Las memorias de Beowulf - Horacio Peña

ABUELA
Abuela se levantaba siempre a las tres de la mañana y entonces comenzaba todo el trajín de la casa. Hablo de hace más de treinta años cuando en la ciudad pasaban muy temprano, casi todavía de noche: carretones de leña, de carbón, carretones tirados por soñolientos bueyes y caballos enfermos que arrastraban su carga a través de las calles empedradas, polvosas, llenas de ramplas, carretones con pichingas de leche chocando las unas contra las otras, tintineando y lo blanco saliéndose un poco, asomándose a los bordes de las pichingas amarradas con gruesos mecates, bamboleándose al subir y bajar las ramplas y los ruidos metálicos y las voces de los arrieros y los latigazos contra el lomo de los pobres animales, todo como en una cabalgata fantasma, fantasmal, que nunca cesa de pasar.
Abuela compraba la leche en el mismo lugar: una ventecita situada como a cinco cuadras de la casa, pintada de rojo, con un techo muy bajo que parecía que ya iba a caerse, de paredes salidas, apanzonadas, una de esas casas que aparecen en las películas de Chaplin que sólo esperan verlo arrimarse un poco para desplomarse sobre el hombre del bigotito y del bombín, para que éste se levante luego sacudiéndose el polvo y salga a la carrera cruzando los pies y las piernas vertiginosamente perdiéndose en un laberinto de calles.
Hacía mucho frío y ella se arrebujaba en una enorme toalla que se echaba sobre los hombros dándose varias vueltas alrededor del cuello y luego cubriéndose la cabeza como hacen los bedui­nos del desierto y las reinas orientales en los cuentos de Las mil y una noches.
Casi siempre iba yo con ella, pero me quedaba en la iglesia, en misa de cinco, era cuando yo creía en la misericordia de Dios y en la bondad de los hombres y en todas esas cosas. Me quedaba en la iglesia y ella continuaba hasta la ventecita donde ya habían otras personas esperando que abrieran la puerta. En otras ocasiones me quedaba en la iglesia cuando ya veníamos de regreso, diciéndome ella que me cuidara y que rezara por toda la familia.
Se desayunaba temprano en la casa. A mi abuela le gustaba tomar el café muy caliente y muy demañanita, una costumbre que le quedaba de haber nacido y vivido en el campo y que siempre conservaba. A mí me gustaba ir a misa de cinco, había poca gente y la misa la decía a esa hora un cura muy amigo mío, un viejecito muy amable, encorvado, pero fuerte todavía, el cual me daba estampas y me confesaba, y que probablemente quería ganarme para el altar de Dios o algo parecido.
Prefería esa hora porque la iglesia estaba más solitaria, sólo unas cuantas personas, general­mente ancianas, esparcidas aquí y allá, y porque en la iglesia se sentía menos frío que en la calle, supongo porque todas las luces estaban encendidas y las velas de los santos arrojaban cierto calor que lo hacía sentirse bien a uno.
Eran tiempos muy duros para la abuela y toda la familia, sobre todo cuando alguien se enfermaba y había que corretear, fiar, empeñar hasta lo que no se tenía para ir donde el médico y comprar las recetas, sólo recordar toda esa vida me da ganas de llorar, por eso siempre he tenido gran horror a la miseria, y odio, mucho odio, contra toda la gente que nunca ha sabido de estas cosas. Cuando yo llegaba, las tijeras, abiertas en la sala durante la noche, se habían recogido y puesto contra la pared y se sentía el olor del café y elruido de todo el vecindario. Yo era el único que tomaba café con leche porque todos se sacrificaban para que tomara un buen desayuno, como decía mi abuela, "que me hiciera fuerte y reconfortara, para que no me dieran mareos y no se me jugara el estómago", esas eran sus palabras.
Después me ponía a estudiar y corregir las tareas y me iba al colegio mientras la abuela continuaba con el ajetreo de toda la casa sin tener un minuto de descanso.
Recuerdo que vivíamos en una promiscuidad es­pantosa, una de esas cuarterías que todavía existen en donde todo el mundo ve lo que hacen los otros, un baño para cuarenta o cincuenta personas y las borracheras y los bochinches de cada día, sobre todo los fines de semana, cuando salían a relucir cuchillos o formones. Una vez un hombre me cayó encima con todo el cuerpo lleno de sangre con uno de esos punzones que se usan para picar el hielo metido en el estómago y los guardias y los gritos de la gente y la abuela llevándome a casa para que me bañara y yo llorando, todo cubierto de la sangre del hombre.
Así se vivía en esas cuarterías, todavía se vive así, y los biombos de papel sobre los cuales podían verse mujeres desnudas, artistas de cine, fotografías de gente importante, la que salía en los periódicos y revistas, políticos, jugadores de base-ball, un mosaico de celebridades, y también podía verse paisajes a colores de otros países, con verdaderos lagos y volcanes y el cielo azul suspendido, y montañas anaranjadas, simétricas, como las del solitario de Cézanne, paisajes de países lejanos que me hacían soñar en partir, en salir de esas cuarterías, de esa ciudad, de hasta del país.
Abuela tenía una gran paciencia y una gran salud. La gente de antes vivía más y se conservaba mejor, no existía ese movimiento de hoy en día, las calles llenas de carros, de humo, y la gente histérica, enferma de los nervios, visitando a los psiquiatras y entrando en los aires acondicionados recostándose en mullidos sillones.
Abuela era alta, blanca y ojos azules. Tenía el pelo bien largo y bien blanco, yo siempre se lo conocí así, blanco y largo y bien liso, y ella se lo arreglaba en una moña y se ponía una peineta sobre la moña.
Muchos años más tarde, cuando hice mi primer viaje, le llevé de regalo una docena de peinetas y un hermoso chal para que se lo pusiera durante las mañanitas cuando el frío y la noche empezaran a caer, y siempre que hacía un viaje le llevabapeinetas, miles de peinetas de todas formas y color y tamaño, para que se las midiera delante del espejo, dejándome que yo se las pusiera, y chales y rosarios, que era lo que más le gustaba, la llenaba de todas esas cosas, tenía un cajón lleno de todo eso.
Abuela era la primera en bañarse, y cuando salía del baño venía con su pelo largo chorreándole agua todavía, y ella se lo esparcía sobre la espalda para que se fuera secando, se ponía al sol en medio del patio, se lo alargaba con los dedos, hasta que ya seco se lo enrrollaba en una moña, entonces, ya arreglada, se sentaba a la mesa y tomaba su café negro muy caliente.
De ella aprendí muchas cosas, de ella conservo mucho de mi modo de ser. Siempre me levanto muy temprano, no importa la hora que me acueste ni el país donde esté, lo primero que hago es meterme al baño y tomar luego el café, cuando estoy en casa, o si no prepararlo yo mismo, cuando estoy de viaje, o bien salir del hotel o de la pensión en medio del frío y tomarlo en el primer bar que encuentre, junto con los camioneros y trabajadores, con los conductores del tranvía o del metro, con los que quitan la nieve de la calle y van envueltos en pesados abrigos raídos y se golpean las manos para darse un poco de calor.
No recuerdo que nadie en la casa tuviera un minuto dedescanso. Luego que todos se levantaban era cosa de nunca acabar, sino hasta muy entrada la noche, cuando se sacaban de nuevo las tijeras a la sala y yo había dejado preparadas las tareas para el día siguiente: el bulto y los cuadernos y los libros.
Abuela preparaba también durante la noche las cosas que saldría a vender. Eran cosas que compraba al fiado o que ella misma hacía y que luego vendía. Yo la acompañaba los fines de semana y siempre que no había clases en el colegio, sobre todo en las vacaciones.
Salíamos muy de mañanita hacia los barrios más alejados de la ciudad y regresábamos en medio de un sol infernal, no el de encendidos oros que nunca he conocido, sino un sol que hacía dolernos la cabeza y nos ponía enfermos. Muchas veces nos poníamos a descansar en algunos de esos puestos en donde todavía se venden refrescos, y cosa de horno, y mi abuela me compraba un vaso de horchata o de cebada o de cacao, mientras se sentaba en uno de los bancos mojados, sucios, llenos de manchas de agua o de refrescos, y después de unos minutos, "¡Arriba!", decía ella, que era la palabra con que comenzaba el día, su grito de guerra contra la miseria que nos rodeaba.
