La Dramática Vida de Rubén Darío 1

Capítulo - 1

INTRODUCCIÓN

En la introducción de la primera edición guatemalteca de este libro en 1952, decíamos que “La biografía de Rubén Darío es una empresa todavía inédita...”. Podemos decir en 1979 que esa aserción todavía está latente, si se piensa en una obra que abarque el aspecto biográfico realmente total, y el aspecto crítico completo, fundidos en una unidad que armoniosamente los conforme. Este sería un tipo de gran biografía-ensayo, que ojalá el futuro la vea aparecer. Nuestro afán ha sido esencialmente rastreador de los pasos del poeta desde su nacimiento hasta la extinción de su aliento vital. La vida de Rubén Darío escrita por sí mismo, sigue siendo la infraestructura inevitable para los biógrafos, a pesar de las muchas omisiones, anacronismos, invenciones y tergiversaciones. Amén de la premura de tiempo que explica esos numerosos errores, la principal fuente de ellos es la memoria de la poeta, fabulosa para retener palabras y pobre para conservar hechos. El caso más ejemplificador que refiere el poeta, es la anécdota del capitán Andrews, que correctamente narró como incidente de su primer viaje a España (1892), y al contar el segundo viaje (1898), rectifica, diciendo que fue en este que ocurrió. El doctor Oliver Belmás da la fecha de llegada del capitán Andrews a Palos de Moguer.

Nuestras fuentes —como en otra ocasión lo hemos dicho— más aprovechadas han sido sus obras, los artículos y poemas que tienen fecha de composición o de publicación si esta se hizo en más o menos breve lapso posterior. Las recopilaciones de E. K. Mapes, Diego Manuel Sequeira, Alberto Ghiraldo y Roberto Ibáñez son, por eso, preciosas. Un joven investigador argentino, el doctor Pedro Luís Barcia, llevó a cabo una ingente labor de esa índole concretada en dos volúmenes, el primero de los cuales, que ya vio la luz, 1 nos ha prestado un servicio difícil de exagerar. El segundo volumen no ha tenido la fortuna de ser impreso, y en Buenos Aires nos fue imposible aprovechar los originales, ni siquiera el fichero bibliográfico, porque el acucioso compilador no quiso facilitarlo entonces ni después, ni prestadas, ni vendidas las copias fotostáticas de las fichas. Contrasta esta conducta con la de otros investigadores, algunos de los cuales llegaron hasta la munificencia como con placer lo diremos más adelante.

El último viaje de investigación realizado en la primavera de 1972 con mi esposa Marta Rivas de Torres, fue tan fructífero que este libro se ha enriquecido con la afluencia de un caudal de información que lo hacen diferente de las ediciones anteriores, gracias, principalmente, al Seminario-Archivo Rubén Darío, que ahora acapara el mayor interés por su cuantioso acervo documental. Pero no queremos significar con esto, ni mucho menos, que no dejamos nada por leer, anotar, copiar o fotocopiar en ese viaje. En seis meses era imposible realizar el programa preparado; lo impidió, ante todo, el factor económico, que tantas bellas intenciones malogra. En Bogotá, copiamos algunos artículos de prensa, pero el engorroso acceso a libros y documentos en la Biblioteca Nacional no permitió esclarecer algunos puntos dudosos en las relaciones de Rubén Darío y Colombia. Dichosamente, el libro del doctor Publio González-Rodas, Rubén Darío and Colombia, cubre casi toda esa área.2

En Quito, tuvimos la fortuna de recibir la cooperación del Director de la Biblioteca Nacional, licenciado Delgado, y su secretaria, señorita Carrión, así como del jefe de la hemeroteca del archivo del Diario El Comercio, señor Nelson Páez, siendo el resultado la fotocopia de ciento veinte artículos periodísticos.

En la Biblioteca Nacional de Lima todo se realizó como a pedir de boca por haber en ella un personal administrativo que casi se anticipa a los deseos del visitante. Allí, pues, nos brindaron sus servicios la encargada del Departamento de Consulta y Lectura, señora Alivia Ojeda de Padrón, y su secretaria; en la Casa de la Cultura la señora Delfina Otero Villarán; en dicha Institución nos introdujo la ciceronía simpática del escritor Francisco Izquierdo Ríos, autor de La literatura infantil en el Perú y de novelas y cuentos numerosos en que ha aprisionado el paisaje natal y el alma de su pueblo. El señor Grégor Díaz, del Club de Teatro de Lima, también nos atendió con gentileza.

Del rico fondo bibliotecario periodístico obtuvimos ciento cuarenta y nueve copias fotostáticas de artículos sobre Rubén Darío.

En Santiago de Chile nos honró don Roberto Meza Fuentes, el dilecto autor de De Salvador Díaz Mirón a Rubén Darío, con su gentil trato al que sumó efusiva bondad su esposa doña Sara, y con los libros y revistas útiles a nuestra indagación, que nos obsequió.

La Biblioteca Nacional fue sitio de indecibles emociones: leer colaboraciones de Rubén, las clarinadas alboreales del modernismo, en la época y tener en las manos las colecciones completas de las revistas Mundial y Elegancias. En el Fondo bibliográfico Raúl Silva Castro, que custodiaba el joven Jaime Mendoza, atentísimo, en la misma ilustre casa, hallamos documentos que se citan en la debida oportunidad.

Buenos Aires, palestra del modernismo, ofrece campo para un año de trabajo, que será menos cuando el Dr. Barcia logre publicar el 2.º volumen de su compilación. Allí pudimos prolongar nuestra permanencia por dos semanas, gracias a la cooperación económica de la Universidad Autónoma de Nicaragua que nos facilitó trescientos dólares, lo que nos obliga a estampar el nombre de su rector, doctor Carlos Tünnermann Bernheim, que atendió nuestra solicitud. La Biblioteca Nacional de la “cosmópolis” de Rubén, tiene tal caudal bibliográfico del gran poeta, que se ha debido registrar en un catálogo especial mimeografiado. La hemeroteca del Congreso de la Unión y la de la Biblioteca Municipal ofrecen el manejo de sus colecciones de la “sábana” de La Nación, La Prensa, La Tribuna, etc. Eran inevitables las visitas al Archivo de La Nación, durante las noches, y el acceso lo obvió el culto secretario don Víctor Claiman, y la facilidad de las consultas, el bibliotecólogo don Manuel Garrido. Servicio similar nos prestaron con sus gestiones en La Prensa, el joven poeta Antonio Requeni y el continentalmente conocido escritor antiimperialista Gregorio Sélser.

Viven en Buenos Aires vástagos de los que fueron militantes del modernismo en los años noventas, cuando Rubén Darío al frente de ellos hacía todo “el daño posible al encasillamiento académico”. Lo que fue el entusiasmo de aquellos jóvenes, puede uno colegirlo por el culto que todavía rinden sus hijos al poeta-libertador. Otros recibieron del seno materno el santo y seña del amor al poeta, que también les transmitió el padre admirador de las novedades poéticas que entusiasmaron su juventud. El doctor Eduardo Héctor Duffau era de estos y allí estaba su cuantiosa biblioteca dariana, amorosamente conservada, para probarlo. De allí sacaron la materia prima de artículos, ensayos y libros muchos escritores. El doctor Duffau fue muy cortés al visitarlo, nos mostró su tesoro dariano, pero acaso por el influjo de los años que pesaban en su organismo, su cortesía se tornó casi en hosquedad cuando mi esposa empezó a copiar, de manera que solo pudimos aprovechar la primera edición de Los Raros y algún otro libro. Pero nos compensó don José María Longo al poner a nuestra disposición las primeras ediciones darianas y la rica colección de recortes, esmeradamente conservada que en largos años de atención alerta ha formado. El profesor Juan José de Urquiza, nuestro amigo epistolar de años atrás, editor de Memorias de un hombre de teatro, de su tío Enrique García Velloso, nos dio a conocer y se lo agradecemos, la copia de una preciosa anécdota y las cartas de Darío al que fue maestro del teatro argentino durante varias décadas. El doctor y académico Fermín Estrella Gutiérrez, cuyo padre fue amigo de Rubén y colega consular, nos brindó, con su acogida personal, el bien de sus libros, en que hay buena miga de lo que buscábamos. Subrayamos con placer y agradecimiento el nombre de doña Eloísa Darío de Schleh, hija de Rubén Darío Contreras, por la buena voluntad de su acogida y el obsequio de varios libros de su padre; ella es una artista del pincel, que transmite su técnica como profesora, igual que su hermana Stella, a quien no pudimos conocer, como tampoco a su hermano residente, a la sazón, en otro país.

El halagüeño comentario a la primera edición de este libro, cuyo recuerdo está penetrado de reconocimiento, movió nuestros pasos hacia la calle Caseros 2695 donde vivía el profesor, escritor y en buenos ratos, poeta Germán Berdiales cantor y educador de niños en lejanos ayeres. Modesto hasta la humildad y bueno como un digno personaje de santoral, vencía la resistencia de su organismo claudicante para atendernos y en esa gentileza lo aupaba su incomparable esposa Paulita, con su subyugante ternura.

Don Germán sentía por Rubén Darío una devoción que solo iba en zaga a la que tenía por Jesucristo. En cada libro de Rubén había escrito una estrofa traductora de su casi idolatría y como para demostrarnos su solidaridad dariana nos obsequió un ejemplar de la primera edición del gran libro de Arturo Marasso Rubén Darío y su creación poética, dedicado a él, y en el cual, en el reverso de la tapa, adosó, engomada, una carta elogiosa de aquel que fue buzo explorador de la obra oceánica del poeta, provisto del más poderoso escafandro de sabiduría en letras humanas.

