.

—¿Quién? —preguntó Jack.

—El Perdedor —repitió el coche—. Es quien gobierna el Mundo de las Cosas Perdidas, la razón por la que las Cosas se te caen de los bolsillos cuando tú creías que allí estaban seguras. Es quien te aturde para que no te acuerdes de dónde has dejado el bolígrafo. Al Perdedor le encantaría llevarse a todas las Cosas que pertenecen a los humanos a su guarida. Odia a los vivos y odia sus Cosas, por eso las tortura y se las come.

—Entonces, ¿el Perdedor va a comerse a Dito? —preguntó Jack, aterrado, con un hilo de voz.

—No si Dito cumple las leyes del Mundo de las Cosas Perdidas — contestó el coche—. El Perdedor sólo puede atrapar y comerse a quienes incumplen la ley. Por desgracia, las leyes las dicta él mismo, y a veces hace trampas.

—¡Tengo que rescatar a Dito! —exclamó Jack de inmediato—. ¿Cómo puedo llegar al Mundo de las Cosas Perdidas? —No puedes; o al menos no puedes llegar tú solo —respondió el cerdito de Navidad—. Eres un ser humano, y estamos hablando del mundo de las Cosas. Bueno, al menos normalmente funciona así, pero la Nochebuena es la noche de los milagros y los casos perdidos. Si quieres a Dito lo suficiente como para arriesgar tu vida, yo estoy dispuesto a llevarte al Mundo de las Cosas Perdidas; ya veremos si podemos traérnoslo a casa.

—Claro que lo quiero lo suficiente —repuso Jack de inmediato—. Lo quiero lo suficiente para lo que haga falta.

—Muy bien —dijo el cerdito de Navidad—. Te ayudaré con una condición: cuando hayamos encontrado a Dito y lo hayamos traído a casa, quiero que me devuelvas a la niña que me compró.

—¿Por qué? —preguntó Jack.

—Porque me cae bien —contestó el cerdito de Navidad—. Ella no me pisotea.

El viejo coche Matchbox fue a decir algo, pero el cerdito de Navidad le lanzó una mirada fulminante y el coche se quedó callado.

—Si tú no recuperas a Dito, la niña no querrá quedarse conmigo. ¿Qué me dices? ¿Te interesa?

—Vale, trato hecho —dijo Jack sin dudarlo. No le gustaba el cerdito de Navidad, pero sabía que lo necesitaba.

—Deberías ponerte algo encima del pijama —le recomendó el cerdito de Navidad— y calzarte las pantuflas.

Pero Jack no iba a dejar que el cerdito nuevo le diese órdenes, y además era muy raro meter los pies en unas cosas que lo miraban parpadeando, de modo que respondió: —Estoy cómodo así. Llévame al Mundo de las Cosas Perdidas.

Nada más pronunciar esas palabras, Jack notó una extraña sensación en el estómago: parecía que estuviese bajando a toda velocidad en un ascensor. Al mismo tiempo, la cama y las sábanas empezaron a crecer tan rápidamente que al cabo de un momento ya no veía el suelo. Presa del pánico, se puso en pie, pero tropezó con un pliegue de las sábanas y se cayó boca abajo.

Unos segundos después se dio cuenta de que la cama no había crecido, sino que él se había encogido. Cuando consiguió levantarse, vio que los pliegues de las sábanas parecían bancos de nieve gigantescos. Daba mucho miedo pensar que podías encogerte tanto con sólo pronunciar unas palabras, y Jack se alegró mucho de que su edredón no hubiese cobrado vida porque, si hubiese querido, habría podido asfixiarlo.

El cerdito de Navidad le habló desde el suelo.

—¡Baja por una esquina del edredón! —le dijo—. ¡Venga, es muy fácil! No era verdad; sin embargo, Jack hizo lo que pudo y, tras un descenso espeluznante que incluía un gran salto al final para llegar al suelo, aterrizó por fin junto al cerdito de Navidad. Ahora medían exactamente lo mismo: veinte centímetros.

—Bueno, adiós a todos —se despidió el cerdito de Navidad, y echó a andar hacia la puerta del dormitorio—. Encantado de conoceros.

Algunas cosas intentaron hacerlos volver.

—¡Piensa! —rogó el pequeño tiburón de plástico que Jack había comprado en el acuario mientras golpeaba el suelo con las aletas—. ¡Piensa bien lo que haces, Cerdito! —Ya lo he pensado, gracias —repuso el cerdito de Navidad. Se apoyó en la parte inferior de la puerta, que rebotó y se abrió.

—¡En el Mundo de las Cosas Perdidas nunca ha entrado ningún niño de carne y hueso! —gimoteó un pequeño robot que le habían regalado a Jack al comprarse una hamburguesa y que ese mismo día había lanzado contra la pared.

—Para todo hay una primera vez —dijo el cerdito de Navidad mientras Jack y él salían al rellano.

—Jack —empezaron a decir unos pantalones que se habían caído del armario—, no te está contando que… Pero el cerdito de Navidad ya había metido las patitas por debajo de la puerta, donde había un hueco de un par de centímetros, y había tirado de ella para volver a cerrarla.

—Tienes unas Cosas muy aburridas —le dijo a Jack—. Vamos.

Jack pensó que el cerdito de Navidad era muy maleducado y que Holly y él estaban hechos el uno para el otro. Lo siguió hasta la escalera e, imitándolo, empezó a bajar un escalón tras otro. Jack se había vuelto tan pequeño que el pasamano parecía tan alto como un rascacielos. Las barras verticales proyectaban unas sombras aterradoras sobre él y sobre el cerdito.

—¿Por qué no habla la escalera? —preguntó Jack al saltar de un peldaño al siguiente—. ¿Ni mi edredón? —Hay Cosas que no están lo suficientemente despiertas para hablar, ni siquiera en Nochebuena —le contestó el cerdito de Navidad—. ¿Tu edredón es nuevo? —Sí —contestó él.

—Entonces todavía no se ha impregnado de suficientes sentimientos tuyos. Eso es lo que hace despertar a las Cosas: a medida que las utilizan, van absorbiendo los sentimientos de los humanos. Pero los seres humanos no les prestan mucha atención a Cosas como las escaleras y las paredes, y por eso casi nunca se despiertan.

—Pero tú también eres nuevo, y estás bien despierto —dijo Jack.

«Un poco más despierto de la cuenta, diría yo», pensó, pero eso no lo dijo en voz alta.

—Yo soy un caso especial —repuso el cerdito de Navidad, y a Jack le pareció un comentario muy jactancioso, muy distinto del tipo de comentario que habría hecho Dito, que nunca alardeaba de nada—. Ahora tenemos que decidir el mejor sitio donde perdernos —continuó el cerdito—. Perderse a propósito es más difícil de lo que te imaginas. ¿Tienes alguna idea? —¿Eso es lo único que tenemos que hacer para llegar allí? —preguntó Jack—. ¿Perdernos? —Por supuesto, pero será difícil, porque supongo que conoces muy bien esta casa.

—A lo mejor es más fácil en el jardín —respondió Jack—, sobre todo ahora que soy así de pequeño. Podríamos arrastrar una silla hasta la puerta de atrás, subirnos a la cerradura y abrirla.

—Buena idea —concedió el cerdito de Navidad. Acababan de llegar al pie de la escalera—. ¿Por dónde? Jack guió al cerdito de Navidad por el pasillo oscuro hacia la cocina. El pasillo parecía inmenso cuando sólo medías veinte centímetros. Por suerte, la rendija de debajo de la puerta de la cocina era muy grande. Se tumbaron en el suelo y se colaron por debajo.

—Excelente —dijo el cerdito de Navidad—. Si conseguimos empujar la silla hasta… Pero no terminó la frase: una bestia gigantesca de cuatro patas se había plantado ante ellos; era peluda, con dientes largos y amarillos y unos ojos muy brillantes. Dio un fuerte ladrido y se abalanzó sobre el cerdito de Navidad. Resbaló por el linóleo, pero estuvo a punto de atrapar al cerdito con sus peligrosas fauces.

—¡Corre, corre! —gritó el cerdito de Navidad, y se apresuró hacia la puerta.

Jack lo siguió. Toby estuvo a punto de alcanzarlo, pero sólo arañó el suelo con sus garras. Entonces Jack y el cerdito de Navidad se tiraron al suelo y se deslizaron otra vez por debajo de la puerta para volver a salir al pasillo.

—¡No me has avisado de que había un perro! —exclamó jadeando el cerdito de Navidad mientras Jack y él, tumbados boca abajo, recobraban el aliento.

—¡No me acordaba! —repuso Jack—. ¡El perro no vive aquí! Toby no paraba de gemir y arañar la puerta de la cocina tratando de atraparlos.

—Tendremos que salir por la puerta principal —dijo el cerdito de Navidad. Se levantó y se sacudió el polvo—. Vamos.

Pero, justo en ese momento, Toby se lanzó contra la puerta de la cocina con tanta fuerza que consiguió abrirla.

Jack y el cerdito de Navidad echaron a correr por el pasillo mientras Toby los perseguía resbalando por el parquet. Llegaron hasta el salón, que estaba a oscuras salvo por las guirnaldas del árbol, y se metieron a toda prisa debajo del sofá.

Veían el morro negro y reluciente de Toby husmeando debajo del mueble, tratando de encontrarlos mediante el olfato. No paraba de gemir. Jack temía que el perro no se rindiera mientras supiera que ellos estaban allí abajo.

—Si vamos arrastrándonos hasta detrás del árbol —le susurró al cerdito de Navidad—, a lo mejor podemos salir de la habitación y hacerle creer que todavía estamos aquí abajo. Y entonces quizá podamos volver a la puerta de la cocina.

El cerdito de Navidad asintió. Se sujetó la barriga para que las bolitas de relleno no hiciesen ruido y siguió a Jack hacia la rendija del otro extremo del sofá, donde estaba el árbol de Navidad. Para entonces, Jack era tan pequeño que los regalos que había al pie del árbol se alzaban en la oscuridad y parecían casas apiñadas de cualquier manera.

Toby seguía olfateando y rascando con la pata el extremo opuesto del sofá. Despacio y con mucho cuidado, Jack salió reptando y empezó a trepar por los paquetes. Por suerte, uno estaba decorado con una cinta roja y consiguió aferrarse a ella con los pies descalzos para ayudarse a subir; otro, en cambio, estaba envuelto con un papel azul con estampado de copos de nieve plateados que se desgarró un poco cuando se agarró a él. Dentro había una caja enorme de Lego, y Jack estaba seguro de que aquél era el regalo que su padre había encargado para él. Las lucecitas de las guirnaldas, que tan diminutas parecían cuando Jack y su madre las habían colgado en el árbol, ahora se veían enormes y lo deslumbraban. Siguió trepando poco a poco por el montón de regalos hasta que llegó al más grande, que estaba envuelto con papel dorado y reluciente. Si conseguía cruzarlo, habría salido de debajo del árbol… pero ¡patinó! El papel era tan satinado que resbaló por él y, como no encontró nada a lo que sujetarse, se cayó por una grieta que, ahora que sólo medía veinte centímetros de estatura, le pareció un barranco hondísimo y completamente oscuro. Intentó volver a subir, pero se había caído entre unos regalos gigantescos envueltos con un papel demasiado liso.

—¿Dónde estás? —le preguntó en voz baja el cerdito de Navidad, pero al cabo de un segundo él también resbaló por el paquete dorado y fue a caerle encima a Jack.

—¡Oh, no! —dijo Jack. Habían oído a Toby, que corría a toda mecha hacia el árbol—. ¿Por qué has hecho ruido? —¿Por dónde se va a la cocina? —gritó el cerdito de Navidad. Los gruñidos del perro se oían cada vez más cerca.

—¡No lo sé! —respondió Jack, desesperado—. ¡Me he perdido!

En cuanto Jack dijo «perdido», el suelo desapareció bajo sus pies. Empezó a caer (o, mejor dicho, a hundirse lentamente) por donde debería haber estado el suelo. Era como si estuviese atrapado en una especie de sustancia espesa que no alcanzaba a ver ni a sentir. Las luces del árbol habían desaparecido, todo estaba negro como boca de lobo.

—¡¿Cerdito de Navidad?! —gritó presa del pánico.

—Estoy aquí —oyó que le contestaba el cerdito de Navidad en medio de la oscuridad—. ¡No te preocupes! ¡Así es como se entra en el Mundo de las Cosas Perdidas! ¡Dentro de un momento volverás a ver la luz! Y no se equivocaba: al cabo de unos segundos, Jack volvió a ver al cerdito de Navidad, que descendía lentamente, igual que él. Poco a poco, su entorno se fue iluminando hasta que comprendió que cada uno se hundía por su columna de luz dorada. Miró hacia arriba, vio dos agujeros en el techo de madera y dedujo que aquello debía de ser el suelo del mundo que habían abandonado: su mundo, donde vivía mamá, donde se hallaba todo lo que él conocía.

Siguieron cayendo y cayendo, y entonces Jack se fijó en que el cerdito de Navidad y él no eran las únicas cosas que se hundían lentamente por las columnas de luz. Había miles de cosas más. Ingrávido, Jack podía volverse y girar sobre sí mismo, y allá donde mirara veía más cosas que se hundían.

Cerca de él había una cucharilla, una bola de Navidad roja y brillante, un silbato para perros, una dentadura postiza, un títere de guante, una moneda reluciente, una larga tira de espumillón, una cámara, un destornillador, un billete de avión, unas gafas de sol, un calcetín, un osito de peluche y un rollo de papel de regalo con estampado de renos.

—Parece mentira, ¿verdad? —le dijo el papel de regalo. Uno de los renos del estampado hablaba y parpadeaba—. ¡Es la tercera vez que me pierde esta noche! Me he ido rodando hasta debajo del radiador. Ahora está histérico.

¡Claro, ha dejado lo de envolver los regalos para el último momento, como siempre! El rollo de papel acababa de pronunciar esas palabras cuando de repente cambió de dirección y, en lugar de bajar, empezó a subir hacia el agujero del techo. Justo antes de perderse de vista le gritó: —Bueno, me ha encontrado. ¡Buena suerte! ¡Espero que tú también vuelvas a subir pronto! Jack no le contestó porque estaba demasiado perplejo por lo que estaba pasando a su alrededor y, sobre todo, por lo que veía abajo, en el suelo. Al principio creyó que se trataba de una moqueta de muchos colores, pero a medida que descendía comprendió que, en realidad, eran millones de cosas.

Asustado, escudriñó el suelo por si veía al Perdedor, pero, como no sabía qué aspecto tenía, le era imposible saber si estaba allí o no. Cuanto más descendía, más fuerte era el ruido: las cosas que estaban en el suelo murmuraban, repiqueteaban, tintineaban, crepitaban y hacían un ruido casi ensordecedor.

Alrededor cada vez había más luz, y al final Jack vio que se encontraba dentro de un edificio gigantesco, una especie de almacén con paredes de ladrillo increíblemente altas y techo de madera salpicado de agujeros. Las cosas que habían llegado al suelo (las pelotas de goma, los diarios, los clips, las cintas métricas, las cámaras, los bolígrafos y los monederos) formaban grupos y se ponían a charlar. Jack estaba tan fascinado por todo lo que veía que el aterrizaje lo pilló por sorpresa. Tocó con los pies descalzos el tibio suelo de madera, y el cerdito de Navidad aterrizó a su lado, en un sendero que separaba una masa de llaves tintineantes de un ejército de paraguas oxidados.

—Necesitaremos un pase —dijo el cerdito de Navidad—. Vamos.

El cerdito de Navidad guió a Jack por el sendero que separaba las llaves de los paraguas. Pasaron al lado de un cuchillo, una brocheta y una larga aguja para tejer, y Jack se dio cuenta de que los tres eran importantes porque llevaban una gorra de plato negra con una «P»; parecía mentira que no se les cayera, porque avanzaban dando saltitos. Las cosas que llevaban gorra de plato patrullaban por los bordes del sendero para asegurarse de que las otras cosas permanecían en sus grupos y dejaban espacio para que pasaran las cosas que acababan de llegar.

—Ésos son los Ajustadores de Pérdidas —le dijo el cerdito de Navidad a Jack en voz baja—. Me han hablado de ellos otras Cosas que ya han estado aquí. Son los sirvientes del Perdedor. Hacen cumplir sus leyes a cambio de que él no se los coma.

Un par de largos pendientes de diamantes aterrizaron delante del cerdito y de Jack. Brillaban tanto que Jack tuvo que entrecerrar los ojos para mirarlos.

—¿Quién manda aquí? —gritó uno de los pendientes con voz solemne.

—¡Somos unas joyas muy valiosas! —gritó el otro—. ¡Exigimos asistencia! —Cálmense, señoras —graznó una pelota de tenis que iba botando al lado de Jack y del cerdito de Navidad. Parecía la típica pelota mordisqueada por un perro y olía fatal—. Créanme, he pasado por esto un montón de veces. Parece un desastre, pero está bien organizado.

A los pendientes los ofendió que un objeto tan mugriento se dirigiera a ellos.

—¡Me parece que nos hemos equivocado de sitio! —gritó el primero, y destelló al girar sobre sí mismo en busca de asistencia.

—¿Adónde van las Cosas valiosas? —gritó su pareja.

Pero nadie contestó. A su derecha, las llaves seguían gritando en dirección a los lejanos agujeros del techo. «¡Estoy en tu otro abrigo, idiota!», decían, o «¡Has vuelto a dejarme puesta en la cerradura!». Los paraguas estaban más callados y tristes. Jack oyó que uno negro se lamentaba: «Creo que esta vez será la definitiva: me ha dejado en el tren. Seguramente se comprará uno nuevo».

Entonces un abrelatas con gorra negra de plato se acercó caminando sobre sus patas de metal. Llevaba una cajita colgada del cuello y tenía unos delgados brazos también metálicos justo debajo del mango.

—¡Pases! —gritó—. ¡Los recién llegados pueden venir a recoger sus pases! —Déjame hablar a mí —le dijo el cerdito de Navidad a Jack, pero, antes de que pudiese pedirle sus pases al abrelatas, los pendientes de diamantes se le adelantaron.

—¡Estamos en el sitio equivocado! —exclamó uno.

—¿Adónde van las Cosas importantes? —preguntó el otro.

—Las joyas están allí, junto a la pared oeste —respondió el abrelatas señalando con el brazo—. Pero primero necesitáis los pases. Tomad. — Arrancó dos pases azules de la cajita que llevaba colgada del cuello y le dio uno a cada pendiente—. Pared oeste —repitió porque los pendientes no se habían movido.

—Me parece que no me has entendido bien —insistió el primer pendiente —. ¡Somos de diamantes auténticos! —No puedes mezclarnos con un montón de cuentas de plástico —añadió el segundo pendiente—. Tiene que haber un sitio para los objetos de valor, ¿no? —Dirigíos a vuestra zona de espera —les ordenó el abrelatas—. Aquí Abajo, tanto da que seas un diamante como una cuenta de plástico. Pronto sabremos qué valor tenéis Allí Arriba.

Claramente ofendidos, los pendientes se dirigieron contoneándose a la pared oeste.

El Ajustador de Pérdidas también le dio un pase azul a la pelota de tenis.

—Los juguetes para perros van ahí, entre las zapatillas de deporte y los libros de texto.

La pelota se alejó botando. Entonces el abrelatas se dirigió por fin a Jack y al cerdito de Navidad.

—¿Vosotros también acabáis de llegar? —Sí, nos hemos perdido juntos —contestó el cerdito de Navidad—. Nos hemos caído del bolsillo de nuestro dueño.

—¡Críos! —dijo el abrelatas con desdén. Arrancó otros dos pases azules y se los dio—. Ellos son los responsables de la mitad de las Cosas que hay Aquí Abajo. ¡Son unos salvajes y unos descuidados! A veces, cuando esto está tranquilo, los oímos llorar Allí Arriba. Deberían sujetar más fuerte a su osito si no quieren que lo capture el Perdedor, ¿no? —Supongo que sí —respondió el cerdito de Navidad.

—Buena calidad —añadió el abrelatas mirando a Jack—. Mucho detalle.

—Gracias —respondió Jack con nerviosismo.

—Los juguetes para niños están junto a la pared norte. Necesitaréis que os lleven, está demasiado lejos para ir andando.

Dio un silbido chirriante y un viejo patín llegó a toda velocidad por el sendero. Comparado con Jack y el cerdito de Navidad, era del tamaño de un carrito de golf. Treparon al patín como pudieron; apenas les asomaba la cabeza.

El patín echó a rodar hacia el sitio donde esperaban los juguetes y Jack sintió una oleada de emoción: ¡estaba a punto de reencontrarse con Dito! Pasaron a toda pastilla por delante de naipes, zapatos de bebé, bálsamos labiales y estuches de lápices, y mientras tanto miles y miles de cosas perdidas seguían descendiendo por aquellos haces de luz dorada desde los agujeros del techo.

Al acercarse al centro del almacén, Jack vio un reloj enorme con cuatro esferas. Estaba colocado encima de una alta columna para que todas las cosas pudiesen verlo desde cualquier rincón de aquel edificio enorme. Es decir, a Jack le pareció que era un reloj, pero entonces se fijó en que las esferas sólo tenían una manecilla y, en vez de números, un círculo con todos los colores del arco iris. Notó que la manecilla estaba a punto de pasar de amarillo a verde.

—Yo creía que el Mundo de las Cosas Perdidas sería un lugar terrible — le dijo al cerdito de Navidad.

Aquel almacén inmenso era ruidoso y desconcertante, pero Jack no tenía miedo.

—Todavía no hemos salido de este edificio —repuso el cerdito de Navidad.

—Es que no necesitamos salir —volvió a decir Jack—. Ya has oído al abrelatas: Dito estará junto a la pared norte con todos los otros juguetes.

—No —respondió el cerdito de Navidad—, lleva demasiado tiempo perdido. Las llaves de la tienda donde me compraron me lo contaron todo sobre este lugar. Han estado aquí muchas veces. Este sitio se llama Extraviadas: es adonde van las Cosas cuando todavía no se han perdido del todo. A veces, por ejemplo, un humano deja una Cosa en un sitio y se olvida de dónde la ha dejado durante un par de minutos. Las Cosas pueden quedarse en Extraviadas una hora, así tienen una oportunidad de que las encuentren antes de tener que entrar en los dominios del Perdedor.

—¿Dito está fuera, donde está el Perdedor? —preguntó Jack, asustado. Su entusiasmo se había desvanecido de golpe.

—Sí —respondió el cerdito de Navidad—, pero no te preocupes: mientras cumpla las leyes estará a salvo.

—Pero ¡es que mi coche Matchbox ha dicho que el Perdedor es quien dicta las leyes, y que hace trampas! —Eso es verdad: hace trampas —confirmó el cerdito de Navidad—, pero Dito es un cerdito listo y sensato. Estoy seguro de que no hará ninguna tontería.

—¿Y tú cómo sabes que Dito es listo y sensato? —volvió a preguntar Jack.

—Porque somos hermanos —contestó el cerdito de Navidad.

—Pero ¡si no lo conoces! —Eso no importa. Él es mi hermano y yo soy el suyo. Somos iguales.

—No, no sois iguales —dijo Jack por si el cerdito de Navidad estaba pensando en proponerle volver a casa y que se lo quedase a él en lugar de a Dito.

—Tienes razón —concedió el cerdito de Navidad—, se me olvidaba que yo tengo algo que hace que te den ganas de arrancarme la cabeza.

—Antes ya te he pedido perdón por eso —dijo Jack.

—No, no me has pedido perdón —respondió el cerdito de Navidad.

—Vale, pues te lo pido ahora. Lo siento.

Se quedaron un rato callados. El patín los llevó por un gran campo lleno de libros de la biblioteca. Las páginas susurraban: los libros se explicaban unos a otros cómo se habían perdido.

—¡Me parece que ya veo juguetes! —exclamó Jack por fin.

Un poco más allá, amontonados en una zona tan amplia como cinco campos de fútbol, había muñecas, dinosaurios de plástico, coches en miniatura, cuerdas de saltar, yoyós, naipes, piezas de puzle y de dominó… ¡todos los juguetes imaginables! A pesar de que el cerdito de Navidad le había dicho que Dito no estaría allí, Jack no pudo evitar abrigar esperanzas de ver sus orejas torcidas y los botones que le hacían de ojos, pero no había ni rastro de él.

—Lo que necesitamos —dijo el cerdito de Navidad cuando el patín empezaba a reducir la velocidad— es encontrar a un par de juguetes que estén dispuestos a cambiar sus pases con los nuestros.

—¿Por qué? —preguntó Jack.

—Porque así nos dejarán salir al Mundo de las Cosas Perdidas sin esperar una hora —le explicó el cerdito—. No debería ser muy difícil: aquí todos quieren quedarse todo el tiempo que puedan porque el Perdedor no puede acercarse a ellos mientras están en Extraviadas.

El patín se detuvo. Jack y el cerdito de Navidad se apearon y entonces el patín arrancó otra vez. Cerca de donde estaban había un monstruo de dos cabezas que lloraba tapándose una cara con cada mano. Era un monstruo basto de color marrón, y una princesa de plástico con vestido rosa y diadema estaba consolándolo.

—¡No puedo creer que no me haya encontrado! —sollozaba el monstruo —. ¡Y supongo que ahora estará profundamente dormido, soñando con todos los juguetes nuevos que le regalarán por Navidad, mientras que a mí… a mí me comerá el Perdedor! —Venga, anímate —le dijo la princesa—. Todavía hay tiempo para que te encuentre.

—Pídeles a esos dos que te cambien los pases —le susurró el cerdito de Navidad a Jack—, pero no les expliques por qué: les parecería muy extraño saber que queremos salir de Extraviadas. Seguro que confiarán en ti porque tú también pareces una figura de acción.

—¿Y qué excusa les doy para querer cambiárselos? —preguntó Jack, preocupado.

El cerdito de Navidad arrugó el morro y se concentró todo lo que pudo.

—Dile a la princesa que la encuentras muy guapa —propuso—, que quieres protegerla del Perdedor y que te gustaría cambiarle el pase para que pueda estar a salvo más tiempo.

Jack se puso colorado.

—¡No pienso decirle eso! —Vale, ya se lo digo yo —dijo impaciente el cerdito de Navidad. Le quitó el pase de la mano y caminó a grandes zancadas, haciendo sonar las bolitas de plástico de su barriga al andar, hasta donde estaban la princesa y el monstruo de dos cabezas—. Princesa —le oyó decir Jack—, mi amigo ha visto lo preocupado que está tu amigo, y como es una figura de acción muy caballerosa… Justo entonces se abrió inesperadamente una caja sorpresa, lo que provocó que muchos juguetes que estaban cerca chillaran del susto. Jack se alegró de que lo hicieran porque así no podía oír las cosas bochornosas que el cerdito de Navidad le estaba diciendo a la princesa de plástico. Al poco rato, el cerdito de Navidad dio media vuelta y fue hacia él con dos pases verdes en lugar de azules en la mano. Detrás del hombro del cerdito de Navidad, Jack vio al monstruo de dos cabezas lanzándole besos. Se dio la vuelta, colorado y muerto de vergüenza.

—La princesa ha dicho que no necesita protección y que le apetece correr una aventura —explicó el cerdito de Navidad—, pero el monstruo la ha convencido para que intercambiemos los pases. Quería venir a darte un beso, pero le he dicho que eres demasiado tímido.

—Perfecto —masculló Jack, y cogió su nuevo pase.

—Ahora, con estos pases nuevos, deberíamos poder salir en cualquier momento —opinó el cerdito de Navidad—. ¡Ajá! Señaló con una pata el extraño reloj que estaba encima de la columna. La manecilla acababa de pasar de amarillo a verde. Entonces Jack comprendió que, cuando la manecilla señalaba un nuevo color, todos los que tenían un pase de ese mismo color debían salir de Extraviadas.

—Vamos —dijo el cerdito de Navidad al ver que una multitud de cosas que llevaban un pase verde empezaban a avanzar hacia la pared norte.

Parecían nerviosas.

El cerdito de Navidad sacó pecho.

—Aquí es donde empieza el verdadero viaje, ¿estás listo? —¡Listo! —dijo Jack, y asintió con la cabeza.

Los miles de poseedores de un pase verde formaron varias colas desordenadas. Hubo empujones y tropiezos, puesto que muchas cosas todavía miraban esperanzadas hacia los agujeros del techo, confiando en que un haz de luz dorada los atrapara y los transportara de nuevo al Mundo de los Vivos.

Allí Abajo los llamaban «agujeros de encontrar» porque conducían de vuelta hasta el Mundo de los Vivos. Los Ajustadores de Pérdidas, con su gorra de plato negra, hacían avanzar a las cosas a empellones y reían con crueldad.

—¡Demasiado tarde! ¡Ha llegado la hora de la Distribución! —¿Qué significa eso? —le preguntó Jack en voz baja al cerdito de Navidad.

—No estoy seguro, pero me parece que nos van a enviar a distintas partes del Mundo de las Cosas Perdidas.

Se pusieron en una de las colas, detrás de un magnífico anillo de zafiro.

—¿Te lo puedes creer? —le decía a voz en grito a cualquiera que estuviese dispuesto a escucharlo—. ¡Se me quitó para lavarse las manos y me dejó en el lavamanos! Jack miró con nerviosismo hacia el principio de la cola. Desde donde estaban, todavía no veían nada, pero la cola avanzó deprisa, y al cabo de poco rato se dieron cuenta de que se dirigían hacia una larga hilera de mesas ocupadas por otros Ajustadores de Pérdidas, entre los que había una trampa para ratones, un sacacorchos y una grapadora. Detrás de las mesas se veían tres puertas gigantescas: la primera era de madera lisa, como las de los graneros o las casetas de jardín; la segunda era de acero reluciente, como las de las cajas fuertes o las cámaras acorazadas; la última era de oro brillante y estaba decorada con preciosos grabados que representaban enredaderas y flores. La mayoría de las cosas de las colas señalaban esa tercera puerta con anhelo.

Una a una, a medida que las llamaban, las cosas que habían llegado al frente de las colas se sentaban ante una de aquellas mesas. Los Ajustadores de Pérdidas les hacían una serie de preguntas y luego, cuando la entrevista había terminado, les estampaban un sello en el pase y les ordenaban que se dirigieran a una de las puertas.

—Estoy preocupado —dijo de repente el cerdito de Navidad.

—¿Por qué? —preguntó Jack.

—Porque no sé cómo vamos a ingeniárnoslas para hacerte pasar ante los Ajustadores de Pérdidas sin que se den cuenta de que eres un ser humano — respondió el cerdito de Navidad.

—El abrelatas no se ha dado cuenta —le recordó Jack.

—Pero no es su trabajo saber quién eres ni decidir adónde hay que enviarte —repuso el cerdito de Navidad—. Rápido, necesitamos inventarnos una historia. A ver, ¿dónde te fabricaron? —Pues… no lo sé —contestó Jack. Intentó pensar en un nombre que sonara a nombre de fábrica, pero no se le ocurrió ninguno.

—Di que saliste de la fábrica Dingledown de Birmingham —propuso el cerdito de Navidad—. Allí me fabricaron a mí, y hacían figuras de acción además de cerditos de tela de toalla. Veamos, ¿cómo te llamas? —Jack.

—¡Las figuras de acción no se llaman simplemente Jack! Diremos… diremos que eres el Niño Pijama y que tus poderes son el sueño y la fantasía.

—Yo no quiero ser el Niño Pijama —protestó Jack—. Eso suena ridículo.

—¡Pues diles que te llamas Jack, a ver qué pasa! —repuso el cerdito de Navidad muy enfadado, pero sin subir la voz porque cada vez estaban más cerca del principio de la cola—. Sigamos, ¿cómo te has perdido? —Me he caído del bolsillo de un niño —contestó Jack repitiendo lo que el propio cerdito de Navidad le había dicho al abrelatas.

—¿Y dónde estás ahora? —siguió preguntando el cerdito de Navidad.

—Aquí, hablando contigo —respondió Jack.

El cerdito de Navidad se tapó la cara con las patas.

—Si no nos entregan directamente al Perdedor podremos considerarnos afortunados. —Se destapó la cara y añadió—: Lo que han absorbido hasta aquí, hasta el Mundo de las Cosas Perdidas, es tu parte Vivificada. Lo que tienes que decirle al Ajustador de Pérdidas es dónde está tu cuerpo de plástico, ¿lo entiendes? ¡Dónde está Allí Arriba, en el Mundo de los Vivos! 

—¡Este plan ha sido idea tuya! —dijo Jack un poco enfadado y también asustado porque ya estaban muy cerca del principio de la cola—. ¡Rápido, dime qué tengo que decir! Pero justo entonces se produjo una gran conmoción a sus espaldas.

Dos Ajustadores de Pérdidas (una perforadora y un tenedor) avanzaban entre dos colas arrastrando a una cosa pequeña y cubierta de barro con esos brazos fuertes y delgados que, por lo visto, les salían a muchas cosas en el Mundo de las Cosas Perdidas. El prisionero iba tan sucio que resultaba casi imposible ver qué era, pero parecía peludo.

—¡Por favor! —gimoteó—. ¡Dadme un pase, por favor! ¡Dejad que me quede una hora más! ¡Os lo suplico, dadme una oportunidad! Alguien podría quererme. Por favor… Cuando los Ajustadores de Pérdidas pasaron al lado de Jack y el cerdito de Navidad, Jack descubrió qué era el sollozante prisionero: un diminuto conejito de peluche de color azul que, a juzgar por su aspecto, llevaba días, o quizá semanas, en el barro. No entendía por qué los Ajustadores de Pérdidas trataban tan mal al infeliz conejito. El tenedor lo pinchaba para obligarlo a andar más deprisa, y cuando el pobre gemía de dolor la perforadora se reía abriéndose y cerrándose y dejaba un rastro de pequeños círculos de papel que revoloteaban como el confeti. Los Ajustadores de Pérdidas arrastraron al conejito prisionero hasta más allá de las mesas, hacia lo que parecía una tapa de alcantarilla metálica que había en el suelo y que Jack no había visto hasta entonces.

—¡Te vas de cabeza al Perdedor, ya lo creo! —gritó la perforadora—. ¡Y deja de hacer el numerito delante de todas estas Cosas decentes que tienen dueños Allí Arriba! —¿Por qué lo tratan así? —le preguntó Jack al cerdito de Navidad en voz baja, pero el cerdito, conmocionado, sólo negó con la cabeza—. ¿Es porque va muy sucio? —Pensó en el mugriento Dito. ¿Y si a él también lo habían tratado así cuando había llegado a Extraviadas? —No te preocupes por el conejito —contestó el cerdito de Navidad, que de pronto parecía muy decidido—. Ésta es nuestra oportunidad, ¡a gatear! —¡¿Qué?! —exclamó Jack, sorprendido.

—Pasa gateando entre las mesas de los Ajustadores de Pérdidas aprovechando que todos están mirando al conejito. ¡Deprisa, yo me reuniré contigo al otro lado! Entonces Jack lo entendió: todos estaban paralizados observando al prisionero y a sus captores, incluso los Ajustadores de Pérdidas que estaban sentados a las mesas. Se arrodilló, pasó gateando por delante del anillo de zafiro, se coló por el hueco que había entre dos mesas y se dirigió hacia un grupo de cosas que ya habían sido Distribuidas y que estaban de pie delante de la puerta de madera. Esas cosas estaban tan interesadas por el destino del prisionero que no se dieron cuenta de que Jack se les había unido. Finalmente se levantó y se volvió para ver qué le pasaba al conejito.

