12 cuentos de Carlos Powell

SI OTRO GALLO NOS CANTARA
Aquella mañana, algo extraño que Feliciano notó al entrar en su gallinero lo detuvo en seco. Una sensación indefinible, como dealgo ya vivido. “Aquí hay gato encerrado”, pensó. Por si las moscas, se persignó tres veces. Después se dio vuelta, escupió el suelo y le hizo dos rayas encima, en forma de cruz. Respiró profundamente y sacudió la cabeza, como diciendo qué barbaridad, ami edad con estas chochadas...
El ensalmo lo protegía, pero no podía explicar aquello. Por eso Feliciano se detuvo todavía un instante antes de cerrar la puerta y volvió a mirar hacia todos los rincones del gallinero, tratando de identificar el origen de un malestar tan evidente. Hasta le pareció que las gallinas también lo escrutaban a él de reojo. Notó que estaban más nerviosas que de costumbre. Su rutina de todas las mañanas era entrar a ese cubículo y recoger los huevos de amor que su mujer vendería más tarde en el mercado. ¿Qué podía tener esta mañana de particular? ¿El problema lo tenía él, o el gallinero? A punto estaba de cerrar la puerta habiéndose dado por vencido, cuando vio aquello...
—¡La sangre de Cristo —exclamó--, están cambiando de color estas jodidas!
A Feliciano se le puso la piel de gallina, y tragó saliva. Pensó que quizá no estaba bien despierto, o que la borrachera del día anterior le había dejado una resaca más tenaz que de costumbre. Se restregó los ojos con fuerza, se acercó lentamente a una de las gallinas y la inspeccionó desde el pico a la última pluma de la cola. Pero no había duda alguna. Un grupo de ellas, que hasta ayer mismo habían sido roji-negras, se estaban aclarando, tirando al rosado. El otro grupo, que siempre había tenido colores variados, se estaba homogeneizando, virando todas hacia el mismo matiz rojizo. Además, lentamente, se iban agrupando, unas a la izquierda, y otras a la derecha.
—¡ Virgen María santísima! —alcanzó a musitar Feliciano.
Como muchos de sus conciudadanos, él era supersticioso, y decidió que no debía tocar los huevos hasta aclarar el asunto. No por ello sería tildado de gallina. Pero sí tuvo un profundo desasosiego al imaginar que podían perder la venta de huevos en el mercado, su único sustento actual. Aun así, por nada en el mundo tocaría la producción de unas gallinas en plena mutación. Sin darles la espalda, como hipnotizado, cerró lentamente la puerta de malla y se sentó a pensar qué le diría a su mujer. De repente, sobresaltado, se acordó del gallo y lo buscó en el árbol, el atalaya de su harem. Quizá éste le ayudaría a entender semejante entuerto. Cuando lo localizó, no pudo creer lo que veía: ¡El gallo, el mismísimo que había sido pinto hasta ese día, estaba ahora todo verde como una lora!
Feliciano, cada vez más atribulado, pensó que todo aquello olía muy mal, como a azufre. ¿Les habrían echado el mal de ojo? ¿Por qué a ellos, que no le hacían daño a nadie? “Un gallo verde —murmuró todavía mirando el árbol—, ahora sí nos salió la virgen”. En ese momento, una voz estridente lo sacó de sus asombros:
—¡¿Qué hacésFelicianoooo?! ¡¿Y los huevoooos?!
Su mujer estaba parada en el rellano de la puerta de la cocina, con los puños sobre las caderas tinajonas.
—No sé qué les pasa—mintió él—, hoy no han puesto. Han de estar enfermas. Andate nomás al mercado y vendé lo que quedó de ayer, y si hay por el día, te los alcanzo en el puesto —logró concluir convincentemente.
