Maldito País – José Román


Prólogo y parte del primer capítulo



PRÓLOGO

El contenido de este libro corresponde exactamente al borrador mencionado en su última página, pues al pasarlo en limpio casi cuarenta y seis años más tarde, las únicas alteraciones efectuadas han sido correcciones ortográficas.

Originalmente, por haber concluido el borrador. Unos tres meses antes de la fecha planeada, se proyectara salir para Nicaragua al cumplimiento del compromiso previamente contraído esperando pues salir a fines de febrero de 1934 para arreglar lo de la publicación del libro, de acuerdo con los deseos del General Sandino. Dolorosamente, el veintiuno de este mes aconteció el asesinato de Sandino que hizo innecesario el viaje e imposible por todo este tiempo la publicación de la obra por razones obvias.

Sin embargo, a pesar de este gran retraso, su contenido es tan importante hoy como lo fue entonces y las lecciones políticas que encierra, mucho, mucho más, pues el alcance de las mismas habría sido muy difícil de apreciar en aquellos días debido a la extraordinaria visión política del General Sandino, pero que hoy, a la luz de los últimos acontecimientos, el verdadero significado de las mismas no solo se aclara, si no que hace resplandecer el genio del General Sandino con fulgores del más alto quilatage.

Por fin, pues, espero pronto tener la más grande satisfacción de mi vida al ver que este “Maldito País” no se quede, como las cartas del General Sandino a su novia de Niquinohomo, en borrador.

José N. Román
Nueva York, 10 de junio de 1979

CAPITULO I

Este libro se refiere a un episodio muy importante, muy discutido, muy glorioso y muy trágico, no solo para la historia de mi patria, Nicaragua, sino para toda la América Latina y también para los Estados Unidos. Trata de la “revolución” de 1926 y su consecuencia, La Guerra de Sandino, o sea los siete años de guerrilla brutal y devastadora que sostuvo el Gral. Augusto C. Sandino contra las fuerzas de la Marina Norteamericana, la cual, no importa como se mire, constituye la primera derrota militar de los Estados Unidos de América.

Tendré que hablar en primera persona lo más del tiempo, porque esta obra trata exclusivamente de sucesos que por circunstancias especiales me involucraron personalísimamente haciéndome participar en ciertos aspectos, aparentemente opuestos, pero congruentes de esta historia.

Sucedió que a mediados de 1926, cuando yo tenía 19 años de edad, estalló la llamada revolución del 26 en Nicaragua. A principios de 1927 llegué a Nueva York, solo, pero bien orientado en la trayectoria que había decidido darle a mi vida. Así pues, con un cartapacio conteniendo mi título de bachiller y algunos recortes de versos y artículos míos publicados en la revista “Centroamérica” y otras, previa cita, me presenté al despacho de Don José María Torres Perona a la sazón Director del diario “La Prensa”, de Nueva York, el único diario de la ciudad publicado en español. Entonces Nueva York tendría quizá unos cuarenta mil habitantes de habla española, pero La Prensa tiraba unos treinta mil ejemplares diariamente, porque también era muy leída en otras ciudades del país.

Don José María: —le dije yo— Yo sé que usted fue secretario personal de Rubén Darío, por eso, como nicaragüense, me atrevo a venir a solicitarle trabajo y porque tengo pensado estudiar periodismo en Colombia y nada mejor para mis primeros pasos que estar al lado suyo, etc., etc.

Torres Perona, un hombre alto, de talante señorial, delgado, pulcro de indumento y palabra, afeitado, muy blanco y de bigotes muy finos y negros, sonrió apenas con su rostro faunesco y me cortó suavemente exclamando ¡Claro que si fui secretario personal de El Maestro. Puede Ud. verlo en su autobiografía ¡La más grande gloria de mi vida! … Después de media hora de conversación me dijo que le esperara un momento y se llevó mis papeles. Minutos después una secretaria llegó a escoltarme a un cuarto enorme lleno de estantes con papeles, libros y un gran mapa de Nicaragua con los nombres de Laguna de Perlas, Puerto Cabezas, Bluefields, Managua, etc., subrayados con papelitos teñidos en tinta roja. Así seguían los avances y noticias de la revolución, me dijo, pues diariamente, casi todas las publicaciones del país, tenían largos artículos y comentarios sobre Nicaragua. Frente a un escritorio antiguo secretarios, y el Dr. jorobado estaba Don Juan Camprubí, propietario de La Prensa.