Algunas veces, mientras ella entraba en la casa donde iba a vender yo me quedaba fuera, ya sea viendo jugar a los muchachos del barrio trompo, o a la capital, o bien me sentaba a plan en el suelo, un poco alejado de todo, esperando que ella saliera.
Todavía me gusta hacer eso, sentarme a la puerta de la casa despreocupadamente, aislado de todo y rodeado de todo, y recordar cosas. Al pequeño Beowulf le gusta hacer lo mismo y a veces nos sentamos juntos colgando él sus piernecitas del borde del muro y sonriéndose.
Cuando espero a alguien, no importa en qué sitio de la ciudad, pongo un periódico, un libro o nada y me siento a plan, en el suelo.
Hace poco, mientras esperaba a una persona me senté en una esquina, era una farmacia y uno de esos lugares por donde pasa mucha gente y de pronto se acercó alguien y me dijo que no le gustaba verme así, como yo estaba, porque le producía una sensación de soledad y derrota, le contesté que me gustaba sentarme a las puertas de la casa porque de este modo podía ver a la gente de abajo para arriba, y descubrir ciertas expresiones de los rostros que se ocultan cuando uno va de pie en medio de ellos, pero que así podía verlos mejor, y no podían ocultarse ni engañar y me daba cuenta de lo triste y angustiados que vivían.
Mi madre me ha encontrado más de una vez en algún lugar sentado así y se ha puesto muy disgustada conmigo, dice que no es correcto lo que hago, y por supuesto muchos que pasan por la calle y me ven sentado, apoyando el rostro entre las manos, se ríen de mí, pero son cosas que a mí me gusta hacer, que conservo de mi niñez como algo muy querido, cuando iba con la gran abuela, lo que más he amado en mi vida, tal vez lo único que he amado, cuando iba con ella por las calles sin pavimentar, llenas de polvo de esta ciudad, de este país en el que vivo como en una prisión, en donde la gente vive como autómatas, sin pensar ni sentir nada, alienados, atemorizados.
Entonces yo no tenía quince años, no ten la ninguna estrella en la mano ni nunca la he tenido, sólo odio, mucho odio, contra esta ciudad, este país, en donde he envejecido y muerto más pronto de lo que temía.
1 de Julio de 1971

EL PEQUEÑO BEOWULF
Duerme y yo lo veo sonreírse. Ahora se agita como un leoncito que empieza a despertarse, tira sus sabanitas, sus almohadas, y comienza su lucha de todos los días después del sueño, comienza a agarrarse de la cuna para ponerse de pie, se arrastra, se arrodilla agarrándose con sus deditos fuertemente apretados, pero le cuesta un enorme trabajo hacerlo y no logra levantarse, permaneciendo acostado, como tomando fuerzas, corno para reponerse del esfuerzo que ha hecho, pero su descanso no significa la derrota ni el abandono de la lucha, está ahí, acostado, recuperándose para una nueva batalla, mirándome a través de la baranda de la cuna, a través de los espacios vacíos que quedan en la baranda, serio, respirando, jadeando, hasta que poco a poco se tranquiliza. No se mueve para no perder energías, para no gastarlas en un esfuerzo inútil y me observa siempre, mirándome, siempre mirándome, buscándome a través de esos espacios vacíos que él ha venido llenando con sus días, sus meses de nacido. Está derrotado, al menos momentáneamente. Se puede ser vencido una, dos, tres, cuatro, cinco veces, pero no siempre, y él lo sabe desde ahora, sabe de la tenacidad y el esfuerzo del hombre, sabe del espíritu combativo más allá de la derrota, porque a veces es mejor retirarse de la lucha, tomar una nueva distancia y visión del campo de batalla para volver al ataque.
El descansa para atacar, para contraatacar, porque trata de nuevo, con tenacidad incontenible, con renovadas fuerzas, pero no lo ayudo, lo dejo que él mismo se levante, trate de levantarse, lo dejo que se desenrede de las sábanas, se arrastre, lo dejo arrodillarse, caerse, levantarse, caerse, lo veo arrastrándose sobre la cuna como en un inmenso cegador desierto, lo miro incorporarse de nuevo, sosteniéndose débilmente, se dobla, cae sobre sus espaldas, se arrastra, lo incito a que se levante, a que no abandone la lucha, lo llamo con voz entre amorosa y dura Beowulf, pequeño Beowulf, "arriba", pero está muy niño todavía y sigue arrastrándose, empuñando sus manecitas, lanzán­dolas al aire y viéndome desesperadamente a través de las rejas de su cuna, mirándome con sus hermosos, ya casi acuosos ojos, buscando ayuda, pero lo dejo ahí, para que se acostumbre a estar solo, porque cuando sea grande todo tendrá que hacerlo por sí mismo y sabrá que la vida es la selva, la jungla de cemento y nadie le ayudará, y él parece comprender que mi deseo es que se levante por sí mismo, y él hace un último esfuerzo, un gigantesco esfuerzo, Sísifo subiendo todas las piedras del mundo, y agarrándose a uno de los lados de la baranda comienza a levantarse, a incorporarse hasta ponerse definitivamente de pie, solo, sin mi ayuda y sin la ayuda de nadie, y entonces estalla en una inmensa sonrisa de alegría y de triunfo, una sonrisa que llena toda la casa y todo mi corazón, y veo su carita fieramente orgullosa como diciéndome, "Lo hice, lo hice", y yo lo levanto en alto, hacia arriba, hacia las estrellas, lo cubro de besos, porque Sísifo ha vencido, y él se ríe de contento, se ríe hasta casi nunca acabar, y lo sostengo, lo tiro al aire, lo mantengo en alto tocando las estrellas, y él comprende que ésta es su recompensa, su gran premio por haberse levantado y él mismo se aplaude con sus manitos y yo le celebro su gran triunfo, como la multitud celebra al boxeador que una vez caído en la lona después de haber sido horriblemen­te golpeado y masacrado a lo largo de toda la pelea, en su loco deseo de ganar, hace un desesperado esfuerzo y lanzando un terrible puñetazo derriba a su rival.
Este es el pequeño Beowulf, el pequeño Beowulfque en medio de la noche lo oigo moverse en su cuna, revolverse, cambiar de sitio una y otra vez,que durante el sueño gimotea o se ríe, el pequeño Beowulf al cual me acerco cuando llego de noche y lo encuentro dormido plácidamente, como si no existiera ningún peligro en el mundo, como si sobre él y su futuro no se movieran todos esos fantasmas que nos acosan, pero él duerme dulcemente, acomodándose de tal manera que uno goza viéndo­lo, todo un espectáculo, con su traserito hacia arriba y con las manitos enroscadas sobre el pecho, debajo del pecho y la carita hundida en las almohadas y yo lo observo mientras duerme y pienso en todo lo que habrá hecho durante el día mientras no estuve con él: lo veo gatear por los pasillos, apoyarse o agarrarse de las paredes y sillones para ponerse de pie, tomar sus pequeños juguetes, lo veo caído en el suelo y quedarse dormido hasta que alguien llegue y lo ponga en la cuna, lo veo volverse, revolverse, cambiar de sitio, para tomar al fin esa posición que es su favorita y mientras lo veo dormido lo acaricio y él parece contestarme con una sonrisa o con algún ligero movimiento que quiere decir: "Buenas noches".
