Dito es el juguete preferido de Jack. Siempre ha estado a su lado, en los buenos y malos momentos.
Hasta que el
día de Nochebuena sucede algo terrible: Dito se pierde. Pero es una noche
especial, una noche para los milagros y los casos perdidos, una noche en la que
los objetos, incluidos los juguetes, pueden cobrar vida. Y el juguete que le
han regalado a Jack, el nuevo cerdito de Navidad (el frustrante sustituto de
Dito), tramará un plan muy arriesgado.
Juntos se
embarcarán en un viaje mágico para intentar recuperar y salvar al que hasta
ahora ha sido el mejor amigo de Jack.
J. K. Rowling
El cerdito de Navidad
Dito era un cerdito de juguete hecho de suavísima tela de toalla. Tenía la barriga rellena de bolitas de plástico, por eso era tan divertido lanzarlo al aire.
Sus patas, blanditas, eran del tamaño perfecto para enjugarse las lágrimas.
Cuando su dueño, Jack, era más pequeño, todas las noches se quedaba dormido chupándole una oreja.
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Dito se llamaba así porque, cuando Jack empezó a hablar, decía «Dito» en lugar de «cerdito». Cuando era nuevo, era de un rosa salmón y tenía unos ojos de plástico negros y brillantes, pero Jack ya no se acordaba de aquello; para él, Dito siempre había sido gris y descolorido, con una oreja que de tanto chupeteo se le había quedado torcida. Se le cayeron los ojos y durante un tiempo tuvo dos agujeritos en la cara, pero la madre de Jack, que era enfermera, le cosió unos botones para reemplazar las cuentas de plástico que se habían perdido. Esa tarde, cuando Jack volvió de la guardería, encontró a Dito sobre la mesa de la cocina, envuelto en una bufanda de lana, esperando a que él le quitase el vendaje que le tapaba los ojos. Su madre incluso había escrito un informe médico: «Dito Jones. Operación: coser botones. Cirujana: mamá».
Desde que tenía
dos años, Jack nunca se iba a la cama sin su cerdito, lo que a menudo causaba
problemas porque, cuando llegaba la hora de acostarse, Dito casi nunca aparecía.
A veces, los padres de Jack tardaban mucho en encontrarlo y al final salía de
los sitios más insospechados: de dentro de unas zapatillas de deporte o de una
maceta.
—Pero ¿por qué
lo escondes, Jack? —le preguntaba mamá cada vez que encontraba a Dito
acurrucado en un cajón de la cocina o debajo de un cojín del sofá.
La respuesta
era un secreto entre Jack y Dito: Jack sabía que a su muñeco le gustaban los
rincones acogedores donde podía acurrucarse y dormir.
A Dito le
gustaba hacer las mismas cosas que a Jack, por ejemplo, meterse a gatas debajo
de los matorrales o en pequeños escondites, y también que lo lanzasen al aire
(a Jack le gustaba que lo lanzase su padre y a Dito, que lo lanzase Jack). A
Dito no le importaba ensuciarse ni caer por error en un charco siempre que Jack
y él estuviesen pasándolo bien juntos.
Un día,
cuando Jack tenía tres años, metió a Dito en el cubo del reciclaje.
Había oído a
su madre decir que aquel cubo era para «reciclar», y la palabra, que no conocía,
le hizo pensar en una bicicleta, así que esperó a que ella saliera de la cocina
y metió a Dito en el cubo creyendo que, cuando le pusiera la tapa, el muñeco
podría darse una vuelta en bici. Su madre se rió mucho cuando él le confesó que
no paraba de asomarse al interior del cubo porque intentaba pillar a los
objetos que había dentro dando vueltas. Entonces ella le explicó que «reciclar»
no tenía nada que ver con montar en bicicleta. Las cosas que metían en aquel
cubo se las llevaban para convertirlas en otras cosas, de modo que pudieran
tener una vida nueva. Como es lógico, Jack no quería que Dito se marchara ni
que lo convirtieran en otra cosa, así que nunca volvió a meterlo en el cubo del
reciclaje.
Dito corría
muchas aventuras y eso le daba un tufillo muy interesante que a Jack le
encantaba. Era una mezcla de olores: el de los sitios que había visitado, el de
la cueva tibia y oscura de debajo de las sábanas de Jack y un poquito el de la
fragancia de la colonia de mamá porque ella también abrazaba y besaba a Dito
cuando iba a darle las buenas noches a su hijo.
De vez en
cuando, mamá decidía que Dito apestaba un poco más de la cuenta y que
necesitaba un lavado a fondo. La primera vez que metió a Dito en la lavadora,
Jack se tumbó en el suelo de la cocina y se puso a chillar de rabia y de
angustia. Su madre intentó explicarle que el cerdito se lo estaba pasando en
grande girando en el tambor, pero Jack no la perdonó hasta que, esa misma
noche, Dito volvió a la cueva de debajo de las sábanas seco, suave y oliendo a
detergente para la ropa. Jack pronto se acostumbró a que metieran a Dito en la
lavadora, pero siempre esperaba impaciente a que recuperase su tufillo
particular.
Lo peor que
le había pasado a Dito era que, cuando Jack tenía cuatro años, lo había perdido
en la playa. Papá ya había recogido las toallas y mamá estaba ayudándolo a
ponerse la camiseta cuando, de pronto, Jack se acordó de que había enterrado a
su cerdito en algún sitio, aunque no sabía exactamente dónde. Lo buscaron hasta
que empezó a ponerse el sol y la playa se quedó casi completamente vacía. Su
padre estaba enfadadísimo y Jack lloraba a lágrima viva, pero su madre le repetía
que no debía perder la esperanza y seguía excavando por todas partes con las
manos. Entonces, justo cuando su padre estaba diciendo que iban a tener que
marcharse sin Dito, Jack hundió un pie descalzo en la arena y sus dedos tocaron
algo blandito. Aún llorando, pero de felicidad, desenterró a su muñeco. Su
padre dijo que no volverían a llevárselo a la playa, pero a él le pareció muy
injusto porque a Dito le encantaba la arena y ésa era precisamente la razón por
la que él lo había enterrado.
Poco antes de
que Jack empezase a ir al colegio, llegó una carta en la que se pedía a los
padres que los niños llevaran su muñeco de peluche favorito el primer día de
clase. Todos los compañeros de Jack, sin excepción, llevaron un osito, pero
Jack, por supuesto, llevó a Dito. Fueron saliendo a la pizarra por turnos y
explicaron cómo se llamaban sus respectivos muñecos y por qué les gustaban
tanto. Cuando le tocó a Jack, les explicó por qué Dito se llamaba así, lo de la
operación de los ojos y lo del día en que se quedó enterrado en la playa y
estuvo a punto de perderse para siempre. Las historias y las aventuras de Dito
hicieron reír a toda la clase y, cuando terminó de hablar, todos aplaudieron.
No cabía duda de que Dito era el muñeco más gracioso y más interesante, aunque
también fuese uno de los más andrajosos. A la hora del recreo, Jack y un niño
que se llamaba Freddie jugaron a pasarse a Dito, y a Jack se le cayó en un
charco, así que esa noche hubo que volver a meterlo en la lavadora.
Cuando Jack
tenía un mal día en el colegio (cuando sacaba malas notas, o se enfadaba con
Freddie, o alguien se burlaba de su cuenco de arcilla porque le había quedado
torcido), Dito estaba esperándolo en casa para enjugarle las lágrimas con sus
blandas patitas. Cuando le pasaba algo, fuera lo que fuese, Dito estaba a su
lado, comprensivo, dispuesto a perdonar y con aquel reconfortante olorcillo a
hogar que siempre recuperaba por mucho que mamá lo metiera en la lavadora.
Una noche,
cuando hacía poco que había empezado el curso, a Jack lo despertó un ruido.
Buscó a Dito a tientas y lo abrazó en la oscuridad.
Alguien
estaba gritando, y su voz se parecía mucho a la de su padre.
Luego oyó que
algo se rompía y a una mujer que gritaba: parecía la voz de su madre, pero la
forma de hablar era muy diferente. Jack estaba asustado. Se quedó escuchando un
rato más, tapándose la boca y la nariz con Dito, y notó que el cerdito también
tenía miedo.
Supuso que
sus padres estaban enfrentándose a un ladrón. Sabía qué número tenía que marcar
para llamar a la policía, así que se levantó de la cama a oscuras y fue hasta
el rellano procurando no hacer ruido. Luego bajó la escalera de puntillas sin
soltar a Dito. Su padre seguía gritando y su madre seguía chillando; sin
embargo, Jack no conseguía distinguir la voz del ladrón.
Entonces la
puerta del salón se abrió de par en par y su padre salió al recibidor dando
grandes zancadas. No iba en pijama, sino que llevaba unos vaqueros y un suéter,
y no vio a Jack en la escalera. Abrió la puerta de la calle, salió y cerró de
un portazo. Jack le oyó encender el motor del coche, que estaba aparcado en el
camino de la casa. Y entonces su padre arrancó y se marchó.
Jack entró
sin hacer ruido en el salón. Había una lámpara en el suelo y su madre estaba
sentada en el sofá, tapándose la cara con las manos y llorando.
Al oír los
pasos de su hijo, levantó la cabeza sorprendida y empezó a llorar más fuerte
que antes. Jack pensó que su madre se lo explicaría todo y lo tranquilizaría,
pero cuando corrió a su lado ella sólo lo abrazó muy fuerte, como él abrazaba a
Dito cuando se hacía daño o estaba muy triste.
Después de
aquella noche, papá ya no siguió viviendo con ellos.
Sus padres le
explicaron a Jack por separado que ya no querían continuar estando casados. Él
les contó que en el colegio había otros niños cuyos padres no vivían juntos. Se
dio cuenta de que les daba miedo que se llevara un gran disgusto al saber
aquella noticia, así que fingió que no le afectaba demasiado.
Sin embargo,
algunas noches, después de que mamá le diera un beso y cerrara la puerta, Jack
lloraba con la cara apoyada en el cuerpo blando de Dito. Dito lo sabía todo y
lo entendía todo sin que él tuviera que contárselo: sabía que estaba tan triste
que le dolía el corazón y le enjugaba las lágrimas con sus patitas. A oscuras
con Dito, Jack no necesitaba fingir.
Cumplió seis
años y, poco después, su padre lo llevó a una hamburguesería, le regaló una
gran caja de Lego y le explicó que había encontrado trabajo en el extranjero.
—Pero
podremos hablar por teléfono cuando queramos —le dijo— y podrás venir en avión
a visitarme. Será divertido, ¿no? A Jack, aquello no le parecía ni la mitad de
divertido que tener a papá en casa para jugar con él, pero no se lo dijo. Se
estaba acostumbrando a no decir las cosas.
Después, su
madre le contó que había conseguido un nuevo empleo en un hospital muy grande y
que le parecía buena idea que se fueran a vivir más cerca de la casa de los
abuelos porque así podrían cuidar de él los días que ella llegase tarde del
trabajo. Por suerte, el abuelo les había encontrado una casa preciosa con jardín
a sólo dos calles de la suya, y cuando estuviera en casa de los abuelos podría
jugar con Toby, ese perro travieso que le
parecía tan gracioso.
—Pero ¿tendré
que cambiar de colegio? —preguntó Jack pensando en su mejor amigo, Freddie.
—Sí —respondió
ella—, pero muy cerca de nuestra nueva casa hay otro colegio y estoy segura de
que te encantará.
—Yo creo que
no —dudó Jack.
No quería
mudarse ni ir a un colegio nuevo. Su madre, por lo visto, no lo entendía: Jack
no quería más cambios en su vida. Él quería seguir teniendo los mismos compañeros
de clase y seguir viviendo en la misma casa de siempre, donde Dito y él habían
corrido tantas aventuras.
Los abuelos
lo llamaron por teléfono y le contaron que estaban contentísimos de que mamá y él
fuesen a vivir cerca de su casa: ya se imaginaban lo bien que se lo iban a
pasar jugando con Toby en
el parque. Jack les respondió que él también estaba contento, pero no era
verdad. Por lo visto, el único que lo entendía era Dito, que sin duda también
echaría de menos todos sus escondrijos favoritos.
Unas semanas
después de que su madre le contara lo de la nueva casa, Jack se despidió de su
maestra y de su amigo Freddie. Al día siguiente llegaron los empleados de la
mudanza y cargaron en un camión todo lo que hacía que su casa pareciera un hogar.
Entonces su madre se los llevó a Dito y a él en el coche a más de cien kilómetros
de allí.
Jack tuvo que admitir que el viaje fue divertido. Dito iba sentado en su regazo, mamá y él jugaron al veo veo y, a mitad de camino, pararon a comer pizza y helado. Mamá le dejó comprarse dos caramelos de la máquina de golosinas, uno para él y otro para Dito (a pesar de que, como Jack le explicó a su madre en el coche, el de Dito tendría que comérselo él).
Al llegar a la casa nueva se llevó una sorpresa: resultó que le gustaba bastante. Su dormitorio estaba al lado del de su madre y delante de su ventana había un árbol muy alto. A los cinco minutos aparecieron sus abuelos cargados de bolsas de comida para llenar la nevera. Llevaban a Toby, que enseguida quiso quitarle a Dito de las manos.
—¡No, Toby, ya sabes que Dito es mío! —gritó
él.
Se metió a
Dito dentro del jersey para protegerlo, pero le dejó la cabeza fuera para que
pudiese ver todo lo que pasaba.
Mientras los
empleados de la mudanza metían los muebles de la casa vieja en la nueva, y mamá
y la abuela guardaban la comida en la cocina, Jack, el abuelo, Toby y Dito fueron a explorar el
jardín. Tenía muchísimos escondites interesantes y excelentes sitios altos para
Dito, pero Jack no se separó de él ni un instante porque no se fiaba de Toby, que podía intentar arrebatárselo
en cualquier momento.
Esa noche en
la cama, Jack abrazó a Dito y aspiró su olor familiar y reconfortante.
Entonces, en silencio, los dos coincidieron en que el día de la mudanza no había
sido tan terrible como habían imaginado. En la ventana del dormitorio todavía
no había cortinas y, detrás del cristal, antes de quedarse dormidos, Jack y
Dito veían moverse las hojas contra el cielo cada vez más oscuro.
Llegó el
lunes y mamá pilló a Jack intentando esconder a Dito en la mochila del colegio.
—No, Jack —le
dijo con cariño—, ¿y si se pierde? Pensar que Dito pudiera perderse en el
colegio nuevo, rodeado de desconocidos, era espeluznante, así que Jack lo dejó
en su dormitorio, pero cuando llegó ante la puerta del colegio se sintió muy
solo y asustado.
—Estoy segura
de que pasarás un día fabuloso —le dijo su madre, y lo abrazó antes de que
sonara el timbre y tuvieran que separarse.
Jack no dijo
nada. Fruncía el ceño porque tenía que hacer un esfuerzo enorme para disimular
lo asustado que estaba.
Todos los niños
de su clase nueva se quedaron mirándolo. Parecían más altos que los niños de su
antiguo colegio. La maestra le habló con amabilidad y le preguntó cómo se
llamaba. Luego pidió al resto de los alumnos que salieran a la pizarra uno por
uno para enseñar lo que habían llevado para la clase de ciencias de la
naturaleza. Jack no había llevado nada, claro, así que se dedicó a ver cómo los
otros niños enseñaban hojas, bellotas y castañas.
Entonces llegó
la hora del recreo y Jack buscó un rincón donde nadie lo molestara.
Después del
recreo, la maestra les pidió que sacaran el libro de lectura y le dio uno a
Jack. Luego les dijo que ese día era especial porque iban a ir unos alumnos
mayores a visitar la clase. Cada niño tendría una pareja que lo ayudaría a leer.
Se abrió la
puerta y entraron un montón de chicos y chicas del último curso. Todos sonreían
y algunos saludaban con la mano a los pequeños a los que ya conocían. Jack estaba
más asustado que nunca.
Había una niña
alta que destacaba entre los demás. Tenía el pelo largo y negro y lo llevaba
recogido en una coleta. No se reía tapándose la boca con la mano como hacían
las otras, sino que esperaba tranquilamente mientras la maestra invitaba a sus
compañeros de último curso a escoger pareja. Cuando la mirada de aquella niña
alta se cruzó con la de Jack, él agachó rápidamente la cabeza.
Los niños
mayores empezaron a pasearse entre los pupitres, y los compañeros de clase de
Jack se pusieron a susurrar: «¡Holly! ¡Holly! ¡Aquí, Holly!».
La niña que
se sentaba a su lado también susurraba: «¡Holly! ¡Holly!».
Cuando vio la
cara de intriga de Jack, le explicó: —¿Ves a esa niña del pelo largo y negro?
Es Holly Macaulay, una gimnasta increíble. Hasta ha salido en la tele.
—Hola —oyó
decir Jack por encima de su cabeza.
Miró hacia
arriba. Holly Macaulay, la niña que había salido en la tele, estaba mirándolo.
—Eres nuevo, ¿verdad?
—le dijo.
Jack intentó
contestar que sí, pero de repente no tenía voz. Todos lo miraban fijamente, y
aquellos susurros frenéticos, «¡Holly, Holly, Holly, aquí!», cada vez eran más
intensos.
Pero Holly
Macaulay no les hizo caso. Arrastró una silla y se sentó al lado de Jack.
—Tú vas a ser
mi pareja —dijo.
Quizá parezca
extraño comparar un cerdito blandito con una niña muy alta de once años que había
salido en la tele, pero para Jack no lo era. Gracias a Dito había hecho
amistades en su primer día de colegio, y Holly Macaulay hizo lo mismo por él en
el colegio nuevo. Al cabo de sólo una hora de tener a Holly como pareja de
lectura, ya no era el niño nuevo y callado de la clase, sino el niño a quien
había escogido Holly Macaulay y a quien llamó «mi amigo Jack» cuando, más
tarde, lo vio sentado a una mesa del comedor rodeado de otros alumnos.
Sus compañeros
de clase se quedaron impresionados. Todos querían hablar con él. Cuando Jack se
terminó su sándwich, un niño que se llamaba Rory le preguntó si quería jugar al
fútbol con él. Rory sabía un montón de chistes divertidísimos. Por la tarde,
cuando mamá fue a recoger a Jack al colegio, Rory arrastró a su madre hasta
donde estaba la de Jack y las dos quedaron en que Jack iría a jugar a casa de
Rory algún otro día de aquella semana.
Dito estaba
muy contento de que a Jack le hubiese ido tan bien el primer día en su nuevo
colegio. Le encantó oírlo hablar de Rory y de Holly Macaulay. Por supuesto, no
hizo falta que Jack dijese nada en voz alta; acurrucado bajo las sábanas, con
las hojas del árbol susurrando detrás de la ventana, Dito lo entendió todo sin
necesidad de que se lo explicaran. Jack se quedó dormido con el cuerpo relleno
de bolitas de Dito apretado contra la mejilla y su agradable olor mezclándose
con el de la pintura de su dormitorio nuevo.
Jack y Holly
siguieron formando pareja de lectura todo aquel trimestre.
Cuanto más la
conocía, mejor entendía Jack por qué todos los niños de la clase querían que
Holly fuera su amiga.
Además de ser
muy inteligente, de sacar siempre notas excelentes y de tener una voz lo
bastante buena para cantar los solos en las reuniones matutinas de profesores y
alumnos, Holly Macaulay era de las mejores gimnastas jóvenes del país. Había
salido una vez en la tele y dos veces en el periódico, y aspiraba a competir en
los Juegos Olímpicos. Jack se enteró de algunas de estas cosas por la propia
Holly y de otras a través de sus compañeros.
A pesar de
ser famosa, no era nada creída. Le enseñaba a Jack los cardenales que se hacía
cuando se caía de la barra de equilibrio (la gimnasia parecía muy difícil). Le
contó que no podía dejar de ganar y ganar. Quedar en segundo lugar no era
suficiente. Si quería llegar a las Olimpiadas, no podía perder ni una sola
competición.
Un día, sin
embargo, llegó muy rara a la sesión de lectura. Tenía los ojos enrojecidos e
hinchados, y cuando dijo «hola» le salió una voz ronca. A Jack le caía muy bien
Holly, pero todavía se sentía un poco cohibido con ella.
—¿Has… has
perdido? —le preguntó en voz baja.
Se acordaba
de que Holly había tenido un campeonato de gimnasia importante aquel fin de
semana.
Ella negó con
la cabeza.
—No fui.
—¿Estabas
enferma? —le preguntó él.
Holly volvió
a decir que no con la cabeza.
Leyeron otra
página del libro de lectura y entonces una gruesa lágrima cayó sobre la hoja.
—Mi mamá ha
dejado a mi papá —dijo Holly en voz baja. Y refugiada detrás del libro de
lectura de Jack, se lo contó todo.
La madre de
Holly le había dicho que metiese sus cosas en una bolsa y luego se la había
llevado en coche a un piso mientras su padre todavía estaba trabajando en el
hospital. No sabía cuándo volvería a ver a su padre y lo echaba de menos.
Normalmente era él quien la llevaba a las competiciones de gimnasia. Su madre
le había explicado que ya no lo quería.
—Los dos
quieren que viva con ellos —le dijo a Jack en voz baja—. No sé qué hacer.
Cuando terminó
la hora de lectura y Holly regresó a su aula, Jack se preguntó por qué le había
contado todas aquellas cosas secretas e íntimas. A lo mejor él era el Dito de
Holly, pensó. Él no había hablado mucho, pero había entendido todo lo que Holly
le había contado.
Jack se había
acostumbrado a que su padre le enviase postales de todas las ciudades que
visitaba por motivos de trabajo. Mamá las ponía en la puerta de la nevera para
que Jack pudiera verlas siempre que quisiera. Había una con puentes y canales,
y otra de una ciudad que se alzaba en lo alto de unas montañas nevadas. Jack
hablaba con su padre por teléfono y le mandaba fotos de los dibujos que hacía
en el colegio. También le envió una de su diploma de nivel cuatro de natación.
A Jack le encantaba nadar. Era uno de los mejores de la clase y celebró la
fiesta de su séptimo cumpleaños en la piscina.
Asistieron
muchos de sus compañeros, incluido su mejor amigo, Rory.
Antes de que
terminase el curso y empezaran las vacaciones de verano, Holly Macaulay volvió
a salir en televisión. Luego, en la reunión matutina, subió a la tarima para
enseñarles a todos su nueva medalla de oro. Todo el colegio aplaudió y ella
saludó con la mano a Jack y le guiñó un ojo.
Jack y su
madre fueron a Grecia de vacaciones con los abuelos. Dito también fue con
ellos. Le encantaba el sol. Su cuerpecito fláccido se quedó de un gris más pálido
después de pasar tantas horas al lado de la piscina con Jack, pero éste sabía
que no debía volver a enterrarlo en la arena.
Cuando Jack
regresó al colegio para empezar el nuevo curso, Holly Macaulay ya iba al
colegio de los mayores. Él la echaba de menos, aunque ya tenía muchos amigos.
Una noche,
los abuelos fueron a su casa a hacer de canguros porque mamá iba a salir. Eso
era bastante raro porque mamá casi nunca salía de noche.
Cuando Jack
le preguntó adónde iba, le contestó que había quedado para cenar con un amigo.
Llevaba un vestido nuevo y estaba muy guapa.
A partir de
aquel día, su madre empezó a salir una noche por semana. A él no le importaba:
se divertía mucho jugando a juegos de mesa con los abuelos, aunque siempre se
aseguraba de poner a Dito en algún sitio alto si Toby se quedaba a pasar la noche.
Entonces, un
fin de semana que hacía muy buen tiempo, mamá le dijo a Jack que su amigo
Brendan iría a recogerlos con su coche y que los tres pasarían el día fuera.
—¿Brendan es
el amigo con el que sales a cenar? —preguntó Jack, y su madre respondió que sí.
Brendan
resultó ser un tipo simpático con una voz muy grave. Los llevó a un parque de
aventura donde había muchas actividades. Jack se tiró por el tobogán y trepó
por la red de cuerda, pero no se sentía a gusto: era raro no tener a su madre
para él solo. Cuando se cansó de jugar, los tres fueron paseando hasta el río y
Brendan enseñó a Jack a hacer cabrillas con guijarros.
Jack habría
preferido mil veces que le hubiese enseñado su padre.
Después,
Brendan los acompañó a su casa y se despidió de ellos, y entonces mamá le preguntó
a Jack si Brendan le había caído bien. Jack le contestó que lo había encontrado
muy simpático.
Después de
aquel día salieron los tres juntos muchas veces más, y Jack se dio cuenta de
que a su madre le gustaba mucho Brendan. Una vez, al volver de los columpios,
los vio sentados en un banco cogidos de la mano, pero su madre se soltó rápidamente
al darse cuenta de que los había visto.
Bajo las sábanas,
Dito lo entendía todo sin que le contaran nada: sabía que a Jack le resultaba
raro que Brendan le cogiera la mano a su madre, a pesar de que poco a poco lo
iba conociendo más y cada vez le caía mejor. Entendía que Jack habría preferido
que hubiese sido su padre quien le cogiese la mano a su madre. Dito compartía
la preocupación de Jack de que, si Brendan dejaba de querer ser amigo de su
madre, ella volvería a ponerse triste. Era el único a quien Jack podía
confesarle cuánto deseaba que las cosas dejaran de cambiar.
Con Dito
nunca tenía que fingir.
Jack sabía
que Brendan había estado casado, como su madre, y que tenía una hija. Algunos
fines de semana, su madre no quedaba con él porque Brendan estaba ocupado
haciendo cosas con su hija.
Un día, mamá
anunció que iban a ir los cuatro juntos al cine: ella, Jack, Brendan y su hija
Holly.
—¿Holly? —preguntó
Jack.
Y sí, señor,
allí estaba: Holly Macaulay. Había crecido aún más y parecía mayor de lo que él
recordaba. Y había otro cambio: él se alegró de verla, pero ella no, en
absoluto. Fue muy educada con mamá, pero, cuando ésta se interesó por sus
campeonatos de gimnasia, se limitó a contestarle «sí» y «no».
No dejó que
la ayudara con nada y, cuando mamá le preguntó si quería ir al lavabo, le
contestó que ya era mayor para ir solita, muchas gracias. A Jack no le hizo
ninguna gracia que Holly fuese grosera con su madre: era la primera vez que la
veía ser antipática con alguien.
Después, hablándolo
con Dito en la cama (en realidad no hablaron, por supuesto, pero fue como si
hablaran porque Dito entendió todo lo que él pensaba), Jack supuso que a Holly
le resultaba raro ver a su padre con otra mujer. Pero, aun así, mamá era
encantadora y Holly no debería haberle hablado de esa forma.
Casi un año
después de que Brendan le enseñara a hacer cabrillas con guijarros, mamá le
dijo a Jack que tenía que contarle una cosa. Parecía nerviosa. Escondía la mano
izquierda en el regazo.
—Brendan me
ha pedido que me case con él —dijo.
—Ah —repuso
Jack.
Se quedó
pensando un momento.
—¿Y vendrá a
vivir con nosotros? —Sí —contestó su madre, que seguía pareciendo nerviosa—. ¿Te…
te parece bien? A esas alturas, Brendan ya le caía mucho mejor: le había enseñado
a jugar a las damas y lo ayudaba con los deberes. De todas formas, no entendía
por qué no podían dejar las cosas tal como estaban.
—¿Tendré que
llamarlo «papá»? —No —dijo su madre—. Tu papá sigue siendo «papá». A Brendan puedes
seguir llamándolo «Brendan».
—¿Lo saben
los abuelos? —preguntó Jack.
En el fondo
confiaba en que a sus abuelos no les gustase la idea, pero su madre le dijo que
Brendan les caía muy bien y que estaban muy contentos.
—¿Y Holly será
mi hermana? —Será tu hermanastra —respondió su madre—. Te llevas bien con ella,
¿verdad? —Sí —contestó Jack.
Era más o
menos verdad. Jack no se había olvidado de lo bien que se había portado Holly
con él cuando había llegado al colegio nuevo. A veces era muy divertida, pero
otras era punzante y antipática. Su madre le había explicado que era así porque
estaba en la adolescencia.
Mamá y
Brendan se casaron en el registro civil a finales de verano. Jack tuvo que
ponerse traje porque era el encargado de llevar los anillos. Holly era dama de
honor y llevaba un vestido azul y flores azules en el pelo largo y suelto.
Después
fueron todos a un restaurante. También estaban los padres de Brendan, que
fueron muy cariñosos con Jack e hicieron muy buenas migas con sus abuelos.
Todos parecían felices, aunque Holly casi no abría la boca.
—La semana
que viene tiene un campeonato importante —explicó Brendan pasándole un brazo
alrededor de la cintura a su hija—. Iremos todos a animarla.
—¿Quiénes son
«todos»? —preguntó Holly.
—Podrían
venir también Judy y Jack —respondió Brendan. La madre de Jack se llamaba Judy.
—No quiero
que vengan —dijo Holly. Se le habían llenado los ojos de lágrimas—. Quiero que
vengas tú solo, como siempre.
Se hizo un
silencio en la mesa, pero enseguida volvieron a hablar todos a la vez en voz
alta.
Más tarde, ya
de noche, un amigo de Brendan tocó el piano y los mayores se pusieron a bailar.
Jack tenía sueño. Quería irse a la cama con Dito.
Entonces
Holly se sentó a su lado en la mesa y, en voz baja, pero con un tono feroz, le
dijo: —No es tu papá, es el mío. Que viva contigo no significa que sea tu papá,
¿entendido? A Jack lo asustó un poco la expresión de su cara.
—Sí —contestó—,
entendido.
A partir de
entonces, Holly empezó a pasar los fines de semana alternos en casa de Jack, y él
nunca sabía si iba a estar enfadada o contenta. Ni él ni su madre podían ir a
ver los campeonatos de gimnasia, y Holly a duras penas les permitía preguntarle
cómo le iban las competiciones.
Cuando Holly
estaba de buen humor, jugaba con Jack a videojuegos o al fútbol en el jardín.
Otras veces (sobre todo si había perdido alguna competición) se ponía muy
desagradable. Un día le dijo: «Pareces un bebé, sólo que tonto» porque lo vio
abrazando a Dito. Jack pasó mucha vergüenza y decidió que, cuando Holly fuese a
su casa, escondería a Dito.
Brendan le
explicó que Holly tenía que esforzarse el doble para ganar los campeonatos
porque una chica que era casi tan buena como ella se había mudado a aquella
zona.
Jack hacía
todo lo posible para no molestar a Holly cuando iba a pasar el fin de semana a
su casa, pero era difícil prever por qué se enfadaría. Un día que estaba
resfriado, Holly le gritó por sorberse la nariz mientras ella estaba viendo su
programa de televisión favorito. Brendan la regañó y ella salió indignada de la
habitación y cerró de un portazo. Brendan fue corriendo tras ella. Jack se quedó
solo un rato y luego decidió subir a su dormitorio. Se acurrucó en su cama con
Dito, que, sin decir nada, coincidió con él en que no tenía la culpa de haberse
sorbido la nariz y en que Holly se había portado fatal.
Terminaron
las clases. Faltaba muy poco para Navidad y Jack estaba emocionado porque había
pedido una bicicleta nueva y Rory, su mejor amigo, también. Cerca de la casa de
Rory había un parque infantil con una zona pavimentada donde ambos tenían
planeado hacer carreras de bicis.
Cuando mamá
sacó la caja de las decoraciones navideñas ese año, le enseñó a Brendan el ángel
que siempre ponían en lo alto del árbol de Navidad. Lo había hecho Jack cuando
iba a la guardería. El cuerpo era un tubo de papel higiénico, las alas estaban
hechas con cartulina recubierta de purpurina y tenía una barba de lana marrón.
—¡Los ángeles
no tienen barba! —dijo Holly despectivamente cuando vio la obra de Jack en lo
alto del árbol. Mamá y Brendan estaban en la cocina—.
¿A quién se
le ocurre poner un tubo de papel higiénico viejo en un árbol de Navidad? Mi
madre jamás pondría una cosa que yo hubiera hecho cuando era un bebé. Sabe que
me moriría de vergüenza.
De repente,
Jack se acordó de que su padre siempre decía: «Y ahora… el toque final» y lo
levantaba en brazos para que pudiese poner el ángel en lo alto del árbol, el último
detalle. Le dieron tantas ganas de que su padre volviera a casa que hasta le
dolió el corazón.
Era el último
día que Jack vería a Holly antes de la Navidad porque su madre iba a llevársela
a visitar a unos parientes que vivían en el extranjero.
Estaba
contento: no podría estar con su padre, pero al menos tendría a mamá, a
Brendan, a los abuelos y a Toby,
y todos estarían de buen humor porque Holly no estaría dando portazos ni
obligando a los adultos a intentar contentarla todo el rato.
El día antes
de Nochebuena, la abuela fue a vigilar a Jack porque tanto su madre como
Brendan tenían que trabajar. Había empezado a nevar. Los copos de nieve caían
detrás de la ventana mientras él veía una película navideña con Dito en el
regazo. Las luces del árbol de Navidad parpadeaban en un rincón, Toby dormía en el suelo y Jack
estaba relajado y feliz. No se fijó en que un taxi paraba delante de la casa.
Se oyó el
timbre de la puerta. Toby se
levantó de un brinco y se puso a ladrar. Jack oyó que su abuela abría la puerta
y exclamaba sorprendida: —¡Holly! ¿Qué haces aquí? Él se volvió y vio entrar a
Holly en el recibidor. Arrastraba una maleta, parecía furiosa y tenía restos de
lágrimas en las mejillas.
—¡Yo creía
que ya estarías en el avión! —dijo la abuela.
—¡No me voy! —dijo
Holly—. ¡Quiero ver a mi padre!
—Pero si está
en el trabajo, tesoro —respondió la abuela, desconcertada —¿Dónde está tu mamá?
La abuela se asomó al nevado jardín delantero, pero allí no había nadie: Holly
había ido sola hasta la casa.
—¡No pienso
irme con ella! —gritó Holly. Arrastrando la pesada maleta, avanzó pisando
fuerte hacia la escalera y no quiso contestar a ninguna pregunta más de la
abuela.
Ésta llamó
por teléfono a Brendan, que volvió del trabajo antes de hora y coincidió en la
puerta con la madre de Holly, que se llamaba Natalia. Jack no la conocía. Fue a
esconderse a su dormitorio, pero incluso desde allí oía los gritos. Por lo
visto, Holly había perdido un campeonato de gimnasia muy importante y su madre
le había dicho que eso le pasaba por saltarse los entrenamientos. Holly se había
enfadado mucho y se había escapado cuando ya estaban en el aeropuerto.
Jack oyó cómo
Natalia le gritaba a Brendan: —¡Seguro que tú la has animado a hacer esto! Al
final, Natalia se marchó de la casa llorando. Holly no había querido irse con
ella y había insistido en que quería pasar la Navidad con su padre.
Jack tenía
mucha hambre, pero no quería bajar hasta que hubiese llegado su madre.
Sin embargo,
cuando ésta volvió a casa, él ya dormía profundamente en su cama con Dito
agarrado con fuerza en una mano.
El día de
Nochebuena, Jack se despertó abrazado a Dito, como siempre. Se quedó quieto un
momento, pensando emocionado en la bicicleta que encontraría junto al árbol al
día siguiente. Sabía que su madre ya debía de haberse ido a trabajar y que por
la noche llegaría tarde del hospital, pero tendría fiesta en Navidad y el día
después.
Entonces se
acordó de que Holly todavía estaba allí. Apenas había tenido tiempo de
preguntarse qué motivo encontraría ese día para enfadarse cuando se oyó un
fuerte estruendo en el piso de abajo y Toby se
puso a ladrar. Jack se levantó y bajó a ver qué había pasado.
Cuando entró
en el salón, vio el árbol de Navidad tumbado en el suelo junto a una silla
volcada. La abuela intentaba atrapar a Toby,
que hurgaba entre los adornos del árbol en busca de los de chocolate, que no
debía comerse.
—¡Yo sólo
intentaba poner mi adorno en el árbol! —decía Holly entre arrepentida y
desafiante. En la mano tenía un adorno que había hecho en el colegio y que había
tratado de colgar cerca de la punta del árbol. Por lo visto, había perdido el
equilibrio, se había agarrado al árbol y lo había tirado al suelo.
—No tiene
importancia, querida —dijo la abuela—. No ha pasado nada.
Pero sí que
había pasado. Después de volver a colgar en el árbol las bolas que no se habían
roto, se dieron cuenta de que faltaba el ángel hecho con el tubo de papel higiénico.
Al cabo de un rato, el abuelo encontró unos cuantos trozos de cartón y lana
mojados: Toby
había destrozado el ángel.
—¡Maldito
perro! —gruñó el abuelo.
Jack sabía
que su madre se disgustaría mucho porque le tenía mucho cariño a aquel ángel,
pero nadie regañó a Holly.
—Ya sé lo que
podemos a hacer —dijo la abuela quitándole hierro al asunto—. ¡Iremos todos a
la ciudad y compraremos otro ángel! Holly no podía negarse, puesto que era
culpa suya que Toby se
hubiese comido el ángel, pero Jack se dio cuenta de que en realidad no quería
ir: estaba enfurruñada en el sofá enviándoles mensajes a sus amigos. Él subió a
ponerse el abrigo y aprovechó para esconderse a Dito en un bolsillo.
Necesitaba un
poco de consuelo.
Durante todo
el trayecto hasta la ciudad, Holly, que iba al lado de Jack en el asiento
trasero, se dedicó a mandar mensajes encorvada sobre su teléfono.
—¡Mirad cómo
nieva! —dijo la abuela alegremente. El abuelo encendió los limpiaparabrisas
porque los blancos copos de nieve empezaban a acumularse en el cristal—. ¿Verdad
que sería precioso que mañana amaneciese todo nevado? Ni Jack ni Holly le
contestaron.
Las aceras de
la ciudad estaban cubiertas de nieve sucia y medio derretida, pero en todas las
tiendas sonaban villancicos y en una esquina había una vendedora de castañas.
Jack le dio una mano a su abuela y metió la otra en el bolsillo para acariciar
a Dito. Había mucha gente por la calle haciendo las compras de último momento.
Entraron en
unos grandes almacenes muy concurridos. Apenas quedaban adornos navideños, y
los que había estaban revueltos porque los compradores los cogían, los examinaban
y volvían a dejarlos de cualquier manera.
—Aquí hay una
angelita preciosa —dijo la abuela cogiendo el primer ángel que vio.
A Jack no le
gustaba nada aquel ángel: le parecía demasiado cursi para su árbol. Llevaba una
llamativa túnica morada con ribetes dorados y tenía unas grandes alas de ese
mismo color. Pensó que a su madre tampoco le gustaría.
A ella le
encantaba su ángel de tubo de papel higiénico con la barba de lana.
—¿A ti qué te
parece, Holly? —preguntó la abuela, pero Holly se encogió de hombros, muy
maleducada, y siguió mirando su teléfono.
La abuela no
le preguntó nada a Jack. Los llevó a la caja y compró aquella angelita.
Entonces volvieron al aparcamiento caminando por la nieve medio derretida y
rodeados de una bulliciosa multitud.
Ya en el
coche, camino a casa, Holly dijo: —Estoy mareada.
—Quizá deberías
dejar de escribir mensajes en el coche, querida —sugirió la abuela.
Holly puso
los ojos en blanco y pulsó el botón para bajar la ventanilla. Un viento helado
llenó la parte trasera del coche y se colaron unos cuantos copos de nieve.
—Tengo frío —dijo
Jack.
—Necesito
aire fresco —le soltó Holly.
Cuando
llegaron a la autopista, Jack estaba temblando de frío. Se sentía desgraciado y
además estaba enfadado. ¿Por qué Holly siempre tenía que salirse con la suya? —Tengo
frío, abuelita.
—Holly, sube
un poco la ventanilla, por favor —le pidió la abuela.
Holly subió
un poquito la ventanilla, pero el viento helado y la nieve seguían entrando en
el coche.
—Sigue
estando abierta —dijo Jack.
Holly hizo
pucheros imitando a un bebé y señaló a Dito, al que Jack se había sacado del
bolsillo. El abuelo lo vio todo por el espejo retrovisor.
—Basta ya, señorita
—dijo—. Sube la ventanilla, por favor.
Holly arrugó
el ceño y subió la ventanilla un poco más. Entonces miró a Jack, volvió a hacer
pucheros y simuló que se frotaba las lágrimas de los ojos con los puños.
Jack no se
creía que Holly estuviera mareada: lo único que quería era fastidiar. Estaba
estropeando el día de Nochebuena y seguramente también estropearía el día de
Navidad hablándole mal y convirtiéndose en el centro de atención. Entretanto,
Holly seguía burlándose de él haciendo gestos de bebé, pero de repente aquella
dura bola de rabia que Jack sentía en el pecho se puso al rojo vivo.
—Pringada —susurró.
Holly dejó de
hacer gestos de bebé de inmediato, pero no dijo nada.
—Perdedora —siguió
Jack.
—Cállate —gruñó
ella entonces.
A Jack no le
importó haberla hecho enfadar aún más. Holly lo estaba estropeando todo. Era
maleducada con su madre y con sus abuelos. Se había instalado en su casa un día
que a él no le apetecía nada estar con ella. Y era la culpable de que Toby se hubiese comido el ángel
con barba.
Quería
castigarla por haberle estropeado la Navidad y sabía exactamente cómo hacerlo:
no había nada en el mundo que Holly odiara más que perder.
—Has perdido
porque eres una pringada —dijo Jack subiendo un poco la voz.
—Jack —dijo
el abuelo, muy serio, desde el asiento del conductor—, espero que no hayas
dicho lo que me ha parecido oír.
Jack no
contestó. Vio que Holly estaba a punto de llorar y se alegró.
Estaba harto
de sus malos modos; ya no le interesaba llevarse bien con ella.
La noche
anterior no había cenado por su culpa y estaba cansado de tener que tratarla
como si fuera de porcelana.
De pronto,
Holly pulsó el botón de la ventanilla, la bajó otra vez del todo y una ráfaga
de viento helado irrumpió en el coche.
—Holly… —empezó
a decir la abuela.
—¡Voy a
vomitar! —dijo Holly.
Jack sabía
que sólo quería vengarse de él, de modo que hizo una cosa que les había visto
hacer a otros niños en el colegio: con el índice de una mano y el pulgar y el índice
de la otra formaban una «P» y se la ponían encima de la frente. La «P»
significaba «pringado». Significaba «perdedor».
Jack formó la
«P», se la puso encima de la frente y miró con rabia a Holly.
Entonces, tan
deprisa que él no pudo hacer nada para impedirlo, Holly se inclinó hacia
delante, le quitó a Dito del regazo y lo lanzó por la ventanilla.
Durante un
brevísimo segundo, Jack vio a Dito recortado sobre el cielo plomizo, inmóvil y
con las patitas extendidas, y al cabo de un momento lo perdió de vista.
Jack gritó
tan fuerte que el abuelo dio un peligroso golpe de volante.
—¡Ha tirado a
Dito por la ventana! ¡Lo ha tirado por la ventana! Pero el abuelo no podía
parar en medio de la autopista. Siguieron adelante un buen rato, hasta que
encontró un sitio donde detenerse. Holly estaba con los brazos cruzados y con
gesto impasible; no parecía que le importase en absoluto lo que acababa de
hacer. En cuanto pararon, el abuelo salió del coche y, con la esperanza de
rescatar a Dito, echó a correr por donde habían venido hasta que se perdió de
vista bajo la nevada.
—El abuelo lo
encontrará —dijo la abuela, pero Jack no se lo creyó.
Intentó bajar
del coche para buscar él mismo a Dito, pero la abuela lo obligó a quedarse
dentro. Entonces él se puso a berrear y a llorar. Necesitaba recuperar a Dito.
Dito era el único ser en el mundo que lo sabía todo, que siempre se preocupaba
por él y que no cambiaba nunca. Necesitaba tener a su lado a Dito, y Dito lo
necesitaba a él porque sólo ellos dos se entendían el uno al otro. Y ahora
estaba tirado en la calzada de la autopista, perdido, pensando que él lo había
abandonado para siempre. Pateó la parte de atrás del asiento del conductor sin
parar de chillar de rabia e intentó pegarle a Holly.