—¡Por favor! —se lamentaba—. ¡Os lo ruego, dadme una oportunidad! —Para las Cosas como tú no hay oportunidades —gruñó el tenedor mientras el conejito forcejeaba—. Nadie te quiere. A nadie le importa que te hayas perdido. Eres un Sobrante.

La perforadora apartó la pesada tapa de alcantarilla bajo la que se escondía un agujero oscuro. El conejito no paraba de chillar, asustado, mientras el tenedor lo empujaba cada vez más cerca del borde. Al final, resbaló y se precipitó por el agujero. Todos oyeron cómo su grito de terror iba haciéndose cada vez más débil, como si el conejito se deslizara por la rampa de un recolector de basura, hasta que dejó de oírse por completo. Entonces volvieron a colocar la tapa metálica con la que se cerraba la entrada de aquel túnel.

Los dos Ajustadores de Pérdidas se colocaron bien la gorra negra y se alejaron dando saltitos, muy satisfechos de sí mismos. Poco a poco, todas las cosas que habían presenciado aquella escena tan terrible empezaron a hablar otra vez entre ellas.

Un peine de plástico que estaba al lado de Jack susurró: —Qué horror, ¿no? Tenía un aspecto muy raro porque tenía un ojo en cada lado y hablaba por uno de los huecos entre las púas.

—Sí —coincidió Jack—, ha sido horrible.

Pensaba que alguien debería haber intentado ayudar al conejito en lugar de simplemente ver cómo lo arrojaban por la rampa. Él mismo lo habría hecho, de no ser porque entonces los demás se habrían dado cuenta de que era un niño y quizá lo hubiesen obligado a abandonar el Mundo de las Cosas Perdidas antes de haber encontrado a Dito.

—Es indignante ver cómo tratan a los Sobrantes —dijo una pila que estaba de pie junto al peine. Habló en voz baja para que no la oyeran los Ajustadores de Pérdidas.

El cerdito de Navidad ya había llegado al principio de la cola. El sacacorchos Ajustador de Pérdidas, que acababa de enviar al anillo de zafiro a esperar junto a la puerta dorada, tenía una voz potente y Jack pudo oír todo su diálogo con el cerdito.

—¿Nombre? —preguntó.

—Cerdito de Navidad.

—¿Dónde te fabricaron? —En la fábrica Dingledown de Birmingham.

—¿Fecha y lugar de Vivificación? —Esta tarde —contestó el cerdito de Navidad— en la juguetería Pendleton.

—¿Y ya te han perdido? —dijo el sacacorchos, y chasqueó la lengua.

Examinó una larga lista que tenía delante.

—Cerdito, cerdito, cerdito, cerdito… ah, sí, aquí estás: «Cerdito de Navidad». Vaya, se ve que no le gustas mucho a nadie, ¿verdad? —Soy un Sustituto —dijo el cerdito de Navidad.

—Ah, sí —dijo el sacacorchos con una sonrisita de suficiencia y haciendo girar ligeramente la silla—. Los Sustitutos a veces tienen suerte y a veces no.

En tu caso, ya veo que ha sido «no». Pero todavía estás bastante nuevo, de modo que, si alguien te encuentra, seguro que se le ocurrirá algo que hacer contigo. A lo mejor te llevan a una tienda benéfica. Puerta de madera.

Así, el cerdito de Navidad corrió a reunirse con el grupo de Jack junto a la puerta de madera, que acababa de abrirse.

En cuanto salieron del edificio, los golpeó una ráfaga de aire helado. Para sorpresa de Jack (porque en el Mundo de los Vivos ya era de noche cuando se habían ido), fuera del almacén apenas empezaba a ponerse el sol. La nieve caía desde un cielo extraño que parecía de madera pintada, aunque era muchísimo más alto que cualquier techo del Mundo de los Vivos. Distinguió, a lo lejos, algunos agujeros de encontrar, pero eran muchos menos de los que había en el techo de Extraviadas.

Se hallaban en un lugar desolado y lúgubre, un páramo pedregoso que se extendía hasta el horizonte y donde sólo crecían algunas matas de cardo.

Entre la tierra árida y la nieve que caía formando remolinos, aquél era el lugar menos acogedor que Jack había visto en su vida.

Miró por encima del hombro hacia el muro de Extraviadas y se llevó una sorpresa al ver que la puerta por la que acababan de salir había desaparecido.

Entonces se dio cuenta de que sólo podría regresar si encontraba a Dito.

Estaba empezando a temer que el Mundo de las Cosas Perdidas fuese aún más extraño y complicado de lo que había imaginado. Por ejemplo, ¿con qué se encontrarían las cosas que habían salido por las otras puertas? Y lo más importante: ¿por qué puerta habría salido Dito? En ese momento se oyó un ruido de cascos. Jack y el resto del grupo (que, además del peine y la pila, incluía una pequeña regla de plástico, una goma de borrar con forma de oso panda, unos cordones de zapato y un par de palillos chinos) se dieron la vuelta y vieron que se acercaban varias cosas con forma de caballo. Había ponis de plástico, un unicornio rosa de peluche, un caballo de tiro de cerámica y el más grande de todos: un gran burro de mimbre que llevaba un cesto de fruta de plástico a cada lado de la silla de montar. A la cabeza de todas aquellas cosas iba otro Ajustador de Pérdidas: unas tijeras de cocina con dos gorras negras, una sobre cada ojo. Iban montadas, con las puntas hacia abajo, en un caballo de madera que avanzaba sobre unas ruedas chirriantes.

—¡Daos prisa! —gritaron las tijeras—. ¡No! —les espetaron bruscamente a Jack y al cerdito de Navidad, que se dirigían hacia dos de los ponis de plástico—. Vosotros sois los más grandes, podéis compartir el burro.

Así que Jack y el cerdito de Navidad treparon al burro, que gimió y dijo: —Cuidado con mi mimbre. Por si no lo sabéis, se puede romper.

La mayoría de las otras cosas tuvieron dificultades para subir a sus monturas. El peine, la pila, la regla y los palillos resbalaban una y otra vez, y las tijeras les acabaron ordenando a los cordones de zapato que las ataran.

Cuando por fin todos hubieron conseguido montar, sonó una sirena detrás del muro de Extraviadas.

—¡Oh, no! —dijeron las tijeras, sorprendidas—. Malas noticias.

—¿Qué significa eso? —preguntó el peine, muy asustado.

—Significa que hay alguna Cosa que está donde no debería — respondieron las tijeras.

Jack y el cerdito de Navidad se miraron preocupados. Jack estaba seguro de que ambos pensaban lo mismo: que los Ajustadores de Pérdidas se habían enterado de alguna manera de que él estaba allí, a pesar de que había esquivado el interrogatorio.

—¿Va a venir el Perdedor? —susurró la regla, que estaba temblando.

—Podría ser —contestaron las tijeras—. Si una Cosa ha desobedecido las normas, el Perdedor querrá capturarla y comérsela. Si desobedeces las normas te conviertes en Sobrante, y a los Sobrantes siempre se los come; siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Es la ley.

Las tijeras pasearon la mirada por el grupo de cosas montadas a caballo, unicornio, poni o burro.

—A todas vosotras os han Distribuido como es debido, ¿verdad? — preguntaron.

Todas respondieron que sí.

Entonces las tijeras espolearon a su caballo de madera, las ruedas chirriantes empezaron a girar y todo el grupo se puso en marcha por el nevado camino que recorría la periferia del páramo.

—Bueno, si habéis mentido, pronto lo sabremos —dijeron las tijeras con tono amenazador.

—¿Por qué sigue siendo de día? —le preguntó Jack en voz baja al cerdito de Navidad cuando se pusieron en marcha. El burro de mimbre crujía a medida que caminaba—. Cuando hemos salido de mi dormitorio ya había anochecido.

—En el Mundo de las Cosas Perdidas el tiempo es diferente —le contestó el cerdito de Navidad, también en susurros—. Dicen que una hora en el Mundo de los Vivos equivale a todo un día en el Mundo de las Cosas Perdidas.

Nevaba con fuerza y al poco rato Jack tenía los hombros del pijama mojados y fríos, aunque eso le preocupaba muchísimo menos que la posibilidad de que el Perdedor surgiera en cualquier momento de la oscuridad. Sin embargo, no pasó nada, salvo que la pila resbaló un poco sobre el poni de plástico y los cordones que la ataban tuvieron que apretarla un poco más.

A pesar de que el cielo tenía aquella extraña apariencia de madera pintada, fue oscureciendo a medida que rodeaban el páramo. No tardó en hacerse de noche. Jack ya no podía ver a las tijeras, aunque sabía que seguían guiándolos porque oía el chirrido de las ruedas de su caballo.

—¿Adónde crees que nos llevan? —le preguntó al cerdito de Navidad.

—No lo sé, pero de momento vamos a obedecer las órdenes. Todas las Cosas que conozco me han dicho siempre que, si incumples las leyes del Perdedor, te arriesgas a que te coma. Vive allí —añadió, y señaló con una de sus patas el extenso páramo pedregoso—. Eso es el Páramo de los Baladís.

—¿Qué significa «baladís»? —preguntó Jack.

—Significa que a ningún humano le importa que hayas desaparecido — contestó el cerdito de Navidad, contemplando aquel paisaje desolado—. Es adonde van los Sobrantes, las Cosas que nadie quiere, que a nadie le importan y que son inútiles. Como no tienen donde refugiarse, vagan por el páramo hasta que las atrapa el Perdedor.

—Ah, pues Dito seguro que no está en el páramo —dijo Jack—. Te aseguro que Aquí Abajo no hay ninguna Cosa más querida y que importe más que él.

—No, no puede estar aquí fuera —coincidió el cerdito de Navidad; dejó de contemplar el páramo y miró hacia el final del camino de tierra por el que avanzaban—. Si tenemos suerte, estará en ese sitio al que vamos. Por lo que veo en este grupo, debe de ser un lugar destinado a las Cosas baratas.

—Dito no es barato —saltó Jack—. Al contrario: es muy valioso.

—Es valioso para ti, pero los cerditos no somos caros —respondió el cerdito de Navidad—. Yo sólo espero que a nadie le extrañe que aparezca su gemelo idéntico.

—Ah, por eso no te preocupes —dijo Jack—: no te pareces en nada a Dito. Él es de otro color. Como se le cayeron los ojos, mi madre le cosió dos botones. Y tiene las orejas torcidas y huele mucho mejor que tú.

El burro de mimbre crujía y se zarandeaba. La pila gimoteó al resbalar una vez más por el costado del poni y los cordones la ataron aún más fuerte.

—¿Qué quieres decir con eso de que huele mejor? —preguntó el cerdito de Navidad.

—No lo sé. Huele… a Dito.

—¿Y yo a qué huelo? —A tienda de juguetes y a moqueta —respondió Jack—. Es un olor… a nada.

—Vaya, muchas gracias —dijo el cerdito de Navidad.

Después se quedaron en silencio. Sólo se oían los cascos de cerámica y de plástico, los crujidos del burro de mimbre y los chirridos de las ruedas del caballo de las tijeras. Finalmente, las tijeras gritaron: —¡Bienvenidos a casa! Entonces vieron un letrero de madera viejo y maltrecho donde estaba escrito con pintura desconchada: BIENVENIDOS A DESECHABLES

—¡Oh, no! ¡Qué vergüenza! —exclamó el peine—. ¡Somos Desechables! —No te estarás quejando, ¿verdad? —dijeron las tijeras con voz amenazadora—. Porque al menos vais a tener un techo sobre vuestra cabeza.

Hay muchas Cosas que no lo tienen. ¡Si preferís ser Sobrantes, lo podemos arreglar! —No —rectificó el peine, aterrorizado—, no prefiero ser Sobrante.

—¡Pues para de lloriquear! —le ordenaron las tijeras.

La ciudad donde acababan de entrar se componía de edificios de madera bajos que parecían endebles y mal aislados del frío. La calle, cubierta de nieve, estaba iluminada por unos pocos faroles que apenas alumbraban. Las tijeras guiaron al grupo hasta un amarradero y, una vez allí, desmontaron, amarraron las monturas y soltaron a la pila, el peine, la regla y los palillos.

—¡Hola! —dijo una voz alegre detrás de ellos.

Todos se dieron la vuelta y vieron a unas gafas que salían dando saltitos de un edificio con puertas de vaivén. Sobre las puertas había un letrero donde se leía: CANTINA. Las gafas llevaban un sombrero vaquero negro con una «P» y parecían mucho más simpáticas que los demás Ajustadores de Pérdidas a los que habían conocido hasta ese momento.

—¡Me alegro de veros, amigos! —gritaron sonrientes, y las almohadillas se les agitaron como si fuesen un gran bigote—. ¡Soy el sheriff Gaff! Decidme, Tijeras: he oído el rumor de que hace una hora ha sonado la sirena en Extraviadas, ¿es verdad?

—Sí, es verdad —contestaron las tijeras—. Hay alguna Cosa que está donde no debería.

—¡Por mis tornillos! ¡Eso no pinta nada bien! —dijeron las gafas con preocupación. Hicieron aparecer una deshilachada gamuza, se limpiaron los cristales y a continuación la hicieron desaparecer mágicamente otra vez.

Entonces se pusieron a examinar al grupo con más atención—. Muy bien, me llevo a estas Cosas adentro para explicarles de qué va esto. ¿Os apetece un poco de lubricante antes de marcharos, Tijeras? —No tenemos tiempo —respondieron las tijeras.

—Pues con el frío que hace… os vais a quedar tiesas en el camino de regreso.

—Mmm… tienes razón —convinieron las tijeras, mirando hacia la cantina.

—¡No os cortéis! —insistieron las gafas, riéndose a carcajadas de su propio chiste—. ¿Lo pilláis? ¿Lo pilláis? —Las gafas miraron alrededor con optimismo, pero nadie del grupo se rió. El peine se sorbió la nariz—. ¡Pues seguidme, amigos! Se encaminaron a la cantina seguidas de todo el grupo. Las tijeras iban justo detrás de Jack, y a él se le erizó el vello de la nuca cuando oyó sus afiladas puntas repiquetear contra el suelo.

La cantina estaba iluminada por una única lámpara de aceite de luz parpadeante. En las ventanas había unas cortinas de terciopelo desgastadas, y el suelo de tablones de madera estaba lleno de manchas. Un viejo guante de jardinería tocaba una melodía triste en el piano de juguete que había en un rincón. En el techo había un agujero de encontrar y, justo debajo, sobre dos sillas, había una vieja fiambrera de hojalata.

—Esa de ahí, la que toca el piano, es Dedos —dijeron las gafas. El guante los saludó con el pulgar y siguió tocando su lánguida melodía—. Y esa de ahí, la que está debajo del agujero, es Merienda.

La fiambrera no dijo nada: siguió mirando fijamente el agujero negro del techo como si concentrándose mucho pudiese hacer aparecer el haz de luz dorada que la devolvería al Mundo de los Vivos. Jack no le reprochó que quisiera salir de aquella sala tan deprimente. Miró alrededor por si Dito estaba sentado en algún rincón oscuro, pero no lo vio por ninguna parte. Pensó que a lo mejor estaba durmiendo en una de aquellas casuchas desvencijadas que acababan de ver. Estaba impaciente por salir a echar un vistazo, pero justo entonces las gafas dijeron:

—¡Estupendo! ¿Por qué no acercamos todos una silla y nos ponemos cómodos? Todos se sentaron. La corriente de aire que entraba por las puertas de vaivén era muy fría y Jack tenía que disimular que estaba temblando. Se arrepintió de no haberle hecho caso al cerdito de Navidad y no haber cogido una sudadera y unas zapatillas de deporte en su dormitorio, pero de ningún modo iba a decírselo.

—¡Bueno, bienvenidos a Desechables! —dijo el sheriff—. ¡En esta ciudad no tenemos mucho, pero compartimos lo poco que tenemos! Ya sé —le dijo al peine, que seguía sorbiéndose la nariz— que algunos no estáis muy contentos de estar aquí… —¿Cómo quieres que estemos contentos de estar en Desechables? — preguntó el peine, y empezó a sollozar—. ¡Significa que a nuestros dueños no les importamos! Al oír eso, los palillos se encorvaron un poco (en el Mundo de las Cosas Perdidas, además de tener boca, ojos y brazos, las cosas se volvían muy flexibles) y la goma de borrar con forma de oso panda lanzó un suspiro.

—¡Eso no es cierto! —exclamaron las gafas con vehemencia—. ¡Si no le importarais a nadie, os habrían tirado por la rampa del recolector de basura de Extraviadas! —¡Yo creía… creía que era especial para él! —se lamentó el peine sin hacer caso a las gafas. Se quitó un pelo negro de entre las púas y continuó—: ¡Llevábamos años juntos! ¡Creía que… creía que le importaba! —Vamos, amigo, alegra esa cara —repuso el sheriff, comprensivo—.

Nosotras, las Cosas viejas y baratas, ya sabemos cómo funciona esto: cuando desaparecemos, nadie se entristece demasiado. Somos fáciles de sustituir, pero ¡eso no significa que no tengamos valor, ni mucho menos! —continuó —. ¡No hay que perder la esperanza! ¡A cualquiera de vosotros os podrían encontrar en cualquier momento! —A mí ni siquiera llegaron a usarme —dijo la pila, apesadumbrada—.

Creía que mi familia me valoraría un poco más. Al fin y al cabo es Navidad, y me imaginaba que tendría un empleo para toda la vida en el coche teledirigido nuevo de la niña.

—¡Pues ahora ya lo sabes, Pila! —gimoteó el peine—. ¡Para ellos no vales nada! ¡No nos dan ningún valor! —¡Lo que tú necesitas es descansar como es debido! —sugirió el sheriff.

Se levantó sobre sus dos patillas e invitó al peine a levantarse también—.

Cuando hayas dormido unas horas, lo verás todo de otro color. Ve corriendo a la habitación número dieciséis. Al final de la escalera, la primera puerta a la derecha. Ánimo, hazme caso.

Dio la impresión de que al peine le habría gustado protestar, pero justo entonces resonó un grito horrible al final de la calle. Dedos, el guante de jardinería, dejó de tocar el piano. Las gafas, las tijeras e incluso Merienda se volvieron bruscamente hacia el páramo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el peine con voz de pito.

—Es mejor no hacer caso a lo que pasa en el páramo —contestaron las tijeras, que se estaban tomando su vaso de lubricante junto a la barra—.

Haced lo que os digan y, con suerte, nunca llegaréis a saber qué es lo que causa esos gritos.

Cuando el peine subió por la escalera, las gafas se dirigieron a la pianista: —Dedos, ¿por qué no nos tocas unos villancicos, a ver si mejora un poco el ambiente? El guante de jardinería empezó a tocar En el portal de Belén, pero la verdad es que no sirvió de mucho. Jack se dio cuenta de que todas las cosas seguían pensando en aquel grito, igual que él.

—Veamos —les dijeron las gafas—, aquí las normas son muy sencillas: manteneos dentro de los límites de la ciudad. Pero ¡animaos! ¡No olvidéis que en cualquier momento podrían encontraros! ¡O reajustaros! —¿Reajustarnos? —dijo la pila—. ¿Qué significa eso? —Significa que vuestro valor Allí Arriba puede cambiar —explicó el sheriff—. Por ejemplo, tú, Pila. Ahora mismo nadie piensa que te necesita, pero pongamos por caso que el día de Navidad abren la tapa del coche teledirigido de la niña y se dan cuenta de que les falta una pila. Si eso sucede, te volverás importante para ellos, empezarán a buscarte con más esmero y, mientras te buscan, a ti te trasladarán a Dónde-lo-habré-metido, que es la ciudad de al lado. En Dónde-lo-habré-metido tendrías tu propia casita, ¡a lo mejor incluso con jardín! Pero si acabáis quedándoos en Desechables para siempre, amigos, ¡espero que me ayudéis a hacer de esta ciudad la más animada del Mundo de las Cosas Perdidas!

Inmediatamente, Jack se dio cuenta de que Dito debía de estar en Dóndelo- habré-metido. ¡Tenían que salir de Desechables cuanto antes y dirigirse a la otra ciudad! —Vale, vamos a buscaros a todos una cama para pasar la noche —dijeron las gafas—. Me temo que algunos tendréis que compartir habitación porque ahora mismo estamos un poco apretujados en Desechables.

—¡Yo sí que estoy apretujada! —dijo una voz resonante y sofocada.

Todos miraron alrededor para ver quién había hablado, pero no vieron a nadie más en la cantina.

—¿Eres tú, Respirina? —preguntaron las gafas, y miraron hacia la fiambrera, que parecía muy abochornada.

—¡Sí! —respondió aquella voz resonante, y entonces Jack se dio cuenta de que salía de dentro de la fiambrera de hojalata—. ¿No puedo salir un ratito? ¡Por favor! ¡Aquí dentro está muy oscuro y huele que apesta a sándwich de huevo! —¡No! —gritaron las tijeras desde la barra—. ¡No te muevas de ahí! Las Cosas que se pierden dentro de otras Cosas deben quedarse perdidas dentro de las Cosas que se perdieron. ¡Eso es lo que manda la ley! Jack miró al cerdito de Navidad, pero le pareció que él tampoco había entendido nada.

—¡Es que esto es horrible! —gimoteó la voz.

—¡No será eterno! —le dijo la fiambrera a su barriga.

—¡Ja! —dijeron las tijeras con una sonrisa cruel—. No te engañes: seguramente ahora mismo hay una fiambrera nueva esperando a tu dueña al pie del árbol de Navidad. Ya me la imagino: rosa, con unicornios en la tapa… ¿Crees que esa niña se va a tomar la molestia de buscar una vieja fiambrera de hojalata como tú después de ver otra nueva, preciosa y de plástico? La fiambrera, entre sollozos, bajó de las dos sillas y, dando saltos, empezó a subir la escalera hacia los dormitorios mientras la voz jadeante que salía de su interior decía: —¡Ay! ¡Ay! ¡No des estos bandazos! —Eso ha sido un poco cruel, Tijeras —dijeron las gafas en voz baja.

—¿Cruel? —repusieron las tijeras con desdén—. Pero si es la verdad. Las Cosas necesitan saber cuál es su sitio. Es la única forma de no tener problemas.

Echaron las últimas gotas de lubricante sobre el tornillo que mantenía las dos hojas juntas y, caminando sobre sus afiladas puntas, salieron muy ofendidas a la calle, donde seguía nevando.

Las gafas suspiraron y se pusieron a decirle a cada cosa en qué habitación le tocaba dormir. Una a una, las cosas subieron la escalera y, al final, sólo quedaron Jack y el cerdito de Navidad.

Las gafas se fijaron en ellos por primera vez.

—No suelen llegarnos Cosas tan nuevas como vosotros a Desechables — dijo mirando con curiosidad al cerdito de Navidad—. ¿Qué os ha pasado, Cerdito? —Bueno, nos hemos perdido juntos —dijo el cerdito de Navidad—. Nos hemos caído del bolsillo de nuestro niño.

—Qué raro que ese niño no os haya buscado, porque sois unos juguetes muy bonitos —dijo el sheriff, y se quedó mirando a Jack—. Oye, pero ¿tú qué eres? —Una figura de acción —dijo Jack—: el Niño Pijama, con el poder del sueño y la fantasía. Tengo mi propio tebeo —añadió para darse importancia.

—¿Tu propio tebeo? —dijeron las gafas, que seguían escudriñando su rostro—. Vaya, vaya, cuánta información. ¿Y los dos os caísteis del bolsillo de vuestro dueño? —Nuestro dueño es un niño muy malcriado —intervino el cerdito de Navidad—. No cuida sus juguetes porque tiene muchos. Para él, todos los cerditos de tela de toalla son iguales, y también las figuras de acción. A veces hasta lanza sus Cosas de una punta a otra de la habitación y las pisotea. — Miró de reojo a Jack, que frunció el ceño.

—¡Qué espanto! Sí, ya me han contado que hay niños así —dijeron las gafas con tristeza—. En mi época los niños tenían pocos juguetes y por eso los cuidaban mucho. En los viejos tiempos jamás habríamos visto ejemplares tan bonitos como vosotros aquí.

»Os acompañaré a vuestra habitación —añadieron las gafas—. Supongo que, como ya os conocéis, no os importará compartirla, ¿verdad? Subieron por la escalera y, a continuación, ya en el piso de arriba, recorrieron un pasillo oscuro y sin ventanas flanqueado por puertas numeradas. Cuando pasaron por delante de la puerta número 23, ésta se entreabrió y la fiambrera se asomó por la rendija.

—¿Ya me han reajustado? —preguntó en voz baja.

—Me temo que no, Merienda —dijeron las gafas—. Normalmente a estas horas ya nos han notificado todos los reajustes del día.

La fiambrera suspiró y volvió a cerrar la puerta.

—Pobrecilla —dijeron las gafas mientras seguían caminando por el pasillo—, le está costando mucho asimilarlo.

Sheriff Gaff —dijo Jack de pronto. Tenía que asegurarse de que Dito no estaba allí, así que ignoró la mirada de advertencia que le lanzó el cerdito de Navidad—, ¿ha visto a otro cerdito de tela de toalla aquí, en Desechables? Es más o menos igual de alto que éste, pero tiene las orejas torcidas y botones en lugar de ojos.

—¿Un cerdito con botones en lugar de ojos y las orejas torcidas? — preguntaron las gafas. Se detuvieron en la oscuridad y volvieron a observar a Jack—. No, hijo, no he visto a ningún cerdito que encaje con esa descripción.

Jack se llevó un disgusto, pero la verdad es que no se sorprendió mucho.

El sheriff Gaff abrió la puerta de la habitación número 20, que emitió un largo chirrido.

—Que durmáis bien, chicos —dijo.

Pero mientras cerraba la puerta miró a Jack con desconfianza.

En cuanto el sheriff Gaff hubo salido, el cerdito de Navidad le espetó a Jack: —¿Por qué le has preguntado si había visto a Dito? —¡Porque hemos venido a rescatarlo! —le contestó Jack.

—Pero ¿no ves que es obvio que no puede estar en Desechables? ¿Para qué tenías que llamar tanto la atención? ¿Y qué es ese rollo de que tienes tu propio tebeo? —añadió el cerdito de Navidad muy enfadado.

—Mira, el Niño Pijama es un nombre completamente estúpido — respondió Jack igual de enfadado—. Tiene que haber una razón para que una fábrica decida fabricar una figura de acción; de lo contrario, ¿cómo se les iba a ocurrir hacer un muñeco de plástico en pijama? —¡Pues espero que Gaff no se chive al Perdedor de que corre por aquí una figura de acción que se comporta como un niño de carne y hueso que hubiera perdido a su cerdito de tela de toalla! —exclamó el cerdito de Navidad—. Si los Ajustadores de Pérdidas empiezan a preguntarles a los otros juguetes si alguna vez han oído hablar del Niño Pijama y su tebeo, vamos a tener problemas. Hay que evitar a toda costa que sospechen de nosotros mientras preparamos un plan.

A Jack no se le ocurrió nada que replicar a ese argumento, de modo que se sentó en la cama de matrimonio, haciendo chirriar los muelles del colchón, y miró alrededor: la habitación estaba iluminada por una única vela y el papel pintado de las paredes se caía a trozos. El agujero de encontrar del techo estaba lleno de telarañas: quedaba claro que en aquella habitación hacía muchísimo tiempo que no encontraban a nadie. Mientras tanto, el cerdito de Navidad se había acercado a la ventana, que tenía el cristal rajado, y contemplaba la calle nevada.

Jack estaba demasiado preocupado por Dito para ponerse a dormir, así que al cabo de un rato se levantó y fue a la ventana con el cerdito de Navidad.

Al otro lado, en la calle oscura, caía una fuerte nevada. Las tijeras y los caballos se habían marchado.

—Cerdito de Navidad —le dijo al cerdito cuando ya llevaban mucho rato en silencio.

—¿Mmm? —repuso el cerdito de Navidad.

—¿Qué es eso de la «Vivificación»? ¿Es como ese despertar del que me has hablado antes? —Exacto —contestó el cerdito de Navidad, que seguía contemplando la calle oscura y nevada.

—¿Y sucede cuando a las Cosas se les pegan los sentimientos de los humanos? —No es exactamente que se nos peguen —le explicó el cerdito de Navidad—. Nosotros ya llevamos los sentimientos dentro. La Vivificación es lo que nos hace pasar de estar hechos de tela, bolitas y algodón para relleno, o de metal, madera o plástico, a… ser algo más. Una Cosa puede tardar años en alcanzar una Vivificación completa, pero a veces sucede de golpe. Es lo que me ha pasado a mí hoy, en la tienda de juguetes. Holly y tu abuelo estaban decidiendo qué cerdito se llevaban para regalarte y, cuando me han escogido, me he Vivificado. Y entonces he empezado a significar algo. Cuando se produce la Vivificación, comprendemos realmente cuál es nuestro cometido.

—¿Y por eso quieres pertenecerle a Holly? —le preguntó Jack—. ¿Porque ella te ha elegido? —Sí —confirmó el cerdito de Navidad después de vacilar un poco—, por eso… Pero entonces oyeron ruidos en la calle y los dos volvieron a mirar por la ventana.

—¡Viene alguien! —exclamó Jack, asustado. Vio más sombreros negros al final de la calle. ¿Habrían ido a buscar a la Cosa que estaba donde no debía? Tres Ajustadores de Pérdidas desconocidos (una maquinilla de afeitar, un cincel y una navaja) se acercaban por la calle. Cada uno conducía una especie de carro o trineo muy raro: una pantufla vieja arrastrada por un ratón de cuerda, una caja de zapatos tirada por un perro de peluche y un carro de madera con ruedas tirado por dos figurillas ornamentales: un elefante de mármol y otro de latón. En cada uno de esos tres vehículos, detrás del Ajustador de Pérdidas que lo conducía, iba montado un pasajero: un pase de autobús, una llave y un pasaporte. Jack y el cerdito de Navidad vieron que los vehículos se detenían bajo el farol que había delante de la cantina y que el sheriff Gaff salía presuroso a recibirlos.

Despacio y con mucho cuidado, el cerdito de Navidad abrió la ventana.

Chirrió un poco, pero por suerte los recién llegados hacían mucho ruido y no se enteraron, y Jack y él consiguieron oír lo que decían el sheriff Gaff y los Ajustadores de Pérdidas.

—¡Hola, amigos! —exclamó el sheriff—. ¡Hace una hora que os espero! —Nos han retrasado. Hay un puesto de control nuevo —repuso la navaja, que llevaba un sombrero negro de piel—. ¿No te has enterado? Se ve que hay algo aquí abajo que no debería estar en el Mundo de las Cosas Perdidas.

—¡Qué me dices! ¡Me tiemblan los tornillos! —se estremeció el sheriff—.

¿Cuánto tiempo hacía que eso no pasaba? —Yo ni siquiera recuerdo que haya pasado nunca —respondió la navaja —. ¿Tú has visto alguna Cosa que se comportara de forma sospechosa, Gaff? —Bueno, pues… —contestó el sheriff pensativo—. Ahora que lo dices, acabo de hablar con un par de juguetes que me han parecido un pelín raros.

Jack y el cerdito de Navidad se miraron asustados.

—Pues será mejor que llames cuanto antes a Capturas —le instó la navaja con seriedad—. Si resulta que son las Cosas que no deberían estar aquí, el Perdedor se las comerá a ellas y a ti. En fin, aquí tienes: tres ciudadanos nuevos para Desechables, recién llegados de Dónde-lo-habré-metido. ¡Eh, vosotros tres! —les gritó con muy mala educación a los pasajeros que iban sentados en los vehículos—. ¡Abajo! —Bueno, bueno —dijo el sheriff Gaff mientras el pase de autobús, la llave y el pasaporte, muy abatidos, se apeaban y se apiñaban en la calle—. No hace falta ser tan duro con ellos sólo porque acaban de reajustarlos.

—Tengo prisa —respondió la navaja—. Lo de estos tres es el caso típico: a todos los han sustituido Allí Arriba, de modo que ya no causarán más problemas. Pero tengo una orden de reajuste: tres de los tuyos. Toma.

Le entregó su lista.

—Pokey —leyeron las gafas en voz alta—. Mmm. Ya me imaginaba que no duraría mucho tiempo con nosotros. Dedos. Vaya —dijeron con tristeza—la echaremos de menos al piano. Y… ¡por mis almohadillas! ¿Merienda también? —La madre se ha dado cuenta de que el inhalador que perdió su hijita está dentro —dijo la navaja—. La niña tiene asma y la madre quiere encontrar la fiambrera como sea.

De pronto, Jack le agarró una blanda pata al cerdito de Navidad.

—¿Qué pasa? —preguntó el cerdito en voz baja.

—¡Si nos escondemos dentro de la fiambrera, nos llevarán a la siguiente ciudad! —¿Y si en el puesto de control abren la fiambrera? —volvió a preguntar el cerdito de Navidad.

—Pues… no lo sé —confesó Jack, asustado por esa posibilidad—, pero ¿y si el sheriff Gaff nos denuncia a Capturas? El cerdito de Navidad arrugó el morro, reflexionó unos segundos y entonces dijo: —De acuerdo, pero ¡déjame hablar a mí y no vuelvas a mencionar lo del tebeo! Coge esa manta de la cama —añadió—, fuera hace frío. Ya te he dicho hace un rato que tenías que abrigarte más.

—Estoy bien —le contestó Jack, pero, cuando el cerdito de Navidad se dio la vuelta, cogió la manta con disimulo antes de seguirlo.

Jack y el cerdito de Navidad salieron sigilosamente de su habitación y recorrieron el pasillo oscuro (el cerdito se sujetaba la barriga para que las bolitas de plástico de su relleno no hiciesen ruido) hasta que llegaron ante la puerta número 23. Jack llamó flojito con los nudillos y la vieja fiambrera de hojalata les abrió.

—¿Podemos entrar un momento? —le preguntó el cerdito de Navidad.

—Sí, claro —respondió la fiambrera con educación, aunque parecía sorprendida.

La habitación de la fiambrera era igual de fea y oscura que la que ellos acababan de abandonar, e incluso más pequeña. Daba a la parte trasera de la cantina, a las casuchas de madera de Desechables. Detrás del cristal de la ventana seguía nevando intensamente.

—¡Buenas noticias! —le anunció el cerdito de Navidad a la fiambrera—.

Acaban de llegar los Ajustadores. ¡Si puedes demostrar que tienes un inhalador dentro, te sacarán de Desechables! —¡Toma, pues claro que puedo demostrarlo! —exclamó la fiambrera muy contenta, y abrió su tapa. Dentro, efectivamente, había un inhalador compungido que dijo con voz fatigosa: —Si yo soy la razón por la que van a reajustarnos, ¿por qué no puedo…? Pero no terminó la pregunta porque el cerdito de Navidad acababa de meterse de un salto en la fiambrera y le había tapado la boca con sus patitas.

Jack también se metió dentro de la fiambrera. Estaban muy apretujados y olía a sándwich de huevo.

—¡Qué maleducados! —protestó la fiambrera—. ¡No podéis entrar así, sin invitación! —¡Cierra la tapa! —le ordenó el cerdito de Navidad—. ¡O les diremos que te ofreciste para llevarnos a escondidas hasta la siguiente ciudad y te abandonarán en el páramo por ayudar a unos Sobrantes! —¡Fuera! ¡Fuera! —gritó la fiambrera, y se puso a saltar para sacarlos de su interior, pero Jack y el cerdito de Navidad se agarraron con fuerza—. ¡Les diré que os habéis metido sin mi consentimiento y que me habéis obligado a llevaros a escondidas! —¡Será tu palabra contra la nuestra! —dijo el cerdito de Navidad—. Te lo advierto: si no nos ayudas, esta figura de acción romperá el inhalador, y si el inhalador está roto ¡nunca te reajustarán! ¡El Niño Pijama tiene unos dedos muy hábiles, para que te enteres! ¡Perfectos para romper Cosas! A pesar de que la idea de meterse en la fiambrera había sido suya, Jack estaba arrepentido y asustado. Le daba pena la fiambrera y no quería romper el inhalador. También estaba conmocionado por lo cruel que estaba siendo el cerdito de Navidad con aquellas pobres cosas, pero, antes de que pudiese decirlo, llamaron a la puerta.