Me preguntó por la revolución y por el Dr. Sacasa, su buen amigo personal. Me dio la mano y me dijo: —Buena Suerte. — Y regresé con Perona a su despacho. Era un jueves y el lunes siguiente principiaría a trabajar para reponer a un joven español que regresaba a la península. Me entrenaron como encargado de relaciones consulares de asociaciones latinoamericanas y agencias de viajes y vapores para estar al día de las personalidades que entraban y salían en Nueva York: Festivales, recepciones y cosas similares que interesaran a los lectores.

En los últimos días de enero de 1927, un medio día, al regresar de mis rutinas de trabajo a las oficinas de La Prensa, me encontré a Torre Perona en su despacho en animada conversación con mi tío Alberto Orozco que andaba buscándome con urgencia. Sucedía lo siguiente:

La Agencia Confidencial en Washington del Gobierno Constitucional de Nicaragua del Dr. Juan Batista Sacasa, la manejaba su representante personal el Dr. Timoteo Vaca Seydel y dos secretarios Evaristo Carazo Morales, recién graduados en leyes y el Dr. Vicente Vita, graduado en Italia en Ciencias Económicas y quien además trabajaba en el Banco Federal de los Estados Unidos. La señora madre del Dr. Carazo Morales había enfermado de gravedad en Nicaragua y Evaristo tuvo que irse repentinamente. Necesitaba, pues, el Dr. Vaca Seydel un secretario idóneo y con urgencia porque la revolución estaba entrando a su fase final. Mi tío Alberto trabajaba en combinación con Vaca Seydel en asuntos de propaganda, de embarques de armas, voluntarios y demás actividades clandestinas de la revolución y fue quien me propuso a Vaca Seydel y había llegado a reclutarme. Le dije que no podía dejar La Prensa. Sin embargo, Torres Perona dijo ser muy amigo personal del Dr. Sacasa y de su esposa, Doña María. Sacasa ya estaba en Puerto Cabezas. Tanto Canprubí como Torres Perona eran ardientes partidarios de Sacasa y ayudaban al máximo con el periódico. Torres Perona arregló con el compañero español para que me esperara por tres meses. Allí mismo llamó a mi tío Vaca Seydel para informarle de mi aceptación y de inmediato nos fuimos a pagar por adelantado tres meses de mi apartamento y del garaje donde dejé mi carrito Ford. Esa misma tarde salí para Washington, donde me esperaban Vaca Seydel y Vita.

La oficina de la Agencia Confidencial en Washington ocupaba un confortable apartamento en el primer piso de un pequeño y nuevo edificio en la calle 16, frente a la Legación del Gobierno de Don Adolfo Díaz, cuyo Ministro Plenipotenciario era el Dr. Alejandro Cesar, caballero y diplomático, doctor en leyes y medicina de la Universidad de París y casado con Doña María Benard de cesar, exquisita, bella y gran dama. Con la Legación mantuvimos relaciones sociales muy cordiales, aunque siempre jugando esgrima en asuntos de política.

Llegué a Washington como a las once de la noche bajo una fuerte nevada. Allí me esperaban Vaca Seydel y Vita. No nos conocíamos personalmente, sino apenas por referencias, pero los tres congeniamos de inmediato y a pesar de las diferencias de edades, hicimos los tres una amistad cordial y sincera.

Mi trabajo consistía, primero, en revisar detalladamente todos los diarios y revistas que nos llevaban todos los días de una agencia situada en el Hotel Hamilton, así como también los recortes de La Prensa Nacional y Extranjera que nos enviaba una agencia especializada. Segundo, estar en contacto con las agencias más importantes de la revolución, principalmente con la de Costa Rica bajo la dirección de Don Clodomiro Urcuyo.