Cuando llego temprano lo saco a dar una vuelta por los alrededores y lo pongo sobre mis hombros, lo llevo a tuto, como me llevaba mi gran abuela cuando yo tenía esa edad, o tal vez un poco más, mi abuela llevándome sobre sus hombros, paseán­dome en la acera para que me distrajera o meolvidara de llorar, y yo llevado sobre sus hombros, creía, sentía que estaba en lo más alto del mundo, sobre una montaña mágica tan alta que podía mear el cielo. Mi abuela me paseaba de punta a punta de la acera, balanceando su cuerpo rítmica­mente para que me fuera quedando dormido poco a poco, y yo allá arriba, agarrado a todo el cuerpo de mi gran abuela, un árbol fuerte, robusto, lleno de savia, roca, palmera que crece junto a los inmensos mares, y yo gozando de verme en las alturas, contemplando a la gente que pasaba alrededor de nosotros, viéndolos presurosos, agitados. Ya desde entonces el mundo me parecía un inmenso hormiguero, una interminable colmena de seres dominados por el miedo, y yo sentía una infinita compasión por ellos, como la que siento hora, y sentía una gran lastima, los veía pequeños, indefensos, y yo poderoso, invencible, Gulliveren el país de los enanos, pero cuando ella me ponía en el suelo todo cambiaba y veía al mundo amenazante sobre mí, como queriendo aplastarme, veía sus enormes cuerpos que me destrozaban, Gulliver en el país de los gigantes, y comenzaba a llorar, a agarrarme de los vestidos de mi abuela, a esconder mi cabeza entre sus enormes vestidos, a mirarla angustiado desde abajo para que me levantara hacia lo alto otra vez y ella me tomaba,me alzaba hacia el cielo, me protegía, y comenzabaa caminar llevándome otra vez sobre sus hombros,paseándome en su regazo, paseándome de punta a punta de la acera, y yo con la cabeza reclinada sobre sus hombros mientras ella se movía rítmica­mente y yo me iba quedando dormido.
Y así supongo que se debe sentir el pequeño Beowulf sobre mis hombros, seguro, asustado, pero confiado en mí, sintiéndose un gigante allá arriba, inaccesible.
Y mientras lo paseo para que se duerma, mientras lo llevo chineado, golpea con sus deditos mis espaldas, lo siento apretarse contra mí, esconder su cabeza en mis hombros y tratar de escalar mi cuerpo para irse cada vez más arriba, lo siento apoyarse sobre sus pies y tratar de acomodarse mejor, hasta que se duerme y comienza a penetrar en su mundo encantado, en donde está el hada maravillosa con su varita mágica, y el dragón que no duerme nunca y el Príncipe que lucha contra el monstruo con su espada invencible y las calabazas que se transforman en bellos niños y niñas durante la noche. Beowulf, pequeño Beowulf creciendo todos los días en edad, en gracia y en sabiduría delante de Dios y de los hombres.
Abuela no lo conoció, o mejor dicho, ya estaba demasiado anciana cuando él vino al mundo, a este valle de llanto donde yo lo he traído, demasiado anciana para distinguirlo, para llevarlosobre sus hombros y pasearlo, contarle cuentos para que se durmiera o canciones de cuna con las que me arrullaba a mí, pero las veces que lo vioyo descubrí en sus ojos cómo volvía a ella su antigua juventud, y cuando se lo ponía sobre sus piernas tenía fuerzas suficientes para levantarlo en sus brazos. Y si el pequeño Beowulf la hubiera conocido a mi abuela, a su bisabuela, la hubiera querido y amado como yo, hubiera crecido lleno de sus recuerdos y hubiera aprendido las cosas que yo aprendí de ella, y la gran abuela le hubiera enseñado con ese mismo cariño, con ese mismo amor, cómo había que ser hombre, cómo había que ser humano en un mundo que desprecia al hombre, y le hubiera enseñado a ser generoso, a alegrarse de todas las pequeñas cosas, a saber que nada se posee eternamente y a aceptar con alegría todo lo que nos sucede, pero también le hubiera enseñado un espíritu combativo y de lucha, a no dejarse vencer por los peligros, a no dejarse dominar por el miedo o la derrota y Beowulf hubiera aprendido a amarla y a no olvidarla.
Muy de mañana, cuando estoy solo en mi cuarto, lo oigo gatear, jadear, llenar con su presencia toda la casa, lo escucho golpear la puerta de los cuartos, uno por uno, hasta que llega donde estoy leyendo o escribiendo, y golpea, llama con sus pequeñospuños, y lo dejo llamar, golpear, soltar por fin el llanto que me obliga a levantarme, a abrir la puerta y meterlo donde estoy, y él entra como si fuera una tromba, viendo los libros, los discos, queriendo tocarlo todo, manosearlo todo, penetrar en ese mundo que le estaba vedado hacía tan sólo unos pocos segundos, donde ahora es el soberano rey.
Y después de verlo retozar un poco, derribar libros, papeles, de meterse en todos los rincones desde los cuales asoma su carita y me llama palmoteando o riéndose, después de verlo hacer mil juegos y gracias, lo tomo entre los brazos y salimos.
Es muy de mañana todavía y lo llevo apoyado sobre mí, diciéndoles cosas al oído, señalándole los árboles, los pájaros, enseñándole cómo caen las hojas, le muestro las casas que vamos pasando, alguna gente asomada a las ventanas o sentadas en las aceras, nos detenemos junto a una carreta que carga y descarga: melones, naranjas, y el señor o la señora lo saluda, lo toma de la manito y le hace caricias y mimos y Beowulf se sonríe con ella y yo se lo paso unos momentos y ella le habla como si Beowulf entendiera, y él hace como si la comprendiera, se ríe con la señora, le hace "ojitos" o aprieta sus manitos la una contra la otra, yle dan una naranja que él toma, un fruto de oro, un fruto de la tierra, y nos despedimos.
Seguimos adelante, y le señalo las nubes, todo el cielo, le hablo al oído y el aire también le habla, y todas las cosas comienzan a decirle sus secretos, todo se despierta ahora, porque él es como un diocesillo griego convocando el canto de la natu­raleza.
Y así caminando llegamos a la carretera. Pasan carros, camiones, carretas llenas de los frutos de la tierra: naranjas, limones, mandarinas, piñas, sandías, y los muchachos mezclados con los frutos, retozando, sentados en medio de ellos, haciendo un castillo, una pirámide con las naranjas y los limones, para derribarla luego, y las naranjas y los limones desgajándose, viniéndose abajo, esparciéndose por todo el suelo del camión o de la carreta, y los muchachos comiendo sandías, chorreándose, chorreados del rojo y sabroso jugo que les llena toda la boca, y Beowulf viéndolos, sonriéndose y diciéndoles adiós con sus manitos que son como abanicos abiertos, y algunos le contestan, y otros, demasiado ocupados, con toda la cara perdida, hundida en la roja media luna, ni se dan cuenta de sus adioses, de cómo él agita sus manitos como banderas.
Y recuerdo cuando yo estaba fuera, a miles y miles de kilómetros de esta tierra donde estoy ahora, antes que Beowulf abriera sus ojos al misterio, con otra gente, en medio de otra carretera, con otra luz en mis espaldas, a veces en la mañana, o en la tarde, y a veces en la noche, de viajero, de lo que es todo hombre, Simbad, Ulises, de lo que será más tarde el pequeño Beowulf, sobre todos los caminos del mundo, con toda la gente del mundo, aprendiendo sus idiomas, sus costumbres, sus nombres, oyendo las historias de su tierra, sus leyendas, oyendo hablar de sus nacimientos y de sus muertes, sentado en la carretera, sobre una piedra, aprendiendo lo difícil de la palabra. Viajando en el tiempo, esperando que alguien me llevara hacia otros lugares en donde encontraría otra gente y luego comenzar de nuevo. Muchas veces sorprendido a campo abierto por la lluvia o por la nieve, haciendo señales para que alguien se detuviera y me diera un empujón hacia el pueblo más cercano.
Y ellos hablándome de sus hijos, de su familia, de quiénes eran y yo a mi vez hablándoles de dónde venía, qué hacía en una tierra extraña, pero siempre con esa sensación que he tenido desde niño de no pertenecer a ningún lugar, a ninguna patria, porque todo el mundo es mi patria y todos los hombres y mujeres mis hermanos yhermanas. Y todo esto le tocará al pequeño deowulf cuando sea grande y tenga que partir, cuando él sepa valerse por sí mismo y le entren ansias de conocer, de viajar, también él tendrá sus alegrías y miserias y dolores y hambres, como yo, también él estará frente a las montañas que yo he visto, recorrerá los pueblos donde he dejado mi rostro y como yo alguna vez preguntará a un campesino, a una anciana toda envuelta en su viejo mantón, donde se halla una iglesia románica, un cristo bizantino, un retablo primitivo, enrique­ciéndose cada día, haciéndose hombre, acumulando experiencia, aprendiendo a vivir en medio de las dificultades y privaciones y hambre, y sabiendo, cuando le llegue la ocasión, vivir también en los buenos tiempos, y ser generoso y humano, a saber compartir su pan y su vino.