—¿Merienda? —dijo el sheriff Gaff desde el pasillo.

La fiambrera cerró su tapa de golpe y dejó a Jack, al cerdito y al inhalador apretujados y a oscuras.

—¿Sí? —oyeron a la fiambrera decir con voz temblorosa.

—Buenas noticias. ¡Te van a reajustar! —Ah —dijo la voz amortiguada de la fiambrera—. Mmm… Estupendo.

—¿Estás bien, querida? No pareces muy contenta.

—Sí, claro que estoy contenta. Es que… te echaré de menos, sheriff.

—¡Oooh! —dijo el sheriff, emocionado—. ¡Qué tierna! Pero será mejor que te des prisa. ¡La Brigada de reajustes va con retraso! Por suerte, la tapa de la fiambrera estaba un poco combada y dejaba entrar un poquito de luz, así como aire suficiente para que Jack pudiese respirar.

Apretujados y casi a oscuras, Jack y el cerdito de Navidad sintieron cómo la fiambrera bajaba dando saltos la escalera que conducía a la cantina. Su base de hojalata hizo tanto ruido al cruzar el suelo de madera que Jack se atrevió a decirle en voz baja al cerdito de Navidad, que seguía tapándole la boca con las patitas al inhalador: —¡No hacía falta que la amenazaras así!

—¿Quieres encontrar a Dito o no? —¡Claro que sí! —contestó Jack—, pero has sido muy desagradable con ella.

—¡Y lo dice el niño que ha intentado arrancarme la cabeza! —exclamó el cerdito de Navidad.

—¡No vuelvas a empezar! ¡Ya te he pedido perdón! La fiambrera seguía dando saltos. Jack supo que habían llegado a la calle cuando oyó muy cerca la voz de la navaja: —Tú en mi carro, fiambrera, que eres la más grande. Ayúdala a subir, Cincel.

—¡No, no, ya puedo yo sola! —exclamó la fiambrera con voz aflautada.

Jack supuso que no quería que los Ajustadores de Pérdidas notaran cuánto pesaba, porque se suponía que dentro sólo había un inhalador. La fiambrera dio varios saltitos y al final consiguió subir con gran estrépito al carro de madera.

—¡Siento llegar tarde! —dijo una nueva voz—. ¡Estoy tan contenta de marcharme de aquí! Y no lo digo porque no te hayas portado bien con nosotras, Gaff. Has sido muy amable, pero me alegro de no tener que seguir compartiendo habitación con Achís, que no se ha lavado desde que llegamos.

—Pobrecillo —repuso el sheriff, apesadumbrado—. Se ha rendido. Les pasa a algunas Cosas cuando llevan años sin encontrarlas. ¡Buena suerte, Pokey! ¡Adiós, Dedos! ¡Adiós, Merienda! ¡Os echaremos de menos! —¡Hasta luego, Gaff! —gritó la navaja—. ¡Acuérdate de llamar a Capturas para decirles lo de esos juguetes! El carro de madera se puso en marcha. Jack oía las pisadas de los dos pesados elefantes que hacían crujir la nieve, el zumbido de la cuerda del ratón y el ladrido ocasional del perro de peluche.

—Ahora te voy a soltar —le dijo el cerdito de Navidad al inhalador—, pero si gritas o nos delatas me encargaré de que te arrojen al páramo con nosotros.

El inhalador lanzó una nubecita, que debía de ser su forma de mostrarse de acuerdo, y el cerdito de Navidad lo soltó. Entonces tomó una gran bocanada de aire y, casi sin voz, susurró: —Sois los dos muy groseros y muy antipáticos, pero me alegro de ver algo que no sea el interior vacío de esta fiambrera, así que… hola y bienvenidos.

Los tres vehículos siguieron adelante durante al menos una hora. Jack estaba empezando a hartarse del olor a sándwich de huevo cuando oyeron una voz un poco más allá: —¡ALTO! El carro de madera se detuvo aparatosamente. Jack y el cerdito de Navidad se miraron y, por la expresión de los ojitos negros de plástico del cerdito, Jack dedujo que él también tenía miedo.

—¡Documentos! —pidió una voz áspera.

Oyeron ruido de papeles.

—Pokey, una carta de Pokémon. Su dueño se ha dado cuenta de que podría tener algún valor. Comprobado —dijo aquella voz cruel—. Dedos, un guante de jardinería. Su dueña no encuentra otro nuevo que sea igual de cómodo. Comprobado. Merienda, una fiambrera. La dueña se ha acordado de que dentro hay un inhalador.

Se oyó un fuerte golpe dentro de la fiambrera, que gritó de dolor.

—¿Estás ahí dentro, inhalador? —gruñó la voz.

—¡Sí! —contestó el inhalador.

—Comprobado —dijo la voz—. De acuerdo, podéis continuar. Pero presta mucha atención, Navaja: estamos en alerta máxima. Supongo que ya te has enterado de que hay algo Aquí Abajo que está donde no debería, ¿verdad? —Sí. ¿Tenemos alguna descripción? —preguntó la navaja.

—Todavía no —le contestó la voz cruel—, pero nunca había visto al Perdedor tan enfadado.

—¡¿Lo has visto?! —exclamó la navaja con aprensión.

—Ya lo creo —respondió la voz cruel—. Y me ha dicho: «La noche de los milagros y los casos perdidos no durará eternamente. Cuando haya terminado… “¡Papel, papel, el que se lo encuentra es para él!”».

—¿Qué significa eso? —preguntó la navaja.

—Ni idea —gruñó la voz cruel—. Pero vigila por si ves a alguien actuar de forma sospechosa.

Acto seguido, el carro de madera se puso de nuevo en marcha.

—¡Me ha abollado! —protestó Merienda.

—Mira, el Martillo es así —repuso la navaja—. ¡Si puede pegar, pega! — Subió la voz para dirigirse a los tres pasajeros—: Si queréis, podéis poneros cómodos y dormir. Nos queda mucho camino por delante.

Entonces el carro empezó a subir por una cuesta y Jack se vio empujado hacia la parte de atrás de la fiambrera. Consiguió acurrucarse en un rincón, se envolvió en la manta que se había llevado de Desechables y apoyó la cara en la blanda cabeza del cerdito de Navidad. No era lo mismo que acurrucarse con Dito, desde luego, pero al menos era más cómodo que apoyarse en la fría pared de hojalata de aquella fiambrera vieja.

Jack dio una sacudida y se despertó. Notó que algo blando lo tocaba y al cabo de un momento se dio cuenta de que era la pata del cerdito de Navidad. El carro continuaba avanzando. Por la rendija de la tapa de Merienda se colaba un rayo de luz. El inhalador seguía profundamente dormido y silbaba al respirar.

—¡Tenemos que saltar! —le susurró el cerdito de Navidad—. La Navaja acaba de anunciar que estamos a punto de llegar a Dónde-lo-habré-metido, ¡hay que salir de Merienda y saltar de la trasera del carro! —¿Y si nos ven? —Pues entonces tendremos que correr tanto como podamos. ¿Preparado? —Vale —dijo Jack con un hilo de voz. De pronto estaba muy asustado.

—¿Estás despierta, Merienda? —preguntó el cerdito de Navidad, dándole a una pared con el codo.

—Sí —contestó ella.

—Déjanos salir, por favor, y no lo olvides: ¡si le dices a alguien que nos has visto, le diremos que tú nos has ayudado! La tapa de Merienda hizo «clic» al abrirse. El cerdito de Navidad se sujetó la barriga para que el ruido de su relleno de bolitas no los delatara. Entonces salió de la fiambrera, seguido de Jack. El inhalador se quedó dentro.

Afortunadamente, el carro de madera era el último de la caravana de vehículos, y como la navaja, que conducía, les daba la espalda, nadie los vio salir de la fiambrera pese a que ya brillaba el sol.

—¡Ya sé que no querías ayudarnos, pero gracias de todas formas, Merienda! —dijo el cerdito de Navidad en voz baja, y le dio unas palmaditas en la tapa.

—Has sido muy grosero —le contestó la fiambrera—, pero espero que el Perdedor no os encuentre. ¡Buena suerte! Despacio y con cuidado, Jack y el cerdito de Navidad se descolgaron de la trasera del carro, cayeron sobre la blanda nieve y echaron a correr para esconderse detrás de unos abetos que había al borde del camino.

Jack miró alrededor y vio que el carro los había llevado hasta la cima de una montaña desde donde se contemplaba el extenso Páramo de los Baladís.

Dedujo que el Perdedor ya se había comido a los últimos recién llegados, a menos que aquellas pobres cosas estuviesen ocultas entre las matas de cardos.

Volvió la cabeza y vio entrar a los tres carros en la ciudad, construida precisamente en aquella cima. Cerca de donde se habían escondido había un letrero cuya reluciente pintura brillaba al sol; decía: BIENVENIDOS A DÓNDE-LO-HABRÉ-METIDO —Esperaremos hasta que se hayan perdido de vista —decidió el cerdito de Navidad—. Entonces entraremos en la ciudad y buscaremos a algún juguete que haya conocido a Dito.

En cuanto los carros desaparecieron, subieron por el camino y llegaron a Dónde-lo-habré-metido.

Aquella otra ciudad no tenía nada que ver con Desechables: allí todo estaba limpio y bien cuidado. Las casas, con el tejado cubierto de nieve, eran tan pulcras, acogedoras y bonitas que parecían hechas de pan de jengibre, y cada una tenía la puerta principal pintada de un color diferente. Habían barrido la nieve de las calles y los abetos estaban adornados con guirnaldas de luces multicolores.

Pese a estar temblando de frío con su pijama, Jack se sintió más animado.

Se imaginó a Dito viviendo en uno de aquellos chalets. Desde luego, aquella ciudad sí que parecía un sitio a donde iban las cosas que tenían dueños que las querían.

—Vamos a probar por aquí —propuso el cerdito de Navidad, y señaló una callejuela.

Sin duda, era la ciudad más bonita que Jack había visto jamás. A través de las ventanas salpicadas de nieve de las casas vio chimeneas encendidas y relojes de cuco, gruesas alfombras y mullidos sillones. Las cosas con las que se cruzaron (una corbata de uniforme escolar y unas cuantas libretas de ejercicios; una pluma estilográfica y un botón viejo) parecían mucho más alegres que las que habían visto en Desechables. Jack estaba convencido de que aquellas cosas debían de tener valor Allí Arriba, en el Mundo de los Vivos, porque de otra manera no las habrían enviado a vivir a un sitio tan agradable. Sin embargo, no veía ningún juguete.

Finalmente vio una pieza de ajedrez negra que hablaba con una agenda grande y anticuada con rosas estampadas en la tapa.

—¡Vamos a preguntarle a esa pieza de ajedrez si ha visto a Dito! —le propuso al cerdito de Navidad.

—Mmm. No estoy seguro. Una pieza de ajedrez no es exactamente un juguete.

—Es la Cosa más parecida a un juguete que hemos visto hasta ahora — repuso Jack.

—Bueno, vale —cedió el cerdito de Navidad—, pero no… —«No menciones que tienes un tebeo». ¡Tranquilo, ya lo sé! Se escondieron en un portal y esperaron a que la pieza de ajedrez y la agenda terminaran de hablar.

—… dentro de cinco minutos, ¿de acuerdo, señor Caballo? —iba diciendo la agenda, y su voz aflautada resonaba hasta el final de la calle—. ¡No sea usted rebelde, señor Caballo! ¡No pienso permitir que se salte otro! El tour empezará en la plaza mayor: nos vemos allí, ¡no aceptaré un no por respuesta! Acabaremos en el ayuntamiento, donde el alcalde ha tenido la amabilidad de ofrecernos una visita guiada. Dentro de cinco minutos, señor Caballo, ¡no se olvide o me enfadaré mucho! La agenda se marchó riendo y dejó sola a la pieza de ajedrez, que empezó a alejarse en la dirección opuesta dando saltitos. Iba tan deprisa que Jack y el cerdito de Navidad tuvieron que correr para alcanzarla.

—¡Perdone! —dijo Jack.

—¿Sí? —La pieza de ajedrez se detuvo. Su parte superior tenía forma de cabeza de caballo.

—¿Ha visto a un cerdito de juguete? —preguntó Jack—. Es más o menos del mismo tamaño que éste, pero está más descolorido, tiene las orejas torcidas y botones en vez de ojos.

—No, no he visto a ningún cerdito así. En Dónde-lo-habré-metido no hay muchos juguetes. Y ahora, os ruego que me disculpéis: estoy intentando escaquearme de otro de los tours de doña Rosita.

Dicho eso, dio un pequeño relincho y se puso de nuevo a dar saltitos; se metió en uno de aquellos chalets con el tejado cubierto de nieve y cerró de un portazo.

Jack se quedó muy apenado al oír que en Dónde-lo-habré-metido no había muchos juguetes. Entonces, ¿adónde podían haber enviado a Dito? Todavía no se lo había preguntado al cerdito de Navidad cuando un fuerte silbido los sobresaltó. Jack temió que aquel silbido fuese algún tipo de alarma para alertar a los ciudadanos de Dónde-lo-habré-metido de que alguna cosa estaba donde no debía estar. Sin embargo, después del silbido oyeron el sonido inconfundible de una locomotora de vapor aproximándose.

—Interesante —murmuró el cerdito de Navidad, arrugando el morro—.

¿De dónde vendrá ese tren? Vamos a echar un vistazo.

Fueron a toda prisa hacia el origen de aquellos ruidos y llegaron justo a tiempo para ver entrar el tren en la pequeña estación que había en el centro de la ciudad. Era azul marino y dorado. Cuando se detuvo, resoplando y envuelto en una nube de vapor, se abrieron las puertas y por ellas salieron varias cosas, incluidos un reloj de pulsera de oro, una taza de plata y una medalla de bronce colgada de una cinta deshilachada.

—Mira, es ella otra vez —dijo el cerdito de Navidad señalando con una pata—. Es la misma agenda.

Y, en efecto, allí estaba, con sus tapas con estampado de rosas, agitando sus hojas escritas a mano para despejar el vapor de tren.

Entonces la agenda habló a voz en grito, igual que antes:

—¡Es maravilloso veros a todas! ¡Habéis tenido suerte! ¡Llegáis justo a tiempo para uniros a uno de los famosos tours de doña Rosita! ¡Hoy es un día maravilloso para aprenderlo todo sobre Dónde-lo-habré-metido! ¡Seguidme, seguidme! Jack se dio cuenta de que las cosas creían que tenían que obedecer a doña Rosita aunque no llevara la gorra de plato de los Ajustadores de Pérdidas, por eso la seguían sin rechistar.

—Deberíamos unirnos a ese grupo e intentar averiguar de dónde ha salido ese tren —sugirió el cerdito de Navidad—. Pero seamos prudentes: no me fío nada de esa agenda.

Así que siguieron a doña Rosita y a las cosas que acababan de apearse del tren hasta una placita donde otra serie de cosas estaba esperando a que comenzara la visita guiada. Jack vio a la carta de Pokémon, a Dedos y a Merienda entre ellas: parecían muy contentas ahora que habían visto lo bonita que era la ciudad donde les había tocado vivir.

—¡Dejad que me presente! —gritó doña Rosita, y, haciendo susurrar sus hojas, avanzó hasta colocarse delante de aquella muchedumbre—. ¡Mi nombre completo es Agenda Telefónica, pero podéis llamarme doña Rosita! ¡Como residente veterana de Dónde-lo-habré-metido, así como amiga íntima de nuestro querido alcalde, tengo el placer de dirigir estos pequeños tours con los que contribuyo a que todo el mundo se sienta como en su casa! ¡Seguidme, por favor, y si tenéis alguna pregunta no dudéis en hacérmela! Echó a andar a buen paso por otra calle y todos la siguieron. Jack y el cerdito de Navidad se encontraron de pronto andando al lado del reloj de oro que acababan de ver apearse del tren.

—¿Acabáis de llegar? —les preguntó el reloj, que caminaba contoneándose.

—Sí —respondió el cerdito de Navidad.

—En el tren no os he visto.

—No —explicó el cerdito de Navidad—, es que nos han reajustado desde Desechables.

—Ah —repuso el reloj—, eso lo explica todo.

Jack vio que el reloj de pulsera tenía unas palabras grabadas en el dorso: «Para Bob, con amor, Betty».

—¿Estás leyendo mi inscripción? —le preguntó el reloj.

—Esto… —contestó Jack un poco cortado porque no sabía si era de mala educación leer la inscripción de una cosa.

El reloj de pulsera suspiró.

—Bueno, Betty y Bob ya no se quieren, eso está claro. En cuanto me dijeron que me iban a reajustar, pensé: «Se han separado». Soy de oro macizo y Bob se llevó un gran disgusto cuando me perdió, pero algo debe de haber cambiado Allí Arriba. Es evidente que ya no me echa de menos tanto como al principio o no me habrían hecho salir de… —¡Los del fondo: silencio! —gritó doña Rosita—. ¡Os vais a perder mis explicaciones! Bien, estamos pasando por delante de un chalet muy bonito, uno de los mejores de la ciudad, ¡y da la casualidad de que es el mío! —siguió diciendo, y soltó una carcajada—. Y aquí, a nuestra izquierda, está la residencia de un encantador punto de libro bañado en plata. ¡Es muy importante tener vecinos cultos y educados! ¡El anterior ocupante era un mugriento horario escolar! —añadió, estremeciéndose—. ¡No sabéis la mala impresión que les causaba a los recién llegados! »Bueno, para los que venís directamente de Extraviadas —continuó mientras doblaban una esquina—, debo explicaros que en el Mundo de las Cosas Perdidas hay dos ciudades: Desechables y Dónde-lo-habré-metido.

Las manecillas del reloj de pulsera se fruncieron al oír eso, dándole a su esfera una expresión de desconcierto.

—Perdone, señora —le gritó a doña Rosita desde el fondo—, me parece que está usted mal informada: a la Medalla, a la Copa y a mí nos han traído aquí desde… —¡En el Mundo de las Cosas Perdidas sólo hay dos ciudades! —gritó Doña Rosita. Paró en seco y se volvió hacia el grupo, cuyos miembros se habían detenido tan bruscamente que algunos chocaron contra otros. La taza de plata tropezó y se cayó, y unos mitones peludos tuvieron que ayudarla a levantarse—. ¡Sólo dos ciudades! —repitió Doña Rosita, mirándolas a todas amenazadoramente—. ¡Una para las Cosas buenas y otra para las malas! ¡Desechables es para los objetos sin valor, esos que son fáciles de sustituir y cuya pérdida pasa desapercibida en el Mundo de los Vivos! Dónde-lo-habrémetido, en cambio, es para las Cosas especiales. Todas las Cosas de Dóndelo- habré-metido les causamos a nuestros dueños una gran preocupación cuando nos perdimos. Somos valiosas. Somos importantes. ¡Yo, por ejemplo —continuó—, pertenecí a una dama de Allí Arriba durante cincuenta años! Esa dama escribía el nombre, la dirección y el número de teléfono de sus familiares y amigos dentro de mí. ¡Yo era el único sitio donde aquella dama guardaba esa información tan importante! —Pasó sus páginas para que todos vieran la enmarañada caligrafía de su antigua dueña—. ¡Imaginaos los problemas que tuvo cuando me perdió!

Pero en lugar de adoptar un gesto triste se puso a reír a carcajadas.

—¡Dito no puede estar aquí! —le dijo Jack en voz baja al cerdito de Navidad—. ¡Este sitio está destinado a las Cosas que se alegran de haber entristecido a sus dueños! De pronto, alguien le habló al oído a Jack y le hizo dar un respingo.

Te suplico que escuches mi opinión discrepante: »no todas somos como esa bruja repugnante.

Jack se dio la vuelta: una hoja de papel manoseada y con dos ojos y una boca garabateados en la parte superior se había unido al tour.

Cuando se pusieron de nuevo en marcha, le preguntó a la hoja: —¿Y tú quién eres? —Me llamo Poesía, ¿ves todas estas líneas? Se desplegó un poco para enseñarle las palabras que tenía escritas.

Y como estoy en verso, sólo converso en rimas.

—Ah —dijo Jack—, ¿y tú también acabas de llegar? —Ah, no, yo llevo aquí casi una eternidad, »pero hoy me ha apetecido unirme a vuestro grupo.

»Lo voy a pagar caro, puedes estar seguro: »esa vieja me odia una barbaridad.

—¿Y por qué te odia? —le preguntó Jack.

Porque es tremendamente hipócrita y taimada, »y, como yo no temo decirlo, estoy vedada.

Y en efecto, justo en ese momento doña Rosita, que acababa de detenerse ante un edificio con una pequeña torre del reloj y una puerta de doble hoja de madera pulida, se volvió una vez más hacia el grupo y enseguida descubrió a Poesía escondida al fondo.

—¡Poesía! —gritó—. ¡Vete, querida! ¡Ya te dijo el alcalde que no podías venir a mis tours! —¡Siento entrometerme, ya no me acordaba! —dijo Poesía, mirando a Jack y sonriendo.

»¡Adiós, querida Rosa, serás muy añorada! Poesía dejó que se la llevara el viento. Doña Rosita volvió a dibujar una amplia sonrisa en su tapa floreada y dijo: —Un consejo para los recién llegados: evitad a Poesía. Está loca, completamente loca. ¡Y vive con otra Cosa que está aún más loca! Llevo tiempo intentando que las reajusten a Desechables, pero de momento no he tenido éxito. Bueno, voy a llamar a la puerta del ayuntamiento y, si tenemos suerte, nuestro querido alcalde nos enseñará… Pero, antes de que pudiese llamar con los nudillos, un rallador de queso de cuatro caras salió bruscamente por la puerta y estuvo a punto de tirarla al suelo. Llevaba un elegante tricornio negro de alcalde y tras él iban varios Ajustadores de Pérdidas un poco distintos de los demás. Todos llevaban un pasamontañas negro con la clásica «P» en la frente. Pese a que les tapaba la cara casi por completo, no era muy difícil distinguir de qué cosas se trataba: una era un catalejo; otra, una red; y la tercera, una enorme bota con clavos.

—¡Oh, no! —susurró el cerdito de Navidad—. ¡Es la Brigada de Capturas! —¡Tenemos problemas! —bramó el alcalde, que enarbolaba una hoja de papel—. ¡Los rumores eran ciertos! ¡Hay algo Aquí Abajo que está donde no debería! ¡Acabo de recibir una descripción: un cerdito de tela de toalla y una figura de acción que va en pijama!

En cuanto el alcalde terminó de pronunciar la palabra «pijama», el cerdito de Navidad agarró a Jack por un brazo, tiró de él y ambos se metieron por un callejón. Como no había ningún otro sitio donde esconderse, el cerdito de Navidad levantó la tapa de un brillante cubo de basura de plata con el escudo de armas del alcalde y Jack y él se metieron dentro y volvieron a tapar rápidamente el cubo. Jack tenía tanto miedo que tardó un momento en darse cuenta de lo limpio que estaba aquel cubo de basura vacío: por lo visto, en Dónde-lo-habré-metido limpiaban regularmente hasta el interior de los cubos de basura.

—¡Calma, calma! —oyeron gritar al alcalde porque, tras su anuncio, la multitud se había alborotado mucho. Cuando las cosas volvieron a callarse, el alcalde continuó—: ¡Y ahora escuchadme! ¡Ese cerdito y ese muñeco articulado están incumpliendo la ley, y cuando se incumple la ley el Perdedor tiene una excusa para incumplirla también él! ¡Hoy hace exactamente diez años que el Perdedor entró como un huracán en Dónde-lo-habré-metido pateando las fachadas de las casas y levantando los tejados, y eso no volverá a pasar mientras yo sea alcalde! —¿Po-por qué vino la última vez? —tartamudeó una voz que Jack reconoció enseguida: era la de Merienda.

—¡Porque la anterior alcaldesa incumplió la ley! —gritó el rallador de queso—. ¡La alcaldesa Tijeras Dentadas, así se llamaba! Le daban pena los Sobrantes y decidió permitir que algunos huyeran del páramo y se escondieran en nuestros desvanes. El Perdedor se enteró, vino corriendo y se puso a destrozar nuestras casas. ¡Recogió a todos los Sobrantes y se los comió, y también se zampó unas cuantas Cosas que no habían hecho nada malo! Por último, agarró a Tijeras Dentadas y se la llevó a su guarida. ¡Ella no paraba de gritar por el camino, y nadie ha vuelto a verla! ¡Entonces me nombraron alcalde —bramó el rallador de queso—, y desde entonces siempre se ha respetado la ley! Una vez por semana, los Ajustadores de Pérdidas y yo hacemos una minuciosa redada por la ciudad para asegurarnos de que no haya ninguna Cosa que no deba estar aquí. Y ahora cada uno a su casa, sin entretenerse. Doña Rosita os dirá a los recién llegados qué casa os corresponde, y tendréis que quedaros dentro hasta que yo declare el fin de la alerta.

Jack y el cerdito de Navidad siguieron apretujados en el cubo de basura, donde había muy poco sitio, y oyeron dispersarse a la multitud.

—¿Y si el reloj de pulsera les dice que nos ha visto? —dijo Jack—. O Poesía, o Merienda.

—Entonces estaremos en apuros —repuso el cerdito de Navidad—. Pero a mí todas esas Cosas me han parecido buenas. Espero que no digan nada.

Al cabo de unos minutos dejó de oírse el ruido de pasos de las cosas que se dirigían a sus casas, ya sólo se oían las voces del alcalde y de la Brigada de Capturas.

—No serán tan estúpidos como para venir al centro de la ciudad —dijo el alcalde con seguridad—. Propongo que nos separemos y vayamos de fuera hacia dentro.

La Brigada de Capturas aprobó la sugerencia. Jack y el cerdito de Navidad los oyeron alejarse y llamar a otros Ajustadores de Pérdidas para que fueran a ayudarlos. La voz más potente era la de la bota con clavos, que además hacía un ruido metálico amenazador cada vez que daba un paso.

—Esa bota se llama Triturador —le dijo el cerdito de Navidad a Jack al oído—. Me habló de ella un calcetín tuyo. Es uno de los Ajustadores favoritos del Perdedor. Tiene permiso para pisotear a todas las Cosas que atrape. Y después, aunque las encuentren, ya están tan rotas que no sirven para nada.

Jack habría preferido que el cerdito de Navidad no se lo hubiera contado.

—¿Has oído lo que ha empezado a decir ese reloj de pulsera antes de que doña Rosita lo interrumpiera? —continuó el cerdito de Navidad.

—Sí —respondió Jack—: que venía de una tercera ciudad.

—Y tiene lógica —dijo el cerdito de Navidad— porque…

—¡En Extraviadas había tres puertas! —Exacto.

—¡Entonces, Dito debe de estar en esa otra ciudad! —exclamó Jack.

—Sí, seguro —coincidió el cerdito de Navidad—. Mira, creo que lo mejor que podemos hacer es intentar colarnos en el tren, escondernos y dejar que nos lleve a esa otra ciudad. Pero esperaremos a que anochezca. Si salimos de aquí ahora, nos arriesgamos demasiado.

Así pues, esperaron a que cayera la noche.

Y por fin, cuando les pareció que fuera estaba lo suficientemente oscuro, intentaron salir del cubo de basura, pero llevaban tanto rato allí metidos que se habían quedado encajados. Tras mucho retorcerse, Jack consiguió salir, y entonces tuvo que tirar con todas sus fuerzas de las patas del cerdito de Navidad para liberarlo. Al final se cayeron los dos sobre un montón de nieve, el cerdito de Navidad encima de Jack.

—Gracias —dijo el cerdito de Navidad jadeando—. Y perdona. Las bolitas de mi tripa se habían quedado apelmazadas.

—No pasa nada —contestó Jack, que volvía a estar empapado y a tener frío. Se levantó, se sacudió la nieve y se dirigieron los dos con sigilo hacia la estación, procurando caminar siempre por los sitios más oscuros.

De repente, al poco rato de ponerse en marcha, la atronadora voz del alcalde salió por unos altavoces que había en todas las esquinas. «¡Atención, Cosas! ¡Atención, Cosas! ¡Creemos que los dos Sobrantes, el cerdito y la figura de acción, se han dirigido al centro de la ciudad al amparo de la oscuridad! ¡Echad el cerrojo de las puertas! ¡Cerrad bien las ventanas! ¡Cualquiera que ayude a los Sobrantes será entregado al Perdedor!».

Allá donde miraran, Jack y el cerdito de Navidad veían apagarse los rectángulos de luz al correrse las cortinas de las ventanas, y oían el ruido metálico de cientos de cerrojos. Cuando el rallador de queso terminó de repetir su advertencia, un silencio estremecedor había descendido sobre Dónde-lo-habré-metido. De pronto, las cosas que vivían en la ciudad no se atrevían a hablar ni siquiera dentro de sus casas.

Siguieron caminando sigilosamente hacia la estación. Jack, que temblaba de frío y echaba nubes de vaho al respirar, se dio cuenta de que se había olvidado la manta en el cubo de basura del alcalde, pero lo único que le importaba era salir de Dónde-lo-habré-metido, que ya no parecía una ciudad bonita y hospitalaria, sino todo lo contrario.

Vieron la estación al otro lado de la calle y justo entonces oyeron una voz ronca por encima de sus cabezas. De un tirón, el cerdito de Navidad metió a Jack en un portal oscuro y Jack aguantó la respiración para que las nubes de vaho no los delataran.

—Vosotros cuatro, id con Catalejo a la zona oeste. Y vosotros, id con Red a registrar la zona este. Los demás, seguidme.

Jack oyó a los Ajustadores de Pérdidas partir en diferentes direcciones y, una vez más, las fuertes pisadas de Triturador, la gigantesca bota con clavos.

Cuando por fin volvió a quedar todo en silencio, Jack y el cerdito de Navidad salieron de su escondite y fueron hacia la estación.

Pero todas las esperanzas de Jack se desvanecieron: el tren de juguete ya no estaba.

—¡Oh, no! Y ahora ¿qué? —preguntó en voz baja. Le castañeteaban los dientes.

—Ahora —dijo una voz grave y amenazadora detrás de ellos—, ¡ahora ha llegado el momento de trituraros!

Jack y el cerdito de Navidad se volvieron, y Jack enseguida se dio cuenta de que Triturador, la bota con clavos, los había engañado: había hecho ruido de pasos sin moverse del sitio para hacerles creer que se había marchado. Fue hacia ellos dando saltos y pronto la tenían tan cerca que Jack alcanzó a ver que dos de sus ojetes se habían convertido en unos ojos pequeños, pero tremendamente crueles. Los clavos de la suela destellaban bajo la luz de la luna. Jack se acordó de su madre: si Triturador lo pisaba y lo destrozaba, nunca volvería a verla. Sin darse cuenta, estiró un brazo y le agarró una pata al cerdito de Navidad.

—¡Espera! —le suplicó el cerdito de Navidad a Triturador, aferrándose a la mano de Jack.

—¿A qué tengo que esperar? —preguntó la bota con desdén, y se acercó un poco más.

—¡A… lo que está a punto de pasar! —respondió el cerdito de Navidad.

—¿Y qué está a punto de pasar? —volvió a preguntar la bota.

—¡Eso… que lo cambiará todo! —contestó el cerdito de Navidad—. ¡No puedes perdértelo! Sólo tienes que esperar… —Y entonces, para gran perplejidad de Jack, un haz de luz dorada descendió súbitamente del cielo oscuro e iluminó a Triturador. La bota se quedó inmóvil un instante y luego intentó escapar de la luz, pero fue inútil: la columna dorada empezó a tirar de ella hacia arriba, hacia el Mundo de los Vivos.

—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó Jack, atónito, al cerdito de Navidad.

—¡Yo no he hecho nada! —contestó el cerdito, que estaba igual de pasmado que él—. Pero ¡a veces esperar funciona! —¡Han encontrado a Triturador! —oyeron gritar a otro Ajustador de Pérdidas en una calle cercana.

—¡Están aquí! —gritó la bota, que forcejeaba con rabia tratando de huir de la columna de luz por la que seguía ascendiendo sobre los tejados nevados —. ¡Están aquí, justo al lado de…! Pero los gritos de los otros Ajustadores de Pérdidas, que se habían puesto a felicitar a su viejo amigo, ahogaron su voz por completo.

—¡Enhorabuena, Triturador! —¡Te echaremos de menos, colega! —¡Que des buenas patadas, compañero! —¡Dejaos de despedidas cursis! —dijo la voz áspera del alcalde—.

¡Seguid buscando! ¡Hay que encontrar a esos Sobrantes! Jack y el cerdito de Navidad habían echado a correr por una calle oscura cuando de pronto, a su izquierda, se encendió una débil luz. Se había abierto una puerta, y una voz les dijo con apremio: —¡Deprisa, entrad! ¡Me daréis las gracias más tarde! »¡Aquí podéis esconderos!

Sin detenerse a pensar si obedecer a aquella voz era prudente o no, Jack y el cerdito de Navidad se metieron a toda velocidad por la puerta, que se cerró detrás de ellos.

—… ¡de ese espantoso alcalde! —terminó Poesía.

El recibidor de la casa estaba débilmente iluminado y los versos manuscritos de Poesía apenas se distinguían.

—No irás a entregarnos al Perdedor, ¿verdad? —preguntó Jack con un hilo de voz.

—¿Cómo iba a traicionaros? ¡Preferiría estar muerta! »¡Al veros apurados, os he abierto la puerta! —Lo siento —dijo Jack—, no era mi intención… —Te estamos muy agradecidos —aseguró el cerdito de Navidad.

Poesía sonrió.

Lo entiendo: ¡hay que ser un poco suspicaz! »Pasad y os presentaré… Siguieron a Poesía hasta un saloncito.

—… a Paripé, un buen rapaz.

Acomodada en un sillón junto a la chimenea estaba la cosa más extraña que Jack había visto en el Mundo de las Cosas Perdidas. En realidad, no habría sabido decir si se trataba de una cosa, una persona o un fantasma.

Tenía la forma y el aspecto de un adolescente (aunque con la misma estatura que Jack y el cerdito de Navidad), pero veías a través de su cuerpo porque era transparente. Llevaba varias medallas colgadas del cuello y unos labios de carmín pintados en una mejilla; iba vestido como una estrella de rock, con una cazadora negra de cuero y botas puntiagudas. En cuanto vio a Jack y al cerdito de Navidad, aquella cosa tan rara se levantó de un salto y dijo: —¡Hola! En mi antiguo colegio, mis amigos me llamaban Rebelde. Tengo una novia que vive en otra ciudad. Es guapísima y nos besamos mucho. Todas estas medallas las he ganado haciendo kárate, podría mataros ahora mismo con mis… —¡Basta ya, Paripé! ¡No nos cuentes más mentiras! —dijo Poesía con enfado.

»Estas Cosas huyen del Perdedor y sus espías.

Paripé frunció el entrecejo.