En Washington, México era nuestra más importante “palanca”. Nos ayudaba en toda forma: económica, moral y social. El Embajador era el Dr. Manuel Téllez, pero yo me entendía con el Secretario, Julio Pulat. También Guatemala y su Embajador, el Dr. Sánchez Latour, era otra gran ayuda y manteníamos estrecho contacto. Otro aspecto de mi trabajo fue de capa y espada, por ejemplo, acompañé a Vaca Seydel, Vita y mi tío Alberto para efectuar el último embarque clandestino de armas. Se realizó después de la media noche, en los muelles de Brooklyn, donde Víta logró conexiones con los capos italianos, cuyas gentes operaban como gatos, en lo oscuro, decía uno de ellos.

Nos reconocían como Gobierno Constitucional de Nicaragua, además de los países ya nombrados, Argentina, Chile, El Salvador y algunos otros, de manera que a muchas recepciones diplomáticas éramos nosotros los invitados.

Casi todos los diarios y revistas de Los Estados Unidos le dieron lugar prominente a este Conflicto y muy especialmente desde que el Crl. Henry Stimpson salió para Nicaragua a bordo del Crucero Trenton con la representación personal del Presidente Calvin Coolidge, para arreglar una paz definitiva entre los Gobiernos del Dr. Juan Bautista Sacasa y de Don Adolfo Díaz.

Uno de los objetivos de la Agencia Confidencial en Washington era mantener la protesta ante el Departamento de Estado y dar la mayor publicidad posible a nuestra causa. El Dr. Vaca Seydel fue una vez interpelada por el Congreso de los Estados Unidos por haber publicado artículos contra el Presidente Coolidge, acusándole de mentiroso. No pudieron desterrar a Vaca Seydel por ser casado con una norteamericana, con hijos nacidos en el país, graduado en medicina radicado en los Estados Unidos por más de 25 años habiendo siempre observado una conducta ejemplar.

Contábamos también con la ayuda de algunos de los dirigentes del Partido Demócrata, quienes se valieron de la intervención de los marinos en Nicaragua para atacar a los Republicanos. Sucedió que Don Adolfo Díaz, viéndose perdido, no obstante la ayuda extraoficial de los Estados Unidos, pide la intervención armada de los marinos, que le fue concedida. Inmediatamente el Almirante Latimer trasladó la flota que estaba en Bluefields, en el Atlántico, a Corinto en el Pacífico y acto seguido principiaron los barcos de guerra a desembarcar marinos y más marinos. Trenes y filas de camiones llenos de marinos y de armas. Así quedaron de nuevo los marinos instalados en Nicaragua para “proteger” vidas y propiedades norteamericanas.

Stimpson, una vez en Managua, como ya los de revolución estaban a las puertas de la Capital, le pidió una tregua a Moncada, General en Jefe del Ejército Liberal y envió a conferenciar con el en Boaquito, al Capitán Frisby.

Ya el Dr. Vaca Seydel había cablegrafiado al Dr. Sacasa diciéndole que ordenara a Moncada no hacer ningún arreglo con Stimpson, sino a base de que los marinos desocuparan el país, porque varios senadores políticos de alta categoría de los Estados Unidos le aseguraban que si Moncada presentaba actitud resuelta, los marinos no pelearían por el terrible escándalo mundial que significaría para el Gobierno de Coolidge y los Republicanos semejante guerra en Nicaragua, que lo único de que trataban era de intimidar.

Sacasa contesto que Moncada tenía órdenes terminantes de no pactar y llegar, caso necesario, hasta el último sacrificio por Nicaragua.

En tal virtud Vaca Seydel pasa una nota que yo escribí a máquina y llevé personalmente al Departamento de Estado y que entregué a uno de los asistentes de Mr. Kellog, a la sazón Secretario de Estado. Esto fue a fines de Abril de 1927 y se le participaba que si no retiraba a los marinos de Nicaragua, el ejército del Gobierno Constitucional del Dr. Juan Bautista Sacasa, muy a su pesar se vería obligado a luchar contra los marinos de los Estados Unidos para defender los derechos y la soberanía de Nicaragua.

