Ephraim Geoge Squier (1821-1888) fue el treceavo encargado de negocios de los Estados Unidos de Norteamérica ante las Provincias Unidas de Centroamérica. Este joven diplomático visito la provincia de Nicaragua en dos ocasiones y en cada una de ellas produjo un libro de memorias, relatos y valoraciones.
Era un autodidacta quien se destacó como periodista, ingeniero, antropólogo, arqueólogo y cartógrafo entre otras erudiciones.
De ahí que cuando narra sus travesías por Nicaragua -el segundo en esta ocasión- con conocimientos, sensibilidad geográfica y una exquisita pluma incorpora a sus relaciones y relatos todo ese bagaje cultural que le era propio.
Si bien es cierto que desde su primer viaje como diplomático en mayo de 1849 tenia un objetivo expreso: obtener un tratado con el Estado de Nicaragua para la construcción de un canal interoceánico; si bien es cierto también, que promovió el retiro de importantes piezas arqueológicas hacia su país, las cuales hoy se encuentran en un museo en Washington, -sin que ningún gobierno de antes y de ahora hayan formulado reclamación para su devolución-, también es cierto que fue uno de los cronistas que con mayor cientificidad describe nuestros principales accidentes geográficos; la naturaleza de su gente y la problemática socioeconómica e internacional en que vivían los nicaragüenses de mitad del siglo XIX. Hemos incorporado a la versión original publicada en Harper`s New Monthly Magazine (1855) y sus traducciones al español, los cambios necesarios para corregir algunos equívocos en nombres y fechas. Sólo hemos recurrido al uso mínimo de notas necesarias para explicar algunas situaciones que en el original pudieran dejar dudas al lector. Por lo demás nos hemos atenido rigurosamente al texto y espíritu de escritura de Squier.
Creamos así mismo un pequeño glosario con aquellas palabras que puedan presentar a nuestros lectores algunas dificultades.
EL CASTILLO, o
ruinas del viejo fuerte de San Juan, es el primer sitio que el viajero
encuentra sobre el río San Juan al entrar en territorio nicaragüense.1
Aquí, por primera vez, se le saluda con la bandera náutica azul, blanco y azul,
con un óvalo al centro que encierra un triángulo y tres volcanes; y según
sugiere H______, los tres volcanes son el más típico emblema de la situación
política del país. Aquí también la seriedad del visitante se verá puesta a
prueba por un pelotón de andrajosos soldados con sus parvos mosquetes, a
quienes se llaman “valientes” en los documentos oficiales, y que suponen
integran la guarnición de El Castillo. Digo,— ha de suponerse— puesto que no
ocupan el viejo fuerte, sino un par de cobertizos recién levantados en la
colina, al pie de sus muros. Hay un centinela que se pasea frente al portón de
la fortaleza, en cuyo interior no hay ni un sólo cañón y al que sólo se puede
entrar por un destartalado puente de troncos derruido que se extiende sobre la
fosa. Exterioriza su responsabilidad, cuando alguien lo mira, momento en que
cargará su mosquete con un tieso remedo de aire militar que resultaba por demás
irresistible. Pero si bien los descastados y amestizados hijos de los
conquistadores sólo nos inspiran una mezcla de compasión y desdén, el viajero
no puede evitar un sentimiento de admiración por aquellos férreos aventureros
que en medio del vasto trópico salvaje, mucho antes que los Puritanos
desembarcasen en Plymouth o que Nueva York fuese fundada, levantaron aquí estas
macizas fortificaciones que aún en ruinas parecen desafiar al destructor: ¡el
Tiempo!
La colina donde está situado el fuerte
es empinada y ocupa un ángulo del río donde la corriente se ve interrumpida por
dificultosos raudales. Por consiguiente, domina el río aguas arriba y abajo a
lo largo de un buen trecho. La vista desde la cumbre es en extremo bella,
abarca millas y millas de bosque esmeraldino, interrumpida por anchos y
plateados remansos de agua. A excepción del villorrio fundado por la Compañía
del Tránsito al pie de la colina, no existe otra señal de civilización, ni una
sola cabaña, ni un verde huerto, sólo la silenciosa selva interminable.
Era ya de noche cuando llegamos al
Castillo, tras cuatro días de viaje desde San Juan del Norte, y ahí nos recibió
con gran cordialidad Mr. Ruggles, agente de la Compañía del Tránsito en el
lugar, quien nos proporcionó camas, donde pudimos estirar las extremidades con la
feliz consciencia de saber que había “amplitud y margen suficiente”, H_____ sin
embargo, pretextó que luego de haber pasado los últimos cuatro días embalado en
un cajón de tres pies de largo por dos de ancho, había adquirido una casi
irresistible tendencia a doblarse como navaja plegadiza. El Capitán M_____,
para no quedarse atrás, se quejó formalmente de la insustancial naturaleza de
su almohada, en comparación con el frasco de encurtidos y el par de botas que
le habían servido como tal a bordo de nuestro bote.
Durante toda la noche llovió, pero, como
suele suceder, amaneció despejado y nos levantamos temprano para ayudar a halar
nuestro bote sobre el “Raudal del Castillo”. Estos rápidos casi ameritan el
nombre de saltos, y se remontan sólo con gran dificultad. Los vapores de la
Compañía del Tránsito ni siquiera lo intentan, sino que desembarcan a los
pasajeros aguas abajo, para cruzar a pie y reembarcar aguas arriba en otros
navíos a pocos cientos de yardas. Un rústico carril de madera, que conecta el anclaje
inferior con el superior, transporta el equipaje y la carga. Poco antes de
nuestra visita, uno de los vapores que navegaba por los raudales se vio
arrastrado por la caída de agua, ahogándose un considerable número de
pasajeros. Este incidente fue silenciado con mucha diligencia, para evitar que
su publicidad dañase la reputación de la ruta.
Cuando se dio mi primera visita (1849),
la única evidencia de ocupación humana era un rancho solitario, construido
sobre la “plataforma”, es decir, la antigua barrera rompeolas de la fortaleza,
donde permanecían estacionados algunos soldados para ayudar a los boteros a
remontar los raudales. Un año después, cuando regresé río abajo rumbo a casa,
hasta ese solitario rancho estaba desierto; lo habían invadido las malezas, su
techo había colapsado, y al acercarme, un enjuto lobo salió disparado por la
entrada. Han transcurrido menos de tres años desde entonces, y ahora una
pujante villa de varios centenares de habitantes ha surgido al pie de la
antigua fortaleza; el sitio del solitario rancho lo ocupan ahora una nítida
fila de cabañas ya lo largo de la otrora desierta y desolada ribera, varias
estructuras grandes a modo de establos ostentan el “divertido” rótulo de Hotel.
Desayunamos juntos en el “Hotel
Crescent” con huevos y jamón servidos al precio de California, lo que es
decir más de veinte veces su valor, y a las nueve estábamos otra vez
apretujados en nuestro bote para remontar el río. A mediodía alcanzamos los
últimos raudales que se encuentran en el ascenso, los llamados “Rápidos del
Toro”. Aquí el río se desparrama sobre un amplio lecho de rocas, entre cuyas
masas inconexas el agua gira y se arremolina en profundas y oscuras pozas,
tornando la navegación tanto difícil como peligrosa. Durante la estación seca
estos raudales son infranqueables para los vapores fluviales, y los pasajeros
se ven obligados a hacer un tercer acarreo a pie. Dejamos que nuestros hombres
forzaran el bote contra la poderosa corriente y entramos a la angosta trocha
que atraviesa el bosque bordeando los raudales. A mitad del camino, rodeados ya
por la vegetación fresca y húmeda, encontramos las ruinas de un ranchito de
paja, y evidencias de que su anterior ocupante había intentado hacer allí un
claro en la selva. A pocos pasos de ahí dos cruces rústicas, pudriéndose sobre
una depresión oblonga donde se empozaba verdosa y putrefacta el agua de lluvia,
narraba muy a las claras el destino de quienes lo habían construido. Pocos
meses más y ya no quedará testimonio alguno de su existencia; pero quizás estos
solitarios durmientes dejaron tras de sí, en las riberas del rutilante Hudson o
del turbio Mississippi, corazones que sangran y ojos que lloran amargas
lágrimas, cuando el afecto evoca la memoria de los amados y desaparecidos.
Nuestro alegre y casi temerario grupo quitó se los sombreros en señal de
reverencia, pasando en silencio frente a las tumbas hundidas en el bosque.
Arriba de los
“Rápidos del Toro”, aunque posee aún una fuerte corriente, el río es ancho y
profundo, y casi merece el nombre de estuario del Lago de Nicaragua. Los bancos
también empiezan a disminuir de altura y los troncos de árboles caídos, con sus
raíces aferradas aún a las orillas, bordean la ribera. De ellos cuelgan largas lianas
o bejucos, como cables suspendidos de las ramas más altas de los árboles,
que sirven a su vez de apoyo a racimos de plantas parásitas encendidas de
alegres flores. A medida que el viajero avanza, observa que las riberas se
hacen aún más bajas y que los árboles del bosque, ahora de menor tamaño, alternan
con palmeras de hojas finas como plumas, que gradualmente usurpan las orillas
con sus elegantes penachos, desterrando otras formas vegetales. Todo ello forma
un tupido toldo que cubre la tierra e impide todo rayo de sol, manteniéndola
empozada y desprovista de vida bajo su sombra. Los arroyos que abajo serpentean
son oscuros y lentos —madriguera propia para lagartos y otros monstruos
impuros— como aquellos que hicieron detestable el período Sáurico, con sus
figuras enormes y contrahechas que los geólogos nos han mostrado impresas en
estratos rocosos, ¡en cuyas pétreas hojas, damos gracias al celo, se mantienen
a buen resguardo! Los nombres de esos arroyos indican certeramente las
características de los alrededores. Allí se encuentran el río Palo de Arco, bajo
un arco de árboles, Poco Sol, (Palabra de los Guatusos, que significa
dos saltos) sumido en la penumbra, y río Mosquito, nombre que sugiere noches de
insomnio y juramentos rayanos en lo blasfemo.
La segunda mañana después de nuestra
salida del Castillo nos puso a la vista de la alicaída asta de la bandera y los
ranchos de paja del fuerte San Carlos, situado en la margen izquierda del río,
en el punto donde éste se separa del lago. El viejo fuerte está cubierto por
una densa vegetación que lo oculta por completo de la vista. Posicionada sobre
un promontorio o cabeza de playa que parece haber sido colocada allí para
marcar el punto preciso donde termina el lago y comienza el río. Bajo la
Corona, se le daba cuidadoso mantenimiento y contaba con un fuerte destacamento.
Pero hoy su puente levadizo está en deterioro; grandes árboles crecen en el
foso, las lianas suben por sus muros, se enredan en los desmantelados cañones y
enrollan sus delicados zarcillos en las rejas de sus celdas desiertas.
Un viejo amigo mío, Don Patricio Rivas,
era Comandante de San Carlos, en lugar de aquel coronel regordete y ameno que
me hizo honores haciendo marchar a su ralo pelotón en celebración de mi primera
visita. Don Patricio nos invitó a saborear una taza de café matutino e insistió
en que nos quedásemos a desayunar, pero estábamos ansiosos por continuar el
viaje y sin más miramiento declinamos su invitación. Olvidando mis anteriores
experiencias en el país, me engañé pensando que en el curso de tres o cuatro
horas estaríamos en camino, pues nada nos detenía sino la instalación de un
mástil temporal. Pero hasta ahora no se ha sabido de ninguna tripulación
nicaragüense capaz de zarpar de San Carlos en el mismo día, pues cada uno tiene
su enamorada de piel canela a la que invariablemente trae del puerto algún
regalito.
Al desembarcar habíamos dejado
instrucciones estrictas a los hombres para que tuvieran todo listo de modo de
partir de inmediato, cosa que sin vacilar prometieron. Pero a nuestro regreso,
no sólo no habían hecho nada para lograr tal propósito, sino que los hombres
mismos se habían dispersado por el pueblo. Esperamos su regreso, pero fue en
vano, y finalmente nos pusimos en marcha, ya con un humor infernal, decididos a
echar mano a sus negros cuerpos donde quiera que se hallasen. Logramos dar con
el patrón y con uno de sus hombres y los llevamos al bote, pero pronto
ingeniaron un escape so pretexto de ir en busca de sus compañeros. Las horas
pasaron, y el sol estaba ya alto y caliente; vimos el desayuno del Comandante
pasar humeante y apetitoso de la cocina a su casa, y después, con melancólico
interés, contemplamos de vuelta los platos ya vacíos acarreados de la casa a la
cocina, ¡y los testarudos lancheros seguían sin aparecer! El sol ascendió más y
el viento, que había soplado bastante a nuestro favor, cesó por completo. Ya
era mediodía y nosotros esperando aún en la costa. Sin poder tolerarlo presenté
formal queja ante Don Patricio, quien ya se había acomodado en su hamaca para
disfrutar su siesta. Se encogió de hombros y dijo que los marineros eran
siempre así, sin embargo, ordenó al sargento de guardia dar caza a los remisos.
Mientras tanto yo había comprado un
mástil para nuestro bote a un costo de diez veces su valor y lo habíamos
instalado en su base para evitarnos cualquier atraso que esto pudiese
ocasionar. ¡Y seguíamos a la espera! Finalmente, al rayar las tres de la tarde,
cuando teníamos el ánimo tan corrompido que el lector difícilmente podría
imaginarlo, se logró juntar a los hombres. Pero en vez de ocupar sus posiciones
se sentaron aparte, bajo la sombra de un árbol, a conferenciar largo y tendido.
El resultado de sus deliberaciones fue que habían escuchado que el gobierno
estaba reclutando tropas en Granada (es decir, reuniéndolas a la fuerza) y que
por tal razón no podían continuar el viaje. Seguramente se imaginaban que no
podríamos proceder sin ellos, y que recurrían a ese pretexto para sacarnos una
paga adicional. Conocían a los “americanos” lo suficiente para comprender la
impaciencia que les acomete ante los retrasos, e intentar valerse de ella en
nuestro caso. Pero no estábamos de humor para seguirles el juego y resolvimos
que, ya que el viento era propicio, nosotros mismos podríamos gobernar el bote.
Así que despachamos a empujones sus escasas pertenencias, los mandamos al Demonio
con lujo de vehemencia, como hombres sin vergüenza, y, para su gran
asombro, izamos velas y zarpamos.
Tan pronto como nos
alejamos de la costa por sotavento, las velas tomaron una fuerte brisa que
disparó nuestro bote como caballo de carreras. El Teniente J_____— fue elegido
como comodoro,nem con (sin oposición) y se asignaron sus lugares a los
demás miembros del grupo, según lo permitían sus habilidades y experiencias.
H____ solía trazar muchos dibujos de elegantes botes, veleros y vapores; casi
siempre lograba distinguir la proa de la popa, pero su conocimiento de
navegación era deplorablemente imperfecto. Aun así se le instaló como
responsable de vigilar los tensores, o según él mismo decía, como “operario de
las cuerdas.” El doctor, más ducho en asuntos náuticos, fue asignado a las
drizas, mientras que al voluminoso Capitán M ____ le encomendamos equilibrar el
navío, desplazando su corpulenta masa de un lado a otro, según lo requiriese la
ocasión.
Zarpamos animosos del fuerte San Carlos
y en son de burla disparamos nuestras armas frente a las narices de la
insubordinada tripulación. Por momentos el viento refrescaba y nuestro bote
parecía aligerarse e infundirse de vida. Pero nuestro mástil era débil y se
doblaba bajo el esfuerzo. De pronto escuchamos un crujido sospechoso, como si
estuviera a punto de quebrarse, a lo que siguió prontamente la orden de
“¡soltar las drizas!” Pero H___ ya había olvidado la diferencia entre tensores
y drizas, y en su premura por “operar las cuerdas” dio un espasmódico tirón a
las amarras, dejando caer la vela “a plan” En un instante ésta voló sobre
cubierta, inclinando el bote con tal fuerza que hombres, remos y equipaje
quedaron revolcados y apilados y el bote se llenó de agua hasta la mitad. Por
breves instantes estuvimos en situación de peligro, pero a costa de una
empapada general, logramos por fin arriar la vela. Como ya estábamos ocultos de
la vista del fuerte, gracias a un generoso promontorio, decidimos hacer un par
de reparaciones en la lona y proseguimos nuestro derrotero con mayor seguridad,
aunque con menos celeridad.
Era una tarde de insuperable belleza y
el paisaje alrededor armonizaba en todos los aspectos con los cielos que
formaban arcos sobre nuestras cabezas, embellecido aquí de carmesí y de oro y
allá desvaneciéndose en delicados tonos nacarados, con retazos de nubes tan
esponjadas y livianas que parecían disolverse en el aire ante los ojos del
espectador. Las costas de Italia y los lagos en el regazo de los Alpes,
coronados de nieve y resplandecientes al pie de la frontera de Lombardía,
ciertamente combinan casi todos los elementos de la grandiosidad y la
hermosura. El azur de sus aguas es insuperable y las escarpadas rocas que
serpentean en su entorno dejan poco que desear a la imaginación en cuanto a
imponencia y grandeza. Pero los lagos de Nicaragua les superan por sus rasgos
novedosos e impresionantes. Aquí se yerguen altivos volcanes, los irregulares
conos emulan a las Pirámides en la simetría de sus perfiles.
En torno a sus faldas se congregan
espesos bosques de un verde oscuro, como labrados en esmeralda. Por encima de
éstos, combinado con incomparable sutileza, se encuentra el verde tierno de los
pastos de montaña, mientras las cumbres de color terroso, donde la árida escoria
se niega a nutrir la vida, se adornan con blancas coronas de nubes a cuyo
través la luz solar se estremece en un centenar de tonos opalinos. También las
islas que enjoyan las aguas son una exuberante arboleda tropical. La palmera
yergue su regio tronco muy arriba de los bosques y se dibuja etérea contra el
cielo, mientras que plantas de robusto tallo y enredaderas en densas masas
revisten las rocas, o penden de los árboles por encima del agua, que se
oscurece y parece adormecerse bajo su fresca sombra. Y aunque aquí no existen
ni castillos encaramados en altas cumbres, ni aferrados al tajo de los
precipicios, ni siquiera villas de blancos muros anidando en la costa, aun así
el viajero percibe vistas marinas que se abren entre la arboleda y revelan paisajes
de chozas primitivas y pintorescas, enmarcadas por plátanos y papayas cargados
de doradas frutas.
Canoas de gráciles
líneas yacen en la sombreada costa, y oscuras formas humanas de una raza
extraña y en decadencia observan al forastero con curioso interés cuando éste
se desplaza en silencio frente a ellos. Tales son algunos de los variados
elementos de lo grandioso, lo bello y lo pintoresco que otorgan a los lagos de
Nicaragua su indiscutible preeminencia sobre aquellos consagrados por los
recuerdos e inmortalizados en los cantos, y que reciben el homenaje de los
amantes de la naturaleza en el Viejo Mundo.