—Mira quién habla de contar mentiras. Pero ¡si tú eres completamente inventada! —La poesía no miente. ¡Tus embustes no son arte! —dijo Poesía con solemnidad. Se volvió hacia Jack y el cerdito de Navidad y añadió: »No puede evitarlo: el pobre es un tremendo farsante.

Paripé la miró con rencor y pateó el borde de la alfombra.

—Si quisiera, podría matar a alguien con mis propias manos —masculló enfurruñado—, ya lo creo.

Podéis sentaros junto al fuego y calentaros —les propuso Poesía a Jack y al cerdito de Navidad sin prestarle atención a su compañero de piso.

»Paripé y yo queremos ayudaros.

—Sois muy amables —agradeció el cerdito de Navidad.

—Es verdad —añadió Jack—, gracias.

Se sentó en el sillón que estaba más cerca de la chimenea y acercó las manos y los pies al fuego. Como estaba hecha de papel, Poesía se mantuvo apartada de las llamas, pero Paripé volvió a sentarse en su sillón y dijo: —Poesía me ha contado que os ha conocido en uno de los tours de doña Rosita. Odio a esa agenda, ¡es más mentirosa que yo! —Caramba, Paripé, esta vez no has mentido —coincidió Poesía.

»¡Hasta me cuesta creer lo que oyen mis oídos! » Según doña Rosita, sólo existen dos ciudades: »cuando la oigo desvariar, me asaltan todos los males.

—Entonces, ¿hay otra ciudad además de Desechables y Dónde-lo-habrémetido? —preguntó Jack.

¡Pues claro! ¡La que hay detrás de la puerta dorada!

»Esa agenda lo sabe, podéis estar seguros, »pero es muy vanidosa y tiene muchos humos.

»Se cree la más guapa y la más importante, »por eso niega que exista la ciudad más flamante: »la de las Añoradas, donde ella querría »haber vivido siempre, la muy engreída.

Jack y el cerdito de Navidad se miraron emocionados.

—¿La Ciudad de las Añoradas, dices? —preguntó el cerdito de Navidad.

Así es. Donde Paripé y yo teníamos nuestro hogar.

»¡Cada vez que me acuerdo me dan ganas de llorar! Y efectivamente, una lágrima brotó de los ojos de Poesía y dejó un rastro de tinta por la hoja.

—¿Y por qué ya no vivís allí? —preguntó Jack.

Poesía se acercó un poco más a la chimenea y se alisó para que pudieran ver los tachones y las correcciones que tenía por todo el cuerpo.

¡Como veis, sólo soy un torpe borrador, »una prueba imperfecta de un poeta sin nombre! »Cuando me perdió, ¡qué rabia y qué dolor! »Gritaba: “¡Necesito a mi preciosa poesía!”.

»Prometió que, sin mí, a escribir no volvería.

»Por eso me llevaron por la puerta dorada »y por eso abordé aquel tren azul marino.

»Y todos me trataban muy bien porque sabían »cuán añorada era. Pero eso no duró.

»Otra vez lo intentó mi poeta, reordenó »las palabras, las rimas, la métrica y por fin »creyó que había creado un poema aún mejor.

»Los Ajustadores aquí me trajeron, »y aquí me quedaré para siempre, pues me temo »que ahora no soy más que un objeto curioso, » puesto que mi poeta por mí ya no llora.

Mientras Poesía se enjugaba las lágrimas de tinta, Paripé suspiró y dijo: —Poesía y yo somos amigos desde que nos conocimos en la Ciudad de las Añoradas. Mi dueño era un adolescente que tuvo que cambiar de colegio.

Lejos de sus antiguos amigos se sentía solo; además, le tenía miedo a Kyle Mason, que era un matón, y por eso me creó: se inventó que sabía kárate, que tenía una novia y que en el otro colegio tenía un mote muy guay, pero los otros adolescentes pronto me calaron. Él no quería perderme: lo obligaron. Al principio, cuando me perdió, él mismo se sintió perdido. Me echaba muchísimo de menos y por eso me enviaron a la puerta dorada de Extraviadas, igual que a Poesía.

»Pero, a medida que pasaba el tiempo, cada vez me añoraba menos. Poco a poco se dio cuenta de que era mejor decir la verdad y que la gente lo aceptara tal como era. Entonces fue cuando me reajustaron y me enviaron a Dónde-lo-habré-metido. Me temo que llegará un día en que mi dueño se avergonzará de mí y entonces me echarán al Pá… —¿Qué ha sido eso? —preguntó de pronto el cerdito de Navidad interrumpiendo a Paripé. Se oían gritos y golpes que provenían de otras casas.

—Uy —dijo Paripé—. Están registrando esta calle.

—¡Tenemos que ir a la Ciudad de las Añoradas! —exclamó Jack—. Porque… —Mejor no nos lo digas, te lo puedes ahorrar —dijo Poesía.

»Así no tendremos que disimular.

—¿Tardará mucho en volver a pasar el tren? —preguntó el cerdito de Navidad.

—Varias horas —respondió Paripé—. Podríais atravesar el Páramo de los Baladís a pie, pero es muy peligroso: el Perdedor tiene su guarida allí y por la noche se dedica a cazar Sobrantes. Evidentemente —añadió, irguiéndose un poco—, si yo os acompañara, podría cargármelo a golpes de karate… —Ahora no, Paripé: estos dos van con prisa —dijo Poesía. Y, dirigiéndose a Jack y al cerdito de Navidad, añadió: »Sólo os queda un recurso: una amiga secreta »que quizá os parezca un poco majareta.

»Es valiente y leal, y a muchos ha salvado, »pues no sois los primeros Sobrantes rescatados: »hemos dado refugio a otras Cosas del páramo »que estaban agotadas y buscaban amparo, »Luego, muchas de ellas decidieron huir: »Dónde-lo-habré-metido no es lugar para vivir.

»Estamos dominados por ese horrible alcalde »cuya conducta es ruin y miserable.

» Por eso mismo os animo a confiar en mi amiga: »ella es toda bondad y una gran heroína.

—¿Cuando dices que tu amiga está «majareta»…? —preguntó Jack, preocupado.

Está un poquito loca, un poquito chiflada.

»Mas sin ella no tenéis escapatoria: o eso o nada.

—Pues entonces te lo ruego —pidió el cerdito de Navidad. El ruido de los Ajustadores de Pérdidas cada vez sonaba más fuerte y más cerca—, ¡preséntanos a tu amiga! Poesía les hizo señas para que la siguieran y los tres fueron hasta su dormitorio.

—¡Yo podría ir con vosotros y pedirle a mi novia que nos ayudara! — aseguró Paripé.

Aparta esa alfombra y abre la trampilla —le dijo Poesía a Paripé con el ceño fruncido.

»Después debes cerrarla, ya sabes cómo va.

»Si llaman a la puerta, luce tu especialidad: »¡finge que no has visto a estas Cosas perseguidas! Paripé abrió la trampilla que había debajo de la alfombra y Poesía se tiró por el agujero: era tan ligera que no podía hacerse daño al caer; Jack y el cerdito de Navidad, en cambio, bajaron por una escalerilla.

—¡Buena suerte! —les gritó Paripé—. Y lo de que tengo novia es verdad, ¡y es mucho más guapa que la de Kyle Mason! La trampilla se cerró y Jack, el cerdito de Navidad y Poesía echaron a andar por un estrecho túnel con una pendiente muy pronunciada que llegaba hasta el pie de la montaña a la que, unas horas atrás, habían subido en el carro.

—¿Quién hizo este túnel, Poesía? —preguntó el cerdito de Navidad.

Dicen que fue una cuchara de plata muy fina —dijo Poesía.

»Pero no sé si es cierto: jurarlo no podría.

»Según ella, esta ciudad a su altura no estaba, »así que por las noches con gran tesón cavaba.

»“Cuchara, no te vayas”, le rogaban sus amigos, »pero llegar a Añoradas era su único objetivo.

»Nunca entendió que aquí lo que importa no es el precio, »sino si alguna vez alguien te tuvo aprecio, »y si dejaste una huella en algún ser humano »cuando se vio obligado a soltarte la mano.

—¿Y llegó la cuchara a la Ciudad de las Añoradas? —preguntó Jack optimista.

Sí, un día apareció, por fin, al otro lado, »y sin duda lamentó su plan descabellado: »campaba el Perdedor por el páramo a sus anchas »y nunca más se supo de la pobre cuchara.

Siguieron bajando en silencio por aquel largo túnel, hasta que por fin llegaron ante una puerta que había en la roca, junto a la que colgaba una gruesa cuerda.

Ahora tocad el timbre y Brújula vendrá, »no me ha fallado nunca, ni me fallará.

El cerdito de Navidad tiró de la cuerda y al otro lado de la puerta sonaron unas campanillas. Pasados unos minutos, oyeron un ruido que hacía pensar en una rueda metálica que rodara sobre roca. El cerdito de Navidad abrió un poco la puerta y una voz afable dijo: —¿Más fugitivos, Poesía? —Te ruego los ayudes el páramo a cruzar, »amiga: sin tu ayuda, sin duda morirán.

—¡Por supuesto que los ayudaré! —contestó aquella voz alegre—. ¡Ya sabes que me encantan las aventuras! »Supongo que queréis ir a la Ciudad de las Añoradas, ¿no? Es adonde quieren ir la mayoría de las Cosas. Desde luego, es la ciudad más bonita, ¿no? —Sí, es allí adonde queremos ir —respondió el cerdito de Navidad.

—Bueno, puedo llevaros hasta las puertas —dijo la voz—, pero no puedo entrar con vosotros. ¿Será suficiente? —¡Sí, estupendo! —contestó Jack.

El cerdito de Navidad y él salieron del túnel oscuro y aparecieron al pie de la montaña, en el Páramo de los Baladís. Nevaba aún con más fuerza que antes.

—Gracias, Poesía —dijo Jack.

Entonces ella se agachó para decirle unas palabras al oído: —El Perdedor aborrece el poder de esta noche: »quedaréis aquí atrapados en cuanto den las doce.

—¿Cómo dices? —preguntó Jack, asustado.

Pero Poesía ya había cerrado la puerta.

La brújula, que hacía equilibrios sobre su borde de latón, era mucho más bajita que Jack y el cerdito de Navidad. Tenía el cristal agrietado y la aguja, en lugar de señalar al norte como debería, colgaba ligeramente torcida.

Jack estaba tan preocupado por las palabras que Poesía acababa de susurrarle que, en lugar de saludarla, miró al cerdito de Navidad y le soltó: —¡Dice Poesía que, una vez que Allí Arriba pase la medianoche, ya no podré salir del Mundo de las Cosas Perdidas! —Sí, yo también he oído ese rumor —confirmó la brújula antes de que el cerdito de Navidad pudiese contestar—. El Perdedor cree que, si impide que os encuentren antes de la medianoche, podrá quedarse con vosotros para siempre, pero no lo entiendo, porque no es así como suelen funcionar las cosas. Lo que se pierde se pierde y lo que se encuentra se encuentra, no importa cuándo.

Pero Jack tenía la desagradable sensación de que sabía por qué el Perdedor creía aquello, y cuando vio la cara que ponía el cerdito de Navidad se dio cuenta de que él también: si la Nochebuena era la única noche del año en que un niño de carne y hueso podía entrar en el Mundo de las Cosas Perdidas, seguramente también era la única noche en que ese niño podía regresar al Mundo de los Vivos. Sin embargo, Jack no dijo nada porque no quería revelarle a la brújula que era humano.

—¿Y cómo os llamáis? —preguntó la brújula mirándolos alternativamente.

—Yo soy el Cerdito de Navidad —contestó el cerdito de Navidad— y éste es el Niño Pijama: es una figura de acción.

—Mis poderes son el sueño y la fantasía —añadió Jack.

—Mmm —murmuró la brújula—, pues esta noche no vais a tener mucho ni de lo uno ni de lo otro. Dormirse es peligroso. ¡En marcha! Y, sin más preámbulo, salió rodando tan deprisa que Jack y el cerdito de Navidad tuvieron que echar a correr resbalando y derrapando por el suelo rocoso y nevado del páramo para alcanzarla. Al poco rato, Jack, que iba descalzo, ya tenía los pies doloridos de correr por aquellas rocas rasposas y frías.

—Bueno, tengo que advertiros que aquí, en el páramo, hay algunas Cosas muy raras —les dijo la brújula sin detenerse—, ¡y algunas son casi tan malas como el Perdedor! —¿En serio? —preguntó Jack, atemorizado.

—¡Ya lo creo! Veréis: a nadie le importa que esas Cosas hayan desaparecido. ¡A algunas las perdieron a propósito, y la verdad es que no se lo reprocho a sus dueños! ¡Hay Cosas que no vale la pena conservar! De pronto se detuvo, se dio la vuelta y los miró con el ceño fruncido.

—¿Qué es ese traqueteo? —Ah, soy yo —contestó el cerdito de Navidad, que se sujetaba la barriga, como solía hacer, para que no se le movieran tanto las bolitas—. Tengo la barriga rellena de bolitas de plástico.

—Pues que no se muevan tanto, ¿vale? —Lo intentaré —respondió el cerdito, y se apretó la barriga un poco más.

Reemprendieron la marcha. El borde metálico de la brújula hacía mucho ruido al rodar por el suelo rocoso y Jack pensó que era un poco injusto que regañara al cerdito de Navidad por el ruido que hacían las bolitas de su barriga. Entonces, como si le hubiera leído la mente, la brújula se volvió y les dijo: —Estar hecha de latón no es lo ideal porque el Perdedor tiene muy buen oído, pero ¡la verdad es que, cuando aparece, es muy emocionante! No os preocupéis —añadió al ver que Jack miraba al cerdito de Navidad con cara de susto—, ¡todavía no se ha comido a nadie mientras estaba conmigo! Me encanta fastidiarle las capturas, ¡me odia! —¿Cómo… te… perdieron, Brújula? —preguntó el cerdito de Navidad con voz entrecortada.

 

—Me perdió un mochilero —contestó la brújula alegremente—. De hecho, era la segunda vez que me caía de su mochila. La primera vez se me rompió el cristal y se me torció la aguja; ya no volví a funcionar muy bien, así que, cuando volvió a perderme en una selva, ni siquiera se molestó en buscarme. Ahora me estoy oxidando a los pies de un banano y dudo mucho que me encuentren. ¿Quién va a querer una brújula rota? —Pero sabes llegar a la Ciudad de las Añoradas, ¿no? —preguntó Jack.

Corría tanto que le costaba respirar y ya le había dado flato en un costado.

—Ah, sí, por eso no te preocupes —volvió a responder la brújula—, aunque es posible que demos un pequeño rodeo para no aburrirnos. Además, he encontrado nuevas formas de guiar a las Cosas desde que llegué al páramo, ¿adivinas cuáles? —No —dijo el cerdito de Navidad, que corría tanto como se lo permitían sus patas traseras.

—Me invento historias con moraleja, y también máximas. ¿Os gustaría oír alguna? —Sí, por favor —contestó Jack porque le pareció que eso era lo que la brújula quería que contestara.

—«Nornoroeste está muy bien, pero los listos van al través» —dijo la brújula con orgullo.

Jack no entendió qué quería decir aquello, así que se alegró cuando el cerdito de Navidad comentó: —Muy cierto.

—Sí, ¿verdad? —coincidió la brújula, satisfecha—. Y, si queréis, también puedo contaros una historia con moraleja.

—Ay, sí, por favor —pidió el cerdito de Navidad, que estaba casi sin aliento.

—Había una vez tres brújulas —contó la brújula—, una grande, una mediana y una pequeña. La grande se fue a escalar una montaña y la mediana se fue a navegar por el mar, pero la pequeña se cayó en un huerto. La moraleja de la historia es: «Nunca te hagas amigo de un rábano».

Jack y el cerdito de Navidad emitieron ruiditos en señal de admiración, lo que pareció complacer a la brújula. Siguieron corriendo sobre el terreno rocoso y nevado, que en algunos tramos estaba cubierto de piedras sueltas. A Jack le dolía cada vez más el costado.

El viaje se les hizo larguísimo, quizá debido al frío y la oscuridad. De vez en cuando, Jack o el cerdito de Navidad tropezaban y el otro tenía que ayudar a levantarse al que se había caído. Las horas que habían pasado durmiendo dentro de la fiambrera habían quedado muy lejos, pero Jack estaba tan asustado que casi no notaba el cansancio. De vez en cuando distinguía siluetas en la oscuridad y temía que fuesen el Perdedor o alguna de aquellas cosas raras sobre las que la brújula los había prevenido, pero cuando se acercaban descubría que sólo eran matas de cardos.

—¿Dónde está tu manta? —le preguntó el cerdito de Navidad al ver que temblaba y que sólo llevaba puesto el pijama.

—Me la he olvidado en el cubo de basura —respondió Jack—, pero estoy bien.

Si lograban atravesar el páramo sin que se los comiera el Perdedor, encontrarían a Dito. La idea de abrazar su cuerpo blandito y aspirar su peculiar olor era lo que lo animaba a seguir corriendo a pesar del frío que tenía y de lo mucho que le dolían los pies.

Entonces un gemido espeluznante resonó por el páramo.

—¿Es el Perdedor? —preguntó Jack, presa del pánico—. ¿Viene hacia aquí? ¿Nos escondemos? —No —contestó la brújula sin parar de rodar—, eso ha sido un Dolor.

—¿Un qué? —preguntó Jack.

—Un Dolor —repitió la brújula—, un Dolor humano. Como es lógico, sus dueños se alegran enormemente de librarse de los Dolores y por eso acaban aquí, en el páramo, vagando en manadas y aullando. A mí me dan mucha pena, la verdad. No creo que sea muy divertido ser un… La brújula volvió a parar en seco. Habían aparecido ante ellos dos figuras oscuras que les cerraban el paso.

Jack pensó que el contorno de aquellas figuras recordaba a una madre y su hijo, pero, como ya no se fiaba mucho de sus sentidos, se acercó más al cerdito de Navidad.

—¿Quién anda ahí? —gritó la brújula.

—¿Quiénes sois? —preguntó la voz de una chica. Parecía asustada.

De la oscuridad salió un ángel de Navidad. Era una chica. Tenía un ala muy torcida y la túnica púrpura y dorada rota. Se tapaba la cara con la mano izquierda. La acompañaba el conejito azul al que habían visto tirar por el recolector de basura de Extraviadas. Estaba más sucio que nunca y tenía el pelo apelmazado y lleno de tierra.

—¿Por qué te tapas la cara? —le preguntó la brújula con recelo.

—Porque si me la veis saldréis corriendo —contestó la angelita—. Todas las Cosas a las que se la he enseñado han huido, excepto el Conejito Azul.

—No estamos para secretos —le dijo la brújula con gravedad—. ¿Cómo sé que no eres una espía del Perdedor? La angelita se descubrió la cara. Tenía la cabeza resquebrajada, el rostro aplastado y un agujero enorme en una mejilla. Además, le faltaba un ojo.

Jack lanzó un gritito de espanto y una lágrima resbaló del único ojo que le quedaba a la angelita, que volvió a taparse la cara y rompió a llorar.

—¡Ya sé que soy muy fea! —exclamó entre sollozos—. ¡Me atacó un perro!

Pero Jack no había gritado porque lo hubiese impresionado su cara, sino porque la había reconocido: aquella túnica púrpura y dorada, aquellos rizos descascarillados, aquellas alas de plástico brillantes… ¡era la angelita de Navidad que había comprado su abuela y que Toby se había comido! Lo que no entendía era qué hacía allí, en el Mundo de las Cosas Perdidas, si el perro la había destruido.

—Estar rota no es motivo suficiente para que te envíen al Páramo de los Baladís —dijo la brújula cada vez más desconfiada—. ¡Hay muchísimas Cosas descascarilladas y resquebrajadas que siguen teniendo un gran valor para sus dueños, que no quieren perderlas de vista! —¡Yo nunca tuve ningún valor para mi familia! —respondió la angelita rota tratando de contener las lágrimas—. ¡Me escogieron a toda prisa porque las tiendas estaban abarrotadas! ¡No les gustaba ni cuando me compraron, me di cuenta enseguida! Jack se sintió tremendamente culpable. Por suerte, la angelita seguía tapándose el único ojo que le quedaba con la mano, así que no podía reconocerlo.

—Me pusieron en lo alto del árbol, pero los otros adornos eran muy antipáticos —gimoteó—. Todos lamentaban la pérdida del antiguo ángel, que era su amigo y su líder. Y entonces… entonces… —El perro derribó el árbol —dijo Jack sin pensar.

—¡Exacto! —exclamó con sorpresa la angelita rota—. ¿Cómo lo sabes? —Me lo he imaginado —se apresuró a responder Jack.

—El árbol se cayó y yo con él. Me quedé enredada entre las ramas. El perro intentó sacarme de allí, pero no pudo porque yo estaba muy enredada, así que me mordisqueó todo lo que pudo. Cuando la familia vio que el árbol se había caído y que había trozos de mi túnica y de mi cara por el suelo, creyeron que el perro me había comido entera como había hecho con el antiguo ángel. No me vieron colgada boca abajo en la parte de atrás.

Enderezaron el árbol y yo me quedé allí, perdida entre las ramas, donde nadie podía verme.

»Nadie me echa de menos, ¡no les importo! —se lamentó la angelita, y rompió a llorar de nuevo—. ¡Cuando tiren el árbol al contenedor, también me tirarán a mí! El cerdito de Navidad dio unos pasos y le puso una pata en el hombro mientras el conejito, compungido, trataba de consolarla con una caricia.

—Yo también soy un Sustituto —reveló el cerdito de Navidad—. No te preocupes, quizá tengas suerte. ¡A lo mejor te encuentran y te arreglan!—Tenemos que ponernos en marcha —intervino la brújula antes de que la angelita pudiese contestar—. Si queréis, podéis seguirnos —añadió dirigiéndose a la angelita y al conejito azul—. Si somos más, estaremos más protegidos, pero tendréis que avanzar a nuestro ritmo.

Siguieron corriendo y, al cabo de un rato, Jack vio que el conejito azul, que iba dando saltos a su lado, lo observaba con admiración.

—Perdona que te mire tanto —se justificó el conejito con timidez—, pero ¡es que estás tan nuevo y eres tan detallado! ¡Debes de haber sido muy caro! Nunca había visto nada tan bonito como tú en el páramo.

El conejito azul era un juguetito de muy mala calidad, con los ojos mal alineados y las patas delanteras cosidas de forma asimétrica.

—¿Qué eres, si no te importa que te lo pregunte? —dijo.

—Soy una figura de acción —respondió Jack—. Me llamo el Niño Pijama y mis poderes son el sueño y la fantasía. Hasta tengo mi propio tebeo — añadió porque el cerdito de Navidad estaba hablando con la angelita rota y no lo oía.

—Qué maravilla —suspiró el conejito azul. Le brillaban los ojos—. Pero ¿qué haces en el Páramo de los Baladís? Seguro que tu dueño está buscándote por todas partes.

—Es un niño muy malcriado —contestó Jack repitiendo lo que el cerdito de Navidad le había dicho al sheriff Gaff—. Tiene muchos juguetes. No se ha dado ni cuenta de que nos ha perdido.

—Qué pena —dijo el conejito azul con tristeza—. Jamás se me habría ocurrido pensar que a un juguete como tú pudiesen tratarlo tan mal. Alguien como yo no se hace muchas ilusiones, pero tú eres diferente. ¡Tu propio tebeo! ¡Eres famoso! —¿Tú no le gustabas a tu dueño? —preguntó Jack porque no quería que el conejito azul siguiera haciéndole preguntas sobre el tebeo. Si le pedía que le contara alguna aventura relacionada con sus supuestos poderes, no sabría qué contestarle porque no se le ocurría ninguna.

—No —se lamentó el conejito azul—. Me ganó en una tómbola, en la feria. Cada entrada tenía un premio. Mi dueño quería la pelota de fútbol, pero no tuvo suerte y le toqué yo. Cuando me entregaron a él, refunfuñó, me metió en un bolsillo y me llevó a su casa, pero nunca jugó conmigo. Me quedé en un estante hasta que, un día, a un amigo suyo que estaba de visita se le ocurrió lanzarme por la ventana. Fui a parar a un arriate de flores. —Se le quebró la voz—. Nadie me buscó. No le importaba a nadie. Me pasé días tirado en aquel arriate. Entonces, para colmo, se puso a llover. Tenía mucho frío y estaba empapado, pero lo único que podía hacer era quedarme allí, en el barro, y esperar.

—No lo entiendo —dijo Jack.

—Verás: me quedé atrapado entre dos mundos, ni en un sitio ni en otro — explicó el conejito azul—. Sucede a veces, cuando no está muy claro si te han tirado o te han perdido. El caso es que estaba sucio y muerto de frío, y sólo podía esperar que mi dueño se acordara de mí. Si él me daba por tirado definitivamente, yo dejaría de existir. En cambio, si creía que me había perdido, descendería al Mundo de las Cosas Perdidas. El día de Nochebuena —continuó el conejito azul—, mi dueño estaba metiendo un muñeco de peluche en una bolsa para llevárselo a casa de sus abuelos y de repente se acordó de que me había perdido, pero no le importó, ni se le ocurrió ir a buscarme. Entonces fue cuando se decidió mi destino. Caí aquí, los Ajustadores de Pérdidas me capturaron y me tiraron por el recolector de basura que va a parar en medio del páramo. Estaba solo y muy asustado, pero al cabo de un rato me encontré a la Angelita Rota. Desde entonces deambulamos juntos por el páramo. Ha sido un alivio tener a alguien que comprende cómo me siento, aunque seguro que a una Cosa como tú eso le parecerá una tontería… —No, claro que no —contestó Jack—. Yo también tenía un amigo que me comprendía, pero lo perdí y entonces todo empezó a torcerse… —El cerdito de Navidad le lanzó una mirada amenazadora y él, temiendo que volviera a regañarlo por hablar de Dito, cambió de tema—: A lo mejor te encuentra otro humano —le dijo al conejito azul.

Entre los remolinos de nieve veía espacios de oscuridad donde no brillaba ninguna estrella, y estaba seguro de que eran agujeros que comunicaban con el Mundo de los Vivos.

—Lo dudo mucho —repuso, suspirando, el conejito azul—. Mi cuerpo sigue en el jardín, cubierto de barro. Ya casi no se ve, y la familia se ha ido de viaje por Navidad: ahora no hay nadie que pueda encontrarme. Pertenezco al Perdedor, pero la Angelita Rota y yo hemos decidido que afrontaremos juntos el final, y eso me reconforta.

Jack se quedó muy apenado. Le habría gustado llevarse al conejito azul a su casa, a su dormitorio, pero empezaba a aprender las leyes del Mundo de las Cosas Perdidas y sabía que no se lo permitirían.

Entonces, antes de que ni él ni el conejito pudiesen decir nada más, empezaron a oírse fuertes ruidos en la oscuridad.

—¡Peligro! —gritó la brújula, y fue rodando hasta ellos—. ¡Permaneced muy juntos y preparaos! ¡Es la banda de los Malos Hábitos!

La brújula, Jack, el cerdito de Navidad, la angelita rota y el conejito azul se apretaron unos contra otros, espalda con espalda, mientras un enjambre de sombras negras y brillantes puntos rojos los rodeaban. Se oían risotadas y de repente empezó a notarse un desagradable olor a humo.

—¿Qué son? —preguntó Jack, muy asustado. Debía de haber muchas cosas de aquéllas: los puntos rojos brillantes parecían ojos, y las oían reír y gruñir.

—Ya os lo he dicho: ¡los Malos Hábitos! —respondió la brújula—. Tened cuidado porque muchas veces lanzan… Entonces, ¡zas!, algo enorme y viscoso la golpeó.

—¿Qué ha sido eso? —gimoteó el conejito azul.

—¡Un moco! —contestó la brújula, furiosa, y se lo quitó de encima mientras oscilaba sin moverse del sitio—. ¡Has sido tú, Hurgón, lo sé! Las cosas que los rodeaban rieron a carcajadas. Les lanzaron varios mocos gigantescos más, y Jack y los demás intentaron esquivarlos como pudieron.

¡Zas, zas, zas!, sonaban los mocos. Entonces algo duro y afilado golpeó en la cara a Jack, que gritó de dolor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el cerdito de Navidad.

—Me han lanzado algo puntiagudo —respondió Jack, y miró el objeto afilado y amarillo con forma de boomerang—. ¿Qué es? —¡Un trozo de uña de Mordiscón! —exclamó la brújula—. ¿Queréis parar? —le gritó a la banda que los rodeaba y que no paraba de reírse de ellos—. ¡O nos oirá el Perdedor y nos comerá a todos!

—¿Eres tú, Brújula? —preguntó una voz ronca—. ¿A quién intentas pasar de contrabando esta vez? Las cosas que los habían rodeado se acercaron un poco más. Jack habría preferido que hubiesen seguido escondidas porque eran aún más raras que Paripé y daban mucho más miedo.

Parecían diferentes partes del cuerpo humano. Algunas eran bocas: una mascaba chicle haciendo mucho ruido y otras fumaban unos cigarrillos apestosos que eran los que producían aquellos puntos rojos relucientes y aquel olor tan desagradable; pero también había narices, orejas, un dedo medio ensangrentado con la uña horriblemente mordisqueada, varios granos supurantes tan asquerosos que a Jack le dieron ganas de vomitar al verlos y un par de puños que saltaban en el sitio con aire amenazador, como si estuvieran impacientes por empezar a zurrar a alguien.

—¿Sigues ahí, Glotón? —le preguntó la brújula a la boca más grande—.

¡Juraste que volverías a tu casa por Navidad! ¿Qué ha pasado? ¿Tu dueño no ha querido que volvieras? —Dale tiempo, dale tiempo —respondió la boca, revelando unos dientes llenos de caries—. Ahora mismo debe de estar rodeado de dulces y bombones. Seguro que se rinde y empieza a engullirlos otra vez.

—Un momento —intervino una voz que a Jack le resultó familiar—. A vosotros dos os conozco de algo, ¿no? A Jack le dio un vuelco el corazón.

—¡Holly! —gritó, y se volvió a toda prisa.

Aunque estaba furioso con ella porque había tirado a Dito por la ventanilla del coche, nunca se había alegrado tanto de oír su voz, una voz que pertenecía a su hogar y al Mundo de los Vivos. En ese momento sólo pensó en lo cariñosa que Holly había sido al principio, cuando él se sentía insignificante y perdido.

Pero no la vio por ninguna parte: lo que tenía detrás era un puño casi de su tamaño.

—Qué raro —dijo el puño con la voz de Holly.

—¿Qué pasa, jefa? —preguntó una oreja gigantesca con picardía, y se acercó disimuladamente—. Me encanta oír cosas raras.

—Yo estoy Aquí Abajo porque tiré un cerdito de juguete como ése por la ventanilla de un coche —dijo el puño con la voz de Holly—. Y tú también me suenas de algo… —añadió dirigiéndose a Jack.

—¡Es una figura de acción! —se apresuró a decir el cerdito de Navidad—.

¡El Niño Pijama! ¡Sus poderes son el sueño y la fantasía! —¡Tiene su propio tebeo! —añadió el conejito azul.

Los malos hábitos se rieron.

—Seguro que es una birria —especuló Glotón.

—No me extraña que no les importe que se haya perdido —se burló Explotaespinillas.

—¡Mira quién habla! —dijo el cerdito de Navidad—. ¡Vuestros dueños también se alegraron de librarse de vosotros! —Holly, mi dueña, vendrá a buscarme en cualquier momento —gruñó el puño—. Soy su colega, ¿vale? Me necesita.

—¿Y por qué te necesita? —le preguntó Jack.

—Porque hago que se sienta mejor, estúpido —respondió el puño—. Su madre quiere que vaya a las Olimpiadas, pero el problema es que a ella ya no le gusta la gimnasia. Lo que quiere es estudiar música. Cree que su padre lo entendería; sin embargo, a su padre lo tiene secuestrado su nuevo hermanastro. Y yo se lo hago pagar al hermanastro, ¿me explico? Ese niño lo tiene todo: tiene… una madre encantadora y al padre de Holly, y nadie lo obliga a ganar medallas ni lo regaña si no las gana. Se merece un castigo, por eso tiré su ridículo cerdito de tela de toalla por la ventanilla del coche.

Jack estaba perplejo. Nunca se le había ocurrido pensar que Holly pudiera considerarlo afortunado.

—Lo que pasa es que ahora Holly está muy arrepentida. Se libró de mí y juró que nunca volvería a maltratar a su hermanastro, pero seguro que no cumplirá su promesa.

—Claro que no, claro que no —dijo la oreja con un tono malicioso y repugnante—. Mi dueña es igual: la pillaron leyendo el diario de su hermana y juró que no volvería a husmear ni a escuchar a escondidas, pero ¿cómo quieres que descubra más secretos? Los secretos son divertidos, son lo que más me gusta del mundo. ¿Quién quiere oír un secreto muy bueno que he oído hoy, cuando estaba fisgando por las afueras de Dónde-lo-habré-metido? Todos los malos hábitos se pusieron a chillar pidiéndole que les contara aquel secreto.

—Pues estaba sentada en un matorral, al borde del páramo… —dijo la oreja—. Es un buen sitio para oír cosas porque los Ajustadores de Pérdidas patrullan por ahí para asegurarse de que ningún Sobrante intente huir del páramo y subir a la montaña.

—¡Venga, suéltalo ya! —la apremió el puño.

—Bueno, pues estaban hablando de un par de Cosas que se han escapado —dijo Fisgona—, unas Cosas que no deberían estar Aquí Abajo, en el Mundo de las Cosas Perdidas. ¿Y sabéis qué Cosas son? —¡No! ¿Qué? —preguntaron varias bocas.

—¡Un cerdito de tela de toalla y una figura de acción! —exclamó la oreja —. Exactamente como… Pero justo entonces, ¡bum!, un fuerte estruendo resonó por el páramo. El suelo se estremeció y los malos hábitos se pusieron a gritar.

—¡Ha empezado la cacería! —gritó la brújula entusiasmada—. ¡Es el Perdedor! ¡Vosotros cuatro, no os separéis de mí! Y ahora… ¡CORRED! La brújula salió rodando a toda velocidad y los malos hábitos se dispersaron por la penumbra entre chillidos. La angelita rota y el conejito también huyeron, pero Jack estaba tan aterrorizado que no podía moverse.

La luz blanca de dos focos reflectores gigantescos descendió del cielo del páramo y barrió el suelo, iluminando a las cosas que corrían atropelladamente para huir del Perdedor. Los focos, que eran sus ojos, iban y venían por el páramo nevado conforme el Perdedor torcía su enorme cabeza hacia un lado y hacia el otro. Era tan alto que Jack oyó cómo su coronilla rozaba el altísimo cielo de madera mientras sus ojos deslumbrantes recorrían el suelo en busca de cosas que pudiera comerse.

Era difícil distinguir si se trataba de un gigante o de un robot. No tenía pies, sino dos largas puntas de acero, como si fuera una araña de dos patas.

Tenía el torso, los brazos y las piernas recubiertos de millones y millones de cosas rotas, de modo que relucía por los cuatro costados, pues estaba forrado de dientes, muelles, asas, antenas, botones, tapas y otras piezas de los objetos que había destrozado antes de comerse.

El Perdedor dio un grito espeluznante que hizo que el suelo se estremeciera y temblaran las piedras. Era un aullido de furia, pero también de angustia, como si hubiese perdido algo que apreciaba mucho y supiera que jamás lo recuperaría.

Y entonces se agachó.

Una mano enorme con dedos como vigas de acero se deslizó silbando por el páramo, atrapando a varias cosas que huían. Jack las oyó gritar cuando el Perdedor las levantó y las examinó acercándolas a la luz de sus despiadados ojos.