Saludamos con gozo y honra al doctor Juan Carlos Ghiano, eminente en la cátedra y en la crítica literaria, a quien debemos los barristas compactos puñados de juicios saturados de certeza, que se aprecian en Rubén Darío, Análisis de Prosas profanas y en otras páginas suyas.

Saludamos también a un escritor y poeta de nombre que ha aparecido en rotativos del Continente y cuyas colaboraciones en El Nacional, de México, leíamos con apasionado interés. César Tiempo estaba en compañía de su esposa doña Helena y de su hija Blanca Hizo da, tan bella como talentosa. Las orientaciones de César fueron guías claras en varios quehaceres que nos inquietaban, tal es la cuestión de la nacionalización argentina de Enrique Gómez Carrillo y Rubén Darío, que no llegó a efectuarse.

Contrariamos el deseo de reseñar más contactos e incidentes gratos como la excursión al Tigre Hotel donde Rubén escribió el poema “ Divagación” y otros.

Pero el tiempo urgía el traslado a Montevideo. Por siempre imborrable en nuestra memoria es la visita al gran poeta Carlos Rabat Ercasty, varón de alta estatura y que a los ochenta y cinco años conserva la lucidez del cerebro que por medio siglo irradió su saber humanístico en la juventud uruguaya. Nos refirió su preciosa anécdota con de Rubén en el Ateneo de Montevideo y nos obsequió varias de sus obras, entre ellas la gran Oda secular a Rubén Darío. Su sala de recibo era su biblioteca en un minúsculo cuarto con menos espacio que libros; vivía de una mísera jubilación y lo asistía con sus cuidados y con su trabajo de maestra, su abnegada compañera.

En la oficina del leidísimo semanario Marcha, estrechamos la mano de su director, el inclaudicable e infatigable combatiente por los derechos de nuestros pueblos, Carlos Quijano, por cordial presentación de su compañero de labor y de idénticas virtudes cívicas, profesor Julio Castro. Un momento nos ocupó Rubén porque Marcha editó la compilación de artículos realizada por Roberto Ibáñez; pero fueron los problemas de nuestra América, infestada de tiranías y acogotada por el imperialismo, el tema de nuestra conversación.

Queremos dar las gracias a la alta poetisa y escritora Dora Isella Russell, cuya amistad epistolar provocó la primera edición de este libro y que siempre fue atenta a nuestros ruegos; al eminente catedrático, poeta y ciudadano del Continente, maestro del civismo sin fronteras de patria y partido, Roberto Ibáñez, a quien encontramos todo envuelto en la nube de dolor por la falta de la compañera, imponderable por sus condiciones de mujer y de erguido prestigio como poeta, Sara de Ibáñez, como ella pronunciaba, con acento de mantenido amor. A Roberto Ibáñez agradecemos el valioso presente de las Páginas desconocidas de Rubén Darío, con textos exactos y con páginas introductorias en que rectifica entuertos literarios y cronológicos importantes.

La consulta en la Biblioteca Nacional de Montevideo de los diarios El Día, El Siglo, El Diario del Plata, La Razón, El Bien, La Democracia, El Tiempo, El Pueblo, Ecos del Progreso, El Telégrafo y libros uruguayos atañentes al modernismo, fue fácil gracias a la señorita directora del Departamento de Servicios Públicos, Herminia Costa Valles, y al señor Visco, Director del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios.

En Madrid, que llegó a convertirse en capital del modernismo como anexo a la capital idiomática, la extensión del campo de investigación es oceánica. Por esto fue lamentable perder el mes entero de agosto arrebatado al trabajo por el ardiente verano. Menos mal que nos lo compensó el mosaico de paisajes de una docena de provincias visitadas y París.

La Biblioteca Nacional, con su rápido servicio de xerocopias, dio eficacia a la labor pesquisadora de incógnitas darianas. También fueron sitios que coadyuvaron a saciar la inquietud, la Biblioteca Municipal, la Hemeroteca Municipal y sobre todo el Seminario-Archivo Rubén Darío, fundado por el catedrático de Literatura Iberoamericana, escritor y poeta Antonio Oliver Belmás. No olvidemos que con aquel nombre se rubrica el cuantioso acervo epistolar de Rubén Darío, que doña Francisca Sánchez conservaba y que cedió al Estado español después de las persuasivas gestiones del Dr. Oliver Belmás y de su esposa la poetisa doña Carmen Conde. El Seminario-Archivo estaba —y creemos que dichosamente aún está— bajo la alerta y celosa custodia de su director Dr. Francisco Sánchez-Castañer, de su adjunto Dr. Luís Sáinz de Medrano, y de la secretaria, señorita Rosa Martín Villacastín, nieta de doña Francisca Sánchez, que en la Facultad de Filosofía y Letras distribuye su actividad en la secretaría, en el estudio y en la vigilancia inmediata del Seminario-Archivo sancta santorum del culto a Rubén Darío.

El doctor Sánchez-Castañer nos obsequió su libro Rubén Darío y el mar, en que agota hasta el último residuo de la rica veta poética que el titulo confronta; y es importante recordar que dirige la voluminosa revista Anales de literatura hispanoamericana, publicación sucesora del Boletín del Seminario-Archivo Rubén Darío, que el Dr. Oliver Belmás fundó y dirigió hasta su muerte. En la nueva publicación se reserva espacio al Seminario-Archivo Rubén Darío, de manera que los devotos tienen allí ara para su culto.

Con la constante cooperación de la señorita Martín Villacastín, pudimos escudriñar la entraña del Seminario-Archivo, obtener varios centenares de copias fotostáticas de cartas de Rubén y para él, y leer muchas más que mi esposa anotó. Aquí estamos obligados a dar las gracias otra vez al Dr. Carlos Tünnermann Bernheim, rector de la Universidad Autónoma de Nicaragua, por su generosa ayuda , que nos permitió no solo prolongar la estancia en Madrid, si no completar, suficiente para ampliar bastante la investigación. Los dariístas nicaragüenses deben reconocimiento al Dr. Tünnermann Bernheim, porque, gracias a él, el Museo-Archivo Rubén Darío de la Alma Máter nicaragüense se enriqueció con todas las fotocopias que adquirimos en nuestro viaje: cerca de un millar.

Con el título original de este libro La Dramática vida de Rubén Darío se abriga un contenido que dista ya mucho del que ofreció la primera edición, que en su momento fue el más nutrido de información biográfica. El cincuentenario de la muerte y el centenario del nacimiento de Rubén Darío, provocaron una diluvial producción de ensayos críticos, prólogos notables en antologías y libros, en que los hitos biográficos no escasean, ora como recuerdos, ora como referencias rápidas a lugares, fechas y sucesos. Se hizo nueva edición de la biografía escrita por Charles D. Watland 3 y de la culminante del Dr. Oliver Belmás. Este otro Rubén Darío.

En ese alúd publicitario rodó también la cuarta edición de La Dramátic... egresada prestigiosa Editorial Grijalbo, de Barcelona. En las notas se señala el aporte que debemos a los autores cuyos trabajos aprovechamos. Sus nombres llenarían una página aflictiva para el lector, pero no resistimos el impulso que nos mueve a mencionar tres y sus hazañas; doctor Boyd G. Carter, descubridor de la Revista de América, de Darío y Jaimes Freyre; José Jirón Terán desenterró un buen puñado de poemas totalmente ignorados de Rubén4 y Fidel Coloma González5 descubrió el primer libro de Rubén Darío, que publicado en dos ediciones, la primera facsimilar, fue el homenaje cumbre en las fiestas por su centenario en Nicaragua.

Pero lo que nos está atizando el ánimo es la urgencia de declarar a voz en cuello nuestro agradecimiento a los señores José Jirón Terán, de León , Nicaragua, y Hensley C. Woodbridge, de Carbondale, Illinois EE. U.U. , que de la bondad pasaron a la prodigalidad y de esta a la munificencia, con el envío de fotocopias, indicación de pistas, referencias y rectificaciones oportunas. El Dr. Woodbridge nos ha enviado libros enteros, xerografiados, y el correo aéreo ha traído de León —y luego de regreso llevados— libros y folletos de la biblioteca dariana del señor Jirón, la más cuantiosa del mundo. El que quiera saber lo que es la devoción pura, total, absoluta, a un personaje, que se acerque a Jirón Terán y conozca lo que ha hecho, hace y seguirá haciendo por acumular papeles de y sobre Rubén Darío.

La inclusión de más de un centenar de nuevos datos, fruto de la investigación en que la parte dura correspondió realizar a doña Marta de Torres, así como la copia definitiva del texto, y de la lectura de trabajos de investigadores como Evelyn U. Irving, Fred. P. Ellison, Sergio Fernández Larraín, George O. Schanzer, Boris Gaidasz, Donald F. Foguelquist, que nos favorecieron y honraron con sus envíos gentilmente dedicados, han enriquecido considerablemente la obra hasta hacerla, quizás —ojalá que no— perder la amenidad que fue el principal propósito original.

Fue motivo de censura haber registrado en el relato biográfico el alcoholismo de Rubén. La investigación reciente nos hizo topar con ignoradas crisis que la lente biográfica no ha podido menos que reflejar. Ese doloroso declive en que resbaló la vida de Rubén Darío, desde su juventud hasta los días postreros fue, desgraciadamente, una constante de su existencia. Es comprensible la repugnancia de los que tienen una imagen mítica del poeta; pero les aseguramos que no lo aman más que nosotros, que somos sus hermanos en ese amor; pero como historiadores tenemos que ser fieles a la verdad de esa vida preciosa, gloriosa y desdichada. Es cierto que hay algunos otros grandes de nuestra América que gozan de la casi deificación, y sus adeptos no soportan ni un mínimo señalamiento de sus aristas humanas. Celebramos esa conducta, porque es la sublimación de un sentimiento ennoblecedor del hombre: la admiración. Y es más, los acompañamos en esa actitud, pero no nos empecinamos en reconocer los lunares, a veces manchas, de sus magnas personalidades. No hay duda que la historia destruye mitos y afea leyendas, amarga creencias y derrumba altares. Pero el “rompeolas” que dijo Rubén, ha resultado ser de cemento romano y sigue resistiendo los embates del olvido. Él emerge del barro del cotidiano vivir, purificado por el amor a la belleza y su realización en estrofas de perpetua lozanía. Amar la belleza inclaudicablemente y sin tregua es la máxima lección de su vida.