Esta nota fue reproducida y comentada en casi todos los diarios de los Estados Unidos y de otros países. Una hecatombe parecía inminente.

Mientras tanto, Moncada, después de las pláticas confidenciales con el Capitán Frisby, fue a Managua, habló extensamente con él, Stimpson y con Don Adolfo Díaz y arregló las cosas a su antojo y conveniencia personal. Días después se firmaba la paz en Tipitapa del 3 al 10 de mayo de 1927 bajo un árbol de Espino Negro, anulando así Moncada a su Jefe el Dr. Juan Bautista Sacasa, traicionando a la revolución y a todos los que creían en el patriotismo nicaragüense. Moncada sostuvo que así convenía porque era absurda ridiculez, una quijotada, oponerse a la marina de los Estados Unidos y le habló a su Estado Mayor con estas tristes palabras que casi todos los que se han ocupado de su historia ya han citado:

«Yo no tengo deseos de inmortalidad, es decir, no quiero ser héroe. No quiero ser un Benjamín Zeledón ya estoy viejo y si puedo vivir algunos años más cuanto mejor. Les digo esto en cuanto a la imposición americana, o sea, que yo no iría a una lucha sin ninguna finalidad contra el ejército americano, por lo desastroso que sería para nuestro ejército y para el país en general».

Solamente un soldado de la revolución tomó la bandera nacional y siguió la guerra empuñando las armas contra la intervención de los Estados en Nicaragua. Ese soldado fue el General Augusto C. Sandino.

Al principio el reto de Sandino a la marina de los Estados Unidos pareció que sería solamente un gesto de la más alta heroicidad, que aunque resultara de muy poca duración, salvaría el honor de Nicaragua y de todos los pueblos que luchan contra las potencias coloniales. Se especulaba qué podría hacer Sandino con sus pocos mestizos, sin escuela militar y con armas rudimentarias, contra las fuerzas militares del país más poderoso del mundo, con tantos barcos de guerra rodeando al país en el Atlántico y en el Pacífico, con innumerables aviones de combate y la última palabra en armamentos...

Quizás precisamente por este contraste absurdo, desde el primer momento la Guerra de Sandino resultó una explosión mundial de publicidad nunca antes vista, sobre todo por acaecer en días de paz y prosperidad universal y porque la creencia general en los Estados Unidos y en todo el mundo era que aquello sería una escaramuza de unas pocas operaciones militares de “limpieza” —clean up—, como decía el jefe de la marina, Brigadier General Logan Feland.

Sin embargo, los días pasaban y las emboscadas y evasivas de Sandino se multiplicaban y su publicidad, como es fácil de comprender, por las proporciones de David a Goliat, crecían en proporción geométrica a sus éxitos. El nombre de Sandino se agigantaba, tal vez más que todo por la expectación constante que de un día para otro sería atrapado o exterminado.

El 15 de mayo clausuramos la Agencia Confidencial y el 18 regresé a La Prensa en Nueva York. Me encontré con que súbitamente nadie entre los latinoamericanos se acordaba de la revolución ni de Sacasa ni de Moncada. Ahora Sandino era el héroe, el ídolo, el superhombre continental.

A medida que la resistencia de Sandino continuaba, no obstante el contraste de sus elementos bélicos con los millares de marinos y con los aviones norteamericanos, su estatura mundial crecía abrumadoramente. Diariamente aparecían pequeños mapas con pueblos y puntos remotos de Nicaragua donde se efectuaban batallas, asaltos, emboscadas y sorpresas militares. Los nombres de El Chipote, Yucapuca, Zaraguasca, Waspán, Río Coco, etc., no sólo vinieron a ser del dominio público, sino que se convertían en nombres de tangos, corridos, rumbas y merengues. Poemas y más poemas de menores y grandes poetas en diversos idiomas y traducciones. De Henry Barbuese, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Rafael Alberti y otros. Mientras, pasaba el tiempo y las guerrillas continuaban y llegaron a dominar la mayor parte de Nicaragua, para desesperación de la marina y del Departamento de Estado norteamericano. La figura de Sandino tomaba proporciones mitológicas y aunque oficialmente la marina y el Gobierno de Nicaragua le llamaran bandolero, para el público era el semidiós de una gran epopeya viviente.

