Otros aportes narrativos suyos han sido las novelas cortas: Timbucos y calandracas, con cuatro ediciones (1982, 1996, 2004 y 2013) y El libro del buen amorcito, con dos (1984, 2001); más las series de relatos: Historias nicaragüenses (1974), Retratos de hombres libres (1982) y Silva de breve ficción (2008).
A inicios de 2017 Arellano obtuvo el Premio Nacional de Cuentos “Fernando Silva”.
I. GUIRNALDA
LIMINAR
Nuestras
primeras ciudades
(A
Violeta Chamorro, cónsul de Nicaragua en España)
Segovia no está. Desapareció del todo. Tal vez quede de ella un oscuro
ladrillo, unos trozos de estribo o de mosquete extraviados en la nebliselva,
una campanilla o una daga enterradas... Hablo de su primitivo asentamiento
junto a corrientes copiosas en pepitas de oro y en medio de olorosos pinos
gigantescos.
León tampoco está en su sitio original. Fue
abandonado a causa del terrible terror de un terremoto.
Solo Granada ––nuestra amable y amada
Granada–– está en donde estaba. Resucitando como el Ave Fénix de sus cenizas
––tras saqueos e incendios de piratas y filibusteros–– aquí está Granada. Here is Granada, William Walker. Con todo en su lugar: calles,
plazas, parques, templos, arroyos, muelle, playa, panteón...
Granada sola:
presta a cumplir cinco siglos de pequeño esplendor, bajo la sombra
del pródigo Mombacho milenario e hija del Gran Lago: dulce Mar gris de nuestros
sueños.
[Madrid,
22 de junio, 2004].
IXTLALI: NUESTRA PIEDRA VIVA
(A
Silvio Urbina Ruíz)
Soy una piedra solitaria y vigilante desde la esquina achaflanada de una
casona, a ras del suelo. Un marinero me trajo de mi isla materna para servir de
señal a los distintos hablantes de mi tierra milenaria y convocar a sus
intérpretes. Las riendas de los caballos conquistadores primero y más tarde los
de las mulas de foráneos comerciantes, se posaron en mi cuello. Una familia
indiana me empotró en su residencia. Escuché en septiembre de 1821 un grito:
¡Viva la independencia! El incendio devastador de un dementado político de
Nashville, Tennesee, me dejó ilesa.
Desde entonces he sido una inevitable
referencia urbana. He admirado cívicos esplendores y procesiones devotas en los
años de paz. He sido testigo de innumerables iniquidades durante los años de
guerra. He visto múltiples grandezas y miserias humanas. Me modelaron el cuerpo
en forma de ave y en lugar de pico me labraron una oblonga boca desmesurada de
bípedo inteligente. Soy un ave que habla en silencio, un ave impasible, un
alcaraván, una cháchara de basalto. Yo guardo y desguardo la palabra. Soy el
símbolo de la murmuración cotidiana en una ciudad de lenguas asesinas. ¿Mi
edad? Inmemorial ¿Mi nombre? Ixtlali. Pero los granadinos me conocen como La
Piedra Bocona.
FRENTE AL GRAN LAGO
(A
los Morossi)
Giuseppe
Garibaldi vivió en Granada hospedado en la Casa de
La Sirena. Esa estancia tuvo lugar cinco años antes del incendio ordenado
por el esclavista estadounidense William Walker. La modesta pensión era de
adobe y tejas, paredes gruesas y altas, frescos y espaciosos corredores
alrededor de un patio florido. Y se ubicaba detrás de la entonces parroquia de
Granada, ostentando una sirena al óleo en su rótulo.
Reconstruida, la pensión llegó a ser el
primer hotel de la ciudad. Uno de sus huéspedes en 1868, el ingeniero inglés Bedford
Pim, refiere la amable atención de sus dueños: el señor y la señora Mestayer.