Nuestra última expresión de agradecimiento es para el público, y es la más acendrada, que ha hecho posible con su halagadora acogida esta sexta edición de La dramática vida de Rubén Darío.
Abundantes fueron los reclamos de universitarios distinguidos para que pusiéramos notas indicadoras de las fuentes del texto. Ya hemos contestado esta objeción en introducciones anteriores. Nuestro trabajo no ha tenido intención erudita; quisimos ofrecer un libro de lectura fácil, amena en lo posible, y consideramos las notas contrarias a ese objetivo. Ahora hemos optado por algo difícil de lograr, que es complacer a los eruditos y a los lectores corrientes, poniendo notas al final de cada capítulo que corresponden cada una a un pasaje del texto.

Y si a los compatriotas del idioma, y a los hispanoamericanistas de otras lenguas agrada nuestro esfuerzo, creeremos que hemos contribuido a dar perpetuidad al recuerdo de Rubén Darío, aunque nada ni nadie puede hacer más en ese sentido que su propia obra.


Edelberto Torres*
San José, Costa Rica, noviembre de 1972 - julio de 1977.

* Falleció en San José de Costa Rica, el 20 de agosto de 1994

NOTAS A LA INTRODUCCIÓN

1. Escritos dispersos de Rubén Darío, recogidos de periódicos de Buenos Aires. Estudio preliminar, recopilación y notas de Pedro Luís Barcia, advertencia por Juan Carlos Ghiano. T 1, Universidad Nacional de La Plata, Facultad  de Humanidades y Ciencias de la Educación, la Plata (s/f)

2. Publio, González Rodas: Rubén Darío and Colombia, University of Pittsburgh, 1972.

3. Charles D. Watlan: Poeta errante, traducido del inglés por Enrique Gracía Diez, University Microfilm, Ann Arbor, Michigan. U.S (s/f)

4. José Jirón Terán: “Doce poemas inéditos y desconocidos de Rubén Darío. “Otros doce poemas inéditos y desconocidos de Rubén Darío”, en Revista Rotaria, No. 9 y 10, junio y julio  León, Nicaragua 1972.

5. Poesías y artículos en prosa de Rubén Darío, t.1, vol. II complementario de la edición facsimilar. Estudio preliminar y notas de Fidel Coloma González, Universidad  Nacional Autónoma de Nicaragua, León, 1967.