—¡CORRE, JACK! —gritó el cerdito de Navidad. Lo agarró por una mano y tiró de él porque el Perdedor había vuelto a encorvarse. Los dedos de acero gigantescos pasaron volando una vez más, tan cerca de donde Jack estaba plantado que alcanzó a ver las rugosas yemas de sus dedos, con trozos de cristal y de acero incrustados.

Jack dejó que el cerdito de Navidad lo arrastrara, pero tenía tanto miedo que las piernas no lo obedecían y tropezaba continuamente. Los rayos de luz de los ojos del Perdedor no paraban de moverse y lanzar destellos, y Jack pronto se mareó hasta perder el sentido de la orientación.

Estaba convencido de que en cualquier momento notaría que la gigantesca mano metálica del Perdedor lo atrapaba, lo apretujaba y lo levantaba del suelo.

—¿Dónde está Brújula? —gritó mientras el cerdito de Navidad tiraba de él.

—¡No lo sé! —repuso a gritos el cerdito de Navidad—. ¡Corre, tenemos que encontrar algún sitio donde escondernos! El Perdedor volvió a gritar y los focos de sus ojos se deslizaron tan cerca de ellos que iluminaron la punta del codo de Jack. La voz de Holly se oyó en la penumbra: —¡No, por favor! ¡No! ¡Ay! —¡Vamos! —chilló el cerdito de Navidad porque Jack se había detenido e intentaba soltarse.

—¡Holly! —gritó Jack—. ¡Ha capturado a Holly! —¡Sabes perfectamente que no era Holly, sino su mal hábito! —dijo el cerdito de Navidad, y siguió arrastrándolo con sus dos patas delanteras—.

¡Deberías alegrarte de que haya desaparecido! Pero Jack no soportaba oír aquella voz desesperada y asustada, y no reaccionó hasta que vio a la angelita rota, que corría tanto como podía un poco más allá, pero tropezaba continuamente con su túnica desgarrada y no veía bien con su único ojo.

—¡Dame la mano! —le gritó.

—¡Gracias! —exclamó la angelita.

Sin embargo, cuando le tendió a Jack la mano que le quedaba, los haces de luz de los ojos del Perdedor la encontraron. La angelita rota tropezó y el Perdedor se abalanzó sobre ella. La agarró con su enorme puño reluciente y la levantó por los aires.

—¡No podemos hacer nada! —dijo el cerdito de Navidad, tajante, al ver que Jack intentaba retroceder—. ¡Corre, Jack, corre, o los siguientes seremos nosotros!

—¡Túmbate en el suelo! —gritó el cerdito de Navidad, y arrastró a Jack detrás de una gran mata de cardos. Acurrucados en el suelo nevado, miraron entre las hojas puntiagudas. El Perdedor llevaba montones de cosas en los brazos y empezaba a alejarse de ellos haciendo temblar el suelo.

—¡La angelita! ¡Pobrecilla! —se lamentó Jack, que tenía los labios entumecidos. Pensaba que, si hubiese sido más rápido al darle la mano, quizá el Perdedor no se la habría llevado—. ¿Qué les pasa a las Cosas cuando se las lleva? ¿Qué les hace? ¡A lo mejor podemos rescatarlas! —No, no podemos rescatarlas —dijo el cerdito de Navidad—. Se las lleva a su guarida y, una vez allí, las desmonta y les sorbe la parte Vivificada.

Después, si le gusta su cuerpo, se las incrusta en la armadura.

—Pero ¿y si alguien las encontrara ahora mismo Allí Arriba? —preguntó Jack.

—Si alguien las encontrara, se salvarían —respondió el cerdito de Navidad—, pero ya nadie las busca, Jack. A nadie le importa que se hayan perdido; hasta se alegran de haberse librado de ellas. ¿A qué humano le va a interesar un ángel de Navidad destrozado? ¿A quién le va a interesar un desagradable hábito de hurgarse la nariz? —Pero cuando el Perdedor ya les ha sorbido la parte Vivificada y las ha desmontado y se las ha incrustado en la armadura, ¿qué les pasa a las Cosas Allí Arriba? —preguntó Jack—. La Angelita todavía sigue enredada en el árbol, ¿no?

—No durante mucho tiempo —contestó el cerdito de Navidad—. Cuando el Perdedor le haya sorbido la parte Vivificada, la Angelita se desvanecerá Allí Arriba. En el momento en que se come una Cosa, ya no hay vuelta atrás: esa Cosa se va para siempre. Es lo que los humanos llaman «muerte».

Jack tenía tanto frío, estaba tan cansado, tan asustado, añoraba tanto a Dito y se sentía tan culpable por lo de la angelita que ya no pudo seguir conteniendo las lágrimas y se derrumbó. Procuró no hacer ruido, pero no consiguió engañar al cerdito de Navidad, que lo abrazó con sus patitas delanteras.

—Si no nos abrazamos, nos vamos a congelar —dijo con voz ronca—.

Nos quedaremos aquí, dormiremos un poco y luego, cuando se haga de día, buscaremos alguna manera de llegar a la Ciudad de las Añoradas. ¿Qué te parece? —Pero, sin Brújula, ¿cómo vamos a encontrar el camino? —preguntó Jack.

—Todavía no lo sé —admitió el cerdito de Navidad—, pero ya se nos ocurrirá algo.

Así que Jack se acurrucó junto al cerdito de Navidad, que lo abrazó con más fuerza y, poco a poco, lo ayudó a entrar en calor. Todavía tenía miedo y se sentía desgraciado, pero al menos ya no tenía tanto frío.

—Gracias, cerdito de Navidad —dijo al cabo de un rato.

—De nada —repuso el cerdito de Navidad, sorprendido.

Tras un breve silencio, Jack comentó: —Es un nombre absurdo… —¿A qué nombre te refieres? —«El cerdito de Navidad» —dijo Jack—. Es demasiado largo. Si te hubiese conservado, yo no te habría llamado así. No es un nombre para todos los días.

—¿Y cómo me habrías llamado? —preguntó el cerdito.

Jack reflexionó un poco.

—A lo mejor… Ito —contestó—. De «cerdito».

—Ito —repitió el cerdito de Navidad—. Me gusta.

—Si quieres, puedo pedirle a Holly que te llame así —dijo Jack, y bostezó.

—¿Qué quieres decir? —Cuando te devuelva a ella.

—No lo entiendo —volvió a decir el cerdito de Navidad.

—Me hiciste prometer que, cuando regresáramos del Mundo de las Cosas Perdidas, te devolvería a Holly, ¿no te acuerdas? —Ah, sí. Claro que me acuerdo.

Se quedaron un rato callados, pero Jack sabía que el cerdito de Navidad no estaba dormido.

—Cuando volvamos a casa, seguiremos viéndonos —le dijo Jack adormilado—. A lo mejor podemos jugar todos juntos. Dito te caerá muy bien.

—Seguro que sí —contestó el cerdito de Navidad—. Al fin y al cabo, somos hermanos.

—Sí. Al principio no me daba cuenta, pero ahora veo que os parecéis mucho. ¿Crees que…? —Jack bostezó—. ¿Crees que encontraremos a Dito pronto? —Seguro que sí —respondió el cerdito de Navidad—. Siempre lo echarás de menos, de modo que debe de estar en la Ciudad de las Añoradas. Es el único sitio donde nos falta buscar.

—Sí —dijo Jack.

Estaba a punto de quedarse dormido y casi se imaginaba que era con Dito, y no con Ito, con quien estaba acurrucado. El cerdito de Navidad ya no olía a nuevo: después de estar escondido en la fiambrera y de la larga caminata por el túnel hasta el páramo, apestaba bastante.

—Me muero de ganas de ver a Dito. Se llevará una sorpresa enorme cuando sepa que he venido hasta aquí para rescatarlo, ¿verdad? —comentó Jack.

—Ya lo creo. Ningún niño había hecho esto nunca por un juguete. ¡Jamás de los jamases! Jack estaba a punto de quedarse dormido cuando volvió a oír las bolitas de relleno de la barriga del cerdito de Navidad.

—¿Viene el Perdedor? —preguntó en voz baja.

—No —respondió el cerdito de Navidad—. No te preocupes. Duerme.

A Jack le pareció oír que el cerdito se sorbía la nariz.

—¿Estás bien, Ito? —Claro que sí… Y su respuesta fue un gran alivio para Jack porque, por un instante, había creído que el cerdito de Navidad estaba llorando.

El sol empezaba a ascender por el alto techo de madera que era el cielo del Mundo de las Cosas Perdidas. Aunque sólo era un sol pintado, brillaba lo suficiente para despertar a Jack, que estaba hecho un ovillo detrás de los cardos del páramo.

Había parado de nevar, pero todavía hacía mucho frío. El Páramo de los Baladís, cubierto de nieve, se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, y en esa extensión inmensa solamente asomaban algunas matas de cardos agitadas por aquel viento gélido. No había rastro de ninguna cosa, ni siquiera del cerdito de Navidad.

Presa del pánico, Jack se puso rápidamente en pie.

—¡Ito! ¡¿Dónde estás?! —¡Tranquilo, estoy aquí! —le contestó el cerdito de Navidad, y enseguida apareció—. He encontrado una cosa, ¡ven! Jack se acercó y el cerdito de Navidad le dijo, señalando con una pata: —Mira, una vía de tren.

—¡Debe de llevar a la Ciudad de las Añoradas! —Exacto —repuso el cerdito de Navidad—. Lo malo es que, sin Brújula, no sé en qué dirección hay que ir.

Miraron a ambos lados de la vía, pero no vieron nada que indicase en qué dirección se iba a Dónde-lo-habré-metido y en cuál a la Ciudad de las Añoradas.

Entonces oyeron un ruido a sus espaldas y dieron un respingo. Volvieron la cabeza y vieron al conejito azul. Estaba más sucio que nunca, salvo en la parte del enfangado pelaje por donde las lágrimas le habían resbalado dejando surcos.

—¡Sois vosotros! —exclamó—. ¡Ay, cuánto me alegro de que el Perdedor no os haya capturado! —Abrazó primero a Jack y luego al cerdito de Navidad, manchándolos a ambos.

—Nosotros también nos alegramos de que no te haya capturado a ti —dijo Jack.

—¿Dónde está Brújula? —preguntó el conejito azul.

—No lo sabemos —respondió el cerdito de Navidad—. Rodó tan rápido hacia la oscuridad que no pudimos alcanzarla.

—¡Oh, no! —gimoteó el conejito azul—. Espero que no la haya atrapado.

Y también estoy muy preocupado por la Angelita Rota: me dijo que corriera y cuando miré atrás ya no estaba. La he buscado toda la noche. Era mi mejor amiga. ¿Vosotros la habéis visto? —No —mintió el cerdito de Navidad, y le lanzó una mirada de advertencia a Jack—. Conejito, supongo que tú no sabes adónde lleva esta vía, ¿verdad? —No, lo siento —contestó el conejito azul observando la vía del ferrocarril—. Pero voy a contaros una cosa muy rara: cuando el tren viaja en esa dirección —señaló hacia la parte del horizonte que todavía estaba oscura —, las Cosas que van dentro están muy tristes. Y cuando viaja en esa otra — añadió señalando hacia la parte del horizonte teñida de rojo y dorado, que era por donde había salido el sol pintado—, las Cosas que van dentro están muy contentas.

Jack miró al cerdito de Navidad y comprobó que estaba pensando exactamente lo mismo que él: eso sólo podía significar que, cuando las cosas viajaban hacia el este, se dirigían hacia la Ciudad de las Añoradas y no hacia Dónde-lo-habré-metido.

—Me parece que vamos a dar un paseo en esta dirección —dijo el cerdito de Navidad, y echó a andar por la vía del ferrocarril hacia el horizonte cada vez más iluminado.

—¿Os importa que vaya con vosotros? —preguntó el conejito azul.

—Por supuesto que no —respondió Jack amablemente, y el conejito los siguió dando saltos.

Caminaron durante horas por la vía del ferrocarril hacia el horizonte; más allá sólo veían el terreno rocoso cubierto de nieve y la vía que se extendía sin fin.

Jack miraba constantemente hacia arriba, escudriñando el cielo pintado. El cerdito de Navidad le había explicado que un día Allí Abajo equivalía a una hora en el Mundo de los Vivos, y no paraba de pensar en la advertencia de la poesía: tenían que salir del Mundo de las Cosas Perdidas antes de que la Nochebuena llegase a su fin. La mera idea de quedar atrapado Allí Abajo para siempre, esperando a que lo capturase el Perdedor, le daba pánico, pero estaba convencido de que, si encontraba a Dito, él lo arreglaría todo como siempre había hecho, así que siguió caminando tan deprisa como pudo por la vía del ferrocarril detrás del cerdito de Navidad.

El sol pintado en lo alto fue deslizándose por el cielo de madera y empezó a descender hacia unas nubes muy oscuras, y al poco rato comenzó a nevar otra vez.

Por fin, el cerdito de Navidad se detuvo. Se puso una pata en la frente, sobre los ojitos negros, y murmuró: —¿Tú ves eso, Jack? ¿Eso… reluciente? Jack escudriñó el horizonte. Y sí: él también vio brillar algo a lo lejos.

—¡Sí! ¿Será el mar? —preguntó.

Siguieron adelante y, poco después, vieron que tomaba forma el brumoso contorno de una hermosa ciudad amurallada. Distinguieron torrecillas y campanarios, y el tejado dorado de un edificio que parecía un palacio.

Por fin llegaron lo suficientemente cerca para ver el portal dorado de la muralla de la ciudad, que estaba decorado con los mismos grabados de enredaderas y flores que la puerta dorada de Extraviadas. Allí, la vía del ferrocarril conectaba con otra vía que llegaba desde otra dirección. Jack dedujo que aquella otra vía venía directamente de Extraviadas y que por ella viajaban las cosas que habían pasado por la puerta dorada.

El cerdito de Navidad levantó una pata a modo de advertencia.

—¡Ajustadores de Pérdidas! —dijo en voz baja.

Una daga, una lima de uñas y un cascanueces de aspecto feroz montaban guardia ante el portal de la muralla. Aquellos Ajustadores de Pérdidas llevaban el sombrero negro más bonito que Jack jamás había visto: un casco alto adornado con largas plumas negras y una «P» de oro macizo.

Jack, el cerdito de Navidad y el conejito azul se escondieron detrás de otra mata de cardos. La nieve iba acumulándose en su cabeza y sus hombros mientras contemplaban el portal e intentaban pensar en un plan.

—A lo mejor —susurró Jack—, si esperamos a que pase el tren, podemos saltar al último vagón, ¿no? —Irá demasiado rápido —respondió el cerdito de Navidad—. Nos haríamos daño.

—Un momento. ¿Estáis hablando de entrar en la ciudad? —preguntó el conejito azul, asombrado.

Jack asintió.

—Pero ¡no nos dejarán! —exclamó el conejito azul—. ¡Somos Sobrantes! ¡No podemos ir a un sitio tan bonito! ¡Allí sólo van las Cosas añoradas de verdad! —Ese portal no tiene nada de especial —dijo el cerdito de Navidad sin prestarle atención al conejito azul—. Es normal y corriente. El problema son los Ajustadores de Pérdidas: en cuanto nos vean, nos capturarán y nos entregarán al Perdedor. Necesitaríamos un señuelo.

—¿Qué pasa, queréis entrar allí para vivir en una casa muy bonita o hay alguna otra razón? —les preguntó el conejito azul.

—Hay otra razón —respondió Jack antes de que el cerdito de Navidad pudiese impedírselo—. Allí dentro está alguien a quien necesito. Se llama Dito y es mi muñeco preferido.

Jack y el conejito azul se miraron a los ojos un momento, y entonces el conejito dio un largo suspiro de sorpresa.

—Eres un niño —susurró—. Eres de carne y hueso.

—Claro que no —intervino el cerdito de Navidad, muerto de miedo—. Es una figura de acción, se llama… —No pasa nada, Cerdito —lo interrumpió el conejito azul—. Te prometo que no se lo contaré a nadie. ¿De verdad has venido hasta el Mundo de las Cosas Perdidas para rescatar a tu juguete favorito? —le preguntó a Jack, y él asintió—. Entonces, yo seré vuestro señuelo —se ofreció—. Será un honor.

Y, antes de que Jack o el cerdito de Navidad pudiesen impedírselo, el conejito azul salió de su escondite y fue brincando hasta donde estaban los Ajustadores de Pérdidas, que dejaron de desfilar y se quedaron mirándolo.

—¡Hola! —los saludó el conejito azul—. Quiero vivir en vuestra ciudad, ¿me dejáis entrar, por favor? —No digas tonterías —dijo la daga con desdén, y amenazó con pinchar al conejito azul, que se apartó un poco pero enseguida volvió a la carga.

—¡Por favor, déjame entrar! ¡Sé hacer trucos! Intentó dar una voltereta, pero se cayó de cabeza y se le chafaron las orejas. Los Ajustadores de Pérdidas se burlaron de él, ni siquiera se molestaron en echarlo de allí.

Entonces se oyeron unos fuertes golpes en lo alto. Todos miraron hacia arriba: Jack, el cerdito de Navidad, el conejito azul y los Ajustadores de Pérdidas. Parecía como si una pelota gigantesca estuviese rebotando por el alto cielo pintado. Era la primera vez que Jack oía un ruido que provenía del Mundo de los Vivos. Sobre el Páramo de los Baladís había muy pocos agujeros de encontrar, pero daba la casualidad de que había uno justo encima de donde estaban ellos.

A continuación se oyó la vocecilla de una niña a lo lejos. Tenía un acento que Jack no reconoció.

—¡Se me ha ido la pelota al otro lado del seto! ¡Está en el jardín de los vecinos! —Cuélate por el seto y ve a buscarla, Jeanie —dijo una voz de mujer.

Jack, el cerdito de Navidad, los Ajustadores de Pérdidas y el conejito azul siguieron contemplando el gran agujero que había en el cielo de madera, por el que ahora resonaban unos pasos. Entonces volvieron al oír la voz de la niña, que esta vez sonó más fuerte y más clara.

—¡Ha caído encima de un macizo de flores! Menos mal que los vecinos no están en casa.

De pronto, apareció un haz de luz dorada y cayó de lleno sobre el conejito azul, que se quedó paralizado y con la boca abierta. Un destello de esperanza apareció en sus negros ojitos.

—¡Mamá! —exclamó la niña—. ¡He encontrado un conejito! ¡Hay un conejito azul en el macizo de flores! El mugriento conejito se despegó un poco del suelo, pues aquella luz dorada tiraba de él hacia arriba. Miró alrededor maravillado, sin poder creer lo que estaba sucediendo.

—¡Déjalo donde está, Jeanie! —dijo la madre desde las alturas—. ¡Debe de ser de los hijos de los vecinos! —¡Seguro que lleva mucho tiempo aquí! —respondió la voz de la niña—.

¡Está todo manchado de barro! El conejito azul siguió ascendiendo por el haz de luz dorada y quedó suspendido en el aire. Los tres Ajustadores de Pérdidas, cuya misión era vigilar aquel portal, estaban perplejos. Avanzaron un poco para ver mejor el agujero de encontrar, pues querían saber cómo era aquella niña tan rara que quería quedarse un conejito azul lleno de barro.

—¡Mamá, debe de llevar semanas aquí fuera, seguro que no lo quieren! Por favor, ¿puedo…? —No, Jeanie. No es tuyo, es de esos niños —zanjó la madre.

El cascanueces, la lima de uñas y la daga se habían colocado justo debajo del conejito flotante sin poder creer que una cosa tan sucia y tan mal hecha tuviese la suerte de que la quisieran.

—Ahora, Jack —susurró el cerdito de Navidad—. ¡Corre! —Pero… —¡Es nuestra única oportunidad! —dijo el cerdito—. ¡Podemos cruzar el portal aprovechando que los Ajustadores de Pérdidas están mirando al Conejito! Así que Jack se levantó poco a poco y echó a correr hacia aquella puerta reluciente. El cerdito de Navidad lo siguió sujetándose la barriga.

El conejito seguía suspendido en el haz de luz dorada, entre el Mundo de los Vivos y el Mundo de las Cosas Perdidas, y los Ajustadores de Pérdidas seguían debajo, boquiabiertos y mirando hacia arriba.

—Por favor, mamá —insistió la niña—. Por favor, deja que me lo quede.

Lo lavaremos y se lo enseñaremos a los niños, y si ellos lo quieren se lo devolveré.

—¡Ellos no me querrán! —gritó desesperado el conejito azul—. ¡Quédate conmigo, por favor! ¡Quiero que me lleves a tu casa! Pero, evidentemente, ni la niña ni su madre lo oyeron.

—¡Mira qué carita tan dulce tiene, mamá! —siguió diciendo la niña.

Jack oyó un débil «clic» detrás de él: el cerdito de Navidad había abierto el portal dorado. Jack se coló por la abertura, pero siguió mirando hacia atrás para ver qué le pasaba al conejito.

—Vaaale —cedió la madre entre risueña y exasperada—. ¡Espero que no nos estropee la lavadora! Y de repente, con un fuerte ¡zas!, el conejito azul acabó de subir, pasó rápidamente por el agujero y desapareció del Mundo de las Cosas Perdidas.

Pero justo antes de desaparecer le dijo adiós a Jack con una patita mugrienta.

La expresión de su cara era de absoluta felicidad.

Al otro lado del portal no había calles, sólo un canal bordeado por unas casas muy altas y bonitas con balcones de hierro forjado. Varias góndolas vacías flotaban amarradas a un poste de rayas que sobresalía de las aguas verdosas; los copos de nieve les caían encima y salpicaban el agua. La que estaba más cerca tenía una manta de terciopelo azul oscuro doblada en el asiento.

—¡Tú primero! —le dijo el cerdito de Navidad a Jack—. ¡Sube a esa barca y escóndete debajo de la manta! Jack obedeció: se tumbó en el fondo de la góndola y se tapó con aquella gruesa manta de terciopelo que seguramente estaba allí para que los pasajeros se abrigaran. Entonces notó que la embarcación se zarandeaba: era el cerdito de Navidad, que también subió a bordo y se metió debajo de la manta, a su lado. Se acurrucaron el uno contra el otro, confiando en que nadie se fijara en que había unos bultos debajo del terciopelo.

—Caramba —oyó Jack que decía uno de los Ajustadores de Pérdidas.

—¡Para que veas! —dijo otro.

—¡Mira que encontrar a un conejito tan mugriento! —dijo el tercero.

—¿Cuándo fue la última vez que visteis salvarse a algún Sobrante? —Hace muchísimos años.

—Yo ya lo he dicho otras veces y no me cansaré de repetirlo —intervino la primera voz—: los niños son muy raros. ¿Cómo se explica que a esa cría le guste un muñeco asqueroso que llevaba una eternidad en el barro? —Se oyó un silbido lejano—. Ahí viene, puntual, el tren de Extraviadas.

Jack se quedó muy quieto, acurrucado junto al cerdito de Navidad y escuchando los resoplidos del tren, que cada vez estaba más cerca. Al poco rato, el ruido ya era ensordecedor. Entonces, con un fuerte silbido y un fuerte chirrido de frenos, el tren se detuvo. Oyeron abrirse las puertas, y luego el portal de la muralla, y a continuación las voces de muchas cosas que exclamaban admiradas al ver las bonitas góndolas que esperaban para trasladarlas al centro de la ciudad.

—¡Bienvenidas, bienvenidas! —gritaban los Ajustadores de Pérdidas—.

Por aquí, señor… Cuidado con el escalón, eminencia… Quizá preferiría una góndola para usted sola, alteza… Jack nunca había oído a los Ajustadores de Pérdidas tratar a las cosas con tanto respeto. Entonces, él y el cerdito notaron que la góndola se balanceaba de nuevo: alguna cosa había subido y se había sentado en el asiento. Sintieron un fuerte calor a través de la manta de terciopelo, como si la cosa que había subido a la góndola estuviera ardiendo. No sabían qué podía ser.

—¿Quiere esto, alteza? —oyeron que decía el cascanueces, y se agarraron el uno al otro aterrorizados, pues creyeron que en cualquier momento alguien levantaría la manta de terciopelo bajo la que se habían escondido.

—No, gracias, nunca tengo frío —respondió una voz femenina.

Oyeron crujir algunas góndolas más, y algunos «Cuidado con esto, señoría», y entonces un Ajustador de Pérdidas gritó desde lo que debía de ser la góndola que iba en cabeza: —Alteza, eminencia, señoría, excelencia, damas y caballeros, ¡bienvenidos a la Ciudad de las Añoradas! ¡Por favor, permanezcan sentados durante este breve paseo! ¡Pronto enseñaremos a cada uno su nueva casa! —Tenemos que pensar cómo vamos a salir de aquí cuando nos hayamos adentrado un poco más en la ciudad —susurró el cerdito de Navidad al oído de Jack en cuanto la góndola se puso en movimiento.

—Podríamos tirarnos al agua cuando no mire nadie —respondió él.

—¿Y la Cosa que se ha sentado en nuestra góndola? Seguro que nos ve y da la voz de alarma.

—No sé qué es, pero está muy caliente —dijo Jack.

—Es verdad. Parece una brasa ardiente. Me extraña que la góndola no se haya… De repente tiraron de la manta de terciopelo. Durante unos terroríficos instantes, Jack ni siquiera vio nada porque la góndola estaba llena de una intensa luz dorada que lo deslumbraba. Parecía que el sol se hubiese sentado a su lado.

—No soy ninguna brasa ardiente —dijo la voz femenina que habían oído antes y que provenía del mismísimo centro de aquella luz cegadora. Era tan intensa que Jack tuvo que cerrar los ojos, aunque siguió viéndola a través de los párpados—. Soy la Felicidad.

—¿La Felicidad? —repitió Jack.

—Sí —contestó ella—. Y ahora, levantaos y disfrutad del paisaje. ¡Esta ciudad es preciosa! —No podemos levantarnos —dijo Jack en voz baja. Intentó abrir los ojos para mirar a la felicidad, pero volvieron a llorarle—. Nosotros… no deberíamos estar aquí.

—Ya me lo he imaginado —respondió ella—, pero mientras estéis cerca de mí nadie os verá porque brillo demasiado. ¡Levantaos para que podamos disfrutar juntos del trayecto! Jack y el cerdito de Navidad se sentaron en el asiento que estaba enfrente de la felicidad. El calor que ésta desprendía era maravilloso y reconfortante después de tantas horas caminando por el páramo nevado. No podían verla directamente, pero sí contemplar los alrededores que iluminaba con su luz.

La Ciudad de las Añoradas no se parecía a nada de lo que habían visto hasta el momento en el Mundo de las Cosas Perdidas. Las casas de ambas orillas del canal tenían unos escalones que descendían hasta el agua. Estaba anocheciendo, y unas guirnaldas navideñas de luces plateadas pendían sobre sus cabezas. A lo lejos se oía un coro que cantaba villancicos. Sobre la Ciudad de las Añoradas había muchos más agujeros de encontrar que en el Páramo de los Baladís, y Jack se alegró de verlos. Cuando encontrasen a Dito, lo tendrían muy fácil para volver a subir al Mundo de los Vivos.

Las góndolas se deslizaron por debajo de un puente de piedra por el que en ese momento pasaba un grueso reloj de bolsillo de plata cuyo reflejo brillaba como una luna en la superficie del agua. Un reluciente collar de esmeraldas saludó a los recién llegados agitando su cierre desde una ventana, y un soberano de oro destelló desde la puerta de su casa. Jack estiró el cuello y miró a un lado y a otro, pero no vio juguetes por ninguna parte, ni tampoco a Dito. Sin embargo, había otras cosas casi tan extrañas y magníficas como la felicidad.

—¿Qué son? —le preguntó Jack al cerdito de Navidad al ver pasar, en la dirección opuesta, otra góndola donde iban un largo rollo de papel con muchas cifras impresas y un trono dorado. Esas dos cosas tan extrañas iban hablando en voz baja.

—El rollo de papel es una Fortuna Perdida —explicó la felicidad tras volverse para mirar—. Algún humano rico de Allí Arriba ha perdido todo su dinero. La Fortuna Perdida está hablando con un Reino Perdido.

Seguramente, hace mucho tiempo un monarca del Mundo de los Vivos perdió su trono.

Los ojos de Jack estaban acostumbrándose al intenso brillo de la felicidad, y descubrió que, si la miraba de reojo, alcanzaba a distinguir la figura de una mujer sonriente en medio de aquella luz cegadora.

—¿Cómo te perdiste? —le preguntó con timidez.

—Por falta de cuidado —suspiró la felicidad—. Mi dueña es actriz. Es atractiva y tiene un gran talento, pero no se portaba bien con sus seres queridos ni era tan trabajadora como debería haber sido, aunque le encantaba su trabajo. Sus dones le procuraron amigos y éxito, pero los perdió por culpa de su pereza y su egoísmo, y ahora, lamentablemente, también me ha perdido a mí.

—¿Y cómo te recuperará? —le preguntó el cerdito de Navidad.

—Será difícil —respondió la felicidad— porque no me está buscando donde debería y, como no está acostumbrada a reconocer sus errores, me temo que me quedaré mucho tiempo en la Ciudad de las Añoradas. ¡Quizá para siempre! ¿Y vosotros? ¿Vais a contarme qué hacéis aquí? —continuó la felicidad—. ¿O es un secreto? —Es un secreto —respondió el cerdito de Navidad antes de que pudiese hacerlo Jack.

—Ya me lo ha parecido. En ese caso —dijo la felicidad bajando la voz—, quizá deberíais marcharos. Veo que estamos reduciendo la velocidad, pero brillaré más intensamente para que no os vean.

Jack y el cerdito de Navidad miraron alrededor. La felicidad tenía razón: las góndolas ya no avanzaban tan deprisa.

—Vamos —le dijo Jack al cerdito de Navidad, y se armó de valor para meterse en las frías aguas del canal—, tenemos que saltar por la borda.

—¡Buena suerte! —les deseó la felicidad.

Jack y el cerdito de Navidad descendieron con mucho cuidado por la borda, se metieron en las aguas heladas y se soltaron de la barca, que siguió adelante. La felicidad brillaba más que nunca, y por eso nadie los vio marchar.

Jadeando de frío, Jack consiguió nadar hasta unos escalones por los que se subía a la orilla del canal. Sin embargo, cuando miró atrás, lo único que vio del cerdito de Navidad fue su morro, que apenas asomaba a la superficie. ¡El cerdito se estaba ahogando! Jack nadó hasta el cerdito de Navidad justo a tiempo para impedir que se hundiera del todo y desapareciera para siempre. Entonces lo sujetó con un solo brazo y, pataleando con fuerza, consiguió arrastrarlo por el agua hasta los escalones de piedra.

—Gracias, Jack —dijo el cerdito de Navidad con voz entrecortada. Estaba empapado y el agua había teñido de verde su cuerpo de tela de toalla—. ¡Qué bien nadas! A mí esto no me ha gustado nada —añadió, y se estrujó hasta quedar en medio de un charquito.

—¿Por qué no me has dicho que no sabías nadar? —le preguntó Jack.

Temblaba de pies a cabeza y, para colmo, se había puesto a nevar otra vez.

—Porque no sabía que no sabía nadar hasta que he empezado a hundirme —respondió el cerdito de Navidad—, y entonces me ha entrado agua en la boca y no podía llamarte. —Después de retorcerse las orejas, que se le quedaron un poco torcidas, agregó—: Vamos, tenemos que encontrar a Dito.

Al menos, haberse metido en el canal tenía la ventaja de que las bolitas de la barriga se le habían pegado unas a otras y ya no hacían tanto ruido como antes.

Echaron a andar por las estrechas calles de la Ciudad de las Añoradas. Los callejones, adoquinados y flanqueados por casas preciosas, eran tan bonitos como los canales. En las puertas colgaban chispeantes coronas navideñas, y detrás de las ventanas se veían árboles de Navidad iluminados con velas. Jack y el cerdito de Navidad se cruzaron con unas cuantas cosas al atravesar varias plazas en penumbra y cubiertas de nieve, pero ninguna sintió curiosidad por saber quiénes eran. Un espléndido broche de diamantes con forma de unicornio los saludó educadamente antes de entrar en su casa, y un libro hermosísimo con las tapas repujadas en oro agitó distraídamente sus páginas al pasar a su lado; sin embargo, igual que en Dónde-lo-habré-metido, a Jack le preocupó no cruzarse con ningún juguete.

—¿Crees que a los juguetes los llevan a otra parte de la ciudad? —le preguntó al cerdito de Navidad.

—Podría ser. Esta ciudad parece más grande que las otras. Pero creo que ya nos estamos acercando al sitio donde cantan villancicos.

—Sí —dijo Jack, que todavía temblaba después del chapuzón en el canal —. ¿Qué puede ser? ¿Una fiesta? —Quizá —contestó el cerdito de Navidad. Entrecerró los ojos y volvió la cabeza. Luego pareció que iba a decir algo, pero en el último momento cambió de idea—. Vamos a ver si descubrimos dónde están los juguetes.

Siguieron adelante, pero, cuanto más se adentraban en la ciudad, más claro tenía Jack que no estaban solos. Dos veces miró atrás y no vio nada, pero la tercera vez le pareció ver que algo se escondía detrás de una esquina.

—¿Has visto eso, Ito? —susurró.

—Sí —respondió el cerdito de Navidad, que había mirado hacia atrás en el mismo momento que Jack—. Hace rato que tengo la sensación de que nos siguen. Quizá sería más seguro que nos mezcláramos con la multitud. A ver si encontramos a esos cantantes. Vamos, deprisa.

Se apresuraron hacia el lugar donde sonaban villancicos y al cabo de unos minutos se encontraron en un soportal que daba a una gran plaza. Era preciosa y estaba adornada con brillantes guirnaldas de luz plateada, igual que los canales. Un coro de instrumentos cantaba en una esquina. Todos (desde las trompas y los violines hasta las flautas y las tubas) tenían voz humana, y Jack nunca había oído cantar unos villancicos tan bonitos. Durante unos segundos, se olvidó del frío que tenía con el pijama empapado y se quedó admirando maravillado aquel escenario y aquellas voces.

La plaza estaba enfrente de un enorme palacio blanco con el tejado dorado y ventanas en arco. Dos Ajustadores de Pérdidas flanqueaban la puerta: un sacapuntas y un mazo que, como los Ajustadores de Pérdidas que custodiaban el portal de la muralla, llevaban sendos sombreros negros con un largo penacho de plumas también negras.

A lo largo de toda la fachada del palacio había un balcón, y Jack vio a varias cosas allí de pie, escuchando el coro de instrumentos. Todas desprendían luz, igual que la felicidad. Una era roja, otra verde y varias de color azul. Jack estaba demasiado lejos para distinguir qué aspecto tenían las figuras que había en el centro de cada una de aquellas luces de colores, pero alcanzaba a ver que tenían forma de persona y pensó que debían de ser muy importantes, pues de otro modo no vivirían en el palacio del tejado dorado.

Por otra parte, justo delante de donde estaban Jack y el cerdito de Navidad había un nutrido grupo de cosas apiñadas bajo la nieve que proyectaban sombras alargadas bajo la luz del atardecer. Todo parecía indicar que estaban observando algún tipo de actuación que se desarrollaba en el centro de la plaza.

—Vamos a escondernos entre esa muchedumbre —propuso el cerdito de Navidad, y volvió a mirar hacia atrás—. ¡Pon atención, por si ves a Dito! Ninguno de los dos vio a la figura tapada con una capa negra que salió de detrás de una columna de mármol y empezó a seguirlos.