Él era oriundo de Francia y ella natural de Chile, mujer muy bonita, aficionada
al cigarrillo y a mecerse en la hamaca. La señora se dedicaba a preparar
curiosa y maravillosamente los platos. Había una tabla d’hote permanente,
servicio que frecuentaba el vecindario principal.
En 1872 otro huésped inglés —el naturalista
Thomas Belt— dejó escrito que la Mestayer era también aficionada a los animales
domésticos. Lapas y loros, una ardilla domesticada, un mono joven cara blanca
––Cebus Albitrons–– y varios perros mexicanos, pequeños y peludos,
alegraban el hotel. Desaparecido este sus piezas fueron ocupadas por artesanos
pobres. Uno de ellos figura en el relato de Mario Appelius, durante su visita a
Granada en 1929.
En la Calle de La Sirena, entonces de mala
fama —porque anidaban allí algunas cantinas escandalosas, exclusivas de los
miembros del Cuerpo de Marina de los Estados Unidos— permanecía en el sitio ocupado en 1851 por Héroe de dos mundos. El
viajero entró en una vivienda convertida en taller por un carpintero mulato. La
esposa, gordísima, ahuyentaba con su abanico de fibra vegetal medio quemado a
las gallinas que picoteaban granos y semillas, cuando lo dejaron pasar a un
pequeño cuarto, utilizado como depósito de mesas y aserrín.
A través de una ventanilla se admiraba el
pequeño patio tropical de la vivienda. El marco, descompuesto y polvoso,
encuadraba un arbolito de papaya, encorvado por el peso de sus enormes frutos.
Tres girasoles tenían al árbol de compañero. Detrás brillaba el esplendor azul
de la tarde. Un niño desnudo y mocoso, color de azúcar cocida, le pidió un
céntimo a Appelius.
Garibaldi vivió en ese sitio, enseñando a
varias personas la fabricación de candelas. Después donó la fabriquita a la
familia que lo hospedaba. En Granada hizo amistad con un Costigliolo,
administrador del servicio de vapores en el Río San Juan que le ofreció
comandar uno de ellos. Pero el gobierno —presionado por el obispo de León— mandó
a decir al concesionario que no vería bien al célebre italiano a cargo de un
servicio público.
Un día el Héroe dejó el país, abandonando a
los amigos. Regresaba a su vida aventurera. Únicas huellas de su estancia en la
Gran Sultana fueron algunas poesías que inspiró a un versificador popular de la
ciudad, muerto de tuberculosis pocos años después. Y puntualizó Appelius: “Una
calle sombreada por almendros lleva hacia el Gran Lago de Nicaragua, un pequeño
mar verdadero. Aunque de agua dulce, lo habitan tiburones y peces-sierras.
Donde termina la calle, dentro del Lago se encuentra un círculo de rocas que
las lavanderas de Granada han transformado en espacio para ejercer su oficio.
Me siento sobre una de las rocas a mirar las mujeres que lavan. Quizás también
Giuseppe Garibaldi venía aquí a fumar su pipa y a soñar con su fallecida esposa
Anita. En el horizonte se divisa como remota pirámide vegetal el volcán de la
isla llamada Ometepe. Al lado del pequeño muelle, un vapor con ruedas carga
sacos y ganado.
Las lavanderas laboran en el agua hasta
media pierna. Antes de entrar al recinto lacustre se desnudan tranquilas bajo
el sol. Colocando la ropa entre las piedras, se enrollan una especie de sábana
que anudan en el pecho dejando los senos descubiertos. Son generalmente
mulatas, morenas o indias. Las inoportuno y sorprendo un poco. Tal vez me creen
un gringo de cuartel, de esos que las manosean velozmente y les imponen sus
puños en caso de reclamo.
Pero yo poseo un aire tan tranquilo que a
los escasos minutos no se fijan más en mí. Solo una hermosa y joven mujer tiene
el pudor de ocultarse y encarga a dos de sus hijitos tender un pañuelo de nariz
bien estirado, detrás del cual se desviste. El sol dora su torneada carne color
canela. Con gestos que tienen algo de ritual, la hembra se envuelve alrededor
de las poderosas ancas el trapo de siempre y así entra al agua, llevando en
equilibrio una gran canasta de ropa sucia, altiva como una Rebeca y solemne
como una estatua griega. Garibaldi debió
contemplar escenas similares durante sus desvaríos frente al Gran Lago”.