Es casi la mañana y toda la ciudad está despierta. A lo largo de la carretera el tráfico se hace más intenso y los carros se detienen para esperar la señal que los hará continuar su camino.
Y Beowulf y yo vemos los rostros sonrientes a través de los vidrios. El día comienza y todo es como nuevo, la naturaleza y el hombre, pero más tarde la naturaleza y el hombre estarán cansados y ya no veremos esa sonrisa, sino un enorme rostro fatigado, lleno de sombras, querecorre esta misma carretera en dirección contraria buscando el reposo y el corazón de los suyos.
Mañana la lucha debe continuar, interminable, más difícil, más amarga, y hay que ser duro, astuto, egoísta, inhumano, si se quiere sobrevivir y no ser devorado ni aplastado por los otros, porque el hombre sigue siendo un lobo para el hombre. Este es el pequeño Beowulf, lleno de toda la inocencia que el mundo ha perdido.
Noviembre, 1971

EL DESENCANTADO
Me defiendo con sus propias armas: la mentira, la adulación, eso me enseñaron, he aprendido muy bien de sus mentiras y engaños. Para no ser destruido, tuve, tengo que fingir que soy como ellos. Para sobrevivir en esta tierra donde sólo se oye el canto del búho y la sirena me volví astuto, listo, todavía más listo y astuto que ellos porque les he hecho creer que me cambiaron, que participo de su modo de pensar, que comparto sus ideas.
En este país en donde todo está contra uno, los vivos y los muertos, la tradición y la historia, he logrado ser yo mismo, no me hicieron como ellos querían, no me alienaron ni consiguieron convertirme en un autómata, en un hombre hueco, vacío.
Se aprende tarde o temprano a ser farsante, comediante, porque aquí no vale la pena ser sincero, ser sincero no es ser potente, sino descubrirse, quedar al desnudo para que todos te lapiden. La única manera de salvarse es la máscara, porque de lo contrario te encierran en el túnel, te sumergen en la oscuridad, te tapan los ojos, los oídos, la boca, y te precipitan en su mundo que es una de las muchas maneras de vengarse contra lo que ellos consideran diferente.
Allá lejos uno se dice en la soledad de su cuarto, mientras se camina bajo los puentes.
Bajo el puente Mirabeaucorre el Sena y mis amores mientras se sienta en un café a ver pasar la muchedumbre en la cual se cree descubrir un rostro lejano, conocido, "para este tiempo todo habrá cambiado, hace siete, diez años que salí de la patria, ahora será diferente". Pero no hay ningún cambio y la gente sigue igual, contentos con ellos mismos, satisfechos de ir a un cine, leer un periódico, comprarse una televisión, la corbata últimomodelo o ser miembrode algún club.
Eso es la vida para ellos.
Se cree allá lejos que todo esto ha cambiado, que al regreso se podría vivir más intensamente, que habrá más comunicación, más intercambio de ideas, se encuentra una muralla que nos circunda nos envuelve, una muralla mucho más espesa, imposible de penetrar. Porque en todos estos años dc ausencia lo único que creció fue el vacío, la nada, al regreso te das cuenta que la ciudad, las calles, los parques, todo lo que se dejó detrás, ha esperado inútilmente la resurrección y ya está podrido, hediondo.
Pero se cometen errores: uno es creer que rol país ha cambiado, otro pensar que se le puede cambiar, o que ellos quieren cambiar.
Y cuando regresas, cuando ya te acercas al aeropuerto y vas viendo tu pequeña ciudad, tu pueblón, los lagos, las hileras de casas o el apiñamiento de las casas, se entrecruzan todos los paisajes y lagos que has visto, todas las carreteras y aeropuertos que han llenado tu vida y comienzas a revivir, a remover dolorosamente, como quien busca bajo los escombros y las ruinas después de un ataque aéreo: nombres, lugares, rostros, vidas que ya no existen, que se perdieron en las diarias, cotidianas muertes, muertes oscuras, sin ningún heroísmo excepto el de vivir en esta tierra baldía en donde la estatua del becerro vale más que el hombre.
Se cierra la memoria y se abre la ventanilla del avión, y tú coges todas tus cosas, caminas a lo largo del pasillo apoyándote sobre los asientosy la bella muchacha que dice: "Hasta el próximo viaje", y tú en medio de la puerta del avión y el sol que te ciega, el resplandor sobre la pista, mientras comienzas a distinguir sobre las escaleras y las terrazas entre la multitud de rostros, los rostros amados: tu madre, los hermanos, los sobrinos que nacieron en tu ausencia o que ya han crecido. Mi gran abuela nunca me llegó a dejar ni a traer al aeropuerto, siempre se quedaba con mi tía en la vieja casona, decía que no podría soportar ni mi partida ni mi llegada pero yo lo último que decía era: "Cuiden a mi gran abuela" y lo mismo al regresar: "Cómo está mi gran abuela".
Y luego la pequeña fiesta, no, no es una fiesta, sino una reunión de familia, sin mucha gente, sino los parientes más cercanos y los amigos más íntimos, y todo es abrazos y preguntas y decirte que qué bueno que hayas regresado, que ya era tiempo, y se apartan de ti para verte mejor, y todo el mundo ríe, bromea, hasta que poco a poco se despiden y te quedas con la familia, contento, como Ulises al regresar a su pequeño reino de Itaca, sin saber todavía que el sacrificio está preparado y que tú serás la víctima.
Y al día siguiente llegan a buscarte los amigos y te pierdes de la casa, te llevan por las calles y te muestran orgullosos todo lo que se hizo durante tu ausencia, te muestran el gran cambio, "este edificio no estaba cuando te fuiste, es el más alto de la ciudad", "Ahora hay un nuevo hotel, gigantesco, un nuevo banco", dicen, y vas ton ellos a un bar que se inauguró la semana pasada, porque el progreso es evidente, y por la noche te emborrachas y te hartas de todo eso que no había allá lejos: el chicharrón con yuca, los huevos de Paslama, las conchas, la sopa de mondongo, y te vas con los amigos donde las putas porque el regreso a la patria querida hay que celebrarlo, y nunca terminan de decirte que el país es diferente, y miras a tu alrededor, miras a través del taxi que te lleva por las calles desiertas, por los patios vacíos, pasas por los tugurios, por las casas hechas con tablas de madera, con hojas de hojalata, con pedazos de cartón recogidos en los basureros y desperdicios, casas en donde viven y mueren hacinados: hombres, mujeres, niños, las pobres gentes, los humillados y ofendidos, soportando la lluvia, el calor, el hambre, la miseria, porque este país es la asquerosa cerda que siempre ha devorado a sus lechones.
Y luego leerás los periódicos, oirás la radio y te darás amargamente cuenta que es verdad, que el país es diferente, que todo es peor que antes, que la superficialidad y trivialidad es más grande que nunca, que la pérdida de equilibrio, de valores,de las cosas que realmente son y hacen la vida se han perdido, y uno comienza a lamentarse del regreso, a darse cuenta del gran error de haber creído, mientras bajabas las escaleras de un museo en una tarde de invierno, mientras hacías una larga fila en uno de esos restaurantes baratos, mientras estabas enfermo en tu cuarto, que el país había cambiado.
Unos olvidan los sueños y se adaptan, forman parte del sistema, del "establishment", y se convierten en lo que más odiaron. Otros entran en el círculo y comienzan a dar vueltas, no salen de ahí, dando vueltas mirándose los pies, o suben a la torre y ahí se quedan, o se tiran de la torre. Otros regresan de nuevo, sacuden el polvo de sus sandalias y abandonan para siempre su historia, olvidan las tradiciones y leyendas de su pueblo y no desean pertenecer nunca más a nada ni a nadie. Y están también los que se rebelan y tratan de romper el círculo para vivir en su propio país como ellos pensaron que era posible vivir, pero luego se convierten en el desencantado.