Navegamos alegremente frente al grupo de
isletas de El Boquete y el villorrio de San Miguelito, ubicado en la costa
norte del lago. Hatos de ganado se holgaban en la playa, las jóvenes
pueblerinas llenaban sus cántaros bajo la sombra de los árboles, mientras que
lapas de brillantes alas y bulliciosas loras curioseaban desde las ramas, y
hacían resonar la costa con sus ásperos llamados.
Fue mucho después de
haber anochecido que bordeamos el elevado promontorio de negras rocas
volcánicas que aíslan la playa de “El Pedernal” y a su resguardo
anclamos esa noche. Habíamos realizado, en términos náuticos, “un recorrido
espléndido” y completado casi una tercera parte del trayecto entre el fuerte y Granada,
que era nuestra ciudad destino. Habíamos dejado atrás la región de las lluvias
perennes. Era la época seca en la zona de los lagos, y las estrellas irradiaban
un fulgor claro y casi sobrenatural, bajo un cielo sereno y despejado. Nuevas
constelaciones giraban en lo alto; la Cruz del Sur enjoyaba el seno de la noche
mientras la familiar Estrella Polar, rolando bajo en el horizonte, era apenas
visible sobre las copas de los árboles. Minúsculas olas jugueteaban y
tintineaban bajo la proa de nuestro bote, mientras que el oleaje de lago
adentro se cimbraba con un sonido sordo y monótono contra las rocas ásperas y
oscuras que hacían de rompeolas al pequeño puerto. Permanecí por horas en un
estado de duermevela, somnoliento, consciente sólo de aquellas impresiones que
proceden de la naturaleza misma, y que moldean y conforman todo un flujo de
ideas en simpatía con su propia belleza armoniosa. Pero al fin vino la
inconsciencia, quieta y libre de sueños, y reinó supremo el silencio hasta que
el gris amanecer reanimó al vigilante Capitán, cuyo grito: “¡A levantarse!”
puso enalerta a todos los yacentes y de un salto ponerse de pié. Con ello el
sueño huyó de cada párpado.
Al asomar el sol, encendiendo con sus
rayos los altos conos volcánicos en la isla de Ometepe, (el Concepción y
Maderas), nos encontrábamos a medio lago, claramente enrumbados hacia el
azulado pico del volcán Mombacho, que se yergue sobre la ciudad de
Granada. Los marineros del lago raras veces se aventuran a cruzarlo en sus
rústicos bongos, más bien bordean por la costa norte, evadiendo a veces
las pequeñas bahías, pero más frecuentemente apegándose a la curva del terreno.
Esta precaución obedece a lo agitado de las aguas. Impulsadas por los fuertes
alisios del noreste, sus olas emulan las del océano y dan majestuosos tumbos en
su costa meridional. En ciertas épocas del año, súbitas turbonadas aparecen
como por encanto en el horizonte, avanzan sobre la superficie con impetuoso
vigor, y con frecuencia engullen los frágiles botes que encuentran a su paso
bajo las bullentes aguas. Para suerte nuestra, el tiempo estuvo sereno y el
viento bueno, y proseguimos ruta con feliz celeridad. Al mediodía, se
distinguía nítido el perfil de la elevada isla de Zapatera, y el grupo de
isletas llamadas “Los Corrales” que tachonan el lago al pie del volcán
Mombacho, asomaban de las aguas como aristas de esmeralda.
Zapatera tenía para mí un interés
especial. Tres años atrás había dedicado una semana a explorar las antiguas
ruinas que se desmoronan bajo sus bosques colosales —una semana de interés y
emoción incomparables, pues cada hora traía consigo algún nuevo descubrimiento
y cada porción de terreno rendía algún curioso testimonio de una raza ya
desaparecida. Me sentí casi inclinado a enrumbar el bote hacia sus costas y
reiniciar las investigaciones que entonces me había visto obligado a suspender
en deferencia a responsabilidades oficiales. Antiguamente Zapatera llevaba el
nombre de Chomitl—Tenamitl. (Del Náhuatl, Piedras en forma de comal)y su
lejana isla vecina, con sus dos altivos picos, tuvo el característico nombre
mexicano de Ometepec.—Dos Montañas—. Éstas, junto con las islas de
Solentiname y el estrecho istmo que yace entre el lago y el Pacífico, fueron
asiento de una nación que hablaba una misma lengua y que tenía en común las
mismas costumbres, formas de gobierno y religión que aquellos que habitaron el
altiplano de México, y que constituían el imperio de Moctezuma. Pero si fueron
una colonia de éstos últimos o de sus ancestros, ¿quién habrá de esclarecerlo,
en el laberinto de tradiciones contradictorias y ante la ausencia de archivos
auténticos?
Al mediar la tarde bordeábamos las islas
del encantado grupo de “Los Corrales”, éste comprende, literalmente,
cientos de isletas de origen volcánico, que se elevan en forma cónica a una
altura de veinte a cien pies. Están formadas por inmensas rocas de lava, negras
y ampolladas por el fuego; pero sus cumbres están coronadas de verdor y largas
enredaderas cuelgan de sus ásperos costados hasta la mera orilla del agua.
Algunas de ellas, ahí donde hay suficiente acumulación de suelo, están
salpicadas por pintorescas chozas indias, sombreadas por altas palmeras y
circundadas de platanares. La mayoría de ellas (Isletas de Granada) están
abandonadas y son el refugio natural de aves acuáticas y loros.
Súbitamente, al doblar el islote de
Cuba, el más remoto de Los Corrales, la playa de Granada se abrió ante
nosotros. Allí, como antaño, se erguía el viejo fuerte, y la playa, igual que
la había visto por la última vez, pululaba con sus variados grupos de
lancheros, lavanderas y vagos. Allí seguían, posadas en la costa, las
mismas gráciles canoas y los mismos envejecidos bongos que han
transportado el comercio de Granada desde tiempos de la Conquista. Pero en raro
contraste con lo demás, el único elemento nuevo o novedoso en este panorama era
uno de los vapores de la Compañía del Tránsito, con su penacho de vapor al
aire, y su bandera de estrellas ondeando al viento —portentoso pionero en esa
carrera de empresas que pronto habrán de dar una nueva vida, un nuevo espíritu
y una nueva gente a estas gloriosas tierras del sol.
Fondeamos nuestro bote al resguardo del
viejo fuerte y saltamos a tierra, habiendo realizado el viaje desde San Carlos
—una distancia de más de cien millas— en el breve lapso de dieciocho horas de
navegación, algo sin precedente. Apenas había tocado tierra cuando fui casi
alzado en vilo por el hercúleo abrazo de Antonio Paladán, mi antiguo patrón,
quien se valió de este gesto elefantino para manifestar su agrado por verme
de nuevo. Me había acompañado él en mi visita a Zapatera y luego me había
llevado a San Juan en su bongo preferido, “La Granadina.” ¡Pobre
Antonio! Poco después fue asesinado sin motivo por un brutal Capitán de la
Compañía del Tránsito, un refugiado portugués que logró escapar de la justicia
debido a la intromisión de un muy afanoso embajador americano. No me motiva el
egoísmo al vindicar la memoria del pobre patrón; es para mí tan sólo un
justo tributo a su humilde mérito afirmar que nunca ha habido un corazón más
honesto y más fiel que el que palpitaba bajo el moreno pecho de Antonio
Paladán, el ya olvidado patrón del lago de Nicaragua.
Granada ocupa el
sitio del poblado indio de Xalteba o Jalteva. La ubicación fue sabiamente
elegida, en una pequeña bahía o playa que traza en el terreno su
elegante media luna, de modo que brinda cierto resguardo de los vientos
nordestinos. La playa es amplia y arenosa, bordeada por árboles bajos aunque
umbrosos, bajo los cuales parte hacia la ciudad una multitud de veredas y
anchos caminos carreteros, ocultos por completo de la vista por su intrincado
verdor. Toda el agua para el uso de la ciudad se acarrea del lago, y allá van
mañana y tarde las mujeres en tropel, con sus rojas tinajas en equilibrio sobre
la cabeza, formando largas y pintorescas procesiones en alegre parloteo, siempre
con una atrevida sonrisa y un agudo comentario para el forastero audaz. Aquí
las lavanderas —dulce vocablo español que contrasta con nuestro áspero
inglés washerwomen— laboran mañana y tarde en su imprescindible oficio,
y aquí también acuden los bañistas para sus diarias abluciones —un proceso que
se conduce en feliz desafío a nuestro convencionalismo, que es más severo. Así,
con los morenos grupos de lancheros medio desnudos y con caballos alegremente
engalanados que son el orgullo de sus amos cuando, espoleados sobre las suaves
arenas, el declinante sol los impulsa a buscar la sombra de los árboles, la playa
de Granada presenta una escena de alegría y vitalidad que en su exultante abandono
y pintoresco efecto no se podría igualar en ninguna parte del mundo.
Al dejar la costa, el viajero asciende
en suave pendiente por una serie de terraplenes hasta alcanzar el nivel de la
ciudad. Primero se encuentra con chozas dispersas, algunas construidas de caña
y cubiertas de paja; otras revestidas de barro, encaladas y techadas con tejas.
Un macizo de árboles, usualmente jocotes, es decir, ciruelos silvestres,
le da sombra a cada una, y puertas adentro puede mirarse a las mujeres hilando
algodón en una pequeña rueca de pedal, o atareadas moliendo maíz para las tortillas.
En casi todas las casas hay una o dos loras intercambiando chillidos, o
alguna torpe lapa que se bambolea sobre el tejado, mientras alrededor los
cerdos, perros, gallinas y niños desnudos discurren en términos de perfecta
igualdad.
Más allá de las chozas comienza la
ciudad propiamente dicha. Las construcciones son por lo general de ladrillos de
barro secados al sol, o adobes, montadas sobre bases de piedra cantera y
coronadas por techos y aleros de teja. Las ventanas en su mayor parte son de
balcón, protegidas por fuera con ornamentadas rejas de hierro y por dentro por
persianas de colores vivos. Todas son bajas, rara vez excede su altura más de
un piso, y están edificadas en plantas cuadrangulares, se entra a ellas a
través de sólidos y ornamentados zaguanes, o arcadas, desde los cuales
se vislumbran naranjos y jardineras de flores con los que el gusto femenino
decora los patios. Los andenes se elevan a uno o dos pies sobre el nivel de la
calle y apenas tienen el ancho suficiente para permitir el paso de una persona
a la vez. Las calles que llevan al centro de la ciudad, o plaza, son
empedradas, como en nuestras propias ciudades, con la diferencia de que en vez
de ser convexas, éstas presentan una superficie cóncava, y forman el desagüe en
el centro de la calle.
Granada —al igual que todas las demás
ciudades españolas—, luce una apariencia pobre para quien está acostumbrado a
la arquitectura europea. Pero pronto se llega a comprender el perfecto
acoplamiento de las edificaciones con las condiciones del país, donde la
seguridad ante los terremotos y la protección contra los calores y las lluvias
son los principales criterios que se consultan en su erección. Las ventanas
nunca se recubren con vidrio, y los aposentos raras veces cuentan con cielo
raso, son por consiguiente bien ventilados, mientras que los gruesos muros de
adobe resisten con ventura los calurosos rayos del sol.
Granada fue fundada
por Hernández de Córdoba en 1524 y es, por tanto, una de las ciudades más
antiguas del continente. La región que la rodea, según palabras del pío de Las
Casas “era una de las más pobladas en toda la América” y era rica en productos
agrícolas, entre los cuales el cacao, o nuez de chocolate, era el de más
alto valor, y pronto llegó a constituir un importante rubro de exportación. A
la postre, las ventajas que poseía para la comunicación con ambos océanos, el
Atlántico y el Pacífico, hicieron de ella centro de gran comercio. Se negociaba
directamente con Guatemala, Honduras y San Salvador, así también con Perú,
Panamá, Cartagena y España.
Gage, el viejo fraile inglés nos cuenta
que durante su visita en el año de 1636 “entraron a la ciudad en un sólo día no
menos de mil ochocientas mulas procedentes de San Salvador y Honduras, cargadas
de añil, cochinilla y cueros. Y en los dos días subsiguientes, —agrega—
arribaron novecientas mulas más, una tercera parte de las cuales venían
cargadas de plata, que era el tributo del rey.”
Los filibusteros abundaban en esos
tiempos tanto como ahora —menos escandalosos pero más osados; y era frecuente,
según observa el viejo y pintoresco cronista, que “a los comerciantes hacían
temblar y sudar con un sudor frío”. No se contentaron con merodear por la boca
de “El Desaguadero” o río San Juan, y capturar las embarcaciones fletadas desde
Granada, sino que, en 1686, tuvieron la audacia de desembarcar y tomarse la
ciudad. Aquel viejo y raro bandido De Lussan, quien era uno de la banda, nos ha
dejado un jactancioso relato de la aventura: “De Lussan describe la ciudad de
aquel entonces como grande y espaciosa, con iglesias señoriales y casas
bastante bien construidas, además de varios establecimientos religiosos, para
hombres y mujeres”.
Aunque el comercio de Granada ha
menguado debido a la apertura de otros puertos en los demás países
centroamericanos, sigue siendo sin embargo la principal ciudad comercial de
Nicaragua. Hasta el momento de nuestra visita había sufrido mucho menos
violencia que su rival León, la capital política de la provincia bajo la Corona
y del Estado durante la República. Y, mientras que esta última ciudad en varias
ocasiones ha sido casi devastada por prolongados sitios, durante uno de los
cuales no menos de mil ochocientas casas fueron incendiadas en una sola noche,
Granada había escapado sin mayores daños a su prosperidad. Pero en hora aciaga
algunos de sus principales ciudadanos, ambiciosos de poder político y militar y
deseosos de figuración, lograron colocar a uno de ellos en el puesto de
Director del Estado, Don Fruto Chamorro, hombre de escaso intelecto, pertinaz
en su propósito y obstinado de carácter. Los métodos que para ello se emplearon
fueron bastante dudosos, y probablemente no soportarían un minucioso
escrutinio. Esto ocasionó gran descontento entre la gente, mismo que fue
atizado por las políticas reaccionarias del nuevo Director. Una de sus primeras
acciones fue derogar la Constitución del Estado y sustituirla por otra que
confería al Ejecutivo poderes poco menos que dictatoriales. Por oponerse a ello
en la Asamblea Constituyente, y bajo el pretexto de que conspiraban para
derrocarlo, Chamorro desterró de súbito a la mayor parte de los líderes del
partido Liberal, y arbitrariamente encarceló al resto.
Estos hechos precipitaron, si es que de
hecho no causaron justo los resultados que se pretendía evitar. En la primavera
de 1854, pocos meses después de su expulsión, los perseguidos liberales
regresaron de pronto al Estado y fueron recibidos con júbilo por la población,
que de inmediato se levantó en armas contra el nuevo Dictador. Éste fue
derrotado en todos los frentes, y fue finalmente obligado a refugiarse en
Granada, donde, apoyado por los comerciantes y los marineros del lago, resistió
un sitio que duró desde mayo de 1854 hasta el mes de marzo del presente año
[1855], cuando las tropas sitiadoras se retiraron. Pero antes que pudiera
valerse de esta mejor situación, cayó enfermo y murió; y aunque sus partisano
s están aún alzados en armas, es de Suponer que no podrán prevalecer en el
Estado contra la inequívoca opinión pública. Sea como sea, lo cierto es que el
sitio ha dejado en ruinas una gran parte de Granada y ha infligido un golpe
contra su prosperidad de la que no podrá recuperarse en muchos años.
La población de Granada se calcula entre 12,000 y 15,000 almas, incluyendo el
suburbio y municipio separado de Jalteva. Cuenta con siete iglesias, un
hospital y una universidad nominal. Antiguamente tenía dos o tres conventos,
pero fueron todos suprimidos durante la revolución de 1823 y desde entonces no
se ha hecho intento alguno por reactivarlos. Los edificios que ocupaban están
en ruinas o han sido destinados a otros propósitos.
He dicho ya que la posición de Granada
se eligió bien. Hacia el sur, a distancia de pocas millas, se yergue el volcán
Mombacho con su escarpado cráter, mientras hacia el oeste, ondulantes colinas y
bajas crestas se interponen entre la ciudad y el océano Pacífico. Hacia el
norte hay sólo extensas llanuras aluviales densamente arboladas, que poseen un
suelo rico y muy a propósito para cultivar arroz, azúcar, algodón y cacao. Pero
en ningún sitio de los alrededores puede el viajero obtener un panorama
satisfactorio de la ciudad. Sus bajas casas están cubiertas por los árboles que
crecen en los patios y que rodean la ciudad por todos sus costados, de modo que
poco puede apreciarse, excepto largas hileras de monótonos tejados rojos y la
torre de las iglesias. El grabado adjunto, dibujado desde el lado oeste, da una
buena idea de la apariencia de los suburbios, donde las casas están esparcidas
y son comparativamente pobres. Se eligió principalmente para mostrar un
profundo cauce, que al parecer es una hondonada abierta originalmente por un
terremoto que luego fue socavada por la acción del agua. Se extiende en torno a
la ciudad por tres de sus lados y constituye una defensa natural de no poca
importancia. Tiene entre sesenta y cien pies de profundidad, sus paredes son
abruptos precipicios, y sólo puede cruzarse en dos o tres sitios donde se han
cortado terraplenes, de arriba hacia abajo por un lado y de abajo hacia arriba
por el otro. Esta singular característica posiblemente tuvo algo que con la
ubicación del antiguo poblado indígena.
El gran lago de
Nicaragua fue llamado Cocibolcapor los aborígenes. Es sin duda alguna el
accidente natural más notable del país, y, aparte de su belleza, ha sido objeto
de singular interés por las supuestas facultades que presenta para la apertura
de un canal navegable entre los grandes océanos. Modernas investigaciones han
disipado muchas de las ilusiones que han existido en lo que concierne a ese
proyecto, y demuestran que los obstáculos para su realización han sido hasta
ahora sólo a medias comprendidos. Esas investigaciones han demostrado que el
río San Juan nunca será navegable para navíos, y que el mayor obstáculo en la
empresa propuesta no se halla, como antes se había supuesto, entre el lago y el
Pacífico, sino entre el lago y el Atlántico una distancia de 128 millas, en
cien de las cuales sería necesario cavar un canal a través de un territorio
insalubre y de lo más adverso para la realización de esta empresa. También se
ha determinado que, aunque ese canal facultaría grandemente el comercio de los
Estados Unidos, acortando la travesía hacia la costa oeste de América, a las
islas Sandwich y a las Indias Orientales, aún así, en lo concerniente a Europa,
el ahorro sumado sobre la ruta del Cabo de Buena Esperanza sería poco
considerable y de ningún modo equivaldría al valor de los peajes que el canal
requeriría para mantenerlo abierto y bien mantenido. Usando el propuesto canal,
el viaje desde Inglaterra hasta Cantón sería 200 millas más largo de lo que es
ahora por el Cabo de Buena Esperanza; ¡a Calcuta serían 3,900 millas más, y a
Singapur 2,300 millas! Ante tales datos, sería locura pensar que la empresa
recibirá el apoyo comercial o político de las potencias de Europa, que de suyo
han sido bastante humilladas por la competencia marítima americana, de modo que
no prestarían su apoyo para revertir la favorable superioridad física que ahora
poseen sobre los Estados Unidos en el comercio con el Oriente.