¿TE ACORDÁS, SILVINO?
(A
Luciano Cuadra)
Estás en el Parque de Matagalpa, Silvino Herrera. Tienes los ojos
entrecerrados y el pelo largo y liso. Te acompañan siete guardias nacionales
vestidos de civiles, negros y gordos, con miradas sombrías, satisfechas de
odio; y un instructor del USMC de pantalón kaki, camisa de lana, también kaki,
y sombrero de palma. El marino es un hombrote rubio y está junto a una
sub-ametralladora Thompson.
¿Te acordás, Silvino, cuando vivíamos en
Puerto Cabezas y me llevabas al mar? Veo la espuma de las olas estrellándose
contra los muros, el cedazo de las casas de pino, una banca en el aeropuerto,
tu martillo construyendo una jaula, el sótano de un amigo lleno de poterías y
licores, la sotana del Padre Casimiro y un paseo de palmeras a ambos lados; te
veo en un salón con tu pistola apuntando a un hombre dispuesto a enterrar su
puñal al comerciante que bebía a tu lado y el hombre, acobardado, te gritaba: mata
un cristo, mata un cristo; manejando el viejo Ford entre una llanura
de pinares y acompañando a mi padre a Waspán y a Bilué, donde investigaba un
litigio sobre títulos de propiedad entre ese caserío y la Bragman Bluff.
Cuando volvimos a Granada, entré a la escuela
y me paseabas en berlina. Dejábamos a mi hermana en el colegio de monjas. Al
regreso veíamos las filas de marinos en la plazoleta del antiguo convento de
San Francisco. Siempre los encontrábamos limpios, uniformados, a las once y
media de la mañana, marchando, asoleándose como garrobos y vos cantabas:
Los gringos en Nicaragua
todos se están terminando.
Los que n.o mata Sandino
toditos se están plumando.
Se acabarán las patadas,
comenzaron los respingos.
Sandino está enmontañado
acabando con los gringos.
¿Te acordás cuándo escribiste aquellas
coplas? Aparecieron en El Correo y a los días los lustradores las
recitaban en el Parque Colón:
Cuando los gringos pardiez
El canal hagan aquí
En vez de decir sí
Habrá que decir yes.
Y todo seguirá así
Es esto lo que yo creo,
Pues para decir yo veo
Habrá que decir ay sí.
Ellos nos tienden su red
Y a todos nos tragarán.
Y para decirles pan
Habrá que decirles bred.
Diremos tú en vez de dos
Quichen en vez de cocina
Y haremos como gallina
Para decirles reloj.
Diremos airón por hierro,
Ay drink en
vez de yo tomo
Y para decirles
cómo
Habrá que
volverse perro,
Y otra cosa peor
nos toca:
Que no habremos
de fumar,
Porque siempre
habrá que andar
Con la mascada en
la boca.
¿Te acordás cuando fuimos a la Galería
Fotográfica Cosmopolita, en la calle del Gran Lago, para que el italiano
Cassinelli me tomara una foto? Vos me llevabas de la mano y yo iba
vestido de marinerito; esa misma tarde le dijiste a mi padre que
deseabas pasar unos días en tu pueblo. Muy Muy, de donde te había traído
desde niño.
Un laurel de la India, borroso, se ve en el
fondo y tu cabeza, Silvino Herrera, cuelga de la mano de un gringo que la
exhibe como trofeo ¡para escarmiento del pueblo y de tus hermanos sandinistas!