I. EL VIAJE PRENATAL


Santiago de los Caballeros de León de Nicaragua es un paisaje urbano que está en un marco de paisaje natural en el cual encaja como una joya en su estuche. Las calles corren de Norte a Sur y de Este a Oeste, e interrumpen su continuidad en el centro de la ciudad para dar espacio a la antigua Plaza de Armas —que hoy ocupa un jardín arbolado—, a la Catedral metropolitana; al edificio del ayuntamiento y al de la Gobernación provincial.
Como cabeza de la provincia, durante el régimen colonial, León incrementa su población, su vida social y cultural. El suelo feraz y el trabajo de los indígenas son fuentes del bienestar que los leoneses gozan. En la campiña los ganados abundan, los trapiches trituran la caña de azúcar, los algodonales presentan sus coágulos níveos y por todas partes la vista descubre los sembrados de maíz, frijol y trigo millón, que colman, cosechados, las trojes; en ellas se apretujan las mazorcas de compactos granos gualdas, o rojos, o blancos, o negros.
El estilo de las construcciones es el mismo de la madre patria que lo heredara a su vez de Roma. Las gruesas paredes retan la alevosía de los temblores; los balcones salientes propician los deliquios de los enamorados, las serenatas y hasta los chismes de las comadres.
Tras el asentamiento económico, el espíritu aflora con sus apetencias culturales, y León tiene primero un colegio tridentino (1680) que deviene universidad en 1816, y como frutos: licenciados y doctores en derecho civil y canónico, que juran por Justiniano, y el Concilio de Trento, y médicos que saben al dedillo su Hipócrates y su Galeno.
La ciudad ha sido víctima, más de una vez, de la rapacidad de los piratas, pero incendiada toda, incluso la Catedral, resurge con sus casonas solariegas de amplios corredores, de patios floridos y espaciosos aposentos, y siempre la Catedral, formidable masa de cal y canto, desafiando siglos y  terremotos, imponente más por su magnitud que por su belleza y poderosa como la voluntad del obispo que la erigió. Luego, más iglesias, hasta catorce, que en los grandes días del calendario eclesiástico llenan el espacio con la algarabía de sus repiques.
En las veladas de familia los niños escuchan de labios de sus mayores historias truculentas de los piratas; cómo doña Paula del Real despertó al vecindario a los toques de un tambor cuando aquellos forajidos cayeron de improviso sobre la desprevenida población; cómo don Lorenzo González Calderón, maestre de campo, los mantuvo a raya con la tropa de mestizos y pardos que organizó y sostuvo con su peculio. Escuchan los chiquillos, absortos, relatos de milagros de santos, de pestes y otras calamidades que afligieron a la ciudad en diferentes épocas, y no faltan las consejas que inventa la imaginación popular afiebrada por el miedo, que dicen de un nocherniego que se atrevió por las calles en una aventura sentimental, y lo sorprendió la cegua o la carreta nagua, o le apareció el obispo Valdivieso asesinado en 1550; o su colega el obispo Fray José Antonio de la Huerta Casso, muerto  por el arañazo de un gato, o, ya en el siglo XIX, el coronel Arrechavala cabalgando en su caballo que sería de batalla si no viniese de su hacienda, o si no fuera a holgar a discreta hora nocturna con fembra placentera”.
Al promediar el siglo XIX León no presenta un desnivel pronunciado de cultura comparado con las ciudades de la América española, pese a las infaustas, desastrosas y funestas guerras civiles. Los letrados leoneses leen a Horacio y Cicerón en su lengua; comentan a Justiniano y a Suárez, conocen el enciclopedismo francés y saborean a los clásicos castellanos. León dio hombres a la gesta de la Independencia de Centro América, Miguel Larreynaga, entre ellos, erudito que lindó con la sabiduría por su inquietud científica y con el humanismo más puro como lector entusiasta de Horacio en latín, de Aristóteles en griego y de clásicos franceses, ingleses y españoles; a su misma altura está Manuel Barberena. Otro leonés, don Pablo Buitrago, una vez Jefe de Estado en Nicaragua, es varón de leyes y maestro de la juventud. El prestigio del licenciado Gregorio Juárez es tan universalmente aceptado y su criterio tan acatado, que cualquier dificultad o embrollo, máxime en cuestiones jurídicas, la gente lo soluciona exclamando: ¡Que lo diga Juárez!
Para la cátedra hay expositores muy dueños de su materia, y para la tribuna y el púlpito oradores verbosos y tocados de elocuencia.
Versos los hace todo el mundo, aunque no haya poetas, y apenas con esfuerzo puede mencionarse a Francisco Díaz Zapata y Cesáreo Salinas de León. En la zona oriental del país tañen modestas liras Carmen Díaz y Juan Iribarren. En León se versifica con motivo de cualquier menudo acaecimiento social: epitalamios por una boda, elegías por un deceso, epigramas por un cumpleaños; epinicios por una victoria política o militar, silvas laudatorias por la consagración de un obispo y hasta por la toma de posesión de un empleo. Ni para qué decir que la más constante fuente de rimas es el amor a las Fléridas, Doroteas y Filis locales.
Las familias más antiguas descienden de encomenderos y funcionarios coloniales, y tienen a bien asignarse antepasados ilustres y escudos blasonados. Así el Capitán Francisco Díaz de Mayorga era del linaje de Rodrigo Díaz de Vivar según su nieto Antonio de Padilla, quien al pedir merced al Rey, incluyó entre sus méritos tan egregia sangre. Lo único histórico es que don Darío Mayorga, descendiente del Capitán Francisco Díaz de Mayorga, es varón respetable por su conducta pública y más aún por su cuantiosa fortuna en los finales del siglo XVIII.1 
Una aureola patronímica envuelve a los parientes inmediatos y colaterales de don Darío como don suyo. Sus hermanos y sobrinos, y los hijos de estos, todos son llamados apelativamente Darío, lo mismo que sus propios hijos. Y si por un enlace matrimonial aparece un nuevo apellido en la familia, este se extingue, borrado por la costumbre que incorpora sus individuos a la denominación general Darío. 
La hermana de don Darío Mayorga, doña Ventura, más que Mayorga, ante la costumbre es Ventura Darío, y los hijos que hubo de su marido Casimiro Sarmiento, son Darío. Casimiro y Ventura se casan el 2 de junio de 1815, y sus hijos se llaman José Antonio, Josefa, Sara, Bernarda e Ignacio.2
Dos jóvenes panameños procedentes de Veragua se avecindan en León, y seguramente son sujetos apreciables como para ser aceptados en una sociedad no libre de prejuicios; uno de ellos, Domingo García, casa con Petronila Mayorga, conocida como Petronila Darío, el 1.º de octubre de 1819, y son los padres de Rita y Manuel García, Darío ante todo.
Ignacio funda hogar con Sixta Alemán, a quien por su apellido, piel blanca y ojos azules supone de ascendencia alemana don Juan de Dios Vanegas. De este matrimonio nace Rosa Sarmiento, o mejor dicho Rosa Darío, siempre por imperativo de la costumbre, en 1843.
Doña Rita llega a ser matrona distinguida de la sociedad leonesa por su devoción a la Iglesia y por su fortuna, acrecida por la donación que de la suya le hizo su hermano Manuel, para que ingresara con mayor dignidad en el contrato matrimonial. Tiene como colaborador en sus negocios a su esposo don Pedro Alvarado, a cuyo nombre se agrega como distintivo, ser Cónsul de Costa Rica. Pero es doña Rita la figura principal a juzgar por indicios tales como llegar marcadas con el nombre “Rita Darío” las telas que importa de Europa.
Don Manuel García es un hombre de buena estatura, vigoroso, de tez morena clara, de temperamento inquieto por tres cosas, frecuentes en su país: la política, la mujer y el guaro. Pero también es trabajador y no descuida la tienda de telas que tiene en la casa de su hermana.
Más que la política y el alcohol, es la carne lo que atrae a Manuel, y de ahí que ya ha pasado de los cuarenta años de edad distraído no en amores ligeros, ni en aventuras más o menos galantes, sino en ayuntamientos con mujeres de lamentable vivir. En la misma Calle Real tiene dos amantes, cuyas respectivas viviendas  estaban a no mucha distancia. En ninguno de los dos casos puede pronunciarse el dulce vocablo que aúna los corazones. La Chepa Barrera solo es apta para la bestialidad de la carne; la Petronila Zapata retiene a Manuel en veladas que siquiera caricaturizan el hogar.
Doña Rita Darío no puede ser indiferente a la conducta de su hermano, y está seriamente preocupada y anhelosa de procurarle una enmienda radical. Ha tenido consejo con don Pedro, su esposo, y consultado a su confesor. Una solución ha encontrado la piadosa y fraternal señora, y es casar a Manuel. No hay duda, gracias a Dios, se dice ella, cuando cavila a solas, que casado Manuel con una buena muchacha, que sea además agraciada, dejará a aquellas inmundas y las cervezas a las que es tan aficionado. Sí, no hay duda; asentado en un hogar, Nuestro Señor le dará hijos, se habituará a los goces puros de la vida de familia y a la convivencia social con las personas de su misma clase.
Un día el corazón de doña Rita late al golpe de un ¡Eureka! sonoro y promisor. Allí cerca está Rosita Darío, en casa de doña Bernarda Darío de Ramírez, huérfana de padre y madre, pues Sixta Alemán, su madre, murió cuando ella era corta de edad e Ignacio Sarmiento, su padre, fue asesinado en Chinandega, en un día de juerga, crimen en que también se mezcló algún interés económico o político, representado por un señor Medina, cuya importancia en el medio chinandegano lo puso a cubierto de la justicia, pero no del índice acusador de la opinión pública. Rosa vive desde entonces al amparo de doña Bernarda, su tía carnal. Es una muchacha bella, de grandes y luminosos ojos negros, exornados por espesas y arqueadas cejas, de cutis más bien blanco que moreno, limpio y terso; de abundante y oscura cabellera, que cuando la lleva suelta o en trenzas que parecen de reluciente ébano, caen hasta la cintura; es inteligente, locuaz, alegre y posee una garganta de turpial.
En la tienda del señor Maduro, Rosa ha adquirido experiencia comercial, y esta circunstancia aumenta la convicción de doña Rita de que es la esposa ideal para su hermano Manuel.
Rosa suele asistir a los saraos que las familias leonesas celebran en ocasión de bautizos, cumpleaños y bodas. Entonces es requerido su don de gorjear, y ella accede porque el suyo natural, como el de los pájaros, y lo ejercita sin esfuerzo y encantadoramente. Un día la escucha un joven empleado del gobierno que llega de Managua y al punto se prenda de ella. Feliz y pronto desenlace tendría el naciente amor si no fuera el designio de doña Rita.
Cuando la todopoderosa doña Rita tiene conocimiento de las relaciones de Rosa con el managüense, dispone descargar el peso de su autoridad sobre la inocente muchacha, que ya se siente en gracia de Himeneo, y sobre Manuel, el contumaz violador del sexto mandamiento. ¿Qué van a desacatar lo que ella ha dispuesto, que Manuel tome por esposa a Rosa y que Rosa acepte por marido a Manuel? Nunca. Pero no procede con violencia la matrona, usa de recursos de persuasión ante ambos prometidos por una sola voluntad, la  suya, doña Rita, que tiene ganados innumerables días de indulgencia por los obsequios que ha hecho a la Catedral, al señor Obispo, a los señores diáconos y al señor cura, su confesor.
El pertinaz pecador de Manuel acepta la decisión de su hermana, pues a fin de cuentas no es ningún sacrificio poseer una mujer virgen y bella, agradar así a su hermana y reivindicarse socialmente. Huelga decir que Rosa acepta, lo que sería dar intervención a su libre albedrío, ella simplemente se somete.
La boda se celebra el 16 de abril de 1866 en el Sagrario de la Catedral Metropolitana, siendo oficiante el padre José María Occón, así con una  adventicia, y padrinos los autores del enlace, doña Rita y su esposo, don Pedro Alvarado, obtenida la dispensa de “las tres amonestaciones que prescribe el Santo Concilio de Trento”, y algo más importante, “el impedimento de tercer grado de consanguinidad por línea colateral igual”. Manuel tiene cuarenta y seis años de edad, el doble de la de  Rosa; pero aquel parece bestializado en las impurezas del placer carnal, y la fresca juventud de Rosa no lo retiene en el hogar que acaba de fundar ni aún el embarazo anunciador de un vástago que trae doblemente la sangre de los Darío.3
Manuel vuelve a las andadas, no desiste de la cerveza, ni del aguardiente nacional, terrible como su nombre lo expresa, y que es extraído del jugo de la caña de azúcar. Después de las horas de labor mercantil en que Rosa le ayuda, se marcha a las guaridas de las amantes en vez de permanecer disfrutando de sabroso descanso al lado de su joven, linda y buena compañera. Para ir allá solo tiene que caminar en derechura por la Calle Real, pero al hacerlo pasaría frente a la casa de doña Bernarda, cuyo rostro indignado y las miradas de reprobación con que ya lo ha castigado, teme, y quiebra en una esquina para evitarla. Rosa llora y al fin, desesperada, se traslada al único hogar de que dispone, el de su tía doña Bernarda que la recibe acogedoramente.
En una madrugada de diciembre, en la vieja casa del coronel Félix Ramírez Madregil hay ruido de voces, sordo crujido de polleras almidonadas, ir y venir de señoras, su esposa doña Bernarda; la hermana de esta, doña Josefa, su sobrina Rosa y la india Serapia.
Josefa, hermana de doña Bernarda, es una mujer laboriosa que dedica sus energías al comercio y que se halla en León desde hace algunos días, haciendo acopio de mercaderías para su tienda de Metapa, a donde va acompañada de Rosa.
Doña Bernarda es toda solicitud con Rosa; la aconseja, le hace un “aliño” en que no faltan ingredientes medicinales, algo de yantar, y anudados en un trocito de trapo, algunos pesos fuertes.
El coronel Ramírez y los mozos, ayudados por el sirviente Goyo, el mulato, han uncido los bueyes a la pesada carreta de dos ruedas y largo tirante. Pronto el tosco vehículo va arrastrado sobre el empedrado de la Calle Real, produciendo un ruido mortificante para las viajeras y para los vecinos que disfrutan el último rato de sueño.
El camino es fragoso y polvoriento. Con la salida del sol la temperatura empieza a morder las carnes. Las viajeras, Josefa y Rosa van lo menos mal acomodadas que es posible en el duro lecho en que se pusieron sábanas y almohadas y un toldo de petate las protege del sol.
La tía oculta la pena que le causa el rostro demacrado de Rosa y trata de consolarla, pues vive el drama fisiológico de su gravidez y el sentimental del corazón.4 