El lago de Nicaragua tiene una longitud
de no más de ciento veinte millas y mide entre cuarenta y cinco o cincuenta de
anchura en promedio. Es profundo, excepto en la costa norte, donde presenta
extensos bajíos y se nutre de numerosos ríos, principalmente del elevado
distrito de Chontales. Un estero llamado “Estero de Panaloya” y un
pequeño riachuelo, el río Tipitapa, lo conectan con el lago de Managua, más
elevado. Abundan en él los peces y también está infestado por una especie de
tiburones, que los nativos llaman tigrones debido a su ferocidad. En
ocasiones atacan al hombre con resultados fatales. Existe una especie de flujo
y reflujo en las aguas del lago, lo que hizo pensar a los primeros exploradores
que era un estuario o bahía del mar. El fenómeno, sin embargo, tiene una fácil
explicación. Como he dicho antes, el viento predominante en Nicaragua es el
alisio noreste, que aquí sopla cruzando todo el continente. Es más fuerte al
mediodía y hacia el atardecer, cuando empuja y acumula las aguas, por así
decirlo, contra la costa occidental del lago; mengua hacia la mañana,
restableciéndose el equilibrio, y esto causa el reflujo. La regularidad con que
sopla este viento imprime al flujo y reflujo del lago una regularidad
correspondiente. A veces, cuando sopla de continuo y con mayor fuerza que lo
normal, se inundan las tierras bajas de la costa occidental, pero esto rara vez
ocurre.
Durante nuestra breve estadía, Granada
estaba en profunda conmoción. Había sido escenario de algo bastante común allá
en casa, pero novedoso y sin precedente aquí: ¡Una estafa! Tras la apertura del
Tránsito, se había adoptado la costumbre de que los comerciantes hicieran
envíos a sus corresponsales en el extranjero mediante notas emitidas por los
agentes de la Compañía del Tránsito, evitando de esta manera el riesgo y la
molestia de enviar efectivo. Un hábil mañoso, procedente quizás de Nueva York o
de San Francisco, modesto caballero de gafas y sencilla vestimenta negra, se
presentó un día ante uno de los principales comerciantes, y mostró un giro por
$10,000 que deseaba cambiar por oro y plata. Sus necesidades eran apremiantes,
por lo que no se oponía a acceder a un pequeño “recorte”. El ingenuo comerciante,
para nada reacio a que se le tomase por un banquero y tampoco indiferente a
llevarse “una pingüe ganancia”, se sintió halagado, y de inmediato reunió, de
sus propios fondos y los de sus amistades, la suma requerida –entre ella una
extraña colección de plata nómada, reales españoles, seis peniques ingleses,
francos franceses y monedas de diez centavos de los Estados Unidos—. El
documento fue debidamente endosado y la plata entregada a cambio. Esa noche se
escuchó un carretón que crujía rumbo a la playa, donde su carga fue prontamente
transferida a una “baja, oscura y sospechosa goleta” que mucho antes de la
aurora se alejó de la vista de Granada. A los pocos días se supo la verdad. La
gente podía comprender un robo o un asalto, una ventana forzada, o que balearan
a un viajero, pero esta forma tan callada y sutil de lograr el mismo objeto era
un refinamiento de la civilización que dejó perpleja a toda Granada. Se miraba
a la gente presa de la ansiedad, hablando en murmullos por las esquinas, y
hasta los aguadores abrían tamaños ojos del asombro. Los hombres se olvidaron
de sus rezos y, enloquecidos, hicieron caso omiso de su siesta.
Los centinelas en las esquinas de la
Plaza desatendieron sus riñas con los transeúntes, y los oficiales de la
guarnición se sentaban en las gradas del cuartel, ¡sin encender sus puros!
Todos parecían consternados, tenían la vaga noción de que los habían
“embaucado” o que estaban soñando, pero no tenían muy claro qué había ocurrido.
A los pocos días el estupor empezó a
disiparse; alguien sugirió que los perpetradores fuesen perseguidos, a lo cual
todos dijeron “¡Cómo no!” y acto seguido ensillaron sus caballos. Pero
entonces otro preguntó en qué dirección debían ir; pregunta que puso todo de
nuevo en su lugar, así que desensillaron sus caballos. Finalmente, una vez que
los “embaucadores” habían tenido tiempo de sobra para ponerse a salvo, es
cuando empezó la persecución. Esta resultó en la captura de un médico inglés
residente en el país, quien de hecho había amputado una pierna sin matar al
paciente, por lo que se le tuvo como alguien demasiado astuto e ingenioso para
ser honesto. Se le retuvo en prisión por varios meses, pero al no haberse
reunido evidencia para condenarlo, fue finalmente liberado. ¡Así terminó la
primera lección en Granada acerca del arte y el misterio de las finanzas
modernas!
— “Fue cosa muy extraña.”
— “Así lo fue, amigo, ¡pero si
viviera usted en Nueva York!”
El volcán Mombacho, a veces escrito Bombacho
en los más antiguos, presenta una base ancha y una cumbre escarpada. Mide
cerca de 4,500 pies (Se sabe hoy que su altura es de 1400 metros s/nivel del
mar Entre los nativos son muy pocos los que lo han escalado, aunque casi todos
tienen alguna historia que contar sobre la espléndida laguna que hay en su cumbre
y las cosas maravillosas que encuentra el viajero en su ruta hacia ella. Con
mucho trabajo logré persuadir a un antiguo marinero —que había ascendido
varios años antes con el Caballero Friedrichthal (Un naturalista austriaco que
lo visitó en 1841) —en cuya compañía pasé varios días en la cumbre, sirviéndome
de guía. La cara del volcán que mira a Granada es inaccesible, y decidimos que
sería menester ir hasta el poblado indio de Diriomo, situado en la base
suroeste de la montaña, y desde allí intentar el ascenso.
Por consiguiente, hicimos nuestros
arreglos esa víspera y, temprano a la mañana siguiente, todavía a oscuras,
montamos nuestras mulas y partimos hacia Diriomo. Pasamos los muros del Campo
Santo, pálido y espectral bajo la incierta luz, y entramos de inmediato al
bosque por un angosto sendero. Apenas podíamos percibir la mula blanca de
nuestro guía, que punteaba el camino, y tuvimos que confiar en la sagacidad de
nuestras bestias para seguir la ruta. A intervalos, el roce de las ramas
colgantes sobre el sombrero ahulado de nuestro guía, y su agudo “ ¡Cuidado!”
nos alertaba a agacharnos en nuestras sillas, para evitar caer derribados
de nuestras monturas. “Agachado va seguro” es una sabia indicación cuando se
cabalga de noche por bosques tropicales. Luego de una hora o más de esta
precaria travesía, empezó a rayar el alba, y poco después emergimos del bosque
a una región relativamente abrupta y escarpada. Las laderas del volcán están
hendidas por profundas barrancas que hieren sus costados y que irradian de su
falda. Estas barrancas están cundidas de árboles, arbustos y lianas, pero las
crestas entre ellas están desnudas, nutriendo apenas pastos largos y montunos,
agostados y amarillentos por los continuos calores. A medida que cabalgábamos,
a ratos nos veíamos inmersos en oscuras malezas; para emerger de pronto a las
estrechas sabanas de las crestas, desde donde divisábamos brevemente el lago,
que reflejaba apenas la sonrosada luz que se levantaba sobre las colinas de
Chontales. La brisa matutina soplaba dulce y bondadosa en nuestras frentes y
saturaba nuestros pulmones con un reconfortante frescor.
Una hora después ya habíamos llegado a
la base de los altos promontorios cónicos de escoria, carentes de árboles pero
cubiertos de pasto, que conforman una característica sobresaliente del panorama
a espaldas de Granada. Su forma es por demás regular, y parecen haber sido
modelados con cenizas y escorias expulsadas por el volcán durante una erupción
y acarreadas aquí por el viento. De hecho, son acumulaciones de ceniza
volcánica, y, puesto que se les halla en mayor o menor cantidad en las
cercanías de casi todos los volcanes del país, indican de modo infalible la
dirección de los vientos prevalecientes.
En torno a estos conos encontramos áreas
taladas, ahora cubiertas por tupidas malezas, que antiguamente fueron haciendas
de maíz y añil. Más allá, el camino se interna en una espesa floresta y
serpentea por una alta cresta de rocas volcánicas y lava, que se extiende en
dirección al volcán Masaya. A medio camino de la cumbre, fulgurante como
diamante entre las rocas, se halla un copioso manantial de frescas aguas,
portador de un sonoro nombre indígena que he olvidado, donde nos detuvimos para
llenar nuestras cantimploras y dar descanso a las mulas. Es un paraje
encantador, arqueado de árboles, que las nutrientes aguas mantienen ataviados
de un verdor perenne. De tiempos inmemoriales ha sido refugio predilecto de los
indios, y las rocas en su entorno se ven pulidas por el paso de miles de pies.
En la cumbre de la colina nos
encontramos una figura labrada en piedra, firmemente plantada en el suelo, a la
vera del sendero. Tiene el mismo estilo de los ídolos que descubrí en las
isletas del lago durante mi primera visita a Nicaragua, pero hoy en día se usa
—según dijo nuestro guía— para marcar el lindero entre los territorios de los
indios de Diriomo y los de Jalteva. Por toda Centroamérica el viajero se
encuentra a la vera de los senderos con túmulos de piedras que tienen un uso
similar. Pues entre los indios, como entre Labán y Jacob, son testimonio de
alianza: “Que no cruzaré yo sobre este montículo hacia vos, y vos no habrás
de cruzar este montículo y este pilar hacia mí, para hacernos mutuo mal.”
Luego de ascender la cresta, el terreno
se tornó ondulado, y hallamos por doquier parcelas de plátanos, caña y maíz,
que comparados con la vegetación de otras áreas, lucían frescos y lozanos. Esto
se debe al volcán, que se interpone al paso de los vientos alisios e intercepta
las nubes que ellos portan en sus alas para luego precipitarlas en chubascos
bajo su alero, y así, mientras el país entero sufre sequía, la bondadosa lluvia
acaricia este privilegiado sitio, reteniendo su verdor y su belleza.
Eran escasamente las nueve cuando
arribamos a la villa de Diriomo, extensa pero desperdigada. Sin embargo, no
hicimos alto allí. Girando abruptamente hacia la izquierda, cabalgamos al
galope por un sendero ancho y bien apisonado, hasta llegar a la hacienda de
cacao de la familia Bermúdez. Este es un sitio recoleto y encantador, desde
donde se domina una hermosa vista de la ladera sur del Mombacho. Una pequeña
laguneta en primer plano, y macizos de árboles intercalados con parches de
oscura lava y unos cuantos campos de escoria rojiza, formaban el centro de una
imagen de novedosa e insuperable belleza, donde el volcán se erguía majestuoso
a la distancia.
Tras dejar las mulas al cuidado de los mozos
de la hacienda, sin más pérdida de tiempo proseguimos nuestra expedición.
Por espacio de dos horas el sendero serpenteaba por un terreno muy accidentado.
A veces teníamos que abrirnos paso entre lechos de crujiente lava,
caliente ya bajo el fuego del sol, para luego hundirnos en la espesura de
arboledas enanas, y emerger, tal vez, sobre una árida pendiente de ceniza y
escoria, donde sólo medraban las secas púas del maguey o agave y
macollas de espinosos cactos.
Finalmente iniciamos el ascenso a la
montaña propiamente dicha. Por este lado las paredes del cráter están
desmoronadas, y presentan un temible boquete escarpado en forma de cono invertido,
revestido de rocas negras y amenazantes que parecían ceñirse coléricas a
nuestro paso. La cima lucía ahora dos veces más alta que antes, y en vano
aguzamos la vista para distinguir el remedo de un sendero entre las erizadas
masas de lava y rocas volcánicas agrupadas en salvaje desorden a uno y otro
lado. Dos de nuestro grupo, amedrentados por las dificultades que encarábamos,
decidieron anteponer al placer de contemplar un amanecer desde la cumbre, pero
también la posibilidad de desnucarse o, resultar con uno de sus de miembros
destrozados por alcanzarla. Prefirieron una apacible noche en una cómoda hamaca
en la hacienda. Así pues, a la sombra de una gigantesca roca vaciamos sus
cantimploras y nos separarnos.
A partir de este punto, el ascenso fue
sencillamente un fatigoso y caótico escalamiento. Ora aferrados a ásperas rocas
angulares, ora asidos de raíces y ramas de retorcidos y esmirriados árboles, o
desplazándonos penosamente por inclinadas pendientes de cenizas y arenas
volcánicas que cedían bajo los pies, ascendíamos lenta y arduamente la montaña,
cuya cumbre parecía elevarse más y más por los aires, mientras las nubes se
desbocaban por transponerla con vertiginosa velocidad. También el sol brillaba
sobre las áridas laderas con ingente calor, y las radiaciones de las ampolladas
rocas prácticamente nos quemaban los ojos cegándonos la vista. Al cabo de dos
horas habíamos subido tanto que apenas podíamos divisar a nuestros amigos allá
abajo, y aún así, al mirar hacia arriba, era imposible descubrir un perceptible
avance en nuestro ascenso.
Pese a todo,
seguíamos adelante, hiriéndonos las manos y magullándonos las extremidades en
nuestro afán por alcanzar la cumbre antes de la puesta del sol. A eso de las
tres de la tarde nos detuvo el repentino desvanecimiento del señor Z___, un
joven caballero granadino que se había decidido a acompañarnos. Dichosamente lo
vi tambalearse y pude sostenerlo ante que cayera desvanecido. Unos instantes
más y habría caído entre las rocas pereciendo sin remedio. Trató de recuperase
y continuar, pero le fallaron la fuerzas y sufrió otro episodio de desmayo. Era
evidente que no podría caminar y propusimos pernoctar. Pero él no quiso
escuchar tal propuesta e insistió en quedarse acompañado por el guía hasta
nuestro regreso. Lo condujimos a una hendidura, donde entre las rocas estaría
resguardo del sol. Proveyéndole de agua y comida nos despedimos de él y
continuamos nuestro ascenso.
Ahora que habíamos perdido a nuestro
guía, me correspondió ser puntero del grupo. Era esta una posición de cierta
responsabilidad, pues la montaña estaba aquí hendida por numerosos y
profundos riscos, algunos de ellos de centenares de pies de profundidad, y era
difícil escoger un rumbo que los evitara y que al mismo tiempo nos condujera
hacia la cima. Además, habíamos alcanzado ya la región nubosa, que a menudo
oculta la cumbre, y las nubes nos envolvían en sus pliegues húmedos y oscuros,
aunque refrescantes. Mientras iban pasando no podíamos movernos, pues un solo
paso en falso hubiera sido fatal.
Había encaminado mis pasos hacia un pico
alto y anguloso, que juzgamos ser la parte más elevada de la montaña. Pero al
alcanzarlo, luego de un esfuerzo prodigioso, vi que era sólo uno de los bordes
quebrados del cráter y que el verdadero cuerpo de la montaña quedaba lejos, a
la izquierda, separado del punto donde estábamos por una profunda fisura que
sólo podría cruzarse descendiendo de nuevo por las rocas un trecho de casi mil
pies. Esto fue, en varios aspectos, una gran desilusión, pero aún así nos
alegramos de no tener que pasar allí la noche. Antes de volver sobre nuestros
pasos, me arrastré con cautela hasta el propio borde de la roca. Ésta
sobresalía por encima del antiguo cráter que allá abajo abría sus fauces como
un infierno. Retrocedí con un escalofrío, no sin antes avistar, en el mero
fondo del rocoso abismo, una pequeña laguneta que brillaba con vivo fulgor en
su áspera montura.
Una vez de regreso a lo firme del volcán
llegamos a una pendiente relativamente lisa, cubierta por unos cuantos arbustos
y un bosquecillo perenne; y, justo antes de la puesta del sol, luego de pasar
varios cráteres o antiguos fumarolas, logramos alcanzar la cima de la montaña.
Me había abstenido de ver el panorama
mientras ascendíamos, ansioso por contemplar el portentoso paisaje que sabía
que habría de extenderse ante mis ojos, en toda su vastedad y belleza. Agotado,
desfalleciente, lastimado y sangrante, ¡aun así, esa sublime vista compensó
todo ello! El lenguaje puede apenas insinuarla. El inmenso Pacífico, dorado
bajo el sol poniente, se extendía al infinito hacia el oeste; y el lago de
Nicaragua yacía inmóvil a nuestros pies con sus resplandecientes aguas
tachonadas de islas. Más allá se alzaban las ocres colinas de Chontales, y
aún más allá, alineadas de nivel en nivel, ¡las altas, azules hileras de las
Cordilleras de Honduras, veteadas de plata! Giré hacia el sur y ahí, hendiendo
el diáfano aire con sus altivos conos, se erguían los elegantes picos de
Ometepe y Maderas, y aún más allá, se levantaba el volcán de Orosí, con su
oscuro penacho de humo ondeando en la distancia, por leguas y leguas, contra el
horizonte, delineando un cinturón de ébano contra la gigantesca masa del
Cartago, (volcán Irazú en Costa Rica) coronado de nubes, dominando airoso los
dos grandes océanos. Hacia el norte la vista era igualmente variada y extensa.
Allí, anidado entre colinas de eterno verdor, se extendía el grande y bello
Lago de Managua. En su extremo más remoto se erguía enorme el volcán Momotombo,
vigilando cual gigantesco guardián las dormidas aguas, y más lejanas aún,
rematando la tenue perspectiva, se perdían en la distancia los picos que erizan
la llanura de León. Y, aparentemente a nuestros pies, pese a que dista diez
millas de la falda de la montaña, se hallaba el volcán Masaya, ancho y bajo en
medio de extensos campos de lava, que, rugosa y negra, contrasta agudamente
con los bosques y sembradíos aledaños. Las blancas iglesias de Granada y de los
pueblos vecinos parecían puntas de plata bajo los sesgados rayos del sol.
¡Pocas veces, en verdad, ojos humanos contemplaron escena más bella!
Mientras
contemplábamos con incansable deleite, el sol descendía, y anchas sombras
púrpuras se tendían sobre los lagos y planicies, y a su vez cada pico y montaña
resplandecía con incrementado fulgor, como islas de ensueño en algún mar
encantado. Pronto las sombras empezaron a invadir sus laderas, ascendiendo más
y más, envolviéndolas una a una en su fresco abrazo. Al cabo, sólo quedaban las
crestas más altas de Ometepe y Maderas, y en su entorno galanteaban los rayos
del sol, como un amante que se demora en los labios de su amada en amorosos y
prolongados adioses.