—A la revista no le interesan los artículos serios, perdería sus lectores, sus anuncios. Escriba algo frívolo, la gente no está para cosas serias, busca divertirse, olvidar, ¿Dostoiewski? ¿a quién le interesa un artículo sobre Dostoiewski?, sólo a usted—. Así comenzó todo, pero se creyó que había otra salida, se acababa de volver y no era posible encontrar ya desde los primeros días un trabajo en donde uno pudiera realizarse, hacerse a uno mismo.
Beowulf quiso cambiar a su gente, intentó enseñarles otros soles, otras cosas que también son y hacen la felicidad del hombre, quiso mostrarles otros caminos, no los rutinarios y ya conocidos. Equivocado desde el principio.
—La gente ha vivido siempre sin eso que usted les ofrece y tampoco lo necesita ahora. Están contentos, son felices. Este es su país, le aconsejo que sea realista, sea como todo el mundo y no intente hacerlo cambiar, ¿acaso es usted el príncipe Hamlet? ¿por qué ser diferente?—.
Se recuerda el café, el bar, la nieve caía y sentado se leían las cartas con las noticias de la patria y se la recordaba cómo se la había dejado: los buses cargados de gente, subiéndose, bajándose, "capacidad cincuenta pasajeros" y en el bus iban ochenta, noventa, la gente con sus sacos de frijoles, maíz, con sus animales, con sus gallinas que se encaramaban sobre el techo del bus, amarrándoles las patas y tirándolas hacia arriba, un país comple­tamente sub-desarrollado o en vías de salir del sub-sub-desarrollo o tal vez algo más o algo menos que eso, y "avise su parada una cuadra antes dellegar" y la gente gritando, haciéndose una bocina con las manos y abriéndose paso a codazos.
Paraisito
AcahuaI inca Miralagos
La Fuente
San Judas
Pero ahora se está aquí, con esta gente que lee periódicos casi recostados los unos sobre los otros o con las manos metidas en los abrigos, con toda la fatiga y la angustia acumulada por años de miedo, de cansancio, y los rótulos: "reservado para los mutilados de guerra" y a través de las ventanillas del metro se ven las estaciones que van pasando.
Saint Sulpice
Montparnasse
La Basti I le
Saint
Michel
Montmartre
y las puertas que se cierran o se abren y un hombre o una mujer que entra apresuradamente y el silbato que se deja oír y el metro que parte otra vez.
Los radios, la roconola, los putales, la cerveza medio fría que se saca de un cajón de hielo y la botella llena de aserrín, y la muchacha pidiendo un chelín para poner el disco de moda y los chillidos del cantante y el puta) que se va llenando de gente hasta que todas las muchachas están ocupadas y no hay ninguna "libre", sobre todo los viernes que es "un sábado chiquito" y los empleados de banco, de las oficinas, la pequeña burocracia de los escritorios que salen como locos buscando una cerveza, una mujer para desahogar en ella todo el peso y la rutina de la semana.
Yo me las encontraba sobre todo en los cafés o en las terrazas, durante el verano, o bien alguna vez muy cerca de la iglesia de la Madeleine, mientras ella y yo dábamos vuelta alrededor del invierno, o en la calle de La Bayesta. A veces iba solo o con algún amigo que les decía que yo era virgen y por lo tanto debían cobrarme un poco menos y ellas contestando que al contrario, debían cobrarme un poco más porque yo les daría mucho trabajo, y él insistiendo "es una primicia" y la mujer preguntándome si yo realmente era virgen, y todos riéndonos y la mujer pidiendo un poco de dinero para sacar el abrigo del bar y llamando un taxi, perdiéndonos en medio de las avenidas hasta llegar a la casa de ella, mientras mi amigo se quedaba oyendo un disco puesto por alguna muchacha que ya se le había acercado.
Se recuerda la nieve que caía y el bar lleno de gente que hablaba otro idioma y el intento, el esfuerzo por encontrar la palabra que era como encontrarse uno mismo, con un mundo nuevo. Y los fines de semana en el campo con alguna muchacha, el metro donde yo la iba a traer para ir a Versalles, a Chartres, y las estaciones del metro pasando como pasa la vida y nos viene la muerte, tan callando.
Se comete el error de creer que el país ha cambiado.
La única avenida de la ciudad en donde todo el mundo se conoce, se abraza y se llama de acera a acera por el nombre o el apodo, la esquina de Los Coyotes, que es nuestro Wall Street, el gran Barrio de la Bolsa, la avenida en donde todos los rostros son familiares y siempre puede hallarse a alguien para conversar o pasar el tiempo.
Aquí son las grandes avenidas resplandecientes, la noche abriendo su inmenso abanico de mil colores, la ciudad más iluminada del mundo como se anuncia en las guías de turismo, y se es un desconocido en medio de la multitud, un rostro perdido en la muchedumbre. Pero yo siempre he amado esa clase de vida, vida de hotel, un hombre del traje gris que trata de hablar todas las lenguas y conocer todas las patrias, yo que siempre he vivido con el sentimiento de no pertenecer a ninguna.
—¿Por qué irte Beowulf, dice la muchacha, aquí tienes amigos, trabajo, por qué regresar a un país donde ya no perteneces, donde nunca has pertenecido?—
Pero se siente que allá lejos no se hace nada, que todo está por descubrirse en el país que se cree de uno, se comete el error de creer en la historia, las tradiciones, y que eso llamado patria puede hacerse de una manera diferente a como la han venido haciendo.
—Beowulf, me oyes, por qué regresar. Tienes tantos años de vivir entre nosotros que ya has olvidado cómo es tu país,serás un extraño entre ellos, no te conocerán y ellos también serán otra cosa para ti, como los hombres del Alto y del Bajo Egipto que se hablaban sin comprenderse, así será tu regreso. Has cambiado Beowulf.‑
La sangre, la lengua, la familia, los amigos, los lugares, se piensa en todo eso y se cree pertenecer a ese mundo, se piensa en la herencia del pasado y la necesidad de realizarse en su propia tierra, y se recuerda el verso de Ovidio.
Disgustado de un largo destierro ansiaba ver de nuevo su país natal.
—Beowulf, estás acostumbrado a nuestra tierra a nuestras montañas, ríos, aquí el tiempo pasa de otra manera y todo es diferente. Tú hablas de ser un extraño, no es cierto, extranjero serás en tu propia patria, si regresas te darás cuenta de lo que digo. Piénsalo Beowulf, no te precipites.—
Pero esa fue la última vez que se vio a la muchacha, se abrieron las puertas del metro y fueron pasando las estaciones, se fueron perdiendo las calles empinadas, estrechas, que iban hacia arriba, se perdieron los pequeños cafés donde Renoir se sentaba con Cezanne y Van Gogh con Gauguin, desaparecieron las calles que culebreaban hasta llegar a lo alto de esa iglesia toda blanca en donde tanto me gustaba ir, donde subía jadeante, pero alegre, con una alegría que no he vuelto a conocer, que sé que no volveré a conocer nunca más, y llegar a lo alto y ver toda la ciudad: los campanarios, los arcos, la torre, todo mi pasado.
Y comprendo ahora en mi propio país lo que me decía la muchacha:
—Beowulf, no regreses, será como morirse, como meterte en un subterráneo, en un túnel, como meterte en nuestros metros en donde sólo ves la oscuridad, pero con una diferencia, que luego sales a la luz y está la gente, todo el cielo y la alegría, en ese túnel que te espera no hay ninguna salida, tú lo sabes muy bien, pero te entregas, te lanzas a tu destrucción sabiendo perfectamente bien, dándote lúcidamente cuenta del abismo donde caes.—
Una casa en la colina, pequeña, y el trabajo diario, los amigos, los cambios de estaciones: la montaña con su inmenso espejo de nieve, estar leyendo o escribiendo; y la primavera, la gente que llena los parques, los cafés, sentado bajo un sol que no salió durante varios meses; y el otoño, el tiempo fresco y la noche acercándose con paso de fiera, la primera niebla, reptando, subiéndose, y las hojas de losárboles que caen sinterminar, cayendo sobre los tejados, como cae la lluvia sobre la ciudad y el corazón en una tarde solitaria; y los veranos que no son como los veranos que se han conocido, todo esto formando parte de mí mismo, menos extranjero que en mi propia patria, menos desencantado.