Entraron en la plaza. Jack iba dejando pisadas en la nieve con sus pies descalzos y congelados, y el cerdito de Navidad, unas marcas redondas con sus patas.

Lograron colarse entre la multitud sin llamar la atención y enseguida descubrieron qué era lo que estaban mirando aquellas cosas.

Se trataba de un espectáculo cuyos intérpretes eran transparentes y tenían forma humana, igual que Paripé. Un bufón hacía juegos malabares y daba volteretas hacia atrás, y un hombrecillo con largos bigotes hacía girar unos platos sobre unos largos palos. Un cocinero lanzaba tortitas al aire y las atrapaba, mientras una bailarina giraba enlazando una pirueta tras otra. Un anciano formaba complicados nudos con un trozo de cuerda y otro hacía trucos de cartas.

—¿Qué serán? —le preguntó Jack en voz alta a un smartphone nuevo que estaba a su lado.

—Son Habilidades Perdidas —respondió el teléfono—. Truquitos que saben hacer los humanos, pero que acaban olvidando con la edad, porque sufren alguna lesión o porque dejan de practicar.

—¿Y no pueden recuperarlas? —preguntó Jack.

—A veces sí —dijo el teléfono—. Ayer, un Truco de Magia muy interesante subió de repente al Mundo de los Vivos mientras lo estábamos observando. Nos llevamos un chasco porque no había terminado. Siempre nos da mucha pena que se recuperen Habilidades Perdidas porque todas las noches actúan para nosotros, aunque ellas sólo son las teloneras. ¡A ver quién es el Talento de hoy! Y tal cual: las habilidades perdidas saludaron a la muchedumbre que las aplaudía con entusiasmo y salieron de la plaza corriendo, brincando, dando volteretas y piruetas hasta perderse de vista.

Entonces una dama muy corpulenta y transparente ataviada con un vestido de pedrería entró muy decidida y se colocó en el centro de la plaza.

—Vaya, no has tenido suerte. Confiaba en que fuese una de nuestras Historias porque todas son muy entretenidas, pero es una Voz.

La voz inspiró hondo y empezó a cantar en un idioma que Jack no entendía. Su canción rebotaba en los arcos de piedra de los soportales y en la fachada del palacio, y era tan potente que a Jack enseguida empezaron a zumbarle los oídos. Supuso que aquella voz debía de tener un gran talento, a juzgar por el modo en que las joyas y los libros lujosos suspiraban con admiración, pero el teléfono se inclinó hacia él y le dijo: —La perdió una cantante de ópera Allí Arriba. A mí la ópera no me entusiasma. Creo que me voy a casa.

Y se marchó dando saltitos. A Jack le habría gustado seguirlo porque temía que le estallaran los tímpanos, pero en ese momento otra cosa le susurró: —Perdona, ¿sois vosotros los que estáis buscando a un cerdito de tela de toalla? Jack se dio rápidamente la vuelta y se encontró ante una extraña figura encapuchada. Llevaba una capa negra que la tapaba de la cabeza a los pies, aunque por debajo de la capucha y del dobladillo se escapaba una luz violeta.

El cerdito de Navidad se había tapado las orejas con las patas, pero, al ver que Jack se volvía, él hizo otro tanto. Cuando vio a la figura encapuchada, se destapó las orejas y cogió a Jack por el brazo, dispuesto a salir huyendo.

—No os asustéis —dijo una voz femenina que salía de debajo de la capa —. Me ha enviado a buscaros alguien que no quiere haceros ningún daño.

—¿Ha sido la Felicidad? —preguntó Jack.

—Sí, ha sido ella —confirmó la misteriosa mujer—, pero os pido que no se lo digáis a nadie para no causarle problemas. Si llega a saberse que una Cosa os ha ayudado, el Perdedor podría comérsela. Habéis provocado mucha inquietud. Seguidme y os lo explicaré.

El cerdito de Navidad no parecía muy convencido, pero de todas formas la siguieron y se alejaron de la voz y de la muchedumbre. Una vez protegidos bajo la sombra del soportal, la misteriosa mujer se retiró la capucha.

Desprendía una luz muy brillante, igual que la felicidad, pero la suya era violeta en lugar de dorada y no producía calor. Parecía mayor que la felicidad y su rostro no transmitía tanta bondad.

—¿Sabes dónde está Dito? —le preguntó Jack.

—Me temo que no —contestó la mujer—, pero el rey sí lo sabe. Su majestad os invita a los dos a cenar en su palacio, donde se os explicará todo.

—¿A qué rey te refieres? —preguntó el cerdito de Navidad con desconfianza—. Aquí Abajo gobierna el Perdedor. Eso lo sabe todo el mundo.

—Es verdad que el Perdedor tiene el control —contestó la dama violeta —, pero en la Ciudad de las Añoradas también hay una familia real. Yo soy la embajadora de su majestad. Si de verdad queréis encontrar a vuestro cerdito, él es el único que puede ayudaros. Creía que, al menos, os alegraríais de que os dieran cobijo —añadió porque a Jack le castañeteaban los dientes y el cerdito de Navidad todavía rezumaba un agua verdosa.

—Sí, no me vendría nada mal calentarme un poco —admitió Jack, pero el cerdito de Navidad seguía sin confiar en aquel enigmático personaje.

—¿Nos disculpas un momento? —le dijo a la dama violeta.

—Por supuesto —respondió ella, aunque no parecía muy complacida.

—Ya sé que no es muy simpática, pero si la ha enviado la Felicidad tiene que ser buena —le murmuró Jack al oído cuando se hubieron alejado un poco.

Le costaba hacerse oír porque la voz seguía resonando por la plaza, pero al menos así la dama violeta no podría oír lo que le dijera al cerdito—. ¡Dito podría estar en el palacio! ¡Como lo quiero tanto, a lo mejor lo han dejado vivir allí! ¡A lo mejor ahora es miembro de la realeza! —No lo creo —repuso el cerdito de Navidad. El frío aire nocturno le estaba congelando poco a poco el empapado morro—. Nunca había oído hablar de que Aquí Abajo viviese ningún rey, sólo del Perdedor. ¿Y cómo sabe esa dama a quién estamos buscando? ¡A la Felicidad no le hemos dicho que buscábamos a Dito! —Supongo que se habrá extendido el rumor —dijo Jack—. Acuérdate de que les pregunté por él al sheriff Gaff y a la pieza de ajedrez.

—No sé, esto no me gusta nada —volvió a decir el cerdito—. A mí me huele a chamusquina.

—¡Es la primera vez que alguien nos dice que sabe dónde está Dito! — insistió Jack, que estaba empezando a enfadarse—. ¡Ya oíste lo que dijo Poesía! ¡Tenemos que encontrarlo antes del día de Navidad o los tres quedaremos atrapados aquí y ya no podré llevarme a Dito a casa! ¡No nos queda mucho tiempo! —Y, como el cerdito de Navidad no contestaba, añadió —: Vale, no vengas. ¡Iré yo solo! Y, dicho esto, se dio la vuelta y echó a andar muy decidido hacia la dama violeta, que resplandecía bajo el soportal como una llama de color púrpura.

Jack oyó las bolitas de la barriga del cerdito de Navidad detrás de él y supo que había decidido acompañarlo.

Cuando le comunicaron a la dama violeta que estaban dispuestos a seguirla, ella compuso una breve sonrisa que reveló unos dientes bastante afilados y, a continuación, los guió hacia el palacio. El viento hacía ondular tras ella su capa negra.

—¿Qué vamos a hacer para que los Ajustadores de Pérdidas nos dejen pasar? —preguntó Jack cuando vio que ya estaban cerca de la puerta dorada del palacio.

—Ah, no os preocupéis por eso —respondió la dama violeta, y sonrió con altanería—. Aquí, en la Ciudad de las Añoradas, los Ajustadores de Pérdidas obedecen al rey, y yo soy la representante de su majestad. ¡Buenas noches! — les dijo con solemnidad al sacapuntas y al mazo, que saludaron inclinando la cabeza y abrieron cada uno una hoja de la puerta. La cabeza del mazo era tan pesada que estuvo a punto de dar una voltereta, pero se salvó agarrándose al picaporte.

—Buenas noches, excelencia —dijeron los dos.

En cuanto cruzaron el umbral del palacio, una calidez maravillosa envolvió a Jack y al cerdito de Navidad. Se encontraron sobre una gruesa moqueta roja, suave y agradable que los pies doloridos y congelados de Jack agradecieron enormemente. Había dos chimeneas de mármol encendidas, una a cada lado de una magnífica escalera con pasamano dorado. Al pie de la escalera estaban los pendientes de diamante que habían conocido en Extraviadas; por lo visto, ahora trabajaban de doncellas, porque cogieron la capa negra de la dama violeta, saludaron con una reverencia y desaparecieron por una puerta.

—Por aquí —indicó la dama violeta, y empezó a subir la escalera.

—¿Podemos preguntarle su nombre, excelencia? —dijo el cerdito de Navidad mientras la seguían, imitando el tratamiento que había oído emplear a los Ajustadores de Pérdidas. Como se había quitado la capa, la dama llenaba el vestíbulo con su luz violeta. Alta y delgada, los miró desde arriba y respondió: —Me llamo Ambición.

—¿Cómo puede ser que alguien pierda su ambición? —se preguntó Jack en voz alta.

—Siendo estúpido —contestó la dama con frialdad—. Mi dueña y yo hicimos grandes cosas juntas. Ella es política, o mejor dicho lo era. Sufrió un pequeño revés: perdió una votación intrascendente. Pero ¡eso no debería haberle importado! —gritó la ambición. Se paró en seco y Jack estuvo a punto de chocar con ella. Lanzaba chispas por los ojos, lo que le daba un aire aterrador—. ¡Habríamos podido recuperarnos de aquel contratiempo y alcanzar juntas cumbres mucho más elevadas! Pero ¡no, ella simplemente me perdió! —Agitó un puño señalando el agujero de encontrar del techo—. ¡Era una persona débil y sin fuerza de voluntad! Por lo visto, al oír resonar sus propias palabras en las paredes de mármol, la ambición se dio cuenta de que estaba perdiendo los papeles e inspiró hondo varias veces.

—Os pido perdón —dijo con rigidez—. Ya llevo unos años viviendo aquí, en el palacio, esperando a que mi dueña vuelva a encontrarme, y a veces temo que ese día nunca llegue… ¡En fin! Nada de esto os ayudará a encontrar al cerdito.

Volvió a subir la escalera. Jack y el cerdito de Navidad titubearon un segundo, se miraron y finalmente la siguieron. Jack se dio cuenta de que después de aquellas palabras el cerdito de Navidad desconfiaba aún más de la ambición, y la verdad es que él también tenía miedo. Sin embargo, como no quería irse del palacio, intentó poner buena cara y aparentar que no estaba preocupado.

En lo alto de la escalera encontraron otra puerta de doble hoja que dos cuchillos de pescado de oro macizo mantenían abierta.

—Excelencia —murmuraron respetuosamente mientras la ambición pasaba a su lado. Jack y el cerdito de Navidad la siguieron, y los relucientes cuchillos los observaron con curiosidad.

Entraron en una estancia con columnas y espejos dorados, aún más espectacular que el vestíbulo. En el techo abovedado estaban pintadas las tres ciudades del Mundo de las Cosas Perdidas: las casuchas de madera de Desechables, los bonitos chalets con el tejado cubierto de nieve de Dónde-lohabré- metido y las elegantes casas y los canales de la Ciudad de las Añoradas.

Debajo había una larga mesa iluminada por velas con suficientes platos de oro y copas de cristal para servir a quince cosas. En la cabecera había un gran trono dorado que en ese momento estaba vacío.

Frente a otra chimenea, rodeado de un halo de luz verde esmeralda, había un joven muy atractivo que estaba examinándose en el espejo de encima de la repisa. Parecía muy satisfecho con lo que veía.

—Buenas noches —dijo sin apartar la vista de su reflejo, pero girando la cabeza a un lado y a otro para verse de perfil.

—Ése es la Belleza —dijo la ambición refiriéndose al hombre de la luz verde—, y ese de ahí —añadió señalando a un halo de luz naranja en cuyo centro había un joven con la cara redonda y sonriente— es el Optimismo.

Ellos os entretendrán mientras yo voy a anunciarle a su majestad que han llegado sus invitados.

La ambición salió de la estancia, y Jack y el cerdito de Navidad se quedaron muy cohibidos y avergonzados de su desaliñado aspecto en medio de tanto esplendor. Aun así, en cuanto los cuchillos de pescado de oro cerraron la puerta por la que había salido la ambición, el optimismo se acercó a ellos dando saltitos y con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía unos ojos redondos e inocentes y, al igual que la felicidad, desprendía una agradable calidez. Tras estrecharle la mano a Jack y la pata al cerdito de Navidad, exclamó: —¡Cuánto me alegro de conoceros! ¡Sois unas Cosas maravillosas! ¡Es como si os conociera de toda la vida! ¡Seamos amigos íntimos! —Hola —repuso Jack con timidez.

—He oído decir que estáis buscando a un viejo cerdito de tela de toalla — dijo el optimismo, que no paraba de brincar sin moverse del sitio.

—Así es —dijo Jack.

—¡Estoy segurísimo de que lo encontraréis! ¡Todo saldrá bien, ya lo veréis! ¡Y el rey os va a encantar! Es una Cosa muy buena. —La sonrisa del optimismo flaqueó brevemente, pero enseguida volvió a sonreír con más entusiasmo que nunca—. ¡Bueno, en el fondo, claro! —Pero ¿es que a mí no me va a mirar nadie? —preguntó la belleza, indignada; dejó de contemplarse en el espejo, se volvió y miró a Jack y al cerdito de Navidad.

—Ah, sí, claro —respondió el cerdito de Navidad—. Eres muy guapo.

—Lamento no poder decir lo mismo de vosotros —dijo la belleza con una sonrisita de suficiencia mientras miraba de arriba abajo al zarrapastroso cerdito de Navidad y los pies mugrientos y descalzos y el pijama lleno de barro de Jack—. ¡Vuestra belleza también debe de estar por Aquí Abajo, en algún sitio! ¿O acaso no la habéis perdido porque nunca la tuvisteis? Tras hacer ese comentario tan grosero, siguió mirándose en el espejo.

Entonces se abrió una puerta al fondo de la estancia y entró una esfera luminosa de color añil. Por un instante, Jack creyó que se trataba del rey, pero cuando la luz se acercó un poco más vio en el centro a una mujer muy anciana que caminaba arrastrando los pies.

—Buenas noches —los saludó con una vocecilla quebrada.

—Buenas noches —respondió el cerdito de Navidad.

—Ésta es la Memoria —anunció el optimismo.

La memoria se quedó un momento mirando al cerdito de Navidad con los ojos entrecerrados y dijo: —Hace ochenta y cinco años, mi dueña tenía un cerdito, pero el suyo era una hucha de porcelana. En los lados tenía pintadas unas florecitas azules y mi dueña guardaba la calderilla dentro. Un domingo por la tarde, hace ochenta y cuatro años, la hermana pequeña de mi dueña, Amelia Louise…

—Memoria —la interrumpió la belleza dando un bostezo—, esa historia no le interesa a nadie. A nadie le importa.

—¡Qué va, estoy seguro de que es una historia estupenda! —intervino el optimismo sin dejar de sonreír. Jack se preguntó cómo podía sonreír tanto rato seguido sin que le doliese la cara.

—Amelia Louise rompió el cerdito de las florecitas azules… —Ya nos lo has contado como mínimo mil veces —protestó la belleza mientras la memoria seguía farfullando.

Entonces volvió a abrirse la puerta del fondo y entraron seis esferas de reluciente luz azul. Dentro de cada una había un hombre idéntico, y todos eran bajitos, elegantes y circunspectos. Jack, que cada vez estaba más confundido, pensó que no todos podían ser el rey.

—Buenas noches —dijeron los seis hombres azules. Hablaban con una única voz con la que taparon la de la memoria, que sin embargo siguió murmurando su historia sobre el cerdito hucha—. Somos los Principios.

Inclinaron la cabeza los seis a la vez, y Jack, que no sabía qué hacer, también los saludó con una inclinación. El cerdito de Navidad lo imitó y las bolitas de su barriga, que con el calor del fuego de la chimenea se habían ido secando, hicieron un poco de ruido.

—¿No os había ordenado el rey que os quedarais en vuestros aposentos? —preguntó la belleza mirando con gesto ceñudo a los principios a través del espejo.

—Tras valorar concienzudamente la orden de su majestad —dijeron los principios, todos a la vez igual que antes—, hemos decidido que quedarnos en nuestros aposentos iría contra nosotros mismos.

Jack le susurró al oído al cerdito de Navidad: —¿Qué son «principios»? Los principios debieron de oírlo, porque contestaron los seis a la vez: —Somos las Cosas que hacen que los humanos se comporten con honradez y decencia. Nuestro dueño, un empresario, nos fue perdiendo uno a uno mientras iba en busca de riquezas. Ahora es un acaudalado delincuente.

Le gusta tener mucho dinero, pero es muy desgraciado porque sabe que lo querían y respetaban más cuando todavía nos tenía. Por desgracia, los Principios perdidos son de las Cosas más difíciles de recuperar, de modo que es muy probable que nos quedemos a vivir aquí para siempre. Por eso hemos aceptado un nuevo empleo: procuramos que el rey no se desvíe del camino de la virtud.

—¿Y el rey os pide ayuda muy a menudo? —les preguntó el cerdito de Navidad.

Pero, antes de que los principios pudiesen contestar, sonó una ruidosa fanfarria y se abrió la puerta que tenían detrás.

Toda la sala se llenó de una luz escarlata que se reflejaba en las copas de cristal y teñía la vajilla de un color rojo sangre. La figura carmesí que brillaba en el umbral hacía que incluso la luz de la ambición, que había entrado detrás de ella, pareciera débil.

La belleza, el optimismo y los principios saludaron con una inclinación de cabeza, y Jack y el cerdito de Navidad los imitaron, mientras que la memoria hizo una profunda reverencia y se calló por fin.

—Os presento al Poder, nuestro rey —dijo la ambición con orgullo dirigiéndose a Jack y al cerdito de Navidad—. Majestad, éstas son las dos Cosas que estabais esperando: las que buscan al cerdito perdido.

Jack entornó los ojos y consiguió ver la figura que proyectaba aquella luz roja. Era un hombre alto y de aspecto fiero con gesto avinagrado y mandíbula prominente.

—Bienvenidos —dijo con voz atronadora—. ¿Qué os parece mi ciudad? ¿Os gusta? —Es muy bonita, majestad —respondió el cerdito de Navidad. Jack estaba tan asustado que no pudo articular ni una sola palabra.

—¿Bonita? —dijo el poder; parecía contrariado—. Hay muchos sitios bonitos. Considero que mi ciudad es magnífica, estupenda, ¡SUBLIME! Al pronunciar la última palabra gritó tan fuerte que todos dieron un respingo.

—¡Sí, todo eso también! —exclamó el cerdito de Navidad.

El poder miró a los principios.

—¿No os HE DICHO —les gritó— que os quedarais en vuestros APOSENTOS? —Quedarnos en nuestros aposentos iría contra nosotros mismos — repitieron los principios al unísono, como siempre.

El poder apretó sus enormes puños y rechinó los dientes. Jack y el cerdito de Navidad dieron un paso atrás.

—Majestad —murmuró la ambición, y apoyó una mano en el grueso brazo del poder—, os ruego que recordéis nuestro objetivo.

Al parecer, aquellas palabras de la ambición hicieron que el poder se controlase y dejara de gritarles a los principios.

—Tienes razón, Ambición. ¡SENTAOS! —bramó el rey. Fue hasta la cabecera de la mesa y tomó asiento en el trono.

Jack se sentó entre el cerdito de Navidad y la belleza, que ahora se admiraba en el dorso de una cuchara reluciente. El optimismo se sentó enfrente de Jack y siguió sonriendo de oreja a oreja.

—¡No hay ninguna razón para estar nerviosos! —exclamó—. ¡Estoy convencido de que todo saldrá a las mil maravillas! —Excelente —gruñó el poder en respuesta a algo que la ambición acababa de decirle al oído. Incluso cuando hablaba sin gritar, su voz era tan fuerte que hacía temblar los cubiertos—. ¿Y la puerta está cerrada con llave? —La cerrarán los sirvientes tras comprobar que ella ya se ha acostado — aseguró la ambición—. Respecto a la otra… bueno, me temo que no he logrado encontrarla. Ya sabéis, majestad, que siempre revolotea hasta los rincones más sucios, donde no se metería ninguna Cosa decente. Ordené a los Ajustadores de Pérdidas que la caza… bueno, que la buscaran —se corrigió, y miró de reojo a Jack—, pero lamentablemente no lo han conseguido.

Jack dedujo que el poder y la ambición estaban hablando de las dos cosas que deberían haber ocupado los dos asientos que quedaban libres en la mesa, pero estaba demasiado asustado para hacer preguntas.

Entonces el poder dio dos palmadas con sus manos gigantescas y, de inmediato, una procesión de cosas entró presurosamente por la puerta del servicio llevando un surtido de platos realmente extraño.

Había un caramelo de menta del tamaño de la cabeza de Jack, unas cuantas patatas fritas gigantescas, un trozo de pastel de cumpleaños que parecía una almohada, palomitas de maíz grandes como coliflores, y el mayor de todos: un adorno de árbol navideño de chocolate envuelto con papel de aluminio de colores y con forma de Papá Noel. Las pinzas para azucarillos que lo llevaban tuvieron que hacer un gran esfuerzo para levantarlo y ponerlo encima de la mesa.

—Aquí sólo hay comida perdida, por supuesto —le explicó el rey a Jack con su voz resonante desde el extremo de la mesa, y las cosas que les habían servido salieron apresuradamente de la sala—. Nosotras, las Cosas, no necesitamos comer, pero tú sí debes de tener hambre —añadió fulminándolo con la mirada— ¡porque ERES UN NIÑO DE CARNE Y HUESO! En cuanto el poder gritó las palabras «niño de carne y hueso», se oyeron unos fuertes ruidos metálicos en los dos extremos de la sala, y Jack comprendió que los sirvientes que acababan de salir habían cerrado las puertas con llave.

—Nos temíamos algo parecido —murmuraron los principios, todos a la vez.

—No es de carne y hueso —mintió el cerdito de Navidad con una vocecilla aguda—. ¡Es un muñeco articulado! ¡Una figura de acción! —Exacto —confirmó Jack, que tenía la boca seca—. Soy el Niño Pijama y mis poderes son el sueño y la fantasía.

—¡Tiene su propio tebeo! —añadió el cerdito de Navidad.

—Nosotros desaprobamos la mentira —dijeron los principios a una.

—Hace ochenta años —intervino la memoria—, a Amelia Louise, la hermana menor de mi dueña, la descubrieron mintiendo cuando… —¡SILENCIO! —gritó el poder, y golpeó la mesa con un puño enorme.

Una copa de cristal se volcó y se rompió. La memoria se quedó callada.

Entonces el poder se levantó (la luz roja que emitía era más intensa y oscura que antes), y todas las cosas que estaban sentadas alrededor de la mesa lo miraron con nerviosismo, excepto la ambición, que volvía a lanzar chispas por los ojos y sonreía mostrando sus dientes puntiagudos.

—¿SABES por qué estoy AQUÍ —preguntó el poder con su voz atronadora mirando fijamente a Jack—, en el Mundo de las Cosas perdidas?

—No —respondió él casi sin voz.

Por debajo de la mesa, el cerdito de Navidad estiró una pata para cogerle la mano a Jack.

—¡Mi dueño —siguió el poder, y empezó a pasearse por la sala— me perdió porque no supo aplastar a sus ENEMIGOS hasta aniquilarlos! — añadió golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra.

»¡Los dos juntos gobernábamos TODO UN PAÍS! ¡Para conservarme, mi dueño mantenía AL PUEBLO —al pronunciar esa palabra, el poder arrugó la cara en un gesto de asco y odio— en su sitio, es decir, DE RODILLAS! — Sus ojos, rojos y ardientes, parecían a punto de salirse de las órbitas—. Pero ¡ENTONCES —continuó—, un niño como TÚ se atrevió a DESAFIAR a mi dueño en PÚBLICO! ¡Y ese NIÑO —berreó— le dio AL PUEBLO valor para REBELARSE! El poder gritaba cada vez más fuerte.

—¡Y POR ESO ACABÉ AQUÍ, EN EL MUNDO DE LAS COSAS PERDIDAS! —Poder, querido —intervino la belleza—, deja ya de vociferar, ¿quieres? Aparte de que haces mucho ruido, no sé si sabes que cuando gritas te pones feísimo.

—Y por eso nos has hecho venir aquí con engaños, ¿verdad? Para vengarte de los niños de carne y hueso —dijo el cerdito de Navidad, que seguía apretándole la mano a Jack por debajo de la mesa.

—¡Por supuesto que no! —dijo la ambición con tono de burla—. ¡A nosotros no nos interesa vengarnos de unos seres insignificantes! ¡Nuestro objetivo es hacer lo que haga falta para subir más alto, para obtener más prestigio, para conseguir mayores logros…! —¡Para aumentar nuestro PODER! —rugió el rey—. Sabemos qué es lo que buscáis: a un tal Dito… —¡Sí! ¿Dónde está? —preguntó Jack, desesperado—. ¿Lo sabéis? —¡PUES CLARO QUE LO SÉ! —gritó el poder—. PERO ¡NUNCA LO ENCONTRARÁS, NUNCA, PORQUE VOY A ENTREGARTE AL PERDEDOR! ¡A CAMBIO, ÉL ME RECOMPENSARÁ Y CON MI REINA, AMBICIÓN, GOBERNARÉ EN TERRITORIOS AÚN MÁS EXTENSOS HASTA QUE MI PODER RIVALICE CON EL SUYO! —Calmaos, majestad, calmaos —rogó la ambición, y volvió a posar una mano huesuda en el brazo del poder—. No olvidéis que para proceder necesitamos votar —y añadió dirigiéndose a la belleza, el optimismo, la memoria y los principios—: Si le entregamos a estos dos al Perdedor, tal vez obtengamos algo a cambio. Quizá un palacio más grande con más espejos. — Le lanzó una mirada a la belleza—. O quizá se comprometa a permanecer fuera de las murallas de la ciudad. ¡Quizá incluso nos permita decidir quién entra en la Ciudad de las Añoradas y quién no! De vez en cuando llega alguna Cosa que no está a nuestra altura. Seguro que todos os acordáis de aquella fachosa Poesía y del vulgar e inaguantable Paripé. ¿Qué votas tú, Belleza? —Verás, tengo la impresión de que esto va a acabar en pelea —respondió la belleza levantándose de la mesa—, y yo nunca me peleo: sale uno muy despeinado y, si la cosa va en serio, hasta se puede perder algún diente. Me voy a la cama. Podéis votar sin mí.

—No vas a ir a ningún sitio —gruñó el poder—. Las puertas están cerradas con llave. Vota o seré yo quien te haga saltar los dientes. ¿Quieres entregar a estos dos al Perdedor, sí o no? —Bueno, si eso va a significar más espejos, sí —suspiró la belleza y volvió a sentarse. Cogió la cuchara y se puso de nuevo a admirar su reflejo.

—Memoria, querida —dijo la ambición—, estoy segura de que tú estarás de acuerdo en que entreguemos a estos fugitivos al Perdedor.

—Hace sesenta y nueve años —contestó la memoria con su vocecilla quebrada—, mi dueña y su hermana Amelia Louise fueron a ver una película titulada El fugitivo … —Concéntrate, Memoria —la interrumpió la ambición—. Estamos haciendo una votación. ¿Debemos entregar al niño y al cerdito al Perdedor, sí o no? La anciana que desprendía luz de color añil se volvió y miró a Jack y al cerdito de Navidad. Tras un largo silencio, finalmente votó.

—No. A ellos no les molesta que hurgue en mis recuerdos. Me caen bien.

—Gracias, Memoria —dijo en voz baja el cerdito de Navidad, que seguía agarrándole la mano a Jack por debajo de la mesa.

—¿Y tú, Optimismo? —preguntó el poder.

—¡Les he prometido que todo saldría bien! —recordó el optimismo. Le temblaban un poco los labios—. ¡Les he dicho que eres bueno y amable, Poder! —¡VOTA! —bramó el poder.

—Bueno, pues voto que no —dijo el optimismo con un pequeño sollozo —. Pero ¡estoy seguro de que, en el fondo, Poder, muy muy en el fondo, eres un poquito bondadoso y que, cuando hayas reflexionado, cambiarás de idea y los dejarás vivir en el palacio con nosotros!

—¡CÁLLATE! —rugió el poder—. ¿Y vosotros, Principios? ¿Os dais cuenta de que estos dos han incumplido las leyes del Mundo de las Cosas Perdidas? ¡Está prohibido que los seres vivos entren aquí! —Cierto —respondieron los principios hablando todos a la vez, como era habitual—. Nosotros censuramos la infracción de las leyes.

—Entonces, ¿votáis «sí»? —preguntó la ambición con impaciencia. Pero, antes de que los principios pudiesen contestar, se oyeron otra serie de ruiditos metálicos y una voz habló desde el fondo de la sala.

—¿Se puede saber por qué me han encerrado en mi habitación? Un fuerte resplandor dorado inundó la sala cuando la felicidad entró por la puerta.

—Yo… creía que necesitaríais un descanso después de un viaje tan largo, alteza —dijo la ambición con nerviosismo, e hizo una reverencia mientras la felicidad avanzaba proyectando su luz dorada en todas direcciones—. He pensado que no querríais que os molestáramos con este asunto tan tedioso la misma noche de vuestra llegada.

—¿Cómo HAS SALIDO? —le preguntó el poder—. ¿Y cómo has conseguido atravesar ESA PUERTA? —La he abierto yo —intervino otra voz—. Sabes perfectamente que no existe ningún candado capaz de contenerme, Poder.

Jack no había visto a la otra cosa que había entrado en la sala porque el resplandor de la felicidad lo había cegado momentáneamente, pero entonces distinguió a una mujer tan alta como la ambición, aunque mucho más robusta.

Era muy hermosa, pero la luz de color rosa claro que desprendía no brillaba tanto como la de las otras cosas de la corte. A diferencia de ellas, tenía alas; no unas alas rígidas de plástico dorado como las de la angelita rota a la que se habían encontrado en el páramo, sino enormes y recubiertas de plumas blancas con matices de un rosa intenso. Avanzaba arrastrándolas por el suelo como la cola de un vestido de novia.

—Me alegro mucho de volver a veros —les dijo la felicidad a Jack y al cerdito de Navidad con una gran sonrisa en los labios, y añadió mirando a su acompañante—: Os presento a mi amiga, la Esperanza.

La dama rosa también les sonrió, y ellos, pese a que estaban aterrorizados, le devolvieron la sonrisa. La esperanza y la felicidad se sentaron a la mesa en las dos sillas que quedaban libres.

—Hemos oído que estáis votando si debemos entregarle a nuestros invitados al Perdedor —afirmó la felicidad—. Podéis continuar. Será un placer participar en la votación.

—Muy bien —dijo la ambición—. Este niño de carne y hueso y este cerdito han incumplido la ley al perseguir un objetivo imposible. Todos sabemos que la única forma de que una Cosa perdida regrese al Mundo de los Vivos es que la encuentren Allí Arriba, y como a Dito nunca van a poder encontrarlo Allí Arriba… —¿Y por qué no? —preguntó Jack.

—Porque un camión lo atropelló en la autopista —respondió la ambición, esbozando una sonrisa cruel—. Lo único que queda de tu Dito en el Mundo de los Vivos son unas cuantas bolitas de plástico y un poco de pelusa. Y, como ya no pueden encontrarlo, se quedará aquí con nosotros para siempre.

—No —dijo Jack casi sin voz—. No me lo creo. No puede ser.

Pero, nada más decirlo, se acordó de su abuelo mirando a su abuela y negando con la cabeza disimuladamente cuando había vuelto a entrar en el coche después de buscar a Dito por la calzada de la autopista.

—Sí que puedes recuperarlo —aseguró el cerdito de Navidad con fiereza y sin soltarle la mano a Jack—. Te lo prometo, Jack, puedes salvar a Dito.

—Así se habla, Cerdito —dijo la esperanza—. La Ambición no ha tenido en cuenta qué noche es hoy Allí Arriba. —Miró al rey y continuó—: Estos dos valientes han venido al Mundo de las Cosas Perdidas con la esperanza de lograr lo imposible, y esta noche, la noche de los milagros y los casos perdidos, tienen una oportunidad.

—Una oportunidad muy merecida —añadió la felicidad—. Yo voto en contra de entregárselos al Perdedor.

—Y yo —dijo la esperanza.

—Entonces —intervino la ambición, y volvió a posar una mano en el brazo del poder porque su ira estaba a punto de estallar de nuevo—, tenemos tres votos a favor de entregárselos al Perdedor y cuatro en contra. Los Principios tienen la última palabra. —Se volvió hacia los seis hombrecillos azules idénticos—. ¿Estáis de acuerdo en que estos dos han incumplido la ley? —Sí —dijeron los principios al unísono.

—Pero ¡entregarle un niño de carne y hueso al Perdedor sería asesinato, y ése es el crimen más grave que existe! —gritó el cerdito de Navidad.

—Eso también es cierto —repusieron los principios a la vez.

—¡Yo sólo quiero recuperar a Dito! —exclamó Jack, desesperado—.

¡Nunca he querido hacerle daño a nadie! —¿Qué votáis, Principios? —preguntó la ambición ignorando a Jack—.

¿Qué debería pasarles a los mentirosos y a los infractores que desobedecen las leyes ancestrales del Mundo de las Cosas Perdidas? Sean cuales sean sus razones, ¿no estáis de acuerdo en que debemos entregárselos al Perdedor para que él los castigue como crea conveniente? —Sí —dijeron tres principios, pero los otros contestaron—: No.

—¡Siete a seis: hemos ganado nosotros! —le susurró Jack al cerdito de Navidad, pero justo entonces el poder se puso en pie.

—¡PUES YO VOTO QUE LOS VOTOS NO CUENTAN! —rugió enseñando los dientes y apretando los puños, y de un manotazo tiró el gigantesco caramelo de menta al suelo. Sin soltar la cuchara que utilizaba como espejo, la belleza resbaló poco a poco por la silla hasta desaparecer debajo de la mesa. La memoria, por su parte, empezó a mascullar algo sobre Amelia Louise, pero nadie oyó lo que decía porque entonces el poder gritó—: ¡AJUSTADORES DE PÉRDIDAS! ¡LLEVADLE ESTAS COSAS AL PERDEDOR!

En cuanto el poder pronunció esas palabras, las dos puertas en sendos extremos de la sala se abrieron de golpe y, con gran estrépito, irrumpió el grupo de Ajustadores de Pérdidas más numeroso que Jack había visto desde su llegada a Extraviadas. Vio maquinillas de afeitar, tijeras, tenazas y cuchillos; alicates, cinceles y aquel mazo enorme, y todos llevaban el sombrero negro con plumas de los guardianes del palacio. Jack y el cerdito de Navidad se levantaron inmediatamente de la silla, Jack cogió unas palomitas de maíz para arrojárselas, y el cerdito de Navidad levantó el caramelo de menta gigantesco.

—¡APRESADLOS! —gritó el poder. Por un momento, Jack tuvo la certeza de que iban a detenerlos y a llevarlos a la Guarida del Perdedor, y de que nunca volvería a ver ni a su madre ni a Dito.