Pasaron el esplendor y la gloria; y
arribó la imponente noche en su rutilante manto, en calma y majestuosa belleza,
y entonces, de cara a las estrellas, nos arropamos con nuestras mantas y nos
tendimos sobre el desnudo suelo. El silencio era profundo, casi doliente, y más
que disiparlo, hacía más hondo el retumbo del gran Pacífico, atenuado y remoto
pero claramente discernible. De pronto escuchamos el tañer de las campanas de
Granada marcando el paso de las horas. El sonido casi nos sobresalta por su
aparente cercanía, pero, suave y armonioso en la atmósfera enrarecida, semejaba
las expansivas notas del arpa eólica al ser pulsada por una brisa repentina.
La primera parte de la noche fue
deliciosamente fresca, pero hacia la alborada nos despertó una bruma fría que
se asentó en la cumbre de la montaña, cubriendo las rocas con gruesas gotas de
rocío, y no se disipó sino hasta mucho después que el sol se había elevado
sobre el horizonte. Perdimos así el principal objeto de nuestra visita, pero
nos consolamos con la reflexión de que nuestra imaginación no hubiera podido
concebir nada más portentoso que el ocaso de la víspera. Eran pasadas las diez
y no habíamos podido tender la vista más allá del reducido círculo en que nos
encontrábamos, o avanzar hacia la pendiente oriental de la montaña, donde una
abrupta depresión y el canto de los pájaros parecían indicar que en esa
dirección hallaríamos la laguneta de la que tanto nos habían hablado. No nos
decepcionamos, pues pronto arribamos al borde de uno de los antiguos cráteres
secundarios, o fisuras de lava del volcán. No era tan profundo como los otros
que habíamos visto, y sus paredes, suavemente convergentes, estaban parejamente
cubiertas de grama. Era, para usar una comparación doméstica, una hermosa
oquedad semejante a un cuenco, de algo más de un cuarto de milla de ancho y
unos doscientos pies de profundidad. En su fondo dormitaba una laguneta
bordeada de árboles y arbustos, cargados de lianas que caían al agua en
opulentas masas. Entre los árboles había palmeras de coyol. Diminutas
pero florecientes. Aunque lo más curioso de todo eran varios helechos
arborescentes —los primeros que habíamos visto en Nicaragua — creciendo entre
rocas sueltas, y parcialmente cubiertos por otros árboles. En ningún otro lugar
de Centroamérica los había encontrado, salvo en la gran barranca de
Guaramal en El Salvador. Sus frágiles hojas parecen translúcidas en los rayos
del sol, tan etéreas y delicadas como el encaje de la escarcha en las ventanas
de nuestras regiones septentrionales. Entre los árboles, y asomando
ocasionalmente aquí y allá, había centenares de bulliciosos chocoyos. Mientras
avanzábamos, una banda de guatusas (Dasyproctapunctata)—una especie de liebre
muy común en los trópicos— se irguieron de pronto en sus patas traseras por
sobre la hierba, nos miraron por un instante con evidente asombro, y huyeron en
busca de refugio. En vano les disparé con mi revólver. El efecto de las
descargas fue una maravilla. Una nube de chocoyos se alzó sobre los árboles y
revolotearon en loca confusión en torno del antiguo cráter. Una pareja de
cuervos que no habíamos detectado antes, también se alzaron volando en círculos
sobre el agua, emitiendo sus roncos y discordantes graznidos, y una bandada de
tucanes aleteó pesadamente de una a otra copa. En verdad, todo cuanto estaba
dotado de vida en aquel remoto sitio parecía haberse espantado en salvaje
estampida. Nosotros mismos estábamos un poco sorprendidos por aquel súbito
batir de alas.
Más pronto se acalló la algarabía y las
asustadas aves regresaron de nuevo a sus frondosos escondites, desde donde nos
vigilaron en silencio. Intentamos penetrar la maleza que rodeaba la laguneta,
pero eran tan espesas las lianas y el suelo por demás tan pantanoso que
desistimos del intento y nos contentamos con una grata taza de café bajo la
sombra de un tupido árbol. Al hacer una medición barométrica descubrí que esta
laguneta de montaña se encontraba a 4,420 pies sobre el nivel del mar.2
Cerca del mediodía,
luego de echar un último vistazo desde la cumbre del Mombacho, iniciamos
nuestro descenso. Éste fue más rápido y menos fatigoso que el ascenso, pero
también más peligroso. Para nosotros era mucho más motivo de temor bajar
algunas de las pendientes, rocosas y casi perpendiculares, que lo que había
sido escalarlas. De hecho, en un par de ocasiones apenas podíamos creer que
regresábamos por el mismo sendero que habíamos escalado. Sin embargo, sin más
infortunio que los que suelen acompañar estas aventuras, como fuera el
rompimiento de nuestro barómetro. Llegamos al sitio donde habíamos dejado a
nuestro exhausto compañero. Pero para nuestra sorpresa y momentánea alarma, no
lo encontramos allí. Pero luego de una búsqueda encontramos un trozo de papel
bajo un pequeño túmulo de piedras, donde nos informaba que su descanso nocturno
lo había restablecido y que había aprovechado el fresco de la mañana para
regresar a Granada. Complacidos de que no seríamos entorpecidos por un enfermo,
proseguimos nuestro descenso y al caer la tarde nos encontramos disfrutando de
una aromática taza de chocolate en el hospitalario corredor de Bermúdez.
Pasamos la velada refiriendo las
maravillas de la montaña ante un ramillete de señoritas, que a cada pausa de la
narración agrandaban sus lustrosos ojazos y exclamaban ¡Mirá! Todas,
menos la encantadora Dolores, que enrollaba cigarritos con sus ahusados
dedos, y quien no hablo del todo, más que con miradas tan intensas, que el
narrador trastabilló en su recuerdo y admiración ¡y olvidó su relato cuando
esas miradas se toparon con las suyas! ¡Si valoráis la paz de vuestro espíritu,
oh forasteros cuidaos de la ensoñadora Dolores!
Noviembre 1855
Una hacienda de cacao es una de las
posesiones más codiciadas del mundo para un hombre de buen gusto y libre de
obligaciones. Se asemeja más a un hermoso parque, con sus anchas veredas que
corren en diferentes direcciones, que a cualquier otra cosa con la que se le
compare. El árbol que produce la semilla, o mejor dicho el fruto, se conoce
entre los botánicos como Theobroma, que en griego significa “alimento de
los dioses”. Rara vez crece más allá de los veinte pies; sus hojas son grandes,
oblongas y puntiagudas, y guardan cierto parecido con las de nuestro nogal. Las
flores son pequeñas, de color rojo pálido. Las semillas crecen en grandes bayas
y en su madurez son de color rojizo, llegando a medir cuatro o cinco pulgadas
de largo y dos y media o tres de diámetro, con estrías o surcos como los de
cierta variedad de melón. Algunas de estas bayas contienen hasta cincuenta
semillas. El árbol es frágil y se debe proteger de los abrasadores rayos
solares, sin privarlo del calor necesario para propiciar su crecimiento y la
maduración de su fruto. Esto se logra dándole sombra, cuando joven, con cepas
de plátano. Al mismo tiempo se siembra a su lado una planta de Erythrina, que,
por ser más rápido su crecimiento, eventualmente le dará toda la protección
requerida. Se derriba entonces la cepa de plátano y el árbol de cacao empieza a
medrar. Al cabo de siete años comienza a rendir frutos, pero no alcanza su
perfección sino hasta los quince años. La Erythrinao árbol de coral,
también llamada Cacao Madre ( Elequeme o Poró ), alcanza una altura de
cerca de sesenta pies, y a finales de marzo o inicios de abril produce
infinidad de flores de color carmesí brillante. En esta temporada, una llanura
extensa cubierta de cacaotales es algo magnífico. Vistos desde un otero, los extensos
bosques de Erytrhrinadan la impresión de estar envueltos en llamas.
El cacao es originario de América, donde
su semilla era muy usada por los indios antes de la Conquista, no sólo como
ingrediente de una deliciosa y nutritiva bebida, sino también como moneda. De
hecho, todavía se usa como valor de intercambio en los mercados de todas las
principales ciudades de Centroamérica, donde la escasez de monedas de valor
inferior a los tres centavos hace conveniente su uso en transacciones menudas.
Antiguamente, y creo que todavía hoy, doscientas semillas o granos equivalían a
un dólar. El cacao de Nicaragua es de proverbial excelencia, y ocupa el segundo
lugar después del de Soconusco, el que durante el dominio español fue monopolio
de la Corona.
Su valor, incluso en el mismo país donde se produce, es tres o cuatro veces
mayor que el de Guayaquil, siendo ésta la única variedad que llega a los
Estados Unidos.
Gran confusión existe en nuestro país en
lo que concierne a tres nombres similares que pertenecen a tres productos
diferentes, a saber: Coco, Cacao y Coca. El primero es el nombre de una
variedad de palma cuya semilla, harto conocida como semilla de coco, no
requiere descripción. Cacao es el fruto del árbol del cacao, (Theobroma
cacao), descrito en los párrafos anteriores. 0, si el erudito lector
prefiere la descripción científica a la mía, es “una cápsula coriácea grande,
tiene casi la forma de un pepino, de cuyas semilla se prepara la sustancia
grasosa y ligeramente amarga llamada chocolate”. Finalmente, Coca es el nombre
que se aplica a un arbusto (Erythroxylon coca) que crece en las laderas
orientales de los Andes en Perú y Bolivia y que es, para los nativos de esos
países, lo que el opio y el betel para los del sur de Asia. Las hojas son
gruesas y aceitosas y se comen con un poco de cal para darle cierto sabor. Los
indios de la puna con frecuencia subsisten de ellas durante varios días cada
vez.
Como he mencionado, el árbol de cacao es
tan delicado y tan sensible al sol directo, que requiere sumo cuidado para
preservarlo durante los primeros años de su crecimiento. Empieza a dar fruto a
los siete u ocho años y continúa siendo productivo por treinta y hasta
cincuenta años. Capital y tiempo son, pues, indispensables para iniciar una
finca; pero una vez establecida, es fácil que prospere mediante adiciones
anuales. Se ha calculado que un sólo hombre puede atender mil árboles y
recoger su cosecha. Por consiguiente, las fincas de cacao son más valiosas que
las de azúcar, añil, algodón o cochinilla. Una buena plantación, bien
atendida, rendirá un producto anual promedio de veinte onzas de semillas por
árbol, lo que, multiplicado por mil árboles, suma mil doscientas libras. Al
precio usual del mercado de $25 por quintal, esto daría $300 al año por
cada mil árboles y por cada peón. La finca se valora a un dólar por árbol;
puesto que se considera que la hacienda de Bermúdez contiene 130,000 árboles,
su valor se calcula en $130,000 sin incluir el terreno, y su rédito anual es de
unos $40,000.
El índigo o añil constituye otra de las
principales cosechas de Nicaragua; y el producto de este Estado solía obtener
un precio más alto en los mercados de Europa que el de cualquier otro país del
mundo. Su producción ha decaído mucho en años recientes, y sólo unas pocas
haciendas de reconocida fama siguen en operación. Hay entre ellas una, que es
propiedad de Don José León Sandoval, en la inmediata vecindad de Granada. Es
bien sabido por los visitantes que desde allí se domina la mejor vista del lago
y del panorama adyacente que pueda hallarse en los alrededores de aquella
ciudad. Es, por consiguiente, el punto de remate predilecto para todo paseo o
cabalgata vespertina. Por supuesto que todos fuimos allí, no una, sino muchas
veces.
La casa hacienda se encuentra en el
borde de un altiplano, con vista a los ricos suelos aluviales que se extienden
desde ahí hasta el lago, y que ofrecen una encantadora variedad de praderas,
plantaciones y floresta. Más allá de estos aluviones, el lago se extiende en la
distancia hasta las altas y remotas costas de Chontales y hacia los picos de
Ometepe por el sur. Al mirar tierra adentro se contempla la purpúrea mole del
Mombacho, escoltada por los dorados conos de escoria que antes mencioné.
El añil de Nicaragua se obtiene de una
planta nativa trianual (indigofera disperma), que se halla profusamente
distribuida por todo el país. Si bien alcanza su máximo desarrollo en los
suelos más ricos, crecerá también en cualquier suelo, y poco le afectan las
sequías o las lluvias excesivas. Para sembrarla, se limpia por completo el
terreno, usualmente se quema, y con un apero parecido a un azadón se divide en
pequeños surcos de dos o tres pulgadas de profundidad, a una separación de un
pie o catorce pulgadas, en cuyo lecho se siembran a mano las semillas. Una
fanega de semillas basta para cuatro o cinco acres de terreno. En Nicaragua se
acostumbra plantar el añil al cierre de la estación seca, en abril o mayo, y
para propósitos de manufactura, en dos y medio o tres meses alcanza su máximo
desarrollo. Durante este tiempo hay que desyerbar con esmero, para evitar
cualquier mezcolanza de plantas que pudiesen afectar la calidad del añil.
Cuando está tierna la planta, que crece a una altura de dos a tres y medio
pies, es muy parecida a la que en Estados Unidos se conoce popularmente como
“trébol dulce” y se parece también a los tiernos y delicados retoños del
algarrobo.
Cuando las plantas se cubren de un
polvillo verdoso, están listas para cosecharse. Esto se hace con cuchillos, a
corta distancia arriba de las raíces, de modo que queden algunas ramas —lo que
en las Antillas Occidentales se conoce como “ratoons”—para un segundo
crecimiento que producirá una segunda cosecha, misma que estará lista para
cortarse seis u ocho semanas después de la primera. La cosecha del primer año
es bastante nimia, la del segundo año se considera la mejor, aunque la del
tercero es apenas inferior. Se dice que ciertos plantíos han sido segados a lo
largo de diez años consecutivos sin necesidad de ser replantados.
Después que se cortan las plantas, se
atan en pequeños manojos y se ponen a remojar en una gran pila de mampostería
que llaman la “maceradora” (remojadora). Esta pila puede contener de mil
a diez mil galones, según sean las necesidades de la finca. Sobre las plantas se
colocan luego unos tablones cargados de pesas, y se agrega agua suficiente de
pesas, y se agrega agua suficiente para cubrirlo todo, que luego se deja
macerar o fermentar. La rapidez de este proceso depende mucho del clima y de
la condición de la planta. A veces se completa en seis u ocho horas, pero por
lo general no dura menos de quince a veinte horas. La duración apropiada se
determina por el color del agua saturada; pero el gran secreto de toda la
operación consiste en cuidar el punto justo de fermentación, pues de ello
depende sobremanera la calidad del producto. Procurando no dañar la planta, el
agua se escurre a una pila de menor altura, o “golpeadero” donde se
aporrea recio y sin cesar, con paletas de mano en las haciendas pequeñas; en
las mayores, con ruedas impulsadas por tracción animal o por fuerza
hidráulica. Esto se sigue haciendo hasta que el color verde que presenta
inicialmente cambia a un azul, y hasta que la materia colorante o floculae
muestra una tendencia a cuajarse o a precipitarse. Esto a veces se acelera
añadiendo ciertas hierbas. Se deja entonces asentar, y el agua se escurre con
cuidado. La pulpa se acumula en gránulos, que semejan una suave y fina arcilla
de color azulado. Posteriormente se guarda en sacos y se pone a secar al sol.
Una vez seca, se acopia y se empaca en bolsones de cuero, que llaman zurrones
y que contienen 150 libras cada uno. La calidad tiene no menos de nueve
gradaciones, siendo la mejor la de más alta cifra. La pulpa de seis a nueve
grados recibe el nombre de flores y es la mejor; la de tres a seis, cortes; y
la de uno a tres inclusive, cobres. Las dos calidades más pobres no cubren ni
los gastos. Una manzana de cultivo, es decir, cien yardas por cien,
produce un promedio de un zurrón por cada corte. Una vez que las plantas
han pasado por la pila, es requisito de ley quemarlas, pues al descomponerse
generan millones de molestos insectos que se conocen como “moscas de añil”.
La planta de añil exige constante
atención durante su desarrollo, y se debe cortar en un determinado período,
pues de otro modo pierde su valor. Los procesos subsiguientes son delicados y
requieren del mayor cuidado. Así pues, se comprenderá fácilmente que la
producción de este rubro es la que más sufre por las revoluciones y disturbios
del país, cuando se hace imposible obtener mano de obra, o cuando los
campesinos están sujetos a que en cualquier momento los reclute el ejército.
Por consiguiente, este cultivo ha decaído en gran medida; muchas hermosas
fincas están en completo abandono, y la exportación del rubro se ha reducido a
menos de una quinta parte de lo que fue en otros tiempos. Su producción se
encuentra ahora concentrada en El Salvador, donde la industria está mejor
organizada que en los demás Estados.
Al cabo de una semana de nuestro arribo
a Granada habíamos completado nuestros preparativos para viajar a León. Fijamos
nuestra salida para la mañana, de modo de poder estar en Managua ese mismo día.
Pero al llegar la mañana se habían extraviado algunas mulas, lo que es
muy frecuente, y tuvimos otro ataque agudo de indolencia y rezago nicaragüense.
Al rayar el alba ya estábamos “con el pie en el estribo” pero nos dimos el
gusto de andar resonando por los corredores de arriba abajo, hasta las tres de
la tarde, cuando, luego de invocar poco cristianamente los castigos del Infierno
para nuestros muleros, logramos por fin ponernos en marcha.
Llegamos al anochecer al gran pueblo de
Masaya, situado cerca de las faldas del volcán del mismo nombre, que dista
cuatro leguas de Granada. La región entre ambas ciudades forma ondulaciones y
presenta numerosas escotaduras de barrancas como las que irradian de las faldas
del Mombacho, que ya he descrito. Hay, sin embargo, algunos claros esporádicos
de suelo llano, empleados para cultivos de maíz, algodón o tabaco, sin que
falte el invariable acompañamiento de un platanar. El plátano es, de hecho, el
principal sustento vegetal del pueblo de Nicaragua, verde o maduro, asado,
cocido, frito o en conserva, se incluye de mil maneras en cada comida. Y, como
un acre de plátanos puede rendir igual cantidad de nutrimento que ciento
treinta y tres acres de trigo, y además requiere de poca o ninguna atención, se
infiere que el país que lo produce carece de grandes incentivos para ser
industrioso. Pues donde las necesidades del hombre se satisfacen con tanta
facilidad, la gente, por naturaleza, cae en un estado de indolencia del que
rara vez se despiertan, como no sea por influjo de sus pasiones. H __ anotó en
su libreta, bajo un boceto de la mata de plátano: “Plátano, vocablo
español: ¡una institución para alentar la holgazanería!”.
Al acercarnos a Masaya, los campos lucen
salpicados de huertas, y vimos al paso cientos de indios, con sus
morrales o salbeques repletos, unos de leña, otros de plátanos, naranjas,
papayas, cocos y maíz, que llevaban de sus sembradíos a sus hogares. Niñas y
niños, completamente desnudos, trotaban por las veredas con cargas acordes a su
resistencia, que mantienen sobre sus espaldas mediante una banda que se ciñen
en la frente, pues es regla invariable entre los indígenas de toda América
Central requerir de su prole una cierta cantidad de trabajo desde el primer
momento que se muestran capaces de ello.