Josefa Sarmiento reside desde hace algún tiempo en Metapa, llamada también Chocoyos, en el departamento de Matagalpa; y allá lleva a Rosa para alejarla del mal esposo y procurarle tranquilidad y atenciones en el parto que ya no tarda. En efecto, el 18 de enero de 1867, Rosa es madre de un niño, que ciertamente no viene a la vida en circunstancias que auguren felicidad. Un mes después el coronel Ramírez se presenta en Metapa para conducir de regreso a la madre y al recién nacido. El coronel ha acondicionado una cesta en donde coloca al recién nacido y después de dos jornadas a lomo de buena mula, la madre y el hijo están en León. Doña Rita interviene de nuevo; recuerda a Rosa sus deberes de esposa y hace severas recomendaciones a su hermano para que también cumpla con los que contrajo cuando juró ante el altar recibir a Rosa como esposa y no como esclava. Nuevo asentamiento de Rosa y nuevo embarazo, pero esta vez fallido, porque el fruto, una niña, Cándida Rosa, muere a poco de nacida.5
El avenimiento de los esposos es imposible. Rosa se queda al lado de doña Bernarda criando a su hijo, que recibe el nombre de Félix Rubén en la pila bautismal, el 3 de marzo; Félix por su padrino y padre adoptivo, el coronel Ramírez y Rubén, con  el que en Metapa empezó a llamarle su madre.
Doña Bernarda ayuda a la economía de su casa atendiendo como pensionistas a algunos estudiantes. Uno de estos es un joven hondureño llamado Juan Benito Soriano, que pertenece a una familia de antiguos mineros y terratenientes; es de gallarda estampa, alto, blanco, robusto; se enamora de Rosa y ella le corresponde. Un día desaparecen; han tomado el camino de San Marcos de Colón, del lejano Departamento de Choluteca, en Honduras. En aquel medio rural, Félix Rubén pasa varios meses. La madre, fuera de la legitimidad legal y religiosa, ha encontrado más satisfacciones íntimas. Si no es totalmente feliz, por lo menos está tranquila y se siente estimada. El pequeño juega con el gato y el perro. Está saturado del aire puro de la campiña y por lo mismo sano y regordete. Ese primer viaje postnatal le deja el más lejano recuerdo que registra su memoria. Como bajo un impulso inconsciente de trotamundo, se aleja cierta vez de la casa y es encontrado, tras una larga e inquietante búsqueda, bajo la ubre de una vaca.
El coronel Ramírez y su esposa doña Bernarda no se consuelan de la ausencia de Félix Rubén; en cuanto a la madre, el resentimiento que les causó con su fuga les apacigua el deseo de tenerla en casa. Pero muy de menos echan al niño y no se sienten bien no teniéndolo consigo. Es que la hija de su carne que hubieron en pasados años se la llevó la muerte, y Félix Rubén ha colmado el vacío que les dejara. Por eso el coronel lo adoptó como hijo en su corazón desde el día en que fue a traerlo a Metapa.6
Hacia San Marcos de Colón dirige el Coronel los pasos de su mula. Hay consejo con Rosa y con su marido putativo. El Coronel, que ya había dado patentes muestras de amor paternal por el chico, garantiza su crianza y educación, trae a cuento el desconsuelo de doña Bernarda y su desasosiego por no tenerlo bajo su cuidado. Rosa cede, besa a su hijo y lo despide.
Con el niño en la parte delantera de la montura, hace el Coronel la travesía de regreso por bosques sombríos y llanos ardientes en donde solo medran plantas espinosas, camino de Santiago de los Caballeros de León.
La casa del coronel Ramírez Madregil ocupa una esquina en la Calle Real. Es una construcción de gruesos adobes con ventanas de barrotes de madera labrada. Un pilar tosco, de estilo salomónico en el fuste y dórico en el capitel, sostiene la techumbre en el ángulo de la esquina, da  acceso al interior dos puertas fijadas con recios y chirriantes goznes de hierro. Cuartos, corredores y patios amplios. Albahacas, claveles y variados rosales decoran el patio, en cuyo centro un árbol de jícaro ostenta su oscuro verdor.
La inteligencia del chico y el amor que por él siente, mueven al Coronel a retratarlo, y con ese objeto lo lleva al fotógrafo Maritano. Félix Rubén está vestido con un traje de casimir basto, pantalones y saco abotonado, la corbata formando un muñón blanco, el pelo abundante y con las manos en las rodillas, ante la cámara mágica de Daguerre. Es entonces un muchachito “cabezón de crenchas rubias”. Las facciones se perciben pronunciadas, frente espaciosa, labios gruesos y cejas bien pobladas. 
—Mira el pajarito que va a salir de aquí.
—Si no te mueves, te doy un dulcito.
Al fin el nervioso chico se queda propicio a que la luz haga el milagro de perpetuar su vera efigie a los cuatro años de edad. Y luego a jugar, a ponerse las botas de montar de papá, a revolver el arcón donde mamá Bernarda guarda las prendas de su hija única fallecida; a espantar a las gallinas, menos a  una sumisa, decana del corral, que se deja acariciar y que en las horas del bochorno está al lado de su pequeño amo, a la sombra del corredor, en una hamaca en que suele quedarse dormido. El perro Laberinto es otro compañero doméstico con el que juega a las carreras en el corredor y al escondite en los cuartos.
La Serapia, una fornida doméstica, le sirve de niñera. Por las noches le cuenta consejas terroríficas, que le turban el ánimo y el sueño. Esta cátedra de terrorismo la profesa también la anciana madre de doña Bernarda, doña Ventura Darío; la viejecita sufre un temblor senil que pone medroso al niño. Ella le refiere el cuento de “una mano peluda que perseguía como una araña”, de “un hombre sin cabeza” y de la Juana Catina, arrebatada por los diablos en castigo de las locuras de su carne. En las noches en que hay jolgorios populares, la Serapia y el indio Goyo lo llevan a distraerlo. Los juegos pirotécnicos y los “coloquios” y mojigangas son muy frecuentes, y le encanta verlos. Los fuegos artificiales hieren su imaginación dejándole un recuerdo perdurable. Los cuentos de “aparecidos”, almas de difuntos que en horas nocturnas dejan su habitáculo en lo desconocido para comunicar sus cuitas a los vivos, son los temas más frecuentes. A Félix Rubén le mortifican esas historias, pero le gusta oírlas. El misterio le inspira miedo y atracción a la vez.7 Los domingos va a misa muy temprano a la iglesia de San Francisco, la más próxima a su casa, y a Catedral en los días de solemnidad, acompañando a la buena mamá. Por la noche no falta al rezo del Padrenuestro y el Avemaría; las oraciones en verso y los cantos religiosos le imprimen un original sentido del ritmo: son las primeras lecciones de métrica intuitiva que recibe.
“En esa época —escribirá él— aparecieron en mí fenómenos posiblemente congestivos. Cuando se me había llevado a la cama, despertaba y volvía a dormirme. Alrededor del lecho, mil círculos coloreados y concéntricos, calidoscópicos, enlazados y con movimientos centrífugos y centrípetos, como los que forma la linterna mágica, creaban una visión extraña y para mí dolorosa. El central punto rojo se hundía, hasta incalculables, hípnicas distancias, y volvía a acercarse, y su ir y venir era para mí como un martillo inexplicable. Hasta que de repente desaparecía la decoración de colores, se hundía el punto rojo y se apagaba el ruido de una seca y para mí saludable explosión. Sentía una gran calma, un gran alivio; el sueño seguía tranquilo. Por las mañanas, mi almohada estaba llena de sangre, de una copiosa hemorragia nasal”. 
El coronel Ramírez consagra a su pequeño Félix el amor que tendría a un hijo de su carne. Le enseña a montar a caballo; le hace conocer las novedades introducidas en León: el hielo, unas frutas raras y exquisitas —las manzanas de California que se importaban como artículos de lujo y— más tarde, hasta el champaña; ¡pobre coronel, que no sabe lo que hace!
La precocidad intelectual del niño se ha hecho manifiesta a sus solícitos padres, y ellos lo han iniciado en el conocimiento de las letras. Apenas ha cumplido tres años y ya lee.8 Después está inscrito en la primera escuela a que asiste, sita en la casa contigua, la de la maestra Jacoba Tellería, solterona de años y paciencia, que enseña con la cartilla de San Juan y la férula conforme al uso inevitable de la época.9 El método consiste en memorizar letra, por letra su sonido y escritura. Los niños repiten incesantemente y en alta voz los sonidos, teniendo la cartilla sujeta en un marco de madera provista de un mango. La maestra los llama por turno , y  los que hace repetir ante sí las letras que ella señala, y cuando el lector se equivoca, le pellizca la oreja, o le da con la férula en la palma de la mano o en las nalgas. Así pena también cualquier falta de orden o de respeto. El sábado se consagra a memorizar el catecismo como preparativo de la primera comunión. Félix Rubén ya lee y solo va a perfeccionar la lectura de corrido y a prepararse para la primera recepción de la eucaristía. Una vez la maestra lo sorprende haciendo cierta picardía con una chicuela detrás de la puerta, y recibe los consiguientes palmetazos que le aplica con enojo y asombro. El sexo hace así su primera aparición en quien empieza a sufrir su grato imperio. Terminado el aprendizaje de la cartilla, el coronel Ramírez inscribe a su hijo en la escuela de un joven que estudia medicina en la Universidad y ejerce la enseñanza elemental, como director de la escuela del barrio de Zaragoza para subvenir a sus necesidades; se llama Jerónimo Ramírez y es bondadoso con este discípulo delgadito, tímido y de aire triste.10
Rosa Sarmiento ha llegado a León citada judicialmente por la acusación planteada ante el “Juez diocesano de divorcio de matrimonio del obispado de León”, quien dicta la sentencia de divorcio,  la que es ratificada por el “Juez de primera instancia civil”. Félix Rubén tiene seis años de edad e ignora la página dramática que el destino acaba de escribir en el libro de su vida.
El pequeño llama papá al coronel Ramírez, porque cree que es su padre. Al que lo es por la carne, Manuel García o más bien Manuel Darío, lo llama tío Manuel. De su madre, Rosa Sarmiento, o mejor dicho Rosa Darío, no tiene ni recuerdo ni noticia alguna. Una emoción inesperada empieza a revelarle el drama de su origen. Cierto día lo llama una señora de una casa vecina en la que se halla de visita Rosa Sarmiento.
—Esta es tu madre verdadera —le dice. Doña— Bernarda es tu abuelita. Abraza a tu mamá.11
Su madre lo abraza, lo besa y le dice con palabras emocionadas cuánto lo quiere. Félix Rubén se deja acariciar, todo mohíno, sin saber qué contestar. La madre llora, le da unas cosas que le ha traído y lo despide. El resto del día lo pasa cabizbajo, dominado por la impresión que acaba de sufrir. Piensa que su mamá Bernarda no es su madre, que esa señora que ha conocido es, según dijo la vecina, su verdadera mamá ¡y no vive con ella!; más se entristece cuando se cerciora de que su “tío Manuel” es su padre. Y como a este no lo ha tratado de otro modo, cuando lo saluda no puede evitar llamarlo tío. Entonces se explica por qué su tío Manuel es un tanto cariñoso con él, le acaricia la cabeza cuando llega a su tienda y le obsequia de vez en cuando prendas de vestir y aun dinero. Pero siente “cierta inquietud separadora” que lo aleja de su progenitor. Manuel Darío, por su parte, no hace ostensible su condición de padre; además, tiene mucho que hacer con sus contertulios políticos, con sus amigos de juerga y con las faldas infaltables en su vida. Las facciones de su rostro están reproducidas en el hijo, aunque  no los rasgos de su carácter que proceden de las ignoradas fuentes de la vida. El niño ha recibido el bautismo del dolor.
Pero una novedad ya manifiesta en el hijo adoptivo del coronel Ramírez es que hace versos, versos que le brotan espontáneamente, que los dice y los escribe. Nada sabe de poesía, no tiene conciencia de lo que es un poema, pero los versos nacen de él sin esfuerzo, naturalmente. Y esto es también motivo de preocupación para doña Bernarda, que le dice:
—Con los versos no vas a comer.
Su tierna edad y la facilidad con que hace los versos le crean fama en la vecindad de su casa. Cerca vive la familia del obispo de León, monseñor Ulloa, cuyas hermanas se dedican a la fabricación y venta de dulces, a los que dan primorosas formas de pajaritos y pequeños cuadrúpedos. El niño poeta es muy aficionado a comerlos, y ellas suelen ofrecérselos a condición de que improvise versos.12
—Si le haces un verso a esta palomita, te la doy.
El pequeño queda pensativo un momento, mira fijamente la golosina, y luego dice la estrofa, muy rítmica, muy sonora y oportuna.
A la edad que tiene no barrunta que hay un arte de preceptos poéticos; pero ya su fina sensibilidad auditiva percibe si el verso tiene la armonía justa o una sílaba de más o menos.
El coronel Ramírez es hombre de lecturas, y le llaman El Bocón por la amplia comisura que forman sus gruesos labios. La ciudad en que vive, León, es el foco intelectual del país, como que es asiento de la Universidad colonial, de la cual han salido todos los que en ella ostentan los títulos de licenciado y doctor. Las discusiones sobre autores, sistemas, religión y sobre todo política, son el ejercicio habitual de los ciudadanos leoneses. El coronel, en cuya casa suelen reunirse sus correligionarios, es un liberal exaltado que militó, en años de actividades bélicas, en las filas del general Máximo Jerez, doctor en Derecho y Filosofía, metido a militar por la fuerza de las circunstancias. Jerez introdujo el positivismo en Centroamérica, y fue en su tiempo la encarnación de la aspiración unionista centroamericana. El coronel Ramírez fue conmilitón suyo, leal y valiente. De sus lecturas dan testimonio los libros que ha tiempo ha ido acumulando después de leerlos y releerlos. Félix Rubén da con algunos de ellos y los devora con los ojos. Pronto los ha leído todos: novelas como Corina de Madame de Stäel, El Quijote, las comedias de Moratín, Las mil y un a noches, la Biblia, los oficios de Cicerón, La Caverna de Strozzi y folletos, periódicos, hojas volantes de sabor político. Cuando lo sorprende revolviendo papeles, “su mamá Bernarda” lo regaña por lo que ella considera una travesura, pero su “papá Félix” lo defiende y goza más bien con las manifestaciones de su curiosidad.
El chicuelo también tiene instinto musical. Papá Félix le obsequió un acordeón y es admirable verlo ejecutar breves acordes. Insaciable por la música y la lectura, suele vérsele sentado en el umbral de la puerta tocando su instrumento a la vez que lee un libro puesto en el suelo, o alternando la ejecución con la lectura.
Este niño ignora su propio nombre de Félix Rubén García Sarmiento y cree que el suyo es Félix Rubén Ramírez, como le han dicho en casa. En uno de los textos que usa en la escuela escribe los versos usuales entre los escolares para identificarse como dueño: 