Pero se llevó una sorpresa: lo rodeó un brazo fuerte y caliente, oyó un intenso aleteo y de pronto notó que se levantaba del suelo, por encima del estruendo que hacían todas aquellas cosas metálicas. La esperanza había cogido a Jack con un brazo y al cerdito de Navidad con el otro y volaba con sus inmensas alas por la sala mientras el poder, furioso, no paraba de gritar.

La felicidad aumentó la intensidad de su luz cegadora para aturdir a las cosas que los perseguían y la esperanza salió por una de las puertas de doble hoja y echó a volar por un pasillo oscuro.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Jack aferrándose fuertemente a sus vigorosos brazos mientras los Ajustadores de Pérdidas los perseguían con gran estrépito.

—A buscar a Dito —contestó la esperanza—. No tengo permiso para entrar en el sitio donde vive: allí sólo admiten a las Cosas más valiosas del Mundo de las Cosas Perdidas, pero puedo llevarte casi hasta el final; el último tramo tendrás que hacerlo solo. ¡Arranca ese tapiz de la pared! —añadió, y Jack estiró el brazo y tiró de una esquina del tapiz. La gruesa tela se desprendió y ondeó detrás de ellos; pesaba tanto que Jack tenía que emplear todas sus fuerzas para sujetarla, y entorpecía un poco su avance.

De todas formas, los gritos de los Ajustadores de Pérdidas se oían cada vez más lejos y, por un momento, creyó que habían conseguido escapar, pero la esperanza subió volando por una escalera de caracol con el tapiz en su estela y de pronto se encontraron frente a una puerta cerrada.

De nuevo parecía que no tenían escapatoria, pero la esperanza no se detuvo; planeó hacia la puerta y los cerrojos se descorrieron solos. La puerta se abrió de par en par y salieron volando al exterior, donde seguía nevando.

—¡Rápido! —dijo la esperanza posándose sobre el tejado dorado del palacio y depositando a Jack y al cerdito de Navidad en el suelo—. Envolveos en el tapiz para que pueda llevaros mejor. Hace frío y estáis mojados.

Jack y el cerdito de Navidad la obedecieron; entonces la esperanza volvió a desplegar sus poderosas alas, sujetó las esquinas del tapiz y echó a volar de nuevo.

Acurrucado en aquella hamaca improvisada, Jack oía los gritos de rabia de los Ajustadores de Pérdidas, que habían subido a toda prisa al tejado detrás de ellos, y los gritos del poder: «¡VUELVE! ¡TRÁELOS AQUÍ INMEDIATAMENTE!».

Pero la esperanza siguió volando y el sonido de aquellos gritos fue apagándose hasta extinguirse por completo. Ya sólo se oía el batir de las anchas y poderosas alas de la esperanza.

Aunque el tapiz tenía mucho polvo, allí dentro Jack y el cerdito de Navidad iban cómodamente acurrucados el uno contra el otro. Jack, en particular, agradecía que el cerdito de Navidad lo envolviera con sus patitas tras su peligrosa huida y ni siquiera le molestaba que oliera a las aguas estancadas del canal.

Una vez a salvo, Jack se dio cuenta de que por fin iba a reunirse con Dito, y se sintió tan emocionado que abrazó con más fuerza al cerdito de Navidad.

—¡Casi lo hemos conseguido! —exclamó—. ¡He pasado tanto miedo! ¿Tú no? —Sí, muchísimo —confesó el cerdito de Navidad—. Tenemos que darle las gracias a la Esperanza. Sin ella, ahora mismo iríamos camino de la Guarida del Perdedor.

—Es verdad —reconoció Jack. Subió la voz y dijo—: ¡Muchas gracias, Esperanza! —De nada —repuso ella—. ¿Vais cómodos? —Sí, mucho —respondió Jack.

—¿Seguro que no pesamos demasiado? —preguntó el cerdito de Navidad.

—No, qué va. He llevado a Cosas mucho más pesadas que vosotros.

—¿Cómo te perdieron, Esperanza? —preguntó Jack.

—Me temo que es una historia triste —contestó ella por encima del aleteo de sus alas—. Mi dueña está en la cárcel.

—¡¿En la cárcel?! —exclamó Jack—. ¿Y por qué? ¿Qué hizo? —Nada malo —respondió la esperanza—. Todo lo contrario: protestó contra un gobernante muy parecido al Poder y ese gobernante se enfureció y la encarceló con la excusa de que había desobedecido la ley. El juez no se atrevió a llevarle la contraria y por eso ahora mi dueña comparte una celda con otras diez reclusas; apenas les dan de comer y casi no tienen espacio donde tumbarse.

—¡Eso es terrible! —dijo Jack.

—Sí —coincidió la esperanza—. De momento, ella no puede imaginar que su situación vaya a mejorar porque la han condenado a veinte años de cárcel. A mí me perdió en cuanto oyó que le habían impuesto una pena tan larga, pero volverá a encontrarme, y antes de lo que ella cree.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jack.

—Porque tiene una familia maravillosa y muchos amigos fuera de la prisión —contestó la esperanza—. Cuando sepa que todos se están esforzando muchísimo para liberarla, me encontrará otra vez, y entonces la ayudaré a soportar la situación, por muy espantosa que sea. Ya sé que no brillo con tanta intensidad como mi amiga la Felicidad, pero mi llama no se apaga tan fácilmente.

Jack y el cerdito de Navidad se mecieron con suavidad en el tapiz mientras la esperanza seguía surcando el cielo. Jack pronto empezó a tener mucho sueño. Al cabo de un rato creyó oír un sonido nuevo, parecido a la respiración de una gran bestia dormida, y notó un olor que le resultaba vagamente familiar. Se retorció un poco, se asomó por el borde del tapiz y vio el mar, que estaba tan oscuro como el cielo nocturno. Seguía nevando, pero las alas de la esperanza, grandes y blancas, se reflejaban en el agua.

—¿Adónde vamos, Esperanza? —preguntó Jack.

—A la Isla de los Bienamados —contestó la esperanza—. Muy pocas Cosas del continente saben que existe. Las Cosas realmente queridas nunca salen de la isla y por eso las Cosas de las ciudades nunca las ven. Yo, en cambio, sé que la isla está allí porque la he sobrevolado. Pero ahora duérmete, porque el viaje es largo. Ya te despertaré cuando llegue el momento de que sigas tu camino solo. ¡Lo has hecho muy bien y podrás cumplir tu misión antes del día de Navidad! ¡Creo que volverás a casa como mínimo una hora antes de la medianoche! Así que Jack volvió a ponerse cómodo dentro del tapiz, cerró los ojos y apretó su cara contra la del cerdito de Navidad.

—¡Cuando pienso en las mentiras que nos ha dicho la Ambición, para que me creyera que nunca podría recuperar a Dito! —murmuró junto a la oreja empapada del cerdito de Navidad—. Quiero darte las gracias, Ito. Sin ti jamás habría podido recuperar a Dito.

—De nada —respondió el cerdito de Navidad con una voz extrañamente apagada—. Duérmete. Ya has oído a la Esperanza: todavía nos queda un buen trecho.

Jack cerró los ojos, volvió a estrujar al cerdito de Navidad, notó las bolitas de relleno de su barriga y aspiró su apestoso y agradable olor. Cuando ya estaba a punto de conciliar el sueño, notó un sabor a sal en los labios y pensó que debía de estar soñando con el mar que se extendía allí abajo, lejos de donde ellos volaban.

Transcurridas varias horas, Jack despertó al oír que la esperanza lo llamaba.

—Estamos llegando, prepárate —le dijo—. Me temo que vas a mojarte, pero ya no puedo llevarte más lejos.

Jack casi no podía abrir los ojos porque la luz que entraba por los extremos del tapiz era tan cegadora como la de la felicidad. El tapiz se había calentado y su pijama volvía a estar completamente seco. Hasta notaba los pies calientes. Entonces se fijó en que habían llegado a un sitio donde el sol brillaba con gran intensidad.

—¿Preparado? —dijo la esperanza—. Saca los pies primero: no hay mucha altura, estoy volando tan bajo como puedo.

—¡Vamos, Ito! —exclamó Jack.

—Tú primero —repuso el cerdito de Navidad.

Jack pensó que le daba miedo saltar porque no sabía nadar, así que le dijo: —¡Yo te estaré esperando cuando caigas al agua, Ito, no te preocupes! Jack avanzó retorciéndose hasta un extremo de la hamaca de tapiz. El olor a mar era mucho más intenso que antes, y notaba el calor del sol en los pies desnudos. Inspiró hondo, se dio impulso y saltó.

Tal como le había prometido la esperanza, la caída fue breve, y al cabo de unos segundos se encontró en un mar de aguas transparentes como el cristal y cálidas como la de una bañera que sólo lo cubrían hasta las rodillas. Miró alrededor y vio una isla preciosa y una playa de arena blanca con palmeras que se mecían suavemente. El cielo, de color azul violáceo, estaba despejado y salpicado de numerosos agujeros de encontrar, y allí, corriendo por la playa hacia él, a la cabeza de una multitud de juguetes viejos e impacientes por saber quién había llegado, estaba Dito.

—¡Dito! —gritó Jack, y se echó a reír y a llorar a la vez—. ¡Dito, soy yo! Dito estaba exactamente igual que siempre: gris, con las orejas torcidas y dos botones en lugar de ojos. Bajaba por la playa hacia el mar con una gran sonrisa en la cara y gruesos lagrimones de alegría rodando por las mejillas.

Jack corrió a su encuentro con los brazos abiertos y, cuando finalmente llegó hasta donde estaba, lo abrazó más fuerte de lo que ningún niño ha abrazado jamás a su muñeco de peluche y aspiró su olor a cama, a jardín y un poquito a la fragancia de la colonia de mamá que todavía quedaba en el sitio donde ella lo besaba cuando iba a darles las buenas noches a los dos.

—¡Te he encontrado, Dito! ¡Te he encontrado! —exclamó Jack entre sollozos, y un centenar de juguetes viejos y maltrechos se pusieron a lanzar vítores y a aplaudir con las manos, las patas y los cascos mientras un frailecillo que pasaba volando por ahí daba una voltereta en el aire—. ¡Ya está todo arreglado! Holly te tiró por la ventanilla y yo me enfadé muchísimo: sabía que estabas solo en la autopista y no podía soportarlo. Me puse a gritar y destrocé mi habitación… —Ya lo sé, Jack, ya lo sé —dijo Dito mientras le daba palmaditas en la espalda—. Pero no pasa nada. ¡Ya me has encontrado! ¡Ven a mi casa! Le puso una vieja y gastada pata sobre los hombros y lo acompañó hasta la orilla, donde todas las cosas bienamadas seguían aplaudiéndolos.

—Ahora vivo aquí —dijo señalando una casita de playa amarilla— con alguien a quien también conoces.

Entonces, para sorpresa de Jack, el ángel de tubo de papel higiénico saludó desde la ventana con una gran sonrisa en su rostro barbudo.

Por dentro, la casita de la playa era amplia y luminosa. Las ventanas ofrecían una vista maravillosa del mar y las palmeras.

—Pero ¡qué bonito es esto, Dito! —comentó Jack.

—Sí, ¿verdad? ¿Y te acuerdas de nuestro viejo amigo el Ángel de Tubo de Papel Higiénico? —¡Sí! —respondió Jack—. Pero yo creía… ¡yo creía que te había comido Toby! —Es que me comió —explicó el ángel de tubo de papel higiénico, que tenía una preciosa voz cantarina—. Me hizo añicos. Lo único que queda de mí Allí Arriba es un poco de lana que, si te fijas, encontrarás debajo de tu segundo paquete más grande.

—Pero… no lo entiendo —dijo Jack—. ¡Estás aquí! —Sí, mi parte Vivificada está aquí —confirmó el ángel de tubo de papel higiénico—. Tu mamá me quería tanto que tengo permiso para vivir eternamente en la Isla de los Bienamados.

—Pero entonces… —volvió a decir Jack, y miró a Dito. Acababa de ocurrírsele una idea horrible—. ¿Significa eso que…? ¡La Ambición me ha dicho que a ti te atropelló un camión, Dito! —Me temo… me temo que es así, Jack —contestó Dito con serenidad—.

Tu abuelo se arriesgó mucho Allí Arriba para tratar de rescatarme, pero entonces vino un camión y me pasó por encima. Tu abuelo vio cómo me destrozaba. Lo único que queda de mí en el Mundo de los Vivos son unas cuantas bolitas y un trozo de tela sucia.

—Pero ¡si estás aquí! —dijo Jack—. ¡Puedo tocarte! ¡Puedo sentirte y olerte! —Sí —respondió Dito. Llevó a Jack hasta un sofá con tapizado de rayas y se sentó a su lado—. Te lo debo a ti porque me querías muchísimo. Yo ya conocía esta isla. Cuando se pierden, las Cosas a las que sus dueños aman de verdad caen directamente en la Isla de los Bienamados. ¡Ni siquiera tenemos que pasar por Extraviadas! Hace años que tengo amigos aquí porque… —Los botones que Dito tenía en lugar de ojos centellearon—. Bueno, porque me perdías bastante a menudo, Jack.

—¿Y aquí nunca viene el Perdedor? —preguntó Jack.

—No, nunca. Tiene absolutamente prohibido pisar esta isla, y aunque viniera no podría hacernos daño. El amor de nuestros humanos nos ha hecho inmortales.

—Pero si aquel camión te destrozó cuando te atropelló, ¿cómo voy a llevarte a casa? ¡Ito me prometió que podría recuperarte! Entonces Dito y el ángel de tubo de papel higiénico se miraron muy serios.

—Bueno, mi hermano tiene razón… —dijo Dito—. Es verdad: si quieres, puedes llevarme al Mundo de los Vivos esta noche. Todavía es Nochebuena, la noche de los milagros y los casos perdidos. Sin embargo… —¡Lo hemos conseguido, Ito! —gritó Jack, y se volvió para ver al cerdito de Navidad.

Pero el cerdito de Navidad no estaba allí.

—¿Ito? ¿Dónde se ha metido? —preguntó Jack mirando alrededor. Entonces se levantó del sofá y corrió hasta la ventana—. Ha saltado al mar detrás de mí, ¿no? ¡Oh, no! —exclamó—. Dime que no se ha ahogado, por favor. ¡El agua no era muy profunda, creí que no le pasaría nada! Ahora que lo pensaba, no había oído el chapuzón del cerdito de Navidad al caer al agua: se había emocionado tanto al ver a Dito en la playa que se había olvidado de él. Miró por la ventana y divisó algo en el cielo, algo parecido a un pájaro gigantesco que se alejaba volando de la isla: era la esperanza, que regresaba al continente. Y… todavía llevaba colgando el tapiz con un bulto dentro.

—El cerdito de Navidad no puede entrar aquí, Jack —explicó el ángel de tubo de papel higiénico con su voz cantarina—. Aquí sólo vienen las Cosas a las que sus dueños quieren muchísimo en el Mundo de los Vivos.

—Pero ¿por qué se ha ido? —preguntó Jack, y de pronto sintió miedo—.

Tengo que llevármelo a casa. ¡Le prometí que se lo daría a Holly! —Jack —dijo Dito, y volvió a ponerle una pata sobre los hombros—, mi hermano ya sabía que no podría regresar al Mundo de los Vivos contigo.

Ahora que mi cuerpo ha quedado destrozado Allí Arriba, sólo puedo irme del Mundo de las Cosas Perdidas si otro juguete idéntico a mí me sustituye. El cerdito de Navidad decidió ocupar mi lugar. Todas las Cosas sabemos que funciona así, pero jamás había oído que ninguna Cosa lo hubiera hecho voluntariamente.

—Pero ¿por qué lo ha hecho? —murmuró Jack—. ¿Por qué? —Porque quiere hacerte feliz —contestó Dito.

—No puede ser —dijo Jack casi sin voz—. Lo tiré contra el armario. Lo pisoteé. Intenté arrancarle la cabeza.

—Pero él entendía por qué hacías todo eso —continuó Dito—. Era un Sustituto, y los Sustitutos, una vez Vivificados, entienden a su dueño desde el primer momento. Él ya sabe todo lo que yo sé sobre ti y siempre te ha querido tanto como yo.

—Pero… pero ¿por qué no me lo ha dicho? —preguntó Jack, y se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¡Me aseguró que volvería conmigo! ¡Me hizo prometer que se lo daría a Holly! —Te mintió porque no quería hacerte sufrir, pero ya lo tenía todo planeado —dijo Dito—. Es un cerdito humilde: conocía tus sentimientos desde el principio y sabía que nunca significaría para ti lo mismo que yo. Por eso decidió sacrificarse, porque, para él, tu felicidad era más importante que la suya.

—¡Debería habérmelo dicho! —exclamó Jack. Tenía un nudo duro como un hueso de melocotón en la garganta—. ¡Yo creía que podríamos volver todos juntos a casa! ¡Creía que una vez allí podríamos seguir viéndonos! ¿Qué va a hacer cuando vuelva al continente? —Irá al páramo —dijo Dito—. Si yo quedo libre, el cerdito de Navidad debe sustituirme en el Mundo de las Cosas Perdidas, y como ha desobedecido la ley no una vez, sino muchas, cualquier Cosa que lo ayude se arriesga a que el Perdedor se la coma. Ito siempre ha sabido que, para salvarme, tendría que entregarse al Perdedor. Me temo… me temo que su tiempo se acaba.

Jack volvió a mirar por la ventana con los ojos llorosos. La esperanza ya sólo era un punto diminuto en el horizonte.

—¡Debería habérmelo dicho! —repitió Jack, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas—. ¡Lo que ha hecho no es justo! Se acordó de los focos del Perdedor barriendo el páramo y de aquella terrible historia que le había contado el cerdito de Navidad, y sintió un escalofrío al imaginarse al monstruo absorbiendo su parte Vivificada.

«Es lo que los humanos llaman “muerte”».

Entonces volvió dando traspiés hasta el sofá de rayas, se sentó y se puso a llorar.

—¡Yo no quería que pasara esto! —se lamentó—. ¡Yo no quería que lo capturara el Perdedor!

—Ya lo sé. —Dito se sentó a su lado y lo abrazó con sus patitas. El ángel de tubo de papel higiénico se sentó al otro lado. Él no podía rodearlo con sus brazos porque no tenía, pero dio un hondo y triste suspiro.

Jack no podía parar de pensar en todas las aventuras que había corrido con el cerdito de Navidad. Se acordó de cómo había fingido que no le caía muy bien, y se dio cuenta de que sólo lo había hecho para que él no se sintiera culpable más adelante; se acordó de que lo había salvado del Triturador gracias a su ingenio, y de su morrito asomando en las aguas verdosas de la Ciudad de las Añoradas antes de que él lo rescatara. Entonces se dio cuenta de que aquel sabor que había notado en los labios la noche pasada, cuando estaba envuelto en el tapiz, era el de las lágrimas de Ito. Mientras él estaba emocionado y feliz con la idea de llegar a la Isla de los Bienamados, Ito lloraba porque sabía que no volvería a verlo y que cuando llegaran a la Isla de los Bienamados tendrían que separarse definitivamente.

Jack siempre había pensado que si encontraba a Dito volvería a ser feliz, pero la verdad es que no se sentía nada feliz. En ese momento, cuando ya era demasiado tarde, se daba cuenta de que había acabado queriendo mucho a Ito por lo bueno y valiente que era, y que eso no quería decir que quisiera menos a Dito. Entonces comprendió realmente lo que significaba la Vivificación y supo lo que tenía que hacer.

—Dito —dijo—, tengo que rescatar a Ito.

Dito sonrió y su morro se arrugó exactamente igual que el morro de Ito.

—Confiaba en que tomaras esta decisión, Jack, y me alegro mucho.

—¿Vendrás… conmigo? —Sabes que no puedo —respondió Dito, y le puso una vieja patita gris en la mano—. Sólo puedes llevarte a uno de los dos a casa, pero si salvas a Ito yo estaré a salvo aquí, en esta isla preciosa, eternamente. Es un lugar maravilloso, y todos los días pienso en ti y en la suerte que tuve de que me quisieras.

Jack abrazó a su querido amigo. Lo necesitaba tanto, y desde hacía tanto tiempo, que parecía imposible que pudiese separarse de él; pero entonces se acordó de Ito y de lo mucho que Ito lo necesitaba a él en ese momento, así que soltó a Dito y, entre sollozos, preguntó: —¿Cómo voy a volver al Páramo de los Baladís? ¡La Esperanza ya se ha marchado! Se quedaron todos callados un momento y, entonces, el ángel de tubo de papel higiénico dijo: —Me parece que conozco a alguien que puede ayudarnos. Seguidme.

Jack y Dito siguieron al ángel de tubo de papel higiénico. Salieron de la casita de la playa y se dirigieron al pueblo que había detrás. Los edificios de la Isla de los Bienamados estaban pintados de colores de helado, las calles estaban impecables y los otros juguetes viejos (porque allí, por lo visto, sólo había juguetes viejos) los saludaban y les sonreían al verlos pasar. Al parecer, Dito tenía muchos amigos y allí no había Ajustadores de Pérdidas. Jack vio árboles de Navidad decorados con caracolas y estrellas de mar, tiendas en las que vendían cubos y palas, y un mercadillo donde vendían pelotas de playa y gafas de sol. Incluso había un hospital donde los juguetes viejos podían ir a que unas muñecas y unos ositos de peluche vestidos de médicos les remendaran los desgarrones y volvieran a coserles los ojos.

—Es aquí —dijo por fin el ángel de tubo de papel higiénico, y señaló una casa gigantesca que se alzaba justo en medio del pueblo. Sobre la puerta había un letrero que rezaba: EL TALLER.

Como Jack se había encogido y tenía la misma estatura que Dito, y como la puerta era del tamaño de las puertas humanas, no podía tocar el timbre.

—¿Quién vive aquí? —preguntó.

—Ahora lo verás —contestó el ángel de tubo de papel higiénico—.

Tendréis que llamar vosotros porque yo no tengo brazos.

—Sí, claro. Lo siento —dijo Jack—. Cuando te hice sólo tenía cuatro años.

Así que Jack y Dito golpearon la base de la puerta, aunque sólo los golpes de Jack hicieron ruido, porque las patas de Dito eran demasiado blandas.

Entonces oyeron, al otro lado de la puerta, unas pisadas tan fuertes que parecían de un gigante. Por fin, la puerta se abrió con un chirrido.

Ante ellos estaba un anciano muy alto con barba blanca como la nieve que llevaba una camiseta blanca y unos pantalones rojos.

—¿Papá Noel? —se sorprendió Jack—. ¿Qué haces tú aquí? —Pues… —empezó a decir Papá Noel, pero durante un instante no supo qué añadir—. Pues… no sé. Las Cosas también merecen tener sus Navidades, ¿no? Y por eso… tengo una casa de veraneo aquí. Pero ¿qué hace un niño de carne y hueso en el Mundo de las Cosas Perdidas? Jamás habría imaginado algo así. ¡Es más, no creía que fuera posible! —Sólo es posible esta noche —explicó Jack—. Bueno, suponiendo que Allí Arriba todavía sea Nochebuena.

—Sí, todavía es Nochebuena. —Papá Noel miró la hora en su reloj—.

Falta una hora para la medianoche.

—Menos mal. En ese caso —continuó Jack—, ¿podrías ayudarme a rescatar al cerdito de Navidad para que me lo lleve a casa, por favor? ¡Se ha ido al Páramo de los Baladís y tengo que salvarlo del Perdedor! —Ah —dijo Papá Noel. Se acarició la barba pensativo, lanzó un suspiro y añadió—: Me temo que eso no te lo puedo prometer.

—Vaya. —Jack se mordió el labio inferior para no echarse a llorar.

—Verás, es que no me dejan ir al continente —le explicó Papá Noel—. El Perdedor y yo… bueno, es un poco complicado: tenemos un acuerdo. Allí Arriba mando yo, por así decirlo, y Aquí Abajo manda él. Puedo llevarte al Páramo de los Baladís volando en mi trineo, pero una vez allí tendría que dejarte porque no estoy autorizado a aterrizar. ¿Estás seguro de que no prefieres volver a tu casa y a tu camita? Eso sería mucho menos peligroso, y puedo hacerlo sin ningún problema. ¡Está chupado! —No —respondió Jack enérgicamente—. Tengo que salvar al cerdito de Navidad.

—En ese caso —dijo Papá Noel—, eres un niño muy valiente. Voy a preparar mi trineo, espérame aquí.

Se metió en su casa y cerró la puerta, y Jack, Dito y el ángel de tubo de papel higiénico se quedaron esperando bajo el sol a que volviera a salir. La atmósfera era un poco rara: Jack todavía contenía las lágrimas. Había muchas cosas que quería decirle a Dito, pero no encontraba las palabras.

Por fin, oyeron ruido de cascos y un tintineo, y de detrás de la casa de madera salió Papá Noel, que ahora llevaba el gorro, la chaqueta y las botas y conducía su trineo tirado por ocho renos y cargado de regalos. Cuando vieron el trineo y a Papá Noel con el gorro y las botas, los juguetes que pasaban por la calle formaron un corro para verlo despegar, y con tantas cosas mirando, a Jack todavía se le hizo más difícil expresar con palabras todo lo que quería decirle a Dito.

—¿Preparado, Jack? —preguntó Papá Noel.

—Sí —respondió él—. Yo… sólo quiero… despedirme.

Miró al ángel de tubo de papel higiénico.

—Te echaremos de menos en lo alto del árbol.

—Gracias, Jack —dijo el ángel con su voz cantarina—. Yo también echaré de menos estar allí.

Entonces Jack miró a Dito.

—Ojalá pudieras volver conmigo a casa —murmuró.

Dito rodeó el cuello de Jack con sus patitas por última vez y él aspiró su tufillo a escondrijos, a la cueva calentita de debajo de las sábanas y un poquito a la fragancia de la colonia de mamá que todavía quedaba en el sitio donde ella lo besaba cuando iba a darles las buenas noches a los dos.

—La pérdida forma parte de la vida —le dijo Dito al oído rozándole el pelo con el morro—. Pero algunos seguimos viviendo aunque nos hayan perdido: eso es lo que consigue el amor. Yo me quedaré aquí, en la Isla de los Bienamados, y cuando abraces al Cerdito de Navidad también estarás abrazándome a mí porque somos hermanos gemelos, Jack, y todo lo que él siente lo siento también yo. Pero, si quieres salvarlo —continuó—, tienes que darte prisa. De todas las Cosas que hay en el páramo, a la que antes querrá capturar el Perdedor es al Cerdito de Navidad, porque servirá de advertencia a cualquier otro Sustituto que quiera engañarlo en el futuro.

—Adiós, Dito —se despidió Jack, y soltó a su gran amigo.

Jack se había encogido tanto que Papá Noel tuvo que cogerlo en brazos para subirlo al trineo.

—¡Me alegro mucho de haber visto dónde vives! —le gritó Jack a Dito, y volvió a enjugarse las lágrimas—. ¡Siempre he sabido que te encantaba la playa! —¡Sí, me encanta! —exclamó Dito, que tenía los botones de los ojos llenos de lágrimas, igual que Jack—. ¡Que tengas suerte, y dale muchos recuerdos a mi hermano! ¡Dile que lo quiero y dale las gracias por lo que ha intentado hacer! ¡Dile que es el cerdito más fabuloso y más valiente que jamás ha existido!

En cuanto el trineo se puso en marcha, aún salieron más juguetes de sus casas para verlos partir. Los renos empezaron a galopar y la cálida brisa le alborotó el pelo a Jack, que volvió la cabeza y vio cómo Dito y el ángel de tubo de papel higiénico se hacían más y más pequeños. Entonces, con un ruidoso tintineo y una fuerte ráfaga de aire caliente, el trineo despegó del suelo y, desde las alturas, Jack vio cómo la Isla de los Bienamados iba encogiéndose cada vez más. Al cabo de poco rato ya era apenas una motita dorada en medio del océano inmenso y azul.

Papá Noel era mucho más alto que Jack, que todavía tenía el tamaño de un juguete; pero es que además era la persona más famosa a la que él había conocido en su vida, y por eso se sentía demasiado cohibido para hablar. Por suerte, Papá Noel era muy parlanchín.

—Después de dejarte a ti, tendré que subir Allí Arriba y empezar a repartir regalos —explicó con una gran sonrisa en los labios.

—¿Cómo lo haces para recorrer el mundo entero y repartir tantos juguetes en una sola noche? —le preguntó Jack. Era una pregunta que se había hecho muchas veces.

—¡Ah! —respondió Papá Noel con un brillo travieso en los ojos—. Lo siento: me temo que es un secreto. Pero tiene que ver con la magia, como supongo que ya habrás imaginado.

—Sí, lo sospechaba —asintió Jack.

—Tú me has pedido una bicicleta, claro —recordó Papá Noel.

—Sí. Pero la bicicleta ya no me importa: lo que quiero es recuperar al cerdito de Navidad.

—Bueno, si consigues rescatarlo no te olvides de llevarlo a dar una vuelta en la bici —dijo Papá Noel—. A ese cerdito le encanta montar en bicicleta, aunque él todavía no lo sabe porque es demasiado nuevo.

—Claro, es lógico. —Jack se imaginó pedaleando a toda velocidad por su calle con el cerdito de Navidad metido en la sudadera, de la que sólo le asomaba la cabeza—. Es un cerdito muy intrépido, ¿verdad? —Ya lo creo —confirmó Papá Noel—. Hay que ser muy intrépido para desafiar al Perdedor.

—¿De dónde salió el Perdedor? —preguntó Jack.

—Buena pregunta —respondió Papá Noel, y dejó de sonreír—. Nadie lo sabe con certeza. Hay quien dice que lo crearon las personas; que Allí Arriba había tanta codicia y tanta crueldad que se derramaron hasta Aquí Abajo y empezaron a secuestrar Cosas para formarse un cuerpo. Otros dicen que el Perdedor existe desde los orígenes del tiempo: que es una especie de monstruo que envidia a los humanos y sus creaciones, y que por eso roba todo lo que puede. El caso es que, sobre todo, ansía hacerse con Cosas muy valoradas y queridas, como las que viven en la Isla de los Bienamados, pero a ésas no puede tocarlas, lo que le da muchísima rabia… »En fin —se interrumpió Papá Noel—, busca entre los regalos de la parte de atrás a ver si encuentras alguna prenda de abrigo.

Jack palpó los paquetes hasta que encontró uno blando y desenvolvió un osito de peluche que llevaba un jersey más o menos de su talla. Se alegró mucho porque la brisa cálida había empezado a enfriarse. El cielo pintado fue pasando de azul oscuro a gris, el sol desapareció detrás de unas nubes y, al cabo de un rato, la nieve volvía a formar remolinos alrededor.

Siguieron volando. El arnés de los renos tintineaba y el viento gélido le entumecía la cara a Jack, pero él no podía dejar de pensar en Ito, que seguramente ya habría llegado al Páramo de los Baladís. Debía de estar deambulando por allí, echándolo de menos, convencido de que él ya había regresado al Mundo de los Vivos y que estaba tan feliz por haber recuperado a Dito que ni se le ocurría preguntarse qué había sido de su sustituto.

Por fin, cuando el cielo ya había pasado de gris a negro y caía tanta nieve que se acumulaba en la barba de Papá Noel y en las pestañas de Jack, divisaron las luces de la Ciudad de las Añoradas. Sobrevolaron el tejado dorado del palacio del poder y los canales en los que se reflejaban el trineo de Papá Noel y los renos voladores, y no tardaron en llegar al extenso y oscuro páramo.

Entonces Papá Noel colgó un farolillo dorado de un gancho para iluminar un poco el terreno que sobrevolaban y Jack miró alrededor con la esperanza de ver al cerdito de Navidad. La sombra del trineo ondulaba sobre el suelo rocoso y nevado, pero no había ni rastro de ninguna cosa, hasta que distinguieron una lucecita roja que se movía.

—Son los Malos Hábitos —le dijo Jack a Papá Noel, y señaló el grupito de partes del cuerpo vagabundas entre las que seguía habiendo una boca que fumaba un cigarrillo—. No son muy simpáticos. Me parece que el Perdedor ha atrapado a unos cuantos —añadió, y volvió la cabeza para mirar a los malos hábitos mientras el trineo seguía volando—. La última vez que los vi eran más.

Siguieron volando tan bajo como Papá Noel consideró seguro, escudriñando el árido paisaje por si veían a Ito, pero no había ni rastro de él.

De pronto, un gran temor invadió a Jack: ¿y si había llegado demasiado tarde? ¿Y si el Perdedor ya había capturado a Ito?

—¡Brújula! —gritó de pronto. La oscilante luz del farolillo había iluminado un redondo cuerpo de latón que rodaba más deprisa que nunca—.

¡Papá Noel, déjame preguntarle a Brújula si ha visto a Ito! Dieron media vuelta y fueron hacia donde estaba la brújula, que se había quedado parada mirando fijamente el trineo.

—¡Papá Noel! —gritó la brújula.

—¡Sí, soy yo! —repuso Papá Noel, sonriente—. ¡Me alegro de ver que sigues por aquí, Brújula! —Bueno, ya sabes cómo me gustan las persecuciones —dijo la brújula, y giró sobre sí misma para seguir mirándolos mientras el trineo describía círculos por encima de ella—. Pero ¿vosotros qué hacéis aquí? —He venido a buscar al Cerdito de Navidad —le gritó Jack—. ¿Lo has visto? La aguja de la brújula de pronto giró hacia el sur, lo que le dio a su cara una expresión muy triste.

—Pues… sí, Niño Pijama, lo he visto —respondió.

—¿Dónde está? —preguntó Jack. Estaba empezando a marearse porque el trineo volaba describiendo unas curvas muy cerradas.

—Lo siento —contestó la brújula—. El Perdedor lo ha capturado hace media hora; él ni siquiera ha intentado huir. Yo le he gritado que corriera, pero se ha quedado allí plantado, esperando a que el Perdedor lo agarrara con su manaza.

—¡Oh, no! —susurró Jack.

Él tenía la culpa. Debería haber llegado antes, pero había perdido mucho tiempo tratando de decidirse, y ahora… —Entonces, ¿está en la Guarida del Perdedor? —preguntó Papá Noel.

—Es el único sitio donde puede estar —respondió la brújula—, aunque cabe la posibilidad de que el Perdedor ya se lo haya comido. Estaba muy contento de haberlo capturado. ¡Nunca lo había visto tan feliz! —Brújula, ¿sabes dónde está la Guarida del Perdedor? —le preguntó Jack.

—Por supuesto que lo sé —contestó ella.

—¿Me llevarías hasta allí? —¿Quieres ir a la Guarida del Perdedor? —preguntó la brújula, perpleja.

—¡Sí! —Jack se preparó para saltar—. ¡Ito es mi cerdito y todavía está Vivificado! ¡Voy a llevármelo a casa! —Jack —dijo Papá Noel cuando Jack estaba a punto de saltar—, después volveré e intentaré ayudarte. Es posible que pueda hacer algo por ti Allí Arriba. Mientras tanto, ten mucho cuidado. ¡Nada haría más feliz al Perdedor que capturar a un niño de carne y hueso!

—Tendré cuidado —le prometió Jack—. ¡Adiós, Papá Noel, muchas gracias! Entonces se levantó del asiento del trineo y saltó al páramo.

Cayó encima de una mata de cardos que no había visto y, aunque fue un aterrizaje muy incómodo y espinoso, peor habría sido aterrizar sobre aquel suelo rocoso.

—¡Adiós, Jack! ¡Buena suerte! —le gritó Papá Noel. Se alejó con su trineo y la luz dorada del farolillo fue haciéndose cada vez más pequeña, hasta extinguirse.