Masaya es uno de
los pueblos principales de Nicaragua y cuenta con una población mayor que la de
Granada misma. Está habitada casi exclusivamente por indios, que se distinguen
por su habilidad y diligencia. Poseen no sólo vastas plantaciones que abarcan
varias millas en torno al pueblo, cultivadas con el mayor esmero y de las que
Granada obtiene gran parte de sus víveres, sino que también se dedican
mayormente a la manufactura de sombreros de palma, petates o esteras,
hamacas y jarcias de pita (henequén), aparejos de montura, calzado y
muchos otros artículos. Cuentan también con varios plateros muy diestros,
artífices que labran en oro y plata y que fabrican, entre otras cosas, un
género de filigrana de oro trenzado que se conoce como cadenas panameñas.
Conservan muchas de sus costumbres aborígenes, entre otras la del tiangue, que
es un mercado o feria diaria. Una hora antes de caer el sol, vendedores de toda
suerte de mercaderías, frutas, carnes y todo tipo de enseres y abastos que se
producen en la ciudad y en sus alrededores, se empiezan a reunir en la plaza
del pueblo, donde tienden su mercancía a la venta. Pronto la plaza se llena
de una multitud de gente de lo más alegre, tanto como puede verse en cualquier
parte del mundo, todos animosos y departiendo con el mejor humor. Por aquí se
sienta una anciana con una batea repleta de las ricas semillas pardas del
cacao; más allá, una risueña muchacha se arrodilla en un petate con una enorme
pila de dulces; otra tiene un entramado de cañas engalanado con
chorizos; a su lado, una vendedora de piezas de alfarería local de barro,
alegremente policromadas y de graciosas formas, vocea su mercancía:
—¡Cántaros! ¡Cántaros nuevos!
¿Quiere comprar?
Y acullá, una Ceres morena, con la
cabellera adornada de flores, exhibe una docena de canastas pletóricas de
frutas lozanas y deliciosas, y entona con melodiosa voz:
—¡Tengo naranjas, papayas, jocotes, sandías, melones, zapotes! ¿Quiere comprar?
A uno y otro lado se ven rimeros de sombreros de diferentes formas, hamacas, fibra de algodón trenzado, jarcias de pita, mantas típicas, petates y una inmensa variedad de lo que los yanquis llamamos “abarrotes”; allí un talabartero expone los rústicos productos de su arte; el zapatero vocea sus zapatos; el herrero, sus machetes, bridas para caballos y otros artículos de hierro; un sujeto alto merodea por ahí portando un reloj de pared de Connecticut de recargada carátula, y al pasar nos hace un guiño cómplice; y una acicalada señorita se nos acerca tímida con una caja de estilo extranjero, y aparta el papel de seda para mostrarnos unos finos zapatos de satín y unos rollos de listones, y con su voz suave y su sonrisa dulce nos sugiere que nada sería más conveniente para las “apreciadas señoras” de nuestras “respetables mercedes” y, como humanos que somos, le hacemos una compra. Me pregunto si la encantadora Dolores apreció aquellos zapatos de satín, si los pisó levemente con sus diminutos pies, recordando al forastero que se los envió, ex profeso con un mensajero indio, allá desde el tiangue de Masaya. ¿Quién sabe?
Empero, la cosa más notable en lo que
concierne a Masaya es su laguna, de la que escribieron los antiguos cronistas
con exaltadas notas. Es de origen volcánico, enclaustrada desde todos los
costados por acantilados perpendiculares, que sólo se pueden descender, con
dificultad y peligro, tomando las veredas labradas a medias en la roca. El
viejo Oviedo, quien la visitó en 1529, calculó el descenso hasta la superficie
del agua en “más de ciento treinta brazas” y la mayoría de los visitantes en
tiempos recientes, que la han escalado hasta abajo y han vuelto a subir a duras
penas, están prestos a jurar solemnemente que no mide ¡ni una pulgada menos de
mil pies! Pero en el barómetro son en verdad apenas 480 pies. H __ admitió que
el barómetro tal vez fuera preciso en cuanto a la distancia hasta el agua, pero
que la altura de las barrancas era otro asunto, — “¡una milla, por lo menos!”
—mientras se secaba el sudor de la frente y abanicaba su lustrosa faz con el ala
de su panamá.
“Fui con el jefe de Nindirí —dice
Oviedo— a visitar esta hermosa laguna. Para llegar a ella, tuvimos que bajar
por el sendero más empinado y peligroso que imaginarse pueda, pues hay que
descender por sobre rocas que parecen ser de hierro sólido, y en ciertos
trechos es por completo perpendicular y se tienen que usar escalas de seis o
siete peldaños. El trayecto entero del descenso está sombreado por árboles y
son más de ciento treinta brazas hasta la laguna, que es muy bella, y su
diámetro tal vez mide más de legua y media. El cacique me hizo saber que en los
alrededores de la laguna hay otros veinte senderos o más, aún peores que el que
tomamos, y que los habitantes de los pueblos vecinos, más de cien mil en
número, vienen todos aquí para abastecerse de agua. Debo confesar que durante
el descenso me arrepentí más de una vez de mi falta de cautela, pero persistí
más que nada por la vergüenza de declarar abiertamente mis temores, y en parte
debido al estímulo de mis compañeros, y admirado también de ver a los indios
cargando arroba y media de agua (unas 40 libras), subir tan campantes como si
anduvieran en un llano. Al llegar al fondo hallé el agua tan caliente que sólo
una intensa sed me hubiera inducido a beberla. Pero en el acarreo se enfría
pronto, y es entonces la mejor agua para beber del mundo. Entre los bajaderos,
hay uno formado por una única escala de cuerdas. Por no existir en varias
leguas a la redonda ninguna otra fuente de agua y siendo la tierra fértil, los
indios sobrellevan la inconveniencia, y obtienen su provisión de la laguna.”
Ni la laguna ni la gente han sufrido
cambio alguno desde que Oviedo escribió esto, hace más de trescientos años.
Igual que antaño, las mujeres de Masaya transitan a mañana y tarde por el
camino sombreado y espacioso que lleva desde el pueblo hasta la orilla de la
barranca. Los cántaros de agua, tan celebrados por la belleza de sus formas y
la excelencia de su material, se llevan por lo general en un saco de red,
acolchado por el lado que descansa sobre la espalda de la aguadora, y
sostenidos por una banda ancha que se ciñen a la frente. De ese modo llevan las
manos libres para asirse de las rocas y de los trozos de madera que se han
fijado aquí y allá para ayudarse en el ascenso. Algunas de las acarreadoras se
ponen los jarros sobre la cabeza, y, con las manos apoyadas en la cadera,
avanzan hasta arriba a paso resuelto y firme, donde muy pocos extranjeros
osarían aventurarse bajo ninguna circunstancia. Ascienden, dice Oviedo, con
aparente sosiego; el esfuerzo, empero, es grande, lo que se hace evidente
cuando llegan a la cima, con la frente empapada en sudor y el pecho agitado
por los jadeos. En la cima hay una cruz, y ante ella las cargadoras se inclinan
en señal de gratitud por haber podido subir sin percance.
Abundan los relatos populares sobre
accidentes acaecidos a personas que en el trayecto se han visto acometidas por
súbitos mareos o desmayos, y se sospecha que en más de una ocasión alguna aguadora
se ha librado sin mayor escrúpulo de su rival dándole un discreto empujoncito
sobre el precipicio. Pero lamentaría pensar tan mal de las cobrizas coquetas
de Masaya.
Creo necesario agregar que la laguna de
Masaya no tiene desagüe y es de evidente origen volcánico. El volcán de Masaya
o Nindirí, se alza sobre su borde noroeste; en ese lado no se ven acantilados,
y a causa de la lava que ha escurrido hasta la laguna durante alguna antigua
erupción, se ha formado un terraplén que coincide con la pendiente de la
montaña. Es mucha la profundidad de la laguna. La primera vez que visité Masaya
bajé hasta la orilla del agua, donde me topé con muchas aguadoras. Estaban
tomando un baño y llevaban sus cántaros a varias brazadas de la orilla, donde
los llenaban para proceder a su acarreo. Mi presencia no las desconcertó en lo
absoluto, así que me senté en las rocas a conversar con estas náyades cobrizas.
Pregunté a una de ellas si la laguna era
profunda. Me respondió que era “insondable” y, para darme prueba de
ello, chapoteó hasta la orilla y, tomando una gran piedra en cada mano, nadó un
trecho laguna adentro y se dejó hundir. Desapareció tan largo rato que comencé
a sentirme nervioso por temor de que le hubiese acontecido algún accidente en
esas ignotas profundidades, cuando súbitamente emergió casi en el mismo sitio
donde había desaparecido. Jadeó un instante para tomar aliento y entonces,
volviéndose hacia mí, exclamó: “¿Se fija?”
Adelante de Masaya nuestra ruta nos
condujo por una avenida ancha y hermosa, bordeada en ambos costados por campos
exuberantes que se extienden hasta el pueblo de Nindirí. Había en ella
una buen número de mulas, hombres, mujeres y niños; todos cargados de frutas,
provisiones u otros artículos de venta, en su ruta a los mercados de Masaya o
Granada; pues el indígena no vacila en cargar su mercadería —que acaso valga
medio dólar— a lo largo de veinte millas, o aún más lejos.
El pueblo mismo de Nindirí es uno de los
lugares más bellos de la tierra. Naranjos, plátanos, marañones, nísperos, mameyes
y esbeltas palmeras, todos con sus frutos variopintos mostrando su lustre
castaño o dorado entre el follaje, y aquí y allá un árbol de jícaro de escasa
altura con sus verdes esferas colgando de cada rama; todos estos apiñados,
literalmente resguardando entre su follaje los pintorescos ranchos de caña de
los sencillos y hacendosos habitantes. Las mujeres indígenas, con el torso
desnudo y sentadas bajo los árboles, hilaban un algodón blanco como la nieve,
o bien fibra del maguey, mientras sus bulliciosas criaturitas retozaban
desnudas y alegres en el suelo apisonado, donde los rayos del sol caían en
titilantes y fugaces laberintos, y los vientos doblegaban las ramas de los
árboles con sus invisibles dedos. ¡Primitivo Nindirí! sede de los caciques de antaño
y sus bárbaras cortes, aún ahora— en medio del barullo de la atestada ciudad, y
el apretujamiento y el bregar de miles; en medio de la tenaz avaricia y la
pertinaz miseria, la hipocresía descarada y el corazón inclemente; donde la
virtud es recatada y la maldad insolente, donde el fuego, el agua y aún los
rayos del cielo son esclavos de la voluntad humana— cómo te evoca mi memoria,
cual dulce visión nocturna, cual Arcadia de ensueño, nacida de la ilusión y
casi irreal.
Tras dejar Nindirí, empezamos a ascender
una de las laderas o estribaciones del volcán de Masaya, caminando sobre lava
desmoronada y piedra pómez, convertidas ahora en suelo que nutre una exuberante
floresta. A una distancia de casi una legua llegamos al sitio conocido como “mal
país.” Es éste un inmenso campo de lava que, en la última erupción,
escurrió a lo largo de muchas millas por las laderas del volcán, en dirección
al Lago de Managua. El camino cruza el campo de lava en su parte más angosta,
pero la lava se extiende a ambos lados por una extensa área. Sólo puede
compararse con una vasta planicie de hierro colado recién enfriado, o con un
océano de tinta que se hubiese congelado de súbito durante una tormenta. En
ciertos lugares la lava se pliega en negras y ceñidas masas; en otros se
acumula en placas menudas, como el hielo primaveral en las riberas de nuestros
ríos del Norte. Aquí y allá extensas planchas irregulares parecen haber sido
volteadas al revés cuando se enfriaba su superficie, mientras la corriente
derretida fluía por debajo, mostrando una faz de estrías regulares, semejante a
las rizadas fibras del roble o del arce. Ni un solo árbol se miraba entre
nosotros y el volcán, ¡nada más que un extenso yermo de lava, negro y
escabroso!
Desmonté y me aventuré a andar por las
crujientes masas, pero no llegué lejos, pues los bordes y puntas filosas
traspasaban mis botas como si fuesen navajas. En cierto lugar observé que la
lava a medio enfriar se había plegado capa por capa en torno a un árbol, que
luego debió haberse quemado o podrido, dejando impreso en la lava ya sólida un
molde perfecto de su tronco y sus ramas principales.
Como he dicho ya, el volcán de Masaya es
ancho y de escasa altura, y muestra inconfundibles indicios de actividad
reciente. Su última erupción, que dio origen al vasto campo de lava que he
descrito, tuvo lugar en 1670. Durante nuestra visita se mantuvo calmo, pero
desde entonces, en el lapso de los últimos dieciocho meses ha hecho erupción de
nuevo. Enormes nubes de humo emergen ahora de su cráter, que por las noches
resplandece iluminado por los voraces fuegos que arden en su fondo; y no
sería improbable que pronto recuperase la fama que por muchos años gozó tras la
Conquista, cuando se mantuvo en constante erupción, y recibió por ello el mote
de “El Infierno de Masaya.”
El viejo cronista Oviedo nos
ha dejado una detallada e interesante narración de ello, por haber ocurrido al
tiempo de su visita en 1529· Cuenta que había visitado el Vesubio y el Etna, y
enumera muchos otros volcanes: “...pero me parece —dice su relato— que ninguno
de estos volcanes pueden compararse con el de Masaya, el que, como tengo dicho,
he visto y examinado en persona. He aquí lo que vi. Era cerca de la medianoche
del 25 de julio de 1529 cuando salimos de la casa de Machuca, y al amanecer
habíamos llegado casi hasta la cima. La noche era muy oscura, por lo que el
fuego de la montaña se veía brillar muy vivamente. He sabido, por gentes
dignas de todo crédito, que en noches muy oscuras y lluviosas la luz que
irradia del cráter es tan intensa que a media legua de distancia una persona
puede leer, pero esto no podré afirmarlo ni negarlo, pues en Granada, en noches
sin luna, se ve alumbrada toda la región por las llamas del volcán; y doy fe
que se le divisa a dieciséis o veinte leguas; pues yo mismo lo he visto a esa
distancia. Mas no por eso podemos llamar fuego a eso que exhala el cráter, pues
más que fuego es humo, aunque parezca llamarada.”
“Iba yo en compañía de un
cacique indio de nombre Nacatime, quien, al acercarnos al cráter sentóse a unos
quince o veinte pies y señaló hacia el espeluznante orificio. La cumbre de la
montaña forma una planicie cubierta por rocas rojas, amarillas y negras,
moteadas de diversos colores. El boquete es tan extenso que, a mi juicio, un tiro
de mosquete no podría cruzarlo. Su profundidad, según mis cálculos, es de unas
ciento treinta brazas; y, aunque por los espesos humos y vapores era difícil
ver el fondo del cráter, aun así logré discernir allí un espacio perfectamente
redondo y lo bastante grande para contener a más de cien caballeros combatiendo
con sus espadas y a más de mil espectadores, y aún podría dar cabida a muchos
más, si no fuera por otro cráter todavía más profundo, que se halla en el
centro del primero. En el fondo de este segundo cráter contemplé un fuego, tan
líquido como el agua y del color del bronce. De vez en cuando esta materia
derretida se alzaba por los aires con fuerza prodigiosa, arrojando grandes
masas a muchos pies de altura, como pude observar. A veces estas
masas iban a dar a los costados del cráter, y permanecían allí, antes de
extinguirse, en el tiempo que toma rezar seis Credos. Una vez enfriadas,
semejaban las escorias de una fragua”.
“¡Me es difícil pensar que
un cristiano pudiese contemplar este espectáculo sin pensar en el infierno y
sin arrepentirse de sus pecados; más todavía si se compara esta vena de azufre
con la eterna inmensidad del fuego sempiterno que aguarda a quienes no son
gratos a Dios!”
“Machuca y fray Bobadilla me
relataron un hecho curioso; dicen que la materia derretida sube a veces hasta
el mero borde del cráter, aunque yo solamente la he visto a gran profundidad.
Haciendo las indagaciones del caso, supe que cuando llueve mucho, el fuego en
verdad sube hasta el borde.”
“De labios del cacique de
Nindirí he sabido que él ha subido varias veces, en compañía de otros caciques,
hasta la orilla del cráter; y que veían salir de ahí a una vieja casi desnuda,
y con ella celebraron un monéxico, o concilio secreto. La consultaban
para saber si habrían de hacer la guerra, o si acordar o rechazar una tregua
con sus enemigos. Ella les decía si habrían de conquistar o ser conquistados;
si habrían de tener lluvia; si la cosecha de maíz sería abundante; y en fin,
predecía todo lo que había de acontecer. En tales ocasiones era costumbre que
uno o dos hombres, y algunas mujeres y niños, se ofrecieran por propia
voluntad a que les sacrificasen en honor a ella. Dijo también el cacique que al
llegar los cristianos al país, la vieja no volvió a aparecerse. Preguntéle cómo
era su apariencia, y me dijo que era muy vieja y arrugada; que los pechos le
colgaban hasta el vientre; que tenía el cabello ralo y erizado; que sus
dientes eran largos y agudos como los de un perro; su piel más oscura que la
de los indios; los ojos hundidos pero fieros— en pocas palabras, la describió
como si fuera el mismo diablo, ¡Y por cierto que así debe haber sido!”
Pasados los extensos campos de lava, el
camino hacia Managua atraviesa un territorio ondulado, con ocasionales sabanas
salpicadas de arboledas, a cuyo través lográbamos atisbar los distantes lagos y
montañas. A lo largo de muchas millas, la escoria y la lava desmoronada
mostraban hasta dónde había llegado la acción del volcán en tiempos remotos. El
camino en su mayor parte recibe la sombra de los árboles y es ancho y llano.
Lo recorrimos veloces y alegres, causando de vez en cuando la alarma de alguna manada de monos que reposaban en las copas de los árboles, o procurando atinar con nuestros revólveres a los pavos salvajes que pululaban por doquier en los bosques. El Doctor nos defraudó a todos, y nos privó de una suculenta cena al dispararle a un tentador y rollizo “zaíno” chancho de monte con el cañón equivocado de su escopeta, salpicándole apenas los jamones al pobrecillo con perdigones, en lugar de matarlo de una vez con una bala.
Lo recorrimos veloces y alegres, causando de vez en cuando la alarma de alguna manada de monos que reposaban en las copas de los árboles, o procurando atinar con nuestros revólveres a los pavos salvajes que pululaban por doquier en los bosques. El Doctor nos defraudó a todos, y nos privó de una suculenta cena al dispararle a un tentador y rollizo “zaíno” chancho de monte con el cañón equivocado de su escopeta, salpicándole apenas los jamones al pobrecillo con perdigones, en lugar de matarlo de una vez con una bala.