HACIA EL ADORATORIO DE SONZAPOTE
(En
memoria de Pepe)
Era un adoratorio sangriento el misterioso rincón de Sonzapote en la
hostil Zapatera. Imagino en lo alto de su paredón —erizado de ídolos con
miradas inapagables e intolerantes— a las víctimas y a sus familiares conteniendo
el enorme dolor que toda sangre derramada y toda muerte hacen estallar en los
corazones.
Veo el monte lujurioso irrespetando los
ídolos semiocultos bajo los breñales, el antiquísimo túnel de los murciélagos
clausurado este lluvioso octubre. Pero descubrimos un ídolo nuevo, inadvertido
por nuestros predecesores: un monumento femenino con cara de torta —vuelta
hacia arriba— y una mona con sus monitos sobre la espalda. ¡Una diosa de la
fertilidad!
Hallamos también grandes piedras planas con
lagartos grabados en alto relieve de tamaño natural. Internados en la montaña,
ya fresca, en un silencio oscuro y vegetal, retumbaron nuestras escopetas sobre
las manchas de pavas, las dulces pavas nativas huyendo nerviosas de nuestros
ruidosos perdigones.
De regreso, tocamos la pelona e inhóspita
islita de Jesús Grande (llamada así porque allí se jesusea en grande, al
decir de un marinero). El Lago la flagelaba atada a una columna de vientos.
Buscamos la legendaria cueva de los pescadores y sus jeroglíficos indios. Con
el Lago lleno, la caverna pierde parte de su hondura; mas siempre impone su
condición enigmática. La curiosa labor de sus arañas recubren su amplio techo
de lana blanca (de dos o tres pulgadas de espesor) como deseando amortiguar los
latigazos del viento, la loca furia del Norte que zumba con los cabellos
arreados y los pájaros como balas arrojados a las costas. Y esa capa blanca de
serenidad nos invita a quedarnos allí, arrancando cangrejos de las rocas y
cogiendo a mano limpia los paleolíticos gaspares.
En el desembarcadero las grandes lajas
ostentan numerosos signos. Sobresale una figura antropomorfa echada sobre el
suelo, como crucificada, y con el eterno agujero cordial bajo el pecho. Otra
semeja un entierro en esta isla desierta. ¿Desierta? No. Porque una vez dejaron
varios terneros que fueron creciendo en la soledad hasta convertirse en toros
salvajes. Nadie podía desembarcar porque, encolerizados, se tiraban el agua
buscando con los cuernos al osado navegante. Tuvieron que ser muertos a tiros.
Las garzas levantaron sus pañuelos saludando aquella muerte y la barca —torera
improvisada— abría sus velas con intenciones de capote.
Luego avistamos una isla más diminuta: El
Muerto —¿Qué muerto? ¿Cuál? —pregunta Robert. Sin duda, el eterno muerto. El
hombre que debe morir siempre. El muerto desconocido en su isla inefable.
En su joroba se levanta un pequeño farallón
plano saturado de inscripciones y atracamos. Ya en tierra, el ascenso entre
chichicastes engrandece la joroba del islote. Subimos jadeantes entre sudores
de un sol recio aumentado por la atmósfera húmeda. Pero arriba hay sombra y
tertulia. En el piso plano de roca volcánica sus habitantes precolombinos
grabaron figuras de animales estilizados. Figuras antropomorfas lineales, con
un pocito hueco en el corazón (el temeroso orificio de la sangre, el hoyo de la
vida), acostadas en su muerte sacrifical. Y monitos. Y aves (gavilanes,
papagayos), también caídas, trazadas en puras líneas sobre la piedra
imperecedera.
Avistando el muelle de Granada, pasamos entre
las Isletas, algunas con leyendas intactas: muertos que se enderezan bajo la
luna para navegar sin remos, en botes impalpables. O danzas acuáticas de
descabezados que lloran. O el Tesoro del Pirata encontrado por Pedro Ríos,
quien esa misma tarde falleció al caer de un árbol de coco, dejando solamente
unas tejas de oro que sirvieron para su vela. ¡Y qué grandiosa vela con
guitarras y guaro y gritos en la soledad de la noche!