Y todo esto se cambió por algo que se creyó que podía ser mejor, pero ahora aquí, en un laberinto sin salida en donde sólo está la bestia que espera devorarnos y somos el Desencantado, el Tenebroso, el Viudo, el Desconsolado.
Mi sola Estrella está muerta y mi laúd constelado se marca con el Sol Negro de la Melancolía.
Para sobrevivir se reúnen fuerzas y se lucha con todas las armas: la hipocresía, la mentira, la adulación, pero sobre todo con el silencio, eso es lo que hago, no les hablo de mis propias cosas, de lo que a mí realmente me interesa, he aprendido a ser falsamente superficial y a reírme con ellos, a pretender que me intereso por sus planes y proyectos, es una manera de proteger, defender mi reino interior, lo que me queda después de innumerables pérdidas, frustra­ciones, desencantos.
Pero lo que me traiciona es que no puedo permanecer indiferente ante su crueldad, eso no lo soporto, me rebelo contra su sadismo y protesto contra sus comentarios, contra sus brillantes chistes, según ellos, llenos de un gran y fino humor, porque se han hecho creer a ellos mismos que es uno de los pueblos más inteligentes de la historia y confunden la superficialidad con la agudeza, con lo trascendente.
Son crueles, inhumanos, reaccionan con la risa ante la tragedia, una forma de manifestar la degradación en que viven, a que se someten día a día los unos a los otros.
—Ya se le pasará— dicen.
He aprendido a no arrojar margaritas a los cerdos, no les hablo, no les descubro mundos ni soles nuevos, los dejo en sus tinieblas, pero cuando encuentro a alguien en el bus, en el pasillo, en la calle: una muchacha, un obrero, un campesino, un camionero que busca, que trata de incendiar con sus ojos la muralla que lo rodea, echarla abajo, lo llamo aparte, y trato de ayudarle a encontrar ese otro mundo, a recobrar el paraíso perdido.
Salgo a todos los caminos a convidar al gran banquete, a la gran boda, pero soy muy cauteloso ahora, he perdido ese entusiasmo y confianza que tenía antes, ahora selecciono, escojo con más cuidado, hablo cuando estoy seguro, porque de lo contrario pueden denunciarme, condenarme, ence­rrarme en su mundo. Porque aceptan ciertas de mis cosas, pero no todas, y me vigilan constante­mente.
He aprendido a no arrojar margaritas a los cerdos.
Recuerdo al hombre del corazón ardiente dando nuevos nombres a todo lo que encontraba, lo veo recorriendo el mundo sobre su barco ebrio, buscándose insaciablemente, escribiendo: "En el principio era la acción", y yo Beowulf, también me busco en una acción sin límites, quemando todas las fronteras, pero sabiendo que me engaño,que la acción es una manera de destruirse, de subirse a la torre y arrojarse desde ahí, sabiendo ahora perfectamente bien, que nadie enviará sus ángeles para que no tropiece mi pie contra ninguna piedra.
Julio de 1972

LA CASA
Ellas pasaron toda una vida ahorrando para comprar la casa. Comprarla se convirtió en una obsesión para toda la familia. Nadie hablaba de comprar una casa, sino que decían "la casa", como si fuera una persona, un ser querido, viviente. De la noche a la mañana vino a levantarse en el corazón y cada uno comenzó a privarse aun de las pequeñas cosas. Centavo a centavo se fueron haciendo las paredes, los ladrillos, las puertas y ventanas, centavo a centavo, a través de días, años, se fue levantando la casa, poseyéndola, y estaba ahí, aunque no la viéramos ni se habitara en ella, algo invisible que llenaba tiempo, espacio, memoria, la vida y la muerte.
Cuando cada dos o tres meses se contaba el dinero que se había ahorrado en una vieja caja de madera, se reunía toda la familia a sacar cuentas y abuela tomaba la llavecita para abrir el tesoro y aparecía el fondo con unas cuantas monedas esparcidas aquí y allá, y se sacaban apilándose las de igualvalor y tamaño porque así era más fácil contarlas y además porque así reunidas nos parecían peque­ños pilares de la casa, las columnas sobre las cuales se pondría el techo, se realizaría el sueño. Todo aquello en una ceremonia solemne. Desde la noche anterior ya se hablaba de abrir la caja, de que íbamos a ver cuánto se tenía. Y yo soñaba en aquellos cuentos que me contaba mi abuela en los cuales un niño descubría en el fondo del bosque un cofre con un inmenso tesoro lleno de monedas, copas, vasos de oro, un tesoro que hacía feliz a toda la familia porque el padre ya no tendría que ir a cortar leña al bosque ni la madre tendría que levantarse antes que el sol para lavar o planchar y se comería bien, se llenaría la mesa de frutas, de sopa, de comida buena y abundante, de muchas clases, Beowulf en la cueva, derrotando a Grendel para siempre. Y a la mañana siguiente, muy temprano, se buscaba la llave, se sacaba la caja y se la llevaba a una salita donde todos hacíamos un círculo mientras abuela metía la llave y levantaba la tapa y aparecían ante los ojos las pequeñas y pocas monedas. Y después de contar, hacer cálculos de cuánto se tenía y cuánto hacía falta y cerrar la cajita y colocarla otra vez en el mismo sitio, ya vacía, mientras el dinero ahorrado pasaba a otro lugar. Y así meses y meses, años y años, hasta quecada uno de nosotros se fue haciendo viejo, pero siempre con la esperanza de poseer algo propio.
El pelo se le puso blanco a la abuela y la cara comenzó a llenársele de arrugas, fue perdiendo poco a poco la ligereza de sus movimientos y su cuerpo se hizo débil, pero nunca perdió el brillo de sus ojos, unos ojos que daban vida a todo el cuerpo y yo diría que también vida a todos los sueños de la familia, porque detrás de sus ojos ardía una gran voluntad, firme, tenaz, una voluntad de hierro que no se apagaba ni un instante, que había hecho que todas las hijas y nietos lleváramos una vida decente dentro de nuestra miseria. Esos ojos eran las columnas, los cimientos de la casa y la abuela era la piedra angular. Y madre y tía fueron conociendo más amargamente lo que es el tiempo y el sueño que parecía no realizarse nunca. Se ahorraba en lo que se podía y hasta en lo que no se podía. Los vestidos nuevos se hicieron más difíciles de estrenar, en la comida se racionaba y planeaba todo cuidadosamente a fin de no malgas­tar ni un solo centavo y por supuesto aquello que hacían y hacen los que tienen dinero: paseos, reuniones, fiestas, nunca las conocimos, no las habíamos conocido ni antes ni después de que la casa entrara en el corazón de toda la familia.
La vida se volvió más dura para abuela, madre y tía que se sacrificaban en miles de cosas pararealizar ese sueño dorado. Ya no se quería andar de aquí para allá con los pequeños motetes de ropa cargándolos, llevándolos en carreta o carre­tones cuando se cambiaba de una casa para otra, o más bien de un cuarto para otro, cuando al dueño de la casa se le antojaba subir el precio del alquiler, precio que estaba más allá de las posibili­dades de la familia, de lo que podíamos pagar nosotros, cuando el dueño, con una avaricia y voracidad que no ha perdido nunca, sino que crece con cada día, y con esto que ha pasado, la destrucción de la ciudad, nos decía que el cuarto era muy barato y que había otros que podían pagar más que nosotros, y a pesar de las súplicas y decirle que no podíamos dar eso, pero tal vez un poco menos, él, inmisericorde, gritaba que "es lo último".