Arribamos a Managua justo cuando las
campanas repicaban la hora de la oración, y nos detuvimos, con las
cabezas descubiertas, a la sombra de un tamarindo denso de frutos, hasta que el
último tañido se disipó en el aire. Con estas sencillas y muy propias muestras
de deferencia a las costumbres del país y a los sentimientos de su gente,
ganamos siempre su simpatía y buena voluntad, y nos evitamos muchas de esas
incómodas situaciones que figuran en las columnas de nuestros diarios,
magnificadas con toda la fanfarria de las mayúsculas “!Ultrajan a ciudadanos
americanos!” Y aquí puedo decir, como resultado de mi algo amplia experiencia,
tanto oficial como privada, que en nueve de diez casos los problemas en que se
ven de continuo involucrados los americanos se deben a su jactancia o a su
imprudencia. No son pocos quienes creen necesario mostrar desprecio por una
religión que no profesan —tan sólo porque nacieron bajo la influencia de otra—
y entran a las iglesias con el sombrero puesto, tocan las efigies y las ánforas
de los altares. No logran apreciar la hermosa costumbre de descubrirse la
cabeza cuando pasa una carroza fúnebre, sino que se esmeran por mostrar su
falta de respeto a las costumbres locales, y se calan aún más el sombrero hasta
los ojos. Pocos de nuestros compatriotas pueden entender cuántos de sus
prójimos guardan un decente respeto por las leyes y reglas del decoro
simplemente por las restricciones de la opinión pública, hasta que tienen
ocasión de observar su conducta en el extranjero, donde se piensan a salvo de
tales leyes. Hombres que en casa pasan por ser personas muy respetables, caen
de pronto en hábitos y modos de conducta de los que nadie les hubiera creído
capaces. Olvidan que hay en todo sitio cierto respeto que se deriva de la buena
conducta y de los actos honorables, y que éstas son cualidades aceptadas y
apreciadas incluso en las sociedades donde menos prevalecen.
Managua es un pueblo grande, y debido a
la rivalidad entre Granada y León es la capital nominal del Estado. Es decir,
la Cámara Legislativa sesiona en Managua, pero el personal, los
funcionarios y los archivos del gobierno se encuentran todos en León. Su
ubicación, a orillas del Lago de Managua, fue muy bien escogida. Del lago
obtiene la gente grandes cantidades de una variedad de pescaditos, no mayores
que un dedo meñique, llamados sardinas, los que, fritos como el whitebait
de Inglaterra, o revueltos en una omelette,
hacen un apetitoso plato, apreciado en toda Centroamérica.
Managua se distingue también por sus
bellas mujeres; circunstancia que sin duda se debe en gran parte a una mayor
infusión de sangre blanca. Se atavían además con mejor gusto que en la mayoría
de los otros pueblos, pues no incurren en torpes intentos de imitar o adoptar
las modas europeas. La hija menor de nuestra anfitriona, a quien de inmediato
bautizamos “La Favorita” era un modelo de belleza juvenil, tanto en el
vestir como en su figura. Las mujeres tienen esa corpulencia que
caracteriza a las féminas del trópico. Su vestimenta, amplia y suelta, deja a la vista el cuello y los brazos. Por lo general es
de color blanco puro, pero la falda o enagua suele ser de género
estampado, en cuyo caso el güipil (en inglés, vandyke) es también
blanco, profusamente guarnecido de encajes; calzan zapatillas de satín, un
holgado cinto rojo o púrpura en la cintura, un rosario del que pende una cruz
de oro, y para sujetar el cabello —que las más de las veces cae en opulentas
ondas hasta los hombros— una sutil cadena dorada o un cintillo de perlas, lo
que resulta en una vestimenta a la vez original, elegante y pintoresca.
Los hombres de ascendencia europea
emulan todos la vestimenta europea, y en las grandes ocasiones, vestidos de
levita negra y coronando su testa con un alto sombrero negro de copa, se
sienten de lo más peripuestos. Pero son de verdad felices sólo cuando visten
camisa y pantalón de impecable blanco, ceñido éste último por una banda roja o
verde, y calan sombrero barnizado ornado con un ancho cintillo trenzado con
hilos dorados, que se encasquetan ladeado con airosa inclinación. Y aquí puedo
decir en confidencia que, en ausencia de extraños, la camisa puede ir con los
faldones por fuera o por dentro del pantalón, práctica sin duda grata y
fresca, ¡si no estrictamente clásica!
Los varones de las capas sociales bajas
no usan camisa del todo, excepto los domingos o en días festivos; de hecho no
usan ropa alguna, a menos que merezcan tal nombre unos pantalones ceñidamente
abotonados a la cintura, con los ruedos arriscados hasta los muslos, un par de
caites, y un sombrero de palma. Empero, en ocasiones de fiesta se
visten mejor que los “dandys” de Broadway, con camisas de encendidos colores, y
así, con pantalones no menos llamativos y una chaquetilla autóctona tejida por
los indios de Quetzaltenango, de vistoso diseño y flecos a la cintura,
consideran haber agotado el repertorio del buen vestir.
Los primeros
pasajeros entre California y los Estados Unidos, vía la “ruta de Nicaragua”
desembarcaban en El Realejo y de ahí pasaban por tierra
hacia Granada, haciendo en Managua una parada intermedia. A raíz de esto, la
gente, con la misma sagacidad de la vieja que mató a la gallina de los huevos
de oro, de inmediato transformaron sus casas en hoteles, y cobrando precios
exorbitantes, imaginaban que pronto se harían ricos. Las propiedades duplicaron
y cuadriplicaron su valor material, y todo transcurría conforme al más común
principio de la alta presión mercantil. Los timados pasajeros, empero,
escribían a los suyos en California para hacerles la reseña y disuadirles de
seguir sus pasos. Por consiguiente, pronto Managua tornó a su anterior
monotonía; con todo, se animó un poco con nuestra visita. Permanecimos ahí dos
días, disfrutando de catres sin sábanas ni almohadas ni mantas, y haciendo dos
comidas al día —lujos por los cuales nos cobraron a cada uno la modesta suma de
cuatro dólares per diem. La hospedera no había tenido huéspedes en varias
semanas, y era obvio que había decidido reponerse con nosotros. Las tarifas,
sin embargo, eran una imposición tan obscena que por una mera cuestión de
principios resolvimos no aceptar, y delegamos en H___, quien se había ofrecido
voluntariamente, la tarea de procurar una rebaja.
Habida cuenta de que él no hablaba ni
una palabra de español, y tampoco la anfitriona hablaba inglés, sentíamos
curiosidad por ver cómo se las arreglaría. Se abotonó el saco, se atusó de un
tirón los bigotes, se sacudió la melena que le caía sobre los ojos, adoptó un
gesto indignado, y dio comienzo. Nosotros observábamos en sigilo el encuentro.
Marchando hacia la vieja, puso ante ella con grave solemnidad, la cuenta sobre
la mesa, y se puso a recitar del modo más melodramático el soliloquio de la
daga de Macbeth. Ella escuchaba con los ojos desorbitados, luego se puso
pálida, se santiguó cuando el declamador empuñó en el aire la fantasmal daga,
pues evidentemente pensaba que el gesto iba destinado a su propia garganta.
Cuando hubo concluido el soliloquio, H ____señaló con gesto severo el papel. La
vieja lo tomó, lo miró vagamente y lo puso de nuevo en la mesa. “No le bastó
con eso, musitó H ____.” ¡Aquí le va otra dosis! y recitó el monólogo por
segunda vez, con ímpetu acrecentado, que remató con un “¡Too mucho! ¡Too
mucho!” —mientras ilustraba su exclamación alzando cuatro dedos de una
mano, dos de los cuales se doblaba luego con la otra mano.
A duras penas contuvimos las carcajadas
cuando la vieja, que temblaba por la vehemencia de la oratoria, tomó su pluma y
con mecánico ademán ¡sustituyó con un dos, aquellos execrables cuatro dólares
por día!
“—¡Aceptaré el diez por ciento por lo
que acabo de hacer, si os place!” nos dijo H ____con aire triunfal, mientras
nos entregaba la expurgada cuenta.
Las mañanas del trópico, en las secas laderas continentales del Pacífico, son
siempre frescas y hermosas, y el viajero pronto aprende a madrugar para gozar
de su frescor y belleza. Aún estaba oscuro cuando salimos de Managua y
emprendimos rumbo al pueblo de Mateare, a dieciocho millas de distancia,
donde nos proponíamos tomar el desayuno. En las primeras seis millas el camino
es ancho y empedrado, luego asciende una cresta elevada, que atraviesa esa
zona en diagonal para internarse de lleno en el lago, y aquí el trayecto es
empinado y rocoso, transitable sólo a lomos de mula. El camino carretero toma
un largo desvío por la izquierda. Desmontamos y subimos a pie, deteniéndonos
varias veces para gozar los magníficos panoramas del lago y de las distantes
montañas de Segovia, que se divisaban entre los árboles colosales.
Más allá de la cima, el descenso se hace
suave y fácil, lo que nos permitió cabalgar raudos por el sendero llano y bien
apisonado. Nos detuvimos apenas para observar un par de rústicas cruces de
madera que se levantaban en un sitio del descampado, y supe que de seguro
señalaban el escenario de algún hecho violento. Al llegar a Mateare hallé en
ruinas mi antigua posada, donde me había convertido en padrino para el
hijo de la regordeta y menuda hostelera, y me enteré de que las cruces en el
descampado a la orilla del camino señalaban las tumbas de dos americanos,
asesinados allí mismo por ladrones, uno de los cuales se sospechaba que
era el guardador de la posada. Éste había sido arrestado y condenado;
su quebrantada y menuda esposa había desaparecido, y la posada misma,
vencida bajo la doble maldición de la Iglesia y de la Ley, había sido
abandonada a la desolación y la ruina.
Al partir de Mateare, el camino bordea
por un buen trecho las riberas del lago, revestidas de piedras pómez en tonos
blanco y rosáceo, pulidas por obra de las aguas. Desde aquí se divisan bien
el majestuoso volcán Momotombo y el pequeño cono de la isla de Momotombito,
alcanzando el primero una altura mayor de 6,000 pies. Emergiendo al filo de las
aguas, sin obstáculo alguno que interrumpa su elevación, el Momotombo es sin
duda la montaña más imponente de toda Nicaragua. Nunca ha sido escalada, pues
las sueltas cenizas y escorias que integran más de la mitad de su masa impiden
cualquier acercamiento a su cumbre. El perfil de su cráter, que ostenta un
perenne penacho de humo, es visible desde todas las direcciones. En otros
tiempos el Momotombo retumbaba y hacía erupción a menudo, pero en los últimos
doscientos años ha estado adormecido y casi inactivo.
El Lago de Managua le sigue en tamaño al Lago
de Nicaragua, y mide entre cincuenta y sesenta millas de largo por unas treinta
y cinco de ancho. Tiene una elevación de veintiocho pies sobre el Lago de
Nicaragua, al que está conectado por un canal natural, interrumpido por una
imponente caída de agua. En años muy secos, poca o ninguna agua pasa por este
canal, pero en otros fluye a su través una corriente considerable, el río
Tipitapa. Durante mi primera visita, en 1849—50, el agua que desembocaba en el
lago, procedente de varios afluentes caudalosos en su costa norte, apenas
bastaba para compensar la evaporación de la superficie, y su nivel era tan bajo
que por varias millas a lo largo de la ribera occidental podía verse el camino.
En esta ocasión estaba relativamente colmado y el agua alcanzaba seis u ocho
pies sobre su nivel anterior.
La franja de tierra que hay entre el
Lago de Managua y el Pacífico es angosta y de ella surgen unos cuantos
arroyuelos que apenas merecen el respetable nombre de ríos. El más caudaloso de
ellos y el único que no se seca en el verano cruza el camino a una legua al sur
de Nagarote (río Tamarindo). Por tales circunstancias, es sitio predilecto de
viajeros y muleros para acampar en él, y su hondo y fresco valle es también
refugio favorito de aves y bestias salvajes, que encuentran aquí agradable
escondite y siempre frondoso resguardo. Entre las aves hay centenares de lapas
y loras; aquí se halla también el elegante “guardabarranco” y el tucán de
pesado pico. El Doctor se detuvo para cazar lo que él llamaba “especímenes,”
cuyas pieles ¡oh lector!, ¿acaso no se encuentran en el Museo de la Academia
de Ciencias Naturales de Filadelfia?
Nagarote se distingue en particular por
un árbol inmenso, el Palo de Genízaro que se encuentra a orillas del
camino, cerca del centro del pueblo. Su tronco mide siete pies de diámetro, y
la extensión de su ramaje es de ciento ochenta pies. Pertenece a una variedad
perennifolia, y no hay viajero, tropa de soldados o hatajo de mulas que
pasen por Nagarote sin detenerse a disfrutar de su generosa sombra. En el
verano, los muleros y carreteros acampan a su vera, doce grupos a la vez, pues
prefieren acogerse a su resguardo antes que pernoctar en las chozas del pueblo,
infestadas de pulgas.
Dejamos a nuestro grupo descansando bajo
el célebre árbol, y me dirigí a la casa principal del pueblo, donde me había
alojado en mis anteriores viajes por el país. La anciana dama que administra el
establecimiento con minuciosa pulcritud me reconoció al instante y corrió a mis
brazos con tanta efusión que hubiera dañado mi reputación y la suya si contase
ella menos de cincuenta años de edad, o si pesara menos de doscientas libras.
Antes de poder pedirle que nos preparara
algo fresco o cualesquier cosa rica de beber, comenzó a hurgar en un
oscuro armario en busca de ciertas “cosas antiguas”. Según me dijo,
recordaba el profundo interés que yo había mostrado por las antigüedades del
país, y había colectado y atesorado para mí muchas cosas que eran “muy
preciosas” sacó entonces una cantidad de vasijas antiguas, comales y
cabezas de ídolos de terracota o penates indígenas, menoscabadas y
rotas, y las dispuso sobre la mesa con aire triunfal. No eran nada maravilloso,
pero aprecié su amistoso gesto y fingí inenarrable deleite. La pobre anciana
estaba feliz, y lo estará más aún cuando mire sus “cosas antiguas” retratadas
y expuestas en las amplias páginas del “Harper’s Magazine”. El objeto
más valioso de todos era un hacha de cobre, de unas diez libras de peso, que
quedó al descubierto cuando se excavaba un pozo en el acicalado patio de su
misma casa.
Luego de empacar y
acomodar debidamente las “cosas antiguas” que H ___ describió
irreverente como “cacharros y cachivaches” mi vieja anfitriona nos preparó una
enorme jarra de algo fresco, es decir, una bebida refrescante hecha a
base de zumos de marañón y caña de azúcar, combinados con rodajas de naranjas
frescas y maduras. Acompañado de un sirviente que portaba este reconfortante y
oportuno agasajo cubierto con un níveo lienzo para protegerlo del sol, regresé
al grupo que se había reunido bajo el Genízaro. Encontré que H __ había
conseguido una guitarra, y que había invitado a un grupo de muchachas de los
ranchos vecinos, y para deleite de ellas se lucía con una demostración de una Juba
o contradanza de Virginia. Comentaban que era “un hombre muy vivo,” y de
haber permanecido allí, hubiese alcanzado una popularidad ilimitada entre las
morenas beldades de Nagarote.
Pernoctamos esa noche en Pueblo Nuevo
(actualmente La Paz Centro) poblado carente de distinción alguna, excepto sus
hermosos setos de cactos columnares, y a la mañana siguiente partimos temprano
rumbo a León, ahora distante ocho leguas. La gran planicie de León comienza
propiamente en Pueblo Nuevo, pero debido a que en casi todo el trayecto entre
ambas ciudades el camino discurre a través de una floresta ininterrumpida, no
se logra una vista adecuada de la planicie sino hasta que el viajero se
encuentra a diez leguas de la ciudad, cuando se despliega ante sus ojos en toda
su vastedad y belleza. Finalizaba ya la estación seca, la vegetación lucía
agostada y los caminos secos y polvorientos. Aún así, la enorme llanura era grandiosa
y bella.
No olvidaré nunca la
impresión que causó en mi mente cuando la vi por vez primera. Me había
adelantado a mis compañeros y detuve mi caballo frontero a ese mar de verdor.
Tendida en la lejanía, cuadriculada por hileras de setos vivos y tachonada
por arboledas y altas palmeras, mis ojos recorrieron leguas y leguas de verdes
campos, orlados de florestas y rematados a la derecha
por los encumbrados volcanes, cuyos conos regulares se erguían al cielo como
chapiteles, y suaves colinas de un verde esmeralda la circundaban por la
izquierda, como las gradas de un anfiteatro. Al frente no había obstáculo para
la mirada; mis ojos se esforzaban en vano por descubrir sus límites. Una bruma
purpúrea se cernía a lo lejos, y bajo ella, las olas del gran Pacífico
arribaban incesantes desde la China y las Indias.
Daba ya comienzo la estación de lluvias,
y la vegetación se erguía con renovado vigor y lozanía; el polvo aún no opacaba
el verde translúcido de las hojas, ni el calor marchitaba las frágiles hojas de
hierba ni las agujas del maíz que tapizaban los campos llanos, ni los tiernos
zarcillos que se enroscaban sutiles en las ramas de los árboles, o que pendían
de los vástagos cundidos de flores y capullos. Sobre todo ello brillaba
esplendoroso el sol, y la explanada entera parecía bullir de vida bajo sus
gratos rayos. Nunca antes había contemplado un paisaje tan grandioso y
magnífico. Fue veraz y certero el antiguo cronista que la describió como “una
región llana y hermosa, tan plena de amenidades, que aquel que por ella
transita siente que viaja por las sendas del Paraíso.”
Aunque hay muchas rutas para llegar a
León, preferimos tomar el camino real, o camino de carretas, que hace un
desvío para sortear la profunda barranca que constituye la defensa
natural de León por su lado sur. Al fondo de esta barranca fluye una
corriente inagotable, que se nutre de manantiales que corren bajo las rocas (el
rio Chiquito). Aquí viene la gente a abastecerse de agua, y es el sitio
preferido de las lavanderas, cada una de las cuales tiene su propia
pila excavada en la roca, en vez de la tradicional batea que usan allá en casa
sus contrapartes hibernias (Irlandesas). Las lavanderas de todos los países son
poco inclinadas a usar ropa mientras lavan, pero en Nicaragua su desparpajo es
tal que asombra a los forasteros. Mientras se ocupan de su faena, su
indumentaria es aún más escasa que la del Mayor de Georgia, que ha sido
descrita como “un cuello de camisa y un par de espuelas”.
El camino carretero emerge de la Barranca
de las Lavanderas y del bosquecillo que la bordea y desemboca en la Calle
Real o calle principal de León, que corre directa desde el adscrito poblado
indio de Subtiava hasta la plaza y la gran catedral de León. Este sector de la
ciudad ha padecido mucho durante las numerosas guerras que han asolado al país,
y muchas de sus casas yacen en ruinas. Apuramos el paso por la ancha y
empedrada calle y media hora más tarde éramos huéspedes bienvenidos bajo el
hospitalario techo del Dr. L_, compatriota nuestro, y uno de los pocos que
portan con honor su condición de ciudadano americano.
León tiene un aire mucho más
metropolitano que Granada. Es al mismo tiempo más grande y mejor construida y
sus iglesias, que suman no menos de veinte, son todas bellas y algunas de
ellas son edificaciones en verdad espléndidas.