Si este libro se perdiese
como suele suceder,
suplico al que me lo hallase
me lo sepa devolver.
Y si no sabe mi nombre
aquí se lo voy a poner:

Félix Rubén Ramírez.13


Un acontecimiento aciago ocurre que ha de tener repercusión en la vida del pequeño. Es la muerte del coronel Ramírez Madregil, el hombre que más le ha servido en su infancia y que más le hubiera servido en los días de la próxima pubertad y en la adolescencia. Pronto la desaparición de aquel excelente caballero se hace sentir en la casa de la viuda. Una serie de limitaciones en los gastos domésticos y en los gustos del niño son señales de que la providencia del hogar ha desaparecido. Nadie lo llevará más a pasear a caballo por los campos aledaños de la ciudad, en los que ha recibido la grata y provechosa influencia de la naturaleza tropical, del aire campestre y del sol calcinante y fecundo. En esos paseos ha contemplado los lejanos volcanes incrustados en la cordillera de los Marrabios, la gran llanura boscosa en que aquella se asienta, el río Chiquito, susurrante, que le hace insinuaciones rítmicas; la costa marítima de Poneloya, en donde ha visto los imponentes ocasos, cuyas fantásticas policromías incendian su imaginación. Ido para siempre su amado papa Félix, ya nadie lo llevará a esos risueños parajes. El niño no olvidará a este buen hombre y recordándolo dirá: “Dios le haya dado un buen sitio en alguno de sus paraísos”.14 
Después de la muerte de su padre adoptivo, se le ha dejado de llamar Félix Rubén, usándose únicamente el segundo nombre y el inevitable de Darío, que cae sobre todos los miembros de la familia, bastante numerosa, excluyendo a los apellidos García y Sarmiento. Ignora quiénes son sus antepasados coloniales, ni lo sabrá en su vida, excepto el fundador del apellido, don Darío Mayorga.
La situación económica hogareña declinante por la muerte del jefe de la casa, obliga a la viuda a pensar en procurar a su hijo un medio de vida, y para un niño pobre lo único asequible es un oficio. Un día lo llama y le plantea el problema:
—Te voy a poner de aprendiz de sastre con don Trinidad Méndez o con don Lino Medrano, que son muy buenos. ¿Con quién quieres?
Sigue un largo silencio del interrogado.
—¿Te gusta don Trinidad?
Nuevo silencio del chico, que ante la insistencia de la buena señora contesta:
—Sí, mama, pero llévame mejor a San Francisco; quiero ser repicador de las campanas.
La mamá se enoja y lo castiga con un coscorrón en la hermosa e inocente cabeza. Luego pronuncia su decisión, y como consecuencia al otro día está en el taller de Méndez, con el dedal en el dedo mayor atado de manera que conserve la posición adecuada para que el movimiento de la aguja sea preciso y eficaz. Varios días dura el aprendizaje del uso de la aguja sin hilo para dar puntadas. El infortunado aprendiz se fastidia y se entristece. Manifiesta su disgusto y su renuencia a seguir ese tedioso aprendizaje; pero la mamá persiste en que debe aprender un oficio. Por enfermedad del maestro pasa al taller del otro.15 
El fallecimiento del coronel Ramírez Madregil no clausura las tertulias políticas. Doña Bernarda es mujer de despejado talento y profesa el ideario liberal de su difunto esposo. Conversadora animada, alterna con los señores Cleto Mayorga, Vicente Guzmán, Aparicio Valladares, José Rosa Rizo, el doctor Trinidad Candia y otros respetables vecinos, sobre la política del día, que es la del presidente Pedro J. Chamorro. Félix Rubén está presente, y como la discusión de los señores para él es cháchara somnífera, se duerme en la falda de la abuela.
Hacer versos en León es una labor intelectual muy común no solo entre la gente letrada, sino también entre los que no han hollado el suelo de la Universidad. Se versifica con todo motivo, como ya hemos dicho, por el nacimiento de un niño, por el cumpleaños, y es costumbre muy singular llorar en verso a los muertos. El pariente que no puede hacerlos, los encarga a uno de los numerosos versificadores locales. Nuestro pequeño personaje empieza a hacerlos también. El doctor Julián Lacayo, respetable vecino, busca sin encontrarlos, a don Felipe Ibarra y a don Mariano Barreto para que le hagan una estrofa doliente por la muerte de una hija de don Sérvulo Zepeda. Requiere entonces al poeta en germen, a quien le explica la índole y la forma de la elegía, y este, haciendo la revelación de un maravilloso poder de asimilación, satisface el ruego con estrofas como la siguiente:

Merceditas inocente,
hija mía idolatrada,
¿por qué, dime, está tu frente,
coronada tristemente,
soledosa y marchitada? 16