Entonces tía y abuela, madre trabajaba siempre fuera de casa, donde unos judíos vendiendo telas, salían todas las tardes conmigo a buscar por los barrios más pobres y apartados de la ciudad un cuarto donde poder llevar nuestras pequeñas, pobres cosas. Ya desde la una o dos de la tarde se comenzaba aquel recorrido preguntando dónde se hallaba una casa, un cuarto desocupado que no fuera muy caro porque no podíamos pagar tanto, que sólo éramos cuatro, tres mujeres y yo, un niño en aquellos tiempos, un niño ya amargado,nacido viejo, lleno de un odio que ha ido aumentan­do siempre, que no cesa de crecer, orgulloso de este odio, odio contra todas estas cosas que hacen la miseria y la injusticia, un país donde no espero morir, y la abuela o tal vez la tía, diciendo que no se tendría problemas con nosotros, que no metíamos ruido y que el dinero del alquiler estaba seguro, que éramos pobres, pero lo primero que se hacía siempre era guardar el dinero para el pago de la casa.
Un largo peregrinar por barrios y barrios, sucios, cuarterías con el piso de tierra, de esos que hay que echar agua para que no se levante el polvo, pero que siempre se levanta, un polvo fino, casi invisible, que se mete por los ojos, la garganta, todos los poros de la piel, que asfixia a los niños y los hace toser, enfermarse, y los mata, barrios que se pueden ver todavía dentro y fuera de la ciudad: el tugurio, la chabola, porque hoy existe más muerte y miseria que nunca.
Recorriendo calles hasta dar con un cuarto que nosotros podíamos pagar y se arreglaba con el dueño, siempre con el miedo de que al día siguiente o el mismo día llegara otro buscando cuarto y ofreciera más y se lo dieran a él, a pesar de que el dueño lo hubiera prometido a nosotros, a pesar de que se le había entregado el dineropor adelantado, porque cuando llegábamos, un carretón con los motetes, nos decía que ya se lo había alquilado a otro y ahora el problema era mucho más grande porque teníamos que regresar con el carretón a la antigua casa ante las exigencias y gritos del dueño que blandía el puño y nos concedía ante las lágrimas de la abuela, como un dios, "un día de gracia", en el cual teníamos que hallar otro cuarto.
Pero todo esto terminaría con casa propia, aunque fuera pequeñita, humilde, porque lo importante era tenerla, algo propio, que se sabía de uno y que con el tiempo se iría mejorando, arreglándola, pintándola como uno quisiera, sin el temor de que llegara el dueño y nos sacara diciendo que el cuarto era muy barato y que iba a subirle más, que si podíamos pagar nos quedáramos y que si no, nos fuéramos, sin miedo ni temor ante la avaricia de los ricos, de los terratenientes que cobran una fortuna por un cuarto donde no hay ninguna facilidad para nadie, un cuartito donde no se puede ni respirar, "un huevito", como decía abuela, como se sigue diciendo, pero éste es un lenguaje desconocido para ellos, aunque saben perfectamente bien cómo se vive en esos cuartos y que están explotando a la gente.
Todo esto terminaría con nuestra casa propia, pequeña, pero que yo sabía que madre, abuela ytía mantendrían siempre reluciente, limpia, alegre. Yo nunca había entrado en esas mansiones de los ricos, aunque me las imaginaba cómo eran por dentro, donde cada uno tenía su cuarto y no había que hacer fila para bañarse o hacer sus necesidades y donde cada uno daba vueltas a la llave y no se iba al pom-pom, y no había que hacer fila para sacar agua del pozo, y la casa era grande, sin animales ni cucarachas, sin ratones que salieran por las rendijas en las noches, de todos los huecos, saliendo de todos los rincones, sin dejar dormir a nadie, volando, pasando sobre la cara, zumbándole a uno durante toda la noche y sólo se esperaba el día para librarse de esa pesadilla que sabíamos volvería a comenzar a la noche siguiente. Todas las noches.
Y esta casa se fue convirtiendo día a día en algo que no nos permitía descansar, se conversaba sobre ella, de cómo se arreglaría, de cómo se colocarían las viejas sillas, la mesa. Y el sacrificio siempre, más sacrificios que antes, más trabajo duro que antes encaminado a esa casa que ya tenía un nombre y una historia. Yo veía a mi madre, a mi abuela y a mi tía, cómo ahorraban centavo a centavo, cómo se privaban de miles de cosas, pero nunca ahorraban, eso sí, en mí, yo seguía viviendo lo mismo que antes: con algo que estrenar durante la Semana Santa, con algún juguete para Navidad,pero yo también contribuía, sin que ellas lo supieran, a esa casa que llenaba el corazón de todas ellas, me privaba de dulces y caramelos, de ciertas cosas que me ofrecían y que yo rechazaba alegremente alegando que no tenía ganas, de que los dulces me hacían doler el estómago y ellas creían eso y poco a poco dejaron de comprarlos, los dulces y caramelos.
Y la ida a un sitio para tomar sorbete desapareció. La ida a uno de esos lugares como "El Verdi" o "La Hormiga de Oro", que eran los lugares de moda de aquel entonces, donde se reunían los niños ricos acompañados de sus padres, los sábados o los domingos por la tarde, los días de fiesta, esos sitios que era como entrar en un jardín encantado, a un palacio lleno de magos, de magia, fabuloso, donde se servían enormes copas de sorbetes de todos los colores y tamaños, unos sorbetes color rosa, café, amarillo, anaranjado, y uno se sentaba a las mesitas palmoteando, como para llamar la atención, para que todos vieran que uno estaba ahí también, y siempre, entonces y ahora, niños más miserables que nosotros, asomados, devorando con sus ojos las copas de sorbete y las galletas que se ponían sobre los sorbetes, como banderas en lo alto del castillo encantado, acercándose a las mesitas donde estaba yo que por momentos me había convertido enun niño afortunado, delante de mi gran copa de sorbete.
Pero luego, cuando la idea de tener la casa se apoderó de los sueños y miserias, ya nunca más volví a esos sitios, porque sabía que todos se sacrificaban para comprar la casa y yo también debía poner mi grano de arena en esa casa que ya era una bella obsesión, para madre, abuela, tía, que cada dos o tres meses se congregaban para contar el dinero ahorrado en ese tiempo, y yo, viéndolas, alegre, orgulloso, porque sabía que entre esos centavos recogidos iban mis dulces y caramelos, y mis sorbetes que no había tomado en esos lugares que han desaparecido ahora, pero no los niños hambrientos, sino que éstos son más numero­sos, y yo he dejado de ser un niño como ellos, y los veo otra vez, las caras más hambrientas, los veo en los alrededores de esos lugares que han surgido después de esto que ha pasado, la destruc­ción de la ciudad, lugares más elegantes todavía, con aire acondicionado, con alfombras, porque el país tiene ahora más dinero que nunca, pero la miseria y el hambre son ahora más duras que nunca y la casa donde vivir, el cuarto donde morir, es imposible de obtener, a pesar de todo el dinero que ha venido, un país donde los animales de los ricos viven mejor que el pobre
las elegantes damas solteronas 

alimentan sus fox-terrier pelo lacio 

con ciruelas, pasas y helados

y ahí están las meseras, las mismas de siempre, corriéndolos, sacándolos de ahí, para que no molesten con su hambre y sus manos extendidas pidiendo algo que comer, para que no molesten a los que estamos sentados, pero los niños entran furtivamente cuando ya no hay nadie a las mesas, entran y recogen en papeles de periódicos, en las servilletas, "las sobras", como si fueran ladrones, las caras hambrientas, los ojos agriamente vacíos
de niños asomados a los postres, 

a los pasteles de manzanas,

a los sorbetes de vainilla y chocolate

las caras hambrientas que recogen un pedazo de pan, un puñado de arroz, pero algún día nacerán espigas de sus manos
espigas llenas de la furia de su inocencia,

espigas que serán más tarde como látigos,

como pedrisco arrojado por ángeles con caras sucias.

Y a veces madre y tía se daban por vencidas.