—¡Jack! —dijo
la abuela, horrorizada—. ¡Cálmate! ¡Encontraremos a Dito! Un coche de policía
se acercó y se detuvo a su lado. El policía se apeó y fue a preguntarle a la
abuela por qué se habían parado allí. Ella se lo explicó y el policía se marchó,
pero el abuelo seguía sin aparecer. Los coches pasaban zumbando, continuaba
nevando y Jack miraba por la luna trasera sin parar de sollozar. Tenía grabada
en las retinas la imagen de Dito al salir volando por la ventanilla del coche:
pequeño y blandito, dando volteretas en el aire con cara de asustado. Su abuelo
tenía que encontrarlo. Tenía que encontrarlo.
Sin embargo,
cuando regresó al coche, el abuelo miró a los ojos a la abuela y negó
discretamente con la cabeza; luego miró a Jack y dijo: —Lo siento, chico. Me
parece que lo hemos perdido.
Entonces Jack
se puso a chillar y a berrear tan fuerte que ya no oía lo que le decían. No
soportaba la sensación de que el coche se moviera del sitio donde Dito había
quedado tirado: debía de estar perplejo, sin entender por qué él no iba a
buscarlo.
Durante todo
el trayecto de regreso a casa, Jack no paró de golpear la portezuela del coche
con los puños, suplicando que lo dejaran bajar para ir él mismo a buscar a Dito.
Cuando
llegaron, echó a correr por la calle con la intención de volver a la autopista,
pero el abuelo lo agarró y lo metió en la casa como pudo, a ratos en brazos y a
ratos a rastras. Una vez dentro, subió a su habitación y empezó a lanzar cosas.
Cogió todos los juguetes que pudo de los estantes y los lanzó de una punta a
otra del cuarto. Desgarró los pósteres de las paredes, sacó los cajones de los
muebles, incluso volcó su escritorio.
La abuela
subió a verlo.
—¡Basta,
Jack! ¡Para! ¡HE DICHO QUE PARES! ¡Tú siempre te portas muy bien! A modo de
respuesta, Jack cogió su papelera y la lanzó contra la ventana.
Lo hizo con
la intención de romper el cristal, pero no se rompió.
—¡Basta ya,
jovencito! —bramó el abuelo, que acababa de aparecer en el umbral de la puerta,
detrás de la abuela—. ¡Tranquilízate ahora mismo! Ya no quedaban muchas cosas
que lanzar o romper, así que Jack se tiró boca abajo sobre su cama y se negó a
moverse y a hablar. Al final, los abuelos se marcharon y lo dejaron solo en su
habitación.
Desde que tenía
uso de razón, Jack siempre había abrazado a Dito cuando se acostaba. En ese
momento le pareció sentir su cuerpecito fláccido, su barriga rellena de
bolitas, las patas gastadas con las que le enjugaba las lágrimas. Hasta olía su
tufillo hogareño y un poco mugriento.
—Te encontraré,
Dito —juró con la cara hundida en la almohada empapada de lágrimas—. Volveré
cuando todos duerman.
Al cabo de
una hora, cuando ya había llorado todo lo que tenía que llorar, se quedó
tumbado en la cama en su habitación destrozada, escuchando los sonidos de la
casa. Tenía la esperanza de oír abrirse la puerta de la calle. Si la abuela
llamaba a mamá al trabajo y le contaba lo que había pasado, ella haría todo lo
posible por volver pronto a casa. Su madre sabía lo importante que Dito era
para él. Ella lo ayudaría a buscarlo. Pero la puerta de la calle no se abría.
A la una, el
abuelo llamó a la puerta de la habitación de Jack y le preguntó si quería
comer. Jack gritó: «No». Al cabo de un rato subió la abuela y le preguntó si
quería bajar a ver la angelita nueva que habían puesto en lo alto del árbol.
Jack gritó: «No» aún más fuerte. Entonces oyó que la puerta de la calle se abría
y se cerraba. Por un momento, ilusionado, creyó que su madre había vuelto antes
de hora, pero entonces oyó que alguien se alejaba por el nevado camino del jardín
delantero de la casa. No le importaba saber quién era ni adónde iba. Ya no le
importaba la Navidad. Lo único que le importaba era Dito.
Ya era casi
la hora de cenar cuando oyó chirriar la cancela del jardín y unos pasos que subían
por el camino. Creyendo que sería su madre, saltó de la cama y miró por la
ventana, pero sólo eran el abuelo y Holly.
Poco después
volvieron a llamar a la puerta del dormitorio y ésta se abrió.
—Jack —dijo
el abuelo—. Holly quiere enseñarte una cosa que tiene para ti.
Holly tenía
los párpados hinchados y las mejillas sucias de lágrimas. Jack se incorporó en
la cama y miró fijamente la bolsa de papel marrón que Holly llevaba en la mano.
Sólo se le ocurría una cosa que pudiera reparar lo que le había hecho: debían
de haber vuelto a la autopista a buscar a Dito. Debían de haberlo encontrado.
Durante una
milésima de segundo, creyó que eso era exactamente lo que habían hecho porque,
cuando Holly metió la mano dentro de la bolsa, oyó el ruido de unas bolitas de
relleno.
Entonces sus
esperanzas se desvanecieron: Holly había sacado un cerdito nuevo. Era del mismo
tamaño que Dito y estaba hecho de la misma tela de toalla, pero era regordete y
parecía muy creído; tenía la piel de color rosa salmón y unos ojos negros y
brillantes que recordaban a escarabajos diminutos.
—Mira, es
igual que el otro —dijo el abuelo—. Holly está muy arrepentida, Jack. Te lo ha
comprado con sus ahorros.
—Lo siento —dijo
Holly en voz baja—. Lo siento muchísimo, de verdad.
Como Jack no
contestaba, el abuelo dijo en un tono que pretendía ser alegre: —Es un cerdito
de Navidad. —Y agregó dirigiéndose al cerdito—: ¿Verdad que sí? —Se lo quitó de
las manos a Holly e hizo que saludara a Jack con una de sus patas regordetas—. ¿Lo
ves, Jack? Le has caído bien. Va, ¿por qué no bajas con nosotros? Cenaremos
algo y veremos una película. Podemos colgar nuestros calcetines. ¡No te olvides
de tu bicicleta nueva! ¡Seguro que Papá Noel ya la está cargando en su trineo!
Vamos, chico, coge el cerdito de Navidad, baja con nosotros y seamos todos
amigos.
Jack se
levantó despacio de la cama y tendió una mano para coger el cerdito de Navidad.
Era horrible, tal como había imaginado: liso e impecable en lugar de áspero y
gastado. Jack detestó sus ojos negros y brillantes y sus tiesas orejas de color
rosa, que deberían haber estado grises y torcidas.
—Buen chico —dijo
el abuelo.
Al oír esas
palabras, a Jack le dio un ataque mucho peor que los anteriores. ¡Se creían que
un cerdito nuevo podría sustituir a Dito, y eso demostraba que no entendían
nada! Sólo había un Dito en el mundo, y aquel cerdito nuevo no valía nada, ¡nada!
Tiró el cerdito de Navidad al suelo y lo pisoteó; después lo recogió, lo sujetó
por una pata y lo golpeó una vez tras otra contra el armario; y, por último, le
agarró la cabeza e intentó arrancársela.
—¡Jack! —gritó
el abuelo—. ¡Basta! Holly salió corriendo de la habitación. Jack lanzó el
cerdito de Navidad contra el armario y luego se tiró encima de la cama,
berreando y dando puñetazos en la almohada. Nada de lo que hizo y dijo el
abuelo sirvió para convencerlo de que bajara con ellos. Ya no le hacía ilusión
colgar su calcetín.
No quería ser
un buen chico. No quería una bicicleta nueva. Lo único que quería era recuperar
a Dito.
Al cabo de
mucho rato oyó que volvía a haber alboroto abajo. Por lo que pudo oír, Toby había vuelto a tirar el árbol
mientras buscaba los últimos trocitos de chocolate y, al parecer, también se
había comido la angelita nueva.
Se alegró. Si
no hubiese estado tan triste y enfadado, se habría reído. Le habría gustado
destrozar todo el árbol de Navidad, y a lo mejor así los demás entenderían cómo
se sentía él sabiendo que Dito estaba tirado en la autopista, perdido y solo.
Luego subió
la abuela y le hizo ponerse el pijama antes de acostarse. Jack la obedeció,
pero sólo para que no se diese cuenta de lo que estaba planeando.
Se metió en
la cama en el dormitorio que había intentado destruir, con los pósteres
arrancados de las paredes, los cajones fuera del escritorio y el cerdito de
Navidad en el suelo, a los pies del armario, y fingió que se iba a dormir.
Por fin, la
abuela se marchó.
Al otro lado
de la ventana, la nieve caía formando remolinos contra un cielo cada vez más
negro mientras Jack esperaba a que la casa se quedase completamente en
silencio. Cualquier otro año habría estado muy emocionado. Habría colgado su
calcetín con mamá y habría dejado una zanahoria para Rudolph, pero esa
Nochebuena era diferente. Estar ilusionado por aquellas cosas habría sido
traicionar a Dito, que era mucho más importante que todos los elementos de la
Navidad juntos.
Cuando todos
se quedaran dormidos, se levantaría de la cama, se vestiría, saldría sin hacer
ruido de la casa, volvería a la autopista y buscaría a su íntimo amigo.
Jack supo que
debía de haberse quedado dormido porque, cuando abrió los ojos, todo estaba
completamente oscuro. Había gente hablando en su habitación: supuso que sus
abuelos habían subido a ver si estaba bien. Volvió a cerrar los ojos porque
quería hacerles creer que todavía estaba dormido.
—Nunca se ha
hecho —dijo una voz con tono de preocupación—, no estoy seguro de que sea
posible.
—Claro que es
posible —aseguró una segunda voz—. Todo depende del niño, de si es lo
suficientemente valiente.
—Es valiente,
pero esto es demasiado peligroso —dijo una tercera voz, vieja y cascada—. Yo he
ido muchas veces. Sé lo que digo.
—Yo también
he ido —afirmó una cuarta voz—. La mayoría de nosotros hemos estado allí alguna
vez.
—Yo no —dijo
una quinta voz, lenta y grave.
—¡Toma, tú
claro que no! —exclamó la primera voz—. Eres demasiado grande. Me refiero a
nosotras, las Cosas pequeñas.
A Jack,
ninguna de aquellas voces le sonaba de nada. Estaba empezando a asustarse. ¿Quiénes
podían ser? No quería abrir los ojos y que aquellos desconocidos se diesen
cuenta de que estaba despierto.
—Si hay que
hacerlo, hay que hacerlo esta noche —dijo la segunda voz —. Voy a despertarlo.
Entonces,
todo un coro de voces murmuró su desaprobación, pero Jack estaba aún más
preocupado por la extraña sensación de que algo trepaba por un lado de su cama.
Notaba que tiraba de su edredón; era pequeño, como un gatito. Y también oía un
ruido de… de bolitas de relleno. Entonces, cuando todavía no había decidido qué
hacer, algo le rozó la mejilla.
Aterrorizado,
apartó de un manotazo a aquella criatura que le tocaba la cara y la oyó chocar
contra el armario. La voz lenta y grave dijo: «¡Uy!» y la segunda voz añadió: «¡Estoy
empezando a hartarme de que me aporreen!».
Jack buscó a
tientas el interruptor de su lámpara y la encendió. Parpadeó y miró alrededor,
pero no había nadie. El cerdito de Navidad estaba tirado en el suelo, junto al
armario.
En el fondo,
Jack sabía que acababa de pegarle, pero no estaba preparado para ver cómo el
cerdito de Navidad se levantaba, ponía las patas delanteras en jarras y decía: —Si
vuelves a pegarme, niño repelente, no te ayudaré.
Jack estaba
tan impresionado y asustado que no podía moverse. Se acordó de que su madre le
había dicho una vez que, para saber si estabas soñando o no, tenías que
pellizcarte. Se pellizcó la pierna. Le dolió.
—¡Sabes
andar! —le dijo al cerdito en voz baja.
—Eres listo, ¿eh?
—respondió éste con enfado.
—Claro que es
listo —afirmó la voz ronca, que brotaba de un viejo y abollado coche de juguete
Matchbox que había sido del padre de Jack. El capó se le movía arriba y abajo
cuando hablaba, y los faros se habían convertido en ojos—. No seas tan antipático
con él: ha tenido muchos problemas de los que no sabes nada.
—Yo también
he tenido problemas —dijo el cerdito de Navidad—. Por si no te acuerdas, ha
intentado arrancarme la cabeza. ¡Y lo que estoy haciendo es ofrecerle ayuda! Con
ciertas condiciones, por supuesto.
Entonces,
como si no fuese bastante raro ver a un cerdito de tela de toalla hablar con un
coche de juguete, Jack se dio cuenta de que a muchos otros objetos que había en
la habitación les habían salido ojos y boca, igual que al coche. El armario tenía
unos grandes ojos marrones donde antes sólo había nudos de madera, y una boca
en lugar de cerradura. La papelera tenía dos ojitos que recordaban a los de un
caracol en lo alto de sendos tallos de latón.
A algunas
cosas incluso les habían crecido brazos: a la papelera, larguiruchos y metálicos;
a la alfombra, blandos y lanudos. Tenía gracia, pero al mismo tiempo era
aterrador.
—Debes
avisarle de lo peligroso que será —le estaba diciendo el coche Matchbox al
cerdito de Navidad—. Si no, no sabrá en qué lío se está metiendo.
Todas las
cosas lanzaron un murmullo de aprobación.
—No sabía… —empezó
a decir Jack, que por fin había recuperado el habla—. No sabía que las Cosas…
podíais hablar.
En realidad,
lo que quería decir era: «No sabía que podíais sentir». Se había portado muy
mal con aquellas cosas ese día, sobre todo con el cerdito de Navidad.
—Sólo podemos
hablar en el Mundo de los Vivos esta noche porque es una noche especial —explicó
el cerdito de Navidad—. Sabes qué noche es, ¿no? —Nochebuena —respondió Jack.
—Exactamente —siguió
el cerdito de Navidad—. Y eso significa que hay una posibilidad de recuperar a
tu cerdito. Pero sólo esta noche: no podríamos hacerlo ningún otro día.
—Ya lo sé —dijo
Jack, y apartó el edredón, que era una de las pocas cosas de la habitación a la
que no le habían salido ojos y que no se había puesto a hablar—. Me voy a la
autopista.
—Eso no
funcionará —afirmó el cerdito de Navidad—. Ahora Dito está en el Mundo de las
Cosas Perdidas. Si quieres salvarlo, tendrás que ir a buscarlo allí y regresar
con él a casa.
—El Mundo de
las Cosas Perdidas no existe —repuso Jack con desdén—.
Te lo estás
inventando.
Al oír eso,
la mayoría de las cosas de su habitación empezaron a hablar todas a la vez: la
caja de pañuelos de papel, las pantuflas y hasta la pantalla de la lámpara que
tenía en su antiguo dormitorio y se había llevado a la casa nueva. Aquello era
extremadamente desconcertante y daba mucho miedo, aunque le daba aún más miedo
que todas aquellas cosas tan escandalosas despertaran a los abuelos, que
entonces le impedirían salir a buscar a Dito.
—¡Ya se lo
explico yo! —dijo el coche Matchbox con voz ronca, y, a pesar de que era una de
las cosas más pequeñas de la habitación, todas las otras cosas se quedaron
calladas, quizá porque el coche era una de las más antiguas. El coche avanzó
sobre sus ruedas oxidadas y se dirigió directamente a Jack—. El Mundo de las
Cosas Perdidas es adonde van las Cosas cuando las pierdes —declaró—. Es un
sitio extraño y terrible con sus propias y peculiares leyes. Yo he estado allí
muchas veces porque tu padre y tú me perdíais muy a menudo.
—Lo siento —dijo
Jack aturullado. Era verdad: muchas veces se había olvidado del sitio del jardín
donde había estado jugando con el cochecito, que por eso estaba oxidado y
descascarillado.
—Al final,
siempre me encontrabais —respondió el coche—. Por eso el Perdedor nunca llegó a
atraparme.
—¿Quién? —preguntó
Jack.
—El Perdedor —repitió
el coche—. Es quien gobierna el Mundo de las Cosas Perdidas, la razón por la
que las Cosas se te caen de los bolsillos cuando tú creías que allí estaban
seguras. Es quien te aturde para que no te acuerdes de dónde has dejado el bolígrafo.
Al Perdedor le encantaría llevarse a todas las Cosas que pertenecen a los
humanos a su guarida. Odia a los vivos y odia sus Cosas, por eso las tortura y
se las come.
—Entonces, ¿el
Perdedor va a comerse a Dito? —preguntó Jack, aterrado, con un hilo de voz.
—No si Dito
cumple las leyes del Mundo de las Cosas Perdidas — contestó el coche—. El
Perdedor sólo puede atrapar y comerse a quienes incumplen la ley. Por
desgracia, las leyes las dicta él mismo, y a veces hace trampas.
—¡Tengo que
rescatar a Dito! —exclamó Jack de inmediato—. ¿Cómo puedo llegar al Mundo de
las Cosas Perdidas? —No puedes; o al menos no puedes llegar tú solo —respondió
el cerdito de Navidad—. Eres un ser humano, y estamos hablando del mundo de las
Cosas. Bueno, al menos normalmente funciona así, pero la Nochebuena es la noche
de los milagros y los casos perdidos. Si quieres a Dito lo suficiente como para
arriesgar tu vida, yo estoy dispuesto a llevarte al Mundo de las Cosas
Perdidas; ya veremos si podemos traérnoslo a casa.
—Claro que lo
quiero lo suficiente —repuso Jack de inmediato—. Lo quiero lo suficiente para
lo que haga falta.
—Muy bien —dijo
el cerdito de Navidad—. Te ayudaré con una condición: cuando hayamos encontrado
a Dito y lo hayamos traído a casa, quiero que me devuelvas a la niña que me
compró.
—¿Por qué? —preguntó
Jack.
—Porque me
cae bien —contestó el cerdito de Navidad—. Ella no me pisotea.
El viejo
coche Matchbox fue a decir algo, pero el cerdito de Navidad le lanzó una mirada
fulminante y el coche se quedó callado.
—Si tú no
recuperas a Dito, la niña no querrá quedarse conmigo. ¿Qué me dices? ¿Te
interesa?
—Vale, trato
hecho —dijo Jack sin dudarlo. No le gustaba el cerdito de Navidad, pero sabía
que lo necesitaba.
—Deberías
ponerte algo encima del pijama —le recomendó el cerdito de Navidad— y calzarte
las pantuflas.
Pero Jack no
iba a dejar que el cerdito nuevo le diese órdenes, y además era muy raro meter
los pies en unas cosas que lo miraban parpadeando, de modo que respondió: —Estoy
cómodo así. Llévame al Mundo de las Cosas Perdidas.
Nada más
pronunciar esas palabras, Jack notó una extraña sensación en el estómago: parecía
que estuviese bajando a toda velocidad en un ascensor. Al mismo tiempo, la cama
y las sábanas empezaron a crecer tan rápidamente que al cabo de un momento ya
no veía el suelo. Presa del pánico, se puso en pie, pero tropezó con un pliegue
de las sábanas y se cayó boca abajo.
Unos segundos
después se dio cuenta de que la cama no había crecido, sino que él se había
encogido. Cuando consiguió levantarse, vio que los pliegues de las sábanas
parecían bancos de nieve gigantescos. Daba mucho miedo pensar que podías
encogerte tanto con sólo pronunciar unas palabras, y Jack se alegró mucho de
que su edredón no hubiese cobrado vida porque, si hubiese querido, habría
podido asfixiarlo.
El cerdito de
Navidad le habló desde el suelo.
—¡Baja por
una esquina del edredón! —le dijo—. ¡Venga, es muy fácil! No era verdad; sin
embargo, Jack hizo lo que pudo y, tras un descenso espeluznante que incluía un
gran salto al final para llegar al suelo, aterrizó por fin junto al cerdito de
Navidad. Ahora medían exactamente lo mismo: veinte centímetros.
—Bueno, adiós
a todos —se despidió el cerdito de Navidad, y echó a andar hacia la puerta del
dormitorio—. Encantado de conoceros.
Algunas cosas
intentaron hacerlos volver.
—¡Piensa! —rogó
el pequeño tiburón de plástico que Jack había comprado en el acuario mientras
golpeaba el suelo con las aletas—. ¡Piensa bien lo que haces, Cerdito! —Ya lo
he pensado, gracias —repuso el cerdito de Navidad. Se apoyó en la parte inferior
de la puerta, que rebotó y se abrió.
—¡En el Mundo
de las Cosas Perdidas nunca ha entrado ningún niño de carne y hueso! —gimoteó
un pequeño robot que le habían regalado a Jack al comprarse una hamburguesa y
que ese mismo día había lanzado contra la pared.
—Para todo
hay una primera vez —dijo el cerdito de Navidad mientras Jack y él salían al
rellano.
—Jack —empezaron
a decir unos pantalones que se habían caído del armario—, no te está contando
que… Pero el cerdito de Navidad ya había metido las patitas por debajo de la puerta,
donde había un hueco de un par de centímetros, y había tirado de ella para
volver a cerrarla.
—Tienes unas
Cosas muy aburridas —le dijo a Jack—. Vamos.
Jack pensó
que el cerdito de Navidad era muy maleducado y que Holly y él estaban hechos el
uno para el otro. Lo siguió hasta la escalera e, imitándolo, empezó a bajar un
escalón tras otro. Jack se había vuelto tan pequeño que el pasamano parecía tan
alto como un rascacielos. Las barras verticales proyectaban unas sombras
aterradoras sobre él y sobre el cerdito.
—¿Por qué no
habla la escalera? —preguntó Jack al saltar de un peldaño al siguiente—. ¿Ni mi
edredón? —Hay Cosas que no están lo suficientemente despiertas para hablar, ni siquiera
en Nochebuena —le contestó el cerdito de Navidad—. ¿Tu edredón es nuevo? —Sí —contestó
él.
—Entonces
todavía no se ha impregnado de suficientes sentimientos tuyos. Eso es lo que
hace despertar a las Cosas: a medida que las utilizan, van absorbiendo los
sentimientos de los humanos. Pero los seres humanos no les prestan mucha atención
a Cosas como las escaleras y las paredes, y por eso casi nunca se despiertan.
—Pero tú
también eres nuevo, y estás bien despierto —dijo Jack.
«Un poco más
despierto de la cuenta, diría yo», pensó, pero eso no lo dijo en voz alta.
—Yo soy un
caso especial —repuso el cerdito de Navidad, y a Jack le pareció un comentario
muy jactancioso, muy distinto del tipo de comentario que habría hecho Dito, que
nunca alardeaba de nada—. Ahora tenemos que decidir el mejor sitio donde
perdernos —continuó el cerdito—. Perderse a propósito es más difícil de lo que
te imaginas. ¿Tienes alguna idea? —¿Eso es lo único que tenemos que hacer para
llegar allí? —preguntó Jack—. ¿Perdernos? —Por supuesto, pero será difícil,
porque supongo que conoces muy bien esta casa.
—A lo mejor
es más fácil en el jardín —respondió Jack—, sobre todo ahora que soy así de
pequeño. Podríamos arrastrar una silla hasta la puerta de atrás, subirnos a la
cerradura y abrirla.
—Buena idea —concedió
el cerdito de Navidad. Acababan de llegar al pie de la escalera—. ¿Por dónde? Jack
guió al cerdito de Navidad por el pasillo oscuro hacia la cocina. El pasillo
parecía inmenso cuando sólo medías veinte centímetros. Por suerte, la rendija
de debajo de la puerta de la cocina era muy grande. Se tumbaron en el suelo y
se colaron por debajo.
—Excelente —dijo
el cerdito de Navidad—. Si conseguimos empujar la silla hasta… Pero no terminó
la frase: una bestia gigantesca de cuatro patas se había plantado ante ellos;
era peluda, con dientes largos y amarillos y unos ojos muy brillantes. Dio un
fuerte ladrido y se abalanzó sobre el cerdito de Navidad. Resbaló por el linóleo,
pero estuvo a punto de atrapar al cerdito con sus peligrosas fauces.
—¡Corre,
corre! —gritó el cerdito de Navidad, y se apresuró hacia la puerta.
Jack lo siguió.
Toby estuvo a punto de alcanzarlo,
pero sólo arañó el suelo con sus garras. Entonces Jack y el cerdito de Navidad
se tiraron al suelo y se deslizaron otra vez por debajo de la puerta para
volver a salir al pasillo.
—¡No me has
avisado de que había un perro! —exclamó jadeando el cerdito de Navidad mientras
Jack y él, tumbados boca abajo, recobraban el aliento.
—¡No me
acordaba! —repuso Jack—. ¡El perro no vive aquí! Toby no paraba de gemir y arañar
la puerta de la cocina tratando de atraparlos.
—Tendremos
que salir por la puerta principal —dijo el cerdito de Navidad. Se levantó y se
sacudió el polvo—. Vamos.
Pero, justo
en ese momento, Toby se
lanzó contra la puerta de la cocina con tanta fuerza que consiguió abrirla.
Jack y el
cerdito de Navidad echaron a correr por el pasillo mientras Toby los perseguía resbalando por
el parquet. Llegaron hasta el salón,
que estaba a oscuras salvo por las guirnaldas del árbol, y se metieron a toda
prisa debajo del sofá.
Veían el
morro negro y reluciente de Toby husmeando
debajo del mueble, tratando de encontrarlos mediante el olfato. No paraba de
gemir. Jack temía que el perro no se rindiera mientras supiera que ellos
estaban allí abajo.
—Si vamos
arrastrándonos hasta detrás del árbol —le susurró al cerdito de Navidad—, a lo
mejor podemos salir de la habitación y hacerle creer que todavía estamos aquí
abajo. Y entonces quizá podamos volver a la puerta de la cocina.
El cerdito de
Navidad asintió. Se sujetó la barriga para que las bolitas de relleno no
hiciesen ruido y siguió a Jack hacia la rendija del otro extremo del sofá,
donde estaba el árbol de Navidad. Para entonces, Jack era tan pequeño que los
regalos que había al pie del árbol se alzaban en la oscuridad y parecían casas
apiñadas de cualquier manera.
Toby seguía
olfateando y rascando con la pata el extremo opuesto del sofá. Despacio y con
mucho cuidado, Jack salió reptando y empezó a trepar por los paquetes. Por
suerte, uno estaba decorado con una cinta roja y consiguió aferrarse a ella con
los pies descalzos para ayudarse a subir; otro, en cambio, estaba envuelto con
un papel azul con estampado de copos de nieve plateados que se desgarró un poco
cuando se agarró a él. Dentro había una caja enorme de Lego, y Jack estaba
seguro de que aquél era el regalo que su padre había encargado para él. Las
lucecitas de las guirnaldas, que tan diminutas parecían cuando Jack y su madre
las habían colgado en el árbol, ahora se veían enormes y lo deslumbraban. Siguió
trepando poco a poco por el montón de regalos hasta que llegó al más grande,
que estaba envuelto con papel dorado y reluciente. Si conseguía cruzarlo, habría
salido de debajo del árbol… pero ¡patinó! El papel era tan satinado que resbaló
por él y, como no encontró nada a lo que sujetarse, se cayó por una grieta que,
ahora que sólo medía veinte centímetros de estatura, le pareció un barranco
hondísimo y completamente oscuro. Intentó volver a subir, pero se había caído
entre unos regalos gigantescos envueltos con un papel demasiado liso.
—¿Dónde estás?
—le preguntó en voz baja el cerdito de Navidad, pero al cabo de un segundo él
también resbaló por el paquete dorado y fue a caerle encima a Jack.
—¡Oh, no! —dijo
Jack. Habían oído a Toby,
que corría a toda mecha hacia el árbol—. ¿Por qué has hecho ruido? —¿Por dónde
se va a la cocina? —gritó el cerdito de Navidad. Los gruñidos del perro se oían
cada vez más cerca.
—¡No lo sé! —respondió
Jack, desesperado—. ¡Me he perdido!
En cuanto
Jack dijo «perdido», el suelo desapareció bajo sus pies. Empezó a caer (o,
mejor dicho, a hundirse lentamente) por donde debería haber estado el suelo.
Era como si estuviese atrapado en una especie de sustancia espesa que no
alcanzaba a ver ni a sentir. Las luces del árbol habían desaparecido, todo
estaba negro como boca de lobo.
—¡¿Cerdito de
Navidad?! —gritó presa del pánico.
—Estoy aquí —oyó
que le contestaba el cerdito de Navidad en medio de la oscuridad—. ¡No te
preocupes! ¡Así es como se entra en el Mundo de las Cosas Perdidas! ¡Dentro de
un momento volverás a ver la luz! Y no se equivocaba: al cabo de unos segundos,
Jack volvió a ver al cerdito de Navidad, que descendía lentamente, igual que él.
Poco a poco, su entorno se fue iluminando hasta que comprendió que cada uno se
hundía por su columna de luz dorada. Miró hacia arriba, vio dos agujeros en el
techo de madera y dedujo que aquello debía de ser el suelo del mundo que habían
abandonado: su mundo, donde vivía mamá, donde se hallaba todo lo que él conocía.
Siguieron
cayendo y cayendo, y entonces Jack se fijó en que el cerdito de Navidad y él no
eran las únicas cosas que se hundían lentamente por las columnas de luz. Había
miles de cosas más. Ingrávido, Jack podía volverse y girar sobre sí mismo, y
allá donde mirara veía más cosas que se hundían.
Cerca de él
había una cucharilla, una bola de Navidad roja y brillante, un silbato para
perros, una dentadura postiza, un títere de guante, una moneda reluciente, una
larga tira de espumillón, una cámara, un destornillador, un billete de avión,
unas gafas de sol, un calcetín, un osito de peluche y un rollo de papel de
regalo con estampado de renos.
—Parece
mentira, ¿verdad? —le dijo el papel de regalo. Uno de los renos del estampado
hablaba y parpadeaba—. ¡Es la tercera vez que me pierde esta noche! Me he ido
rodando hasta debajo del radiador. Ahora está histérico.
¡Claro, ha
dejado lo de envolver los regalos para el último momento, como siempre! El
rollo de papel acababa de pronunciar esas palabras cuando de repente cambió de
dirección y, en lugar de bajar, empezó a subir hacia el agujero del techo.
Justo antes de perderse de vista le gritó: —Bueno, me ha encontrado. ¡Buena
suerte! ¡Espero que tú también vuelvas a subir pronto! Jack no le contestó
porque estaba demasiado perplejo por lo que estaba pasando a su alrededor y,
sobre todo, por lo que veía abajo, en el suelo. Al principio creyó que se
trataba de una moqueta de muchos colores, pero a medida que descendía comprendió
que, en realidad, eran millones de cosas.
Asustado,
escudriñó el suelo por si veía al Perdedor, pero, como no sabía qué aspecto tenía,
le era imposible saber si estaba allí o no. Cuanto más descendía, más fuerte
era el ruido: las cosas que estaban en el suelo murmuraban, repiqueteaban,
tintineaban, crepitaban y hacían un ruido casi ensordecedor.
Alrededor
cada vez había más luz, y al final Jack vio que se encontraba dentro de un
edificio gigantesco, una especie de almacén con paredes de ladrillo increíblemente
altas y techo de madera salpicado de agujeros. Las cosas que habían llegado al
suelo (las pelotas de goma, los diarios, los clips, las cintas métricas, las cámaras,
los bolígrafos y los monederos) formaban grupos y se ponían a charlar. Jack
estaba tan fascinado por todo lo que veía que el aterrizaje lo pilló por
sorpresa. Tocó con los pies descalzos el tibio suelo de madera, y el cerdito de
Navidad aterrizó a su lado, en un sendero que separaba una masa de llaves
tintineantes de un ejército de paraguas oxidados.
—Necesitaremos
un pase —dijo el cerdito de Navidad—. Vamos.
El cerdito de
Navidad guió a Jack por el sendero que separaba las llaves de los paraguas.
Pasaron al lado de un cuchillo, una brocheta y una larga aguja para tejer, y
Jack se dio cuenta de que los tres eran importantes porque llevaban una gorra
de plato negra con una «P»; parecía mentira que no se les cayera, porque
avanzaban dando saltitos. Las cosas que llevaban gorra de plato patrullaban por
los bordes del sendero para asegurarse de que las otras cosas permanecían en
sus grupos y dejaban espacio para que pasaran las cosas que acababan de llegar.
—Ésos son los
Ajustadores de Pérdidas —le dijo el cerdito de Navidad a Jack en voz baja—. Me
han hablado de ellos otras Cosas que ya han estado aquí. Son los sirvientes del
Perdedor. Hacen cumplir sus leyes a cambio de que él no se los coma.
Un par de
largos pendientes de diamantes aterrizaron delante del cerdito y de Jack.
Brillaban tanto que Jack tuvo que entrecerrar los ojos para mirarlos.
—¿Quién manda
aquí? —gritó uno de los pendientes con voz solemne.
—¡Somos unas
joyas muy valiosas! —gritó el otro—. ¡Exigimos asistencia! —Cálmense, señoras —graznó
una pelota de tenis que iba botando al lado de Jack y del cerdito de Navidad.
Parecía la típica pelota mordisqueada por un perro y olía fatal—. Créanme, he
pasado por esto un montón de veces. Parece un desastre, pero está bien
organizado.
A los
pendientes los ofendió que un objeto tan mugriento se dirigiera a ellos.
—¡Me parece
que nos hemos equivocado de sitio! —gritó el primero, y destelló al girar sobre
sí mismo en busca de asistencia.
—¿Adónde van
las Cosas valiosas? —gritó su pareja.
Pero nadie
contestó. A su derecha, las llaves seguían gritando en dirección a los lejanos
agujeros del techo. «¡Estoy en tu otro abrigo, idiota!», decían, o «¡Has vuelto
a dejarme puesta en la cerradura!». Los paraguas estaban más callados y
tristes. Jack oyó que uno negro se lamentaba: «Creo que esta vez será la
definitiva: me ha dejado en el tren. Seguramente se comprará uno nuevo».
Entonces un
abrelatas con gorra negra de plato se acercó caminando sobre sus patas de
metal. Llevaba una cajita colgada del cuello y tenía unos delgados brazos también
metálicos justo debajo del mango.
—¡Pases! —gritó—.
¡Los recién llegados pueden venir a recoger sus pases! —Déjame hablar a mí —le
dijo el cerdito de Navidad a Jack, pero, antes de que pudiese pedirle sus pases
al abrelatas, los pendientes de diamantes se le adelantaron.
—¡Estamos en
el sitio equivocado! —exclamó uno.
—¿Adónde van
las Cosas importantes? —preguntó el otro.
—Las joyas
están allí, junto a la pared oeste —respondió el abrelatas señalando con el
brazo—. Pero primero necesitáis los pases. Tomad. — Arrancó dos pases azules de
la cajita que llevaba colgada del cuello y le dio uno a cada pendiente—. Pared
oeste —repitió porque los pendientes no se habían movido.
—Me parece
que no me has entendido bien —insistió el primer pendiente —. ¡Somos de
diamantes auténticos! —No puedes mezclarnos con un montón de cuentas de plástico
—añadió el segundo pendiente—. Tiene que haber un sitio para los objetos de
valor, ¿no? —Dirigíos a vuestra zona de espera —les ordenó el abrelatas—. Aquí Abajo,
tanto da que seas un diamante como una cuenta de plástico. Pronto sabremos qué
valor tenéis Allí Arriba.
Claramente
ofendidos, los pendientes se dirigieron contoneándose a la pared oeste.
El Ajustador
de Pérdidas también le dio un pase azul a la pelota de tenis.
—Los juguetes
para perros van ahí, entre las zapatillas de deporte y los libros de texto.
La pelota se
alejó botando. Entonces el abrelatas se dirigió por fin a Jack y al cerdito de
Navidad.
—¿Vosotros
también acabáis de llegar? —Sí, nos hemos perdido juntos —contestó el cerdito
de Navidad—. Nos hemos caído del bolsillo de nuestro dueño.
—¡Críos! —dijo
el abrelatas con desdén. Arrancó otros dos pases azules y se los dio—. Ellos
son los responsables de la mitad de las Cosas que hay Aquí Abajo. ¡Son unos
salvajes y unos descuidados! A veces, cuando esto está tranquilo, los oímos llorar
Allí Arriba. Deberían sujetar más fuerte a su osito si no quieren que lo
capture el Perdedor, ¿no? —Supongo que sí —respondió el cerdito de Navidad.
—Buena
calidad —añadió el abrelatas mirando a Jack—. Mucho detalle.
—Gracias —respondió
Jack con nerviosismo.
—Los juguetes
para niños están junto a la pared norte. Necesitaréis que os lleven, está
demasiado lejos para ir andando.
Dio un
silbido chirriante y un viejo patín llegó a toda velocidad por el sendero.
Comparado con Jack y el cerdito de Navidad, era del tamaño de un carrito de
golf. Treparon al patín como pudieron; apenas les asomaba la cabeza.
El patín echó
a rodar hacia el sitio donde esperaban los juguetes y Jack sintió una oleada de
emoción: ¡estaba a punto de reencontrarse con Dito! Pasaron a toda pastilla por
delante de naipes, zapatos de bebé, bálsamos labiales y estuches de lápices, y
mientras tanto miles y miles de cosas perdidas seguían descendiendo por
aquellos haces de luz dorada desde los agujeros del techo.
Al acercarse
al centro del almacén, Jack vio un reloj enorme con cuatro esferas. Estaba
colocado encima de una alta columna para que todas las cosas pudiesen verlo
desde cualquier rincón de aquel edificio enorme. Es decir, a Jack le pareció
que era un reloj, pero entonces se fijó en que las esferas sólo tenían una
manecilla y, en vez de números, un círculo con todos los colores del arco iris.
Notó que la manecilla estaba a punto de pasar de amarillo a verde.
—Yo creía que
el Mundo de las Cosas Perdidas sería un lugar terrible — le dijo al cerdito de
Navidad.
Aquel almacén
inmenso era ruidoso y desconcertante, pero Jack no tenía miedo.
—Todavía no
hemos salido de este edificio —repuso el cerdito de Navidad.
—Es que no
necesitamos salir —volvió a decir Jack—. Ya has oído al abrelatas: Dito estará
junto a la pared norte con todos los otros juguetes.
—No —respondió
el cerdito de Navidad—, lleva demasiado tiempo perdido. Las llaves de la tienda
donde me compraron me lo contaron todo sobre este lugar. Han estado aquí muchas
veces. Este sitio se llama Extraviadas: es adonde van las Cosas cuando todavía
no se han perdido del todo. A veces, por ejemplo, un humano deja una Cosa en un
sitio y se olvida de dónde la ha dejado durante un par de minutos. Las Cosas
pueden quedarse en Extraviadas una hora, así tienen una oportunidad de que las
encuentren antes de tener que entrar en los dominios del Perdedor.
—¿Dito está
fuera, donde está el Perdedor? —preguntó Jack, asustado. Su entusiasmo se había
desvanecido de golpe.
—Sí —respondió
el cerdito de Navidad—, pero no te preocupes: mientras cumpla las leyes estará
a salvo.
—Pero ¡es que
mi coche Matchbox ha dicho que el Perdedor es quien dicta las leyes, y que hace
trampas! —Eso es verdad: hace trampas —confirmó el cerdito de Navidad—, pero Dito
es un cerdito listo y sensato. Estoy seguro de que no hará ninguna tontería.
—¿Y tú cómo
sabes que Dito es listo y sensato? —volvió a preguntar Jack.
—Porque somos
hermanos —contestó el cerdito de Navidad.
—Pero ¡si no
lo conoces! —Eso no importa. Él es mi hermano y yo soy el suyo. Somos iguales.
—No, no sois
iguales —dijo Jack por si el cerdito de Navidad estaba pensando en proponerle
volver a casa y que se lo quedase a él en lugar de a Dito.
—Tienes razón
—concedió el cerdito de Navidad—, se me olvidaba que yo tengo algo que hace que
te den ganas de arrancarme la cabeza.
—Antes ya te
he pedido perdón por eso —dijo Jack.
—No, no me
has pedido perdón —respondió el cerdito de Navidad.
—Vale, pues
te lo pido ahora. Lo siento.
Se quedaron un
rato callados. El patín los llevó por un gran campo lleno de libros de la
biblioteca. Las páginas susurraban: los libros se explicaban unos a otros cómo
se habían perdido.
—¡Me parece que ya veo juguetes! —exclamó Jack por fin.
Un poco más
allá, amontonados en una zona tan amplia como cinco campos de fútbol, había muñecas,
dinosaurios de plástico, coches en miniatura, cuerdas de saltar, yoyós, naipes,
piezas de puzle y de dominó… ¡todos los juguetes imaginables! A pesar de que el
cerdito de Navidad le había dicho que Dito no estaría allí, Jack no pudo evitar
abrigar esperanzas de ver sus orejas torcidas y los botones que le hacían de
ojos, pero no había ni rastro de él.
—Lo que
necesitamos —dijo el cerdito de Navidad cuando el patín empezaba a reducir la
velocidad— es encontrar a un par de juguetes que estén dispuestos a cambiar sus
pases con los nuestros.
—¿Por qué? —preguntó Jack.
—Porque así
nos dejarán salir al Mundo de las Cosas Perdidas sin esperar una hora —le
explicó el cerdito—. No debería ser muy difícil: aquí todos quieren quedarse
todo el tiempo que puedan porque el Perdedor no puede acercarse a ellos
mientras están en Extraviadas.
El patín se
detuvo. Jack y el cerdito de Navidad se apearon y entonces el patín arrancó
otra vez. Cerca de donde estaban había un monstruo de dos cabezas que lloraba
tapándose una cara con cada mano. Era un monstruo basto de color marrón, y una
princesa de plástico con vestido rosa y diadema estaba consolándolo.
—¡No puedo
creer que no me haya encontrado! —sollozaba el monstruo —. ¡Y supongo que ahora
estará profundamente dormido, soñando con todos los juguetes nuevos que le
regalarán por Navidad, mientras que a mí… a mí me comerá el Perdedor! —Venga,
anímate —le dijo la princesa—. Todavía hay tiempo para que te encuentre.
—Pídeles a
esos dos que te cambien los pases —le susurró el cerdito de Navidad a Jack—,
pero no les expliques por qué: les parecería muy extraño saber que queremos
salir de Extraviadas. Seguro que confiarán en ti porque tú también pareces una
figura de acción.
—¿Y qué
excusa les doy para querer cambiárselos? —preguntó Jack, preocupado.
El cerdito de
Navidad arrugó el morro y se concentró todo lo que pudo.
—Dile a la
princesa que la encuentras muy guapa —propuso—, que quieres protegerla del Perdedor
y que te gustaría cambiarle el pase para que pueda estar a salvo más tiempo.
Jack se puso
colorado.
—¡No pienso
decirle eso! —Vale, ya se lo digo yo —dijo impaciente el cerdito de Navidad. Le
quitó el pase de la mano y caminó a grandes zancadas, haciendo sonar las
bolitas de plástico de su barriga al andar, hasta donde estaban la princesa y
el monstruo de dos cabezas—. Princesa —le oyó decir Jack—, mi amigo ha visto lo
preocupado que está tu amigo, y como es una figura de acción muy caballerosa… Justo
entonces se abrió inesperadamente una caja sorpresa, lo que provocó que muchos
juguetes que estaban cerca chillaran del susto. Jack se alegró de que lo
hicieran porque así no podía oír las cosas bochornosas que el cerdito de Navidad
le estaba diciendo a la princesa de plástico. Al poco rato, el cerdito de
Navidad dio media vuelta y fue hacia él con dos pases verdes en lugar de azules
en la mano. Detrás del hombro del cerdito de Navidad, Jack vio al monstruo de
dos cabezas lanzándole besos. Se dio la vuelta, colorado y muerto de vergüenza.
—La princesa
ha dicho que no necesita protección y que le apetece correr una aventura —explicó
el cerdito de Navidad—, pero el monstruo la ha convencido para que
intercambiemos los pases. Quería venir a darte un beso, pero le he dicho que
eres demasiado tímido.