Dichosamente el aprendizaje del oficio de sastre no ha durado más que las vacaciones escolares, pues Félix Rubén ingresa como alumno a una escuela pública establecida en el barrio de San Sebastián. Es escuela de un solo maestro como son todas las pocas que se fundan en los barrios de las principales ciudades del país, para tres años de escolaridad, y el maestro es el pasante de derecho Felipe Ibarra, quien, por supuesto, hace versos y ya conoce bien a su alumno, de quien tiempo atrás dijo: “este cabezón nos va a ganar a todos”, haciendo alusión a su vocación poética y al numeroso grupo de versificadores que hay en León. El maestro ve a su alumno como “muchacho endeble, cabezón, de crenchas rubias, tez blanca, rostro aquilino, frente espaciosa y ojos grandes y centelleantes”.17
En ese tipo de escuela, el maestro único imparte la enseñanza a todos los alumnos, a los cuales clasifica por edades y conocimientos. El maestro Ibarra divide al alumnado en grupos de diez, que a la romana llama decurias. Rubén pertenece al grupo cuyo decurión es Moisés Berríos y los demás miembros son Miguel, Manuel y David Robleto, Abraham Tellería, Alejandro Chávez, Nicolás y Alfonso Valle, Juan Darce y otro de nombre Simón. Rubén no es un asistente regular, y cuando llega es a conversar largamente con el maestro, de versos y cosas conexas; pero no es ajeno a los juegos de sus compañeros en una calle desolada su vecindad. Cada juego tiene su época: los barriletes y cometas en la temporada ventosa; en tiempo seco los trompos, bolihoyo, rayuela y otros que han sido ejercicios saludables y alegres desde la época colonial.
Un domingo de Ramos, al pasar la procesión de Jesús del Triunfo bajo el arco de palmas y flores levantado frente a su casa, una granada de papel se abre para dejar escapar las flores que la devoción de los creyentes ofrece a la imagen triunfal. Con las flores cae una multitud de volantes de papel con versos impresos que él ha compuesto. Las gentes devotas que siguen la procesión leen los versos, los muestran a los demás y todos se hacen lenguas del prodigioso talento del hijo de doña Bernarda. Su nombre es ya bien conocido por todos los leoneses, sobre todo por las chicas en cuyos álbumes la todavía indecisa firma suscribe versos armoniosos. 18
Terminada, mal que bien, la escolaridad primaria en la escuela del maestro Ibarra, la tía Rita oye la voz de la sangre y la de su responsabilidad en la llegada a la vida del hijo de su hermano Manuel, y de ahí que lo ponga  bajo la dirección de los jesuitas que llegaron a Nicaragua en 1871 expulsados de Guatemala.19Con el auspicio de la tradición, que en León está viva con un catolicismo ferviente en la aristocracia local, en las costumbres y en las prácticas religiosas, los jesuitas, capaces, ilustrados y militantes sin tregua en su labor de catequización, pronto pusieron manos a su obra. Para los niños tienen la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús, a la cual es incorporado Félix Rubén.
Con los jesuitas aprende muchas cosas de letras y de ciencias, pues entre ellos hay sabios y hasta un poeta, siendo todos humanistas. El talento del chico es apreciado y estimulado por ellos con la solicitud que le demuestran y las variadas nociones de diversas disciplinas que le transmiten, incluyendo de latín y hasta un poquitín de griego; así se incrustan en su memoria los nombres de los padres Koenig, astrónomo; Arubla, orador, y Valenzuela, poeta colombiano. Los miembros de la Congregación son niños de las principales familias y lucen en el uniforme una cinta azul y una medalla. El niño Louis Henri Debayle es el compañero de Rubén con quien más estrecha su amistad; aquel suele invitarlo a comer a su casa, donde sus padres y abuelos son anfitriones cariñosos. También son condiscípulos suyos, uno de su misma edad, José Madriz, chiquillo de extrema belleza y prometedor talento, y otros que son niños bien de la sociedad leonesa.20
Cuando Félix Rubén ingresa a la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús ya  ha escrito muchos versos; lo hacía desde que tenía ocho años, pero de ellos no queda más que la primera estrofa de la elegía a la hija de don Sérvulo Zepeda. Ni él, ni ninguno de sus amigos mayores de edad, ningún pariente, mucho menos doña Bernarda, que en su angustia económica no puede pensar que los versos se conviertan en pan, cuidan de conservar sus balbuceos poéticos. Es decir que los muchos poemas que escribió de 1875 hasta 1878 se perdieron irremediablemente.21
A los diez años de edad su oído ha alcanzado tal agudeza que no yerra en la estimación del numen en la estimación de sílabas de un verso, y de toda esta primera época de niño prodigio en que quizá no pasa una semana sin escribir algo, no queda huella alguna.
Bajo la dirección de P. Valenzuela no cabe duda de que ha ensayado composiciones en los diversos metros usuales clásicos y los actuales románticos, y que muchas de sus producciones de entonces son  de  índole religiosa, y es así el cabo inicial de su  obra poética escrita, el soneto “La Fe” de enero de 1879, exactamente compuesto al cumplir doce años:

La Fe
(Soneto)

En medio del abismo de la duda
Lleno de obscuridad, de sombra vana,
Hay una estrella que  reflejos mana
Sublime guía a la conciencia humana
Cuando el genio del mal con furia insana
Golpéala feroz, con mano ruda.

Esa estrella ¿brotó de germen puro
De la humana creación?  ¿Bajó del cielo
A iluminar el porvenir oscuro?
¿ A servir al que llora de consuelo?
No sé, mas eso que a nuestra alma inflama
Ya sabéis, ya sabéis, La Fe se llama., si, más   
silenciosa, muda,
Ella con su fulgor divino escuda,
Alienta y 

León, enero de  1879. 22

Como se ve la estructura de este soneto es la clásica por sus versos endecasílabos por la disposición de  las rimas.  También se nota la adopción de la ortografía americana o sea la que propugnó el ilustre Andrés Bello.  ¿Enseñanza del P. Valenzuela, colombiano y poeta?  Es posible.  El fondo refleja la educación que el niño recibe en la iglesia de la Recolección de los Jesuitas.  En todo caso parece que este avatar apolíneo quiere subir a lo más alto por lo más difícil, y de allí esa zancada que da.   
Su constitución nerviosa le causa extraños fenómenos anímicos.  Una pesadilla impresionante y dolorosa, que lo hace despertar con sudores de angustia.  Sueña, contará él mismo, que está leyendo cerca de una mesa en la salita de la casa, alumbrada por una lámpara de petróleo.  En la puerta de la calle, no lejos de él, está la gente de la tertulia habitual.  A su  derecha hay una puerta que da al dormitorio;  la puerta está abierta y se ve, en el fondo obscuro, que comienza a formarse un espectro, y con temor mira hacia este cuadro de obscuridad y no se ve nada; pero como vuelve a sentirse inquieto, mira de nuevo y ve que se destaca en el fondo negro una figura blanquecina como la de un cuerpo humano envuelto en lienzos.  Se llena de terror porque ve aquella figura que, aunque no anda, va avanzando hacia donde el se encuentra.  Las visitas continúan en su conversación, y, a pesar de que pide socorro, no lo oyen.  Vuelve a gritar y siguen indiferentes.  Indefenso, al sentir la aproximación de “la cosa”, quiere huir y no puede, y aquella sepulcral materialización sigue acercándose, paralizándolo y dándole una impresión de horror inexpresable.  Aquello no tiene pies y  ya está cerca de él.  Lo más espantoso es que siente el tremendo olor de la cadaverina cuando le toca algo como un abrazo, que le causa una impresión semejante a una corriente eléctrica.  De súbito, para defenderse, muerde “aquello” y siente exactamente como que clavara los dientes en un cirio de cera oleosa. 23 

NOTAS DEL CAPÍTULO I


1. La ascedencia de Rubén Darío fue estudiada por Juan de Dios Vanegas y más por Luís Cuadra Cea. Hay un desacuerdo importante entre ambos respecto de la madre de Rosa Sarmiento, que según aquel fue Sixta Alemán, según este, Concepción Umaña.
Luís Cuadra Cea: “Conferencia del Honorable Profesor don Luís Cuadra Cea, en el Teatro Municipal de León”, la noche del 6 de febrero de 1936 al conmemorarse el XX aniversario de la muerte de Rubén Darío”. en  Revista de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua. Tomo XXXII. Managua 1967. Es un trabajo prolijo, en el cual afirma que “La descendencia del Cid entre nosotros la constituye originalmente la familia del capitán español don Alonso Díaz de Mayorga, venido a León el año de 1600, oriundo de Sevilla,  España; desempeñó el destino de Regidor Municipal de León, con cuyo cargo trazó las calles de la actual ciudad en que habitamos, a consecuencia del terremoto que destruyó la primitiva León en 1609”.
“La descendencia del Cid en España es objeto de cuidadosa búsqueda dirigida por Menéndez Pidal, por orden de la Real Academia de la Historia con atingencia directa al documento que encontré en el Archivo Municipal de esta ciudad, que establece la descendencia de Vivar aquí en Nicaragua, y fue presentado a aquella docta corporación por mi muy apreciado amigo el periodista Juan Ramón Avilés en la memorable sesión del  9 de mayo de 1930”.
El propio señor Cuadra Cea elaboró una sinopsis de la genealogía del poeta, que en la  parte concerniente a este libro dice:
“1ra Generación: Capitán Don Alonso Díaz de Mayorga, descendiente del Cid Campeador por línea recta de varón. Don Alonso era natural de Sevilla, España, casó con Doña Juana Ortiz en León de Nicaragua. Como Regidor Municipal trazó las calles de la actual ciudad de León al trasladarse su vecindario de León Viejo en 2 de enero de 1610 y fueron padres de:
2da Generación: Don Francisco Díaz de Mayorga y Ortiz, Sargento; casado con Doña María Luan de Santiago, falleció a las 3 p. m. del 11 de enero de 1690, en esta Ciudad, habiendo recibido sepultura en la S.I. Catedral y fueron padres de:
3ra Generación: Don José Díaz de Mayorga y Luan de Santiago, Alférez Real; casó con doña Mercedes de Solórzano y Pérez de Miranda y fueron padres de:
4ta Generación: Don José Díaz de Mayorga y Solórzano casado con Doña Eulalia Occón y Montes de Oca, y fueron padres de:
5ta Generación: Don Darío Manuel Mayorga Occón y Montes de Oca, alias Darío, sobrenombre que le dieron los indígenas del Barrio de Sutiaba, de León, para distinguirlo de un cierto Manuel Mayorga empleado municipal.
6 ta Generación: doña Rita Mayorga y Rivas alias Darío, casada con Don Roberto Rojas, y fueron padres de: 
7ma Generación: doña Petronila Rojas Mayorga alias Darío casada con Don Domingo García, padres de:
8va Generación: Don José Manuel García Darío, nacido en 18 de junio de 1820, casó con doña Rosa Sarmiento Darío y Umaña en 16 de abril de 1866. Don José Manuel y Doña Rosa tenían impedimento de consanguinidad  de tercer grado colateral igual porque eran nietos de dos hermanas, Doña Rita y Delia Buenaventura Mayorga y Rivas alias Darío, hijas de Don Darío Manuel Mayorga Occón  y Montes de Oca, marido de Doña Catalina Rivas. Don José Manuel y Doña Rosa son los padres de:
9na Generación: don Félix Rubén García Darío Sarmiento Darío.”