Algunos días después de contar el dinero se les entristecía el rostro y la derrota se les veía en lacara, porque el dinero, las monedas eran pocas, y creían que era mejor abandonar la idea de la casa y comprar comida y vestidos, pero entonces se veía y oía a la abuela, ahí estaba ella, levantando las manos, moviendo los brazos, hablando, desa­fiando, desafiante, dando ánimos como un general que arenga a sus soldados que desfallecen por momentos, así abuela, mucho más que eso y todo eso, enhiesta, erguida, que era desde hacía ya mucho tiempo el pilar sobre el que se levantaba la casa, la piedra angular de todos los sueños.
Ahí ella, cruzando los brazos, cubriéndose, cubrién­donos de palabras, mientras yo, en un rincón la veía y reveía, con el corazón apretujado y los labios secos, la boca tensa, con todo el cuerpo tenso, con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas y el sollozo que quería salir, pero que no salía, un sollozo como el ruido y el oleaje del mar, a punto de explotar, de quebrarse, pero sin llorar, sin dar muestras de mi presencia, haciendo enormes esfuerzos para contener el llanto, para que no supieran que estaba ahí, pero oyendo y viendo a mi abuela y luego a mi madre y a mi tía que recogían el dinero, lo guardaban y decían a la abuela, ahora más confiadas, que seguirían adelante.
Cuando comencé a trabajar, toda suerte de extraños empleos, raros, en medio de una gente que nuncase ha interesado ni se interesa por estas cosas: vendedor ambulantede libros, el sueño de comprar la casa se hizo un poco menos lejano.
Se podía ahorrar un poco más, pero ya abuela estaba sumamente cansada, al regreso de vender o hacer algunas pequeñas compras, se veía muy enferma, llena de fatiga, era cuando se sentaba en su gran silla de madera a pensar que tal vez ahora el sueño de hadas se iba a realizar. Y madre y tía también envejecidas, dominadas por el tiempo y la miseria y la angustia de los años, pero por fin se podía mirar más cercano el sueño comenzado hacía muchísimo tiempo, casi se lo podía tocar, por fin la casa, donde se dejó la juventud y la alegría, donde íbamos a vivir recordando los sacrificios que se habían hecho.
Madre había visto una casa que le gustaba, que gustaba a todos y que podíamos pagar, dar "una prima" como se dice y que luego seguiríamos pagando, durante un año o dos, mensualmente, una casa usada, vieja, pero que yo sabía que tomaría una nueva vida bajo el cuidado y el amor de todos nosotros. Así se compró la casa y luego la fuimos pagando durante varios meses hasta que fue nuestra y nos pasamos a ella con nuestras cosas y estuvimos varios días limpiándola, lavándola, arreglándola, colocando mesas, sillas, de la mejor manera posible, como se viera másbonita, pero abuela ya no iba de aquí para allá con aquella gracia y agilidad que le había conocido, sino que sentada en su gran silla de madera decía cómo estarían mejor, aunque de vez en cuando se levantaba y daba vueltas por la sala, tocando las mecedoras suavemente, pasando una mano sobre la mesa con una sonrisa que llenaba hasta el último rincón de la casa, que llenaba toda mi vida. El sueño que nació una mañana, una tarde en medio de una calle polvorienta, con los gritos de la vecindad y la promiscuidad, en medio de mi niñez amarga, aunque a ratos llena de una inmensa alegría, una tristeza y alegría por cosas que los demás no pueden comprender, vividas, sentidas, una alegría y una tristeza que no la cambio por nada ni con nadie.
Ahora estábamos ahí, en la casa soñada que llenó la vida de mi abuela, de madre, de tía, una casa que parecía mentira, que era un imposible que había sucedido.
Recuerdo la primera noche que dormimos en ella. Pasamos hablando horas y horas, del pasado, de toda la miseria que había detrás de todo esto, y cuando llegó la noche, casi la medianoche, abuela apagó la luz y todos se fueron a acostar después de la excitación y la alegría y el cansancio, se fueron a dormir, pero yo quedé en la sala,me senté en la silla de la abuela y me quedé dormido.
Abuela no gozó tanto de la casa, murió tres o cuatro años después, sin que yo pudiera darle todo lo que deseaba para ella, cubrirla de oro de los pies a la cabeza, cubrirla con todas esas cosas lindas que nunca había tenido, evitarle el trabajo que seguía haciendo hasta días antes que cayera gravemente enferma, levantándose siempre antes de salir el sol y comenzando a prepararse para el trabajo del día, largo, interminable.
Nunca pude darle esas cosas que las ancianas como ella tenían, las ancianas que eran abuelas en las casas de los ricos: buenos vestidos, paseos, seguridad y calma, pero hasta donde yo podía trataba de aliviar su miseria, siempre odiando a todo el mundo, odiando al país, la gente, el sistema en que sigo viviendo.
Y años después de la muerte de la abuela, yo no pude verla morir, como el maldecido Ulises andaba de isla en isla, sucedió la desolación de la ciudad. Con el terremoto vino el hambre y el saqueo. Nosotros, como todo el mundo, huimos del desastre.
Pero luego de una semana comenzamos a ir día a día a la casa para ver cómo había quedado o lo que había quedado, nada o casi nada. Ella estaba ahí, en pie, pero vacía, llena de polvo, de ruinas, en medio de la calle silenciosa, de toda la ciudad llena de silencio. Lo que no habíamos podido llevarnos por la prisa y el miedo, fue asaltado, se lo robaron y sólo permanecía ella, la casa.
Íbamos a diario para verla, para saber si todavía seguía ahí, para ver si todavía no se robaban las puertas, ventanas, lavamanos, ladrillos. Salíamos muy temprano hacia lo que quedaba de la ciudad y al dar vuelta a la esquina la veíamos. A veces entrábamos apartando piedras, palos, tejas que se habían caído, otros permanecíamos en la calle, mirando cómo el sueño había durado tan poco tiempo. Al principio se salvó del ataque y de la furia, pero luego fue perdiendo todo lo que era ella, porque la casa no era para nosotros algo inanimado, algo muerto, sino q-e la vida de nosotros, la vida y muerte de la abuela y hablábamos de la casa, de ella, como de viro ser querido.
Una mañana fuimos a verla como de costumbre y ya antes de dar vuelta a la esquina algo le dijo a mi madre que la muerte de la casa había comenzado.
Estaba en pampa, sin ninguna de las puertas, así comenzó su muerte, eso fue lo primero que se llevaron, que le quitaron, la despojaron de las puertas, las mancaron de cuajo haciendo soltar las bisagras, t o el marco de las puertas lleno de astillas, de heridas. Madre lloró ahí mismo durante un buen rato y dijo que esto era el fin, el fin de la casa, de la ciudad. Y al regreso también iba llorando, pero diciendo que tal vez sólo se llevaban las puertas, que tal vez dejaban todo lo demás.
Y al día siguiente desaparecieron las ventanas, unas ventanas que se habían pintado en un verde, un verde claro, y así día a día, cada vez que regresábamos veíamos menos de ella, y sólo encontrábamos escombros y más escombros, así fueron desapareciendo ladrillos, pajas, lavamanos, un tabique de madera, los alambres donde se tendía a secar la ropa, las cerraduras, todo fue desapareciendo, muriéndose, hasta que un día llegamos y no había nada.
Fue una muerte lenta que nadie podía detener. Algo se le arrancaba a la casa, a dentelladas, a golpes, como si la casa hubiera sido un enemigo. Los ladrillos de la cocina, que era lo único que se había salvado, junto con una ventanita de cedazo, desapareció también al fin, y sólo quedaron las paredes aprisionando el silencio y los recuerdos y los sollozos de mi madre.
Y otro día llegamos sólo para verla, para recordar tal vez, íbamos no para donde ella exactamente, sino para otro lado, pero mi madre me dijo que pasáramos por ahí, y ya mucho antes de dar vuelta oímos ruidos de tractores y sólo pudimos ver ya la última pared que se caía en medio del polvo y los pedazos de madera y ya no quedó nada de ella, sino el terreno plano, como una llanura de fuego en la que ardían los recuerdos, la vida y la muerte de mi abuela, una casa construida a lo largo de la angustia, ahora arrasada, una casa que se perdía en mi niñez, y en la vida de todos nosotros. Nada más.
Enero, 1975


HORACIO PEÑA
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