Transcurrían los meses de la campaña electoral. La mujer de Feliciano, ante la nueva adversidad, aprovechó para salir de la casa vociferando en contra de cuanto candidato se presentaba, que en esa oportunidad sólo eran tres. Ella, como todos los pobres del mundo, tienen cuantiosas y justificadas quejas para con los partidos políticos, de tal manera que toda ocasión es propicia para enrostrarles hasta —por ejemplo— el que las gallinas, un día, no hayan puesto. Por eso, al mismo tiempo que se desgañitaba en insultos contra las esferas tradicionales del poder, le dio tal portazo a la casita, que crujieron todas las costoneras y se aflojaron algunos clavos. Y aunque el encono que sentía hacia la casta política superaba con creces el rencor por las virtudes alcohólicas de su marido, se despidió de éste espetándole delicadamente, desde la calle, para que todo el mundo oyera:
—¡ Y vos, cuidado te siento olor a guaro en el cogote cuando vuelva, que te pongo a dormir bolo en la calle para que te orinen los perros! ¡Quién sabe que les hiciste a esas gallinas!
Feliciano estaba tan perplejo por aquél asunto, que no reaccionó a las amenazas de su mujer. Pensó que, para despejarse, lo mejor era salir a dar una buena vuelta. Se puso el sombrero, obedeciendo a un automatismo que nunca se le había ido a pesar de los años que hacía que habían bajado de la montaña para probar suerte en la ciudad. Con el tiempo, la suerte los había probado a ellos. Y a tantos les había pasado lo mismo. Terminada la guerra, habían llegado inundaciones, terremotos y huracanes. Y siempre, una catástrofe cultural coronaba a todas las demás: las ayudas internacionales desaparecían en los bolsillos de gobernantes, políticos y empresarios. ¿Por qué habrían de quedarse, desamparados, en la devastación de los campos, en medio del terror de las minas antipersonales y el hambre creciente? Así, muchas tierras de plantío, como las de Feliciano y su mujer, habían pasado a manos de especuladores. Y ellos, sapos de otro pozo en la ciudad.
Cavilando y cavilando, llegó hasta a la venta, como un caballo consuetudinario, casi sin darse cuenta. No se hablaba de otra cosa por la radio, la televisión y los periódicos que de las famosas elecciones. Pero se decía, como en otras ocasiones, que todos los partidos estaban en vergonzosas componendas, que cambiaban inescrupulosamente de “camisa” con tal de llegar al poder. La gente decía “para qué voy a votar, si son todos iguales, aunque tengan colores diferentes”. Y los candidatos, desde sus tribunas, aterraban advirtiendo que “si no votan por mí, vamos derecho al desastre”.
En una esquina, algunos hombres intercambiaban opiniones políticas, convocados alrededor de una bolsita de guaro lijoso. Pero la visión del gallinero que cargaba Feliciano pegada ala retina, sumada a la advertencia de su mujer, no lo dejaban intervenir en la conversación, y mucho menos en la ronda de brindis matinales. Salteando charcos y esquivando chanchos que se revolcaban en el lodo del camino, siguió entonces en dirección de La Panamericana, el cordón umbilical de la ciudad. Confiaba en que el incesante ajetreo y los ruidos de esa arteria que hacía también las veces de foro público, le cambiarían las ideas.
Sin embargo, todo fue muy diferente. Apenas puso Feliciano los pies sobre La Panamericana, saltaron a sus ojos los colores de la propaganda política del momento, desde las banderas que flameaban en los postes y los afiches que decoraban carnavalescamente cuanto muro disponible existiera. Feliciano tuvo entonces aquella famosa revelación, de la que, en efecto, darían testimonio más tarde algunos transeúntes, que nada entendieron, y que por lo tanto relataron como la extravagancia de algún borrachito. Todos concuerdan en que levantó los brazos proféticamente y habló como un poseído en el desierto:
—¡Por San Antonio y la Purísima! ¡Pero si mis gallinas tienen el color de los candidatos de la campaña!
A pesar de las burlas de que fue objeto en ese momento, Feliciano (que jamás había oído la palabra ósmosis), concibió en pocos segundos el negocio de su vida. Con paso febril regresó a su humilde vivienda, rogándole a la virgen que mantuviera el color de las gallinas y, si era tan buena, que le hiciera el favor grandísimo de acentuarlo. “Madrecita —rezaba para sus adentros sin reparar en chanchos ni chanchos— hacé que el rosado se ponga chicha y que las rojas se pongan bien coloradas.”