Todavía trabajando para La Prensa, solíame juntar con Salomón de la Selva, a la sazón en Nueva York. Frecuentábamos un “Speak-easy”, especie de abrevadero oculto, por lo de la ley seca, que en su exterior tenía apariencia de un pequeño restaurante, se llamaba “El Charro”. Allí solían llegar Diego de Rivera que estaba trabajando en unos murales para Rockefeller Center. También llegaba el pintor Siqueiros, Edna St. Vincent Millay, Waldo Frank y otros artistas e intelectuales que no recuerdo. Se tomaban tequila y mezcal, pero sobre todo llegaban a conversar sobre problemas sociales, locuras geniales y sobre Sandino, que era el plato del día en las noticias. Salomón de la Selva estaba casado con la Señora Castrillo de Managua y bautizó a su primogénito con el nombre de Sandino de la Selva.

Desde Moscú el Sexto Congreso Mundial envió fraternal saludo a los obreros y campesinos de Nicaragua y al Ejército del General Sandino.

El Primer Congreso Internacional Antiimperialista en Frankfurt, Alemania, adornó su estrado con una bandera de los Estados Unidos, capturada por Sandino. El Gral. Sandino recibió, entre otras, felicitaciones de Nehru, de Katay ama Sen y de Madame Sun YatSen, por su gloriosa actuación.

En 1928 las tropas del Kuomíntang, en China, entraron victoriosamente en Pekín, llevando en alto un enorme retrato del Gral. Augusto C. Sandino y una división de avanzadilla de dicho ejército, se llamaba “División Sandino”.

Cumplido mi objetivo en Nueva York, previo aviso, dejé La Prensa y salí rumbo a México, vía Filadelfia y Washington. En Washington estaba, recién llegado de Ministro Plenipotenciario de Nicaragua, el Dr. Juan Bautista Sacasa. Ocupaba una gran mansión en Meridional Hill Park, frente a la calle 16 y con él me quedé un par de meses sirviéndole de Secretario Privado. El Doctor pidió que me nombraran Attache, pero el Gral. Moncada se opuso a mi nombramiento. En ese ínterin, como aún no había llegado la familia del Doctor a Washington, mucho del tiempo libre lo pasábamos conversando sobre la Agencia Confidencial, etc. Un día, poco antes de marcharme y después de darme cuenta de la manera casi ignominiosa con que Moncada le trataba, retrasándole los sueldos y manteniéndole prácticamente al margen, pues estaba en Washington por imposición del Departamento de Estado, que con Sacasa en Washington y Moncada en la Presidencia de la República consideraba justificada su política en Nicaragua, me atreví a preguntarle directamente al Doctor: Dígame por favor, aquí ínter-nos ¿Por qué permite que le trate así este Moncada? ¿Por qué aceptó este cargo?

—Hijo, —me respondió. Y estoy transcribiendo de apuntes míos, memorizados y transcritos —después de la charla: “Ha sido para mí una pena muy grande el haber aceptado este cargo. Mi primer impulso fue rechazarlo, pero filosofando detenidamente y en consulta con liberales muy prominentes y patriotas, resolvimos que si no aceptaba yo, cualquiera otro aceptaría, lo que podría resultar grave para Nicaragua. Todos me exigieron, como un sacrificio y por mi patriotismo, arriesgarme a la severa crítica de mis simpatizadores, ignorantes de mis intenciones y de mi política. Comprendí, pues, que debía de hacer este último sacrificio en el que me jugaba, no mi vida, que en comparación no vale nada, si no mi honor y mi nombre y así lo he hecho. Dios sabe la rectitud de mis intenciones y al final me juzgará la historia”. Esto fue en marzo de 1928.

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Managua, Nicaragua




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