—Perfecto —masculló
Jack, y cogió su nuevo pase.
—Ahora, con
estos pases nuevos, deberíamos poder salir en cualquier momento —opinó el
cerdito de Navidad—. ¡Ajá! Señaló con una pata el extraño reloj que estaba
encima de la columna. La manecilla acababa de pasar de amarillo a verde.
Entonces Jack comprendió que, cuando la manecilla señalaba un nuevo color,
todos los que tenían un pase de ese mismo color debían salir de Extraviadas.
—Vamos —dijo
el cerdito de Navidad al ver que una multitud de cosas que llevaban un pase
verde empezaban a avanzar hacia la pared norte.
Parecían
nerviosas.
El cerdito de
Navidad sacó pecho.
—Aquí es
donde empieza el verdadero viaje, ¿estás listo? —¡Listo! —dijo Jack, y asintió
con la cabeza.
Los miles de
poseedores de un pase verde formaron varias colas desordenadas. Hubo empujones
y tropiezos, puesto que muchas cosas todavía miraban esperanzadas hacia los
agujeros del techo, confiando en que un haz de luz dorada los atrapara y los
transportara de nuevo al Mundo de los Vivos.
Allí Abajo
los llamaban «agujeros de encontrar» porque conducían de vuelta hasta el Mundo
de los Vivos. Los Ajustadores de Pérdidas, con su gorra de plato negra, hacían
avanzar a las cosas a empellones y reían con crueldad.
—¡Demasiado
tarde! ¡Ha llegado la hora de la Distribución! —¿Qué significa eso? —le preguntó
Jack en voz baja al cerdito de Navidad.
—No estoy
seguro, pero me parece que nos van a enviar a distintas partes del Mundo de las
Cosas Perdidas.
Se pusieron
en una de las colas, detrás de un magnífico anillo de zafiro.
—¿Te lo
puedes creer? —le decía a voz en grito a cualquiera que estuviese dispuesto a
escucharlo—. ¡Se me quitó para lavarse las manos y me dejó en el lavamanos! Jack
miró con nerviosismo hacia el principio de la cola. Desde donde estaban, todavía
no veían nada, pero la cola avanzó deprisa, y al cabo de poco rato se dieron
cuenta de que se dirigían hacia una larga hilera de mesas ocupadas por otros
Ajustadores de Pérdidas, entre los que había una trampa para ratones, un
sacacorchos y una grapadora. Detrás de las mesas se veían tres puertas
gigantescas: la primera era de madera lisa, como las de los graneros o las
casetas de jardín; la segunda era de acero reluciente, como las de las cajas
fuertes o las cámaras acorazadas; la última era de oro brillante y estaba
decorada con preciosos grabados que representaban enredaderas y flores. La
mayoría de las cosas de las colas señalaban esa tercera puerta con anhelo.
Una a una, a
medida que las llamaban, las cosas que habían llegado al frente de las colas se
sentaban ante una de aquellas mesas. Los Ajustadores de Pérdidas les hacían una
serie de preguntas y luego, cuando la entrevista había terminado, les
estampaban un sello en el pase y les ordenaban que se dirigieran a una de las
puertas.
—Estoy
preocupado —dijo de repente el cerdito de Navidad.
—¿Por qué? —preguntó
Jack.
—Porque no sé
cómo vamos a ingeniárnoslas para hacerte pasar ante los Ajustadores de Pérdidas
sin que se den cuenta de que eres un ser humano — respondió el cerdito de
Navidad.
—El abrelatas
no se ha dado cuenta —le recordó Jack.
—Pero no es
su trabajo saber quién eres ni decidir adónde hay que enviarte —repuso el
cerdito de Navidad—. Rápido, necesitamos inventarnos una historia. A ver, ¿dónde
te fabricaron? —Pues… no lo sé —contestó Jack. Intentó pensar en un nombre que sonara
a nombre de fábrica, pero no se le ocurrió ninguno.
—Di que
saliste de la fábrica Dingledown de Birmingham —propuso el cerdito de Navidad—.
Allí me fabricaron a mí, y hacían figuras de acción además de cerditos de tela
de toalla. Veamos, ¿cómo te llamas? —Jack.
—¡Las figuras
de acción no se llaman simplemente Jack! Diremos… diremos que eres el Niño
Pijama y que tus poderes son el sueño y la fantasía.
—Yo no quiero
ser el Niño Pijama —protestó Jack—. Eso suena ridículo.
—¡Pues diles
que te llamas Jack, a ver qué pasa! —repuso el cerdito de Navidad muy enfadado,
pero sin subir la voz porque cada vez estaban más cerca del principio de la cola—.
Sigamos, ¿cómo te has perdido? —Me he caído del bolsillo de un niño —contestó
Jack repitiendo lo que el propio cerdito de Navidad le había dicho al abrelatas.
—¿Y dónde estás
ahora? —siguió preguntando el cerdito de Navidad.
—Aquí,
hablando contigo —respondió Jack.
El cerdito de
Navidad se tapó la cara con las patas.
—Si no nos entregan directamente al Perdedor podremos considerarnos afortunados. —Se destapó la cara y añadió—: Lo que han absorbido hasta aquí, hasta el Mundo de las Cosas Perdidas, es tu parte Vivificada. Lo que tienes que decirle al Ajustador de Pérdidas es dónde está tu cuerpo de plástico, ¿lo entiendes? ¡Dónde está Allí Arriba, en el Mundo de los Vivos!
—¡Este plan ha sido idea tuya! —dijo Jack un poco enfadado y también asustado porque ya estaban muy cerca del principio de la cola—. ¡Rápido, dime qué tengo que decir! Pero justo entonces se produjo una gran conmoción a sus espaldas.
Dos
Ajustadores de Pérdidas (una perforadora y un tenedor) avanzaban entre dos
colas arrastrando a una cosa pequeña y cubierta de barro con esos brazos fuertes
y delgados que, por lo visto, les salían a muchas cosas en el Mundo de las
Cosas Perdidas. El prisionero iba tan sucio que resultaba casi imposible ver qué
era, pero parecía peludo.
—¡Por favor! —gimoteó—.
¡Dadme un pase, por favor! ¡Dejad que me quede una hora más! ¡Os lo suplico,
dadme una oportunidad! Alguien podría quererme. Por favor… Cuando los
Ajustadores de Pérdidas pasaron al lado de Jack y el cerdito de Navidad, Jack
descubrió qué era el sollozante prisionero: un diminuto conejito de peluche de
color azul que, a juzgar por su aspecto, llevaba días, o quizá semanas, en el
barro. No entendía por qué los Ajustadores de Pérdidas trataban tan mal al
infeliz conejito. El tenedor lo pinchaba para obligarlo a andar más deprisa, y
cuando el pobre gemía de dolor la perforadora se reía abriéndose y cerrándose y
dejaba un rastro de pequeños círculos de papel que revoloteaban como el
confeti. Los Ajustadores de Pérdidas arrastraron al conejito prisionero hasta más
allá de las mesas, hacia lo que parecía una tapa de alcantarilla metálica que
había en el suelo y que Jack no había visto hasta entonces.
—¡Te vas de
cabeza al Perdedor, ya lo creo! —gritó la perforadora—. ¡Y deja de hacer el numerito
delante de todas estas Cosas decentes que tienen dueños Allí Arriba! —¿Por qué
lo tratan así? —le preguntó Jack al cerdito de Navidad en voz baja, pero el
cerdito, conmocionado, sólo negó con la cabeza—. ¿Es porque va muy sucio? —Pensó
en el mugriento Dito. ¿Y si a él también lo habían tratado así cuando había
llegado a Extraviadas? —No te preocupes por el conejito —contestó el cerdito de
Navidad, que de pronto parecía muy decidido—. Ésta es nuestra oportunidad, ¡a
gatear! —¡¿Qué?! —exclamó Jack, sorprendido.
—Pasa
gateando entre las mesas de los Ajustadores de Pérdidas aprovechando que todos
están mirando al conejito. ¡Deprisa, yo me reuniré contigo al otro lado! Entonces
Jack lo entendió: todos estaban paralizados observando al prisionero y a sus
captores, incluso los Ajustadores de Pérdidas que estaban sentados a las mesas.
Se arrodilló, pasó gateando por delante del anillo de zafiro, se coló por el
hueco que había entre dos mesas y se dirigió hacia un grupo de cosas que ya habían
sido Distribuidas y que estaban de pie delante de la puerta de madera. Esas
cosas estaban tan interesadas por el destino del prisionero que no se dieron
cuenta de que Jack se les había unido. Finalmente se levantó y se volvió para
ver qué le pasaba al conejito.
—¡Por favor! —se
lamentaba—. ¡Os lo ruego, dadme una oportunidad! —Para las Cosas como tú no hay
oportunidades —gruñó el tenedor mientras el conejito forcejeaba—. Nadie te
quiere. A nadie le importa que te hayas perdido. Eres un Sobrante.
La
perforadora apartó la pesada tapa de alcantarilla bajo la que se escondía un
agujero oscuro. El conejito no paraba de chillar, asustado, mientras el tenedor
lo empujaba cada vez más cerca del borde. Al final, resbaló y se precipitó por
el agujero. Todos oyeron cómo su grito de terror iba haciéndose cada vez más débil,
como si el conejito se deslizara por la rampa de un recolector de basura, hasta
que dejó de oírse por completo. Entonces volvieron a colocar la tapa metálica
con la que se cerraba la entrada de aquel túnel.
Los dos
Ajustadores de Pérdidas se colocaron bien la gorra negra y se alejaron dando
saltitos, muy satisfechos de sí mismos. Poco a poco, todas las cosas que habían
presenciado aquella escena tan terrible empezaron a hablar otra vez entre ellas.
Un peine de
plástico que estaba al lado de Jack susurró: —Qué horror, ¿no? Tenía un aspecto
muy raro porque tenía un ojo en cada lado y hablaba por uno de los huecos entre
las púas.
—Sí —coincidió
Jack—, ha sido horrible.
Pensaba que
alguien debería haber intentado ayudar al conejito en lugar de simplemente ver
cómo lo arrojaban por la rampa. Él mismo lo habría hecho, de no ser porque
entonces los demás se habrían dado cuenta de que era un niño y quizá lo
hubiesen obligado a abandonar el Mundo de las Cosas Perdidas antes de haber
encontrado a Dito.
—Es
indignante ver cómo tratan a los Sobrantes —dijo una pila que estaba de pie
junto al peine. Habló en voz baja para que no la oyeran los Ajustadores de Pérdidas.
El cerdito de
Navidad ya había llegado al principio de la cola. El sacacorchos Ajustador de Pérdidas,
que acababa de enviar al anillo de zafiro a esperar junto a la puerta dorada,
tenía una voz potente y Jack pudo oír todo su diálogo con el cerdito.
—¿Nombre? —preguntó.
—Cerdito de
Navidad.
—¿Dónde te fabricaron?
—En la fábrica Dingledown de Birmingham.
—¿Fecha y
lugar de Vivificación? —Esta tarde —contestó el cerdito de Navidad— en la
juguetería Pendleton.
—¿Y ya te han
perdido? —dijo el sacacorchos, y chasqueó la lengua.
Examinó una
larga lista que tenía delante.
—Cerdito,
cerdito, cerdito, cerdito… ah, sí, aquí estás: «Cerdito de Navidad». Vaya, se
ve que no le gustas mucho a nadie, ¿verdad? —Soy un Sustituto —dijo el cerdito
de Navidad.
—Ah, sí —dijo
el sacacorchos con una sonrisita de suficiencia y haciendo girar ligeramente la
silla—. Los Sustitutos a veces tienen suerte y a veces no.
En tu caso,
ya veo que ha sido «no». Pero todavía estás bastante nuevo, de modo que, si
alguien te encuentra, seguro que se le ocurrirá algo que hacer contigo. A lo
mejor te llevan a una tienda benéfica. Puerta de madera.
Así, el
cerdito de Navidad corrió a reunirse con el grupo de Jack junto a la puerta de
madera, que acababa de abrirse.
En cuanto
salieron del edificio, los golpeó una ráfaga de aire helado. Para sorpresa de
Jack (porque en el Mundo de los Vivos ya era de noche cuando se habían ido),
fuera del almacén apenas empezaba a ponerse el sol. La nieve caía desde un
cielo extraño que parecía de madera pintada, aunque era muchísimo más alto que
cualquier techo del Mundo de los Vivos. Distinguió, a lo lejos, algunos
agujeros de encontrar, pero eran muchos menos de los que había en el techo de
Extraviadas.
Se hallaban
en un lugar desolado y lúgubre, un páramo pedregoso que se extendía hasta el
horizonte y donde sólo crecían algunas matas de cardo.
Entre la
tierra árida y la nieve que caía formando remolinos, aquél era el lugar menos
acogedor que Jack había visto en su vida.
Miró por
encima del hombro hacia el muro de Extraviadas y se llevó una sorpresa al ver
que la puerta por la que acababan de salir había desaparecido.
Entonces se
dio cuenta de que sólo podría regresar si encontraba a Dito.
Estaba
empezando a temer que el Mundo de las Cosas Perdidas fuese aún más extraño y
complicado de lo que había imaginado. Por ejemplo, ¿con qué se encontrarían las
cosas que habían salido por las otras puertas? Y lo más importante: ¿por qué
puerta habría salido Dito? En ese momento se oyó un ruido de cascos. Jack y el
resto del grupo (que, además del peine y la pila, incluía una pequeña regla de
plástico, una goma de borrar con forma de oso panda, unos cordones de zapato y
un par de palillos chinos) se dieron la vuelta y vieron que se acercaban varias
cosas con forma de caballo. Había ponis de plástico, un unicornio rosa de
peluche, un caballo de tiro de cerámica y el más grande de todos: un gran burro
de mimbre que llevaba un cesto de fruta de plástico a cada lado de la silla de
montar. A la cabeza de todas aquellas cosas iba otro Ajustador de Pérdidas:
unas tijeras de cocina con dos gorras negras, una sobre cada ojo. Iban
montadas, con las puntas hacia abajo, en un caballo de madera que avanzaba
sobre unas ruedas chirriantes.
—¡Daos prisa!
—gritaron las tijeras—. ¡No! —les espetaron bruscamente a Jack y al cerdito de
Navidad, que se dirigían hacia dos de los ponis de plástico—. Vosotros sois los
más grandes, podéis compartir el burro.
Así que Jack
y el cerdito de Navidad treparon al burro, que gimió y dijo: —Cuidado con mi
mimbre. Por si no lo sabéis, se puede romper.
La mayoría de
las otras cosas tuvieron dificultades para subir a sus monturas. El peine, la
pila, la regla y los palillos resbalaban una y otra vez, y las tijeras les
acabaron ordenando a los cordones de zapato que las ataran.
Cuando por
fin todos hubieron conseguido montar, sonó una sirena detrás del muro de
Extraviadas.
—¡Oh, no! —dijeron
las tijeras, sorprendidas—. Malas noticias.
—¿Qué
significa eso? —preguntó el peine, muy asustado.
—Significa
que hay alguna Cosa que está donde no debería — respondieron las tijeras.
Jack y el
cerdito de Navidad se miraron preocupados. Jack estaba seguro de que ambos
pensaban lo mismo: que los Ajustadores de Pérdidas se habían enterado de alguna
manera de que él estaba allí, a pesar de que había esquivado el interrogatorio.
—¿Va a venir
el Perdedor? —susurró la regla, que estaba temblando.
—Podría ser —contestaron
las tijeras—. Si una Cosa ha desobedecido las normas, el Perdedor querrá
capturarla y comérsela. Si desobedeces las normas te conviertes en Sobrante, y
a los Sobrantes siempre se los come; siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Es
la ley.
Las tijeras
pasearon la mirada por el grupo de cosas montadas a caballo, unicornio, poni o
burro.
—A todas
vosotras os han Distribuido como es debido, ¿verdad? — preguntaron.
Todas
respondieron que sí.
Entonces las
tijeras espolearon a su caballo de madera, las ruedas chirriantes empezaron a
girar y todo el grupo se puso en marcha por el nevado camino que recorría la
periferia del páramo.
—Bueno, si
habéis mentido, pronto lo sabremos —dijeron las tijeras con tono amenazador.
—¿Por qué
sigue siendo de día? —le preguntó Jack en voz baja al cerdito de Navidad cuando
se pusieron en marcha. El burro de mimbre crujía a medida que caminaba—. Cuando
hemos salido de mi dormitorio ya había anochecido.
—En el Mundo
de las Cosas Perdidas el tiempo es diferente —le contestó el cerdito de
Navidad, también en susurros—. Dicen que una hora en el Mundo de los Vivos
equivale a todo un día en el Mundo de las Cosas Perdidas.
Nevaba con
fuerza y al poco rato Jack tenía los hombros del pijama mojados y fríos, aunque
eso le preocupaba muchísimo menos que la posibilidad de que el Perdedor
surgiera en cualquier momento de la oscuridad. Sin embargo, no pasó nada, salvo
que la pila resbaló un poco sobre el poni de plástico y los cordones que la
ataban tuvieron que apretarla un poco más.
A pesar de
que el cielo tenía aquella extraña apariencia de madera pintada, fue
oscureciendo a medida que rodeaban el páramo. No tardó en hacerse de noche.
Jack ya no podía ver a las tijeras, aunque sabía que seguían guiándolos porque
oía el chirrido de las ruedas de su caballo.
—¿Adónde
crees que nos llevan? —le preguntó al cerdito de Navidad.
—No lo sé,
pero de momento vamos a obedecer las órdenes. Todas las Cosas que conozco me
han dicho siempre que, si incumples las leyes del Perdedor, te arriesgas a que
te coma. Vive allí —añadió, y señaló con una de sus patas el extenso páramo
pedregoso—. Eso es el Páramo de los Baladís.
—¿Qué
significa «baladís»? —preguntó Jack.
—Significa
que a ningún humano le importa que hayas desaparecido — contestó el cerdito de
Navidad, contemplando aquel paisaje desolado—. Es adonde van los Sobrantes, las
Cosas que nadie quiere, que a nadie le importan y que son inútiles. Como no
tienen donde refugiarse, vagan por el páramo hasta que las atrapa el Perdedor.
—Ah, pues
Dito seguro que no está en el páramo —dijo Jack—. Te aseguro que Aquí Abajo no
hay ninguna Cosa más querida y que importe más que él.
—No, no puede
estar aquí fuera —coincidió el cerdito de Navidad; dejó de contemplar el páramo
y miró hacia el final del camino de tierra por el que avanzaban—. Si tenemos
suerte, estará en ese sitio al que vamos. Por lo que veo en este grupo, debe de
ser un lugar destinado a las Cosas baratas.
—Dito no es
barato —saltó Jack—. Al contrario: es muy valioso.
—Es valioso
para ti, pero los cerditos no somos caros —respondió el cerdito de Navidad—. Yo
sólo espero que a nadie le extrañe que aparezca su gemelo idéntico.
—Ah, por eso
no te preocupes —dijo Jack—: no te pareces en nada a Dito. Él es de otro color.
Como se le cayeron los ojos, mi madre le cosió dos botones. Y tiene las orejas
torcidas y huele mucho mejor que tú.
El burro de
mimbre crujía y se zarandeaba. La pila gimoteó al resbalar una vez más por el
costado del poni y los cordones la ataron aún más fuerte.
—¿Qué quieres
decir con eso de que huele mejor? —preguntó el cerdito de Navidad.
—No lo sé.
Huele… a Dito.
—¿Y yo a qué
huelo? —A tienda de juguetes y a moqueta —respondió Jack—. Es un olor… a nada.
—Vaya, muchas
gracias —dijo el cerdito de Navidad.
Después se
quedaron en silencio. Sólo se oían los cascos de cerámica y de plástico, los
crujidos del burro de mimbre y los chirridos de las ruedas del caballo de las
tijeras. Finalmente, las tijeras gritaron: —¡Bienvenidos a casa! Entonces
vieron un letrero de madera viejo y maltrecho donde estaba escrito con pintura
desconchada: BIENVENIDOS A DESECHABLES
—¡Oh, no! ¡Qué
vergüenza! —exclamó el peine—. ¡Somos Desechables! —No te estarás quejando, ¿verdad?
—dijeron las tijeras con voz amenazadora—. Porque al menos vais a tener un
techo sobre vuestra cabeza.
Hay muchas
Cosas que no lo tienen. ¡Si preferís ser Sobrantes, lo podemos arreglar! —No —rectificó
el peine, aterrorizado—, no prefiero ser Sobrante.
—¡Pues para
de lloriquear! —le ordenaron las tijeras.
La ciudad
donde acababan de entrar se componía de edificios de madera bajos que parecían
endebles y mal aislados del frío. La calle, cubierta de nieve, estaba iluminada
por unos pocos faroles que apenas alumbraban. Las tijeras guiaron al grupo
hasta un amarradero y, una vez allí, desmontaron, amarraron las monturas y
soltaron a la pila, el peine, la regla y los palillos.
—¡Hola! —dijo
una voz alegre detrás de ellos.
Todos se
dieron la vuelta y vieron a unas gafas que salían dando saltitos de un edificio
con puertas de vaivén. Sobre las puertas había un letrero donde se leía: CANTINA.
Las gafas llevaban un sombrero vaquero negro con una «P» y parecían mucho más
simpáticas que los demás Ajustadores de Pérdidas a los que habían conocido
hasta ese momento.
—¡Me alegro
de veros, amigos! —gritaron sonrientes, y las almohadillas se les agitaron como
si fuesen un gran bigote—. ¡Soy el sheriff Gaff!
Decidme, Tijeras: he oído el rumor de que hace una hora ha sonado la sirena en
Extraviadas, ¿es verdad?
—Sí, es
verdad —contestaron las tijeras—. Hay alguna Cosa que está donde no debería.
—¡Por mis
tornillos! ¡Eso no pinta nada bien! —dijeron las gafas con preocupación.
Hicieron aparecer una deshilachada gamuza, se limpiaron los cristales y a
continuación la hicieron desaparecer mágicamente otra vez.
Entonces se
pusieron a examinar al grupo con más atención—. Muy bien, me llevo a estas
Cosas adentro para explicarles de qué va esto. ¿Os apetece un poco de
lubricante antes de marcharos, Tijeras? —No tenemos tiempo —respondieron las
tijeras.
—Pues con el
frío que hace… os vais a quedar tiesas en el camino de regreso.
—Mmm… tienes
razón —convinieron las tijeras, mirando hacia la cantina.
—¡No os cortéis!
—insistieron las gafas, riéndose a carcajadas de su propio chiste—. ¿Lo pilláis?
¿Lo pilláis? —Las gafas miraron alrededor con optimismo, pero nadie del grupo
se rió. El peine se sorbió la nariz—. ¡Pues seguidme, amigos! Se encaminaron a
la cantina seguidas de todo el grupo. Las tijeras iban justo detrás de Jack, y
a él se le erizó el vello de la nuca cuando oyó sus afiladas puntas repiquetear
contra el suelo.
La cantina
estaba iluminada por una única lámpara de aceite de luz parpadeante. En las
ventanas había unas cortinas de terciopelo desgastadas, y el suelo de tablones
de madera estaba lleno de manchas. Un viejo guante de jardinería tocaba una
melodía triste en el piano de juguete que había en un rincón. En el techo había
un agujero de encontrar y, justo debajo, sobre dos sillas, había una vieja
fiambrera de hojalata.
—Esa de ahí,
la que toca el piano, es Dedos —dijeron las gafas. El guante los saludó con el
pulgar y siguió tocando su lánguida melodía—. Y esa de ahí, la que está debajo
del agujero, es Merienda.
La fiambrera
no dijo nada: siguió mirando fijamente el agujero negro del techo como si
concentrándose mucho pudiese hacer aparecer el haz de luz dorada que la
devolvería al Mundo de los Vivos. Jack no le reprochó que quisiera salir de
aquella sala tan deprimente. Miró alrededor por si Dito estaba sentado en algún
rincón oscuro, pero no lo vio por ninguna parte. Pensó que a lo mejor estaba
durmiendo en una de aquellas casuchas desvencijadas que acababan de ver. Estaba
impaciente por salir a echar un vistazo, pero justo entonces las gafas dijeron:
—¡Estupendo! ¿Por
qué no acercamos todos una silla y nos ponemos cómodos? Todos se sentaron. La
corriente de aire que entraba por las puertas de vaivén era muy fría y Jack tenía
que disimular que estaba temblando. Se arrepintió de no haberle hecho caso al
cerdito de Navidad y no haber cogido una sudadera y unas zapatillas de deporte
en su dormitorio, pero de ningún modo iba a decírselo.
—¡Bueno,
bienvenidos a Desechables! —dijo el sheriff—.
¡En esta ciudad no tenemos mucho, pero compartimos lo poco que tenemos! Ya sé —le
dijo al peine, que seguía sorbiéndose la nariz— que algunos no estáis muy contentos
de estar aquí… —¿Cómo quieres que estemos contentos de estar en Desechables? — preguntó
el peine, y empezó a sollozar—. ¡Significa que a nuestros dueños no les
importamos! Al oír eso, los palillos se encorvaron un poco (en el Mundo de las
Cosas Perdidas, además de tener boca, ojos y brazos, las cosas se volvían muy flexibles)
y la goma de borrar con forma de oso panda lanzó un suspiro.
—¡Eso no es
cierto! —exclamaron las gafas con vehemencia—. ¡Si no le importarais a nadie,
os habrían tirado por la rampa del recolector de basura de Extraviadas! —¡Yo
creía… creía que era especial para él! —se lamentó el peine sin hacer caso a
las gafas. Se quitó un pelo negro de entre las púas y continuó—: ¡Llevábamos años
juntos! ¡Creía que… creía que le importaba! —Vamos, amigo, alegra esa cara —repuso
el sheriff, comprensivo—.
Nosotras, las
Cosas viejas y baratas, ya sabemos cómo funciona esto: cuando desaparecemos,
nadie se entristece demasiado. Somos fáciles de sustituir, pero ¡eso no
significa que no tengamos valor, ni mucho menos! —continuó —. ¡No hay que perder
la esperanza! ¡A cualquiera de vosotros os podrían encontrar en cualquier
momento! —A mí ni siquiera llegaron a usarme —dijo la pila, apesadumbrada—.
Creía que mi
familia me valoraría un poco más. Al fin y al cabo es Navidad, y me imaginaba
que tendría un empleo para toda la vida en el coche teledirigido nuevo de la niña.
—¡Pues ahora
ya lo sabes, Pila! —gimoteó el peine—. ¡Para ellos no vales nada! ¡No nos dan
ningún valor! —¡Lo que tú necesitas es descansar como es debido! —sugirió el sheriff.
Se levantó
sobre sus dos patillas e invitó al peine a levantarse también—.
Cuando hayas
dormido unas horas, lo verás todo de otro color. Ve corriendo a la habitación número
dieciséis. Al final de la escalera, la primera puerta a la derecha. Ánimo, hazme
caso.
Dio la
impresión de que al peine le habría gustado protestar, pero justo entonces
resonó un grito horrible al final de la calle. Dedos, el guante de jardinería,
dejó de tocar el piano. Las gafas, las tijeras e incluso Merienda se volvieron
bruscamente hacia el páramo.
—¿Qué ha sido
eso? —preguntó el peine con voz de pito.
—Es mejor no
hacer caso a lo que pasa en el páramo —contestaron las tijeras, que se estaban
tomando su vaso de lubricante junto a la barra—.
Haced lo que
os digan y, con suerte, nunca llegaréis a saber qué es lo que causa esos gritos.
Cuando el
peine subió por la escalera, las gafas se dirigieron a la pianista: —Dedos, ¿por
qué no nos tocas unos villancicos, a ver si mejora un poco el ambiente? El
guante de jardinería empezó a tocar En el portal de Belén, pero la verdad es que no sirvió de mucho. Jack se dio cuenta de
que todas las cosas seguían pensando en aquel grito, igual que él.
—Veamos —les
dijeron las gafas—, aquí las normas son muy sencillas: manteneos dentro de los
límites de la ciudad. Pero ¡animaos! ¡No olvidéis que en cualquier momento podrían
encontraros! ¡O reajustaros! —¿Reajustarnos? —dijo la pila—. ¿Qué significa
eso? —Significa que vuestro valor Allí Arriba puede cambiar —explicó el sheriff—. Por ejemplo, tú, Pila.
Ahora mismo nadie piensa que te necesita, pero pongamos por caso que el día de
Navidad abren la tapa del coche teledirigido de la niña y se dan cuenta de que
les falta una pila. Si eso sucede, te volverás importante para ellos, empezarán
a buscarte con más esmero y, mientras te buscan, a ti te trasladarán a Dónde-lo-habré-metido,
que es la ciudad de al lado. En Dónde-lo-habré-metido tendrías tu propia
casita, ¡a lo mejor incluso con jardín! Pero si acabáis quedándoos en
Desechables para siempre, amigos, ¡espero que me ayudéis a hacer de esta ciudad
la más animada del Mundo de las Cosas Perdidas!
Inmediatamente,
Jack se dio cuenta de que Dito debía de estar en Dóndelo- habré-metido. ¡Tenían
que salir de Desechables cuanto antes y dirigirse a la otra ciudad! —Vale,
vamos a buscaros a todos una cama para pasar la noche —dijeron las gafas—. Me
temo que algunos tendréis que compartir habitación porque ahora mismo estamos
un poco apretujados en Desechables.
—¡Yo sí que
estoy apretujada! —dijo una voz resonante y sofocada.
Todos miraron
alrededor para ver quién había hablado, pero no vieron a nadie más en la
cantina.
—¿Eres tú,
Respirina? —preguntaron las gafas, y miraron hacia la fiambrera, que parecía
muy abochornada.
—¡Sí! —respondió
aquella voz resonante, y entonces Jack se dio cuenta de que salía de dentro de
la fiambrera de hojalata—. ¿No puedo salir un ratito? ¡Por favor! ¡Aquí dentro
está muy oscuro y huele que apesta a sándwich de huevo! —¡No! —gritaron las
tijeras desde la barra—. ¡No te muevas de ahí! Las Cosas que se pierden dentro
de otras Cosas deben quedarse perdidas dentro de las Cosas que se perdieron. ¡Eso
es lo que manda la ley! Jack miró al cerdito de Navidad, pero le pareció que él
tampoco había entendido nada.
—¡Es que esto
es horrible! —gimoteó la voz.
—¡No será
eterno! —le dijo la fiambrera a su barriga.
—¡Ja! —dijeron
las tijeras con una sonrisa cruel—. No te engañes: seguramente ahora mismo hay
una fiambrera nueva esperando a tu dueña al pie del árbol de Navidad. Ya me la
imagino: rosa, con unicornios en la tapa… ¿Crees que esa niña se va a tomar la
molestia de buscar una vieja fiambrera de hojalata como tú después de ver otra
nueva, preciosa y de plástico? La fiambrera, entre sollozos, bajó de las dos
sillas y, dando saltos, empezó a subir la escalera hacia los dormitorios
mientras la voz jadeante que salía de su interior decía: —¡Ay! ¡Ay! ¡No des
estos bandazos! —Eso ha sido un poco cruel, Tijeras —dijeron las gafas en voz
baja.
—¿Cruel? —repusieron
las tijeras con desdén—. Pero si es la verdad. Las Cosas necesitan saber cuál
es su sitio. Es la única forma de no tener problemas.
Echaron las últimas
gotas de lubricante sobre el tornillo que mantenía las dos hojas juntas y,
caminando sobre sus afiladas puntas, salieron muy ofendidas a la calle, donde
seguía nevando.
Las gafas
suspiraron y se pusieron a decirle a cada cosa en qué habitación le tocaba
dormir. Una a una, las cosas subieron la escalera y, al final, sólo quedaron
Jack y el cerdito de Navidad.
Las gafas se
fijaron en ellos por primera vez.
—No suelen
llegarnos Cosas tan nuevas como vosotros a Desechables — dijo mirando con
curiosidad al cerdito de Navidad—. ¿Qué os ha pasado, Cerdito? —Bueno, nos
hemos perdido juntos —dijo el cerdito de Navidad—. Nos hemos caído del bolsillo
de nuestro niño.
—Qué raro que
ese niño no os haya buscado, porque sois unos juguetes muy bonitos —dijo el sheriff, y se quedó mirando a Jack—.
Oye, pero ¿tú qué eres? —Una figura de acción —dijo Jack—: el Niño Pijama, con
el poder del sueño y la fantasía. Tengo mi propio tebeo —añadió para darse
importancia.
—¿Tu propio
tebeo? —dijeron las gafas, que seguían escudriñando su rostro—. Vaya, vaya, cuánta
información. ¿Y los dos os caísteis del bolsillo de vuestro dueño? —Nuestro dueño
es un niño muy malcriado —intervino el cerdito de Navidad—. No cuida sus
juguetes porque tiene muchos. Para él, todos los cerditos de tela de toalla son
iguales, y también las figuras de acción. A veces hasta lanza sus Cosas de una
punta a otra de la habitación y las pisotea. — Miró de reojo a Jack, que frunció
el ceño.
—¡Qué
espanto! Sí, ya me han contado que hay niños así —dijeron las gafas con
tristeza—. En mi época los niños tenían pocos juguetes y por eso los cuidaban
mucho. En los viejos tiempos jamás habríamos visto ejemplares tan bonitos como
vosotros aquí.
»Os acompañaré
a vuestra habitación —añadieron las gafas—. Supongo que, como ya os conocéis,
no os importará compartirla, ¿verdad? Subieron por la escalera y, a continuación,
ya en el piso de arriba, recorrieron un pasillo oscuro y sin ventanas
flanqueado por puertas numeradas. Cuando pasaron por delante de la puerta número
23, ésta se entreabrió y la fiambrera se asomó por la rendija.
—¿Ya me han
reajustado? —preguntó en voz baja.
—Me temo que
no, Merienda —dijeron las gafas—. Normalmente a estas horas ya nos han
notificado todos los reajustes del día.
La fiambrera
suspiró y volvió a cerrar la puerta.
—Pobrecilla —dijeron
las gafas mientras seguían caminando por el pasillo—, le está costando mucho asimilarlo.
—Sheriff Gaff —dijo Jack de pronto.
Tenía que asegurarse de que Dito no estaba allí, así que ignoró la mirada de
advertencia que le lanzó el cerdito de Navidad—, ¿ha visto a otro cerdito de
tela de toalla aquí, en Desechables? Es más o menos igual de alto que éste,
pero tiene las orejas torcidas y botones en lugar de ojos.
—¿Un cerdito
con botones en lugar de ojos y las orejas torcidas? — preguntaron las gafas. Se
detuvieron en la oscuridad y volvieron a observar a Jack—. No, hijo, no he
visto a ningún cerdito que encaje con esa descripción.
Jack se llevó
un disgusto, pero la verdad es que no se sorprendió mucho.
El sheriff Gaff abrió la puerta de la
habitación número 20, que emitió un largo chirrido.
—Que durmáis
bien, chicos —dijo.
Pero mientras
cerraba la puerta miró a Jack con desconfianza.
En cuanto el sheriff Gaff hubo salido, el cerdito
de Navidad le espetó a Jack: —¿Por qué le has preguntado si había visto a Dito?
—¡Porque hemos venido a rescatarlo! —le contestó Jack.
—Pero ¿no ves
que es obvio que no puede estar en Desechables? ¿Para qué tenías que llamar
tanto la atención? ¿Y qué es ese rollo de que tienes tu propio tebeo? —añadió
el cerdito de Navidad muy enfadado.
—Mira, el Niño
Pijama es un nombre completamente estúpido — respondió Jack igual de enfadado—.
Tiene que haber una razón para que una fábrica decida fabricar una figura de
acción; de lo contrario, ¿cómo se les iba a ocurrir hacer un muñeco de plástico
en pijama? —¡Pues espero que Gaff no se chive al Perdedor de que corre por aquí
una figura de acción que se comporta como un niño de carne y hueso que hubiera
perdido a su cerdito de tela de toalla! —exclamó el cerdito de Navidad—. Si los
Ajustadores de Pérdidas empiezan a preguntarles a los otros juguetes si alguna
vez han oído hablar del Niño Pijama y su tebeo, vamos a tener problemas. Hay
que evitar a toda costa que sospechen de nosotros mientras preparamos un plan.
A Jack no se
le ocurrió nada que replicar a ese argumento, de modo que se sentó en la cama
de matrimonio, haciendo chirriar los muelles del colchón, y miró alrededor: la
habitación estaba iluminada por una única vela y el papel pintado de las
paredes se caía a trozos. El agujero de encontrar del techo estaba lleno de
telarañas: quedaba claro que en aquella habitación hacía muchísimo tiempo que
no encontraban a nadie. Mientras tanto, el cerdito de Navidad se había acercado
a la ventana, que tenía el cristal rajado, y contemplaba la calle nevada.
Jack estaba
demasiado preocupado por Dito para ponerse a dormir, así que al cabo de un rato
se levantó y fue a la ventana con el cerdito de Navidad.
Al otro lado,
en la calle oscura, caía una fuerte nevada. Las tijeras y los caballos se habían
marchado.
—Cerdito de
Navidad —le dijo al cerdito cuando ya llevaban mucho rato en silencio.
—¿Mmm? —repuso
el cerdito de Navidad.
—¿Qué es eso
de la «Vivificación»? ¿Es como ese despertar del que me has hablado antes? —Exacto
—contestó el cerdito de Navidad, que seguía contemplando la calle oscura y
nevada.
—¿Y sucede
cuando a las Cosas se les pegan los sentimientos de los humanos? —No es
exactamente que se nos peguen —le explicó el cerdito de Navidad—. Nosotros ya
llevamos los sentimientos dentro. La Vivificación es lo que nos hace pasar de
estar hechos de tela, bolitas y algodón para relleno, o de metal, madera o plástico,
a… ser algo más. Una Cosa puede tardar años en alcanzar una Vivificación
completa, pero a veces sucede de golpe. Es lo que me ha pasado a mí hoy, en la
tienda de juguetes. Holly y tu abuelo estaban decidiendo qué cerdito se
llevaban para regalarte y, cuando me han escogido, me he Vivificado. Y entonces
he empezado a significar algo. Cuando se produce la Vivificación, comprendemos
realmente cuál es nuestro cometido.
—¿Y por eso
quieres pertenecerle a Holly? —le preguntó Jack—. ¿Porque ella te ha elegido? —Sí
—confirmó el cerdito de Navidad después de vacilar un poco—, por eso… Pero
entonces oyeron ruidos en la calle y los dos volvieron a mirar por la ventana.
—¡Viene
alguien! —exclamó Jack, asustado. Vio más sombreros negros al final de la
calle. ¿Habrían ido a buscar a la Cosa que estaba donde no debía? Tres
Ajustadores de Pérdidas desconocidos (una maquinilla de afeitar, un cincel y
una navaja) se acercaban por la calle. Cada uno conducía una especie de carro o
trineo muy raro: una pantufla vieja arrastrada por un ratón de cuerda, una caja
de zapatos tirada por un perro de peluche y un carro de madera con ruedas
tirado por dos figurillas ornamentales: un elefante de mármol y otro de latón.
En cada uno de esos tres vehículos, detrás del Ajustador de Pérdidas que lo
conducía, iba montado un pasajero: un pase de autobús, una llave y un
pasaporte. Jack y el cerdito de Navidad vieron que los vehículos se detenían
bajo el farol que había delante de la cantina y que el sheriff Gaff salía presuroso a
recibirlos.
Despacio y
con mucho cuidado, el cerdito de Navidad abrió la ventana.
Chirrió un
poco, pero por suerte los recién llegados hacían mucho ruido y no se enteraron,
y Jack y él consiguieron oír lo que decían el sheriff Gaff y los Ajustadores de Pérdidas.
—¡Hola,
amigos! —exclamó el sheriff—.
¡Hace una hora que os espero! —Nos han retrasado. Hay un puesto de control
nuevo —repuso la navaja, que llevaba un sombrero negro de piel—. ¿No te has enterado?
Se ve que hay algo aquí abajo que no debería estar en el Mundo de las Cosas
Perdidas.
—¡Qué me
dices! ¡Me tiemblan los tornillos! —se estremeció el sheriff—.
¿Cuánto
tiempo hacía que eso no pasaba? —Yo ni siquiera recuerdo que haya pasado nunca —respondió
la navaja —. ¿Tú has visto alguna Cosa que se comportara de forma sospechosa,
Gaff? —Bueno, pues… —contestó el sheriff pensativo—.
Ahora que lo dices, acabo de hablar con un par de juguetes que me han parecido
un pelín raros.
Jack y el
cerdito de Navidad se miraron asustados.
—Pues será
mejor que llames cuanto antes a Capturas —le instó la navaja con seriedad—. Si
resulta que son las Cosas que no deberían estar aquí, el Perdedor se las comerá
a ellas y a ti. En fin, aquí tienes: tres ciudadanos nuevos para Desechables,
recién llegados de Dónde-lo-habré-metido. ¡Eh, vosotros tres! —les gritó con
muy mala educación a los pasajeros que iban sentados en los vehículos—. ¡Abajo!
—Bueno, bueno —dijo el sheriff Gaff
mientras el pase de autobús, la llave y el pasaporte, muy abatidos, se apeaban
y se apiñaban en la calle—. No hace falta ser tan duro con ellos sólo porque
acaban de reajustarlos.
—Tengo prisa —respondió
la navaja—. Lo de estos tres es el caso típico: a todos los han sustituido Allí
Arriba, de modo que ya no causarán más problemas. Pero tengo una orden de
reajuste: tres de los tuyos. Toma.
Le entregó su
lista.
—Pokey —leyeron
las gafas en voz alta—. Mmm. Ya me imaginaba que no duraría mucho tiempo con
nosotros. Dedos. Vaya —dijeron con tristeza—la echaremos de menos al piano. Y… ¡por
mis almohadillas! ¿Merienda también? —La madre se ha dado cuenta de que el
inhalador que perdió su hijita está dentro —dijo la navaja—. La niña tiene asma
y la madre quiere encontrar la fiambrera como sea.
De pronto,
Jack le agarró una blanda pata al cerdito de Navidad.
—¿Qué pasa? —preguntó
el cerdito en voz baja.
—¡Si nos
escondemos dentro de la fiambrera, nos llevarán a la siguiente ciudad! —¿Y si
en el puesto de control abren la fiambrera? —volvió a preguntar el cerdito de
Navidad.
—Pues… no lo
sé —confesó Jack, asustado por esa posibilidad—, pero ¿y si el sheriff Gaff nos denuncia a Capturas?
El cerdito de Navidad arrugó el morro, reflexionó unos segundos y entonces
dijo: —De acuerdo, pero ¡déjame hablar a mí y no vuelvas a mencionar lo del tebeo!
Coge esa manta de la cama —añadió—, fuera hace frío. Ya te he dicho hace un
rato que tenías que abrigarte más.
—Estoy bien —le
contestó Jack, pero, cuando el cerdito de Navidad se dio la vuelta, cogió la
manta con disimulo antes de seguirlo.
Jack y el
cerdito de Navidad salieron sigilosamente de su habitación y recorrieron el
pasillo oscuro (el cerdito se sujetaba la barriga para que las bolitas de plástico
de su relleno no hiciesen ruido) hasta que llegaron ante la puerta número 23.
Jack llamó flojito con los nudillos y la vieja fiambrera de hojalata les abrió.
—¿Podemos
entrar un momento? —le preguntó el cerdito de Navidad.
—Sí, claro —respondió
la fiambrera con educación, aunque parecía sorprendida.
La habitación
de la fiambrera era igual de fea y oscura que la que ellos acababan de
abandonar, e incluso más pequeña. Daba a la parte trasera de la cantina, a las
casuchas de madera de Desechables. Detrás del cristal de la ventana seguía
nevando intensamente.
—¡Buenas
noticias! —le anunció el cerdito de Navidad a la fiambrera—.
Acaban de
llegar los Ajustadores. ¡Si puedes demostrar que tienes un inhalador dentro, te
sacarán de Desechables! —¡Toma, pues claro que puedo demostrarlo! —exclamó la
fiambrera muy contenta, y abrió su tapa. Dentro, efectivamente, había un
inhalador compungido que dijo con voz fatigosa: —Si yo soy la razón por la que
van a reajustarnos, ¿por qué no puedo…? Pero no terminó la pregunta porque el
cerdito de Navidad acababa de meterse de un salto en la fiambrera y le había
tapado la boca con sus patitas.
Jack también
se metió dentro de la fiambrera. Estaban muy apretujados y olía a sándwich de
huevo.
—¡Qué
maleducados! —protestó la fiambrera—. ¡No podéis entrar así, sin invitación! —¡Cierra
la tapa! —le ordenó el cerdito de Navidad—. ¡O les diremos que te ofreciste
para llevarnos a escondidas hasta la siguiente ciudad y te abandonarán en el páramo
por ayudar a unos Sobrantes! —¡Fuera! ¡Fuera! —gritó la fiambrera, y se puso a
saltar para sacarlos de su interior, pero Jack y el cerdito de Navidad se
agarraron con fuerza—. ¡Les diré que os habéis metido sin mi consentimiento y
que me habéis obligado a llevaros a escondidas! —¡Será tu palabra contra la
nuestra! —dijo el cerdito de Navidad—. Te lo advierto: si no nos ayudas, esta
figura de acción romperá el inhalador, y si el inhalador está roto ¡nunca te
reajustarán! ¡El Niño Pijama tiene unos dedos muy hábiles, para que te enteres!
¡Perfectos para romper Cosas! A pesar de que la idea de meterse en la fiambrera
había sido suya, Jack estaba arrepentido y asustado. Le daba pena la fiambrera
y no quería romper el inhalador. También estaba conmocionado por lo cruel que
estaba siendo el cerdito de Navidad con aquellas pobres cosas, pero, antes de
que pudiese decirlo, llamaron a la puerta.
—¿Merienda? —dijo
el sheriff Gaff desde el pasillo.
La fiambrera
cerró su tapa de golpe y dejó a Jack, al cerdito y al inhalador apretujados y a
oscuras.
—¿Sí? —oyeron
a la fiambrera decir con voz temblorosa.
—Buenas
noticias. ¡Te van a reajustar! —Ah —dijo la voz amortiguada de la fiambrera—.
Mmm… Estupendo.
—¿Estás bien,
querida? No pareces muy contenta.
—Sí, claro
que estoy contenta. Es que… te echaré de menos, sheriff.
—¡Oooh! —dijo
el sheriff, emocionado—. ¡Qué tierna!
Pero será mejor que te des prisa. ¡La Brigada de reajustes va con retraso! Por
suerte, la tapa de la fiambrera estaba un poco combada y dejaba entrar un
poquito de luz, así como aire suficiente para que Jack pudiese respirar.
Apretujados y
casi a oscuras, Jack y el cerdito de Navidad sintieron cómo la fiambrera bajaba
dando saltos la escalera que conducía a la cantina. Su base de hojalata hizo
tanto ruido al cruzar el suelo de madera que Jack se atrevió a decirle en voz
baja al cerdito de Navidad, que seguía tapándole la boca con las patitas al
inhalador: —¡No hacía falta que la amenazaras así!
—¿Quieres
encontrar a Dito o no? —¡Claro que sí! —contestó Jack—, pero has sido muy
desagradable con ella.
—¡Y lo dice
el niño que ha intentado arrancarme la cabeza! —exclamó el cerdito de Navidad.
—¡No vuelvas
a empezar! ¡Ya te he pedido perdón! La fiambrera seguía dando saltos. Jack supo
que habían llegado a la calle cuando oyó muy cerca la voz de la navaja: —Tú en
mi carro, fiambrera, que eres la más grande. Ayúdala a subir, Cincel.
—¡No, no, ya
puedo yo sola! —exclamó la fiambrera con voz aflautada.
Jack supuso
que no quería que los Ajustadores de Pérdidas notaran cuánto pesaba, porque se
suponía que dentro sólo había un inhalador. La fiambrera dio varios saltitos y
al final consiguió subir con gran estrépito al carro de madera.
—¡Siento
llegar tarde! —dijo una nueva voz—. ¡Estoy tan contenta de marcharme de aquí! Y
no lo digo porque no te hayas portado bien con nosotras, Gaff. Has sido muy
amable, pero me alegro de no tener que seguir compartiendo habitación con Achís,
que no se ha lavado desde que llegamos.
—Pobrecillo —repuso
el sheriff, apesadumbrado—. Se ha
rendido. Les pasa a algunas Cosas cuando llevan años sin encontrarlas. ¡Buena
suerte, Pokey! ¡Adiós, Dedos! ¡Adiós, Merienda! ¡Os echaremos de menos! —¡Hasta
luego, Gaff! —gritó la navaja—. ¡Acuérdate de llamar a Capturas para decirles
lo de esos juguetes! El carro de madera se puso en marcha. Jack oía las pisadas
de los dos pesados elefantes que hacían crujir la nieve, el zumbido de la
cuerda del ratón y el ladrido ocasional del perro de peluche.
—Ahora te voy
a soltar —le dijo el cerdito de Navidad al inhalador—, pero si gritas o nos
delatas me encargaré de que te arrojen al páramo con nosotros.
El inhalador
lanzó una nubecita, que debía de ser su forma de mostrarse de acuerdo, y el
cerdito de Navidad lo soltó. Entonces tomó una gran bocanada de aire y, casi
sin voz, susurró: —Sois los dos muy groseros y muy antipáticos, pero me alegro
de ver algo que no sea el interior vacío de esta fiambrera, así que… hola y bienvenidos.
Los tres vehículos
siguieron adelante durante al menos una hora. Jack estaba empezando a hartarse
del olor a sándwich de huevo cuando oyeron una voz un poco más allá: —¡ALTO! El
carro de madera se detuvo aparatosamente. Jack y el cerdito de Navidad se
miraron y, por la expresión de los ojitos negros de plástico del cerdito, Jack
dedujo que él también tenía miedo.
—¡Documentos!
—pidió una voz áspera.
Oyeron ruido
de papeles.
—Pokey, una
carta de Pokémon. Su dueño se ha dado cuenta de que podría tener algún valor.
Comprobado —dijo aquella voz cruel—. Dedos, un guante de jardinería. Su dueña
no encuentra otro nuevo que sea igual de cómodo. Comprobado. Merienda, una
fiambrera. La dueña se ha acordado de que dentro hay un inhalador.
Se oyó un
fuerte golpe dentro de la fiambrera, que gritó de dolor.
—¿Estás ahí
dentro, inhalador? —gruñó la voz.
—¡Sí! —contestó
el inhalador.
—Comprobado —dijo
la voz—. De acuerdo, podéis continuar. Pero presta mucha atención, Navaja:
estamos en alerta máxima. Supongo que ya te has enterado de que hay algo Aquí
Abajo que está donde no debería, ¿verdad? —Sí. ¿Tenemos alguna descripción? —preguntó
la navaja.
—Todavía no —le
contestó la voz cruel—, pero nunca había visto al Perdedor tan enfadado.
—¡¿Lo has
visto?! —exclamó la navaja con aprensión.
—Ya lo creo —respondió
la voz cruel—. Y me ha dicho: «La noche de los milagros y los casos perdidos no
durará eternamente. Cuando haya terminado… “¡Papel, papel, el que se lo
encuentra es para él!”».
—¿Qué
significa eso? —preguntó la navaja.
—Ni idea —gruñó
la voz cruel—. Pero vigila por si ves a alguien actuar de forma sospechosa.
Acto seguido,
el carro de madera se puso de nuevo en marcha.
—¡Me ha
abollado! —protestó Merienda.
—Mira, el
Martillo es así —repuso la navaja—. ¡Si puede pegar, pega! — Subió la voz para
dirigirse a los tres pasajeros—: Si queréis, podéis poneros cómodos y dormir.
Nos queda mucho camino por delante.
Entonces el
carro empezó a subir por una cuesta y Jack se vio empujado hacia la parte de
atrás de la fiambrera. Consiguió acurrucarse en un rincón, se envolvió en la
manta que se había llevado de Desechables y apoyó la cara en la blanda cabeza
del cerdito de Navidad. No era lo mismo que acurrucarse con Dito, desde luego,
pero al menos era más cómodo que apoyarse en la fría pared de hojalata de
aquella fiambrera vieja.
Jack dio una
sacudida y se despertó. Notó que algo blando lo tocaba y al cabo de un momento
se dio cuenta de que era la pata del cerdito de Navidad. El carro continuaba
avanzando. Por la rendija de la tapa de Merienda se colaba un rayo de luz. El
inhalador seguía profundamente dormido y silbaba al respirar.
—¡Tenemos que
saltar! —le susurró el cerdito de Navidad—. La Navaja acaba de anunciar que
estamos a punto de llegar a Dónde-lo-habré-metido, ¡hay que salir de Merienda y
saltar de la trasera del carro! —¿Y si nos ven? —Pues entonces tendremos que
correr tanto como podamos. ¿Preparado? —Vale —dijo Jack con un hilo de voz. De
pronto estaba muy asustado.
—¿Estás
despierta, Merienda? —preguntó el cerdito de Navidad, dándole a una pared con
el codo.
—Sí —contestó
ella.
—Déjanos
salir, por favor, y no lo olvides: ¡si le dices a alguien que nos has visto, le
diremos que tú nos has ayudado! La tapa de Merienda hizo «clic» al abrirse. El
cerdito de Navidad se sujetó la barriga para que el ruido de su relleno de
bolitas no los delatara. Entonces salió de la fiambrera, seguido de Jack. El
inhalador se quedó dentro.
Afortunadamente,
el carro de madera era el último de la caravana de vehículos, y como la navaja,
que conducía, les daba la espalda, nadie los vio salir de la fiambrera pese a
que ya brillaba el sol.
—¡Ya sé que
no querías ayudarnos, pero gracias de todas formas, Merienda! —dijo el cerdito
de Navidad en voz baja, y le dio unas palmaditas en la tapa.
—Has sido muy
grosero —le contestó la fiambrera—, pero espero que el Perdedor no os
encuentre. ¡Buena suerte! Despacio y con cuidado, Jack y el cerdito de Navidad
se descolgaron de la trasera del carro, cayeron sobre la blanda nieve y echaron
a correr para esconderse detrás de unos abetos que había al borde del camino.
Jack miró
alrededor y vio que el carro los había llevado hasta la cima de una montaña
desde donde se contemplaba el extenso Páramo de los Baladís.
Dedujo que el
Perdedor ya se había comido a los últimos recién llegados, a menos que aquellas
pobres cosas estuviesen ocultas entre las matas de cardos.
Volvió la
cabeza y vio entrar a los tres carros en la ciudad, construida precisamente en
aquella cima. Cerca de donde se habían escondido había un letrero cuya
reluciente pintura brillaba al sol; decía: BIENVENIDOS A
DÓNDE-LO-HABRÉ-METIDO —Esperaremos
hasta que se hayan perdido de vista —decidió el cerdito de Navidad—. Entonces
entraremos en la ciudad y buscaremos a algún juguete que haya conocido a Dito.
En cuanto los
carros desaparecieron, subieron por el camino y llegaron a Dónde-lo-habré-metido.
Aquella otra
ciudad no tenía nada que ver con Desechables: allí todo estaba limpio y bien
cuidado. Las casas, con el tejado cubierto de nieve, eran tan pulcras,
acogedoras y bonitas que parecían hechas de pan de jengibre, y cada una tenía
la puerta principal pintada de un color diferente. Habían barrido la nieve de
las calles y los abetos estaban adornados con guirnaldas de luces multicolores.
Pese a estar
temblando de frío con su pijama, Jack se sintió más animado.
Se imaginó a
Dito viviendo en uno de aquellos chalets. Desde luego, aquella ciudad sí que
parecía un sitio a donde iban las cosas que tenían dueños que las querían.
—Vamos a
probar por aquí —propuso el cerdito de Navidad, y señaló una callejuela.
Sin duda, era
la ciudad más bonita que Jack había visto jamás. A través de las ventanas
salpicadas de nieve de las casas vio chimeneas encendidas y relojes de cuco,
gruesas alfombras y mullidos sillones. Las cosas con las que se cruzaron (una
corbata de uniforme escolar y unas cuantas libretas de ejercicios; una pluma
estilográfica y un botón viejo) parecían mucho más alegres que las que habían
visto en Desechables. Jack estaba convencido de que aquellas cosas debían de
tener valor Allí Arriba, en el Mundo de los Vivos, porque de otra manera no las
habrían enviado a vivir a un sitio tan agradable. Sin embargo, no veía ningún
juguete.
Finalmente
vio una pieza de ajedrez negra que hablaba con una agenda grande y anticuada
con rosas estampadas en la tapa.
—¡Vamos a
preguntarle a esa pieza de ajedrez si ha visto a Dito! —le propuso al cerdito
de Navidad.
—Mmm. No
estoy seguro. Una pieza de ajedrez no es exactamente un juguete.
—Es la Cosa más
parecida a un juguete que hemos visto hasta ahora — repuso Jack.
—Bueno, vale —cedió
el cerdito de Navidad—, pero no… —«No menciones que tienes un tebeo». ¡Tranquilo,
ya lo sé! Se escondieron en un portal y esperaron a que la pieza de ajedrez y
la agenda terminaran de hablar.
—… dentro de
cinco minutos, ¿de acuerdo, señor Caballo? —iba diciendo la agenda, y su voz
aflautada resonaba hasta el final de la calle—. ¡No sea usted rebelde, señor
Caballo! ¡No pienso permitir que se salte otro! El tour empezará en la plaza mayor:
nos vemos allí, ¡no aceptaré un no por respuesta! Acabaremos en el
ayuntamiento, donde el alcalde ha tenido la amabilidad de ofrecernos una visita
guiada. Dentro de cinco minutos, señor Caballo, ¡no se olvide o me enfadaré
mucho! La agenda se marchó riendo y dejó sola a la pieza de ajedrez, que empezó
a alejarse en la dirección opuesta dando saltitos. Iba tan deprisa que Jack y
el cerdito de Navidad tuvieron que correr para alcanzarla.
—¡Perdone! —dijo
Jack.
—¿Sí? —La
pieza de ajedrez se detuvo. Su parte superior tenía forma de cabeza de caballo.
—¿Ha visto a
un cerdito de juguete? —preguntó Jack—. Es más o menos del mismo tamaño que éste,
pero está más descolorido, tiene las orejas torcidas y botones en vez de ojos.
—No, no he
visto a ningún cerdito así. En Dónde-lo-habré-metido no hay muchos juguetes. Y
ahora, os ruego que me disculpéis: estoy intentando escaquearme de otro de los tours de doña Rosita.
Dicho eso,
dio un pequeño relincho y se puso de nuevo a dar saltitos; se metió en uno de
aquellos chalets con el tejado cubierto de nieve y cerró de un portazo.
Jack se quedó
muy apenado al oír que en Dónde-lo-habré-metido no había muchos juguetes.
Entonces, ¿adónde podían haber enviado a Dito? Todavía no se lo había
preguntado al cerdito de Navidad cuando un fuerte silbido los sobresaltó. Jack
temió que aquel silbido fuese algún tipo de alarma para alertar a los
ciudadanos de Dónde-lo-habré-metido de que alguna cosa estaba donde no debía
estar. Sin embargo, después del silbido oyeron el sonido inconfundible de una
locomotora de vapor aproximándose.
—Interesante —murmuró
el cerdito de Navidad, arrugando el morro—.
¿De dónde
vendrá ese tren? Vamos a echar un vistazo.
Fueron a toda
prisa hacia el origen de aquellos ruidos y llegaron justo a tiempo para ver
entrar el tren en la pequeña estación que había en el centro de la ciudad. Era
azul marino y dorado. Cuando se detuvo, resoplando y envuelto en una nube de
vapor, se abrieron las puertas y por ellas salieron varias cosas, incluidos un
reloj de pulsera de oro, una taza de plata y una medalla de bronce colgada de
una cinta deshilachada.
—Mira, es
ella otra vez —dijo el cerdito de Navidad señalando con una pata—. Es la misma
agenda.
Y, en efecto,
allí estaba, con sus tapas con estampado de rosas, agitando sus hojas escritas
a mano para despejar el vapor de tren.
Entonces la
agenda habló a voz en grito, igual que antes:
—¡Es
maravilloso veros a todas! ¡Habéis tenido suerte! ¡Llegáis justo a tiempo para
uniros a uno de los famosos tours de
doña Rosita! ¡Hoy es un día maravilloso para aprenderlo todo sobre Dónde-lo-habré-metido!
¡Seguidme, seguidme! Jack se dio cuenta de que las cosas creían que tenían que
obedecer a doña Rosita aunque no llevara la gorra de plato de los Ajustadores
de Pérdidas, por eso la seguían sin rechistar.
—Deberíamos
unirnos a ese grupo e intentar averiguar de dónde ha salido ese tren —sugirió
el cerdito de Navidad—. Pero seamos prudentes: no me fío nada de esa agenda.
Así que
siguieron a doña Rosita y a las cosas que acababan de apearse del tren hasta
una placita donde otra serie de cosas estaba esperando a que comenzara la
visita guiada. Jack vio a la carta de Pokémon, a Dedos y a Merienda entre
ellas: parecían muy contentas ahora que habían visto lo bonita que era la
ciudad donde les había tocado vivir.
—¡Dejad que
me presente! —gritó doña Rosita, y, haciendo susurrar sus hojas, avanzó hasta
colocarse delante de aquella muchedumbre—. ¡Mi nombre completo es Agenda Telefónica,
pero podéis llamarme doña Rosita! ¡Como residente veterana de Dónde-lo-habré-metido,
así como amiga íntima de nuestro querido alcalde, tengo el placer de dirigir
estos pequeños tours con
los que contribuyo a que todo el mundo se sienta como en su casa! ¡Seguidme,
por favor, y si tenéis alguna pregunta no dudéis en hacérmela! Echó a andar a
buen paso por otra calle y todos la siguieron. Jack y el cerdito de Navidad se
encontraron de pronto andando al lado del reloj de oro que acababan de ver
apearse del tren.
—¿Acabáis de
llegar? —les preguntó el reloj, que caminaba contoneándose.
—Sí —respondió
el cerdito de Navidad.
—En el tren
no os he visto.
—No —explicó
el cerdito de Navidad—, es que nos han reajustado desde Desechables.
—Ah —repuso
el reloj—, eso lo explica todo.
Jack vio que
el reloj de pulsera tenía unas palabras grabadas en el dorso: «Para Bob, con
amor, Betty».
—¿Estás
leyendo mi inscripción? —le preguntó el reloj.
—Esto… —contestó
Jack un poco cortado porque no sabía si era de mala educación leer la inscripción
de una cosa.
El reloj de
pulsera suspiró.
—Bueno, Betty
y Bob ya no se quieren, eso está claro. En cuanto me dijeron que me iban a
reajustar, pensé: «Se han separado». Soy de oro macizo y Bob se llevó un gran
disgusto cuando me perdió, pero algo debe de haber cambiado Allí Arriba. Es
evidente que ya no me echa de menos tanto como al principio o no me habrían
hecho salir de… —¡Los del fondo: silencio! —gritó doña Rosita—. ¡Os vais a
perder mis explicaciones! Bien, estamos pasando por delante de un chalet muy
bonito, uno de los mejores de la ciudad, ¡y da la casualidad de que es el mío! —siguió
diciendo, y soltó una carcajada—. Y aquí, a nuestra izquierda, está la residencia
de un encantador punto de libro bañado en plata. ¡Es muy importante tener
vecinos cultos y educados! ¡El anterior ocupante era un mugriento horario
escolar! —añadió, estremeciéndose—. ¡No sabéis la mala impresión que les
causaba a los recién llegados! »Bueno, para los que venís directamente de
Extraviadas —continuó mientras doblaban una esquina—, debo explicaros que en el
Mundo de las Cosas Perdidas hay dos ciudades: Desechables y Dónde-lo-habré-metido.
Las
manecillas del reloj de pulsera se fruncieron al oír eso, dándole a su esfera
una expresión de desconcierto.
—Perdone, señora
—le gritó a doña Rosita desde el fondo—, me parece que está usted mal
informada: a la Medalla, a la Copa y a mí nos han traído aquí desde… —¡En el
Mundo de las Cosas Perdidas sólo hay dos ciudades! —gritó Doña Rosita. Paró en
seco y se volvió hacia el grupo, cuyos miembros se habían detenido tan
bruscamente que algunos chocaron contra otros. La taza de plata tropezó y se
cayó, y unos mitones peludos tuvieron que ayudarla a levantarse—. ¡Sólo dos
ciudades! —repitió Doña Rosita, mirándolas a todas amenazadoramente—. ¡Una para
las Cosas buenas y otra para las malas! ¡Desechables es para los objetos sin
valor, esos que son fáciles de sustituir y cuya pérdida pasa desapercibida en
el Mundo de los Vivos! Dónde-lo-habrémetido, en cambio, es para las Cosas
especiales. Todas las Cosas de Dóndelo- habré-metido les causamos a nuestros
dueños una gran preocupación cuando nos perdimos. Somos valiosas. Somos
importantes. ¡Yo, por ejemplo —continuó—, pertenecí a una dama de Allí Arriba
durante cincuenta años! Esa dama escribía el nombre, la dirección y el número
de teléfono de sus familiares y amigos dentro de mí. ¡Yo era el único sitio
donde aquella dama guardaba esa información tan importante! —Pasó sus páginas
para que todos vieran la enmarañada caligrafía de su antigua dueña—. ¡Imaginaos
los problemas que tuvo cuando me perdió!
Pero en lugar
de adoptar un gesto triste se puso a reír a carcajadas.
—¡Dito no
puede estar aquí! —le dijo Jack en voz baja al cerdito de Navidad—. ¡Este sitio
está destinado a las Cosas que se alegran de haber entristecido a sus dueños! De
pronto, alguien le habló al oído a Jack y le hizo dar un respingo.
—Te suplico que
escuches mi opinión discrepante: »no todas somos como esa bruja repugnante.
Jack se dio
la vuelta: una hoja de papel manoseada y con dos ojos y una boca garabateados
en la parte superior se había unido al tour.
Cuando se
pusieron de nuevo en marcha, le preguntó a la hoja: —¿Y tú quién eres? —Me llamo Poesía, ¿ves
todas estas líneas? Se
desplegó un poco para enseñarle las palabras que tenía escritas.
—Y como estoy en verso,
sólo converso en rimas.
—Ah —dijo
Jack—, ¿y tú también acabas de llegar? —Ah, no, yo llevo aquí casi una eternidad, »pero hoy me ha
apetecido unirme a vuestro grupo.
»Lo voy a pagar caro,
puedes estar seguro: »esa vieja me odia una
barbaridad.
—¿Y por qué
te odia? —le preguntó Jack.
—Porque es
tremendamente hipócrita y taimada, »y, como yo no temo decirlo, estoy vedada.
Y en efecto,
justo en ese momento doña Rosita, que acababa de detenerse ante un edificio con
una pequeña torre del reloj y una puerta de doble hoja de madera pulida, se
volvió una vez más hacia el grupo y enseguida descubrió a Poesía escondida al
fondo.
—¡Poesía! —gritó—.
¡Vete, querida! ¡Ya te dijo el alcalde que no podías venir a mis tours! —¡Siento entrometerme,
ya no me acordaba! —dijo
Poesía, mirando a Jack y sonriendo.
»¡Adiós, querida Rosa, serás muy añorada! Poesía dejó que se la llevara el viento. Doña Rosita volvió a dibujar una amplia sonrisa en su tapa floreada y dijo: —Un consejo para los recién llegados: evitad a Poesía. Está loca, completamente loca. ¡Y vive con otra Cosa que está aún más loca! Llevo tiempo intentando que las reajusten a Desechables, pero de momento no he tenido éxito. Bueno, voy a llamar a la puerta del ayuntamiento y, si tenemos suerte, nuestro querido alcalde nos enseñará… Pero, antes de que pudiese llamar con los nudillos, un rallador de queso de cuatro caras salió bruscamente por la puerta y estuvo a punto de tirarla al suelo. Llevaba un elegante tricornio negro de alcalde y tras él iban varios Ajustadores de Pérdidas un poco distintos de los demás. Todos llevaban un pasamontañas negro con la clásica «P» en la frente. Pese a que les tapaba la cara casi por completo, no era muy difícil distinguir de qué cosas se trataba: una era un catalejo; otra, una red; y la tercera, una enorme bota con clavos.
—¡Oh, no! —susurró el cerdito de Navidad—. ¡Es la Brigada de Capturas! —¡Tenemos problemas! —bramó el alcalde, que enarbolaba una hoja de papel—. ¡Los rumores eran ciertos! ¡Hay algo Aquí Abajo que está donde no debería! ¡Acabo de recibir una descripción: un cerdito de tela de toalla y una figura de acción que va en pijama!
En cuanto el
alcalde terminó de pronunciar la palabra «pijama», el cerdito de Navidad agarró
a Jack por un brazo, tiró de él y ambos se metieron por un callejón. Como no
había ningún otro sitio donde esconderse, el cerdito de Navidad levantó la tapa
de un brillante cubo de basura de plata con el escudo de armas del alcalde y
Jack y él se metieron dentro y volvieron a tapar rápidamente el cubo. Jack tenía
tanto miedo que tardó un momento en darse cuenta de lo limpio que estaba aquel
cubo de basura vacío: por lo visto, en Dónde-lo-habré-metido limpiaban
regularmente hasta el interior de los cubos de basura.
—¡Calma,
calma! —oyeron gritar al alcalde porque, tras su anuncio, la multitud se había
alborotado mucho. Cuando las cosas volvieron a callarse, el alcalde continuó—: ¡Y
ahora escuchadme! ¡Ese cerdito y ese muñeco articulado están incumpliendo la
ley, y cuando se incumple la ley el Perdedor tiene una excusa para incumplirla
también él! ¡Hoy hace exactamente diez años que el Perdedor entró como un huracán
en Dónde-lo-habré-metido pateando las fachadas de las casas y levantando los
tejados, y eso no volverá a pasar mientras yo sea alcalde! —¿Po-por qué vino la
última vez? —tartamudeó una voz que Jack reconoció enseguida: era la de
Merienda.
—¡Porque la
anterior alcaldesa incumplió la ley! —gritó el rallador de queso—. ¡La
alcaldesa Tijeras Dentadas, así se llamaba! Le daban pena los Sobrantes y
decidió permitir que algunos huyeran del páramo y se escondieran en nuestros
desvanes. El Perdedor se enteró, vino corriendo y se puso a destrozar nuestras
casas. ¡Recogió a todos los Sobrantes y se los comió, y también se zampó unas
cuantas Cosas que no habían hecho nada malo! Por último, agarró a Tijeras
Dentadas y se la llevó a su guarida. ¡Ella no paraba de gritar por el camino, y
nadie ha vuelto a verla! ¡Entonces me nombraron alcalde —bramó el rallador de
queso—, y desde entonces siempre se ha respetado la ley! Una vez por semana,
los Ajustadores de Pérdidas y yo hacemos una minuciosa redada por la ciudad
para asegurarnos de que no haya ninguna Cosa que no deba estar aquí. Y ahora
cada uno a su casa, sin entretenerse. Doña Rosita os dirá a los recién llegados
qué casa os corresponde, y tendréis que quedaros dentro hasta que yo declare el
fin de la alerta.
Jack y el
cerdito de Navidad siguieron apretujados en el cubo de basura, donde había muy
poco sitio, y oyeron dispersarse a la multitud.
—¿Y si el
reloj de pulsera les dice que nos ha visto? —dijo Jack—. O Poesía, o Merienda.
—Entonces
estaremos en apuros —repuso el cerdito de Navidad—. Pero a mí todas esas Cosas
me han parecido buenas. Espero que no digan nada.
Al cabo de
unos minutos dejó de oírse el ruido de pasos de las cosas que se dirigían a sus
casas, ya sólo se oían las voces del alcalde y de la Brigada de Capturas.
—No serán tan
estúpidos como para venir al centro de la ciudad —dijo el alcalde con seguridad—.
Propongo que nos separemos y vayamos de fuera hacia dentro.
La Brigada de
Capturas aprobó la sugerencia. Jack y el cerdito de Navidad los oyeron alejarse
y llamar a otros Ajustadores de Pérdidas para que fueran a ayudarlos. La voz más
potente era la de la bota con clavos, que además hacía un ruido metálico
amenazador cada vez que daba un paso.
—Esa bota se
llama Triturador —le dijo el cerdito de Navidad a Jack al oído—. Me habló de
ella un calcetín tuyo. Es uno de los Ajustadores favoritos del Perdedor. Tiene
permiso para pisotear a todas las Cosas que atrape. Y después, aunque las encuentren,
ya están tan rotas que no sirven para nada.
Jack habría
preferido que el cerdito de Navidad no se lo hubiera contado.
—¿Has oído lo
que ha empezado a decir ese reloj de pulsera antes de que doña Rosita lo
interrumpiera? —continuó el cerdito de Navidad.
—Sí —respondió
Jack—: que venía de una tercera ciudad.
—Y tiene lógica
—dijo el cerdito de Navidad— porque…
—¡En
Extraviadas había tres puertas! —Exacto.
—¡Entonces,
Dito debe de estar en esa otra ciudad! —exclamó Jack.
—Sí, seguro —coincidió
el cerdito de Navidad—. Mira, creo que lo mejor que podemos hacer es intentar
colarnos en el tren, escondernos y dejar que nos lleve a esa otra ciudad. Pero
esperaremos a que anochezca. Si salimos de aquí ahora, nos arriesgamos
demasiado.
Así pues,
esperaron a que cayera la noche.
Y por fin,
cuando les pareció que fuera estaba lo suficientemente oscuro, intentaron salir
del cubo de basura, pero llevaban tanto rato allí metidos que se habían quedado
encajados. Tras mucho retorcerse, Jack consiguió salir, y entonces tuvo que
tirar con todas sus fuerzas de las patas del cerdito de Navidad para liberarlo.
Al final se cayeron los dos sobre un montón de nieve, el cerdito de Navidad
encima de Jack.
—Gracias —dijo
el cerdito de Navidad jadeando—. Y perdona. Las bolitas de mi tripa se habían
quedado apelmazadas.
—No pasa nada
—contestó Jack, que volvía a estar empapado y a tener frío. Se levantó, se
sacudió la nieve y se dirigieron los dos con sigilo hacia la estación,
procurando caminar siempre por los sitios más oscuros.
De repente,
al poco rato de ponerse en marcha, la atronadora voz del alcalde salió por unos
altavoces que había en todas las esquinas. «¡Atención, Cosas! ¡Atención, Cosas!
¡Creemos que los dos Sobrantes, el cerdito y la figura de acción, se han dirigido
al centro de la ciudad al amparo de la oscuridad! ¡Echad el cerrojo de las
puertas! ¡Cerrad bien las ventanas! ¡Cualquiera que ayude a los Sobrantes será
entregado al Perdedor!».
Allá donde
miraran, Jack y el cerdito de Navidad veían apagarse los rectángulos de luz al
correrse las cortinas de las ventanas, y oían el ruido metálico de cientos de
cerrojos. Cuando el rallador de queso terminó de repetir su advertencia, un
silencio estremecedor había descendido sobre Dónde-lo-habré-metido. De pronto,
las cosas que vivían en la ciudad no se atrevían a hablar ni siquiera dentro de
sus casas.
Siguieron
caminando sigilosamente hacia la estación. Jack, que temblaba de frío y echaba
nubes de vaho al respirar, se dio cuenta de que se había olvidado la manta en el
cubo de basura del alcalde, pero lo único que le importaba era salir de Dónde-lo-habré-metido,
que ya no parecía una ciudad bonita y hospitalaria, sino todo lo contrario.
Vieron la
estación al otro lado de la calle y justo entonces oyeron una voz ronca por
encima de sus cabezas. De un tirón, el cerdito de Navidad metió a Jack en un
portal oscuro y Jack aguantó la respiración para que las nubes de vaho no los
delataran.
—Vosotros
cuatro, id con Catalejo a la zona oeste. Y vosotros, id con Red a registrar la
zona este. Los demás, seguidme.
Jack oyó a
los Ajustadores de Pérdidas partir en diferentes direcciones y, una vez más,
las fuertes pisadas de Triturador, la gigantesca bota con clavos.
Cuando por
fin volvió a quedar todo en silencio, Jack y el cerdito de Navidad salieron de
su escondite y fueron hacia la estación.
Pero todas
las esperanzas de Jack se desvanecieron: el tren de juguete ya no estaba.
—¡Oh, no! Y
ahora ¿qué? —preguntó en voz baja. Le castañeteaban los dientes.
—Ahora —dijo
una voz grave y amenazadora detrás de ellos—, ¡ahora ha llegado el momento de
trituraros!
Jack y el
cerdito de Navidad se volvieron, y Jack enseguida se dio cuenta de que
Triturador, la bota con clavos, los había engañado: había hecho ruido de pasos
sin moverse del sitio para hacerles creer que se había marchado. Fue hacia
ellos dando saltos y pronto la tenían tan cerca que Jack alcanzó a ver que dos
de sus ojetes se habían convertido en unos ojos pequeños, pero tremendamente
crueles. Los clavos de la suela destellaban bajo la luz de la luna. Jack se
acordó de su madre: si Triturador lo pisaba y lo destrozaba, nunca volvería a
verla. Sin darse cuenta, estiró un brazo y le agarró una pata al cerdito de
Navidad.
—¡Espera! —le
suplicó el cerdito de Navidad a Triturador, aferrándose a la mano de Jack.
—¿A qué tengo
que esperar? —preguntó la bota con desdén, y se acercó un poco más.
—¡A… lo que
está a punto de pasar! —respondió el cerdito de Navidad.
—¿Y qué está
a punto de pasar? —volvió a preguntar la bota.
—¡Eso… que lo
cambiará todo! —contestó el cerdito de Navidad—. ¡No puedes perdértelo! Sólo
tienes que esperar… —Y entonces, para gran perplejidad de Jack, un haz de luz
dorada descendió súbitamente del cielo oscuro e iluminó a Triturador. La bota
se quedó inmóvil un instante y luego intentó escapar de la luz, pero fue inútil:
la columna dorada empezó a tirar de ella hacia arriba, hacia el Mundo de los
Vivos.
—¿Cómo lo has
hecho? —le preguntó Jack, atónito, al cerdito de Navidad.
—¡Yo no he
hecho nada! —contestó el cerdito, que estaba igual de pasmado que él—. Pero ¡a
veces esperar funciona! —¡Han encontrado a Triturador! —oyeron gritar a otro
Ajustador de Pérdidas en una calle cercana.
—¡Están aquí!
—gritó la bota, que forcejeaba con rabia tratando de huir de la columna de luz
por la que seguía ascendiendo sobre los tejados nevados —. ¡Están aquí, justo
al lado de…! Pero los gritos de los otros Ajustadores de Pérdidas, que se habían
puesto a felicitar a su viejo amigo, ahogaron su voz por completo.
—¡Enhorabuena,
Triturador! —¡Te echaremos de menos, colega! —¡Que des buenas patadas, compañero!
—¡Dejaos de despedidas cursis! —dijo la voz áspera del alcalde—.
¡Seguid
buscando! ¡Hay que encontrar a esos Sobrantes! Jack y el cerdito de Navidad habían
echado a correr por una calle oscura cuando de pronto, a su izquierda, se
encendió una débil luz. Se había abierto una puerta, y una voz les dijo con
apremio: —¡Deprisa,
entrad! ¡Me daréis las gracias más tarde! »¡Aquí podéis esconderos!…
Sin detenerse
a pensar si obedecer a aquella voz era prudente o no, Jack y el cerdito de
Navidad se metieron a toda velocidad por la puerta, que se cerró detrás de
ellos.
—… ¡de ese espantoso
alcalde! —terminó Poesía.
El recibidor
de la casa estaba débilmente iluminado y los versos manuscritos de Poesía
apenas se distinguían.
—No irás a
entregarnos al Perdedor, ¿verdad? —preguntó Jack con un hilo de voz.
—¿Cómo iba a
traicionaros? ¡Preferiría estar muerta! »¡Al veros apurados, os he abierto la puerta! —Lo siento —dijo Jack—, no
era mi intención… —Te estamos muy agradecidos —aseguró el cerdito de Navidad.
Poesía sonrió.
—Lo entiendo: ¡hay que
ser un poco suspicaz! »Pasad y os presentaré… Siguieron a Poesía hasta un saloncito.
—… a Paripé, un buen
rapaz.
Acomodada en
un sillón junto a la chimenea estaba la cosa más extraña que Jack había visto
en el Mundo de las Cosas Perdidas. En realidad, no habría sabido decir si se
trataba de una cosa, una persona o un fantasma.
Tenía la
forma y el aspecto de un adolescente (aunque con la misma estatura que Jack y
el cerdito de Navidad), pero veías a través de su cuerpo porque era transparente.
Llevaba varias medallas colgadas del cuello y unos labios de carmín pintados en
una mejilla; iba vestido como una estrella de rock, con una cazadora negra de cuero y botas puntiagudas. En cuanto
vio a Jack y al cerdito de Navidad, aquella cosa tan rara se levantó de un
salto y dijo: —¡Hola! En mi antiguo colegio, mis amigos me llamaban Rebelde.
Tengo una novia que vive en otra ciudad. Es guapísima y nos besamos mucho.
Todas estas medallas las he ganado haciendo kárate, podría mataros ahora mismo con
mis… —¡Basta
ya, Paripé! ¡No nos cuentes más mentiras! —dijo Poesía con enfado.
»Estas Cosas huyen del
Perdedor y sus espías.
Paripé frunció
el entrecejo.
—Mira quién
habla de contar mentiras. Pero ¡si tú eres completamente inventada! —La poesía no miente. ¡Tus
embustes no son arte! —dijo Poesía con solemnidad. Se volvió hacia Jack y el cerdito de
Navidad y añadió: »No puede evitarlo: el pobre es un tremendo farsante.
Paripé la miró
con rencor y pateó el borde de la alfombra.
—Si quisiera,
podría matar a alguien con mis propias manos —masculló enfurruñado—, ya lo creo.
—Podéis sentaros junto
al fuego y calentaros —les propuso Poesía a Jack y al cerdito de Navidad sin prestarle
atención a su compañero de piso.
»Paripé y yo queremos
ayudaros.
—Sois muy
amables —agradeció el cerdito de Navidad.
—Es verdad —añadió
Jack—, gracias.
Se sentó en
el sillón que estaba más cerca de la chimenea y acercó las manos y los pies al
fuego. Como estaba hecha de papel, Poesía se mantuvo apartada de las llamas,
pero Paripé volvió a sentarse en su sillón y dijo: —Poesía me ha contado que os
ha conocido en uno de los tours de
doña Rosita. Odio a esa agenda, ¡es más mentirosa que yo! —Caramba, Paripé, esta
vez no has mentido —coincidió
Poesía.
»¡Hasta me cuesta creer
lo que oyen mis oídos! » Según doña Rosita, sólo existen dos ciudades: »cuando la oigo
desvariar, me asaltan todos los males.
—Entonces, ¿hay
otra ciudad además de Desechables y Dónde-lo-habrémetido? —preguntó Jack.
—¡Pues claro! ¡La que
hay detrás de la puerta dorada!
»Esa agenda lo sabe,
podéis estar seguros, »pero es muy vanidosa y tiene muchos humos.
»Se cree la más guapa y
la más importante, »por eso niega que
exista la ciudad más flamante: »la de las Añoradas, donde ella querría »haber vivido siempre,
la muy engreída.
Jack y el
cerdito de Navidad se miraron emocionados.
—¿La Ciudad
de las Añoradas, dices? —preguntó el cerdito de Navidad.
—Así es. Donde Paripé y
yo teníamos nuestro hogar.
»¡Cada vez que me
acuerdo me dan ganas de llorar! Y efectivamente, una lágrima brotó de los ojos de Poesía y dejó un
rastro de tinta por la hoja.
—¿Y por qué
ya no vivís allí? —preguntó Jack.
Poesía se
acercó un poco más a la chimenea y se alisó para que pudieran ver los tachones
y las correcciones que tenía por todo el cuerpo.
—¡Como veis, sólo soy
un torpe borrador, »una prueba imperfecta
de un poeta sin nombre! »Cuando me perdió, ¡qué rabia y qué dolor! »Gritaba: “¡Necesito a
mi preciosa poesía!”.
»Prometió que, sin mí,
a escribir no volvería.
»Por eso me llevaron
por la puerta dorada »y por eso abordé aquel
tren azul marino.
»Y todos me trataban
muy bien porque sabían »cuán añorada era. Pero eso no duró.
»Otra vez lo intentó mi
poeta, reordenó »las palabras, las
rimas, la métrica y por fin »creyó que había creado un poema aún mejor.
»Los Ajustadores aquí
me trajeron, »y aquí me quedaré para
siempre, pues me temo »que ahora no soy más que un objeto curioso, » puesto que mi poeta
por mí ya no llora.
Mientras Poesía
se enjugaba las lágrimas de tinta, Paripé suspiró y dijo: —Poesía y yo somos
amigos desde que nos conocimos en la Ciudad de las Añoradas. Mi dueño era un
adolescente que tuvo que cambiar de colegio.
Lejos de sus
antiguos amigos se sentía solo; además, le tenía miedo a Kyle Mason, que era un
matón, y por eso me creó: se inventó que sabía kárate, que tenía una novia y
que en el otro colegio tenía un mote muy guay, pero los otros adolescentes pronto
me calaron. Él no quería perderme: lo obligaron. Al principio, cuando me perdió,
él mismo se sintió perdido. Me echaba muchísimo de menos y por eso me enviaron
a la puerta dorada de Extraviadas, igual que a Poesía.
»Pero, a
medida que pasaba el tiempo, cada vez me añoraba menos. Poco a poco se dio
cuenta de que era mejor decir la verdad y que la gente lo aceptara tal como
era. Entonces fue cuando me reajustaron y me enviaron a Dónde-lo-habré-metido.
Me temo que llegará un día en que mi dueño se avergonzará de mí y entonces me
echarán al Pá… —¿Qué ha sido eso? —preguntó de pronto el cerdito de Navidad interrumpiendo
a Paripé. Se oían gritos y golpes que provenían de otras casas.
—Uy —dijo
Paripé—. Están registrando esta calle.
—¡Tenemos que
ir a la Ciudad de las Añoradas! —exclamó Jack—. Porque… —Mejor no nos lo digas,
te lo puedes ahorrar —dijo
Poesía.
»Así no tendremos que
disimular.
—¿Tardará
mucho en volver a pasar el tren? —preguntó el cerdito de Navidad.
—Varias horas
—respondió Paripé—. Podríais atravesar el Páramo de los Baladís a pie, pero es
muy peligroso: el Perdedor tiene su guarida allí y por la noche se dedica a
cazar Sobrantes. Evidentemente —añadió, irguiéndose un poco—, si yo os acompañara,
podría cargármelo a golpes de karate… —Ahora no, Paripé: estos dos van con prisa —dijo Poesía. Y, dirigiéndose
a Jack y al cerdito de Navidad, añadió: »Sólo os queda un recurso: una amiga secreta »que quizá os parezca
un poco majareta.
»Es valiente y leal, y
a muchos ha salvado, »pues no sois los
primeros Sobrantes rescatados: »hemos dado refugio a otras Cosas del páramo »que estaban agotadas y
buscaban amparo, »Luego, muchas de ellas
decidieron huir: »Dónde-lo-habré-metido
no es lugar para vivir.
»Estamos dominados por
ese horrible alcalde »cuya conducta es ruin
y miserable.
» Por eso mismo os animo
a confiar en mi amiga: »ella es toda bondad y una gran heroína.
—¿Cuando
dices que tu amiga está «majareta»…? —preguntó Jack, preocupado.
—Está un poquito loca,
un poquito chiflada.
»Mas sin ella no tenéis
escapatoria: o eso o nada.
—Pues
entonces te lo ruego —pidió el cerdito de Navidad. El ruido de los Ajustadores
de Pérdidas cada vez sonaba más fuerte y más cerca—, ¡preséntanos a tu amiga! Poesía
les hizo señas para que la siguieran y los tres fueron hasta su dormitorio.
—¡Yo podría
ir con vosotros y pedirle a mi novia que nos ayudara! — aseguró Paripé.
—Aparta esa alfombra y
abre la trampilla —le
dijo Poesía a Paripé con el ceño fruncido.
»Después debes
cerrarla, ya sabes cómo va.
»Si llaman a la puerta,
luce tu especialidad: »¡finge que no has visto a estas Cosas perseguidas! Paripé abrió la trampilla que
había debajo de la alfombra y Poesía se tiró por el agujero: era tan ligera que
no podía hacerse daño al caer; Jack y el cerdito de Navidad, en cambio, bajaron
por una escalerilla.
—¡Buena
suerte! —les gritó Paripé—. Y lo de que tengo novia es verdad, ¡y es mucho más
guapa que la de Kyle Mason! La trampilla se cerró y Jack, el cerdito de Navidad
y Poesía echaron a andar por un estrecho túnel con una pendiente muy
pronunciada que llegaba hasta el pie de la montaña a la que, unas horas atrás,
habían subido en el carro.
—¿Quién hizo
este túnel, Poesía? —preguntó el cerdito de Navidad.
—Dicen que fue una
cuchara de plata muy fina —dijo Poesía.
»Pero no sé si es
cierto: jurarlo no podría.
»Según ella, esta
ciudad a su altura no estaba, »así que por las noches con gran tesón cavaba.
»“Cuchara, no te vayas”,
le rogaban sus amigos, »pero llegar a Añoradas era su único objetivo.
»Nunca entendió que aquí
lo que importa no es el precio, »sino si alguna vez alguien te tuvo aprecio, »y si dejaste una
huella en algún ser humano »cuando se vio obligado a soltarte la mano.
—¿Y llegó la
cuchara a la Ciudad de las Añoradas? —preguntó Jack optimista.
—Sí, un día apareció,
por fin, al otro lado, »y sin duda lamentó su plan descabellado: »campaba el Perdedor
por el páramo a sus anchas »y nunca más se supo de la pobre cuchara.
Siguieron
bajando en silencio por aquel largo túnel, hasta que por fin llegaron ante una
puerta que había en la roca, junto a la que colgaba una gruesa cuerda.
—Ahora tocad el timbre
y Brújula vendrá, »no me ha fallado
nunca, ni me fallará.
El cerdito de
Navidad tiró de la cuerda y al otro lado de la puerta sonaron unas campanillas.
Pasados unos minutos, oyeron un ruido que hacía pensar en una rueda metálica
que rodara sobre roca. El cerdito de Navidad abrió un poco la puerta y una voz
afable dijo: —¿Más fugitivos, Poesía? —Te ruego los ayudes el páramo a cruzar, »amiga: sin tu ayuda,
sin duda morirán.
—¡Por
supuesto que los ayudaré! —contestó aquella voz alegre—. ¡Ya sabes que me
encantan las aventuras! »Supongo que queréis ir a la Ciudad de las Añoradas, ¿no?
Es adonde quieren ir la mayoría de las Cosas. Desde luego, es la ciudad más
bonita, ¿no? —Sí, es allí adonde queremos ir —respondió el cerdito de Navidad.
—Bueno, puedo
llevaros hasta las puertas —dijo la voz—, pero no puedo entrar con vosotros. ¿Será
suficiente? —¡Sí, estupendo! —contestó Jack.
El cerdito de
Navidad y él salieron del túnel oscuro y aparecieron al pie de la montaña, en
el Páramo de los Baladís. Nevaba aún con más fuerza que antes.
—Gracias,
Poesía —dijo Jack.
Entonces ella
se agachó para decirle unas palabras al oído: —El Perdedor aborrece
el poder de esta noche: »quedaréis aquí atrapados en cuanto den las doce.
—¿Cómo dices?
—preguntó Jack, asustado.
Pero Poesía
ya había cerrado la puerta.
La brújula,
que hacía equilibrios sobre su borde de latón, era mucho más bajita que Jack y
el cerdito de Navidad. Tenía el cristal agrietado y la aguja, en lugar de señalar
al norte como debería, colgaba ligeramente torcida.
Jack estaba
tan preocupado por las palabras que Poesía acababa de susurrarle que, en lugar
de saludarla, miró al cerdito de Navidad y le soltó: —¡Dice Poesía que, una vez
que Allí Arriba pase la medianoche, ya no podré salir del Mundo de las Cosas
Perdidas! —Sí, yo también he oído ese rumor —confirmó la brújula antes de que
el cerdito de Navidad pudiese contestar—. El Perdedor cree que, si impide que os
encuentren antes de la medianoche, podrá quedarse con vosotros para siempre,
pero no lo entiendo, porque no es así como suelen funcionar las cosas. Lo que
se pierde se pierde y lo que se encuentra se encuentra, no importa cuándo.
Pero Jack tenía
la desagradable sensación de que sabía por qué el Perdedor creía aquello, y
cuando vio la cara que ponía el cerdito de Navidad se dio cuenta de que él
también: si la Nochebuena era la única noche del año en que un niño de carne y
hueso podía entrar en el Mundo de las Cosas Perdidas, seguramente también era
la única noche en que ese niño podía regresar al Mundo de los Vivos. Sin
embargo, Jack no dijo nada porque no quería revelarle a la brújula que era
humano.
—¿Y cómo os
llamáis? —preguntó la brújula mirándolos alternativamente.
—Yo soy el
Cerdito de Navidad —contestó el cerdito de Navidad— y éste es el Niño Pijama:
es una figura de acción.
—Mis poderes
son el sueño y la fantasía —añadió Jack.
—Mmm —murmuró
la brújula—, pues esta noche no vais a tener mucho ni de lo uno ni de lo otro.
Dormirse es peligroso. ¡En marcha! Y, sin más preámbulo, salió rodando tan
deprisa que Jack y el cerdito de Navidad tuvieron que echar a correr resbalando
y derrapando por el suelo rocoso y nevado del páramo para alcanzarla. Al poco
rato, Jack, que iba descalzo, ya tenía los pies doloridos de correr por
aquellas rocas rasposas y frías.
—Bueno, tengo
que advertiros que aquí, en el páramo, hay algunas Cosas muy raras —les dijo la
brújula sin detenerse—, ¡y algunas son casi tan malas como el Perdedor! —¿En
serio? —preguntó Jack, atemorizado.
—¡Ya lo creo!
Veréis: a nadie le importa que esas Cosas hayan desaparecido. ¡A algunas las
perdieron a propósito, y la verdad es que no se lo reprocho a sus dueños! ¡Hay
Cosas que no vale la pena conservar! De pronto se detuvo, se dio la vuelta y
los miró con el ceño fruncido.
—¿Qué es ese
traqueteo? —Ah, soy yo —contestó el cerdito de Navidad, que se sujetaba la
barriga, como solía hacer, para que no se le movieran tanto las bolitas—. Tengo
la barriga rellena de bolitas de plástico.
—Pues que no
se muevan tanto, ¿vale? —Lo intentaré —respondió el cerdito, y se apretó la
barriga un poco más.
Reemprendieron
la marcha. El borde metálico de la brújula hacía mucho ruido al rodar por el
suelo rocoso y Jack pensó que era un poco injusto que regañara al cerdito de
Navidad por el ruido que hacían las bolitas de su barriga. Entonces, como si le
hubiera leído la mente, la brújula se volvió y les dijo: —Estar hecha de latón
no es lo ideal porque el Perdedor tiene muy buen oído, pero ¡la verdad es que,
cuando aparece, es muy emocionante! No os preocupéis —añadió al ver que Jack
miraba al cerdito de Navidad con cara de susto—, ¡todavía no se ha comido a
nadie mientras estaba conmigo! Me encanta fastidiarle las capturas, ¡me odia! —¿Cómo…
te… perdieron, Brújula? —preguntó el cerdito de Navidad con voz entrecortada.
—Me perdió un
mochilero —contestó la brújula alegremente—. De hecho, era la segunda vez que
me caía de su mochila. La primera vez se me rompió el cristal y se me torció la
aguja; ya no volví a funcionar muy bien, así que, cuando volvió a perderme en
una selva, ni siquiera se molestó en buscarme. Ahora me estoy oxidando a los
pies de un banano y dudo mucho que me encuentren. ¿Quién va a querer una brújula
rota? —Pero sabes llegar a la Ciudad de las Añoradas, ¿no? —preguntó Jack.
Corría tanto
que le costaba respirar y ya le había dado flato en un costado.
—Ah, sí, por
eso no te preocupes —volvió a responder la brújula—, aunque es posible que
demos un pequeño rodeo para no aburrirnos. Además, he encontrado nuevas formas
de guiar a las Cosas desde que llegué al páramo, ¿adivinas cuáles? —No —dijo el
cerdito de Navidad, que corría tanto como se lo permitían sus patas traseras.
—Me invento
historias con moraleja, y también máximas. ¿Os gustaría oír alguna? —Sí, por
favor —contestó Jack porque le pareció que eso era lo que la brújula quería que
contestara.
—«Nornoroeste
está muy bien, pero los listos van al través» —dijo la brújula con orgullo.
Jack no
entendió qué quería decir aquello, así que se alegró cuando el cerdito de
Navidad comentó: —Muy cierto.
—Sí, ¿verdad?
—coincidió la brújula, satisfecha—. Y, si queréis, también puedo contaros una
historia con moraleja.
—Ay, sí, por
favor —pidió el cerdito de Navidad, que estaba casi sin aliento.
—Había una
vez tres brújulas —contó la brújula—, una grande, una mediana y una pequeña. La
grande se fue a escalar una montaña y la mediana se fue a navegar por el mar,
pero la pequeña se cayó en un huerto. La moraleja de la historia es: «Nunca te
hagas amigo de un rábano».
Jack y el
cerdito de Navidad emitieron ruiditos en señal de admiración, lo que pareció
complacer a la brújula. Siguieron corriendo sobre el terreno rocoso y nevado,
que en algunos tramos estaba cubierto de piedras sueltas. A Jack le dolía cada
vez más el costado.
El viaje se
les hizo larguísimo, quizá debido al frío y la oscuridad. De vez en cuando,
Jack o el cerdito de Navidad tropezaban y el otro tenía que ayudar a levantarse
al que se había caído. Las horas que habían pasado durmiendo dentro de la
fiambrera habían quedado muy lejos, pero Jack estaba tan asustado que casi no
notaba el cansancio. De vez en cuando distinguía siluetas en la oscuridad y temía
que fuesen el Perdedor o alguna de aquellas cosas raras sobre las que la brújula
los había prevenido, pero cuando se acercaban descubría que sólo eran matas de
cardos.
—¿Dónde está
tu manta? —le preguntó el cerdito de Navidad al ver que temblaba y que sólo
llevaba puesto el pijama.
—Me la he
olvidado en el cubo de basura —respondió Jack—, pero estoy bien.
Si lograban
atravesar el páramo sin que se los comiera el Perdedor, encontrarían a Dito. La
idea de abrazar su cuerpo blandito y aspirar su peculiar olor era lo que lo
animaba a seguir corriendo a pesar del frío que tenía y de lo mucho que le dolían
los pies.
Entonces un
gemido espeluznante resonó por el páramo.
—¿Es el
Perdedor? —preguntó Jack, presa del pánico—. ¿Viene hacia aquí? ¿Nos
escondemos? —No —contestó la brújula sin parar de rodar—, eso ha sido un Dolor.
—¿Un qué? —preguntó
Jack.
—Un Dolor —repitió
la brújula—, un Dolor humano. Como es lógico, sus dueños se alegran enormemente
de librarse de los Dolores y por eso acaban aquí, en el páramo, vagando en
manadas y aullando. A mí me dan mucha pena, la verdad. No creo que sea muy
divertido ser un… La brújula volvió a parar en seco. Habían aparecido ante
ellos dos figuras oscuras que les cerraban el paso.
Jack pensó
que el contorno de aquellas figuras recordaba a una madre y su hijo, pero, como
ya no se fiaba mucho de sus sentidos, se acercó más al cerdito de Navidad.
—¿Quién anda
ahí? —gritó la brújula.
—¿Quiénes
sois? —preguntó la voz de una chica. Parecía asustada.
De la
oscuridad salió un ángel de Navidad. Era una chica. Tenía un ala muy torcida y
la túnica púrpura y dorada rota. Se tapaba la cara con la mano izquierda. La
acompañaba el conejito azul al que habían visto tirar por el recolector de
basura de Extraviadas. Estaba más sucio que nunca y tenía el pelo apelmazado y
lleno de tierra.
—¿Por qué te
tapas la cara? —le preguntó la brújula con recelo.
—Porque si me
la veis saldréis corriendo —contestó la angelita—. Todas las Cosas a las que se
la he enseñado han huido, excepto el Conejito Azul.
—No estamos
para secretos —le dijo la brújula con gravedad—. ¿Cómo sé que no eres una espía
del Perdedor? La angelita se descubrió la cara. Tenía la cabeza resquebrajada,
el rostro aplastado y un agujero enorme en una mejilla. Además, le faltaba un
ojo.
Jack lanzó un
gritito de espanto y una lágrima resbaló del único ojo que le quedaba a la
angelita, que volvió a taparse la cara y rompió a llorar.
—¡Ya sé que
soy muy fea! —exclamó entre sollozos—. ¡Me atacó un perro!
Pero Jack no
había gritado porque lo hubiese impresionado su cara, sino porque la había
reconocido: aquella túnica púrpura y dorada, aquellos rizos descascarillados,
aquellas alas de plástico brillantes… ¡era la angelita de Navidad que había
comprado su abuela y que Toby se
había comido! Lo que no entendía era qué hacía allí, en el Mundo de las Cosas
Perdidas, si el perro la había destruido.
—Estar rota
no es motivo suficiente para que te envíen al Páramo de los Baladís —dijo la brújula
cada vez más desconfiada—. ¡Hay muchísimas Cosas descascarilladas y
resquebrajadas que siguen teniendo un gran valor para sus dueños, que no
quieren perderlas de vista! —¡Yo nunca tuve ningún valor para mi familia! —respondió
la angelita rota tratando de contener las lágrimas—. ¡Me escogieron a toda
prisa porque las tiendas estaban abarrotadas! ¡No les gustaba ni cuando me
compraron, me di cuenta enseguida! Jack se sintió tremendamente culpable. Por
suerte, la angelita seguía tapándose el único ojo que le quedaba con la mano,
así que no podía reconocerlo.
—Me pusieron
en lo alto del árbol, pero los otros adornos eran muy antipáticos —gimoteó—.
Todos lamentaban la pérdida del antiguo ángel, que era su amigo y su líder. Y
entonces… entonces… —El perro derribó el árbol —dijo Jack sin pensar.
—¡Exacto! —exclamó
con sorpresa la angelita rota—. ¿Cómo lo sabes? —Me lo he imaginado —se apresuró
a responder Jack.
—El árbol se
cayó y yo con él. Me quedé enredada entre las ramas. El perro intentó sacarme
de allí, pero no pudo porque yo estaba muy enredada, así que me mordisqueó todo
lo que pudo. Cuando la familia vio que el árbol se había caído y que había
trozos de mi túnica y de mi cara por el suelo, creyeron que el perro me había
comido entera como había hecho con el antiguo ángel. No me vieron colgada boca
abajo en la parte de atrás.
Enderezaron
el árbol y yo me quedé allí, perdida entre las ramas, donde nadie podía verme.
»Nadie me
echa de menos, ¡no les importo! —se lamentó la angelita, y rompió a llorar de
nuevo—. ¡Cuando tiren el árbol al contenedor, también me tirarán a mí! El
cerdito de Navidad dio unos pasos y le puso una pata en el hombro mientras el
conejito, compungido, trataba de consolarla con una caricia.
—Yo también
soy un Sustituto —reveló el cerdito de Navidad—. No te preocupes, quizá tengas
suerte. ¡A lo mejor te encuentran y te arreglan!—Tenemos que ponernos en marcha
—intervino la brújula antes de que la angelita pudiese contestar—. Si queréis,
podéis seguirnos —añadió dirigiéndose a la angelita y al conejito azul—. Si
somos más, estaremos más protegidos, pero tendréis que avanzar a nuestro ritmo.
Siguieron
corriendo y, al cabo de un rato, Jack vio que el conejito azul, que iba dando
saltos a su lado, lo observaba con admiración.
—Perdona que
te mire tanto —se justificó el conejito con timidez—, pero ¡es que estás tan
nuevo y eres tan detallado! ¡Debes de haber sido muy caro! Nunca había visto
nada tan bonito como tú en el páramo.
El conejito
azul era un juguetito de muy mala calidad, con los ojos mal alineados y las
patas delanteras cosidas de forma asimétrica.
—¿Qué eres,
si no te importa que te lo pregunte? —dijo.
—Soy una
figura de acción —respondió Jack—. Me llamo el Niño Pijama y mis poderes son el
sueño y la fantasía. Hasta tengo mi propio tebeo — añadió porque el cerdito de
Navidad estaba hablando con la angelita rota y no lo oía.
—Qué
maravilla —suspiró el conejito azul. Le brillaban los ojos—. Pero ¿qué haces en
el Páramo de los Baladís? Seguro que tu dueño está buscándote por todas partes.
—Es un niño
muy malcriado —contestó Jack repitiendo lo que el cerdito de Navidad le había
dicho al sheriff
Gaff—. Tiene muchos juguetes.
No se ha dado ni cuenta de que nos ha perdido.
—Qué pena —dijo
el conejito azul con tristeza—. Jamás se me habría ocurrido pensar que a un
juguete como tú pudiesen tratarlo tan mal. Alguien como yo no se hace muchas
ilusiones, pero tú eres diferente. ¡Tu propio tebeo! ¡Eres famoso! —¿Tú no le
gustabas a tu dueño? —preguntó Jack porque no quería que el conejito azul
siguiera haciéndole preguntas sobre el tebeo. Si le pedía que le contara alguna
aventura relacionada con sus supuestos poderes, no sabría qué contestarle
porque no se le ocurría ninguna.
—No —se
lamentó el conejito azul—. Me ganó en una tómbola, en la feria. Cada entrada
tenía un premio. Mi dueño quería la pelota de fútbol, pero no tuvo suerte y le
toqué yo. Cuando me entregaron a él, refunfuñó, me metió en un bolsillo y me
llevó a su casa, pero nunca jugó conmigo. Me quedé en un estante hasta que, un
día, a un amigo suyo que estaba de visita se le ocurrió lanzarme por la
ventana. Fui a parar a un arriate de flores. —Se le quebró la voz—. Nadie me
buscó. No le importaba a nadie. Me pasé días tirado en aquel arriate. Entonces,
para colmo, se puso a llover. Tenía mucho frío y estaba empapado, pero lo único
que podía hacer era quedarme allí, en el barro, y esperar.
—No lo
entiendo —dijo Jack.
—Verás: me
quedé atrapado entre dos mundos, ni en un sitio ni en otro — explicó el
conejito azul—. Sucede a veces, cuando no está muy claro si te han tirado o te
han perdido. El caso es que estaba sucio y muerto de frío, y sólo podía esperar
que mi dueño se acordara de mí. Si él me daba por tirado definitivamente, yo
dejaría de existir. En cambio, si creía que me había perdido, descendería al
Mundo de las Cosas Perdidas. El día de Nochebuena —continuó el conejito azul—,
mi dueño estaba metiendo un muñeco de peluche en una bolsa para llevárselo a
casa de sus abuelos y de repente se acordó de que me había perdido, pero no le
importó, ni se le ocurrió ir a buscarme. Entonces fue cuando se decidió mi
destino. Caí aquí, los Ajustadores de Pérdidas me capturaron y me tiraron por
el recolector de basura que va a parar en medio del páramo. Estaba solo y muy
asustado, pero al cabo de un rato me encontré a la Angelita Rota. Desde
entonces deambulamos juntos por el páramo. Ha sido un alivio tener a alguien
que comprende cómo me siento, aunque seguro que a una Cosa como tú eso le parecerá
una tontería… —No, claro que no —contestó Jack—. Yo también tenía un amigo que
me comprendía, pero lo perdí y entonces todo empezó a torcerse… —El cerdito de
Navidad le lanzó una mirada amenazadora y él, temiendo que volviera a regañarlo
por hablar de Dito, cambió de tema—: A lo mejor te encuentra otro humano —le
dijo al conejito azul.
Entre los
remolinos de nieve veía espacios de oscuridad donde no brillaba ninguna
estrella, y estaba seguro de que eran agujeros que comunicaban con el Mundo de
los Vivos.
—Lo dudo
mucho —repuso, suspirando, el conejito azul—. Mi cuerpo sigue en el jardín,
cubierto de barro. Ya casi no se ve, y la familia se ha ido de viaje por
Navidad: ahora no hay nadie que pueda encontrarme. Pertenezco al Perdedor, pero
la Angelita Rota y yo hemos decidido que afrontaremos juntos el final, y eso me
reconforta.
Jack se quedó
muy apenado. Le habría gustado llevarse al conejito azul a su casa, a su
dormitorio, pero empezaba a aprender las leyes del Mundo de las Cosas Perdidas
y sabía que no se lo permitirían.
Entonces,
antes de que ni él ni el conejito pudiesen decir nada más, empezaron a oírse
fuertes ruidos en la oscuridad.
—¡Peligro! —gritó
la brújula, y fue rodando hasta ellos—. ¡Permaneced muy juntos y preparaos! ¡Es
la banda de los Malos Hábitos!
La brújula,
Jack, el cerdito de Navidad, la angelita rota y el conejito azul se apretaron
unos contra otros, espalda con espalda, mientras un enjambre de sombras negras
y brillantes puntos rojos los rodeaban. Se oían risotadas y de repente empezó a
notarse un desagradable olor a humo.
—¿Qué son? —preguntó
Jack, muy asustado. Debía de haber muchas cosas de aquéllas: los puntos rojos
brillantes parecían ojos, y las oían reír y gruñir.
—Ya os lo he
dicho: ¡los Malos Hábitos! —respondió la brújula—. Tened cuidado porque muchas
veces lanzan… Entonces, ¡zas!, algo enorme y viscoso la golpeó.
—¿Qué ha sido
eso? —gimoteó el conejito azul.
—¡Un moco! —contestó
la brújula, furiosa, y se lo quitó de encima mientras oscilaba sin moverse del
sitio—. ¡Has sido tú, Hurgón, lo sé! Las cosas que los rodeaban rieron a
carcajadas. Les lanzaron varios mocos gigantescos más, y Jack y los demás
intentaron esquivarlos como pudieron.
¡Zas, zas,
zas!, sonaban los mocos. Entonces algo duro y afilado golpeó en la cara a Jack,
que gritó de dolor.
—¿Qué ha
pasado? —preguntó el cerdito de Navidad.
—Me han
lanzado algo puntiagudo —respondió Jack, y miró el objeto afilado y amarillo
con forma de boomerang—. ¿Qué es? —¡Un trozo de uña de Mordiscón! —exclamó la brújula—. ¿Queréis
parar? —le gritó a la banda que los rodeaba y que no paraba de reírse de ellos—.
¡O nos oirá el Perdedor y nos comerá a todos!
—¿Eres tú, Brújula?
—preguntó una voz ronca—. ¿A quién intentas pasar de contrabando esta vez? Las
cosas que los habían rodeado se acercaron un poco más. Jack habría preferido
que hubiesen seguido escondidas porque eran aún más raras que Paripé y daban
mucho más miedo.
Parecían
diferentes partes del cuerpo humano. Algunas eran bocas: una mascaba chicle
haciendo mucho ruido y otras fumaban unos cigarrillos apestosos que eran los
que producían aquellos puntos rojos relucientes y aquel olor tan desagradable;
pero también había narices, orejas, un dedo medio ensangrentado con la uña
horriblemente mordisqueada, varios granos supurantes tan asquerosos que a Jack
le dieron ganas de vomitar al verlos y un par de puños que saltaban en el sitio
con aire amenazador, como si estuvieran impacientes por empezar a zurrar a
alguien.
—¿Sigues ahí,
Glotón? —le preguntó la brújula a la boca más grande—.
¡Juraste que
volverías a tu casa por Navidad! ¿Qué ha pasado? ¿Tu dueño no ha querido que
volvieras? —Dale tiempo, dale tiempo —respondió la boca, revelando unos dientes
llenos de caries—. Ahora mismo debe de estar rodeado de dulces y bombones.
Seguro que se rinde y empieza a engullirlos otra vez.
—Un momento —intervino
una voz que a Jack le resultó familiar—. A vosotros dos os conozco de algo, ¿no?
A Jack le dio un vuelco el corazón.
—¡Holly! —gritó,
y se volvió a toda prisa.
Aunque estaba
furioso con ella porque había tirado a Dito por la ventanilla del coche, nunca
se había alegrado tanto de oír su voz, una voz que pertenecía a su hogar y al
Mundo de los Vivos. En ese momento sólo pensó en lo cariñosa que Holly había
sido al principio, cuando él se sentía insignificante y perdido.
Pero no la
vio por ninguna parte: lo que tenía detrás era un puño casi de su tamaño.
—Qué raro —dijo
el puño con la voz de Holly.
—¿Qué pasa,
jefa? —preguntó una oreja gigantesca con picardía, y se acercó disimuladamente—.
Me encanta oír cosas raras.
—Yo estoy Aquí
Abajo porque tiré un cerdito de juguete como ése por la ventanilla de un coche —dijo
el puño con la voz de Holly—. Y tú también me suenas de algo… —añadió dirigiéndose
a Jack.
—¡Es una
figura de acción! —se apresuró a decir el cerdito de Navidad—.
¡El Niño
Pijama! ¡Sus poderes son el sueño y la fantasía! —¡Tiene su propio tebeo! —añadió
el conejito azul.
Los malos hábitos
se rieron.
—Seguro que
es una birria —especuló Glotón.
—No me extraña
que no les importe que se haya perdido —se burló Explotaespinillas.
—¡Mira quién
habla! —dijo el cerdito de Navidad—. ¡Vuestros dueños también se alegraron de
librarse de vosotros! —Holly, mi dueña, vendrá a buscarme en cualquier momento —gruñó
el puño—. Soy su colega, ¿vale? Me necesita.
—¿Y por qué
te necesita? —le preguntó Jack.
—Porque hago
que se sienta mejor, estúpido —respondió el puño—. Su madre quiere que vaya a
las Olimpiadas, pero el problema es que a ella ya no le gusta la gimnasia. Lo
que quiere es estudiar música. Cree que su padre lo entendería; sin embargo, a
su padre lo tiene secuestrado su nuevo hermanastro. Y yo se lo hago pagar al
hermanastro, ¿me explico? Ese niño lo tiene todo: tiene… una madre encantadora
y al padre de Holly, y nadie lo obliga a ganar medallas ni lo regaña si no las
gana. Se merece un castigo, por eso tiré su ridículo cerdito de tela de toalla
por la ventanilla del coche.
Jack estaba
perplejo. Nunca se le había ocurrido pensar que Holly pudiera considerarlo
afortunado.
—Lo que pasa
es que ahora Holly está muy arrepentida. Se libró de mí y juró que nunca volvería
a maltratar a su hermanastro, pero seguro que no cumplirá su promesa.
—Claro que
no, claro que no —dijo la oreja con un tono malicioso y repugnante—. Mi dueña
es igual: la pillaron leyendo el diario de su hermana y juró que no volvería a
husmear ni a escuchar a escondidas, pero ¿cómo quieres que descubra más
secretos? Los secretos son divertidos, son lo que más me gusta del mundo. ¿Quién
quiere oír un secreto muy bueno que he oído hoy, cuando estaba fisgando por las
afueras de Dónde-lo-habré-metido? Todos los malos hábitos se pusieron a chillar
pidiéndole que les contara aquel secreto.
—Pues estaba
sentada en un matorral, al borde del páramo… —dijo la oreja—. Es un buen sitio
para oír cosas porque los Ajustadores de Pérdidas patrullan por ahí para
asegurarse de que ningún Sobrante intente huir del páramo y subir a la montaña.
—¡Venga, suéltalo
ya! —la apremió el puño.
—Bueno, pues
estaban hablando de un par de Cosas que se han escapado —dijo Fisgona—, unas
Cosas que no deberían estar Aquí Abajo, en el Mundo de las Cosas Perdidas. ¿Y
sabéis qué Cosas son? —¡No! ¿Qué? —preguntaron varias bocas.
—¡Un cerdito
de tela de toalla y una figura de acción! —exclamó la oreja —. Exactamente como…
Pero justo entonces, ¡bum!, un fuerte estruendo resonó por el páramo. El suelo
se estremeció y los malos hábitos se pusieron a gritar.
—¡Ha empezado
la cacería! —gritó la brújula entusiasmada—. ¡Es el Perdedor! ¡Vosotros cuatro,
no os separéis de mí! Y ahora… ¡CORRED! La brújula salió rodando a toda
velocidad y los malos hábitos se dispersaron por la penumbra entre chillidos.
La angelita rota y el conejito también huyeron, pero Jack estaba tan
aterrorizado que no podía moverse.
La luz blanca
de dos focos reflectores gigantescos descendió del cielo del páramo y barrió el
suelo, iluminando a las cosas que corrían atropelladamente para huir del
Perdedor. Los focos, que eran sus ojos, iban y venían por el páramo nevado
conforme el Perdedor torcía su enorme cabeza hacia un lado y hacia el otro. Era
tan alto que Jack oyó cómo su coronilla rozaba el altísimo cielo de madera
mientras sus ojos deslumbrantes recorrían el suelo en busca de cosas que
pudiera comerse.
Era difícil
distinguir si se trataba de un gigante o de un robot. No tenía pies, sino dos
largas puntas de acero, como si fuera una araña de dos patas.
Tenía el
torso, los brazos y las piernas recubiertos de millones y millones de cosas
rotas, de modo que relucía por los cuatro costados, pues estaba forrado de
dientes, muelles, asas, antenas, botones, tapas y otras piezas de los objetos que
había destrozado antes de comerse.
El Perdedor
dio un grito espeluznante que hizo que el suelo se estremeciera y temblaran las
piedras. Era un aullido de furia, pero también de angustia, como si hubiese
perdido algo que apreciaba mucho y supiera que jamás lo recuperaría.
Y entonces se
agachó.
Una mano
enorme con dedos como vigas de acero se deslizó silbando por el páramo,
atrapando a varias cosas que huían. Jack las oyó gritar cuando el Perdedor las
levantó y las examinó acercándolas a la luz de sus despiadados ojos.
—¡CORRE,
JACK! —gritó el cerdito de Navidad. Lo agarró por una mano y tiró de él porque
el Perdedor había vuelto a encorvarse. Los dedos de acero gigantescos pasaron
volando una vez más, tan cerca de donde Jack estaba plantado que alcanzó a ver
las rugosas yemas de sus dedos, con trozos de cristal y de acero incrustados.
Jack dejó que
el cerdito de Navidad lo arrastrara, pero tenía tanto miedo que las piernas no
lo obedecían y tropezaba continuamente. Los rayos de luz de los ojos del
Perdedor no paraban de moverse y lanzar destellos, y Jack pronto se mareó hasta
perder el sentido de la orientación.
Estaba
convencido de que en cualquier momento notaría que la gigantesca mano metálica
del Perdedor lo atrapaba, lo apretujaba y lo levantaba del suelo.
—¿Dónde está
Brújula? —gritó mientras el cerdito de Navidad tiraba de él.
—¡No lo sé! —repuso
a gritos el cerdito de Navidad—. ¡Corre, tenemos que encontrar algún sitio
donde escondernos! El Perdedor volvió a gritar y los focos de sus ojos se
deslizaron tan cerca de ellos que iluminaron la punta del codo de Jack. La voz
de Holly se oyó en la penumbra: —¡No, por favor! ¡No! ¡Ay! —¡Vamos! —chilló el
cerdito de Navidad porque Jack se había detenido e intentaba soltarse.
—¡Holly! —gritó
Jack—. ¡Ha capturado a Holly! —¡Sabes perfectamente que no era Holly, sino su
mal hábito! —dijo el cerdito de Navidad, y siguió arrastrándolo con sus dos
patas delanteras—.
¡Deberías
alegrarte de que haya desaparecido! Pero Jack no soportaba oír aquella voz
desesperada y asustada, y no reaccionó hasta que vio a la angelita rota, que
corría tanto como podía un poco más allá, pero tropezaba continuamente con su túnica
desgarrada y no veía bien con su único ojo.
—¡Dame la
mano! —le gritó.
—¡Gracias! —exclamó
la angelita.
Sin embargo,
cuando le tendió a Jack la mano que le quedaba, los haces de luz de los ojos
del Perdedor la encontraron. La angelita rota tropezó y el Perdedor se abalanzó
sobre ella. La agarró con su enorme puño reluciente y la levantó por los aires.
—¡No podemos
hacer nada! —dijo el cerdito de Navidad, tajante, al ver que Jack intentaba
retroceder—. ¡Corre, Jack, corre, o los siguientes seremos nosotros!
—¡Túmbate en
el suelo! —gritó el cerdito de Navidad, y arrastró a Jack detrás de una gran
mata de cardos. Acurrucados en el suelo nevado, miraron entre las hojas
puntiagudas. El Perdedor llevaba montones de cosas en los brazos y empezaba a
alejarse de ellos haciendo temblar el suelo.
—¡La
angelita! ¡Pobrecilla! —se lamentó Jack, que tenía los labios entumecidos.
Pensaba que, si hubiese sido más rápido al darle la mano, quizá el Perdedor no
se la habría llevado—. ¿Qué les pasa a las Cosas cuando se las lleva? ¿Qué les
hace? ¡A lo mejor podemos rescatarlas! —No, no podemos rescatarlas —dijo el
cerdito de Navidad—. Se las lleva a su guarida y, una vez allí, las desmonta y
les sorbe la parte Vivificada.
Después, si
le gusta su cuerpo, se las incrusta en la armadura.
—Pero ¿y si
alguien las encontrara ahora mismo Allí Arriba? —preguntó Jack.
—Si alguien
las encontrara, se salvarían —respondió el cerdito de Navidad—, pero ya nadie
las busca, Jack. A nadie le importa que se hayan perdido; hasta se alegran de
haberse librado de ellas. ¿A qué humano le va a interesar un ángel de Navidad
destrozado? ¿A quién le va a interesar un desagradable hábito de hurgarse la
nariz? —Pero cuando el Perdedor ya les ha sorbido la parte Vivificada y las ha desmontado
y se las ha incrustado en la armadura, ¿qué les pasa a las Cosas Allí Arriba? —preguntó
Jack—. La Angelita todavía sigue enredada en el árbol, ¿no?
—No durante
mucho tiempo —contestó el cerdito de Navidad—. Cuando el Perdedor le haya
sorbido la parte Vivificada, la Angelita se desvanecerá Allí Arriba. En el
momento en que se come una Cosa, ya no hay vuelta atrás: esa Cosa se va para
siempre. Es lo que los humanos llaman «muerte».
Jack tenía
tanto frío, estaba tan cansado, tan asustado, añoraba tanto a Dito y se sentía
tan culpable por lo de la angelita que ya no pudo seguir conteniendo las lágrimas
y se derrumbó. Procuró no hacer ruido, pero no consiguió engañar al cerdito de
Navidad, que lo abrazó con sus patitas delanteras.
—Si no nos
abrazamos, nos vamos a congelar —dijo con voz ronca—.
Nos
quedaremos aquí, dormiremos un poco y luego, cuando se haga de día, buscaremos
alguna manera de llegar a la Ciudad de las Añoradas. ¿Qué te parece? —Pero, sin
Brújula, ¿cómo vamos a encontrar el camino? —preguntó Jack.
—Todavía no
lo sé —admitió el cerdito de Navidad—, pero ya se nos ocurrirá algo.
Así que Jack
se acurrucó junto al cerdito de Navidad, que lo abrazó con más fuerza y, poco a
poco, lo ayudó a entrar en calor. Todavía tenía miedo y se sentía desgraciado,
pero al menos ya no tenía tanto frío.
—Gracias,
cerdito de Navidad —dijo al cabo de un rato.
—De nada —repuso
el cerdito de Navidad, sorprendido.
Tras un breve
silencio, Jack comentó: —Es un nombre absurdo… —¿A qué nombre te refieres? —«El
cerdito de Navidad» —dijo Jack—. Es demasiado largo. Si te hubiese conservado,
yo no te habría llamado así. No es un nombre para todos los días.
—¿Y cómo me
habrías llamado? —preguntó el cerdito.
Jack
reflexionó un poco.
—A lo mejor…
Ito —contestó—. De «cerdito».
—Ito —repitió
el cerdito de Navidad—. Me gusta.
—Si quieres,
puedo pedirle a Holly que te llame así —dijo Jack, y bostezó.
—¿Qué quieres
decir? —Cuando te devuelva a ella.
—No lo
entiendo —volvió a decir el cerdito de Navidad.
—Me hiciste
prometer que, cuando regresáramos del Mundo de las Cosas Perdidas, te devolvería
a Holly, ¿no te acuerdas? —Ah, sí. Claro que me acuerdo.
Se quedaron
un rato callados, pero Jack sabía que el cerdito de Navidad no estaba dormido.
—Cuando volvamos
a casa, seguiremos viéndonos —le dijo Jack adormilado—. A lo mejor podemos
jugar todos juntos. Dito te caerá muy bien.
—Seguro que sí
—contestó el cerdito de Navidad—. Al fin y al cabo, somos hermanos.
—Sí. Al
principio no me daba cuenta, pero ahora veo que os parecéis mucho. ¿Crees que…?
—Jack bostezó—. ¿Crees que encontraremos a Dito pronto? —Seguro que sí —respondió
el cerdito de Navidad—. Siempre lo echarás de menos, de modo que debe de estar
en la Ciudad de las Añoradas. Es el único sitio donde nos falta buscar.
—Sí —dijo
Jack.
Estaba a
punto de quedarse dormido y casi se imaginaba que era con Dito, y no con Ito,
con quien estaba acurrucado. El cerdito de Navidad ya no olía a nuevo: después
de estar escondido en la fiambrera y de la larga caminata por el túnel hasta el
páramo, apestaba bastante.
—Me muero de
ganas de ver a Dito. Se llevará una sorpresa enorme cuando sepa que he venido
hasta aquí para rescatarlo, ¿verdad? —comentó Jack.
—Ya lo creo.
Ningún niño había hecho esto nunca por un juguete. ¡Jamás de los jamases! Jack
estaba a punto de quedarse dormido cuando volvió a oír las bolitas de relleno
de la barriga del cerdito de Navidad.
—¿Viene el
Perdedor? —preguntó en voz baja.
—No —respondió
el cerdito de Navidad—. No te preocupes. Duerme.
A Jack le
pareció oír que el cerdito se sorbía la nariz.
—¿Estás bien,
Ito? —Claro que sí… Y su respuesta fue un gran alivio para Jack porque, por un
instante, había creído que el cerdito de Navidad estaba llorando.
El sol
empezaba a ascender por el alto techo de madera que era el cielo del Mundo de
las Cosas Perdidas. Aunque sólo era un sol pintado, brillaba lo suficiente para
despertar a Jack, que estaba hecho un ovillo detrás de los cardos del páramo.
Había parado
de nevar, pero todavía hacía mucho frío. El Páramo de los Baladís, cubierto de
nieve, se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, y en
esa extensión inmensa solamente asomaban algunas matas de cardos agitadas por
aquel viento gélido. No había rastro de ninguna cosa, ni siquiera del cerdito
de Navidad.
Presa del pánico,
Jack se puso rápidamente en pie.
—¡Ito! ¡¿Dónde
estás?! —¡Tranquilo, estoy aquí! —le contestó el cerdito de Navidad, y
enseguida apareció—. He encontrado una cosa, ¡ven! Jack se acercó y el cerdito
de Navidad le dijo, señalando con una pata: —Mira, una vía de tren.
—¡Debe de
llevar a la Ciudad de las Añoradas! —Exacto —repuso el cerdito de Navidad—. Lo
malo es que, sin Brújula, no sé en qué dirección hay que ir.
Miraron a
ambos lados de la vía, pero no vieron nada que indicase en qué dirección se iba
a Dónde-lo-habré-metido y en cuál a la Ciudad de las Añoradas.
Entonces
oyeron un ruido a sus espaldas y dieron un respingo. Volvieron la cabeza y
vieron al conejito azul. Estaba más sucio que nunca, salvo en la parte del
enfangado pelaje por donde las lágrimas le habían resbalado dejando surcos.
—¡Sois
vosotros! —exclamó—. ¡Ay, cuánto me alegro de que el Perdedor no os haya
capturado! —Abrazó primero a Jack y luego al cerdito de Navidad, manchándolos a
ambos.
—Nosotros
también nos alegramos de que no te haya capturado a ti —dijo Jack.
—¿Dónde está
Brújula? —preguntó el conejito azul.
—No lo
sabemos —respondió el cerdito de Navidad—. Rodó tan rápido hacia la oscuridad
que no pudimos alcanzarla.
—¡Oh, no! —gimoteó
el conejito azul—. Espero que no la haya atrapado.
Y también
estoy muy preocupado por la Angelita Rota: me dijo que corriera y cuando miré
atrás ya no estaba. La he buscado toda la noche. Era mi mejor amiga. ¿Vosotros
la habéis visto? —No —mintió el cerdito de Navidad, y le lanzó una mirada de advertencia
a Jack—. Conejito, supongo que tú no sabes adónde lleva esta vía, ¿verdad? —No,
lo siento —contestó el conejito azul observando la vía del ferrocarril—. Pero
voy a contaros una cosa muy rara: cuando el tren viaja en esa dirección —señaló
hacia la parte del horizonte que todavía estaba oscura —, las Cosas que van
dentro están muy tristes. Y cuando viaja en esa otra — añadió señalando hacia
la parte del horizonte teñida de rojo y dorado, que era por donde había salido
el sol pintado—, las Cosas que van dentro están muy contentas.
Jack miró al
cerdito de Navidad y comprobó que estaba pensando exactamente lo mismo que él:
eso sólo podía significar que, cuando las cosas viajaban hacia el este, se dirigían
hacia la Ciudad de las Añoradas y no hacia Dónde-lo-habré-metido.
—Me parece
que vamos a dar un paseo en esta dirección —dijo el cerdito de Navidad, y echó
a andar por la vía del ferrocarril hacia el horizonte cada vez más iluminado.
—¿Os importa
que vaya con vosotros? —preguntó el conejito azul.
—Por supuesto
que no —respondió Jack amablemente, y el conejito los siguió dando saltos.
Caminaron
durante horas por la vía del ferrocarril hacia el horizonte; más allá sólo veían
el terreno rocoso cubierto de nieve y la vía que se extendía sin fin.
Jack miraba
constantemente hacia arriba, escudriñando el cielo pintado. El cerdito de
Navidad le había explicado que un día Allí Abajo equivalía a una hora en el
Mundo de los Vivos, y no paraba de pensar en la advertencia de la poesía: tenían
que salir del Mundo de las Cosas Perdidas antes de que la Nochebuena llegase a
su fin. La mera idea de quedar atrapado Allí Abajo para siempre, esperando a
que lo capturase el Perdedor, le daba pánico, pero estaba convencido de que, si
encontraba a Dito, él lo arreglaría todo como siempre había hecho, así que
siguió caminando tan deprisa como pudo por la vía del ferrocarril detrás del
cerdito de Navidad.
El sol
pintado en lo alto fue deslizándose por el cielo de madera y empezó a descender
hacia unas nubes muy oscuras, y al poco rato comenzó a nevar otra vez.
Por fin, el
cerdito de Navidad se detuvo. Se puso una pata en la frente, sobre los ojitos
negros, y murmuró: —¿Tú ves eso, Jack? ¿Eso… reluciente? Jack escudriñó el
horizonte. Y sí: él también vio brillar algo a lo lejos.
—¡Sí! ¿Será
el mar? —preguntó.
Siguieron
adelante y, poco después, vieron que tomaba forma el brumoso contorno de una
hermosa ciudad amurallada. Distinguieron torrecillas y campanarios, y el tejado
dorado de un edificio que parecía un palacio.
Por fin
llegaron lo suficientemente cerca para ver el portal dorado de la muralla de la
ciudad, que estaba decorado con los mismos grabados de enredaderas y flores que
la puerta dorada de Extraviadas. Allí, la vía del ferrocarril conectaba con
otra vía que llegaba desde otra dirección. Jack dedujo que aquella otra vía venía
directamente de Extraviadas y que por ella viajaban las cosas que habían pasado
por la puerta dorada.
El cerdito de
Navidad levantó una pata a modo de advertencia.
—¡Ajustadores
de Pérdidas! —dijo en voz baja.
Una daga, una
lima de uñas y un cascanueces de aspecto feroz montaban guardia ante el portal
de la muralla. Aquellos Ajustadores de Pérdidas llevaban el sombrero negro más
bonito que Jack jamás había visto: un casco alto adornado con largas plumas
negras y una «P» de oro macizo.
Jack, el
cerdito de Navidad y el conejito azul se escondieron detrás de otra mata de
cardos. La nieve iba acumulándose en su cabeza y sus hombros mientras
contemplaban el portal e intentaban pensar en un plan.
—A lo mejor —susurró
Jack—, si esperamos a que pase el tren, podemos saltar al último vagón, ¿no? —Irá
demasiado rápido —respondió el cerdito de Navidad—. Nos haríamos daño.
—Un momento. ¿Estáis
hablando de entrar en la ciudad? —preguntó el conejito azul, asombrado.
Jack asintió.
—Pero ¡no nos
dejarán! —exclamó el conejito azul—. ¡Somos Sobrantes! ¡No podemos ir a un
sitio tan bonito! ¡Allí sólo van las Cosas añoradas de verdad! —Ese portal no
tiene nada de especial —dijo el cerdito de Navidad sin prestarle atención al
conejito azul—. Es normal y corriente. El problema son los Ajustadores de Pérdidas:
en cuanto nos vean, nos capturarán y nos entregarán al Perdedor. Necesitaríamos
un señuelo.
—¿Qué pasa,
queréis entrar allí para vivir en una casa muy bonita o hay alguna otra razón? —les
preguntó el conejito azul.
—Hay otra razón
—respondió Jack antes de que el cerdito de Navidad pudiese impedírselo—. Allí
dentro está alguien a quien necesito. Se llama Dito y es mi muñeco preferido.
Jack y el
conejito azul se miraron a los ojos un momento, y entonces el conejito dio un
largo suspiro de sorpresa.
—Eres un niño
—susurró—. Eres de carne y hueso.
—Claro que no
—intervino el cerdito de Navidad, muerto de miedo—. Es una figura de acción, se
llama… —No pasa nada, Cerdito —lo interrumpió el conejito azul—. Te prometo que
no se lo contaré a nadie. ¿De verdad has venido hasta el Mundo de las Cosas
Perdidas para rescatar a tu juguete favorito? —le preguntó a Jack, y él asintió—.
Entonces, yo seré vuestro señuelo —se ofreció—. Será un honor.
Y, antes de
que Jack o el cerdito de Navidad pudiesen impedírselo, el conejito azul salió
de su escondite y fue brincando hasta donde estaban los Ajustadores de Pérdidas,
que dejaron de desfilar y se quedaron mirándolo.
—¡Hola! —los
saludó el conejito azul—. Quiero vivir en vuestra ciudad, ¿me dejáis entrar,
por favor? —No digas tonterías —dijo la daga con desdén, y amenazó con pinchar
al conejito azul, que se apartó un poco pero enseguida volvió a la carga.
—¡Por favor,
déjame entrar! ¡Sé hacer trucos! Intentó dar una voltereta, pero se cayó de
cabeza y se le chafaron las orejas. Los Ajustadores de Pérdidas se burlaron de él,
ni siquiera se molestaron en echarlo de allí.
Entonces se
oyeron unos fuertes golpes en lo alto. Todos miraron hacia arriba: Jack, el
cerdito de Navidad, el conejito azul y los Ajustadores de Pérdidas. Parecía
como si una pelota gigantesca estuviese rebotando por el alto cielo pintado.
Era la primera vez que Jack oía un ruido que provenía del Mundo de los Vivos.
Sobre el Páramo de los Baladís había muy pocos agujeros de encontrar, pero daba
la casualidad de que había uno justo encima de donde estaban ellos.
A continuación
se oyó la vocecilla de una niña a lo lejos. Tenía un acento que Jack no
reconoció.
—¡Se me ha
ido la pelota al otro lado del seto! ¡Está en el jardín de los vecinos! —Cuélate
por el seto y ve a buscarla, Jeanie —dijo una voz de mujer.
Jack, el
cerdito de Navidad, los Ajustadores de Pérdidas y el conejito azul siguieron
contemplando el gran agujero que había en el cielo de madera, por el que ahora
resonaban unos pasos. Entonces volvieron al oír la voz de la niña, que esta vez
sonó más fuerte y más clara.
—¡Ha caído
encima de un macizo de flores! Menos mal que los vecinos no están en casa.
De pronto,
apareció un haz de luz dorada y cayó de lleno sobre el conejito azul, que se
quedó paralizado y con la boca abierta. Un destello de esperanza apareció en
sus negros ojitos.
—¡Mamá! —exclamó
la niña—. ¡He encontrado un conejito! ¡Hay un conejito azul en el macizo de
flores! El mugriento conejito se despegó un poco del suelo, pues aquella luz dorada
tiraba de él hacia arriba. Miró alrededor maravillado, sin poder creer lo que estaba
sucediendo.
—¡Déjalo
donde está, Jeanie! —dijo la madre desde las alturas—. ¡Debe de ser de los
hijos de los vecinos! —¡Seguro que lleva mucho tiempo aquí! —respondió la voz
de la niña—.
¡Está todo
manchado de barro! El conejito azul siguió ascendiendo por el haz de luz dorada
y quedó suspendido en el aire. Los tres Ajustadores de Pérdidas, cuya misión
era vigilar aquel portal, estaban perplejos. Avanzaron un poco para ver mejor
el agujero de encontrar, pues querían saber cómo era aquella niña tan rara que quería
quedarse un conejito azul lleno de barro.
—¡Mamá, debe
de llevar semanas aquí fuera, seguro que no lo quieren! Por favor, ¿puedo…? —No,
Jeanie. No es tuyo, es de esos niños —zanjó la madre.
El
cascanueces, la lima de uñas y la daga se habían colocado justo debajo del
conejito flotante sin poder creer que una cosa tan sucia y tan mal hecha tuviese
la suerte de que la quisieran.
—Ahora, Jack —susurró
el cerdito de Navidad—. ¡Corre! —Pero… —¡Es nuestra única oportunidad! —dijo el
cerdito—. ¡Podemos cruzar el portal aprovechando que los Ajustadores de Pérdidas
están mirando al Conejito! Así que Jack se levantó poco a poco y echó a correr
hacia aquella puerta reluciente. El cerdito de Navidad lo siguió sujetándose la
barriga.
El conejito
seguía suspendido en el haz de luz dorada, entre el Mundo de los Vivos y el
Mundo de las Cosas Perdidas, y los Ajustadores de Pérdidas seguían debajo,
boquiabiertos y mirando hacia arriba.
—Por favor,
mamá —insistió la niña—. Por favor, deja que me lo quede.
Lo lavaremos
y se lo enseñaremos a los niños, y si ellos lo quieren se lo devolveré.
—¡Ellos no me
querrán! —gritó desesperado el conejito azul—. ¡Quédate conmigo, por favor! ¡Quiero
que me lleves a tu casa! Pero, evidentemente, ni la niña ni su madre lo oyeron.
—¡Mira qué
carita tan dulce tiene, mamá! —siguió diciendo la niña.
Jack oyó un débil
«clic» detrás de él: el cerdito de Navidad había abierto el portal dorado. Jack
se coló por la abertura, pero siguió mirando hacia atrás para ver qué le pasaba
al conejito.
—Vaaale —cedió
la madre entre risueña y exasperada—. ¡Espero que no nos estropee la lavadora! Y
de repente, con un fuerte ¡zas!, el conejito azul acabó de subir, pasó rápidamente
por el agujero y desapareció del Mundo de las Cosas Perdidas.
Pero justo
antes de desaparecer le dijo adiós a Jack con una patita mugrienta.
La expresión
de su cara era de absoluta felicidad.
Al otro lado
del portal no había calles, sólo un canal bordeado por unas casas muy altas y
bonitas con balcones de hierro forjado. Varias góndolas vacías flotaban
amarradas a un poste de rayas que sobresalía de las aguas verdosas; los copos
de nieve les caían encima y salpicaban el agua. La que estaba más cerca tenía
una manta de terciopelo azul oscuro doblada en el asiento.
—¡Tú primero!
—le dijo el cerdito de Navidad a Jack—. ¡Sube a esa barca y escóndete debajo de
la manta! Jack obedeció: se tumbó en el fondo de la góndola y se tapó con
aquella gruesa manta de terciopelo que seguramente estaba allí para que los
pasajeros se abrigaran. Entonces notó que la embarcación se zarandeaba: era el
cerdito de Navidad, que también subió a bordo y se metió debajo de la manta, a
su lado. Se acurrucaron el uno contra el otro, confiando en que nadie se fijara
en que había unos bultos debajo del terciopelo.
—Caramba —oyó
Jack que decía uno de los Ajustadores de Pérdidas.
—¡Para que
veas! —dijo otro.
—¡Mira que
encontrar a un conejito tan mugriento! —dijo el tercero.
—¿Cuándo fue
la última vez que visteis salvarse a algún Sobrante? —Hace muchísimos años.
—Yo ya lo he
dicho otras veces y no me cansaré de repetirlo —intervino la primera voz—: los
niños son muy raros. ¿Cómo se explica que a esa cría le guste un muñeco
asqueroso que llevaba una eternidad en el barro? —Se oyó un silbido lejano—. Ahí
viene, puntual, el tren de Extraviadas.
Jack se quedó
muy quieto, acurrucado junto al cerdito de Navidad y escuchando los resoplidos
del tren, que cada vez estaba más cerca. Al poco rato, el ruido ya era
ensordecedor. Entonces, con un fuerte silbido y un fuerte chirrido de frenos,
el tren se detuvo. Oyeron abrirse las puertas, y luego el portal de la muralla,
y a continuación las voces de muchas cosas que exclamaban admiradas al ver las
bonitas góndolas que esperaban para trasladarlas al centro de la ciudad.
—¡Bienvenidas,
bienvenidas! —gritaban los Ajustadores de Pérdidas—.
Por aquí, señor…
Cuidado con el escalón, eminencia… Quizá preferiría una góndola para usted
sola, alteza… Jack nunca había oído a los Ajustadores de Pérdidas tratar a las
cosas con tanto respeto. Entonces, él y el cerdito notaron que la góndola se
balanceaba de nuevo: alguna cosa había subido y se había sentado en el asiento.
Sintieron un fuerte calor a través de la manta de terciopelo, como si la cosa
que había subido a la góndola estuviera ardiendo. No sabían qué podía ser.
—¿Quiere
esto, alteza? —oyeron que decía el cascanueces, y se agarraron el uno al otro
aterrorizados, pues creyeron que en cualquier momento alguien levantaría la
manta de terciopelo bajo la que se habían escondido.
—No, gracias,
nunca tengo frío —respondió una voz femenina.
Oyeron crujir
algunas góndolas más, y algunos «Cuidado con esto, señoría», y entonces un
Ajustador de Pérdidas gritó desde lo que debía de ser la góndola que iba en
cabeza: —Alteza, eminencia, señoría, excelencia, damas y caballeros, ¡bienvenidos
a la Ciudad de las Añoradas! ¡Por favor, permanezcan sentados durante este
breve paseo! ¡Pronto enseñaremos a cada uno su nueva casa! —Tenemos que pensar
cómo vamos a salir de aquí cuando nos hayamos adentrado un poco más en la
ciudad —susurró el cerdito de Navidad al oído de Jack en cuanto la góndola se
puso en movimiento.
—Podríamos
tirarnos al agua cuando no mire nadie —respondió él.
—¿Y la Cosa
que se ha sentado en nuestra góndola? Seguro que nos ve y da la voz de alarma.
—No sé qué
es, pero está muy caliente —dijo Jack.
—Es verdad.
Parece una brasa ardiente. Me extraña que la góndola no se haya… De repente
tiraron de la manta de terciopelo. Durante unos terroríficos instantes, Jack ni
siquiera vio nada porque la góndola estaba llena de una intensa luz dorada que
lo deslumbraba. Parecía que el sol se hubiese sentado a su lado.
—No soy
ninguna brasa ardiente —dijo la voz femenina que habían oído antes y que provenía
del mismísimo centro de aquella luz cegadora. Era tan intensa que Jack tuvo que
cerrar los ojos, aunque siguió viéndola a través de los párpados—. Soy la
Felicidad.
—¿La
Felicidad? —repitió Jack.
—Sí —contestó
ella—. Y ahora, levantaos y disfrutad del paisaje. ¡Esta ciudad es preciosa! —No
podemos levantarnos —dijo Jack en voz baja. Intentó abrir los ojos para mirar a
la felicidad, pero volvieron a llorarle—. Nosotros… no deberíamos estar aquí.
—Ya me lo he
imaginado —respondió ella—, pero mientras estéis cerca de mí nadie os verá
porque brillo demasiado. ¡Levantaos para que podamos disfrutar juntos del
trayecto! Jack y el cerdito de Navidad se sentaron en el asiento que estaba
enfrente de la felicidad. El calor que ésta desprendía era maravilloso y
reconfortante después de tantas horas caminando por el páramo nevado. No podían
verla directamente, pero sí contemplar los alrededores que iluminaba con su luz.
La Ciudad de
las Añoradas no se parecía a nada de lo que habían visto hasta el momento en el
Mundo de las Cosas Perdidas. Las casas de ambas orillas del canal tenían unos
escalones que descendían hasta el agua. Estaba anocheciendo, y unas guirnaldas
navideñas de luces plateadas pendían sobre sus cabezas. A lo lejos se oía un
coro que cantaba villancicos. Sobre la Ciudad de las Añoradas había muchos más
agujeros de encontrar que en el Páramo de los Baladís, y Jack se alegró de
verlos. Cuando encontrasen a Dito, lo tendrían muy fácil para volver a subir al
Mundo de los Vivos.
Las góndolas
se deslizaron por debajo de un puente de piedra por el que en ese momento
pasaba un grueso reloj de bolsillo de plata cuyo reflejo brillaba como una luna
en la superficie del agua. Un reluciente collar de esmeraldas saludó a los recién
llegados agitando su cierre desde una ventana, y un soberano de oro destelló
desde la puerta de su casa. Jack estiró el cuello y miró a un lado y a otro,
pero no vio juguetes por ninguna parte, ni tampoco a Dito. Sin embargo, había
otras cosas casi tan extrañas y magníficas como la felicidad.
—¿Qué son? —le
preguntó Jack al cerdito de Navidad al ver pasar, en la dirección opuesta, otra
góndola donde iban un largo rollo de papel con muchas cifras impresas y un
trono dorado. Esas dos cosas tan extrañas iban hablando en voz baja.
—El rollo de
papel es una Fortuna Perdida —explicó la felicidad tras volverse para mirar—.
Algún humano rico de Allí Arriba ha perdido todo su dinero. La Fortuna Perdida
está hablando con un Reino Perdido.
Seguramente,
hace mucho tiempo un monarca del Mundo de los Vivos perdió su trono.
Los ojos de
Jack estaban acostumbrándose al intenso brillo de la felicidad, y descubrió
que, si la miraba de reojo, alcanzaba a distinguir la figura de una mujer
sonriente en medio de aquella luz cegadora.
—¿Cómo te perdiste?
—le preguntó con timidez.
—Por falta de
cuidado —suspiró la felicidad—. Mi dueña es actriz. Es atractiva y tiene un
gran talento, pero no se portaba bien con sus seres queridos ni era tan
trabajadora como debería haber sido, aunque le encantaba su trabajo. Sus dones
le procuraron amigos y éxito, pero los perdió por culpa de su pereza y su egoísmo,
y ahora, lamentablemente, también me ha perdido a mí.
—¿Y cómo te
recuperará? —le preguntó el cerdito de Navidad.
—Será difícil
—respondió la felicidad— porque no me está buscando donde debería y, como no
está acostumbrada a reconocer sus errores, me temo que me quedaré mucho tiempo
en la Ciudad de las Añoradas. ¡Quizá para siempre! ¿Y vosotros? ¿Vais a
contarme qué hacéis aquí? —continuó la felicidad—. ¿O es un secreto? —Es un
secreto —respondió el cerdito de Navidad antes de que pudiese hacerlo Jack.
—Ya me lo ha
parecido. En ese caso —dijo la felicidad bajando la voz—, quizá deberíais
marcharos. Veo que estamos reduciendo la velocidad, pero brillaré más intensamente
para que no os vean.
Jack y el
cerdito de Navidad miraron alrededor. La felicidad tenía razón: las góndolas ya
no avanzaban tan deprisa.
—Vamos —le
dijo Jack al cerdito de Navidad, y se armó de valor para meterse en las frías
aguas del canal—, tenemos que saltar por la borda.
—¡Buena
suerte! —les deseó la felicidad.
Jack y el
cerdito de Navidad descendieron con mucho cuidado por la borda, se metieron en
las aguas heladas y se soltaron de la barca, que siguió adelante. La felicidad
brillaba más que nunca, y por eso nadie los vio marchar.
Jadeando de
frío, Jack consiguió nadar hasta unos escalones por los que se subía a la
orilla del canal. Sin embargo, cuando miró atrás, lo único que vio del cerdito
de Navidad fue su morro, que apenas asomaba a la superficie. ¡El cerdito se
estaba ahogando! Jack nadó hasta el cerdito de Navidad justo a tiempo para
impedir que se hundiera del todo y desapareciera para siempre. Entonces lo
sujetó con un solo brazo y, pataleando con fuerza, consiguió arrastrarlo por el
agua hasta los escalones de piedra.
—Gracias,
Jack —dijo el cerdito de Navidad con voz entrecortada. Estaba empapado y el
agua había teñido de verde su cuerpo de tela de toalla—. ¡Qué bien nadas! A mí
esto no me ha gustado nada —añadió, y se estrujó hasta quedar en medio de un
charquito.
—¿Por qué no
me has dicho que no sabías nadar? —le preguntó Jack.
Temblaba de
pies a cabeza y, para colmo, se había puesto a nevar otra vez.
—Porque no
sabía que no sabía nadar hasta que he empezado a hundirme —respondió el cerdito
de Navidad—, y entonces me ha entrado agua en la boca y no podía llamarte. —Después
de retorcerse las orejas, que se le quedaron un poco torcidas, agregó—: Vamos,
tenemos que encontrar a Dito.
Al menos,
haberse metido en el canal tenía la ventaja de que las bolitas de la barriga se
le habían pegado unas a otras y ya no hacían tanto ruido como antes.
Echaron a
andar por las estrechas calles de la Ciudad de las Añoradas. Los callejones,
adoquinados y flanqueados por casas preciosas, eran tan bonitos como los
canales. En las puertas colgaban chispeantes coronas navideñas, y detrás de las
ventanas se veían árboles de Navidad iluminados con velas. Jack y el cerdito de
Navidad se cruzaron con unas cuantas cosas al atravesar varias plazas en
penumbra y cubiertas de nieve, pero ninguna sintió curiosidad por saber quiénes
eran. Un espléndido broche de diamantes con forma de unicornio los saludó
educadamente antes de entrar en su casa, y un libro hermosísimo con las tapas repujadas
en oro agitó distraídamente sus páginas al pasar a su lado; sin embargo, igual
que en Dónde-lo-habré-metido, a Jack le preocupó no cruzarse con ningún juguete.
—¿Crees que a
los juguetes los llevan a otra parte de la ciudad? —le preguntó al cerdito de
Navidad.
—Podría ser.
Esta ciudad parece más grande que las otras. Pero creo que ya nos estamos
acercando al sitio donde cantan villancicos.
—Sí —dijo
Jack, que todavía temblaba después del chapuzón en el canal —. ¿Qué puede ser? ¿Una
fiesta? —Quizá —contestó el cerdito de Navidad. Entrecerró los ojos y volvió la
cabeza. Luego pareció que iba a decir algo, pero en el último momento cambió de
idea—. Vamos a ver si descubrimos dónde están los juguetes.
Siguieron
adelante, pero, cuanto más se adentraban en la ciudad, más claro tenía Jack que
no estaban solos. Dos veces miró atrás y no vio nada, pero la tercera vez le
pareció ver que algo se escondía detrás de una esquina.
—¿Has visto
eso, Ito? —susurró.
—Sí —respondió
el cerdito de Navidad, que había mirado hacia atrás en el mismo momento que
Jack—. Hace rato que tengo la sensación de que nos siguen. Quizá sería más
seguro que nos mezcláramos con la multitud. A ver si encontramos a esos
cantantes. Vamos, deprisa.
Se
apresuraron hacia el lugar donde sonaban villancicos y al cabo de unos minutos
se encontraron en un soportal que daba a una gran plaza. Era preciosa y estaba
adornada con brillantes guirnaldas de luz plateada, igual que los canales. Un
coro de instrumentos cantaba en una esquina. Todos (desde las trompas y los
violines hasta las flautas y las tubas) tenían voz humana, y Jack nunca había oído
cantar unos villancicos tan bonitos. Durante unos segundos, se olvidó del frío
que tenía con el pijama empapado y se quedó admirando maravillado aquel
escenario y aquellas voces.
La plaza
estaba enfrente de un enorme palacio blanco con el tejado dorado y ventanas en
arco. Dos Ajustadores de Pérdidas flanqueaban la puerta: un sacapuntas y un
mazo que, como los Ajustadores de Pérdidas que custodiaban el portal de la
muralla, llevaban sendos sombreros negros con un largo penacho de plumas también
negras.
A lo largo de
toda la fachada del palacio había un balcón, y Jack vio a varias cosas allí de
pie, escuchando el coro de instrumentos. Todas desprendían luz, igual que la
felicidad. Una era roja, otra verde y varias de color azul. Jack estaba
demasiado lejos para distinguir qué aspecto tenían las figuras que había en el
centro de cada una de aquellas luces de colores, pero alcanzaba a ver que tenían
forma de persona y pensó que debían de ser muy importantes, pues de otro modo
no vivirían en el palacio del tejado dorado.
Por otra
parte, justo delante de donde estaban Jack y el cerdito de Navidad había un
nutrido grupo de cosas apiñadas bajo la nieve que proyectaban sombras alargadas
bajo la luz del atardecer. Todo parecía indicar que estaban observando algún
tipo de actuación que se desarrollaba en el centro de la plaza.
—Vamos a
escondernos entre esa muchedumbre —propuso el cerdito de Navidad, y volvió a
mirar hacia atrás—. ¡Pon atención, por si ves a Dito! Ninguno de los dos vio a
la figura tapada con una capa negra que salió de detrás de una columna de mármol
y empezó a seguirlos.
Entraron en
la plaza. Jack iba dejando pisadas en la nieve con sus pies descalzos y
congelados, y el cerdito de Navidad, unas marcas redondas con sus patas.
Lograron
colarse entre la multitud sin llamar la atención y enseguida descubrieron qué
era lo que estaban mirando aquellas cosas.
Se trataba de
un espectáculo cuyos intérpretes eran transparentes y tenían forma humana,
igual que Paripé. Un bufón hacía juegos malabares y daba volteretas hacia atrás,
y un hombrecillo con largos bigotes hacía girar unos platos sobre unos largos
palos. Un cocinero lanzaba tortitas al aire y las atrapaba, mientras una
bailarina giraba enlazando una pirueta tras otra. Un anciano formaba
complicados nudos con un trozo de cuerda y otro hacía trucos de cartas.
—¿Qué serán? —le
preguntó Jack en voz alta a un smartphone nuevo que estaba a su lado.
—Son
Habilidades Perdidas —respondió el teléfono—. Truquitos que saben hacer los
humanos, pero que acaban olvidando con la edad, porque sufren alguna lesión o
porque dejan de practicar.
—¿Y no pueden
recuperarlas? —preguntó Jack.
—A veces sí —dijo
el teléfono—. Ayer, un Truco de Magia muy interesante subió de repente al Mundo
de los Vivos mientras lo estábamos observando. Nos llevamos un chasco porque no
había terminado. Siempre nos da mucha pena que se recuperen Habilidades
Perdidas porque todas las noches actúan para nosotros, aunque ellas sólo son
las teloneras. ¡A ver quién es el Talento de hoy! Y tal cual: las habilidades
perdidas saludaron a la muchedumbre que las aplaudía con entusiasmo y salieron
de la plaza corriendo, brincando, dando volteretas y piruetas hasta perderse de
vista.
Entonces una
dama muy corpulenta y transparente ataviada con un vestido de pedrería entró
muy decidida y se colocó en el centro de la plaza.
—Vaya, no has
tenido suerte. Confiaba en que fuese una de nuestras Historias porque todas son
muy entretenidas, pero es una Voz.
La voz inspiró
hondo y empezó a cantar en un idioma que Jack no entendía. Su canción rebotaba
en los arcos de piedra de los soportales y en la fachada del palacio, y era tan
potente que a Jack enseguida empezaron a zumbarle los oídos. Supuso que aquella
voz debía de tener un gran talento, a juzgar por el modo en que las joyas y los
libros lujosos suspiraban con admiración, pero el teléfono se inclinó hacia él
y le dijo: —La perdió una cantante de ópera Allí Arriba. A mí la ópera no me entusiasma.
Creo que me voy a casa.
Y se marchó
dando saltitos. A Jack le habría gustado seguirlo porque temía que le
estallaran los tímpanos, pero en ese momento otra cosa le susurró: —Perdona, ¿sois
vosotros los que estáis buscando a un cerdito de tela de toalla? Jack se dio rápidamente
la vuelta y se encontró ante una extraña figura encapuchada. Llevaba una capa
negra que la tapaba de la cabeza a los pies, aunque por debajo de la capucha y
del dobladillo se escapaba una luz violeta.
El cerdito de
Navidad se había tapado las orejas con las patas, pero, al ver que Jack se volvía,
él hizo otro tanto. Cuando vio a la figura encapuchada, se destapó las orejas y
cogió a Jack por el brazo, dispuesto a salir huyendo.
—No os asustéis
—dijo una voz femenina que salía de debajo de la capa —. Me ha enviado a
buscaros alguien que no quiere haceros ningún daño.
—¿Ha sido la
Felicidad? —preguntó Jack.
—Sí, ha sido
ella —confirmó la misteriosa mujer—, pero os pido que no se lo digáis a nadie
para no causarle problemas. Si llega a saberse que una Cosa os ha ayudado, el
Perdedor podría comérsela. Habéis provocado mucha inquietud. Seguidme y os lo
explicaré.
El cerdito de
Navidad no parecía muy convencido, pero de todas formas la siguieron y se
alejaron de la voz y de la muchedumbre. Una vez protegidos bajo la sombra del
soportal, la misteriosa mujer se retiró la capucha.
Desprendía
una luz muy brillante, igual que la felicidad, pero la suya era violeta en
lugar de dorada y no producía calor. Parecía mayor que la felicidad y su rostro
no transmitía tanta bondad.
—¿Sabes dónde
está Dito? —le preguntó Jack.
—Me temo que
no —contestó la mujer—, pero el rey sí lo sabe. Su majestad os invita a los dos
a cenar en su palacio, donde se os explicará todo.
—¿A qué rey
te refieres? —preguntó el cerdito de Navidad con desconfianza—. Aquí Abajo
gobierna el Perdedor. Eso lo sabe todo el mundo.
—Es verdad
que el Perdedor tiene el control —contestó la dama violeta —, pero en la Ciudad
de las Añoradas también hay una familia real. Yo soy la embajadora de su
majestad. Si de verdad queréis encontrar a vuestro cerdito, él es el único que
puede ayudaros. Creía que, al menos, os alegraríais de que os dieran cobijo —añadió
porque a Jack le castañeteaban los dientes y el cerdito de Navidad todavía
rezumaba un agua verdosa.
—Sí, no me
vendría nada mal calentarme un poco —admitió Jack, pero el cerdito de Navidad
seguía sin confiar en aquel enigmático personaje.
—¿Nos
disculpas un momento? —le dijo a la dama violeta.
—Por supuesto
—respondió ella, aunque no parecía muy complacida.
—Ya sé que no
es muy simpática, pero si la ha enviado la Felicidad tiene que ser buena —le
murmuró Jack al oído cuando se hubieron alejado un poco.
Le costaba
hacerse oír porque la voz seguía resonando por la plaza, pero al menos así la
dama violeta no podría oír lo que le dijera al cerdito—. ¡Dito podría estar en
el palacio! ¡Como lo quiero tanto, a lo mejor lo han dejado vivir allí! ¡A lo
mejor ahora es miembro de la realeza! —No lo creo —repuso el cerdito de
Navidad. El frío aire nocturno le estaba congelando poco a poco el empapado
morro—. Nunca había oído hablar de que Aquí Abajo viviese ningún rey, sólo del
Perdedor. ¿Y cómo sabe esa dama a quién estamos buscando? ¡A la Felicidad no le
hemos dicho que buscábamos a Dito! —Supongo que se habrá extendido el rumor —dijo
Jack—. Acuérdate de que les pregunté por él al sheriff Gaff y a la pieza de ajedrez.
—No sé, esto
no me gusta nada —volvió a decir el cerdito—. A mí me huele a chamusquina.
—¡Es la
primera vez que alguien nos dice que sabe dónde está Dito! — insistió Jack, que
estaba empezando a enfadarse—. ¡Ya oíste lo que dijo Poesía! ¡Tenemos que
encontrarlo antes del día de Navidad o los tres quedaremos atrapados aquí y ya
no podré llevarme a Dito a casa! ¡No nos queda mucho tiempo! —Y, como el
cerdito de Navidad no contestaba, añadió —: Vale, no vengas. ¡Iré yo solo! Y,
dicho esto, se dio la vuelta y echó a andar muy decidido hacia la dama violeta,
que resplandecía bajo el soportal como una llama de color púrpura.
Jack oyó las
bolitas de la barriga del cerdito de Navidad detrás de él y supo que había
decidido acompañarlo.
Cuando le
comunicaron a la dama violeta que estaban dispuestos a seguirla, ella compuso
una breve sonrisa que reveló unos dientes bastante afilados y, a continuación,
los guió hacia el palacio. El viento hacía ondular tras ella su capa negra.
—¿Qué vamos a
hacer para que los Ajustadores de Pérdidas nos dejen pasar? —preguntó Jack
cuando vio que ya estaban cerca de la puerta dorada del palacio.
—Ah, no os
preocupéis por eso —respondió la dama violeta, y sonrió con altanería—. Aquí,
en la Ciudad de las Añoradas, los Ajustadores de Pérdidas obedecen al rey, y yo
soy la representante de su majestad. ¡Buenas noches! — les dijo con solemnidad
al sacapuntas y al mazo, que saludaron inclinando la cabeza y abrieron cada uno
una hoja de la puerta. La cabeza del mazo era tan pesada que estuvo a punto de
dar una voltereta, pero se salvó agarrándose al picaporte.
—Buenas
noches, excelencia —dijeron los dos.
En cuanto
cruzaron el umbral del palacio, una calidez maravillosa envolvió a Jack y al
cerdito de Navidad. Se encontraron sobre una gruesa moqueta roja, suave y
agradable que los pies doloridos y congelados de Jack agradecieron enormemente.
Había dos chimeneas de mármol encendidas, una a cada lado de una magnífica
escalera con pasamano dorado. Al pie de la escalera estaban los pendientes de
diamante que habían conocido en Extraviadas; por lo visto, ahora trabajaban de
doncellas, porque cogieron la capa negra de la dama violeta, saludaron con una
reverencia y desaparecieron por una puerta.
—Por aquí —indicó
la dama violeta, y empezó a subir la escalera.
—¿Podemos
preguntarle su nombre, excelencia? —dijo el cerdito de Navidad mientras la seguían,
imitando el tratamiento que había oído emplear a los Ajustadores de Pérdidas.
Como se había quitado la capa, la dama llenaba el vestíbulo con su luz violeta.
Alta y delgada, los miró desde arriba y respondió: —Me llamo Ambición.
—¿Cómo puede
ser que alguien pierda su ambición? —se preguntó Jack en voz alta.
—Siendo estúpido
—contestó la dama con frialdad—. Mi dueña y yo hicimos grandes cosas juntas.
Ella es política, o mejor dicho lo era. Sufrió un pequeño revés: perdió una
votación intrascendente. Pero ¡eso no debería haberle importado! —gritó la
ambición. Se paró en seco y Jack estuvo a punto de chocar con ella. Lanzaba
chispas por los ojos, lo que le daba un aire aterrador—. ¡Habríamos podido
recuperarnos de aquel contratiempo y alcanzar juntas cumbres mucho más
elevadas! Pero ¡no, ella simplemente me perdió! —Agitó un puño señalando el
agujero de encontrar del techo—. ¡Era una persona débil y sin fuerza de
voluntad! Por lo visto, al oír resonar sus propias palabras en las paredes de mármol,
la ambición se dio cuenta de que estaba perdiendo los papeles e inspiró hondo varias
veces.
—Os pido perdón
—dijo con rigidez—. Ya llevo unos años viviendo aquí, en el palacio, esperando
a que mi dueña vuelva a encontrarme, y a veces temo que ese día nunca llegue… ¡En
fin! Nada de esto os ayudará a encontrar al cerdito.
Volvió a
subir la escalera. Jack y el cerdito de Navidad titubearon un segundo, se
miraron y finalmente la siguieron. Jack se dio cuenta de que después de
aquellas palabras el cerdito de Navidad desconfiaba aún más de la ambición, y
la verdad es que él también tenía miedo. Sin embargo, como no quería irse del
palacio, intentó poner buena cara y aparentar que no estaba preocupado.
En lo alto de
la escalera encontraron otra puerta de doble hoja que dos cuchillos de pescado
de oro macizo mantenían abierta.
—Excelencia —murmuraron
respetuosamente mientras la ambición pasaba a su lado. Jack y el cerdito de
Navidad la siguieron, y los relucientes cuchillos los observaron con curiosidad.
Entraron en
una estancia con columnas y espejos dorados, aún más espectacular que el vestíbulo.
En el techo abovedado estaban pintadas las tres ciudades del Mundo de las Cosas
Perdidas: las casuchas de madera de Desechables, los bonitos chalets con el
tejado cubierto de nieve de Dónde-lohabré- metido y las elegantes casas y los
canales de la Ciudad de las Añoradas.
Debajo había
una larga mesa iluminada por velas con suficientes platos de oro y copas de
cristal para servir a quince cosas. En la cabecera había un gran trono dorado
que en ese momento estaba vacío.
Frente a otra
chimenea, rodeado de un halo de luz verde esmeralda, había un joven muy
atractivo que estaba examinándose en el espejo de encima de la repisa. Parecía
muy satisfecho con lo que veía.
—Buenas
noches —dijo sin apartar la vista de su reflejo, pero girando la cabeza a un
lado y a otro para verse de perfil.
—Ése es la
Belleza —dijo la ambición refiriéndose al hombre de la luz verde—, y ese de ahí
—añadió señalando a un halo de luz naranja en cuyo centro había un joven con la
cara redonda y sonriente— es el Optimismo.
Ellos os
entretendrán mientras yo voy a anunciarle a su majestad que han llegado sus
invitados.
La ambición
salió de la estancia, y Jack y el cerdito de Navidad se quedaron muy cohibidos
y avergonzados de su desaliñado aspecto en medio de tanto esplendor. Aun así,
en cuanto los cuchillos de pescado de oro cerraron la puerta por la que había
salido la ambición, el optimismo se acercó a ellos dando saltitos y con una
sonrisa de oreja a oreja. Tenía unos ojos redondos e inocentes y, al igual que
la felicidad, desprendía una agradable calidez. Tras estrecharle la mano a Jack
y la pata al cerdito de Navidad, exclamó: —¡Cuánto me alegro de conoceros! ¡Sois
unas Cosas maravillosas! ¡Es como si os conociera de toda la vida! ¡Seamos
amigos íntimos! —Hola —repuso Jack con timidez.
—He oído
decir que estáis buscando a un viejo cerdito de tela de toalla — dijo el
optimismo, que no paraba de brincar sin moverse del sitio.
—Así es —dijo
Jack.
—¡Estoy segurísimo
de que lo encontraréis! ¡Todo saldrá bien, ya lo veréis! ¡Y el rey os va a
encantar! Es una Cosa muy buena. —La sonrisa del optimismo flaqueó brevemente,
pero enseguida volvió a sonreír con más entusiasmo que nunca—. ¡Bueno, en el
fondo, claro! —Pero ¿es que a mí no me va a mirar nadie? —preguntó la belleza, indignada;
dejó de contemplarse en el espejo, se volvió y miró a Jack y al cerdito de
Navidad.
—Ah, sí,
claro —respondió el cerdito de Navidad—. Eres muy guapo.
—Lamento no
poder decir lo mismo de vosotros —dijo la belleza con una sonrisita de
suficiencia mientras miraba de arriba abajo al zarrapastroso cerdito de Navidad
y los pies mugrientos y descalzos y el pijama lleno de barro de Jack—. ¡Vuestra
belleza también debe de estar por Aquí Abajo, en algún sitio! ¿O acaso no la
habéis perdido porque nunca la tuvisteis? Tras hacer ese comentario tan
grosero, siguió mirándose en el espejo.
Entonces se
abrió una puerta al fondo de la estancia y entró una esfera luminosa de color añil.
Por un instante, Jack creyó que se trataba del rey, pero cuando la luz se acercó
un poco más vio en el centro a una mujer muy anciana que caminaba arrastrando
los pies.
—Buenas
noches —los saludó con una vocecilla quebrada.
—Buenas
noches —respondió el cerdito de Navidad.
—Ésta es la
Memoria —anunció el optimismo.
La memoria se
quedó un momento mirando al cerdito de Navidad con los ojos entrecerrados y
dijo: —Hace ochenta y cinco años, mi dueña tenía un cerdito, pero el suyo era una
hucha de porcelana. En los lados tenía pintadas unas florecitas azules y mi dueña
guardaba la calderilla dentro. Un domingo por la tarde, hace ochenta y cuatro años,
la hermana pequeña de mi dueña, Amelia Louise…
—Memoria —la
interrumpió la belleza dando un bostezo—, esa historia no le interesa a nadie.
A nadie le importa.
—¡Qué va,
estoy seguro de que es una historia estupenda! —intervino el optimismo sin
dejar de sonreír. Jack se preguntó cómo podía sonreír tanto rato seguido sin
que le doliese la cara.
—Amelia
Louise rompió el cerdito de las florecitas azules… —Ya nos lo has contado como
mínimo mil veces —protestó la belleza mientras la memoria seguía farfullando.
Entonces
volvió a abrirse la puerta del fondo y entraron seis esferas de reluciente luz
azul. Dentro de cada una había un hombre idéntico, y todos eran bajitos,
elegantes y circunspectos. Jack, que cada vez estaba más confundido, pensó que
no todos podían ser el rey.
—Buenas
noches —dijeron los seis hombres azules. Hablaban con una única voz con la que
taparon la de la memoria, que sin embargo siguió murmurando su historia sobre
el cerdito hucha—. Somos los Principios.
Inclinaron la
cabeza los seis a la vez, y Jack, que no sabía qué hacer, también los saludó
con una inclinación. El cerdito de Navidad lo imitó y las bolitas de su
barriga, que con el calor del fuego de la chimenea se habían ido secando,
hicieron un poco de ruido.
—¿No os había
ordenado el rey que os quedarais en vuestros aposentos? —preguntó la belleza
mirando con gesto ceñudo a los principios a través del espejo.
—Tras valorar
concienzudamente la orden de su majestad —dijeron los principios, todos a la
vez igual que antes—, hemos decidido que quedarnos en nuestros aposentos iría
contra nosotros mismos.
Jack le susurró al oído al cerdito de Navidad: —¿Qué son «principios»? Los principios debieron de oírlo, porque contestaron los seis a la vez: —Somos las Cosas que hacen que los humanos se comporten con honradez y decencia. Nuestro dueño, un empresario, nos fue perdiendo uno a uno mientras iba en busca de riquezas. Ahora es un acaudalado delincuente.
Le gusta
tener mucho dinero, pero es muy desgraciado porque sabe que lo querían y
respetaban más cuando todavía nos tenía. Por desgracia, los Principios perdidos
son de las Cosas más difíciles de recuperar, de modo que es muy probable que
nos quedemos a vivir aquí para siempre. Por eso hemos aceptado un nuevo empleo:
procuramos que el rey no se desvíe del camino de la virtud.
—¿Y el rey os
pide ayuda muy a menudo? —les preguntó el cerdito de Navidad.
Pero, antes
de que los principios pudiesen contestar, sonó una ruidosa fanfarria y se abrió
la puerta que tenían detrás.
Toda la sala
se llenó de una luz escarlata que se reflejaba en las copas de cristal y teñía
la vajilla de un color rojo sangre. La figura carmesí que brillaba en el umbral
hacía que incluso la luz de la ambición, que había entrado detrás de ella,
pareciera débil.
La belleza,
el optimismo y los principios saludaron con una inclinación de cabeza, y Jack y
el cerdito de Navidad los imitaron, mientras que la memoria hizo una profunda
reverencia y se calló por fin.
—Os presento
al Poder, nuestro rey —dijo la ambición con orgullo dirigiéndose a Jack y al
cerdito de Navidad—. Majestad, éstas son las dos Cosas que estabais esperando:
las que buscan al cerdito perdido.
Jack entornó
los ojos y consiguió ver la figura que proyectaba aquella luz roja. Era un
hombre alto y de aspecto fiero con gesto avinagrado y mandíbula prominente.
—Bienvenidos —dijo
con voz atronadora—. ¿Qué os parece mi ciudad? ¿Os gusta? —Es muy bonita,
majestad —respondió el cerdito de Navidad. Jack estaba tan asustado que no pudo
articular ni una sola palabra.
—¿Bonita? —dijo
el poder; parecía contrariado—. Hay muchos sitios bonitos. Considero que mi
ciudad es magnífica, estupenda, ¡SUBLIME! Al pronunciar la última palabra gritó
tan fuerte que todos dieron un respingo.
—¡Sí, todo
eso también! —exclamó el cerdito de Navidad.
El poder miró
a los principios.
—¿No os HE
DICHO —les gritó— que os quedarais en vuestros APOSENTOS? —Quedarnos en
nuestros aposentos iría contra nosotros mismos — repitieron los principios al
unísono, como siempre.
El poder
apretó sus enormes puños y rechinó los dientes. Jack y el cerdito de Navidad
dieron un paso atrás.
—Majestad —murmuró
la ambición, y apoyó una mano en el grueso brazo del poder—, os ruego que
recordéis nuestro objetivo.
Al parecer,
aquellas palabras de la ambición hicieron que el poder se controlase y dejara
de gritarles a los principios.
—Tienes razón,
Ambición. ¡SENTAOS! —bramó el rey. Fue hasta la cabecera de la mesa y tomó
asiento en el trono.
Jack se sentó
entre el cerdito de Navidad y la belleza, que ahora se admiraba en el dorso de
una cuchara reluciente. El optimismo se sentó enfrente de Jack y siguió
sonriendo de oreja a oreja.
—¡No hay
ninguna razón para estar nerviosos! —exclamó—. ¡Estoy convencido de que todo
saldrá a las mil maravillas! —Excelente —gruñó el poder en respuesta a algo que
la ambición acababa de decirle al oído. Incluso cuando hablaba sin gritar, su
voz era tan fuerte que hacía temblar los cubiertos—. ¿Y la puerta está cerrada
con llave? —La cerrarán los sirvientes tras comprobar que ella ya se ha
acostado — aseguró la ambición—. Respecto a la otra… bueno, me temo que no he logrado
encontrarla. Ya sabéis, majestad, que siempre revolotea hasta los rincones más
sucios, donde no se metería ninguna Cosa decente. Ordené a los Ajustadores de Pérdidas
que la caza… bueno, que la buscaran —se corrigió, y miró de reojo a Jack—, pero
lamentablemente no lo han conseguido.
Jack dedujo
que el poder y la ambición estaban hablando de las dos cosas que deberían haber
ocupado los dos asientos que quedaban libres en la mesa, pero estaba demasiado
asustado para hacer preguntas.
Entonces el
poder dio dos palmadas con sus manos gigantescas y, de inmediato, una procesión
de cosas entró presurosamente por la puerta del servicio llevando un surtido de
platos realmente extraño.
Había un
caramelo de menta del tamaño de la cabeza de Jack, unas cuantas patatas fritas
gigantescas, un trozo de pastel de cumpleaños que parecía una almohada,
palomitas de maíz grandes como coliflores, y el mayor de todos: un adorno de árbol
navideño de chocolate envuelto con papel de aluminio de colores y con forma de
Papá Noel. Las pinzas para azucarillos que lo llevaban tuvieron que hacer un
gran esfuerzo para levantarlo y ponerlo encima de la mesa.
—Aquí sólo
hay comida perdida, por supuesto —le explicó el rey a Jack con su voz resonante
desde el extremo de la mesa, y las cosas que les habían servido salieron
apresuradamente de la sala—. Nosotras, las Cosas, no necesitamos comer, pero tú
sí debes de tener hambre —añadió fulminándolo con la mirada— ¡porque ERES UN NIÑO
DE CARNE Y HUESO! En cuanto el poder gritó las palabras «niño de carne y hueso»,
se oyeron unos fuertes ruidos metálicos en los dos extremos de la sala, y Jack
comprendió que los sirvientes que acababan de salir habían cerrado las puertas
con llave.
—Nos temíamos
algo parecido —murmuraron los principios, todos a la vez.
—No es de
carne y hueso —mintió el cerdito de Navidad con una vocecilla aguda—. ¡Es un muñeco
articulado! ¡Una figura de acción! —Exacto —confirmó Jack, que tenía la boca
seca—. Soy el Niño Pijama y mis poderes son el sueño y la fantasía.
—¡Tiene su
propio tebeo! —añadió el cerdito de Navidad.
—Nosotros
desaprobamos la mentira —dijeron los principios a una.
—Hace ochenta
años —intervino la memoria—, a Amelia Louise, la hermana menor de mi dueña, la
descubrieron mintiendo cuando… —¡SILENCIO! —gritó el poder, y golpeó la mesa
con un puño enorme.
Una copa de
cristal se volcó y se rompió. La memoria se quedó callada.
Entonces el
poder se levantó (la luz roja que emitía era más intensa y oscura que antes), y
todas las cosas que estaban sentadas alrededor de la mesa lo miraron con
nerviosismo, excepto la ambición, que volvía a lanzar chispas por los ojos y
sonreía mostrando sus dientes puntiagudos.
—¿SABES por
qué estoy AQUÍ —preguntó el poder con su voz atronadora mirando fijamente a
Jack—, en el Mundo de las Cosas perdidas?
—No —respondió
él casi sin voz.
Por debajo de
la mesa, el cerdito de Navidad estiró una pata para cogerle la mano a Jack.
—¡Mi dueño —siguió
el poder, y empezó a pasearse por la sala— me perdió porque no supo aplastar a
sus ENEMIGOS hasta aniquilarlos! — añadió golpeándose la palma de una mano con
el puño de la otra.
»¡Los dos
juntos gobernábamos TODO UN PAÍS! ¡Para conservarme, mi dueño mantenía AL
PUEBLO —al pronunciar esa palabra, el poder arrugó la cara en un gesto de asco
y odio— en su sitio, es decir, DE RODILLAS! — Sus ojos, rojos y ardientes,
parecían a punto de salirse de las órbitas—. Pero ¡ENTONCES —continuó—, un niño
como TÚ se atrevió a DESAFIAR a mi dueño en PÚBLICO! ¡Y ese NIÑO —berreó— le
dio AL PUEBLO valor para REBELARSE! El poder gritaba cada vez más fuerte.
—¡Y POR ESO
ACABÉ AQUÍ, EN EL MUNDO DE LAS COSAS PERDIDAS! —Poder, querido —intervino la
belleza—, deja ya de vociferar, ¿quieres? Aparte de que haces mucho ruido, no sé
si sabes que cuando gritas te pones feísimo.
—Y por eso
nos has hecho venir aquí con engaños, ¿verdad? Para vengarte de los niños de
carne y hueso —dijo el cerdito de Navidad, que seguía apretándole la mano a
Jack por debajo de la mesa.
—¡Por
supuesto que no! —dijo la ambición con tono de burla—. ¡A nosotros no nos
interesa vengarnos de unos seres insignificantes! ¡Nuestro objetivo es hacer lo
que haga falta para subir más alto, para obtener más prestigio, para conseguir
mayores logros…! —¡Para aumentar nuestro PODER! —rugió el rey—. Sabemos qué es
lo que buscáis: a un tal Dito… —¡Sí! ¿Dónde está? —preguntó Jack, desesperado—.
¿Lo sabéis? —¡PUES CLARO QUE LO SÉ! —gritó el poder—. PERO ¡NUNCA LO ENCONTRARÁS,
NUNCA, PORQUE VOY A ENTREGARTE AL PERDEDOR! ¡A CAMBIO, ÉL ME RECOMPENSARÁ Y CON
MI REINA, AMBICIÓN, GOBERNARÉ EN TERRITORIOS AÚN MÁS EXTENSOS HASTA QUE MI
PODER RIVALICE CON EL SUYO! —Calmaos, majestad, calmaos —rogó la ambición, y
volvió a posar una mano huesuda en el brazo del poder—. No olvidéis que para
proceder necesitamos votar —y añadió dirigiéndose a la belleza, el optimismo,
la memoria y los principios—: Si le entregamos a estos dos al Perdedor, tal vez
obtengamos algo a cambio. Quizá un palacio más grande con más espejos. — Le
lanzó una mirada a la belleza—. O quizá se comprometa a permanecer fuera de las
murallas de la ciudad. ¡Quizá incluso nos permita decidir quién entra en la
Ciudad de las Añoradas y quién no! De vez en cuando llega alguna Cosa que no
está a nuestra altura. Seguro que todos os acordáis de aquella fachosa Poesía y
del vulgar e inaguantable Paripé. ¿Qué votas tú, Belleza? —Verás, tengo la
impresión de que esto va a acabar en pelea —respondió la belleza levantándose
de la mesa—, y yo nunca me peleo: sale uno muy despeinado y, si la cosa va en
serio, hasta se puede perder algún diente. Me voy a la cama. Podéis votar sin mí.
—No vas a ir
a ningún sitio —gruñó el poder—. Las puertas están cerradas con llave. Vota o
seré yo quien te haga saltar los dientes. ¿Quieres entregar a estos dos al
Perdedor, sí o no? —Bueno, si eso va a significar más espejos, sí —suspiró la
belleza y volvió a sentarse. Cogió la cuchara y se puso de nuevo a admirar su
reflejo.
—Memoria,
querida —dijo la ambición—, estoy segura de que tú estarás de acuerdo en que
entreguemos a estos fugitivos al Perdedor.
—Hace sesenta
y nueve años —contestó la memoria con su vocecilla quebrada—, mi dueña y su
hermana Amelia Louise fueron a ver una película titulada El fugitivo … —Concéntrate, Memoria —la
interrumpió la ambición—. Estamos haciendo una votación. ¿Debemos entregar al
niño y al cerdito al Perdedor, sí o no? La anciana que desprendía luz de color
añil se volvió y miró a Jack y al cerdito de Navidad. Tras un largo silencio,
finalmente votó.
—No. A ellos
no les molesta que hurgue en mis recuerdos. Me caen bien.
—Gracias,
Memoria —dijo en voz baja el cerdito de Navidad, que seguía agarrándole la mano
a Jack por debajo de la mesa.
—¿Y tú,
Optimismo? —preguntó el poder.
—¡Les he
prometido que todo saldría bien! —recordó el optimismo. Le temblaban un poco
los labios—. ¡Les he dicho que eres bueno y amable, Poder! —¡VOTA! —bramó el
poder.
—Bueno, pues
voto que no —dijo el optimismo con un pequeño sollozo —. Pero ¡estoy seguro de que,
en el fondo, Poder, muy muy en el fondo, eres un poquito bondadoso y que,
cuando hayas reflexionado, cambiarás de idea y los dejarás vivir en el palacio
con nosotros!
—¡CÁLLATE! —rugió
el poder—. ¿Y vosotros, Principios? ¿Os dais cuenta de que estos dos han
incumplido las leyes del Mundo de las Cosas Perdidas? ¡Está prohibido que los
seres vivos entren aquí! —Cierto —respondieron los principios hablando todos a
la vez, como era habitual—. Nosotros censuramos la infracción de las leyes.
—Entonces, ¿votáis
«sí»? —preguntó la ambición con impaciencia. Pero, antes de que los principios
pudiesen contestar, se oyeron otra serie de ruiditos metálicos y una voz habló
desde el fondo de la sala.
—¿Se puede
saber por qué me han encerrado en mi habitación? Un fuerte resplandor dorado
inundó la sala cuando la felicidad entró por la puerta.
—Yo… creía
que necesitaríais un descanso después de un viaje tan largo, alteza —dijo la
ambición con nerviosismo, e hizo una reverencia mientras la felicidad avanzaba
proyectando su luz dorada en todas direcciones—. He pensado que no querríais
que os molestáramos con este asunto tan tedioso la misma noche de vuestra
llegada.
—¿Cómo HAS
SALIDO? —le preguntó el poder—. ¿Y cómo has conseguido atravesar ESA PUERTA? —La
he abierto yo —intervino otra voz—. Sabes perfectamente que no existe ningún
candado capaz de contenerme, Poder.
Jack no había
visto a la otra cosa que había entrado en la sala porque el resplandor de la
felicidad lo había cegado momentáneamente, pero entonces distinguió a una mujer
tan alta como la ambición, aunque mucho más robusta.
Era muy
hermosa, pero la luz de color rosa claro que desprendía no brillaba tanto como
la de las otras cosas de la corte. A diferencia de ellas, tenía alas; no unas
alas rígidas de plástico dorado como las de la angelita rota a la que se habían
encontrado en el páramo, sino enormes y recubiertas de plumas blancas con
matices de un rosa intenso. Avanzaba arrastrándolas por el suelo como la cola
de un vestido de novia.
—Me alegro
mucho de volver a veros —les dijo la felicidad a Jack y al cerdito de Navidad
con una gran sonrisa en los labios, y añadió mirando a su acompañante—: Os
presento a mi amiga, la Esperanza.
La dama rosa
también les sonrió, y ellos, pese a que estaban aterrorizados, le devolvieron
la sonrisa. La esperanza y la felicidad se sentaron a la mesa en las dos sillas
que quedaban libres.
—Hemos oído
que estáis votando si debemos entregarle a nuestros invitados al Perdedor —afirmó
la felicidad—. Podéis continuar. Será un placer participar en la votación.
—Muy bien —dijo
la ambición—. Este niño de carne y hueso y este cerdito han incumplido la ley
al perseguir un objetivo imposible. Todos sabemos que la única forma de que una
Cosa perdida regrese al Mundo de los Vivos es que la encuentren Allí Arriba, y
como a Dito nunca van a poder encontrarlo Allí Arriba… —¿Y por qué no? —preguntó
Jack.
—Porque un
camión lo atropelló en la autopista —respondió la ambición, esbozando una
sonrisa cruel—. Lo único que queda de tu Dito en el Mundo de los Vivos son unas
cuantas bolitas de plástico y un poco de pelusa. Y, como ya no pueden
encontrarlo, se quedará aquí con nosotros para siempre.
—No —dijo
Jack casi sin voz—. No me lo creo. No puede ser.
Pero, nada más
decirlo, se acordó de su abuelo mirando a su abuela y negando con la cabeza
disimuladamente cuando había vuelto a entrar en el coche después de buscar a
Dito por la calzada de la autopista.
—Sí que
puedes recuperarlo —aseguró el cerdito de Navidad con fiereza y sin soltarle la
mano a Jack—. Te lo prometo, Jack, puedes salvar a Dito.
—Así se
habla, Cerdito —dijo la esperanza—. La Ambición no ha tenido en cuenta qué
noche es hoy Allí Arriba. —Miró al rey y continuó—: Estos dos valientes han
venido al Mundo de las Cosas Perdidas con la esperanza de lograr lo imposible,
y esta noche, la noche de los milagros y los casos perdidos, tienen una
oportunidad.
—Una
oportunidad muy merecida —añadió la felicidad—. Yo voto en contra de entregárselos
al Perdedor.
—Y yo —dijo
la esperanza.
—Entonces —intervino
la ambición, y volvió a posar una mano en el brazo del poder porque su ira
estaba a punto de estallar de nuevo—, tenemos tres votos a favor de entregárselos
al Perdedor y cuatro en contra. Los Principios tienen la última palabra. —Se
volvió hacia los seis hombrecillos azules idénticos—. ¿Estáis de acuerdo en que
estos dos han incumplido la ley? —Sí —dijeron los principios al unísono.
—Pero ¡entregarle
un niño de carne y hueso al Perdedor sería asesinato, y ése es el crimen más
grave que existe! —gritó el cerdito de Navidad.
—Eso también
es cierto —repusieron los principios a la vez.
—¡Yo sólo
quiero recuperar a Dito! —exclamó Jack, desesperado—.
¡Nunca he
querido hacerle daño a nadie! —¿Qué votáis, Principios? —preguntó la ambición
ignorando a Jack—.
¿Qué debería
pasarles a los mentirosos y a los infractores que desobedecen las leyes
ancestrales del Mundo de las Cosas Perdidas? Sean cuales sean sus razones, ¿no
estáis de acuerdo en que debemos entregárselos al Perdedor para que él los
castigue como crea conveniente? —Sí —dijeron tres principios, pero los otros
contestaron—: No.
—¡Siete a
seis: hemos ganado nosotros! —le susurró Jack al cerdito de Navidad, pero justo
entonces el poder se puso en pie.
—¡PUES YO
VOTO QUE LOS VOTOS NO CUENTAN! —rugió enseñando los dientes y apretando los puños,
y de un manotazo tiró el gigantesco caramelo de menta al suelo. Sin soltar la
cuchara que utilizaba como espejo, la belleza resbaló poco a poco por la silla
hasta desaparecer debajo de la mesa. La memoria, por su parte, empezó a
mascullar algo sobre Amelia Louise, pero nadie oyó lo que decía porque entonces
el poder gritó—: ¡AJUSTADORES DE PÉRDIDAS! ¡LLEVADLE ESTAS COSAS AL PERDEDOR!
En cuanto el
poder pronunció esas palabras, las dos puertas en sendos extremos de la sala se
abrieron de golpe y, con gran estrépito, irrumpió el grupo de Ajustadores de Pérdidas
más numeroso que Jack había visto desde su llegada a Extraviadas. Vio
maquinillas de afeitar, tijeras, tenazas y cuchillos; alicates, cinceles y
aquel mazo enorme, y todos llevaban el sombrero negro con plumas de los
guardianes del palacio. Jack y el cerdito de Navidad se levantaron
inmediatamente de la silla, Jack cogió unas palomitas de maíz para arrojárselas,
y el cerdito de Navidad levantó el caramelo de menta gigantesco.
—¡APRESADLOS!
—gritó el poder. Por un momento, Jack tuvo la certeza de que iban a detenerlos
y a llevarlos a la Guarida del Perdedor, y de que nunca volvería a ver ni a su
madre ni a Dito.
Pero se llevó
una sorpresa: lo rodeó un brazo fuerte y caliente, oyó un intenso aleteo y de
pronto notó que se levantaba del suelo, por encima del estruendo que hacían
todas aquellas cosas metálicas. La esperanza había cogido a Jack con un brazo y
al cerdito de Navidad con el otro y volaba con sus inmensas alas por la sala
mientras el poder, furioso, no paraba de gritar.
La felicidad
aumentó la intensidad de su luz cegadora para aturdir a las cosas que los
perseguían y la esperanza salió por una de las puertas de doble hoja y echó a
volar por un pasillo oscuro.
—¿Adónde
vamos? —le preguntó Jack aferrándose fuertemente a sus vigorosos brazos
mientras los Ajustadores de Pérdidas los perseguían con gran estrépito.
—A buscar a
Dito —contestó la esperanza—. No tengo permiso para entrar en el sitio donde
vive: allí sólo admiten a las Cosas más valiosas del Mundo de las Cosas
Perdidas, pero puedo llevarte casi hasta el final; el último tramo tendrás que
hacerlo solo. ¡Arranca ese tapiz de la pared! —añadió, y Jack estiró el brazo y
tiró de una esquina del tapiz. La gruesa tela se desprendió y ondeó detrás de
ellos; pesaba tanto que Jack tenía que emplear todas sus fuerzas para
sujetarla, y entorpecía un poco su avance.
De todas
formas, los gritos de los Ajustadores de Pérdidas se oían cada vez más lejos y,
por un momento, creyó que habían conseguido escapar, pero la esperanza subió
volando por una escalera de caracol con el tapiz en su estela y de pronto se
encontraron frente a una puerta cerrada.
De nuevo
parecía que no tenían escapatoria, pero la esperanza no se detuvo; planeó hacia
la puerta y los cerrojos se descorrieron solos. La puerta se abrió de par en
par y salieron volando al exterior, donde seguía nevando.
—¡Rápido! —dijo
la esperanza posándose sobre el tejado dorado del palacio y depositando a Jack
y al cerdito de Navidad en el suelo—. Envolveos en el tapiz para que pueda
llevaros mejor. Hace frío y estáis mojados.
Jack y el
cerdito de Navidad la obedecieron; entonces la esperanza volvió a desplegar sus
poderosas alas, sujetó las esquinas del tapiz y echó a volar de nuevo.
Acurrucado en
aquella hamaca improvisada, Jack oía los gritos de rabia de los Ajustadores de
Pérdidas, que habían subido a toda prisa al tejado detrás de ellos, y los
gritos del poder: «¡VUELVE! ¡TRÁELOS AQUÍ INMEDIATAMENTE!».
Pero la
esperanza siguió volando y el sonido de aquellos gritos fue apagándose hasta
extinguirse por completo. Ya sólo se oía el batir de las anchas y poderosas
alas de la esperanza.
Aunque el
tapiz tenía mucho polvo, allí dentro Jack y el cerdito de Navidad iban cómodamente
acurrucados el uno contra el otro. Jack, en particular, agradecía que el
cerdito de Navidad lo envolviera con sus patitas tras su peligrosa huida y ni
siquiera le molestaba que oliera a las aguas estancadas del canal.
Una vez a
salvo, Jack se dio cuenta de que por fin iba a reunirse con Dito, y se sintió
tan emocionado que abrazó con más fuerza al cerdito de Navidad.
—¡Casi lo
hemos conseguido! —exclamó—. ¡He pasado tanto miedo! ¿Tú no? —Sí, muchísimo —confesó
el cerdito de Navidad—. Tenemos que darle las gracias a la Esperanza. Sin ella,
ahora mismo iríamos camino de la Guarida del Perdedor.
—Es verdad —reconoció
Jack. Subió la voz y dijo—: ¡Muchas gracias, Esperanza! —De nada —repuso ella—.
¿Vais cómodos? —Sí, mucho —respondió Jack.
—¿Seguro que
no pesamos demasiado? —preguntó el cerdito de Navidad.
—No, qué va.
He llevado a Cosas mucho más pesadas que vosotros.
—¿Cómo te
perdieron, Esperanza? —preguntó Jack.
—Me temo que
es una historia triste —contestó ella por encima del aleteo de sus alas—. Mi
dueña está en la cárcel.
—¡¿En la cárcel?!
—exclamó Jack—. ¿Y por qué? ¿Qué hizo? —Nada malo —respondió la esperanza—.
Todo lo contrario: protestó contra un gobernante muy parecido al Poder y ese
gobernante se enfureció y la encarceló con la excusa de que había desobedecido
la ley. El juez no se atrevió a llevarle la contraria y por eso ahora mi dueña
comparte una celda con otras diez reclusas; apenas les dan de comer y casi no
tienen espacio donde tumbarse.
—¡Eso es
terrible! —dijo Jack.
—Sí —coincidió
la esperanza—. De momento, ella no puede imaginar que su situación vaya a
mejorar porque la han condenado a veinte años de cárcel. A mí me perdió en
cuanto oyó que le habían impuesto una pena tan larga, pero volverá a
encontrarme, y antes de lo que ella cree.
—¿Cómo lo
sabes? —preguntó Jack.
—Porque tiene
una familia maravillosa y muchos amigos fuera de la prisión —contestó la
esperanza—. Cuando sepa que todos se están esforzando muchísimo para liberarla,
me encontrará otra vez, y entonces la ayudaré a soportar la situación, por muy
espantosa que sea. Ya sé que no brillo con tanta intensidad como mi amiga la
Felicidad, pero mi llama no se apaga tan fácilmente.
Jack y el
cerdito de Navidad se mecieron con suavidad en el tapiz mientras la esperanza
seguía surcando el cielo. Jack pronto empezó a tener mucho sueño. Al cabo de un
rato creyó oír un sonido nuevo, parecido a la respiración de una gran bestia
dormida, y notó un olor que le resultaba vagamente familiar. Se retorció un
poco, se asomó por el borde del tapiz y vio el mar, que estaba tan oscuro como
el cielo nocturno. Seguía nevando, pero las alas de la esperanza, grandes y
blancas, se reflejaban en el agua.
—¿Adónde
vamos, Esperanza? —preguntó Jack.
—A la Isla de
los Bienamados —contestó la esperanza—. Muy pocas Cosas del continente saben
que existe. Las Cosas realmente queridas nunca salen de la isla y por eso las
Cosas de las ciudades nunca las ven. Yo, en cambio, sé que la isla está allí
porque la he sobrevolado. Pero ahora duérmete, porque el viaje es largo. Ya te
despertaré cuando llegue el momento de que sigas tu camino solo. ¡Lo has hecho
muy bien y podrás cumplir tu misión antes del día de Navidad! ¡Creo que volverás
a casa como mínimo una hora antes de la medianoche! Así que Jack volvió a
ponerse cómodo dentro del tapiz, cerró los ojos y apretó su cara contra la del
cerdito de Navidad.
—¡Cuando
pienso en las mentiras que nos ha dicho la Ambición, para que me creyera que
nunca podría recuperar a Dito! —murmuró junto a la oreja empapada del cerdito
de Navidad—. Quiero darte las gracias, Ito. Sin ti jamás habría podido
recuperar a Dito.
—De nada —respondió
el cerdito de Navidad con una voz extrañamente apagada—. Duérmete. Ya has oído
a la Esperanza: todavía nos queda un buen trecho.
Jack cerró
los ojos, volvió a estrujar al cerdito de Navidad, notó las bolitas de relleno
de su barriga y aspiró su apestoso y agradable olor. Cuando ya estaba a punto
de conciliar el sueño, notó un sabor a sal en los labios y pensó que debía de
estar soñando con el mar que se extendía allí abajo, lejos de donde ellos
volaban.
Transcurridas
varias horas, Jack despertó al oír que la esperanza lo llamaba.
—Estamos
llegando, prepárate —le dijo—. Me temo que vas a mojarte, pero ya no puedo
llevarte más lejos.
Jack casi no
podía abrir los ojos porque la luz que entraba por los extremos del tapiz era
tan cegadora como la de la felicidad. El tapiz se había calentado y su pijama
volvía a estar completamente seco. Hasta notaba los pies calientes. Entonces se
fijó en que habían llegado a un sitio donde el sol brillaba con gran intensidad.
—¿Preparado? —dijo
la esperanza—. Saca los pies primero: no hay mucha altura, estoy volando tan
bajo como puedo.
—¡Vamos, Ito!
—exclamó Jack.
—Tú primero —repuso
el cerdito de Navidad.
Jack pensó
que le daba miedo saltar porque no sabía nadar, así que le dijo: —¡Yo te estaré
esperando cuando caigas al agua, Ito, no te preocupes! Jack avanzó retorciéndose
hasta un extremo de la hamaca de tapiz. El olor a mar era mucho más intenso que
antes, y notaba el calor del sol en los pies desnudos. Inspiró hondo, se dio
impulso y saltó.
Tal como le
había prometido la esperanza, la caída fue breve, y al cabo de unos segundos se
encontró en un mar de aguas transparentes como el cristal y cálidas como la de
una bañera que sólo lo cubrían hasta las rodillas. Miró alrededor y vio una
isla preciosa y una playa de arena blanca con palmeras que se mecían
suavemente. El cielo, de color azul violáceo, estaba despejado y salpicado de
numerosos agujeros de encontrar, y allí, corriendo por la playa hacia él, a la
cabeza de una multitud de juguetes viejos e impacientes por saber quién había
llegado, estaba Dito.
—¡Dito! —gritó
Jack, y se echó a reír y a llorar a la vez—. ¡Dito, soy yo! Dito estaba
exactamente igual que siempre: gris, con las orejas torcidas y dos botones en
lugar de ojos. Bajaba por la playa hacia el mar con una gran sonrisa en la cara
y gruesos lagrimones de alegría rodando por las mejillas.
Jack corrió a
su encuentro con los brazos abiertos y, cuando finalmente llegó hasta donde
estaba, lo abrazó más fuerte de lo que ningún niño ha abrazado jamás a su muñeco
de peluche y aspiró su olor a cama, a jardín y un poquito a la fragancia de la
colonia de mamá que todavía quedaba en el sitio donde ella lo besaba cuando iba
a darles las buenas noches a los dos.
—¡Te he
encontrado, Dito! ¡Te he encontrado! —exclamó Jack entre sollozos, y un
centenar de juguetes viejos y maltrechos se pusieron a lanzar vítores y a
aplaudir con las manos, las patas y los cascos mientras un frailecillo que
pasaba volando por ahí daba una voltereta en el aire—. ¡Ya está todo arreglado!
Holly te tiró por la ventanilla y yo me enfadé muchísimo: sabía que estabas
solo en la autopista y no podía soportarlo. Me puse a gritar y destrocé mi
habitación… —Ya lo sé, Jack, ya lo sé —dijo Dito mientras le daba palmaditas en
la espalda—. Pero no pasa nada. ¡Ya me has encontrado! ¡Ven a mi casa! Le puso
una vieja y gastada pata sobre los hombros y lo acompañó hasta la orilla, donde
todas las cosas bienamadas seguían aplaudiéndolos.
—Ahora vivo
aquí —dijo señalando una casita de playa amarilla— con alguien a quien también
conoces.
Entonces,
para sorpresa de Jack, el ángel de tubo de papel higiénico saludó desde la
ventana con una gran sonrisa en su rostro barbudo.
Por dentro,
la casita de la playa era amplia y luminosa. Las ventanas ofrecían una vista
maravillosa del mar y las palmeras.
—Pero ¡qué
bonito es esto, Dito! —comentó Jack.
—Sí, ¿verdad?
¿Y te acuerdas de nuestro viejo amigo el Ángel de Tubo de Papel Higiénico? —¡Sí!
—respondió Jack—. Pero yo creía… ¡yo creía que te había comido Toby! —Es que me comió —explicó
el ángel de tubo de papel higiénico, que tenía una preciosa voz cantarina—. Me
hizo añicos. Lo único que queda de mí Allí Arriba es un poco de lana que, si te
fijas, encontrarás debajo de tu segundo paquete más grande.
—Pero… no lo
entiendo —dijo Jack—. ¡Estás aquí! —Sí, mi parte Vivificada está aquí —confirmó
el ángel de tubo de papel higiénico—. Tu mamá me quería tanto que tengo permiso
para vivir eternamente en la Isla de los Bienamados.
—Pero
entonces… —volvió a decir Jack, y miró a Dito. Acababa de ocurrírsele una idea
horrible—. ¿Significa eso que…? ¡La Ambición me ha dicho que a ti te atropelló
un camión, Dito! —Me temo… me temo que es así, Jack —contestó Dito con
serenidad—.
Tu abuelo se
arriesgó mucho Allí Arriba para tratar de rescatarme, pero entonces vino un
camión y me pasó por encima. Tu abuelo vio cómo me destrozaba. Lo único que
queda de mí en el Mundo de los Vivos son unas cuantas bolitas y un trozo de
tela sucia.
—Pero ¡si estás
aquí! —dijo Jack—. ¡Puedo tocarte! ¡Puedo sentirte y olerte! —Sí —respondió
Dito. Llevó a Jack hasta un sofá con tapizado de rayas y se sentó a su lado—.
Te lo debo a ti porque me querías muchísimo. Yo ya conocía esta isla. Cuando se
pierden, las Cosas a las que sus dueños aman de verdad caen directamente en la
Isla de los Bienamados. ¡Ni siquiera tenemos que pasar por Extraviadas! Hace años
que tengo amigos aquí porque… —Los botones que Dito tenía en lugar de ojos
centellearon—. Bueno, porque me perdías bastante a menudo, Jack.
—¿Y aquí
nunca viene el Perdedor? —preguntó Jack.
—No, nunca.
Tiene absolutamente prohibido pisar esta isla, y aunque viniera no podría
hacernos daño. El amor de nuestros humanos nos ha hecho inmortales.
—Pero si
aquel camión te destrozó cuando te atropelló, ¿cómo voy a llevarte a casa? ¡Ito
me prometió que podría recuperarte! Entonces Dito y el ángel de tubo de papel
higiénico se miraron muy serios.
—Bueno, mi
hermano tiene razón… —dijo Dito—. Es verdad: si quieres, puedes llevarme al
Mundo de los Vivos esta noche. Todavía es Nochebuena, la noche de los milagros
y los casos perdidos. Sin embargo… —¡Lo hemos conseguido, Ito! —gritó Jack, y
se volvió para ver al cerdito de Navidad.
Pero el
cerdito de Navidad no estaba allí.
—¿Ito? ¿Dónde
se ha metido? —preguntó Jack mirando alrededor. Entonces se levantó del sofá y
corrió hasta la ventana—. Ha saltado al mar detrás de mí, ¿no? ¡Oh, no! —exclamó—.
Dime que no se ha ahogado, por favor. ¡El agua no era muy profunda, creí que no
le pasaría nada! Ahora que lo pensaba, no había oído el chapuzón del cerdito de
Navidad al caer al agua: se había emocionado tanto al ver a Dito en la playa
que se había olvidado de él. Miró por la ventana y divisó algo en el cielo,
algo parecido a un pájaro gigantesco que se alejaba volando de la isla: era la esperanza,
que regresaba al continente. Y… todavía llevaba colgando el tapiz con un bulto
dentro.
—El cerdito
de Navidad no puede entrar aquí, Jack —explicó el ángel de tubo de papel higiénico
con su voz cantarina—. Aquí sólo vienen las Cosas a las que sus dueños quieren
muchísimo en el Mundo de los Vivos.
—Pero ¿por qué
se ha ido? —preguntó Jack, y de pronto sintió miedo—.
Tengo que
llevármelo a casa. ¡Le prometí que se lo daría a Holly! —Jack —dijo Dito, y
volvió a ponerle una pata sobre los hombros—, mi hermano ya sabía que no podría
regresar al Mundo de los Vivos contigo.
Ahora que mi
cuerpo ha quedado destrozado Allí Arriba, sólo puedo irme del Mundo de las
Cosas Perdidas si otro juguete idéntico a mí me sustituye. El cerdito de
Navidad decidió ocupar mi lugar. Todas las Cosas sabemos que funciona así, pero
jamás había oído que ninguna Cosa lo hubiera hecho voluntariamente.
—Pero ¿por qué
lo ha hecho? —murmuró Jack—. ¿Por qué? —Porque quiere hacerte feliz —contestó
Dito.
—No puede ser
—dijo Jack casi sin voz—. Lo tiré contra el armario. Lo pisoteé. Intenté
arrancarle la cabeza.
—Pero él
entendía por qué hacías todo eso —continuó Dito—. Era un Sustituto, y los
Sustitutos, una vez Vivificados, entienden a su dueño desde el primer momento. Él
ya sabe todo lo que yo sé sobre ti y siempre te ha querido tanto como yo.
—Pero… pero ¿por
qué no me lo ha dicho? —preguntó Jack, y se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¡Me
aseguró que volvería conmigo! ¡Me hizo prometer que se lo daría a Holly! —Te
mintió porque no quería hacerte sufrir, pero ya lo tenía todo planeado —dijo
Dito—. Es un cerdito humilde: conocía tus sentimientos desde el principio y sabía
que nunca significaría para ti lo mismo que yo. Por eso decidió sacrificarse,
porque, para él, tu felicidad era más importante que la suya.
—¡Debería habérmelo
dicho! —exclamó Jack. Tenía un nudo duro como un hueso de melocotón en la
garganta—. ¡Yo creía que podríamos volver todos juntos a casa! ¡Creía que una
vez allí podríamos seguir viéndonos! ¿Qué va a hacer cuando vuelva al
continente? —Irá al páramo —dijo Dito—. Si yo quedo libre, el cerdito de
Navidad debe sustituirme en el Mundo de las Cosas Perdidas, y como ha
desobedecido la ley no una vez, sino muchas, cualquier Cosa que lo ayude se
arriesga a que el Perdedor se la coma. Ito siempre ha sabido que, para
salvarme, tendría que entregarse al Perdedor. Me temo… me temo que su tiempo se
acaba.
Jack volvió a
mirar por la ventana con los ojos llorosos. La esperanza ya sólo era un punto
diminuto en el horizonte.
—¡Debería habérmelo
dicho! —repitió Jack, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas—. ¡Lo que ha
hecho no es justo! Se acordó de los focos del Perdedor barriendo el páramo y de
aquella terrible historia que le había contado el cerdito de Navidad, y sintió
un escalofrío al imaginarse al monstruo absorbiendo su parte Vivificada.
«Es lo que
los humanos llaman “muerte”».
Entonces
volvió dando traspiés hasta el sofá de rayas, se sentó y se puso a llorar.
—¡Yo no quería
que pasara esto! —se lamentó—. ¡Yo no quería que lo capturara el Perdedor!
—Ya lo sé. —Dito
se sentó a su lado y lo abrazó con sus patitas. El ángel de tubo de papel higiénico
se sentó al otro lado. Él no podía rodearlo con sus brazos porque no tenía,
pero dio un hondo y triste suspiro.
Jack no podía
parar de pensar en todas las aventuras que había corrido con el cerdito de
Navidad. Se acordó de cómo había fingido que no le caía muy bien, y se dio
cuenta de que sólo lo había hecho para que él no se sintiera culpable más
adelante; se acordó de que lo había salvado del Triturador gracias a su
ingenio, y de su morrito asomando en las aguas verdosas de la Ciudad de las Añoradas
antes de que él lo rescatara. Entonces se dio cuenta de que aquel sabor que había
notado en los labios la noche pasada, cuando estaba envuelto en el tapiz, era
el de las lágrimas de Ito. Mientras él estaba emocionado y feliz con la idea de
llegar a la Isla de los Bienamados, Ito lloraba porque sabía que no volvería a
verlo y que cuando llegaran a la Isla de los Bienamados tendrían que separarse
definitivamente.
Jack siempre
había pensado que si encontraba a Dito volvería a ser feliz, pero la verdad es
que no se sentía nada feliz. En ese momento, cuando ya era demasiado tarde, se
daba cuenta de que había acabado queriendo mucho a Ito por lo bueno y valiente
que era, y que eso no quería decir que quisiera menos a Dito. Entonces
comprendió realmente lo que significaba la Vivificación y supo lo que tenía que
hacer.
—Dito —dijo—,
tengo que rescatar a Ito.
Dito sonrió y
su morro se arrugó exactamente igual que el morro de Ito.
—Confiaba en
que tomaras esta decisión, Jack, y me alegro mucho.
—¿Vendrás…
conmigo? —Sabes que no puedo —respondió Dito, y le puso una vieja patita gris
en la mano—. Sólo puedes llevarte a uno de los dos a casa, pero si salvas a Ito
yo estaré a salvo aquí, en esta isla preciosa, eternamente. Es un lugar maravilloso,
y todos los días pienso en ti y en la suerte que tuve de que me quisieras.
Jack abrazó a
su querido amigo. Lo necesitaba tanto, y desde hacía tanto tiempo, que parecía
imposible que pudiese separarse de él; pero entonces se acordó de Ito y de lo
mucho que Ito lo necesitaba a él en ese momento, así que soltó a Dito y, entre
sollozos, preguntó: —¿Cómo voy a volver al Páramo de los Baladís? ¡La Esperanza
ya se ha marchado! Se quedaron todos callados un momento y, entonces, el ángel
de tubo de papel higiénico dijo: —Me parece que conozco a alguien que puede
ayudarnos. Seguidme.
Jack y Dito
siguieron al ángel de tubo de papel higiénico. Salieron de la casita de la
playa y se dirigieron al pueblo que había detrás. Los edificios de la Isla de
los Bienamados estaban pintados de colores de helado, las calles estaban impecables
y los otros juguetes viejos (porque allí, por lo visto, sólo había juguetes
viejos) los saludaban y les sonreían al verlos pasar. Al parecer, Dito tenía
muchos amigos y allí no había Ajustadores de Pérdidas. Jack vio árboles de
Navidad decorados con caracolas y estrellas de mar, tiendas en las que vendían
cubos y palas, y un mercadillo donde vendían pelotas de playa y gafas de sol.
Incluso había un hospital donde los juguetes viejos podían ir a que unas muñecas
y unos ositos de peluche vestidos de médicos les remendaran los desgarrones y
volvieran a coserles los ojos.
—Es aquí —dijo
por fin el ángel de tubo de papel higiénico, y señaló una casa gigantesca que
se alzaba justo en medio del pueblo. Sobre la puerta había un letrero que
rezaba: EL TALLER.
Como Jack se
había encogido y tenía la misma estatura que Dito, y como la puerta era del
tamaño de las puertas humanas, no podía tocar el timbre.
—¿Quién vive
aquí? —preguntó.
—Ahora lo verás
—contestó el ángel de tubo de papel higiénico—.
Tendréis que
llamar vosotros porque yo no tengo brazos.
—Sí, claro.
Lo siento —dijo Jack—. Cuando te hice sólo tenía cuatro años.
Así que Jack
y Dito golpearon la base de la puerta, aunque sólo los golpes de Jack hicieron
ruido, porque las patas de Dito eran demasiado blandas.
Entonces
oyeron, al otro lado de la puerta, unas pisadas tan fuertes que parecían de un
gigante. Por fin, la puerta se abrió con un chirrido.
Ante ellos
estaba un anciano muy alto con barba blanca como la nieve que llevaba una
camiseta blanca y unos pantalones rojos.
—¿Papá Noel? —se
sorprendió Jack—. ¿Qué haces tú aquí? —Pues… —empezó a decir Papá Noel, pero
durante un instante no supo qué añadir—. Pues… no sé. Las Cosas también merecen
tener sus Navidades, ¿no? Y por eso… tengo una casa de veraneo aquí. Pero ¿qué
hace un niño de carne y hueso en el Mundo de las Cosas Perdidas? Jamás habría
imaginado algo así. ¡Es más, no creía que fuera posible! —Sólo es posible esta
noche —explicó Jack—. Bueno, suponiendo que Allí Arriba todavía sea Nochebuena.
—Sí, todavía
es Nochebuena. —Papá Noel miró la hora en su reloj—.
Falta una
hora para la medianoche.
—Menos mal.
En ese caso —continuó Jack—, ¿podrías ayudarme a rescatar al cerdito de Navidad
para que me lo lleve a casa, por favor? ¡Se ha ido al Páramo de los Baladís y
tengo que salvarlo del Perdedor! —Ah —dijo Papá Noel. Se acarició la barba
pensativo, lanzó un suspiro y añadió—: Me temo que eso no te lo puedo prometer.
—Vaya. —Jack
se mordió el labio inferior para no echarse a llorar.
—Verás, es
que no me dejan ir al continente —le explicó Papá Noel—. El Perdedor y yo…
bueno, es un poco complicado: tenemos un acuerdo. Allí Arriba mando yo, por así
decirlo, y Aquí Abajo manda él. Puedo llevarte al Páramo de los Baladís volando
en mi trineo, pero una vez allí tendría que dejarte porque no estoy autorizado
a aterrizar. ¿Estás seguro de que no prefieres volver a tu casa y a tu camita?
Eso sería mucho menos peligroso, y puedo hacerlo sin ningún problema. ¡Está
chupado! —No —respondió Jack enérgicamente—. Tengo que salvar al cerdito de Navidad.
—En ese caso —dijo
Papá Noel—, eres un niño muy valiente. Voy a preparar mi trineo, espérame aquí.
Se metió en
su casa y cerró la puerta, y Jack, Dito y el ángel de tubo de papel higiénico
se quedaron esperando bajo el sol a que volviera a salir. La atmósfera era un
poco rara: Jack todavía contenía las lágrimas. Había muchas cosas que quería
decirle a Dito, pero no encontraba las palabras.
Por fin,
oyeron ruido de cascos y un tintineo, y de detrás de la casa de madera salió
Papá Noel, que ahora llevaba el gorro, la chaqueta y las botas y conducía su
trineo tirado por ocho renos y cargado de regalos. Cuando vieron el trineo y a
Papá Noel con el gorro y las botas, los juguetes que pasaban por la calle
formaron un corro para verlo despegar, y con tantas cosas mirando, a Jack todavía
se le hizo más difícil expresar con palabras todo lo que quería decirle a Dito.
—¿Preparado,
Jack? —preguntó Papá Noel.
—Sí —respondió
él—. Yo… sólo quiero… despedirme.
Miró al ángel
de tubo de papel higiénico.
—Te echaremos
de menos en lo alto del árbol.
—Gracias,
Jack —dijo el ángel con su voz cantarina—. Yo también echaré de menos estar allí.
Entonces Jack
miró a Dito.
—Ojalá
pudieras volver conmigo a casa —murmuró.
Dito rodeó el
cuello de Jack con sus patitas por última vez y él aspiró su tufillo a escondrijos,
a la cueva calentita de debajo de las sábanas y un poquito a la fragancia de la
colonia de mamá que todavía quedaba en el sitio donde ella lo besaba cuando iba
a darles las buenas noches a los dos.
—La pérdida
forma parte de la vida —le dijo Dito al oído rozándole el pelo con el morro—.
Pero algunos seguimos viviendo aunque nos hayan perdido: eso es lo que consigue
el amor. Yo me quedaré aquí, en la Isla de los Bienamados, y cuando abraces al
Cerdito de Navidad también estarás abrazándome a mí porque somos hermanos
gemelos, Jack, y todo lo que él siente lo siento también yo. Pero, si quieres
salvarlo —continuó—, tienes que darte prisa. De todas las Cosas que hay en el páramo,
a la que antes querrá capturar el Perdedor es al Cerdito de Navidad, porque
servirá de advertencia a cualquier otro Sustituto que quiera engañarlo en el
futuro.
—Adiós, Dito —se
despidió Jack, y soltó a su gran amigo.
Jack se había
encogido tanto que Papá Noel tuvo que cogerlo en brazos para subirlo al trineo.
—¡Me alegro mucho
de haber visto dónde vives! —le gritó Jack a Dito, y volvió a enjugarse las lágrimas—.
¡Siempre he sabido que te encantaba la playa! —¡Sí, me encanta! —exclamó Dito,
que tenía los botones de los ojos llenos de lágrimas, igual que Jack—. ¡Que
tengas suerte, y dale muchos recuerdos a mi hermano! ¡Dile que lo quiero y dale
las gracias por lo que ha intentado hacer! ¡Dile que es el cerdito más fabuloso
y más valiente que jamás ha existido!
En cuanto el
trineo se puso en marcha, aún salieron más juguetes de sus casas para verlos
partir. Los renos empezaron a galopar y la cálida brisa le alborotó el pelo a
Jack, que volvió la cabeza y vio cómo Dito y el ángel de tubo de papel higiénico
se hacían más y más pequeños. Entonces, con un ruidoso tintineo y una fuerte ráfaga
de aire caliente, el trineo despegó del suelo y, desde las alturas, Jack vio cómo
la Isla de los Bienamados iba encogiéndose cada vez más. Al cabo de poco rato
ya era apenas una motita dorada en medio del océano inmenso y azul.
Papá Noel era
mucho más alto que Jack, que todavía tenía el tamaño de un juguete; pero es que
además era la persona más famosa a la que él había conocido en su vida, y por
eso se sentía demasiado cohibido para hablar. Por suerte, Papá Noel era muy
parlanchín.