Al divisar la casa lo invadió el terror de que alguien le hubiera robado las gallinas. Fue directamente al cuadrilátero de las aves y lo que vio allí lo dejó pasmado: el gallinero, como un espejo exacto de la situación política... ¡Estaba totalmente polarizado! El distanciamiento que había comenzado a insinuarse por la mañana entre las rosadas —a su izquierda— y las coloradas —a su derecha—, se había acentuado, y se miraban fijamente unas a otras, tan desafiantes, que hasta daba miedo verlas así.
Y para rematar las cosas, entre los dos bandos se encontraba, solitario y aparentemente repudiado por los demás, el gallo verde. Por momentos levantaba la cresta orgullosamente, y luego se pavoneaba delante de ellas arrastrando las alas, como convencido de que cederían a su histórico poder de seducción. Pero las gallinas lo miraban con recelo y se apretujaban para rechazarlo oponiéndole un frente compacto. Feliciano, aunque no era ducho en política, sentenció sin dudar:
—¡Y este pijudo está peor que los conservadores!
Cuando hubo salido del asombro y la emoción, pensó que había llegado el momento más importante: verificar el color de los huevos, ya que en ellos, más que en las gallinas, radicaba el núcleo de toda la operación que había imaginado. Con el corazón en la boca se acercó a una de las ponedoras rosadas y metió delicadamente la mano. Sintió el óvalo tibio en la palma. Cerró los ojos y se lo puso frente a la cara, prometiéndose superar la decepción si todo fallaba. Cuando abrió los ojos tenía ante sí un perfecto ovoide rosado chicha. “Un huevo sandinista”, murmuró con voz trémula, y volvió a depositarlo sobre la paja. Y segundos después, el huevo que extrajo del nido de una ponedora “liberal” era tan colorado y esférico —como su líder—, que Feliciano llegó a pensar que podía ser una broma. Para cerciorarse, lo escupió y raspó la cáscara con la uña, pero el color se mantuvo firme. No había vuelta de hoja.
Por la tarde, su mujer lo encontró terminando de fabricar un cartel. Esto le pareció tan extraño, que lo husmeó, pero no tenía olor a ron. Sobre un pedazo de cartón, Feliciano escribía con aplicación enormes letras que decían: “Vendo pollitos políticamente modificados. Tengo rosado-chicha y colorados. ¡Hacé tu campaña original!”
Feliciano no tuvo mucha dificultad en explicarle a su mujer todo lo que había pasado y cuál era el plan que había imaginado. Ella, marchanta de pura estampa, no dudó un segundo en manifestar interés, sobre todo después de haber metido sus propios dedos —como Tomás— entre las costillas de las ponedoras. Habiendo despotricado contra todos los políticos y los partidos por la mañana, ahora la mujer parecía también haber mudado de piel, y los bendijo a todos sin menoscabo. Aunque, de pronto, inquieta, preguntó con voz dulce:
—Feliciano, amor, ¿y el gallo verde, dónde está?
—Lo escondí. Ése no está a la venta, acordate que él pisó alas ponedoras.
El día que por fin llegaron las cajas llenas de pollitos al mercado y desplegaron el cartel, al principio nadie les prestó atención. Algunos miraron el cartel y siguieron su paso entre risitas. Después lo niños se juntaron alrededor y comenzaron a querer mirar por los agujeritos de la caja. Pero Feliciano estaba sentado encima y su mujer, con la autoridad que le infería su porte y su delantal de vendedora, sostenía aun lado el rótulo. Sin embargo, hasta los niños saben que la mercadería es sagrada y se respeta como tal; al menor problema, puede salir a relucir una navaja. Al rato, por fin, un comerciante de un puesto cercano les gritó:
—¡Ajá, y dónde están esos pollitos jodidamente mortificados! —y un coro de curiosos lanzó una estruendosa carcajada. Cuando hubo cesado la algarabía, Feliciano respondió, señalando entre sus piernas:
—Aquí.
Entonces alguien gritó, desafiante:
—¡A ustedes dos los van a llevar presos por andar pintando pollos!