Por cierto, puede decirse que en cuanto
a su estructura, la gran catedral de San Pedro no va a la zaga de ninguna otra
en toda la América española. Su construcción, que tardó treinta y siete años,
fue concluida en 1743, ¡a un costo superior a los $5,000,000! Ocupa una cuadra
entera, y su fachada se extiende a todo lo ancho de la plaza. Está construida
de piedra cantera, y es una sólida pieza de mampostería. Nada puede ilustrar
mejor su solidez que el hecho de haber resistido las tormentas y terremotos de
todo un siglo, y con la salvedad de que la cúspide de una de sus torres fue una vez destruida por un rayo, se encuentra hoy
tan cabal como cuando salió de las manos de sus constructores. Aún así, varias
veces se ha usado como fortaleza, y ha soportado más de un cañonazo y bombardeo
por parte de las fuerzas sitiadoras. Cuentan que en 1823 más de veinte balas de
cañón impactaron en su techo, y en su flanco más expuesto difícilmente se
halla una pulgada de sus muros que no esté mellada por los disparos. Su
interior no desmerece de su exterior, aunque en términos comparativos su
ornamentación es escueta. Rematando la nave principal, bajo una majestuosa
cúpula, se encuentra el gran altar de plata, primorosamente repujado. Las
capillas laterales no destacan por su riqueza o su hermosura. Durante las
conmociones civiles del país, las iglesias no se libraron de las garras
saqueadoras de la soldadesca; Y aunque la catedral poseyó alguna vez
extraordinarias riquezas, cuyo costo y variedad de ornamentos eran proverbiales
aún en España, hoy tiene poco de qué enorgullecerse, como no sean sus enormes
dimensiones y su diseño arquitectónico.
León fue fundada en 1523 por (Francisco
Hernández de) Córdoba, el mismo conquistador que fundó Granada. El sitio
original se hallaba en el extremo de la bahía occidental del Lago: de Managua,
en una región llamada Nagrando, cerca de las faldas del gran volcán Momotombo,
donde todavía pueden verse sus ruinas. El sitio fue abandonado en 1610,
trasladándose al que ocupa hoy la ciudad y que fue en aquel entonces asiento
del extenso poblado de Subtiava. Narra una leyenda que el Papa profirió una
maldición contra la ciudad antigua, al enterarse del asesinato de Antonio de Valdivieso, tercer obispo de Nicaragua, ocurrido ahí a manos del renegado
Hernando de Contreras, pues el obispo se oponía a la crueldad de los Contreras
hacia los indios, por lo que incurrió en su odio. Cuentan que a causa de esa
maldición la ciudad fue azotada por una serie de calamidades que llegaron a
ser insoportables; y sus habitantes, llevados por la desesperación y tras
guardar solemne ayuno, marcharon el dos de enero de 1610 con el estandarte de
España y con la municipalidad a la cabeza, hacia el sitio que ocupa hoy la
ciudad, y allí procedieron a trazar el nuevo poblado. Los hechos crueles y
sacrílegos de Contreras aún hoy se mencionan con horror, y son muchos los que
creen que las manchas de la sangre que vertía el obispo cuando huía herido de
muerte hacia la iglesia, en cuyo altar cayó muerto, son todavía visibles entre
las ruinas —¡evidencia indeleble de la ira de Dios!
León está situado en el centro de la
gran planicie que ya describí, equidistante del lago y del océano. A ambos
lados de la ciudad se hallan profundas barrancas que sirven el doble propósito
de defensa y abastecimiento de agua para la ciudad. El suburbio o “Barrio de
Guadalupe” se encuentra al sur de la “Barranca de las Lavanderas”, pero está
unido a la ciudad por un elevado puente.
Este puente fue diseñado hace muchos
años a una escala grandiosa, pero jamás se concluyó. Visto desde el fondo de la
barranca, hace recordar al viajero los gigantescos puentes en ruinas que el
tiempo ha dispensado en Italia, para atestiguar el poder de los antiguos
romanos.
Por cierto parece que alguna vez
floreció la arquitectura en León, lo que justifica las observaciones del viejo
fraile Thomas Gage, cuando a su paso por aquí escribió que uno de “los deleites
principales de la población son sus casas”. Y aunque ninguna ciudad en América
ha sufrido más guerras que León, y pese a que sus mejores edificios, que se
alzaban cerca del centro de la ciudad, han sido destruidos, muchos de los que
están todavía en pie son bastante pretenciosos. Por las razones antedichas, las
casas son, por necesidad, de escasa altura, el buen gusto y la maestría se
manifiestan sólo en los portales o entradas principales, que suelen ser altos e
imponentes y profusamente ornamentados. Algunos son réplicas de los arcos
moriscos tan comunes en España, otros son de estilos griegos más severos,
mientras que muchos de fecha más reciente son maravillosos dechados de lo que
H_ llamó “el estilo que brilla por su ausencia.” Sobre estos arcos solía la
antigua aristocracia poner sus escudos de armas; aquellos de espíritu militar
tallaban armamentos varios, mientras que los píos plasmaban una imagen de la
Virgen, una plegaria, o un versículo de la Biblia.
Durante las contiendas entre
aristócratas y liberales acaecidas a raíz de la declaración de la
independencia en 1821/1823, una gran parte de León, incluida la zona de mayor
afluencia, fue destruida por el fuego. Más de mil estructuras ardieron en una
sola noche, y en torno a la catedral todavía pueden verse en ruinas manzanas
enteras de lo que alguna vez fueron palacios. Calles completas, hoy casi
desiertas e invadidas por la maleza, están flanqueadas por los vestigios de
grandes y hermosos edificios. En sus patios se alzan rústicas chozas de cañas,
que parecen mofarse de su antigua opulencia. En verdad, al recorrer las ruinas
del antiguo esplendor, el viajero percibe claramente cuán cierto es lo que el
viejo Gage dejó escrito hace doscientos años sobre la ciudad y sus habitantes:
“La ciudad —relata— está
construida muy curiosamente, pues el mayor deleite de sus habitantes consiste
en sus casas, en lo placentero del solar aledaño, y en la abundancia de todas
las cosas para el buen vivir del hombre. Se contentan —añade— con bellos
jardines, con la variedad de aves canoras y papagayos, disponen de carnes y
peces en abundancia, y de briosos caballos, y así llevan una vida placentera,
despreocupada y ociosa, sin mucha inclinación por comerciar o traficar, aun
teniendo cerca el lago y el océano. Los señoritos de León son tan frívolos y
fatuos como los de Chiapas; y es debido a los placeres que brinda esta ciudad
que la provincia de Nicaragua fue llamada el Paraíso de Mahoma.”
Y aun del viejo y curtido pirata Dampier
obtuvo León un elogio.
“En verdad —dice— si
consideramos las ventajas de su ubicación, podemos juzgarla superior a la
mayoría de los lugares de América en razón de su salud y sus placeres.”
Uno de los mejores panoramas del mundo
se observa desde la cúspide de la catedral; y estando ahí de pie, el viajero
que viene del Atlántico contempla por vez primera las aguas del Pacífico: un
hilo de plata rematando el horizonte occidental. Hacia el norte y el oriente se
erizan los nueve volcanes de la gran cordillera volcánica de los Maribios, con
sus perfiles netamente delineados contra el cielo, emulando en la regularidad
de sus formas la simetría de las Pirámides. Allí se alzan el volcán El Viejo
(San Cristóbal) en un flanco de la cordillera y el Momotombo en el otro.
Entrambos se hallan los conos del Axusco (Asososca) y el Telica, la extensa
mole del Arota (Rota), y el adusto volcán Santa Clara (Casita), hendido por
recientes erupciones. El panorama contiene quizá el mayor número de volcanes
que puede abarcar la mirada en cualquier parte del mundo; pues además de
aquellos que constituyen hilera de los Maribios, se divisan en la distancia no
menos de otros cuatro más —¡trece en total!
Es difícil hacer un cálculo preciso de
la población de León. La ciudad se esparce sobre un área tan extensa, y está
tan arrebujada entre los árboles, que el viajero puede residir ahí por meses y
descubrir a diario nuevos y apartados grupos de vivienda. El censo de 1847
determinó una cifra de 35,000 habitantes, lo que quizá no esté muy lejos de la
verdad. Pero ese número incluye a la población del municipio indio de Subtiava,
que suele considerarse, aunque erróneamente, como un pueblo aparte de León.
Aquí, lo mismo que en el resto de
Nicaragua, la población india y mestiza (ladinos) es la predominante, y
los habitantes de raza blanca pura suman apenas un décimo del total. La sangre
india se muestra no tanto en el color de la piel, sino en cierta opacidad de
los ojos, un rasgo que se manifiesta más en aquellos mezclados con indios que
en cualquiera de las castas originales. Ha sido tan completa la fusión entre
todas las porciones de la población de Nicaragua que, pese a la diversidad de
razas, las distinciones de castas apenas se pueden notar. Los blancos mantienen
cierto grado de exclusión en el contacto social, pero en todo lo demás
prevalece la más completa igualdad. La proporción de ciudadanos que se ufanan
de ser “de alcurnia” es muy pequeña, y no es muy estricta en su adhesión a los
convencionalismos que prevalecen en las grandes ciudades de México, en
Sudamérica y en nuestro propio país; aun así, en los aspectos esenciales de la
hospitalidad, la generosidad y la cortesía, no he hallado que merezcan segundo
lugar entre las diferentes comunidades que he conocido. Las mujeres están
lejos de tener mucha educación, pero son sencillas y de modales llanos, de
ágil entendimiento y prontas en la conversación, lo que compensa en cierto
grado sus carencias en cuanto a conocimientos generales.
Mis amigos de antaño
dieron un baile para festejar nuestra llegada, lo que dio a mis compañeros
ocasión de ver algo de los recreos sociales de la gente. Como suelen ser los
eventos españoles de este tipo, el comienzo fue un tanto tieso y ceremonioso,
pero antes que dieran las once en la campana de la catedral, creo que jamás he
visto reunión más animada. La polca y el vals, como también el bolero y
otras bien conocidas danzas españolas se bailaron con brío y elegancia. Además
de estos bailes, y tras mucho insistir, tuvimos una danza india; expresión
singular, lenta y compleja, que dejó en mi mente la clara impresión de ser de
origen religioso. Durante toda la velada las ventanas estuvieron engalanadas de
pilluelos, y las puertas atestadas por los mirones, que toda vez que se sentían
especialmente complacidos, aplaudían con el mismo entusiasmo que vemos en la
“gallinera” de nuestros teatros, como si todo el evento hubiese sido concertado
para su particular entretenimiento. La policía los hubiera desalojado, pero
gané una duradera popularidad al intervenir a su favor, y en consecuencia se
les permitió quedarse.
Entre las clases bajas, los fandangos y
otras diversiones peculiares son frecuentes y suelen ser bastante bulliciosos y
promiscuos. Por razones obvias, no presenciamos ninguna de éstas en la ciudad,
aunque las encontrábamos con frecuencia en los villorrios.
La gente española, en todas partes del
mundo, es de costumbres morigeradas. En ese particular, los nicaragüenses no
desacreditan a sus progenitores. Los licores fuertes se consumen poco, excepto
entre las clases bajas, y aún entre ellos, bastante menos que entre los
nuestros. La venta de licor y “aguardiente” o ron local es monopolio del
gobierno, y su expendio está confinado a los “estancos” o establecimientos
autorizados, que pagan altos impuestos al Estado. No recuerdo haber visto
borracho a ningún ciudadano respetable durante toda mi estadía en
Centroamérica, un período de más de dos años.
No hay en León diversiones “oficiales”
salvo la gallera, que abre los domingos por la tarde. Está siempre repleta,
pero la flor y nata de la población no suele visitarla. No se permite el licor
en el local, y el gobierno, con sabia previsión, mantiene siempre presentes un
alcalde y una guarnición de soldados para preservar el orden.
Pero el hecho de que las gentes
respetables de León no frecuenten el “patio de los gallos” no significa
que repudien el tipo de entretenimiento que allí se practica. Por el contrario,
en los corredores traseros de las mansiones –y en ninguna con más frecuencia
que en las casas de los padres— casi siempre se pueden hallar, o en todo caso escuchar,
si no mirar, docenas de gallos finos. Después de la cena, cada domingo por la
tarde se reúnen pequeños grupos, se echan a pelear los gallos, y cosa nada
infrecuente si son ciertos mis informes, las onzas de oro cambian prontamente
de una a otra “bolsa.”
Sin embargo, las fiestas, los
días de santo y las festividades de la Iglesia aportan la diversión que el
público de otros lugares encuentra en el teatro, en los conciertos y en otras
distracciones. En estos eventos se presenta a veces lo que se conoce por “Sagradas
Funciones” o “Sainetes,” que corresponden justamente a los Sagrados
Misterios de la Inglaterra de antaño. Las fiestas son en verdad
multitudinarias y se celebran de un modo que dista mucho de ser serio. Son en
verdad días de fiesta general, en que todos lucen sus mejores atuendos, y
mientras más bombas o cohetes se disparen, y más recio y prolongado sea
el repicar de las campanas, más “alegre” es la ocasión y mayor la
glorificación de los santos. Así pues, por estar nuestra casa en la vecindad de
las principales iglesias, cada tercer día éramos convidados a lo que H __
describió como “un cuatro de julio.”
La Semana Santa, con su cortejo
interminable de ceremonias, acaeció mientras estábamos en León. Tomaría muchas
páginas contar los pormenores de las funciones, las procesiones, el estallido
de las bombas, el tañer de las campanas, y los rezos, y los cantos, y la
celebración de la misa, que conformaban la correcta celebración de tan
importante “función”. Ya había presenciado yo las ceremonias propias de la
Semana Santa, no sólo en León, sino en la misma Roma, donde el ingenio humano
se extrema concibiendo medios y accesorios para darle excelencia y majestad,
por lo que ahora consideraba la repetición como algo tedioso. Pero mis
compañeros no. Para ellos todo era novedad y entretenimiento, y disfruté sus
relatos y comentarios más, acaso, de lo que hubiese gozado el espectáculo
mismo.
Sin embargo, todos fuimos a observar la
procesión nocturna en la que se representa el entierro de Cristo. La soldadesca
marchaba portando sus armas y encabezando el desfile, seguidos por los músicos,
y el Obispo, con su vestidura púrpura, avanzaba bajo un palio de seda
suspendido por varas de plata que sostenían los canónigos de la catedral. Tras
ellos venía toda una legión de santos, con San Pedro a la cabeza, llevados en
andas por varones que en su mano libre portaban antorchas. Luego seguía una
litera con una figura de Cristo, coloreada de modo que semejaba un cadáver; y a
continuación, ángeles de extendidas alas, suspendidas por delgadas varillas de
metal, invisibles en la oscuridad. Venían después las Marías, y una hilera de
dolientes discípulos y conversos del nuevo Evangelio. Les seguía una procesión
aparentemente interminable de hombres y mujeres, aunque predominaban ellas,
revueltos con una multitud de chiquillos, vestidos como monjas y frailes,
todos con una crucecita de madera en una mano y una candela en la otra. En los
flancos de la procesión rondaba un grupo de mozos imberbes disfrazados de
diablos, que blandían sus lanzas con gesto amenazante, pero eran gallardamente
repelidos por igual número de ángeles guardianes, que eran muchachas vestidas
de blanco, con alas de gasa atadas a los hombros.
La procesión avanzaba al compás de un
canto fúnebre, y se detenía a intervalos, mientras los sacerdotes elevaban sus
plegarias y quemaban incienso, y así fueron, de estación en estación, pasando
la mayor parte de la noche celebrando la ceremonia. Para hacerse una idea de la
longitud de la procesión, baste decir que tardó más de dos horas su paso frente
al balcón donde nos encontrábamos sentados. Las antorchas, la gravedad en los
rostros de los devotos, la plañidera música y los cantos solemnes, causaban en
verdad un efecto impresionante; y, bien podemos comprenderlo, capaz de producir
una impresión perdurable en la mente de un pueblo supersticioso.
Los Diablos, o más bien,
representaciones de éstos, figuran destacadamente en muchas fiestas. El
día de San Andrés —”día del alegre San Andrés” — salen en tropel, y lucen
particularmente horrendos y vivaces. Usan máscaras, por supuesto, y se ciñen
puntiagudas colas. Uno de ellos, envuelto en negra mortaja, exhibía bajo su
velo entreabierto una calavera gesticulante, y marcaba el paso con un par de
genuinos fémures entrecruzados. La danza parecía haber sido tomada de los
indios. La música ciertamente lo era. Es tosca y no parece de este mundo, como
la que escuchara Cortéz en su retirada de México, cuando música como esa
“sembró el terror en la propia alma de los cristianos”.
Tiene León una extensa colección de
santos, y entre ellos, uno de los más populares y de mayor poderío es San
Benito, probablemente nacido en Etiopía. En todo caso, es un negro de pura
raza, de abultados labios y cabello crespo o “murruco,” Fue una astuta
medida por parte de los antiguos sacerdotes aceptar aquellas ceremonias indias
que no lograron abolir, y a la vez adoptar y santificar las efigies de los
dioses aborígenes que no pudieron prohibir ni destruir.
En Nicaragua, como en todos los países
españoles, las ceremonias fúnebres tienen poco de esa lúgubre parafernalia que
dictan nuestras costumbres. La juventud, la inocencia y la belleza, como
trofeos en el rostro de la ancianidad o en los brazos de la deformidad, sirven
sólo para dar pábulo a los terrores de nuestra sombría concepción de la muerte.
Entre nosotros, el Ángel de la Paz y Guardián de las puertas del Cielo es un
tirano tétrico y despiadado, que se refocila cual enemigo con las víctimas de
su descarnado brazo. Pero en estas tierras se concibe la muerte de un modo más
feliz. La muerte libera piadosamente a los infantes de las penas y peligros de
la vida. Marchita la rosa en las mejillas juveniles para que así retengan su
flor y su fragancia en la suave atmósfera del cielo. Lágrimas de congoja se
vierten solamente por aquellos cuya prolongada permanencia en el mundo ha
endurecido su espíritu, cuyas pasiones han llagado su corazón, desviando sus
anhelos del cielo hacia la tierra, y de las magnificencias de la eternidad a
las frivolidades del tiempo.
La hija menor del
Licenciado B_ falleció y fue sepultada durante mi estadía en Nicaragua. Era
joven, apenas frisaba los dieciséis, y fue la adoración de sus padres. Su
funeral bien hubiera podido ser su boda, por la total ausencia de
manifestaciones de congoja. El cortejo se congregó frente a mi ventana. A la
cabeza iban los músicos ejecutando un alegre compás, les seguían los
sacerdotes que entonaban un himno triunfal. A continuación, a hombros de un
grupo de jóvenes varones, venía una litera, forrada de satín blanco y
cubiertas de manojos de azahar; y en ella, vestida de blanco como para una
fiesta, con las sienes coronadas de frescos capullos de azahar y una cruz de
plata entre sus manos, venía la marmórea figura de la niña muerta. Atrás
venían los padres, hermanas y parientes de la difunta. No había lágrimas en sus
ojos, y aunque las huellas de tristeza eran visibles en sus rostros, había en
todos ellos una expresión de esperanza y fe en las enseñanzas de Aquel que
declaró “¡Benditos sean los puros de corazón, pues ellos verán a Dios!”