La brújula, atónita, miraba fijamente a Jack.

—¿Qué acaba de decir Papá Noel? —Rodó para acercarse un poco más a él—. ¿Que eres un niño de carne y hueso? —Sí —admitió Jack—. Soy humano. He bajado aquí a rescatar a Dito, pero él está feliz en la Isla de los Bienamados. Ahora quiero rescatar al Cerdito de Navidad. Por favor, si sabes el camino, llévame a la Guarida del Perdedor.

La brújula se quedó un momento mirándolo y entonces su voz resonó por el páramo: —¡De esto se hablará durante siglos! Un niño de carne y hueso que entró en la Guarida del Perdedor para buscar a su cerdito y… bueno, todavía no sabemos cómo acaba la historia, ¿no? —No, todavía no —repuso Jack—, pero si sabes el camino ¡llévame, por favor! La brújula empezó a rodar y Jack corrió tras ella por aquel terreno abrupto y pedregoso bajo la fuerte nevada.

—¡No te preocupes, no está muy lejos! —dijo la brújula de latón, rodando y trastabillando por las piedras.

Jack volvía a tener los pies doloridos y helados, pero nada de eso le importó. Sólo pensaba en Ito, que había dejado que el Perdedor lo capturara porque creía que él no lo quería.

No habían avanzado mucho cuando vieron en el horizonte un ardiente resplandor rojizo que iba haciéndose más grande y más intenso a medida que se acercaban.

—Está ahí delante —dijo la brújula—. ¿Ves ese fuego? El Perdedor vive en un agujero en medio del cráter y tiene una hoguera encendida todo el año.

Después de sorber la parte Vivificada de una Cosa y quedarse con las partes de su cuerpo que le interesan, echa el resto a las llamas.

Jack sintió un escalofrío, pero no redujo el paso. Por muy asustado que estuviera, tenía que hacer todo lo posible para salvar a Ito: no había vuelta atrás.

Cuanto más se acercaban a la Guarida del Perdedor, más grande e intenso era el resplandor; finalmente, el terreno empezó a descender y Jack distinguió, en medio del cráter, un gran agujero del que salía un humo negro e irritante.

Miró al cielo y no vio ni un solo agujero de encontrar.

—Para, Brújula —pidió casi sin aliento, y se detuvo—. El resto del camino tengo que hacerlo yo solo.

—No digas tonterías —respondió la brújula con entusiasmo—. Nunca he estado en la Guarida del Perdedor, ¡esto es muy emocionante! ¡Menuda aventura! ¿Sabes cuál es mi lema? —¿No tenía algo que ver con un rábano? —le preguntó Jack, que no se acordaba muy bien.

—No, eso era una moraleja —respondió la brújula—. Mi lema es: «Si te vas de acampada, calcetines de lana y paraguas por si acaso, pero si te vas al traste, que sea con un amigo del brazo». ¡No puedes enfrentarte tú solo al Perdedor! —Sí puedo, Brújula —replicó Jack—. Debo hacerlo. Tú eres demasiado importante. Las Cosas necesitan a una heroína ahí fuera, en el páramo, y tú eres la única lo suficientemente lista y valiente para sobrevivir.

—Vaya, qué cosas más bonitas dices —dijo la brújula—. Las Cosas nunca me hacen estos cumplidos; supongo que, como van con tantas prisas, se les olvida.

—Pues yo no me olvidaré de ti, pase lo que pase —le aseguró Jack—.

Adiós, Brújula, y muchas gracias por todo.

Entonces empezó a descender por la empinada cuesta hacia aquel gran agujero, resbalando y tropezando con las piedras sueltas. Sólo volvió la cabeza una vez para decirle adiós con la mano a la brújula mientras ella todavía podía verlo.

Corría tanto como podía, pese a que el fuego y el humo que salían del agujero le impedían ver. Hacía tanto calor que enseguida se le secó el pijama, y empezó a toser al tragar aquel denso humo negro que no olía a humo de hoguera de leña, sino que apestaba a tela, espuma y plástico quemados.

Y entonces, cuando estaba preguntándose si tendría que caminar mucho más porque iba pisando escombros calientes y le ardían los pies, resbaló sobre unos guijarros y, sin poder evitarlo, se precipitó en el agujero.

Mientras iba cayendo rodeado de humo, tuvo la certeza de que lo devorarían las llamas y nunca volvería a ver ni a su madre ni a Ito.

Jack tuvo muchísima suerte: esquivó el fuego y aterrizó en una superficie caliente y mullida que había justo al lado. Tardó un momento en darse cuenta de que estaba tumbado sobre una pila de algodón de relleno y jirones de ropa que el Perdedor les había arrancado a las cosas que se había comido. Como estaban tan cerca de la hoguera, aquellos restos humeaban y se consumían lentamente sin llegar a arder. Jack bajó reptando de allí tan deprisa como pudo y, resbalando y derrapando por las montañas de pelusa y tela chamuscada, fue hacia una pared de piedra que vio al fondo de la cueva.

Entonces oyó los gemidos y los gritos que, hasta ese momento, el chisporroteo de la enorme hoguera le había impedido oír. Entrecerró los ojos y miró alrededor.

La Guarida del Perdedor era una gigantesca caverna subterránea en cuyo centro ardía aquella gran hoguera. Colgadas en las paredes había numerosas jaulas llenas de las cosas que el Perdedor todavía no se había comido, y lo que había oído Jack eran los gritos de algunas de aquellas cosas. Aunque no todas gritaban: muchas estaban acurrucadas en el fondo de su jaula, silenciosas y tristes, conscientes de que se acercaba su fin. Casi todas eran cosas feas y corrientes: fabricadas y perdidas a millones, nadie las había cuidado ni las había amado, sólo habían existido para llenar brevemente un espacio y, después, descender al Mundo de las Cosas Perdidas.

Y ahí estaba también el Perdedor.

Era inmenso, pero Jack, concentrado en las jaulas, no se había percatado de su presencia porque había confundido su cuerpo con otro montón de desechos. El Perdedor estaba agazapado al otro lado de la hoguera y su horripilante cabeza rozaba el techo de la guarida del mismo modo que había rozado el cielo de madera del páramo. Los focos de sus ojos no estaban encendidos: allí no los necesitaba, pues el fuego ardía intensamente y proyectaba sombras parpadeantes en las paredes. Las llamas danzarinas se reflejaban en sus inexpresivos ojos de cristal y también iluminaban la reluciente coraza que recubría su cuerpo. Era evidente que sólo conservaba las partes más duras de las cosas muertas: las piezas de acero, plástico, cristal y piedra, lo que le daba el aspecto de un robot terrorífico. En ese momento estaba zampándose a un puñado de tenedores viejos, y de su boca salían despedidos pequeños fragmentos mientras los masticaba con sus destellantes colmillos, que parecían duros como el diamante.

El Perdedor no había visto caer a Jack en su guarida porque estaba al otro lado de la hoguera y se lo había tapado aquel humo negro y denso que salía de ella. Jack, frenético, miró en todas las jaulas que había alrededor y buscó al cerdito de Navidad aferrándose a la esperanza de que el Perdedor todavía no lo hubiese destrozado y sus bolitas de plástico no estuviesen diseminadas entre aquellos montones de desechos.

Pero no veía ningún muñeco de tela de toalla: sólo había juguetitos de plástico que venían en los paquetes de comida, revistas viejas y cargadores de aparatos que ya no funcionaban, cosas que nadie había lamentado perder ni había echado de menos. El miedo de haber llegado demasiado tarde no paraba de crecer.

Y de repente lo vio. Ito estaba dentro de una de las jaulas que había en la parte más alta de la pared; se aferraba a los barrotes con sus patitas y observaba al Perdedor comerse a aquellos tenedores viejos. Estaba harapiento después de haber corrido tantas aventuras: ya no era ni rosa ni suave, sino que estaba sucio, verdoso y tenía las orejas torcidas. A su lado, sentada en un rincón de la jaula y tapándose la cara destrozada con su única mano, estaba la angelita rota.

—Ya voy, no os desesperéis —susurró Jack, y se puso en pie como pudo.

Entonces el Perdedor acabó de masticar los últimos trocitos de metal retorcido y habló con una voz que resonó por toda la caverna: —¿Ahora sí tienes miedo, Cerdito? Su voz era la más terrible que Jack había oído en su vida. Sonaba aguda y estridente como el chirrido de unos frenos. Al oírla, tuvo la impresión de que el Perdedor sufría casi tanto como las cosas que estaban allí aguardando a la muerte.

—No —contestó Ito con su agradable voz—. Ya te lo he dicho: no tengo nada que perder y eso hace valientes a las Cosas. Puedes comerme cuando quieras, ya no me importa.

—¿Crees que perder a ese niño es peor a que yo te destroce? —preguntó el Perdedor con su voz chirriante—. ¿Peor que regresar a la nada, que no sentir nada, que no ser nada? —Prefiero no sentir nada que sentir lo que siento ahora —contestó el cerdito.

—¡No digas eso! —dijo Jack en voz baja, aunque sabía que el cerdito de Navidad no podría oírlo.

El Perdedor se levantó con dificultad sobre las púas de metal que le servían de pies.

—Antes de morir me tendrás miedo —prometió. Arrancó el candado de una jaula llena de cosas que estaba al lado de la del cerdito de Navidad y la angelita rota y sacó cincuenta pajitas de plástico flexibles de colores llamativos, una cometa barata y endeble y un horrible jarrón de cristal decorado con muchas filigranas. Jack las oyó gritar cuando el Perdedor volvió a ponerse en cuclillas, abrió su gran boca metálica y, una a una, fue metiéndose dentro a todas aquellas cosas.

Desesperado, miró alrededor y buscó la manera de llegar hasta la jaula del cerdito de Navidad. Las paredes de roca eran rugosas, y pensó que tal vez encontraría suficientes puntos de apoyo para trepar, así que estiró los brazos, buscó grietas en las que meter los dedos y empezó a impulsarse hacia arriba.

Le costaba escalar. La roca, que estaba muy caliente, le quemaba los dedos de las manos y los pies, y a sus espaldas oía el crepitar de las llamas y el rechinar de las mandíbulas del Perdedor, que seguía comiendo cosas de plástico y de cristal.

Por fin, llegó al nivel de las jaulas más altas. Allí aún le costaba más sujetarse a la roca caliente, y le preocupaba que las pobres cosas que estaban encerradas en las jaulas lo vieran y gritaran de sorpresa, alertando al Perdedor de su presencia. Sin embargo, la mayoría se tapaban los ojos para no ver al Perdedor, que en ese momento estaba quitándose fragmentos de cristal de entre los dientes e incrustándolos en su coraza: los lamía con su horrible lengua negra de goma, que parecía recubierta de una especie de adhesivo, y se los pegaba encima de las piezas de diferentes formas que ya tenía incrustadas.

Jack caminó por encima de las jaulas, que estaban calientes, y fue saltando de una a otra. Los barrotes le quemaban la planta de los pies, y cuando ya estaba muy cerca del cerdito de Navidad, que seguía mirando sin pestañear con sus ojitos negros al Perdedor, surgió un nuevo problema: todas las jaulas estaban cerradas con un pesado candado, y el que colgaba de la jaula de Ito era el más grande de todos.

Por fin, consiguió saltar a la jaula donde estaban el cerdito de Navidad y la angelita rota.

—Ito —dijo con un hilo de voz—. Soy yo, Ito. Estoy aquí arriba.

Ito miró hacia arriba y se quedó paralizado con los negros ojitos muy abiertos. La angelita rota se destapó la cara medio comida y también se quedó mirando a Jack.

—¡Jack! —susurró el cerdito—. Pero ¿qué… qué…? —¡He venido a rescataros a los dos! —respondió Jack, y se arrastró por el techo de la jaula para tratar de alcanzar aquel candado gigantesco—.

¡Vosotros sois míos y os voy a llevar a casa! —Pero… ¿y Dito? —Ya nos hemos despedido como es debido —contestó Jack mientras tiraba del candado—. Dito estaba de acuerdo en que yo hiciera esto. ¡Voy a sacaros de aquí! Pero no conseguía abrir el candado.

—¡No lo entiendo, Jack! ¡Tú querías mucho a Dito! —Creía que lo necesitaba —dijo Jack—. Pero tú me necesitas más.

—¡Tienes que irte de aquí! ¡No hay nada en todo el Mundo de las Cosas Perdidas que pudiera gustarle más al Perdedor que comerse a un niño de carne y hueso! ¡Serías la mejor presa que hubiera cazado jamás! —No pienso irme sin vosotros —insistió Jack, que seguía intentando romper el candado, pero sin éxito.

—¡Es demasiado tarde! —exclamó el cerdito de Navidad. Las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas—. Sólo faltan unos minutos para que sea Navidad. ¡Tienes que ponerte debajo de un agujero de encontrar! ¡A nosotros ya no nos queda ninguna esperanza, pero tú todavía puedes huir! Pero, antes de que Jack pudiese contestar, el Perdedor dio el chirrido más fuerte y terrorífico que pueda imaginarse, se levantó sobre sus patas puntiagudas de metal y sus ojos volvieron a proyectar una luz blanca que iluminó a Jack, al cerdito de Navidad y a la angelita rota, que se quedaron paralizados.

El Perdedor había descubierto al niño de carne y hueso.

—¿Qué es eso que veo? —preguntó el Perdedor con aquella voz horrible y chirriante—. ¡Un Sobrante muy distinto de todos los que he capturado hasta ahora! Jack metió una mano entre los barrotes de la jaula y le agarró una pata al cerdito de Navidad. La angelita rota le cogió la otra pata y los tres se apretaron unos a otros mientras el Perdedor caminaba lentamente hacia ellos, esparciendo trozos de cosas muertas por la caverna con sus puntiagudos pies de acero. Las cosas que estaban encerradas en las jaulas de las paredes gemían y gritaban porque se habían dado cuenta de lo que estaba pasando, y sabían que Jack, el cerdito de Navidad y la angelita rota pronto estarían en las fauces del Perdedor.

—Sabía que vendrías. Dime, niño —dijo el Perdedor—, ¿cómo es que los humanos sentís tanto amor por las Cosas? El aliento del Perdedor sacudió a Jack como un viento cálido y pestilente.

Olía como si todos los vertederos del mundo estuvieran en su estómago: a polvo, descomposición y ropa podrida; a ácido de pilas y goma quemada; a cosas inservibles, rotas, viejas… —No sentimos amor por todas las Cosas —respondió Jack con voz temblorosa—, sólo por algunas muy especiales.

—¿Y qué tiene de especial un cerdito barato y mugriento?

—Pues que es el cerdito más fabuloso y más valiente que ha existido nunca —contestó Jack con rabia.

—¿Tú… tú me quieres? —le preguntó el cerdito de Navidad en voz baja.

Jack le apretó aún más la patita y dijo: —¡Sí, claro que te quiero! —Pero… pero… ¿y Dito? —¡Se puede querer a más de una Cosa! —exclamó Jack. Entonces miró al Perdedor y agregó—: ¡Suelta a Ito y a la Angelita Rota! Ellos no se merecen que te los comas. ¡Nunca le han hecho daño a nadie, nunca han hecho nada malo! ¡Déjalos venir conmigo! El Perdedor echó la cabeza hacia atrás, abrió su horripilante boca enseñando aquella enorme lengua de goma, que parecía una gruesa anguila negra arrellanada entre sus brillantes colmillos, y soltó una carcajada.

Entonces dirigió sus ojos brillantes y cegadores hacia Jack y le gritó: —¿Qué pasa, niño? ¿Acaso no te han explicado lo que soy? ¡Yo arraso con todo! La Nochebuena está a punto de acabar… —El Perdedor iba acercándose; el resplandor rojo del fuego se reflejaba en sus terroríficos dientes de diamante y su aliento provocaba un repugnante vendaval—. Y cuando suene la última campanada de la medianoche quedarás atrapado aquí para siempre, y ya no tendrás ninguna posibilidad de regresar. Entonces te comeré, ¡y a lo mejor empezaré a sentir amor por las Cosas, igual que los humanos! Por las paredes, las cosas corrientes y desechadas gimoteaban, temblaban y sollozaban en sus jaulas.

—¡No, al niño no! ¡No te comas al niño! —¿Suplicáis por él? —se burló el Perdedor. Los focos de sus ojos barrieron las jaulas donde estaban todas aquellas pobres cosas baratas muertas de miedo—. Los humanos os fabricaron, os descartaron y os olvidaron. ¡Por su culpa os enviaron al Páramo de los Baladís! ¡Sois baratas y feas, y vuestros dueños os consideraron inútiles! ¡Deberíais alegraros de ver morir a un humano antes de que os haga pedazos también a vosotras! Pero Jack acababa de tener una idea. Sabía que quizá fuese demasiado tarde, pero no se le ocurría nada más que pudiese funcionar.

—¡Escuchadme! —les gritó a las cosas enjauladas sin soltarle la pata al cerdito de Navidad—. ¡Yo soy de carne y hueso, y me importáis! ¡Para mí no sois basura, y sé cómo sacaros de aquí! Y cuando acababa de pronunciar esas palabras, el gran candado de la jaula del cerdito de Navidad se hizo añicos. Las cosas que estaban colgadas en las paredes de la caverna gritaron de asombro y entonces, uno a uno, otros candados empezaron a romperse, y luego otros, y otros, por toda la caverna.

El Perdedor gritó enfurecido, pero Jack sabía qué había pasado: les había dado esperanza a las cosas, y no había candado capaz de contener la esperanza. Algunas de las cosas más valientes empezaron a salir de sus jaulas, ayudándose unas a otras a bajar.

—¡Todas tenéis la oportunidad de salir de aquí, os lo aseguro! —les gritó Jack a las cosas que seguían temblando, demasiado asustadas para salir de sus pequeñas cárceles—. ¡Sólo tenéis que creer! —¡No os mováis! —chilló el Perdedor, furioso al ver que las cosas empezaban a huir—. ¡Os está mintiendo! ¡No os mováis! ¡Volved aquí! ¡Me comeré a todas las que bajen! —¡No miento! —gritó Jack—. ¡Si todas creéis y tenéis esperanza…! Y entonces sucedió algo extraordinario, algo sencillamente maravilloso que sólo podía haber sucedido en la noche de los milagros y los casos perdidos, y sólo porque Jack nunca había renunciado a la esperanza, pues nada se pierde para siempre hasta que ésta se ha desvanecido por completo… El oscuro cielo de madera que había sobre la Guarida del Perdedor, donde antes no se veía ni un solo agujero de encontrar, empezó a resquebrajarse. Al oírlo, el monstruoso Perdedor miró hacia arriba y gritó enfurecido: había aparecido un agujero que no era oscuro como los agujeros de encontrar normales. Dentro brillaba una luz chispeante que giraba formando un remolino, como si contuviera magia en movimiento, y Jack comprendió en qué consistía aquella magia porque una vez, hacía mucho tiempo, cuando sólo tenía tres años, se había imaginado a Dito girando dentro de un agujero parecido a ése en una bicicleta mágica.

—¡Así es como podréis volver al Mundo de los Vivos! —gritó—. ¡Seguid abrigando esperanzas! El agujero no paraba de agrandarse; era ancho y dorado, y entonces ocurrió algo tan mágico que superó todo lo anterior: en lugar de caer un solo haz de luz dorada y salvar a una sola cosa, aquella luz chispeante y giratoria bajó formando una espiral y absorbió hacia su interior a cientos y cientos de cosas perplejas y felices. Fueron saliendo de sus jaulas; algunas eran de latón y otras de cartón, de madera, de papel o de plástico, pero todas reían y se dejaban arrastrar hacia aquel torbellino resplandeciente.

El Perdedor, desconcertado y enfurecido, no entendía lo que estaba pasando, y aunque giraba sobre sí mismo e intentaba atraparlas, las cosas se colaban entre sus largos dedos de acero y ascendían hacia el agujero que su esperanza había abierto en el techo.

—¡Las van a reciclar! —gritó Jack mientras la criatura monstruosa intentaba atrapar a las cosas, que se le escurrían de las manos—. ¡Allí arriba volverán a ser nuevas y a vivir! —¡No! —gritó el Perdedor con una ira salvaje—. ¡Los humanos no pueden quedárselas! ¡Son mías! ¡Mías! ¡Me pertenecen! Más allá del agujero resplandeciente por donde iban desapareciendo las cosas recién salvadas, sonaron las campanadas del reloj. En el Mundo de los Vivos ya era medianoche. La Nochebuena llegaba a su fin.

—¡Si no puedo quedármelas a ellas —bramó el Perdedor, enfurecido—, te tendré a ti! Estiró una de sus garras, con unos dedos largos como vigas de acero, y Jack, que oía las campanadas, comprendió que ahora ya no bastaría con tener esperanza. El único consuelo que le quedaba era notar la pata del cerdito en su mano. Cerró los ojos. La luz de los focos del Perdedor era cada vez más intensa y estaba cada vez más cerca.

Y entonces notó que caía… caía… caía… El tufo del aliento del Perdedor había desaparecido, pero Jack no abrió los ojos: siguió cayendo con los párpados apretados, aferrado a la pata del cerdito de Navidad. Lo arañaron unas hojas puntiagudas que olían a pino y siguió cayendo, cayendo, cayendo, hasta que notó el suelo bajo su cuerpo. A lo lejos, una voz decía su nombre. Una voz que él conocía.

—¿Esperanza? —murmuró.

Se abrió una puerta.

—¿Jack? —preguntó la voz—. ¡Jack! ¿Qué haces debajo del árbol? ¡Hemos estado buscándote por todas partes! Abrió los ojos. Estaba acurrucado en el suelo, bajo el árbol de Navidad de su casa, en medio de todos los regalos, y las lucecitas del árbol brillaban en la oscuridad por encima de su cabeza. Había hojas de pino esparcidas alrededor y él había recuperado su tamaño normal. El jersey del osito de peluche que llevaba puesto se había roto y ahora estaba a su lado, reducido a una bolita de lana. Con una mano todavía sujetaba la pata del cerdito de Navidad, y un poco más allá, con la mano intacta estirada sobre el suelo y tocando la otra pata del cerdito, estaba la angelita rota.

—¡Lo he encontrado, Brendan! —exclamó la madre de Jack, y se arrodilló para mirar a su hijo entre las ramas del árbol—. Pero ¿qué haces aquí metido, Jack? He ido a tu dormitorio a darte un beso y no estabas.

¡Menudo susto me has dado! Estiró un brazo y ayudó a Jack a salir reptando de debajo del árbol con Ito en una mano y la angelita rota en la otra, y entonces lo abrazó y él la abrazó a ella. Era maravilloso volver a estar en casa.

—Siento mucho lo de Dito —le dijo su madre a Jack—. El abuelo me ha contado lo que ha pasado y, al no encontrarte en la cama, he pensado que a lo mejor te habías escapado para ir a buscarlo y… —¡Eso es lo que he hecho! ¡He ido a buscar a Dito! —exclamó Jack—. Y el Perdedor ha estado a punto de comerme, pero he conseguido escapar no sé cómo… Entonces vio la bicicleta nueva y reluciente con un gran lazo rojo que estaba apoyada en la pared, junto al árbol, con el manillar tocando las ramas.

Soltó a su madre y la señaló.

—¡Sí sé cómo! ¡Papá Noel ha dicho que más tarde intentaría ayudarme! ¡Ha liberado a la Angelita Rota! —¿Cómo? —dijo su madre, confundida.

Jack le enseñó la angelita mordisqueada y con el ala torcida.

—Se había quedado atrapada en las ramas de la parte de atrás del árbol, ¿lo ves? Pero ¡cuando Papá Noel ha puesto mi bicicleta nueva ahí, ha sacudido el árbol a propósito y la ha liberado! ¡Por eso la Angelita Rota ya no estaba perdida, y nos ha subido al cerdito de Navidad y a mí al Mundo de los Vivos! —Pero ¿qué dices, Jack? —preguntó su madre entre risueña y preocupada. Brendan entró corriendo en el salón y se dio una palmada en el pecho.

—Menos mal —dijo mirando a Jack—. ¡Creíamos que te habías perdido! —¡Es que me había perdido! —exclamó Jack.

Entonces entró Holly. Todavía tenía los párpados hinchados porque había llorado mucho, pero cuando vio que Jack estaba sano y salvo al lado del árbol de Navidad, lanzó un gran suspiro de alivio.

—¡Estaba en el Mundo de las Cosas Perdidas! —les explicó Jack—. ¡Ito y yo hemos ido allí juntos! ¡He encontrado a Dito y está feliz… siempre he sabido que le encantaba la playa… y he conocido a muchas Cosas distintas, y había diferentes ciudades y el Perdedor ha estado a punto de comerme, pero entonces la Angelita Rota nos ha salvado! ¡Tenemos que conservarla! —Le mostró la angelita maltrecha a su madre.

—Bueno —dijo ella sonriendo, y cogió a la angelita—, ahora sí que parece un miembro más de esta familia. Antes de que la atacara Toby parecía demasiado cursi para nosotros.

—¿La curarás, mamá? —le rogó Jack—. ¿Como hiciste con Dito cuando le cosiste los ojos nuevos? —Claro que sí —contestó su madre. Entonces olfateó un poco y añadió —: ¿Por qué hueles a humo? ¿Y por qué llevas el pijama manchado de barro? —Ah, el olor es de la hoguera de la Guarida del Perdedor, y el barro es de cuando me abrazó el Conejito Azul —respondió Jack—. En el Mundo de las Cosas Perdidas es difícil no mancharse.

—Bueno, no lo sé, pero lo que está claro es que ese cerdito necesita un baño.

—Todavía no —pidió Jack, y apretó al cerdito de Navidad contra su pecho—. Todavía le da miedo el agua porque no sabe nadar. Por eso tiene este color verdoso: ha estado a punto de ahogarse en un canal. Antes de que lo metas en la lavadora tendré que explicárselo bien o pasará mucho miedo.

Además, quiero darle un paseo en mi bicicleta nueva. Le encanta montar en bicicleta, me lo ha dicho Papá Noel.

—Veo que has tenido un sueño muy interesante —dijo su madre—, ¡y no deberías haber visto la bicicleta todavía! ¡Aún no es Navidad! —Bueno, ahora mismo… —murmuró Brendan mirando la hora— pasa un minuto de la medianoche.

—Tengo hambre —dijo Jack—. Llevo tres noches fuera de casa y en el Mundo de las Cosas Perdidas no he podido comer nada porque entonces se habrían dado cuenta de que era de carne y hueso. —Miró a su madre y a Brendan: los dos sonreían de esa forma tan antipática como sonríen los adultos cuando creen que saben mejor que tú lo que ha pasado, aunque tú estuvieras allí y lo vieras todo—. No me creéis.

—¿Y si voy a preparar chocolate caliente? —propuso la madre de Jack sin dejar de sonreír, y se llevó a la angelita rota. Brendan encendió la chimenea eléctrica y fue a la cocina a ayudarla, y Holly y Jack se quedaron solos.

—Yo sí me creo que has estado en el Mundo de las Cosas Perdidas —dijo ella con voz ronca—. De verdad, Jack. Y me alegro de que hayas visto a Dito y de que esté contento. Y siento mucho, muchísimo, haberlo tirado por la ventanilla del coche.

—Bueno, gracias… —respondió Jack—. Ahora vive en una casita preciosa en la playa, con el Ángel de Tubo de Papel Higiénico, y yo tengo a Ito. Dito dice que Ito es el cerdito más fabuloso y más valiente que jamás ha existido, y tiene razón.

—¿Qué más ha pasado mientras estabas en el Mundo de las Cosas Perdidas? —le preguntó Holly.

Se sentaron los dos junto a la chimenea y Jack le habló de Desechables y del sheriff Gaff; de la fiambrera y el inhalador; de Dónde-lo-habré-metido, doña Rosita y la Poesía; de su largo viaje por el Páramo de los Baladís; de la brújula y el conejito azul; de las cosas tan raras que había visto en la Ciudad de las Añoradas y de su huida de la Guarida del Perdedor.

—Sé que me he portado muy mal contigo, Jack —dijo Holly cuando él por fin hizo una pausa para respirar—, y te prometo que nunca volveré a maltratarte.

—Te creo. —Jack se acordó de la jefa, a la que no había mencionado todavía. Había sentado a Ito sobre una de sus rodillas para que él también pudiese calentarse con la chimenea—. Pero me parece que deberías dejar la gimnasia. Sé que ya no te gusta y que preferirías dedicarte a la música.

—¿Cómo… cómo sabes eso? —preguntó Holly, sorprendida—. ¡No se lo he contado a nadie! —En el Mundo de las Cosas Perdidas te enteras de muchas cosas — contestó Jack.

—Yo siempre había querido ir a las Olimpiadas —dijo Holly mirando el fuego—, pero ahora ya no: preferiría pasar los fines de semana con mis amigos en lugar de estar entrenando sin parar.

—Perder una ambición no es nada malo —repuso Jack—. Allí Abajo conocí a una Ambición perdida. Era horrible, pero estoy seguro de que tú encontrarás una Ambición estupenda.

—Me gustaría aprender a tocar la guitarra… —confesó Holly.

—Vaya, pues estás de suerte —terció Brendan, que acababa de entrar en el salón con dos grandes tazas de chocolate caliente—. Judy y yo acabamos de acordar que podéis abrir un regalo cada uno antes de ir a acostaros. Y Holly, creo que tú deberías desenvolver ese paquete grande, el del papel dorado.

Jack desató el lazo rojo de su bicicleta nueva y le enseñó al cerdito de Navidad todos los detalles que la hacían especial, y Holly rompió el papel de su paquete más grande, que contenía una guitarra negra y reluciente.

Entonces, mientras ella aprendía su primer acorde, Brendan ayudó a Jack a ajustar el asiento de su bicicleta y mamá apareció con la angelita rota.

Le había puesto un trocito de gasa en la cara para taparle la parte que le faltaba, le había enderezado el ala torcida y le había vendado el brazo sin mano. Entonces Brendan, que era el más alto, la cogió y la puso en la punta del árbol de Navidad, y la angelita les sonrió a todos desde allí arriba con orgullo, como si aquellos vendajes fueran lo que siempre había deseado.

—Me gusta —opinó la madre de Jack—. Parece simpática, ¿verdad? Bueno, vosotros dos: si os habéis acabado el chocolate, es hora de ir a la cama. Ya jugaréis más tarde con vuestros regalos.

Jack y Holly subieron la escalera y se dieron las buenas noches en el rellano. Luego Holly se metió en su habitación y la madre de Jack entró en la de su hijo para darle un beso de buenas noches.

Las cosas que había en la habitación ya no hablaban ni se movían, y ninguna tenía ojos ni brazos, excepto las que siempre los habían tenido. Jack se acurrucó bajo el edredón y su madre le dio un beso; luego le dio otro al cerdito de Navidad. A continuación apagó la luz, salió y cerró la puerta.

Jack se hizo un ovillo en la cama y aspiró el olor de Ito, que olía a agua del canal, a humo y un poquito a la fragancia de la colonia de mamá. Pronto tendrían que meterlo en la lavadora, pero él sabía que al final acabaría oliendo a hogar y a la cálida cueva de debajo de las sábanas.

—Buenas noches, Ito —dijo en voz baja—. Feliz Navidad.

Y, agotado después de tantas aventuras, se quedó dormido casi al instante.

Ya no era Nochebuena, la noche de los milagros y los casos perdidos, y sin embargo dos patitas abrazaron a aquel niño que dormía profundamente.

—Buenas noches, Jack —susurró el cerdito, y sus lágrimas de felicidad mojaron la almohada—. ¡Feliz Navidad!

--------------------------

El cerdito de Navidad, que llevo años desarrollando, está muy cerca de mi corazón. Dejarlo libre por fin ha sido una experiencia catártica y placentera.

Mi más sincero agradecimiento a Aine Kiely, una de mis amigas más antiguas y queridas, quien actuó como mi brújula personal cuando me recordó, en un momento sombrío, que la Navidad llega todos los años, salvando así mi cordura. Gracias a Aine he disfrutado tanto escribiendo este libro.

Ruth Alltimes fue la editora perfecta para trabajar en este proyecto. Su perspicacia, entusiasmo y empatía hicieron que el proceso de edición fuera un placer absoluto. También estoy inmensamente agradecida a Emily Clement, de Scholastic, por sus aportaciones, todas las cuales mejoraron la historia.

Mi agradecimiento, como siempre, a mi amigo y agente, Neil Blair, y a todos los miembros de The Blair Partnership que han estado involucrados en El cerdito de Navidad.

Muchísimas gracias a mi indispensable equipo de gestión, Nicky Stonehill, Rebecca Salt y Mark Hutchinson, por permitirme contarles toda la historia durante una comida. Limitadme a dos copas en el futuro.

Sin Fiona Shapcott, Di Brooks, Angela Milne y Simon Brown, probablemente todavía estaría escribiendo el último libro menos uno. Gracias por todo lo que hacéis.

Finalmente, y lo más importante, gracias a mi familia. El cerdito de Navidad Vivificó cuando cinco Murrays estaban sentados en una playa y les expliqué el Mundo de las Cosas Perdidas. Vuestro entusiasmo, interés y preguntas de lógica (Dec) me hicieron seguir escribiendo. Sólo resta decir que cualquier parecido entre las Cosas de estas páginas y las Cosas que nuestra familia puede haber perdido o encontrado es, por supuesto, completamente intencional.

J. K. Rowling (Yate, Gloucestershire, Reino Unido, 1965) es autora de la famosa saga de Harry Potter, venerada por lectores de todo el mundo. De la serie, traducida a ochenta idiomas, se han vendido más de 500 millones de ejemplares y han inspirado ocho películas de enorme éxito de taquilla. La complementan tres libros publicados con fines benéficos, entre ellos Animales fantásticos y dónde encontrarlos, que ha inspirado una nueva serie de películas. Asimismo, J. K. Rowling colaboró con el dramaturgo Jack Thorne y el director John Tiffany en la obra de teatro Harry Potter y el legado maldito.

En 2020 volvió a escribir un libro para niños, El ickabog, un cuento de hadas que publicó de forma gratuita en línea durante el confinamiento. Meses más tarde se publicó en papel y, a través de su fundación benéfica, Volant, donó todos los derechos de autor para ayudar a los grupos vulnerables más afectados por la pandemia de COVID-19.

J. K. Rowling ha recibido numerosos premios y distinciones por sus libros (entre ellos, la serie del detective Cormoran Strike, que publica con el seudónimo Robert Galbraith). Asimismo, apoya diversas causas humanitarias a través de Volant y es la fundadora de la organización benéfica infantil Lumos, que lucha por la desaparición de los orfanatos.

J. K. Rowling siempre quiso ser escritora, y muchos de los mejores momentos del día los pasa sola en su habitación, inventando nuevas historias. Vive con su familia en Escocia. Para más información sobre J. K. Rowling, visita: «www.jkrowlingstories.com».

Jim Field es ilustrador, diseñador de personajes y director de animación. Ha ilustrado una serie de libros infantiles de gran éxito y multipremiados, entre ellos Oi Frog! y The Lion Inside, así como la serie de ficción juvenil Rabbit and Bear, las novelas infantiles de David Baddiel y su propio libro ilustrado bilingüe, Monsieur Roscoe On Holiday.

Sus libros están disponibles en todo el mundo y han sido traducidos a más de treinta idiomas. Jim creció en Farnborough, trabajó un tiempo en Londres y ahora vive en París con su mujer y su hija.

-----------------

DESCARGA ESTE LIBRO CON ILUSTRACIONES 

O LEE CON EL LECTOR DE LIBROS EN LÍNEA 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares