Posición geográfica de Santo Domingo. — Su geografía física. — Los habitantes. — Mezcla de razas. — Comparación entre negros e indios. —Mujeres. — Establecimiento de la Chontales Gold Mining Company. —Mi casa y el jardín. — Frutas. — Plátanos y bananos. — Probablemente no autóctonos de América. — Propagación por retoños. — Semillas incapaces de germinar. — Higos, granadillas y papayas. — Legumbres. —Las flores que dependen de los insectos para su polinización. — Plaga de insectos. — Zompopos. — Sus métodos de defoliación. — Sus hormigueros. — Arboles respetados por las hormigas. — Sensibilidad de los árboles extranjeros a su ataque. — Métodos para destruir las hormigas. — Migración de las hormigas desde un nido atacado. — El sublimado corrosivo les causa una especie de locura. — Plan indígena para prevenir su ascenso a los árboles recién plantados. — Los zompopos cultivan hongos y se alimentan de ellos. — Sagacidad de las hormigas.
La villa minera de Santo Domingo está situada en la provincia de Chontales, Nicaragua, a 12° 16' de latitud norte y 84° 59' de longitud oeste, a mitad de la distancia entre el Atlántico y el Pacífico, donde Centro América se ensancha hacia el norte, a partir del estrecho istmo de Panamá y Costa Rica. La villa se encuentra en medio de una gran floresta que cubre la mayor parte de la vertiente atlántica de Centro América y que se continúa sin interrupción desde El Pital, por donde ingresamos, hacia el este, hasta el Atlántico. Su límite por el oeste es un sinuoso borde, a unas siete millas del pueblo, más allá del cuál se extienden planicies y sabañas zacatosas y con escasos árboles, hasta el lago de Nicaragua.
La
topografía de la región selvática consiste en una sucesión de serranías y hondos valles
cubiertos por magníficos bosques y matorrales. Santo Domingo está a unos 2.000 pies sobre el nivel del mar, y
los cerros se elevan unos 500 a 1.000 pies más arriba. Está la villa
establecida sobre un pequeño espacio, en el recodo de un riachuelo, una de las cabeceras
del río Bluefields[1], que la serpentea y en medio de un anfiteatro
de cerros bajos en cuyo fondo descansa. El camino a las minas pasa por el centro del pueblo, constituyendo su calle principal,
rodeada de tiendas pajizas y casas irregularmente levantadas a los lados. Los
habitantes, unos trescientos,
dependen de la actividad minera, ya que no existen cultivos ni otras ocupaciones en
las inmediatas vecindades. La población es mestiza, con predominio de sangre indígena. Hay también
española, con leve mezcla de negra, mientras que entre la nueva generación muchos niños
de pelo claro pueden reclamar paternidad entre los numerosos alemanes e ingleses que han trabajado en las minas. Los tenderos
forman la aristocracia de la villa. Son indolentes, —sestean o fuman en sus hamacas la mayor parte del día—, pero por lo
común corteses y educados. Son cuidadosos en su presentación; a menudo visten
con intachable estilo
europeo y se les ve, paraguas de seda en mano, tomar cortos y reposados paseos valle arriba.
La clase baja, los mineros, va escasa y pobremente vestida, sobre todo cuando
recién llegan a las minas.
Andan descalzos, con pobres y raídos pantalones de algodón y delgadas camisas
de la misma tela. Después de uno o dos años en las minas, comienzan a usar mejor indumentaria y se les ve con una nueva camisa de
la cual alardean, usándola por fuera, como guayabera.
Entre los mineros
hay muchos indios puros, hombres bajos y fuertes, trabajadores seguros, pacientes e industriosos, pero sin el menor aprecio por el dinero, pues
gastan el jornal al final del mes antes de reasumir el trabajo. En ese tiempo
el comandante de La Libertad, a
unas nueve millas de distancia, se deja ir con media docena de soldados descalzos, con
viejos mosquetes sobre sus hombros, para extraer recaudaciones de los pobres "mozos", como les llaman, so pretexto de multas
por embriague. Y esto a pesar de que el aguárdiente, el ron nativo, es
monopolio del Gobierno, y que lo expende a los "mozos", quienes no
tienen excusa para estar
sobrios y librarse de la multa. Aún en sus borracheras los pobres indios no son violentos y
se intoxican con sorprendente impasibilidad y quietud; pero los mestizos, más que nada aquellos con mezcla de sangre negra,
tienen a menudo riñas y pendencias, donde salen a relucir largos cuchillos y machetes con los que se infligen horribles heridas,
que sin embargo no tardan en cicatrizar.
No cabe duda
que negros e indios son inferiores a los blancos en intelecto, y existen mayores
diferencias entre ellos que la que hay entre los europeos. El negro trabaja duro por poco tiempo y en raras ocasiones, o cuando
obligado, pero es innatamente perezoso. El indio es industrioso por naturaleza y trabaja bien y con resistencia cuando es para sí
mismo; pero si se le obliga a trabajar para otro, pierde el ánimo, se consume y hasta muere. El negro es hablantín, vivaz,
vanidoso y sensual; el indio es taciturno, impasible, serio y mesurado. Como
hombres libres, aunque se les pague mal, si se les trata con bondad, los indios son dedicados y laboriosos en las minas; pero el
negro rara vez se adapta a este trabajo o a cualquier otro estable, a menos que sea compelido como esclavo,
bajo cuya condición es feliz e irreflexivo. No defiendo la esclavitud, pues
creo que es mayor la maldición que afecta a los esclavistas que a los esclavos,
ya que perjudica más a los
primeros que a los últimos. Al principio, los españoles esclavizaron a los indios, pero
éstos murieron con tal rapidez, que en poco tiempo la población indígena de las populosas islas de las Indias Occidentales fue
exterminada, a tal punto que gran número de indios fue transportado desde el continente para reemplazarlos, quienes murieron con igual
rapidez. Los españoles encontraron más beneficioso llevar negros del África, que prosperaron y se multiplicaron en cautividad, tan
rápidamente como los esclavizados indios se consumían y morían. En Centro América no hubo muchos esclavos negros, y desde
que los Estados arrojaron el yugo español, no ha vuelto a haber ninguno. La relativa escasez de negros en estos países los hace
mucho más placenteros y seguros de habitar que las Indias Occidentales, donde abundan. Los indios rara vez, o nunca, molestan a los
blancos, exceptuando en venganza por alguna gran ofensa; mientras que entre
los negros son frecuentes los
robos, violencias y asesinatos, sin más incentivo que su propia pasión aciaga y su
lujuria.
Las mujeres
en Santo Domingo son como todas las que viven en los pueblitos provincianos de
Centro América. La moralidad está en mengua y la mayoría viven amancebadas y no como esposas, sin que ello disminuya la
estimación de que gozan entre los vecinos. Esto se debe en Nicaragua, así como
en Centro y Suramérica,
a las disolutas vidas que llevan los curas, que con raras excepciones viven en
concubinato más o menos abierto. Las mujeres tienen hijos a temprana edad y resultan sin embargo, bondadosas e
indulgentes madres.
La villa limita hacia el este con las minas y la hacienda de la Chontales Mining Company, cuyas casas, talleres y maquinarias han sido levantadas a uno y otro lado del valle, con una quebrada corriendo al fondo. Unos cincuenta acres[2] de la selva han sido talados, cercados y convertidos en potreros. Siguiendo valle arriba desde la villa, a la derecha, a unas cincuenta varas del camino y sobre una pendiente cubierta de grama, están las casas del comisario y del tesorero, en la última de las cuales vive el médico oficial. La primera, grande, encalada, cuadrada, de dos pisos, es una casa de madera con corredores por tres lados y comunicada, por un bajareque, con la cocina, que está separada. Fue construida por uno de mis antecesores, el capitán Hill (q.e.p.d.), quien no vivió para estrenarla. Es una casa espaciosa, confortable, con vista a los talleres, maquinarias y parte de las minas, al otro lado del valle, y que llegó a ser mi residencia por cuatro años.
Cuando
llegué, la pendiente que daba al río, frente a la casa, estaba cubierta de malezas y
matorrales; pero una vez limpia, los reemplazó un verde césped, donde también planté naranjas, limas y otros cítricos, teniendo el
placer de verlos fructificar antes de mi regreso. Al occidente de la casa existe una hondonada, cubierta de leños caídos y basura,
lanzados desde la colina, y en cuyo fondo corre un manantial de agua
cristalina; ordené recoger los leños, juntar la basura, para quemarlos; puse
una cerca alrededor y formé una hortaliza, frutal y jardín. Los mangos y aguacates no habían dado fruto a la hora de mi
regreso, pero las piñas, higos, granadillas, bananos, calabazas, plátanos, papayas y chayotes produjeron abundantemente.
El chayote
es nativo de Méjico; es una planta trepadora de tallo suculento y hojas como de
parra, que crece con gran rapidez. El fruto, que se da en abundancia, tiene la forma y el tamaño de una pera y está cubierto de
suaves espinas. Se cuece y come como legumbre y sabe a la calabaza inglesa. Produjo una sucesión de frutos durante ocho meses al año
en Santo Domingo.
Después del
maíz, los plátanos y bananos forman el principal sustento de los nativos. Los
bananos emergen de sus tallos suculentos y despliegan sus inmensas hojas con gran rapidez. Baten sus sedosas hojas al sol o
brillan como espectro blanco a la luz de la luna, produciendo una de esas bellas visiones que sólo pueden admirarse a la perfección en los
trópicos. Existen en gran variedad y se cocinan de muchas maneras: cocidos, horneados, en pasteles o comidos como frutas.
Las variedades difieren no solamente por sus frutos sino también por el color de sus hojas y sus tallos. Los nativos pueden
distinguirlas sin ver la fruta y dan el nombre de cada una, con el que se conocen a través de toda Centro América, Méjico y Perú. Estos
nombres son de origen español; y este hecho, más la falta de nombres nativos, mejicanos o peruanos, me inclina a adoptar la opinión
de Clavigero, quien sostiene, en oposición a otros escritores, que los plátanos y bananos, no eran conocidos en estos países antes
de la Conquista, hasta que fueron llevados de las Canarias a Haití, en 1516, y desde allí al continente.
Ni la caña
de azúcar[3], ni los plátanos aparecen en la
lista de los productos
indígenas de Méjicó, elaborada por el acucioso cronista Hernández. Los nativos
extraían el azúcar de los tallos verdes del maíz. Humboldt pensó que algunas especies de plátanos eran nativas de América; pero es
increíble que tan importante fruta haya podido pasar inadvertida a los primeros historiadores. El cultivo del banano, en el Viejo
Mundo, data desde las más tempranas épocas que la tradición menciona. Uno de los nombres sánscritos era bhanu, fruta,
de la que probablemente se derivó el nombre de banano[4].
Tanto el
plátano como el banano se reproducen siempre por brotes o retoños que nacen de la
base de la planta. De la misma manera, la fruta de pan y la piña, que se propagan por estacas o brotes y que han sido cultivadas
desde remota antigüedad, han perdido la facultad de producir semillas maduras. Tales variedades no pueden crecer en estado
natural, sino bajo la selección del hombre, que desde antiguo ha cultivado las
mejores variedades sin
necesidad de semillas. Las mejores clases de bananos, piñas y fruta de pan, están casi
desprovistas de semillas, y es probable que los nutrientes necesarios para la formación de las semillas hayan sido mejor
utilizados en la producción de frutas más grandes y suculentas. Se conocen variedades de naranjas, también cultivadas desde muy
tempranas épocas, que producen frutas sin semillas; pero como se propagan, sin embargo, mediante semillas,
éstas no son variedades tan estériles como las otras mencionadas. No hay duda de que las
variedades sin semilla de bananos, fruta de pan y piña, han sido propagadas por siglos y este hecho destierra la opinión común
entre los horticultores, de que la vida de las plantas y árboles reproducidos por acodo o injerto no puede prolongarse
indefinidamente. Quizás sea este caso aplicable a ciertos árboles (tales
como los manzanos, bajo su cuidado directo); la razón por la cual dichas variedades mueren después de cierto tiempo, si no se
reproducen por semillas, pudiera ser que la energía del vegetal termina por consumirla la producción de semillas maduras, cosa que no
ocurre en los desprovistos de ellas, como banano, piña, fruta de pan.
Los higos
crecen bien en Nicaragua y muchos prefieren sus exquisitos frutos a cualquiera de
los otros. Mis árboles sufrieron mucho por el ataque de un grande y hermoso escarabajo longicornio, Taeniotes scalaris, (Fab),
que pone huevos en la corteza verde y produce larvas blancas que minan el tallo por dentro.
Tuve que
escarbarlos con un cuchillo para extraerlos, evitando la destrucción de los árboles
jóvenes. La vecindad de la selva, donde crecen muchas especies de higos silvestres, era la causa de que estos árboles sufrieran tanto,
pues en Granada los horticultores no tenían problemas con este insecto.
La
granadilla es la fruta de una de las flores pasionarias, Passiflora cuadrangularis, que se parece a una gran manzana
oblonga, hasta en el
olor. De ella se hacen pasteles y jaleas y tiene el sabor de una baya agria. Es difícil
defenderla de las ratas silvestres, que salen de los bosques y son aficionadas a la fruta de esta planta trepadora.
La humedad
y el clima cálido parecen favorecer a las papayas, que crecen con gran vigor y
producen muchas grandes y deliciosas frutas, como melones. Verdes, son excelentes para hacer almíbares, condimentados con un
poco de jugo de lima.
Entre las
legumbres encontré tres variedades de batatas, de corteza amarilla, morada y
blanca, y que difieren también por sus hojas y flores; también repollos, frijolitos, calabazas, yucas (Jatropha manihot), quequisques (una especie de
arácea, Colocasia
esculenta), lechugas,
tomates, chiles, apio, perejiles y zanahorias.
El clima
era demasiado húmedo para las cebollas, los guisantes, papas y nabos. Los frijoles
escarlatas, Phaseolus multiflorus, crecieron y florecieron
abundantemente, pero sin producir una sola vaina. Darwin ha demostrado que
esta flor depende, como muchas otras, de un abejorro para su fertilización, el cual posee un maravilloso mecanismo que permite
al polen ser restregado por la cabeza del insecto y depositado sobre el estigma de la siguiente flor
que visita[5].”
Existe en
América tropical numerosos abejorros diferentes a los nuestros, pero ninguno de
ellos visitó las flores de los frijoles escarlatas, por lo que creo que ésta es la causa de su esterilidad. Un caso
análogo es el de la vainilla, Vanilla planifolia, introducida a la India desde la América
tropical, y aunque crece bien allá y florece, no fructifica sin ayuda artificial. El mismo caso se presenta en los invernaderos de,
Europa: el Dr. Morren, de Lieja, ha probado que si se fertiliza artificialmente cada flor, producirá frutos y achaca su esterilidad
natural a la ausencia, en Europa e India, de algún insecto que en América acarrea el polen de una flor a otra[6].
Cuando se trata de aclimatar los productos nativos de un país, en el suelo de algún
otro distante, una vez conocidas las mutuas relaciones entre animales y plantas, deberán introducirme también los insectos
específicos que fertilizan las flores de las plantas trasplantadas. Así, si el insecto o pájaro que asiste en la fertilización de la vainilla
se introdujera y viviera en la India, el crecimiento de esta planta no sería problema, pues quedaría completamente naturalizada. A la
inversa, el éxito de los frijoles escarlatas dependerá de la introducción del abejorro inglés en Chontales.
Orugas, piojos, bichos y plagas de insectos de toda clase eran numerosos y hacían mucho daño a mi jardín; pero la plaga más grande fue la de los zompopos, con los que mantuve continua guerra. Como en esta contienda obtuve mucha información en relación con sus hábitos, logrando con éxito estudiar sus pillajes, ocuparé el resto de este capítulo en una disgresión al respecto.
Casi todos
los viajeros en la América tropical han descrito las correrías de las hormigas cortadoras
de hojas Oecodoma: sus caminos concurridos y bien marcados a través del bosque, su incesante persistencia en la
expoliación de los árboles, en especial las plantas introducidas, que son
despojadas y rasgadas, dejando sólo las nervaduras y unos pedazos recortados
del limbo de las hojas. Muchos
árboles recién plantados de mangos, naranjas y limones, han sido destruidos. En
efecto, cada vez que preguntaba por qué ciertos árboles frutales no se sembraban en determinado lugar, siempre me respondían que no
valía la pena plantarlos allí, pues las hormigas se los comían.
LA CASA DE
BELT (un siglo después): "Cuando llegué, la pendiente
que daba al río, frente a la casa, estaba cubierta de malezas y matorrales... Grande, encalada, cuadrada, de dos
pisos, es una casa de madera con
corredores por tres lados.. . espaciosa, confortable, con vista a los talleres, maquinarias y parte de las minas, al otro lado del valle, y que llegó a ser mi residencia por cuatro años".
El primer
contacto del forastero con estas hormigas, ocurre cuando encuentra sus caminos al
borde de la selva, repletos de ellas. Un grupo lleva pedazos de hojas, del tamaño de un penique, verticales entre las
mandíbulas; otro corre en dirección opuesta, con las manos vacías, pero ansioso de cargar con sus foliosos fardos. Siguiendo a
estas últimas se llega a algún arbusto que las hormigas remontan y entonces cada una, parada en el borde de una hoja, hace cortes
circulares con sus mandíbulas, en forma de tijeras, apoyándose en sus patas traseras como eje alrededor del cual gira. Cuando la
operación está casi realizada, todavía se encuentra posada sobre el pedazo de hoja cortado, dando la impresión de que caerá al
terreno con todo y su carga, de no ser que, sosteniéndose del resto de la hoja
por una pata, pronto se endereza,
acomoda su carga a satisfacción y emprende el camino de regreso. Unida al tropel
de las otras, cada cual con su carga a cuestas, sin perder un minuto, se apresura por el camino bien trillado. A medida que avanza,
otras rutas laterales desembocan en la principal, por donde se agolpan otras ocupadas viajeras, que marchan por el camino
troncal en un ancho de hasta unas siete y ocho pulgadas, resultando más congestionado que las calles de la ciudad de
Londres.
Después de
algunos centenares de yardas, a menudo más de media milla, se llega al
formicario: un montículo bajo y ancho, de tierra café y aspecto arcilloso,
entre matorrales que han sido despojados de sus yemas y hojas por persistentes mordiscos; matas que luchan
por restaurar sus hojas después de la primera defoliación. Las hormigas no
construyen sus madrigueras a la sombra de los grandes árboles del espeso bosque, para evitar las gotas de lluvia que caen desde lo alto,
las cuales obstruirían los conductos del nido; eso explica por qué los formicarios se encuentran por lo común a
orillas del bosque, alrededor de los claros y cerca de los senderos abiertos
que permiten la entrada de la luz solar. Numerosos túneles circulares, cuyo
diámetro varía desde media hasta siete u ocho pulgadas, bajan por el montículo de tierra, así como otros qué se abren a cierta
distancia del túmulo, conduciendo también hasta sus sótanos. En algunos de estos agujeros se observa a las hormigas trabajando
activamente, extrayendo pelotitas de lodo, que modelan sobre el montículo, incrementando su superficie, que se mantiene
siempre fresca y renovada.
Parándose
cerca del formicario, se ven en toda dirección filas de hormigas que se dirigen al
montículo, congestionado de ocupadas obreras que acarrean su cargamento de
hojas. Tanto como el ojo
puede alcanzar a discriminar sus diminutas formas, vienen moviéndose como tropel de hojas,
hacia el punto central, para desaparecer bajo los numerosos pasajes excavados. Las huestes que salen ya vacías, son casi
cubiertas por los voluminosos cargamentos de las que entran,
distinguiéndoselas solamente si se las mira muy de cerca. Las incansables
hordas impresionan por su persistencia y uno se pregunta si existe selva que pueda resistir tales invasiones. ¿Cómo es posible que
la vegetación no sea eliminada de la superficie de la tierra? Unicamente en los trópicos, donde los poderes de recuperación de la
naturaleza son inmensos y siempre activos, se puede resistir tal devastación. Explorando más sobre el tema, se llega a la
conclusión de que así como muchos insectos sobreviven por ser un bocado repugnante a los pájaros insectívoros, de la misma manera
existen muchos árboles en el bosque que se protegen del pillaje de las hormigas porque sus hojas son desagradables a su
paladar o bien inútiles a sus propósitos, o porque tienen adaptaciones especiales para defenderse contra sus ataques. En efecto,
ninguno de los árboles nativos parece tan sensible a la invasión como los árboles introducidos. A través de mucho tiempo los
árboles y las hormigas de la América tropical se han influido mutuamente. Variedades de plantas que evolucionaron como insulsas
para las hormigas, han logrado una inmensa ventaja sobre otras más apetitosas para ellas, y así, a través
del tiempo, cada árbol nativo ha logrado sobrevivir a la gran pugna, gracias a
la posesión original o a la adquisición de alguna protección contra las
grandes destructoras.
Los zompopos
son propios de la América tropical y es fácil comprender que arbustos y
hortalizas procedentes de países extranjeros, donde estas hormigas son desconocidas, no podrán adquirir, salvo por accidente y sin
relación con las hormigas, ninguna protección contra sus ataques, a los que están más expuestas. Entre los árboles introducidos,
ciertas especies son más afectadas que otras, aún del mismo género. Así en la tribu de las naranjas, la lima Citrus lemonum, gusta
menos que las otras especies. Es la única planta que descubrí creciendo siempre silvestre en Centro América. Por eso me inclino a
pensar, que, pese al corto tiempo transcurrido desde que fue introducida (unos trescientos arios), la variedad natural de lima que
se originó, resultó menos susceptible al ataque de las hormigas que la variedad cultivada, por lo que crece silvestre en muchas
partes y aparentemente ilesa. La naranja, Citrus aurantium, y el limón dulce, Citrus medicus, por el contrario, sólo pueden prosperar
donde han sido plantados y protegidos por el hombre; y en los sitios donde éste desistió de cultivarlos, la lima fue la única
especie que resistió el embate de las hormigas, afincándose en Centro América. La razón por la cual la lima es inmune al ataque de
los zompopos se desconoce. Un ejemplo de lo poco que sabemos sobre por qué una especie de un género particular prevalece
sobre otras similares. Un poco de mayor acidez, una leve diferencia química en la composición de la hoja, tan insignificante que
escapa a nuestros sentidos, puede ser suficiente motivo para asegurar la supervivencia o la desaparición completa de una especie de
todo un continente.
El pillaje
de estas hormigas era tan extraordinario, que interesará conocer algunos detalles
sobre las medidas que tomé para proteger mi jardín de sus ataques. La incesante guerra que libré contra ellas, por más de cuatro
años, me familiarizó con su maravilloso modo de vida.
En junio de
1869, recién plantado el jardín, se presentaron los zompopos y al momento comenzaron
a desnudar los bananos, naranjas y mangos de sus hojas. Seguí las huellas de las huestes invasoras hasta su nido, que
descubrí a unas cien yardas de distancia, cerca del borde de la selva. El hormiguero no era muy grande; el montículo de tierra
que lo cubría tendría unas cuatro yardas de diámetro. En un principio intenté
aterrar los agujeros, pero
abrieron otros de inmediato. A continuación excavé debajo del montículo, poniendo al
descubierto las recámaras internas, que almacenaban comida y albergaban crías en varias etapas de crecimiento. Entonces me percaté que
los pasajes subterráneos se extendían tan lejos y a tan profunda distancia, que habría sido una inmensa tarea erradicarlas
por tal método, pues las hormigas trabajan sin pausa construyendo nuevas galerías, y a pesar de todas las destrucciones que les
hice el primer día, las encontré al siguiente entregadas a la faena de defoliar mi jardín. En este estado de cosas, el médico oficial,
Dr. H. H. Simpson[7], acudió en mi ayuda sugiriéndome vaciar en
sus galerías ácido fénico mezclado con agua. El consejo resultó eficaz: tomamos una pinta del ácido café, revolviéndola con
cuatro baldes de agua y después de agitarlos bien, los derramamos en los agujeros. Oí correr el líquido hasta las más recónditas
profundidades del hormiguero, a unos cuatro o cinco pies de la superficie. El efecto fue tan completo como
pude haberío deseado; las huestes que merodeaban por el jardín fueron sorprendidas
al regresar y encontrar el hormiguero desorganizado; sus compinches salían aturdidas de las profundidades cavernosas, sólo
para descender de nuevo en la mayor confusión.
Al día
siguiente las encontré ocupadas extrayendo la comida de la madriguera asolada, y
acarreándola a una nueva, a pocas yardas de distancia. Aquí, por primera vez, observé una muestra de sus
maravillosos poderes racionales. Entre el viejo hormiguero y el nuevo había una empinada
ladera. En lugar de descender con su cargamento, lo lanzaban desde lo alto de la pendiente, dejándolo rodar hasta el fondo,
donde otras trabajadoras de relevo lo recogían y acarreaban al nuevo hormiguero. Era divertido vigilar a las hormigas
apresurándose con masas de comida hacia el borde de la pendiente, botándolas
y regresando inmediatamente por más. También extrajeron gran cantidad de cadáveres, producto de las
emanaciones del ácido fénico. Pocos días después visitando la localidad, encontré
que tanto la nueva como la vieja madriguera, estaban abandonadas y pensé que la población había muerto. Pero los siguientes
eventos me convencieron de que las supervivientes se habían movido a mayor distancia de ahí.
Un año después, mi jardín fue nuevamente invadido; tenía entonces varios rosales y repollos que las hormigas prefirieron a cualquier otra, planta; defoliaron de inmediato 'los rosales y grandes estragos hicieron entre las coles. Las perseguí hasta el nido, que localicé a unas seiscientas yardas del hormiguero anterior; vertí en los pasajes, como anteriormente lo había hecho, varios baldes de agua con ácido fénico, siendo indispensable el agua para arrastrar el ácido a los más escondidos vericuetos. Las hormigas huyeron una vez más del jardín, pero dos días después encontré a las supervivientes haciendo un camino que iba directo al viejo zompopero, abandonado el año anterior, y dedicadas a abrir nuevas galerías. Unas acarreaban pedazos de comida, otras cargaban blancas pupas y larvas aún no desarrolladas. Era un completo éxodo, de modo que al día siguiente la zompopera sobre la que había vertido ácido fénico estaba desierta. Todos estos movimientos me llevaron a la conclusión de que cuando se les perturba, siempre quedan sobrevivientes que emigran a una nueva localidad. Es posible también que algunas de estas hormigas conocieran la madriguera del año anterior y dirigieran la migración hacia ella.
Don
Francisco Velásquez me informó en 1870 que tenía un polvo que volvía rabiosas a las
hormigas, que se mordían y destruían unas a otras. Me suministró un poco, que resultó ser sublimado corrosivo. Hice varios
ensayos y encontré que era más eficaz cuando se espolvoreaba a lo largo de los
trayectos de las hormigas.
Basta regar un poco a través de sus senderos, en tiempo seco, para obtener sorprendentes
resultados. Tan pronto como una hormiga toca el polvo blanco, emprende una carrera descontrolada y ataca a las que se
cruzan en su camino. En un par de horas se observan tumultos de hormigas mordiéndose unas a otras, con individuos partidos en dos,
mientras otros han perdido patas o antenas. Cuando el revuelo llega hasta la zompopera, hormigas gigantes, que miden tres cuartos
de pulgada, y que sólo salen durante las migraciones o en defensa del nido, aparecen como dispuestas a controlar la
situación; pero tan pronto tocan el sublimado, toda su arrogancia desaparece,
y mientras huyen, son interceptadas
por algunas de las más pequeñas, que las prenden y retienen de las patas, y ya
afectadas por el veneno, se muerden entre sí, llegando a constituir al poco tiempo un nuevo centro de apelotonamiento de hormigas
rabiosas. El sublimado puede ser utilizado con eficacia sólo en tiempo seco. En el puerto de Colón observé a los americanos usar
alquitrán, regado a lo largo de los trayectos que se dirigen a sus jardines. Supe también que los indios preveen el ascenso de las
hormigas a los arbustos, atando en torno de los tallos manojos de yerbas con las agudas puntas hacia abajo.
De este modo las hormigas no pueden atravesar el manojo, ni encuentran como
escalarlo, confundidas entre los innumerables haces dirigidos hacia abajo. Menciono estos diferentes modos de combatir a las
hormigas, con cierta extensión, ya que constituyen una plaga en la América tropical y porque se ha supuesto que sus huestes son
invulnerables; pero usando los métodos arriba descritos se logra cultivar con éxito arbustos y hortalizas por los que las hormigas
muestran especial predilección.
No obstante
que estas hormigas son comunes a toda América tropical, llamando la atención de
casi todos los viajeros, existen muchas dudas sobre el uso que dan a las hojas que cortan. Algunos naturalistas suponen que
las utilizan directamente como comida; otros que se sirven de ellas para
revestir sus recámaras. Creo que el
verdadero uso es para abono, sobre el que crecen unas diminutas especies de moho, con
las que se alimentan; pues los zompopos son en realidad cultivadores y consumidores de hongos. La explicación es tan insólita e
inesperada, que puedo aducir, con cierta extensión, varias pruebas en apoyo de este punto de vista, En
efecto, cuando empecé mi guerra contra las hormigas, cavé profundamente dentro
de sus madrigueras; en nuestras operaciones mineras también, en dos ocasiones, excavamos muy abajo de grandes zompoperas, en tal
forma que todas sus galerías subterráneas quedaron descubiertas, comprobando
en ambas ocasiones que sus
nidos consistían en numerosas cámaras redondas, del tamaño de la cabeza de un hombre,
conectadas por túneles que conducían de una cámara a otra. A pesar de que
muchas columnas acarreaban sin cesar hojas cortadas, nunca pude encontrar
ninguna hoja en las madrigueras, lo que evidencia que son consumidas luego de transportadas.
Las cámaras estaban casi siempre cubiertas, hasta un tercio, por una masa
esponjosa, papilosa, café moteada
y de aspecto suave. Entre esta masa había numerosas hormigas pequeñas, que no
se ocupaban en el acarreo de las hojas, sino en alimentar a las pupas y larvas
dispersas entre la pelusa.
Esta masa, que la denomino "comida de hormigas", mostró al examen
estar compuesta de diminutos pedacitos de hojas desmenuzadas, marchitándose
y tomándose de color café, y densamente enlazados por los filamentos de ciertos mohos blancos, que se ramifican por todas
direcciones. No sólo encontré estos hongos en las cámaras que abrí sino también en los nidos de una especie distinta, que acostumbra
salir durante la noche, penetrar a las casas y robar substancias feculentas. Esta especie no construye
montículos sobre sus nidos, pero sí largos y serpenteantes pasajes que desembocan en cámaras
similares a las de la especie común, y como aquellas, cubiertas en un tercio de masas filamentosas de materia vegetal
fungosa, sobre la que se ven hormigas nodrizas y recién nacidas. Cuando un
nido es revuelto y las masas
fungosas esparcidas, las hormigas se preocupan por llevarlas en bocados hasta las recámaras
subterráneas. Algunas veces después de haber excavado un nido, encontraba al siguiente día, sobre la tierra removida, pequeños
agujeros horadados por las hormigas para extraer la comida sepultada. Cuando migran de una parte a otra, también acarrean
toda la comida que extraen de las habitaciones abandonadas. Me convencí de que no comen las hojas, pues rehusaron llevarse
ciertos pedazos que ya habían sido usados como abono, y que dejaron en las
recámaras abandonadas para
beneficio de las larvas Staphylinidae y otros escarabajos[8].
Los zompopos
no se limitan a las hojas, sino también acarrean cualquier sustancia vegetal que
encuentran disponible para el crecimiento de sus hongos. Son aficionados a la blanca corteza interna de las naranjas y también
cortan y transportan las flores de ciertas matas, cuyas hojas dejan intactas. Ponen especial cuidado en la
ventilación de sus cámaras subterráneas, a través de numerosos agujeros que se dirigen
a la superficie, los que abren o cierran para mantener un grado adecuado de temperatura subterránea. Cuidan que los pedazos
de hojas acarreados al nido no estén ni muy secos ni demasiado húmedos, lo cual confirma la suposición de su empleo para el
desarrollo de los mohos, que requieren condiciones especiales de temperatura y humedad que aseguran un
vigoroso crecimiento. Si se produce una repentina lluvia, las hormigas dejan de
transportar las piezas mojadas a sus agujeros, dejándolas cerca de la entrada para que se sequen al sol, antes de ser recogidas y
llevadas al interior; pero si la lluvia continúa, las piezas quedan tan empapadas, que son abandonadas sobre el terreno. Por el
contrario, en tiempo caliente y seco, cuando las hojas se secan en el
trayecto al nido, las hormigas no salen en su búsqueda sino al amparo del frescor de la tarde o durante la noche. Tan pronto como los
pedazos de hojas ingresan a la madriguera son desmenuzados por pequeñas obreras, en trozos microscópicos.
Esta última clase de hormiga nunca carga hojas, pues sus obligaciones en el
interior del hormiguero se limitan a cortarlas en diminutos fragmentos y a alimentar a las hormigas recién nacidas. Las he visto, sin
embargo, correr a lo largo de los senderos junto con las otras, pero en vez de ayudarlas con su cargamento, trepaban sobre los
pedazos de hojas acarreadas por las hormigas medianas, regresando de este modo
a cuestas a la madriguera.
Es probable que tomen paseos simplemente para refrescarse y hacer un poco de
ejercicio.
La clase más
numerosa la constituyen las obreras, que parecen dirigir y proteger a las demás.
Nunca salen fuera del hormiguero, salvo en ocasiones especiales, como durante una emigración o durante un ataque a las columnas o
al nido. En tales circunstancias emergen agresivamente, y atacan al enemigo con sus fuertes mandíbulas. En cierta ocasión,
excavando sus nidos, una de estas gigantas trepó sin que me diera cuenta por mi
traje, insinuando su
presencia con un mordisco en mi cuello, que no dejó de sacarme sangre. La actitud arrogante con
que salen del hormiguero y su tamaño grande, comparado con el de las otras, me dieron la impresión de que en sus voluminosas
cabezas albergan cerebros que dirigen a la comunidad en sus varios deberes, y muchas de sus acciones, como ésa que he
mencionado de los trabajadores de relevo, con dificultad pueden atribuirse al puro y ciego instinto. Algunas hormigas cometen errores,
transportando hojas inapropiadas, como por ejemplo de zacate, que casi siempre desechan. He visto a algunas, quizás las
más inexpertas, transportando este pasto, e invariablemente eran rechazadas y expulsadas del hormiguero. Me imagino que estas jóvenes
recibían de sus superioras, una
severa reprimenda, por su estupidez.
Concluiré
este largo informe sobre los zompopos, con un ejemplo de sus poderes racionales: en
un nido cerca de uno de nuestros carriles, las hormigas tenían que cruzar los rieles para llegar hasta los árboles. Cada vez que los
vagones iban y venían gran número de hormigas morían aplastadas. Después de estar cruzando por varios días, se pusieron a
trabajar en un túnel debajo de cada riel. Un día en que los vagones , no estaban trabajando, interrumpí estos pasajes colocando piedras;
y aunque gran número estaba transportando hojas para el nido, no osaron cruzar los rieles, sino que comenzaron a trabajar en un
nuevo pasaje debajo de ellos. Parecía que una orden se cumplía o una
comprensión se había generalizado:
los rieles no debían ser cruzados.
Estas
hormigas parecen no tener muchos enemigos, aunque algunas veces encontré excavaciones
en sus madrigueras tal vez por algún pequeño armadillo. Otra vez advertí la presencia de una diminuta mosca parásita,
cernida sobre una pequeña columna de hormigas cerca del nido, que de vez en cuando, lanzándose como una flecha, despojaba de un
huevo a una que iba entrando. Grandes escarabajos cornudos, Coelosis biloba,
y una especie
de Staphylinus,
se
encuentran en las madrigueras; es posible que sus larvas se nutran de las hojas
descompuestas, una vez que las hormigas las han utilizado.
ORO Y PLATA
EN SANTO DOMINGO: "El mineral más rico produce de una a cuatro onzas de oro por tonelada... El oro no se presenta puro sino en
aleación natural con la plata".***
[1] Río Escondido. (N. d. T.)
[2] Medida inglesa equivalente a 0.40 hectáreas. (N. d.
T.)
[3] Se dice que la caña de azúcar no tiene semillas en
las Indias Occidentales, Madagascar, India, Cochinchina y el archipiélago
malayo. Darwin: Animals and Plants under Domestication.
Vol. II, pág. 169.
[4] Humbolt. Asvects of Nature. Vol. II Dáff. 141.
[5] Gardener's Chronicle. Octubre 24, 1857 y noviembre 14,
1858. También T. H. Farrer: Annals of Natural History. Octubre 1868.
[6] Taylor: Annals of Natural History. Vol. III,
pág. 1.
[7] Este
caballero, estimado por todos, de gran talento y futuro, murió en Jamaica de hidrofobia, dos o tres meses
después de haber sido mordido por un perrito que no aparentaba ningún síntoma de rabia.
[8] Esta teoría
del empleo de las hojas para cultivar hongos ha sido confirmada por Fritz Müllar, quien ha
llegado a la misma conclusión y en forma independiente, en Brasil. Sus observaciones sobre éstos y
otros hábitos en los insectos aparecen en carta dirigida a Charles Darwin, publicada en Nature del
11 de junio de 1874.
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