Los funerales de los infantes son todos
parecidos. El difunto va siempre ataviado de blanco y cubierto de flores. Al
frente va un cortejo de hombres que hacen estallar bombas, y músicos
tocando alegres tonadas, y detrás van los padres y parientes. La explicación de
esta aparente carencia de sentimientos se halla en la doctrina romana de la
regeneración bautismal, según la cual, por estar el espíritu en el cielo, hay
más motivos de felicidad que de tristeza.
Hay, sin embargo, algo muy repugnante en
los entierros, particularmente en el modo que se estila en León. Vecino a la
mayoría de los pueblos se halla el llamado Campo Santo, un cementerio
amurallado y consagrado, donde se entierran los muertos tras el pago de una
pequeña suma que se destina al mantenimiento de las instalaciones. En León,
empero, ha prevalecido siempre la práctica de hacer los enterramientos en las
iglesias, y esta costumbre se ha perpetuado gracias a la influencia de los
curas, que por cada entierro perciben una jugosa suma. En consecuencia, el
suelo en el interior y en torno a las iglesias está literalmente saturado
de muertos. Según sea la cantidad que se pague a la iglesia, los enterramientos
pueden permanecer en el sitio por un período que varía de seis a veinticinco
años, al cabo de los cuales la osamenta, junto con la tierra que la contiene,
se venden a los fabricantes de nitrato, y al fin retornan ruidosamente al
mundo ¡en forma de un vil petardo!
Los ataúdes rara vez
se usan. El cadáver se deposita en el fondo de la tumba, se le cubre toscamente
de tierra que luego se apisona con pesados mazos, y todo se hace con tal indiferencia,
por no decir brutalidad, que resulta en verdad chocante, al punto que no toleré
presenciarlo por segunda vez.
Aunque las masas
populares conservan todavía resabios de su antiguo fanatismo, esto va cediendo
paso a sentimientos más liberales, y en materia de religión no ponen objeción a
los extranjeros, siempre y cuando éstos muestren un decoroso respeto por las
ceremonias de la Iglesia, y no ultrajen los preceptos de la educación y las
costumbres, que no son más numerosos ni más severos que entre nosotros, si bien
los suyos siguen otros derroteros.
Muchos objetos antiguos se han hallado
en los alrededores de León; y ocasionalmente, al perforar pozos y hacer otras
excavaciones, los peones se han topado con depósitos de cerámica y rimeros de
idolillos de terracota, que parecen haber sido enterrados con premura para
salvaguardarlos del celo fanático de los conquistadores. Las imágenes adjuntas
muestran una vista frontal y lateral de una de estas reliquias, hallada cerca
del pueblo indio de Telica, distante unas dos leguas de León. Aquí aparece a
un tercio de su tamaño real. El material es una arcilla fina de buen temple,
horneada y luego policromada con colores duraderos. En el mismo sitio se
hallaron también otros interesantes enseres, cuyas figuras se muestran abajo.
Uno de ellos es una suerte de vasija que representa a un hombre cuyo cuerpo se
ajusta de tal guisa que conforma el cuerpo de la vasija, sostenida en brazos y
piernas. Al decir de los artistas, la idea fue bien lograda. La vasija está
primorosamente policromada en rojo, amarillo y negro.
Una vez al año los pobladores de
Nicaragua celebran una especie de carnaval, el “Paseo al Mar” o visita
anual al Pacífico. La gente bien de nuestras ciudades escapa en bandada hacia
Newport, o a “los Manantiales”, pero los de León van al mar; y aunque el
“Paseo” es cosa muy distinta de una temporada en los Manantiales, es asimismo
una institución que incita al coqueteo y al amor en general y en particular; en
pocas palabras, es el festival de San Cupido, cuyos devotos en todo el mundo
son más numerosos y sinceros que los de cualquier otro santo del santoral. El
“Paseo” se lleva a cabo en ocasión de la última luna llena de marzo, los
preparativos, empero, comienzan con mucha antelación. Hay en esos días una
movilización general de carretas y sirvientes en dirección al mar, y el
Gobierno envía a un oficial con su destacamento para que supervise el montaje
de un campamento anual sobre la playa, o mejor dicho, sobre una cresta arenosa
cubierta de arbustos que conforma la costa. Las familias, en vez de reservar
habitaciones en el “OceanHouse,” o en el “UnitedStates,” o una cabaña en la
“Calzada”, levantan un rancho temporal hecho de cañas, con un liviano techo de
hojas de palma y el suelo cubierto de petates o esteras. Todo esto va amarrado
con bejucos, o tejido como cestería, lo mismo que sus divisiones, que a veces
consisten en cortinas de algodón. Esto constituye la penetralia (sancta
sanctorum o cámara sagrada) y está consagrada al “bello sexo” y a los nenes.
Las damas más extravagantes traen consigo camas ricamente guarnecidas, y hacen
no poco alarde de elegancia en sus improvisadas viviendas. Por fuera hay una
especie de amplio cobertizo abierto, que en algo semeja a un corredor. Es ahí
donde se cuelgan las hamacas, meriendan las familias, las señoras reciben a las
visitas y donde duermen los varones.
Las instalaciones aquí descritas son
propias solamente de los paseantes más adinerados, representantes de la clase
alta. Hay todo tipo de variaciones intermedias de alojamiento hasta para el
mozo y su esposa, quienes tienden sus mantas al pie de un árbol y arman sobre
sus cabezas un techito de ramas —cosa de apenas diez minutos. Otros hay que
desdeñan incluso este esfuerzo y se acomodan en la arena suelta y seca.
Así transcurren los días del “Paseo”
entre chapuzones y bailes a la luz de luna en la playa, fumando, coqueteando,
cabalgando, comiendo, bebiendo y durmiendo, y la despreocupada multitud,
deleitándose con la refrescante brisa marina y con el alegre resplandor de la
luna, se entrega con absoluta libertad al gozo y al retozo.
Por desdicha, arribamos demasiado tarde
para el “Paseo”, pero aun así cabalgamos hasta el mar, y atravesamos el
abandonado campamento. Los zopilotes eran ahora sus únicos habitantes,
merodeando hoscos entre los silenciosos ranchos. El rumor del mar parecía
lamentarse, como en simpatía, y la playa lucía solitaria. Dimos un tirón a las
riendas de nuestras monturas y nos alejamos contentos de dejar atrás una escena
de tan triste y sombrío influjo.
En León nuestro grupo se dividió; un
destacamento tomó la dirección del montañoso distrito de Segovia, mientras que
la división principal, de la que yo mismo formaba parte, nos dirigimos al gran
Golfo de Fonseca, para cruzar desde allí el continente rumbo al norte a través
del Estado de Honduras, magnífico aunque casi del todo desconocido. Enrumbamos
primero hacia el gran pueblo de Chinandega, a ocho leguas de León, sobre el
camino que conduce al bien conocido puerto de El Realejo. El pueblo de
Chinandega cubre un área muy extensa, está trazado de manera uniforme en “cuadra”,
que a su vez se subdividen en algo que bien podríamos llamar jardines; cada
uno de los cuales alberga una vivienda de algún tipo, construida por lo general
de cañas y con techo de palma, aunque también suelen ser de adobe,
diestramente techadas con tejas. El centro o zona comercial del pueblo, en la
vecindad de la gran plaza, es compacto y tan bien edificado como cualquier
parte de León o Granada. Hace veinte años, empero, apenas había en la ciudad
una sola casa de tejas. En general, Chinandega tiene un aire frugal y
emprendedor que no se observa en otras partes de Nicaragua.
El Realejo dista unas dos leguas de
Chinandega, pero los comerciantes que manejan los negocios del puerto residen
sobre todo en Chinandega. Es un pueblo pequeño, ubicado en la ribera de un
estero salobre, a unas buenas cuatro millas del puerto propiamente dicho, y
sólo se llega allí en los ordinarios bongos o barcazas, cuando la marea
está alta. El poblado original se erigió cerca del fondeadero, pero por ser
vulnerable a los ataques de los piratas que en otros tiempos merodeaban por
estas costas, fue trasladado a su actual ubicación. La población de El Realejo
suma apenas mil almas, que hallan empleo en la carga y descarga de navíos, a
los que además abastecen de provisiones.
Como puerto, El Realejo es uno de los
mejores en toda la costa del Pacífico de América. Cuenta con dos entradas, una
a cada lado de la elevada isla del Cardón, que lo guarece de las marejadas del
Pacífico. Dentro se halla una magnífica bahía, que en ningún punto tiene menos
de cuatro brazas de profundidad, por lo que se dice que ahí “unos doscientos
navíos de línea pueden fondear en todo tiempo con perfecta seguridad”. La
vista del puerto y del interior del país desde la isla del Cardón, con sus
elevados y característicos volcanes, es imponente y bella.
El señor Montealegre, nuestro estupendo
anfitrión, había fletado de antemano un bote para nosotros en un sitio llamado
“Puerto de Tempisque”, sobre el Estero Real, que penetra a Nicaragua desde el
Golfo de Fonseca. Dejamos pues su hospitalaria morada al amanecer del 3 de
abril de 1853 y partimos rumbo al “Puerto”. La distancia es de siete leguas;
las primeras tres conducen por una región abierta y bien cultivada, y una vez
remontadas éstas, nos adentramos en una selva colosal, abundante de cedros,
ceibas y caobas, entre los cuales el camino serpentea con la sinuosidad de un
laberinto. Esta selva está guarecida por el gran volcán El Viejo,(hoy conocido
como San Cristóbal) y casi todo el año caen ahí grandes chubascos que son la
causa de su exuberancia. Aquí nos adelantamos al patrón y a sus hombres,
que avanzaban en fila india, cada uno con su alforja al hombro, abastecida con
queso, plátanos y tortillas para el viaje, y sobre el otro hombro una manta y
su inseparable machete acomodado en la cavidad del brazo izquierdo.
A una o dos millas de Tempisque el
terreno se eleva y el camino cruza una ancha cresta de lava que, siglos atrás,
expelió el volcán El Viejo. Está cubierta parcialmente por un suelo seco y
árido, donde medran apenas unas cuantas palmeras de coyol, algunas pencas de
Agave americana y una variedad de otros cactos, que logran prosperar donde ninguna
otra planta puede crecer.
Desde la cima de esta cresta el viajero
avista por primera vez los extensos aluviones que bordean el Golfo de Fonseca.
Están cubiertos por una floresta ininterrumpida, y la mirada, cansada por la
inmensidad del panorama, remonta un inmóvil océano de verdor, copa tras copa,
legua tras legua, en sucesión aparentemente infinita.
Descendiendo la cresta por un escabroso
sendero, pronto arribamos al “Puerto de Tempisque”. Aunque lo dignifican con
el título de puerto, no hay más que un único rancho, un mero cobertizo con
techo de palma y abierto por tres lados, donde moran un mestizo de muy mala
catadura, una viejuca y una muchacha india con el torso desnudo, que se ocupa
de acarrear agua y moler maíz para las tortillas.
En la falda de una colina cercana hay un
excelente ojo de agua, donde topamos con un grupo de marineros que preparaban
su desayuno. El terreno atrás del rancho es elevado y seco; pero justo al
frente comienzan los pantanos de manglares. Aquí también, cavado en el limo,
hay un estanque pequeño y poco profundo, y un estrecho canal se extiende desde
éste hacia las profundidades del pantano, conectándolo con el Estero Real. Era
bajamar, y en el fondo fangoso del estanque y del canal, al descubierto y
putrescente bajo el sol, yacían varios bongos de mala traza. En
conjunto, era aquel un sitio que concitaba fiebres y mosquitos; y nunca
sentimos mayor alegría que cuando nuestra tripulación arribó, y la marea alta
nos permitió embarcarnos y zarpar del “Puerto de Tempisque.” A medida que la
choza desaparecía entre los manglares, alzamos los sombreros y con un adieu
nos despedimos del suelo de Nicaragua, ¡quizás para siempre!
NOTAS
Una explicación necesaria:
Hemos reducido el número de notas al mínimo e incluido en el texto por un lado,
las correcciones de lo que se ha considerado equívocos en el original de
Squier, y por otro, los nombres actuales de los accidentes geográficos que él
menciona, los cuales se ubican a continuación del nombre que le da Squier.
Aunque hemos tenido a la vista además
del texto en inglés, dos traducciones— la del lingüista Luciano Cuadra W. que
consideramos más completa y amena, y la de Jacinto Ramón Salcedo, más literal y
apegada al texto original, hemos realizado nuestras propias interpretaciones de
cierto pasajes de esta obra e incluido en algunas partes una versión que
contribuya a una mayor comprensión de lectores no especializados que es el
objetivo de este blog.
1. E.G. Squier narra su segundo viaje a
Nicaragua —Marzo de 1853—, esta vez no como diplomático N. A. En esa época,
Gran Bretaña por la fuerza de las armas ya había impuesto protectorado sobre la
costa mosquita o Caribe de Nicaragua y Honduras, creando artificiosamente un
Reino Mosquito. Por lo tanto, San Juan del Norte o Greytown como la
llamaban los ingleses en honor al gobernador de Jamaica, era ocupado
entonces por militares británicos. De ahí la referencia de que “entra a
Nicaragua”, a partir de El Castillo, donde funcionaba la aduana nacional.
2. Es criterio del Dr. Jaime Ïncer Barquero
–erudito historiador, geógrafo y conocedor de otras ciencias–, que en este
tiempo no existe ninguna laguna cratérica a esa elevación en la cumbre del
Mombacho. Que posiblemente la ilustración sea de la laguna de Apoyo, aunque mas
bien pareciera que tal descripción corresponde a la laguna de Pichichá, situada
en dirección opuesta, en la base suroriental del volcán.
GLOSARIO MÍNIMO
Abluciones,
lavado o purificación ritual por medio del agua.
Aciaga,
infeliz, triste.
Agostada,
secar el excesivo calor las plantas:
Alicaída,
débil, falto de fuerzas
Alisios,
vientos regulares que soplan en dirección NE o SE, según el hemisferio, desde
las altas presiones subtropicales hacia las bajas del ecuador.
Apero, conjunto
de instrumentos y herramientas de cualquier oficio
Arrebujada,
cubrirse bien y envolverse con la ropa.
Arriar la vela,
Bajar las velas
Atizado,
avivado o estimulado (referido a una pasión o una discordia)
Aves canoras,
[Ave] de canto grato y melodioso.
Brazas,
medida de longitud equivalente a 2 varas o 1, 6718 m.
Cestería,
oficio de fabricar cestas.
Chapiteles,
remate de las torres en forma pirámide
Cimbraba,
movía una vara u objeto flexible haciéndolo vibrar.
Comodoro,
capitán de navío cuando manda más de tres buques.
Dar pábulo,
dar comida o alimento.
Drizas,
cuerda o cabo para izar o arriar las velas o banderas
Emulan,
imitan las acciones de otro procurando igualarlo o superarlo
Engullen,
tragan la comida atropelladamente y sin masticarla.
Enjuto, muy
flaco
Eólica, del
viento o producido por él
Esmirriados,
flaco, debilucho, con aspecto enfermizo
Fanfarria,
banda de música generalmente de instrumentos de metal
Frugal, [Comida]
sencilla y poco abundante
Fulgurante,
que brilla intensamente
Hoscos,
huraño, áspero:
Ignotas, No
conocido o no descubierto:
Imberbe, [Joven]
que todavía no tiene barba o tiene muy poca. Inexperto
Labán y Jacob,
personajes de la Biblia. Cuenta el relato que Jacob compró a su tío Labán, a su
esposa Raquel a cambio de catorce años de trabajo, pero Labán lo engañó y
después de siete años le entrego a su hija Lea y hasta siete años después le
entregaría a Raquel.
Marmórea, de
mármol o parecido a él en algunas de sus cualidades:
Medraban,
mejoraban de fortuna, prosperaban
Medrar,
mejorar de fortuna, prosperar:
Mellada, que
carece de uno o más dientes:
Mofarse,
burlarse de modo hiriente o despectivo:
Morigeradas,
templar o moderar los excesos en los sentimientos y en las
acciones.
acciones.
Mosquete,
arma de fuego de infantería que se empleó desde el siglo XVI.
Náyades,
ninfa o divinidad que residía en los ríos y en las fuentes.
Nimia,
insignificante, sin importancia:
Níveo, de
nieve o semejante a ella:
Ocres,
[Color] entre amarillo y marrón.
Palio,
dosel rectangular de rica tela que, colocado sobre cuatro o más varas largas,
se utiliza en ciertos actos religiosos.
Panamá,
sombrero de hombre, flexible y con el ala recogida, hecho de pita
Parafernalia,
excesivo lujo o aparato con que se desarrolla un acto o con que se acompaña una
persona.
Perennifolia,
[Árbol o planta] que conserva su follaje todo el año.
Peripuesto, que se arregla y viste con esmero y afectación rayanos en
lo excesivo.
Pío,
devoto, inclinado a la piedad
Pirámides, se
refiere a las pirámides de Egipto.
Pletóricas,
que tiene abundancia de alguna cosa
Puritanos,
individuos de un partido político y religioso formado en el siglo XVII en
Inglaterra, que se precian de observar la religión más pura que la del Estado.
Raudo,
rápido, veloz:
Recoleto,
legar apartado, solitario y tranquilo
Refocila,
recrea, alegra.
Remisos,
reacios, indecisos
Rimeros,
pilas de objetos puestos unos sobre otros
Rutilante, que
brilla o resplandece mucho
Se atusó los bigotes,
se igualó los biotes con la mano o el peine mojado
Sigilo,
secreto con que se hace algo o se guarda una noticia
Soliloquio,
discurso o reflexión en voz alta y sin interlocutor:
Tachonadas,
salpicadas, inundadas o cubierta (una superficie)
Tañer de las campanas,
tocar las campanas
Tonos opalinos,
de color blanco azulado con reflejos irisados
Tropel, movimiento
acelerado y ruidoso de varias personas o cosas que se mueven con desorden.
Yermo,
inhabitado, no cultivado
Zaga,
atrás o detrás:
Zarcillos,
órgano largo, delgado y voluble que tienen ciertas plantas para asirse a tallos
u otros objetos. También significa aretes.
Arcadia era
una provincia de la antigua Grecia. Con el tiempo, se ha convertido en el
nombre de un país imaginario, creado y descrito por diversos poetas y artistas,
en donde reina la felicidad, la sencillez y la paz en un ambiente idílico
habitado por una población de pastores que vive en comunión con la naturaleza.
Ceres,
diosa de la agricultura, las cosechas y la fecundidad.
Compañía del Tránsito,
empresa del comodoro Cornelius Vanderbilt que obtuvo una concesión del gobierno
de Nicaragua para con vapores operar la ruta del río San Juan y el lago
Cocibolca hasta el Pacífico.
Dampier, William Dampier fue
un capitán de barco inglés, ocasional bucanero y corsario.
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