Otras isletas permanecen cerradas en sus
caparazones verdes. Al final, arribamos a la playita de Asese: un espejo caído,
un quieto vidrio para soñar con balandras, regatas y civilización costera.
Tal fue el itinerario de golondrina que mi
doble pariente José Sandino Arellano realizó ––con su amigo gringo Robert
Breuster y los Cuadra: Carlos, Pablo Antonio e hijo–– el sábado 25 de octubre
de 1950, recorriendo en lancha de motor nuestro Gran Lago desde la bandeja de
mangos de las Isletas hasta el archipiélago de Zapatera. Y viceversa.
DESDE LA QUINTA DE MI INFANCIA
1
Por las
mañanas era testigo de la más límpida quietud:
dibujados en el fondo del Gran Lago, veía barcos de colores remolcando lanchas,
esquiadores aventurándose en el peligro, botes pesqueros surcando lenta y
silenciosamente bajo el intenso azul del cielo y la claridad virginal de las
nubes.
Al atardecer oía el ruido de las olas en
medio de una refrescante brisa lacustre. O continuaba mirando la oblicua
inmensidad lacustre desde la casa de taquezal y madera con su segundo piso
intacto, aunque ya el tiempo deterioraba sus paredes. O jugaba en el patio
trasero cortando anonas, jocotes, mamones. O me bañaba desnudo en la pila de la
quinta alzada sobre una pequeña colina, a pocos metros de la costa. O cruzaba
el puente, el arroyo, la vía férrea de esa zona tranquila y polvosa, apenas
interrumpida por el pito de una planta eléctrica.
Con los ojos hinchados por el piquete de unas
avispas ahogadoras, encontré un día a mis dos hermanos en el portón de la
entrada: una verja ancha y sarrosa que se abría dos o tres veces al año cuando las
visitas llegaban en automóvil. A la semana fui a bañarme y me enterré un
vidrio: me echaron sal, café negro y tintura de yodo. Mi hermano moreno me
cargó sobre sus hombros desde la arena al corredor y permanecí cierto tiempo
sin subirme a la estatua de la fuente de mármol abandonada y lamosa —traída de
Italia por el viejo dueño de la quinta— y sin cazar sapos en el monterazcal.
El otro de mis hermanos, el rubio, me llevaba
muy de mañana al colegio: hacíamos filas para recibir un bollo de pan y
mantequilla; a las siete era el regreso entre lodazales y cantinas, como la de La
Gata, donde una vez vi a uno de mis tíos maternos tomando una botella y
corrí a contarle a mi abuela, dedicada a criarme y a velar por la achacosa
ancianidad de su marido.
Cuando este murió, no sentí nada. Observé
cómo se quejaba y cerraba los ojos, cómo sus hijos le medían el pulso y
lloraban sobre el cadáver. Entonces me dirigí a un roperito, saqué unos
soldados de plástico y me puse a jugar; aburrido, crucé el cerco y llegué hasta
los campos exteriores del colegio: allí grupos de muchachos, en calzonetas,
pateaban una bola de futbol.
2
Dos años después, cogía hacia el muelle
recién terminada la guerra de los de arriba contra los de abajo.
A las cuatro y media de la tarde, los de segundo y tercer grado bajábamos el
pequeño acantilado por un acceso fácil y secreto, cubierto de ramas de
palmeras; salíamos antes que los otros externos —el bando contrario–– a
colocarnos en puntos estratégicos: bajo la arboleda, detrás de una canoa,
escondidos en una carreta desenganchada. Por acuerdo previo, el arma de los de abajo
era la tiradora de hule; los de arriba sólo lanzaban bolones.
No me quedaba más que capear la lluvia
de piedras. A veces la bala que salía de mis brazos extendidos en un movimiento
brusco y veloz, tras un minuto de paciente búsqueda del blanco, rozaba las
cabezas de mis contrincantes. Mas la mayor parte de la lucha era defensiva: me
movía con agilidad en un terreno de troncos podridos, talpuja amarilla, raíces
acuáticas, arena blanquizca, excrementos de vaca, anzuelos rotos, botellas
vacías y tarros de Avena Quaker.