—Después de
dejarte a ti, tendré que subir Allí Arriba y empezar a repartir regalos —explicó
con una gran sonrisa en los labios.
—¿Cómo lo
haces para recorrer el mundo entero y repartir tantos juguetes en una sola
noche? —le preguntó Jack. Era una pregunta que se había hecho muchas veces.
—¡Ah! —respondió
Papá Noel con un brillo travieso en los ojos—. Lo siento: me temo que es un
secreto. Pero tiene que ver con la magia, como supongo que ya habrás imaginado.
—Sí, lo
sospechaba —asintió Jack.
—Tú me has
pedido una bicicleta, claro —recordó Papá Noel.
—Sí. Pero la
bicicleta ya no me importa: lo que quiero es recuperar al cerdito de Navidad.
—Bueno, si
consigues rescatarlo no te olvides de llevarlo a dar una vuelta en la bici —dijo
Papá Noel—. A ese cerdito le encanta montar en bicicleta, aunque él todavía no
lo sabe porque es demasiado nuevo.
—Claro, es lógico.
—Jack se imaginó pedaleando a toda velocidad por su calle con el cerdito de
Navidad metido en la sudadera, de la que sólo le asomaba la cabeza—. Es un
cerdito muy intrépido, ¿verdad? —Ya lo creo —confirmó Papá Noel—. Hay que ser
muy intrépido para desafiar al Perdedor.
—¿De dónde
salió el Perdedor? —preguntó Jack.
—Buena
pregunta —respondió Papá Noel, y dejó de sonreír—. Nadie lo sabe con certeza.
Hay quien dice que lo crearon las personas; que Allí Arriba había tanta codicia
y tanta crueldad que se derramaron hasta Aquí Abajo y empezaron a secuestrar
Cosas para formarse un cuerpo. Otros dicen que el Perdedor existe desde los orígenes
del tiempo: que es una especie de monstruo que envidia a los humanos y sus
creaciones, y que por eso roba todo lo que puede. El caso es que, sobre todo,
ansía hacerse con Cosas muy valoradas y queridas, como las que viven en la Isla
de los Bienamados, pero a ésas no puede tocarlas, lo que le da muchísima rabia…
»En fin —se interrumpió Papá Noel—, busca entre los regalos de la parte de atrás
a ver si encuentras alguna prenda de abrigo.
Jack palpó
los paquetes hasta que encontró uno blando y desenvolvió un osito de peluche
que llevaba un jersey más o menos de su talla. Se alegró mucho porque la brisa
cálida había empezado a enfriarse. El cielo pintado fue pasando de azul oscuro
a gris, el sol desapareció detrás de unas nubes y, al cabo de un rato, la nieve
volvía a formar remolinos alrededor.
Siguieron
volando. El arnés de los renos tintineaba y el viento gélido le entumecía la
cara a Jack, pero él no podía dejar de pensar en Ito, que seguramente ya habría
llegado al Páramo de los Baladís. Debía de estar deambulando por allí, echándolo
de menos, convencido de que él ya había regresado al Mundo de los Vivos y que
estaba tan feliz por haber recuperado a Dito que ni se le ocurría preguntarse
qué había sido de su sustituto.
Por fin,
cuando el cielo ya había pasado de gris a negro y caía tanta nieve que se
acumulaba en la barba de Papá Noel y en las pestañas de Jack, divisaron las
luces de la Ciudad de las Añoradas. Sobrevolaron el tejado dorado del palacio
del poder y los canales en los que se reflejaban el trineo de Papá Noel y los
renos voladores, y no tardaron en llegar al extenso y oscuro páramo.
Entonces Papá
Noel colgó un farolillo dorado de un gancho para iluminar un poco el terreno
que sobrevolaban y Jack miró alrededor con la esperanza de ver al cerdito de
Navidad. La sombra del trineo ondulaba sobre el suelo rocoso y nevado, pero no
había ni rastro de ninguna cosa, hasta que distinguieron una lucecita roja que
se movía.
—Son los
Malos Hábitos —le dijo Jack a Papá Noel, y señaló el grupito de partes del
cuerpo vagabundas entre las que seguía habiendo una boca que fumaba un
cigarrillo—. No son muy simpáticos. Me parece que el Perdedor ha atrapado a
unos cuantos —añadió, y volvió la cabeza para mirar a los malos hábitos
mientras el trineo seguía volando—. La última vez que los vi eran más.
Siguieron
volando tan bajo como Papá Noel consideró seguro, escudriñando el árido paisaje
por si veían a Ito, pero no había ni rastro de él.
De pronto, un
gran temor invadió a Jack: ¿y si había llegado demasiado tarde? ¿Y si el
Perdedor ya había capturado a Ito?
—¡Brújula! —gritó
de pronto. La oscilante luz del farolillo había iluminado un redondo cuerpo de
latón que rodaba más deprisa que nunca—.
¡Papá Noel, déjame
preguntarle a Brújula si ha visto a Ito! Dieron media vuelta y fueron hacia
donde estaba la brújula, que se había quedado parada mirando fijamente el
trineo.
—¡Papá Noel! —gritó
la brújula.
—¡Sí, soy yo!
—repuso Papá Noel, sonriente—. ¡Me alegro de ver que sigues por aquí, Brújula! —Bueno,
ya sabes cómo me gustan las persecuciones —dijo la brújula, y giró sobre sí
misma para seguir mirándolos mientras el trineo describía círculos por encima
de ella—. Pero ¿vosotros qué hacéis aquí? —He venido a buscar al Cerdito de
Navidad —le gritó Jack—. ¿Lo has visto? La aguja de la brújula de pronto giró
hacia el sur, lo que le dio a su cara una expresión muy triste.
—Pues… sí, Niño
Pijama, lo he visto —respondió.
—¿Dónde está?
—preguntó Jack. Estaba empezando a marearse porque el trineo volaba
describiendo unas curvas muy cerradas.
—Lo siento —contestó
la brújula—. El Perdedor lo ha capturado hace media hora; él ni siquiera ha
intentado huir. Yo le he gritado que corriera, pero se ha quedado allí
plantado, esperando a que el Perdedor lo agarrara con su manaza.
—¡Oh, no! —susurró
Jack.
Él tenía la
culpa. Debería haber llegado antes, pero había perdido mucho tiempo tratando de
decidirse, y ahora… —Entonces, ¿está en la Guarida del Perdedor? —preguntó Papá
Noel.
—Es el único
sitio donde puede estar —respondió la brújula—, aunque cabe la posibilidad de
que el Perdedor ya se lo haya comido. Estaba muy contento de haberlo capturado.
¡Nunca lo había visto tan feliz! —Brújula, ¿sabes dónde está la Guarida del
Perdedor? —le preguntó Jack.
—Por supuesto
que lo sé —contestó ella.
—¿Me llevarías
hasta allí? —¿Quieres ir a la Guarida del Perdedor? —preguntó la brújula,
perpleja.
—¡Sí! —Jack
se preparó para saltar—. ¡Ito es mi cerdito y todavía está Vivificado! ¡Voy a
llevármelo a casa! —Jack —dijo Papá Noel cuando Jack estaba a punto de saltar—,
después volveré e intentaré ayudarte. Es posible que pueda hacer algo por ti
Allí Arriba. Mientras tanto, ten mucho cuidado. ¡Nada haría más feliz al
Perdedor que capturar a un niño de carne y hueso!
—Tendré
cuidado —le prometió Jack—. ¡Adiós, Papá Noel, muchas gracias! Entonces se
levantó del asiento del trineo y saltó al páramo.
Cayó encima
de una mata de cardos que no había visto y, aunque fue un aterrizaje muy incómodo
y espinoso, peor habría sido aterrizar sobre aquel suelo rocoso.
—¡Adiós,
Jack! ¡Buena suerte! —le gritó Papá Noel. Se alejó con su trineo y la luz
dorada del farolillo fue haciéndose cada vez más pequeña, hasta extinguirse.
La brújula,
atónita, miraba fijamente a Jack.
—¿Qué acaba
de decir Papá Noel? —Rodó para acercarse un poco más a él—. ¿Que eres un niño
de carne y hueso? —Sí —admitió Jack—. Soy humano. He bajado aquí a rescatar a
Dito, pero él está feliz en la Isla de los Bienamados. Ahora quiero rescatar al
Cerdito de Navidad. Por favor, si sabes el camino, llévame a la Guarida del Perdedor.
La brújula se
quedó un momento mirándolo y entonces su voz resonó por el páramo: —¡De esto se
hablará durante siglos! Un niño de carne y hueso que entró en la Guarida del
Perdedor para buscar a su cerdito y… bueno, todavía no sabemos cómo acaba la
historia, ¿no? —No, todavía no —repuso Jack—, pero si sabes el camino ¡llévame,
por favor! La brújula empezó a rodar y Jack corrió tras ella por aquel terreno
abrupto y pedregoso bajo la fuerte nevada.
—¡No te
preocupes, no está muy lejos! —dijo la brújula de latón, rodando y trastabillando
por las piedras.
Jack volvía a
tener los pies doloridos y helados, pero nada de eso le importó. Sólo pensaba
en Ito, que había dejado que el Perdedor lo capturara porque creía que él no lo
quería.
No habían
avanzado mucho cuando vieron en el horizonte un ardiente resplandor rojizo que
iba haciéndose más grande y más intenso a medida que se acercaban.
—Está ahí
delante —dijo la brújula—. ¿Ves ese fuego? El Perdedor vive en un agujero en
medio del cráter y tiene una hoguera encendida todo el año.
Después de
sorber la parte Vivificada de una Cosa y quedarse con las partes de su cuerpo
que le interesan, echa el resto a las llamas.
Jack sintió
un escalofrío, pero no redujo el paso. Por muy asustado que estuviera, tenía
que hacer todo lo posible para salvar a Ito: no había vuelta atrás.
Cuanto más se
acercaban a la Guarida del Perdedor, más grande e intenso era el resplandor;
finalmente, el terreno empezó a descender y Jack distinguió, en medio del cráter,
un gran agujero del que salía un humo negro e irritante.
Miró al cielo
y no vio ni un solo agujero de encontrar.
—Para, Brújula
—pidió casi sin aliento, y se detuvo—. El resto del camino tengo que hacerlo yo
solo.
—No digas
tonterías —respondió la brújula con entusiasmo—. Nunca he estado en la Guarida
del Perdedor, ¡esto es muy emocionante! ¡Menuda aventura! ¿Sabes cuál es mi
lema? —¿No tenía algo que ver con un rábano? —le preguntó Jack, que no se acordaba
muy bien.
—No, eso era
una moraleja —respondió la brújula—. Mi lema es: «Si te vas de acampada,
calcetines de lana y paraguas por si acaso, pero si te vas al traste, que sea
con un amigo del brazo». ¡No puedes enfrentarte tú solo al Perdedor! —Sí puedo,
Brújula —replicó Jack—. Debo hacerlo. Tú eres demasiado importante. Las Cosas
necesitan a una heroína ahí fuera, en el páramo, y tú eres la única lo
suficientemente lista y valiente para sobrevivir.
—Vaya, qué
cosas más bonitas dices —dijo la brújula—. Las Cosas nunca me hacen estos
cumplidos; supongo que, como van con tantas prisas, se les olvida.
—Pues yo no
me olvidaré de ti, pase lo que pase —le aseguró Jack—.
Adiós, Brújula,
y muchas gracias por todo.
Entonces
empezó a descender por la empinada cuesta hacia aquel gran agujero, resbalando
y tropezando con las piedras sueltas. Sólo volvió la cabeza una vez para
decirle adiós con la mano a la brújula mientras ella todavía podía verlo.
Corría tanto
como podía, pese a que el fuego y el humo que salían del agujero le impedían
ver. Hacía tanto calor que enseguida se le secó el pijama, y empezó a toser al
tragar aquel denso humo negro que no olía a humo de hoguera de leña, sino que
apestaba a tela, espuma y plástico quemados.
Y entonces,
cuando estaba preguntándose si tendría que caminar mucho más porque iba pisando
escombros calientes y le ardían los pies, resbaló sobre unos guijarros y, sin
poder evitarlo, se precipitó en el agujero.
Mientras iba
cayendo rodeado de humo, tuvo la certeza de que lo devorarían las llamas y
nunca volvería a ver ni a su madre ni a Ito.
Jack tuvo
muchísima suerte: esquivó el fuego y aterrizó en una superficie caliente y
mullida que había justo al lado. Tardó un momento en darse cuenta de que estaba
tumbado sobre una pila de algodón de relleno y jirones de ropa que el Perdedor
les había arrancado a las cosas que se había comido. Como estaban tan cerca de
la hoguera, aquellos restos humeaban y se consumían lentamente sin llegar a
arder. Jack bajó reptando de allí tan deprisa como pudo y, resbalando y
derrapando por las montañas de pelusa y tela chamuscada, fue hacia una pared de
piedra que vio al fondo de la cueva.
Entonces oyó
los gemidos y los gritos que, hasta ese momento, el chisporroteo de la enorme
hoguera le había impedido oír. Entrecerró los ojos y miró alrededor.
La Guarida
del Perdedor era una gigantesca caverna subterránea en cuyo centro ardía
aquella gran hoguera. Colgadas en las paredes había numerosas jaulas llenas de
las cosas que el Perdedor todavía no se había comido, y lo que había oído Jack
eran los gritos de algunas de aquellas cosas. Aunque no todas gritaban: muchas
estaban acurrucadas en el fondo de su jaula, silenciosas y tristes, conscientes
de que se acercaba su fin. Casi todas eran cosas feas y corrientes: fabricadas
y perdidas a millones, nadie las había cuidado ni las había amado, sólo habían
existido para llenar brevemente un espacio y, después, descender al Mundo de
las Cosas Perdidas.
Y ahí estaba
también el Perdedor.
Era inmenso,
pero Jack, concentrado en las jaulas, no se había percatado de su presencia
porque había confundido su cuerpo con otro montón de desechos. El Perdedor
estaba agazapado al otro lado de la hoguera y su horripilante cabeza rozaba el
techo de la guarida del mismo modo que había rozado el cielo de madera del páramo.
Los focos de sus ojos no estaban encendidos: allí no los necesitaba, pues el
fuego ardía intensamente y proyectaba sombras parpadeantes en las paredes. Las
llamas danzarinas se reflejaban en sus inexpresivos ojos de cristal y también
iluminaban la reluciente coraza que recubría su cuerpo. Era evidente que sólo
conservaba las partes más duras de las cosas muertas: las piezas de acero, plástico,
cristal y piedra, lo que le daba el aspecto de un robot terrorífico. En ese
momento estaba zampándose a un puñado de tenedores viejos, y de su boca salían despedidos
pequeños fragmentos mientras los masticaba con sus destellantes colmillos, que
parecían duros como el diamante.
El Perdedor
no había visto caer a Jack en su guarida porque estaba al otro lado de la
hoguera y se lo había tapado aquel humo negro y denso que salía de ella. Jack,
frenético, miró en todas las jaulas que había alrededor y buscó al cerdito de
Navidad aferrándose a la esperanza de que el Perdedor todavía no lo hubiese
destrozado y sus bolitas de plástico no estuviesen diseminadas entre aquellos
montones de desechos.
Pero no veía
ningún muñeco de tela de toalla: sólo había juguetitos de plástico que venían
en los paquetes de comida, revistas viejas y cargadores de aparatos que ya no
funcionaban, cosas que nadie había lamentado perder ni había echado de menos.
El miedo de haber llegado demasiado tarde no paraba de crecer.
Y de repente
lo vio. Ito estaba dentro de una de las jaulas que había en la parte más alta
de la pared; se aferraba a los barrotes con sus patitas y observaba al Perdedor
comerse a aquellos tenedores viejos. Estaba harapiento después de haber corrido
tantas aventuras: ya no era ni rosa ni suave, sino que estaba sucio, verdoso y
tenía las orejas torcidas. A su lado, sentada en un rincón de la jaula y tapándose
la cara destrozada con su única mano, estaba la angelita rota.
—Ya voy, no
os desesperéis —susurró Jack, y se puso en pie como pudo.
Entonces el
Perdedor acabó de masticar los últimos trocitos de metal retorcido y habló con
una voz que resonó por toda la caverna: —¿Ahora sí tienes miedo, Cerdito? Su
voz era la más terrible que Jack había oído en su vida. Sonaba aguda y estridente
como el chirrido de unos frenos. Al oírla, tuvo la impresión de que el Perdedor
sufría casi tanto como las cosas que estaban allí aguardando a la muerte.
—No —contestó
Ito con su agradable voz—. Ya te lo he dicho: no tengo nada que perder y eso
hace valientes a las Cosas. Puedes comerme cuando quieras, ya no me importa.
—¿Crees que
perder a ese niño es peor a que yo te destroce? —preguntó el Perdedor con su
voz chirriante—. ¿Peor que regresar a la nada, que no sentir nada, que no ser
nada? —Prefiero no sentir nada que sentir lo que siento ahora —contestó el cerdito.
—¡No digas
eso! —dijo Jack en voz baja, aunque sabía que el cerdito de Navidad no podría oírlo.
El Perdedor
se levantó con dificultad sobre las púas de metal que le servían de pies.
—Antes de
morir me tendrás miedo —prometió. Arrancó el candado de una jaula llena de
cosas que estaba al lado de la del cerdito de Navidad y la angelita rota y sacó
cincuenta pajitas de plástico flexibles de colores llamativos, una cometa
barata y endeble y un horrible jarrón de cristal decorado con muchas
filigranas. Jack las oyó gritar cuando el Perdedor volvió a ponerse en
cuclillas, abrió su gran boca metálica y, una a una, fue metiéndose dentro a
todas aquellas cosas.
Desesperado,
miró alrededor y buscó la manera de llegar hasta la jaula del cerdito de
Navidad. Las paredes de roca eran rugosas, y pensó que tal vez encontraría
suficientes puntos de apoyo para trepar, así que estiró los brazos, buscó
grietas en las que meter los dedos y empezó a impulsarse hacia arriba.
Le costaba escalar.
La roca, que estaba muy caliente, le quemaba los dedos de las manos y los pies,
y a sus espaldas oía el crepitar de las llamas y el rechinar de las mandíbulas
del Perdedor, que seguía comiendo cosas de plástico y de cristal.
Por fin, llegó
al nivel de las jaulas más altas. Allí aún le costaba más sujetarse a la roca
caliente, y le preocupaba que las pobres cosas que estaban encerradas en las
jaulas lo vieran y gritaran de sorpresa, alertando al Perdedor de su presencia.
Sin embargo, la mayoría se tapaban los ojos para no ver al Perdedor, que en ese
momento estaba quitándose fragmentos de cristal de entre los dientes e incrustándolos
en su coraza: los lamía con su horrible lengua negra de goma, que parecía
recubierta de una especie de adhesivo, y se los pegaba encima de las piezas de
diferentes formas que ya tenía incrustadas.
Jack caminó
por encima de las jaulas, que estaban calientes, y fue saltando de una a otra.
Los barrotes le quemaban la planta de los pies, y cuando ya estaba muy cerca
del cerdito de Navidad, que seguía mirando sin pestañear con sus ojitos negros
al Perdedor, surgió un nuevo problema: todas las jaulas estaban cerradas con un
pesado candado, y el que colgaba de la jaula de Ito era el más grande de todos.
Por fin,
consiguió saltar a la jaula donde estaban el cerdito de Navidad y la angelita
rota.
—Ito —dijo
con un hilo de voz—. Soy yo, Ito. Estoy aquí arriba.
Ito miró
hacia arriba y se quedó paralizado con los negros ojitos muy abiertos. La
angelita rota se destapó la cara medio comida y también se quedó mirando a Jack.
—¡Jack! —susurró
el cerdito—. Pero ¿qué… qué…? —¡He venido a rescataros a los dos! —respondió
Jack, y se arrastró por el techo de la jaula para tratar de alcanzar aquel
candado gigantesco—.
¡Vosotros
sois míos y os voy a llevar a casa! —Pero… ¿y Dito? —Ya nos hemos despedido
como es debido —contestó Jack mientras tiraba del candado—. Dito estaba de
acuerdo en que yo hiciera esto. ¡Voy a sacaros de aquí! Pero no conseguía abrir
el candado.
—¡No lo
entiendo, Jack! ¡Tú querías mucho a Dito! —Creía que lo necesitaba —dijo Jack—.
Pero tú me necesitas más.
—¡Tienes que
irte de aquí! ¡No hay nada en todo el Mundo de las Cosas Perdidas que pudiera
gustarle más al Perdedor que comerse a un niño de carne y hueso! ¡Serías la
mejor presa que hubiera cazado jamás! —No pienso irme sin vosotros —insistió
Jack, que seguía intentando romper el candado, pero sin éxito.
—¡Es
demasiado tarde! —exclamó el cerdito de Navidad. Las lágrimas empezaban a
resbalar por sus mejillas—. Sólo faltan unos minutos para que sea Navidad. ¡Tienes
que ponerte debajo de un agujero de encontrar! ¡A nosotros ya no nos queda
ninguna esperanza, pero tú todavía puedes huir! Pero, antes de que Jack pudiese
contestar, el Perdedor dio el chirrido más fuerte y terrorífico que pueda
imaginarse, se levantó sobre sus patas puntiagudas de metal y sus ojos
volvieron a proyectar una luz blanca que iluminó a Jack, al cerdito de Navidad
y a la angelita rota, que se quedaron paralizados.
El Perdedor
había descubierto al niño de carne y hueso.
—¿Qué es eso
que veo? —preguntó el Perdedor con aquella voz horrible y chirriante—. ¡Un
Sobrante muy distinto de todos los que he capturado hasta ahora! Jack metió una
mano entre los barrotes de la jaula y le agarró una pata al cerdito de Navidad.
La angelita rota le cogió la otra pata y los tres se apretaron unos a otros
mientras el Perdedor caminaba lentamente hacia ellos, esparciendo trozos de
cosas muertas por la caverna con sus puntiagudos pies de acero. Las cosas que
estaban encerradas en las jaulas de las paredes gemían y gritaban porque se habían
dado cuenta de lo que estaba pasando, y sabían que Jack, el cerdito de Navidad
y la angelita rota pronto estarían en las fauces del Perdedor.
—Sabía que
vendrías. Dime, niño —dijo el Perdedor—, ¿cómo es que los humanos sentís tanto
amor por las Cosas? El aliento del Perdedor sacudió a Jack como un viento cálido
y pestilente.
Olía como si
todos los vertederos del mundo estuvieran en su estómago: a polvo, descomposición
y ropa podrida; a ácido de pilas y goma quemada; a cosas inservibles, rotas,
viejas… —No sentimos amor por todas las Cosas —respondió Jack con voz temblorosa—,
sólo por algunas muy especiales.
—¿Y qué tiene
de especial un cerdito barato y mugriento?
—Pues que es
el cerdito más fabuloso y más valiente que ha existido nunca —contestó Jack con
rabia.
—¿Tú… tú me
quieres? —le preguntó el cerdito de Navidad en voz baja.
Jack le apretó
aún más la patita y dijo: —¡Sí, claro que te quiero! —Pero… pero… ¿y Dito? —¡Se
puede querer a más de una Cosa! —exclamó Jack. Entonces miró al Perdedor y
agregó—: ¡Suelta a Ito y a la Angelita Rota! Ellos no se merecen que te los
comas. ¡Nunca le han hecho daño a nadie, nunca han hecho nada malo! ¡Déjalos
venir conmigo! El Perdedor echó la cabeza hacia atrás, abrió su horripilante
boca enseñando aquella enorme lengua de goma, que parecía una gruesa anguila negra
arrellanada entre sus brillantes colmillos, y soltó una carcajada.
Entonces
dirigió sus ojos brillantes y cegadores hacia Jack y le gritó: —¿Qué pasa, niño?
¿Acaso no te han explicado lo que soy? ¡Yo arraso con todo! La Nochebuena está
a punto de acabar… —El Perdedor iba acercándose; el resplandor rojo del fuego
se reflejaba en sus terroríficos dientes de diamante y su aliento provocaba un
repugnante vendaval—. Y cuando suene la última campanada de la medianoche
quedarás atrapado aquí para siempre, y ya no tendrás ninguna posibilidad de
regresar. Entonces te comeré, ¡y a lo mejor empezaré a sentir amor por las
Cosas, igual que los humanos! Por las paredes, las cosas corrientes y
desechadas gimoteaban, temblaban y sollozaban en sus jaulas.
—¡No, al niño
no! ¡No te comas al niño! —¿Suplicáis por él? —se burló el Perdedor. Los focos
de sus ojos barrieron las jaulas donde estaban todas aquellas pobres cosas
baratas muertas de miedo—. Los humanos os fabricaron, os descartaron y os
olvidaron. ¡Por su culpa os enviaron al Páramo de los Baladís! ¡Sois baratas y
feas, y vuestros dueños os consideraron inútiles! ¡Deberíais alegraros de ver
morir a un humano antes de que os haga pedazos también a vosotras! Pero Jack
acababa de tener una idea. Sabía que quizá fuese demasiado tarde, pero no se le
ocurría nada más que pudiese funcionar.
—¡Escuchadme!
—les gritó a las cosas enjauladas sin soltarle la pata al cerdito de Navidad—. ¡Yo
soy de carne y hueso, y me importáis! ¡Para mí no sois basura, y sé cómo
sacaros de aquí! Y cuando acababa de pronunciar esas palabras, el gran candado
de la jaula del cerdito de Navidad se hizo añicos. Las cosas que estaban
colgadas en las paredes de la caverna gritaron de asombro y entonces, uno a
uno, otros candados empezaron a romperse, y luego otros, y otros, por toda la
caverna.
El Perdedor
gritó enfurecido, pero Jack sabía qué había pasado: les había dado esperanza a
las cosas, y no había candado capaz de contener la esperanza. Algunas de las
cosas más valientes empezaron a salir de sus jaulas, ayudándose unas a otras a
bajar.
—¡Todas tenéis
la oportunidad de salir de aquí, os lo aseguro! —les gritó Jack a las cosas que
seguían temblando, demasiado asustadas para salir de sus pequeñas cárceles—. ¡Sólo
tenéis que creer! —¡No os mováis! —chilló el Perdedor, furioso al ver que las
cosas empezaban a huir—. ¡Os está mintiendo! ¡No os mováis! ¡Volved aquí! ¡Me comeré
a todas las que bajen! —¡No miento! —gritó Jack—. ¡Si todas creéis y tenéis
esperanza…! Y entonces sucedió algo extraordinario, algo sencillamente
maravilloso que sólo podía haber sucedido en la noche de los milagros y los
casos perdidos, y sólo porque Jack nunca había renunciado a la esperanza, pues nada
se pierde para siempre hasta que ésta se ha desvanecido por completo… El oscuro
cielo de madera que había sobre la Guarida del Perdedor, donde antes no se veía
ni un solo agujero de encontrar, empezó a resquebrajarse. Al oírlo, el
monstruoso Perdedor miró hacia arriba y gritó enfurecido: había aparecido un
agujero que no era oscuro como los agujeros de encontrar normales. Dentro
brillaba una luz chispeante que giraba formando un remolino, como si contuviera
magia en movimiento, y Jack comprendió en qué consistía aquella magia porque
una vez, hacía mucho tiempo, cuando sólo tenía tres años, se había imaginado a
Dito girando dentro de un agujero parecido a ése en una bicicleta mágica.
—¡Así es como
podréis volver al Mundo de los Vivos! —gritó—. ¡Seguid abrigando esperanzas! El
agujero no paraba de agrandarse; era ancho y dorado, y entonces ocurrió algo
tan mágico que superó todo lo anterior: en lugar de caer un solo haz de luz
dorada y salvar a una sola cosa, aquella luz chispeante y giratoria bajó
formando una espiral y absorbió hacia su interior a cientos y cientos de cosas
perplejas y felices. Fueron saliendo de sus jaulas; algunas eran de latón y
otras de cartón, de madera, de papel o de plástico, pero todas reían y se dejaban
arrastrar hacia aquel torbellino resplandeciente.
El Perdedor,
desconcertado y enfurecido, no entendía lo que estaba pasando, y aunque giraba
sobre sí mismo e intentaba atraparlas, las cosas se colaban entre sus largos
dedos de acero y ascendían hacia el agujero que su esperanza había abierto en
el techo.
—¡Las van a
reciclar! —gritó Jack mientras la criatura monstruosa intentaba atrapar a las
cosas, que se le escurrían de las manos—. ¡Allí arriba volverán a ser nuevas y
a vivir! —¡No! —gritó el Perdedor con una ira salvaje—. ¡Los humanos no pueden
quedárselas! ¡Son mías! ¡Mías! ¡Me pertenecen! Más allá del agujero
resplandeciente por donde iban desapareciendo las cosas recién salvadas,
sonaron las campanadas del reloj. En el Mundo de los Vivos ya era medianoche.
La Nochebuena llegaba a su fin.
—¡Si no puedo
quedármelas a ellas —bramó el Perdedor, enfurecido—, te tendré a ti! Estiró una
de sus garras, con unos dedos largos como vigas de acero, y Jack, que oía las
campanadas, comprendió que ahora ya no bastaría con tener esperanza. El único
consuelo que le quedaba era notar la pata del cerdito en su mano. Cerró los
ojos. La luz de los focos del Perdedor era cada vez más intensa y estaba cada
vez más cerca.
Y entonces
notó que caía… caía… caía… El tufo del aliento del Perdedor había desaparecido,
pero Jack no abrió los ojos: siguió cayendo con los párpados apretados,
aferrado a la pata del cerdito de Navidad. Lo arañaron unas hojas puntiagudas
que olían a pino y siguió cayendo, cayendo, cayendo, hasta que notó el suelo
bajo su cuerpo. A lo lejos, una voz decía su nombre. Una voz que él conocía.
—¿Esperanza? —murmuró.
Se abrió una
puerta.
—¿Jack? —preguntó
la voz—. ¡Jack! ¿Qué haces debajo del árbol? ¡Hemos estado buscándote por todas
partes! Abrió los ojos. Estaba acurrucado en el suelo, bajo el árbol de Navidad
de su casa, en medio de todos los regalos, y las lucecitas del árbol brillaban
en la oscuridad por encima de su cabeza. Había hojas de pino esparcidas
alrededor y él había recuperado su tamaño normal. El jersey del osito de
peluche que llevaba puesto se había roto y ahora estaba a su lado, reducido a
una bolita de lana. Con una mano todavía sujetaba la pata del cerdito de
Navidad, y un poco más allá, con la mano intacta estirada sobre el suelo y
tocando la otra pata del cerdito, estaba la angelita rota.
—¡Lo he
encontrado, Brendan! —exclamó la madre de Jack, y se arrodilló para mirar a su
hijo entre las ramas del árbol—. Pero ¿qué haces aquí metido, Jack? He ido a tu
dormitorio a darte un beso y no estabas.
¡Menudo susto
me has dado! Estiró un brazo y ayudó a Jack a salir reptando de debajo del árbol
con Ito en una mano y la angelita rota en la otra, y entonces lo abrazó y él la
abrazó a ella. Era maravilloso volver a estar en casa.
—Siento mucho
lo de Dito —le dijo su madre a Jack—. El abuelo me ha contado lo que ha pasado
y, al no encontrarte en la cama, he pensado que a lo mejor te habías escapado
para ir a buscarlo y… —¡Eso es lo que he hecho! ¡He ido a buscar a Dito! —exclamó
Jack—. Y el Perdedor ha estado a punto de comerme, pero he conseguido escapar
no sé cómo… Entonces vio la bicicleta nueva y reluciente con un gran lazo rojo
que estaba apoyada en la pared, junto al árbol, con el manillar tocando las
ramas.
Soltó a su
madre y la señaló.
—¡Sí sé cómo!
¡Papá Noel ha dicho que más tarde intentaría ayudarme! ¡Ha liberado a la
Angelita Rota! —¿Cómo? —dijo su madre, confundida.
Jack le enseñó
la angelita mordisqueada y con el ala torcida.
—Se había
quedado atrapada en las ramas de la parte de atrás del árbol, ¿lo ves? Pero ¡cuando
Papá Noel ha puesto mi bicicleta nueva ahí, ha sacudido el árbol a propósito y
la ha liberado! ¡Por eso la Angelita Rota ya no estaba perdida, y nos ha subido
al cerdito de Navidad y a mí al Mundo de los Vivos! —Pero ¿qué dices, Jack? —preguntó
su madre entre risueña y preocupada. Brendan entró corriendo en el salón y se
dio una palmada en el pecho.
—Menos mal —dijo
mirando a Jack—. ¡Creíamos que te habías perdido! —¡Es que me había perdido! —exclamó
Jack.
Entonces entró
Holly. Todavía tenía los párpados hinchados porque había llorado mucho, pero
cuando vio que Jack estaba sano y salvo al lado del árbol de Navidad, lanzó un
gran suspiro de alivio.
—¡Estaba en
el Mundo de las Cosas Perdidas! —les explicó Jack—. ¡Ito y yo hemos ido allí
juntos! ¡He encontrado a Dito y está feliz… siempre he sabido que le encantaba
la playa… y he conocido a muchas Cosas distintas, y había diferentes ciudades y
el Perdedor ha estado a punto de comerme, pero entonces la Angelita Rota nos ha
salvado! ¡Tenemos que conservarla! —Le mostró la angelita maltrecha a su madre.
—Bueno —dijo
ella sonriendo, y cogió a la angelita—, ahora sí que parece un miembro más de
esta familia. Antes de que la atacara Toby parecía
demasiado cursi para nosotros.
—¿La curarás,
mamá? —le rogó Jack—. ¿Como hiciste con Dito cuando le cosiste los ojos nuevos?
—Claro que sí —contestó su madre. Entonces olfateó un poco y añadió —: ¿Por qué
hueles a humo? ¿Y por qué llevas el pijama manchado de barro? —Ah, el olor es
de la hoguera de la Guarida del Perdedor, y el barro es de cuando me abrazó el
Conejito Azul —respondió Jack—. En el Mundo de las Cosas Perdidas es difícil no
mancharse.
—Bueno, no lo
sé, pero lo que está claro es que ese cerdito necesita un baño.
—Todavía no —pidió
Jack, y apretó al cerdito de Navidad contra su pecho—. Todavía le da miedo el
agua porque no sabe nadar. Por eso tiene este color verdoso: ha estado a punto
de ahogarse en un canal. Antes de que lo metas en la lavadora tendré que explicárselo
bien o pasará mucho miedo.
Además,
quiero darle un paseo en mi bicicleta nueva. Le encanta montar en bicicleta, me
lo ha dicho Papá Noel.
—Veo que has
tenido un sueño muy interesante —dijo su madre—, ¡y no deberías haber visto la
bicicleta todavía! ¡Aún no es Navidad! —Bueno, ahora mismo… —murmuró Brendan
mirando la hora— pasa un minuto de la medianoche.
—Tengo hambre
—dijo Jack—. Llevo tres noches fuera de casa y en el Mundo de las Cosas
Perdidas no he podido comer nada porque entonces se habrían dado cuenta de que
era de carne y hueso. —Miró a su madre y a Brendan: los dos sonreían de esa
forma tan antipática como sonríen los adultos cuando creen que saben mejor que
tú lo que ha pasado, aunque tú estuvieras allí y lo vieras todo—. No me creéis.
—¿Y si voy a
preparar chocolate caliente? —propuso la madre de Jack sin dejar de sonreír, y
se llevó a la angelita rota. Brendan encendió la chimenea eléctrica y fue a la
cocina a ayudarla, y Holly y Jack se quedaron solos.
—Yo sí me
creo que has estado en el Mundo de las Cosas Perdidas —dijo ella con voz ronca—.
De verdad, Jack. Y me alegro de que hayas visto a Dito y de que esté contento.
Y siento mucho, muchísimo, haberlo tirado por la ventanilla del coche.
—Bueno,
gracias… —respondió Jack—. Ahora vive en una casita preciosa en la playa, con
el Ángel de Tubo de Papel Higiénico, y yo tengo a Ito. Dito dice que Ito es el
cerdito más fabuloso y más valiente que jamás ha existido, y tiene razón.
—¿Qué más ha
pasado mientras estabas en el Mundo de las Cosas Perdidas? —le preguntó Holly.
Se sentaron
los dos junto a la chimenea y Jack le habló de Desechables y del sheriff Gaff; de la fiambrera y el
inhalador; de Dónde-lo-habré-metido, doña Rosita y la Poesía; de su largo viaje
por el Páramo de los Baladís; de la brújula y el conejito azul; de las cosas
tan raras que había visto en la Ciudad de las Añoradas y de su huida de la
Guarida del Perdedor.
—Sé que me he
portado muy mal contigo, Jack —dijo Holly cuando él por fin hizo una pausa para
respirar—, y te prometo que nunca volveré a maltratarte.
—Te creo. —Jack
se acordó de la jefa, a la que no había mencionado todavía. Había sentado a Ito
sobre una de sus rodillas para que él también pudiese calentarse con la
chimenea—. Pero me parece que deberías dejar la gimnasia. Sé que ya no te gusta
y que preferirías dedicarte a la música.
—¿Cómo… cómo
sabes eso? —preguntó Holly, sorprendida—. ¡No se lo he contado a nadie! —En el
Mundo de las Cosas Perdidas te enteras de muchas cosas — contestó Jack.
—Yo siempre
había querido ir a las Olimpiadas —dijo Holly mirando el fuego—, pero ahora ya
no: preferiría pasar los fines de semana con mis amigos en lugar de estar
entrenando sin parar.
—Perder una
ambición no es nada malo —repuso Jack—. Allí Abajo conocí a una Ambición
perdida. Era horrible, pero estoy seguro de que tú encontrarás una Ambición
estupenda.
—Me gustaría
aprender a tocar la guitarra… —confesó Holly.
—Vaya, pues estás
de suerte —terció Brendan, que acababa de entrar en el salón con dos grandes
tazas de chocolate caliente—. Judy y yo acabamos de acordar que podéis abrir un
regalo cada uno antes de ir a acostaros. Y Holly, creo que tú deberías
desenvolver ese paquete grande, el del papel dorado.
Jack desató
el lazo rojo de su bicicleta nueva y le enseñó al cerdito de Navidad todos los
detalles que la hacían especial, y Holly rompió el papel de su paquete más
grande, que contenía una guitarra negra y reluciente.
Entonces,
mientras ella aprendía su primer acorde, Brendan ayudó a Jack a ajustar el
asiento de su bicicleta y mamá apareció con la angelita rota.
Le había
puesto un trocito de gasa en la cara para taparle la parte que le faltaba, le
había enderezado el ala torcida y le había vendado el brazo sin mano. Entonces
Brendan, que era el más alto, la cogió y la puso en la punta del árbol de
Navidad, y la angelita les sonrió a todos desde allí arriba con orgullo, como
si aquellos vendajes fueran lo que siempre había deseado.
—Me gusta —opinó
la madre de Jack—. Parece simpática, ¿verdad? Bueno, vosotros dos: si os habéis
acabado el chocolate, es hora de ir a la cama. Ya jugaréis más tarde con
vuestros regalos.
Jack y Holly
subieron la escalera y se dieron las buenas noches en el rellano. Luego Holly
se metió en su habitación y la madre de Jack entró en la de su hijo para darle
un beso de buenas noches.
Las cosas que
había en la habitación ya no hablaban ni se movían, y ninguna tenía ojos ni
brazos, excepto las que siempre los habían tenido. Jack se acurrucó bajo el
edredón y su madre le dio un beso; luego le dio otro al cerdito de Navidad. A
continuación apagó la luz, salió y cerró la puerta.
Jack se hizo
un ovillo en la cama y aspiró el olor de Ito, que olía a agua del canal, a humo
y un poquito a la fragancia de la colonia de mamá. Pronto tendrían que meterlo
en la lavadora, pero él sabía que al final acabaría oliendo a hogar y a la cálida
cueva de debajo de las sábanas.
—Buenas
noches, Ito —dijo en voz baja—. Feliz Navidad.
Y, agotado
después de tantas aventuras, se quedó dormido casi al instante.
Ya no era
Nochebuena, la noche de los milagros y los casos perdidos, y sin embargo dos
patitas abrazaron a aquel niño que dormía profundamente.
—Buenas
noches, Jack —susurró el cerdito, y sus lágrimas de felicidad mojaron la
almohada—. ¡Feliz Navidad!
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El cerdito de Navidad, que llevo años desarrollando, está muy cerca de mi corazón.
Dejarlo libre por fin ha sido una experiencia catártica y placentera.
Mi más
sincero agradecimiento a Aine Kiely, una de mis amigas más antiguas y queridas,
quien actuó como mi brújula personal cuando me recordó, en un momento sombrío,
que la Navidad llega todos los años, salvando así mi cordura. Gracias a Aine he
disfrutado tanto escribiendo este libro.
Ruth Alltimes
fue la editora perfecta para trabajar en este proyecto. Su perspicacia,
entusiasmo y empatía hicieron que el proceso de edición fuera un placer
absoluto. También estoy inmensamente agradecida a Emily Clement, de Scholastic,
por sus aportaciones, todas las cuales mejoraron la historia.
Mi
agradecimiento, como siempre, a mi amigo y agente, Neil Blair, y a todos los
miembros de The Blair Partnership que han estado involucrados en El cerdito de Navidad.
Muchísimas
gracias a mi indispensable equipo de gestión, Nicky Stonehill, Rebecca Salt y
Mark Hutchinson, por permitirme contarles toda la historia durante una comida.
Limitadme a dos copas en el futuro.
Sin Fiona
Shapcott, Di Brooks, Angela Milne y Simon Brown, probablemente todavía estaría
escribiendo el último libro menos uno. Gracias por todo lo que hacéis.
Finalmente, y
lo más importante, gracias a mi familia. El cerdito de Navidad Vivificó cuando cinco Murrays estaban sentados en una playa y les
expliqué el Mundo de las Cosas Perdidas. Vuestro entusiasmo, interés y
preguntas de lógica (Dec) me hicieron seguir escribiendo. Sólo resta decir que
cualquier parecido entre las Cosas de estas páginas y las Cosas que nuestra
familia puede haber perdido o encontrado es, por supuesto, completamente intencional.
J. K. Rowling (Yate, Gloucestershire, Reino Unido, 1965) es autora de la famosa
saga de Harry Potter, venerada por lectores de todo el mundo. De la serie,
traducida a ochenta idiomas, se han vendido más de 500 millones de ejemplares y
han inspirado ocho películas de enorme éxito de taquilla. La complementan tres
libros publicados con fines benéficos, entre ellos Animales fantásticos y
dónde encontrarlos,
que ha inspirado una nueva serie de películas. Asimismo, J. K. Rowling colaboró
con el dramaturgo Jack Thorne y el director John Tiffany en la obra de teatro Harry Potter y el
legado maldito.
En 2020 volvió
a escribir un libro para niños, El ickabog, un cuento de hadas que publicó de forma gratuita en línea
durante el confinamiento. Meses más tarde se publicó en papel y, a través de su
fundación benéfica, Volant, donó todos los derechos de autor para ayudar a los
grupos vulnerables más afectados por la pandemia de COVID-19.
J. K. Rowling
ha recibido numerosos premios y distinciones por sus libros (entre ellos, la
serie del detective Cormoran Strike, que publica con el seudónimo Robert
Galbraith). Asimismo, apoya diversas causas humanitarias a través de Volant y
es la fundadora de la organización benéfica infantil Lumos, que lucha por la
desaparición de los orfanatos.
J. K. Rowling
siempre quiso ser escritora, y muchos de los mejores momentos del día los pasa
sola en su habitación, inventando nuevas historias. Vive con su familia en Escocia.
Para más información sobre J. K. Rowling, visita: «www.jkrowlingstories.com».
Jim Field es ilustrador, diseñador de personajes y director de animación. Ha
ilustrado una serie de libros infantiles de gran éxito y multipremiados, entre ellos
Oi Frog! y The Lion Inside, así como la serie de ficción
juvenil Rabbit
and Bear, las novelas
infantiles de David Baddiel y su propio libro ilustrado bilingüe, Monsieur Roscoe On
Holiday.
Sus libros
están disponibles en todo el mundo y han sido traducidos a más de treinta
idiomas. Jim creció en Farnborough, trabajó un tiempo en Londres y ahora vive
en París con su mujer y su hija.
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