2. Juan de Dios Vanegas: Nacimiento y primera Infancia de Rubén Darío. Biblioteca Popular de Autores Nicaragüenses. Managua, 1962. Indaga el origen del apellido Darío y ofrece noticias que serán objeto de notas subsiguientes. Dice el maestro Vanegas: “En 1833 ya era aceptado el nombre Darío como apellido: “Bauticé solemnemente, puse óleo y crisma a José Anselmo; hijo de Bárbara Darío”, dice el acta parroquial. En 1828 nació Josefa Sarmiento, que casó con José Darío... García, Mayorga, Sarmiento se juntan, se suman, se confunden, pero lentamente vienen dando paso al nombre de Darío, además se ocupa de “La Casa de doña Bernarda”, “D. Manuel, padre de Darío”, “Doña Rosa, madre del poeta”, “Nacimiento de Rubén”, “Rubén en casa de doña Bernarda”, “Primeras letras”, “Lector incansable”, “Un niño travieso”, “Rubén es un genio”, “Ambiente literario”, “Procesado  por vago”.

3. Carlos Martínez Rivas Años y leguas de Rubén Darío.Homenaje a Rubén Darío. Ministerio de Educación Pública, Managua 1938.

Partida matrimonial de Manuel García Darío y Rosa Sarmiento  Darío:
En la ciudad de León a los diez y seis días del mes de abril de mil ochocientos sesenta y seis: Yo el T.C. del Sagrario de esta Santa Yglesia (sic) Catedral,  después de dispensadas las tres amonestaciones que prescribe el Santo Concilio de Trento, y el impedimento de tercer grado de consanguinidad por línea colateral igual, desposé y velé in facie Ecclesia a Don Manuel Darío con Doña Rosa Sarmiento: fueron testigos Don Pedro Alvarado y Da. Rita Darío, y para constancia le firmo.  J.Ma. Occón

           
Acta de bautismo de Félix Rubén García Sarmiento.

En la ciudad de León a los tres días del mes de marzo de mil ochocientos sesenta y siete: yo el Pro. Dr. y Lic.  José María  Occón, Teniente Cura del Sagrario, bauticé solemnemente, puse óleo  y crisma a  Félix Rubén, h.l. de Manuel García y Rosa Sarmiento: nació el diez y ocho de enero último: fue su padrino Don Félix Ram. a  q.  advertí su obligación y parentesco espiritual, y para constancia lo firmo.  J.Ma. Occón 

4. Autobiografía I-II refiere el origen del apellido Darío; el matrimonio de sus padres, su nacimiento en Metapa , sus primeros recuerdos. El pésimo camino que conducía de León a Metapa pasaba por las aldeas o caseríos llamados Las Pilas, Las Zarzas, El Jicaral, La India, El Junquillo y el Real de la Cruz. (Informe de don Ramón Altamirano). Baches, piedras y hendiduras producidas por las rudas de las carretas hacían más mortificante la marcha y el zangoloteo del tosco vehículo, que si no le provocó el aborto a doña Rosa fue por la defensa que le prestaron su juventud y el avanzado embarazo, probablemente de ocho meses y días.

5. Vanegas(Ob.cit). “Cuando Rubén tenía tres años nació una hermanita de este, Cándida Rosa” ...Sería, pues, en 1870. “Consta en el juicio de divorcio de los padres de Rubén que Rosa vivió varios años honestamente en casa de doña Bernarda”. (Citado por Rubén Darío III en Los Detractores de Rubén Darío. T. II); pero aquí surge un intríngulis, y es que en el cementerio de Guadalupe, León, existe una lápida con este texto: “Cándida Rosa Sarmiento: Nació el 27 de marzo de 1872. Murió el 4 de julio de 1873, de quince meses  y siete días”, copiado por el investigador José Jirón. Son varias las interrogaciones que sugieren la afirmación de Vanegas y las fechas de nacimiento y muerte de Cándida Rosa Sarmiento, y no es este el lugar de contestarlas y de dilucidar el intríngulis. Para ofrecer más datos del problema, anotemos que la sentencia de divorcio de Manuel García y Rosa Sarmiento, padres de Rubén , fue dictada por el “Juez diocesano de divorcio de matrimonio, del Obispado (de León), el 13 de febrero de 1873, y ratificada por el Juez de Primera Instancia Civil, el 30 de julio del mismo año (Rubén Darío III: Los Detractores de Rubén Darío T. II, páginas 210-11).
6. Autobiografía I-II. Rubén creía que su padrino era el general y doctor Máximo Jerez, porque así se lo dijo el coronel Ramírez Madregil, quien solo habría representado a aquel en el acto bautismal, pero el documento anterior aclara definitivamente la duda. Allí refiere el origen del apellido Darío, el matrimonio de sus padres, su nacimiento en Metapa y sus primeros recuerdos. 
 7. Autobiografía II. Las consejas y leyendas terroríficas que le referían la Serapia, el indio Goyo y la bisabuela; las tertulias y la primera pesadilla que tuvo.
8. Autobiografía II. Fui algo niño prodigio, dice. A los tres años sabía leer.

9. Juan Ramón Avilés. La escuela de doña Jacoba. Germinal, Tegucigalpa 1-16. , 1917. Sobre la señorita Jacoba Tellería, maestra de primeras letras de Darío, Autobiografía III.

10. J. D. Vanegas. (Ob. cit). Es el único que menciona al Dr. Jerónimo Ramírez como maestro de Rubén por referencia personal que aquel le hizo.

11. Autobiografía VIII. En este capítulo refiere Rubén cómo conoció a su madre. Esa ubicación del suceso sugiere que ocurrió varios años después de cuando realmente tuvo lugar, y esto no pudo ser más que en 1873 cuando se ventiló el juicio de divorcio, a la sazón  Rubén tenía seis años.

12. Vanegas. (Ob. cit). Refiere la anécdota de Rubén y las hermanas del obispo Ulloa.

13. Autobiografía IV. Sobre los primeros libros que leyó y usó del nombre Félix Rubén Ramírez.

14. Autobiografía V. Mención de la muerte del coronel Félix Ramírez Madregil. La ignorancia de la fecha de ese deceso impide ordenar con exactitud varios hechos de la infancia y ante todo a qué edad quedó huérfano de su padre adoptivo. Sin duda fue después de la escolaridad con don Jerónimo Ramírez, a cuya escuela el coronel llevaba a Félix Rubén .Vanegas, (Ob. cit).

15. Autobiografía VIII. Al final menciona el intento de hacerlo sastre. J. D. Vanegas. (Ob. cit). El Sr. Vanegas dio más pormenores al Autor. Se refiere a los que aparecen en el texto sobre el aprendizaje de sastre del poeta niño.
16. Autobiografía V. Recuerda la costumbre de imprimir y repartir en los entierros, “epitafios” Vanegas en: Nacimiento y Primera Infancia de Rubén Darío, copia de la estrofa de la elegía que el poeta niño escribió para la hija de D. Sérvulo Zepeda.

17. Autobiografía III. Darío menciona al Licenciado Felipe Ibarra como su primer maestro; fue el último en la enseñanza elemental. Más tarde fue su alumno de Lógica como lo cuenta Luís H. Debayle: Al correr de la Vida. Managua” 1962. Describe la vecindad de la casa de Rubén y la escuela del Maestro Ibarra; pero quien da más detalles es Alfonso Valle en “Recuerdos de la infancia de Rubén Darío”. En  Revista Azul, N. 48, León,1956.

18. Autobiografía V. Habla de sus primeros versos y de los que cayeron de la granada artificial un Domingo de Ramos.

19. Nicolás Buitrago Matus: León, La Sombra de Pedrarias. Managua, 1966. Contiene amplia información sobre los jesuitas llegados de Guatemala y su labor en Nicaragua.

20. Autobiografía VI. Cuenta su contacto con los jesuitas.

21. Con pena nos vemos obligados a responsabilizar a la buena doña Bernarda, de la destrucción de los versos primeros de Rubén, ante la imposibilidad de otra explicación más satisfactoria, aunque justificándola, hasta cierto grado, habida cuenta de la situación económica en que se hallaba, sufriendo las inclemencias del desamparo después de la muerte de su esposo, y de la vejez. El Lic. José Rizo oyó la queja de doña Bernarda de que Rubén hacía versos, lo que a ella la angustiaba, porque los versos no se comen. (A. Fletes Bolaños: “Tú no sabés Rubén este rasgo de tu vida” en Revista Conservadora, N.º 68, Febrero, 1966). Ya hemos citado de J. D. Vanegas la referencia al regaño de doña Bernarda a Rubén: “Con los versos no vas a comer”; y en el cuento autobiográfico “Mi tía Rosa”, pone Rubén en boca de su madre (adoptiva) estas palabras:... “esos mamotretos, esos versos, esos papeles inútiles, son la causa de todo.” Doña Bernarda cambió de actitud cuando el prestigio del niño y la opinión unánime de sus amigos la hicieron comprender que se equivocaba, y por eso se la vio acompañar a su hijo (sobrino nieto) al acto de la inauguración del Ateneo de León, en que leyó las décimas que ella escuchó feliz.

22. “La Fe” Soneto “El Ensayo”. León, 29 de enero de 1881. El soneto está firmado en León. Enero de 1879.

23. Autobiografía X. Describe la pesadilla más penosa que sufrió en su infancia.

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