A mis espaldas, el lago me impedía retroceder;
a la derecha, la vuelta por Tepetate medio kilómetro de costa hacia Malacatoya
era muy larga y tenía que regresar por arriba; y de frente, encima del
acantilado, estaba el enemigo. Sólo por la izquierda, a escasos metros,
quedaba la escalera de tierra por la que volvíamos a la entrada del colegio a
tomar el bus de las cinco.
Otras veces, al brotar la primera sangre del
pelo de cualquiera de mis compañeros, prefería ir hasta el muelle cargando mi
bulto. Descalzo, con los pantalones arremangados y los zapatos colgantes de la
nuca, saltaba los impulsos de las olas intermitentes. Casi media hora duraba la
travesía en medio de hojas de agua, tucas de madera, huesos de perro e
intestinos de pez sierra, jícaros y cocos secos, estopas y espinas, cañas y desperdicios:
latas viejas de
Real Kill
piernas de
muñecas
rodillos de pelo
chinelas usadas
sombreros
despedazados
porras sarrosas
sin fondo
bacinillas
enterradas
llantas
botellas de
plástico para niños
tazas de loza
y mi distracción consistía en recoger piedras
pómez para restregar las planchas y conchas para coleccionarlas.
Por fin llegaba al muelle y correteaba por el
Parque Azul. Examinados los cañones enfilados hacia el Lago y las Isletas,
donde permanecen las ruinas del pequeño castillo San Pablo, me subía al faro
para abarcar con amplitud el horizonte lacustre, la mole montañosa y
verdinegra, la hilera de quintas y restaurantes, ranchos y cantinas a la orilla
de la costa: El Long Beach, La Cabaña Amarilla, La Terraza La Playa, El
Ranchón, El Club Náutico; entraba al parque en medio de vendedoras,
cargadores, comerciantes recién llegados de San Carlos, Morrito o San Ubaldo
con frijoles, plátanos, sal, pieles de tigre, monos; sentía olor a frutas
frescas —melón, papaya, guanábana, caimito, pitahaya, níspero— y sabor a sopa
de mondongo, raspado, sirope; y siempre, en una banca de la Capitanía de
Marina, encontraba a dos ciegos de chaleco, bastón, sombrero y gafas oscuras,
tranquilos, solitarios, en silencio, oyendo los remalazos de agua y respirando
aire ventoso.
Sentado en la punta con las piernas
estiradas, veía pescar: la atarraya después de abrirse en el aire, entrar en la
profundidad y permanecer unos minutos, surgía cargada de guapotes, mojarras y
pececillos. El lago, manso, contrastaba con el chillido de los zanates
clarineros inundando el bosque, los chilamates, ceibas y mangos detrás de la
fábrica de hielo con techo de zinc, los tres burdeles —El Nocturno, El
Cedazo y Mar Bello—, los patios sembrados de flores en las casitas
donde principiaban a brillar débiles bujías de 25 kilovatios, el depósito de
agua del ferrocarril y la quinta El Palmar. En el muelle de madera
atracaban las lanchas Cinco Estrellas, 15-30, La Alianza; los
vapores Somoza, Ometepe y Victoria; el remolcador El Isleño
y otras embarcaciones pequeñas: La Nueva Ola, Miramar y Yolanda.
El cónico perfecto del volcán Concepción se extendía más allá de las Isletas,
admirándose límpido como el Mombacho, sin nubes. El colegio, imponente,
iluminaba sus tres pisos. Y lenguas de fuego encendían el cielo.
[Publicado en La Prensa Literaria, 24
de febrero, 1974 e incluido en Historias nicaragüenses. Managua,
Ediciones Nacionales, diciembre, 1974, pp. 16-18. En ambos casos con el título
“Memoria de la infancia”].**************
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