—No están pintados, amanecieron así, y los huevos también—volvió a contestar Feliciano sin levantar la voz.
—¡Amigó, a mí también me amanecen rojos los “güevos” y no los ando vendiendo! —lanzó un señor gordo, y se levantó un huracán de risas que duró varios minutos.
Afortunadamente, intervino un viejecito y todo el mundo se calló:
—No sigan echando chiles, hombre, que en tiempos de Somoza también hubo un caso de gallinas que cambiaban de colores. Pero El Macho las hizo degollar a toditas, incluyendo al gallo. Aplastó todos los huevos. No quedó nada. En estas tierras, todo puede pasar, no se olviden.
La sola mención del nombre de Somoza estremeció a la gente y dio vuelta la tortilla. Feliciano y su mujer sonrieron agradecidos por la oportuna intervención del anciano. Entre la muchedumbre había estado escuchando un hombre joven de gafas. Divertido y temerario, se acercó y pidió un pollito rosado chicha. “Son diez lapas verdes”, le dijo Feliciano. Ante la sorpresa general y el súbito silencio, el hombre entregó a la mujer de Feliciano el billete de diez dólares que le solicitaron, y acto seguido todos vieron, expectantes, el momento en que salió de la caja (que Feliciano tenía cerrada con un enorme candado) un magnífico polluelo rosado chicha. Un solo clamor recorrió a la muchedumbre:
—¡ ¡Un pollo sandinista!!
La noticia cundió como reguero de pólvora. Tanto se ensanchó la bola, que hasta se llegó a decir que en poco tiempo los animalitos, en lugar de piar, entonaban los himnos de sus respectivos partidos políticos. Entonces llovieron los clientes, algunos con afán político, otros por curiosidad zoológica, y también coleccionistas de rarezas, brujos, exorcistas y predicadores que se apostaron cerca del puesto de venta a vociferar amenazas sobre el fin del mundo. Luego apareció la televisión para hacer un reportaje. No tardó en presentarse una patrulla policial para imponer el orden público, porque se registró un conato de trifulca sangrienta entre los dos compradores de distinto signo político que se disputaban el último pollito. Los oficiales resolvieron el problema lanzando al aire una moneda: la frase “en Dios confiamos” cayó hacia arriba, y el agraciado (un reconocido sandinista local) se abalanzó sobre la avecilla colorada. En efecto, a esas alturas a los compradores ya no les importaba que el color del polluelo correspondiera o no con sus afinidades políticas. Todo daba igual. Lo importante era ser original, como decía el cartel de Feliciano.
A la semana siguiente llegó a la casa de Feliciano una flotilla de camionetonas con vidrios polarizados. Se bajaron unos señores pesados, con gafas oscuras y acento capitalino. Venían con el afán de comprar todo el lote de gallinas. Rodearon la casa. Feliciano no pudo rechazar la oferta, sobre todo porque era evidente que no contemplaban la posibilidad de una negativa. Después de poner en cajas todas las aves, arrancaron ruidosamente, como una bandada de zopilotes despega de la copa de un árbol seco. Y como los pulpos, cubrieron con una espesa nube de polvo su retirada. Otra vez Feliciano y su mujerjuntaron todas sus  pertenencias y caminaronhasta La Panamericana, donde tomaron el primer bus hacia el norte. El Norte. Allá volverían aprobar suene.
Y ahora, observándolos por el espejo, el chofer, que los reconoció de inmediato por la popularidad que habían alcanzado, inquinó:
—¿,Se van pues?
Feliciano miraba por la ventanilla, mientras acariciaba la cresta del gallo escondido en su bolsa. Por fin, después de un largo suspiro, como hablando consigo mismo, dijo:
—Nos quedaríamos, si otro gallo nos cantara.
Estelí, Nicaragua, diciembre 2001

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EL CELULAR
A Juan José Hernández, argentino, por su extraordinario cuento
“Como si estuvieras jugando”
Doscientos setenta y cuatro córdobas mensuales, casi un tercio de mi salario, pensó Porfirio cuando le explicaron en la tienda “El Gallo de Las Segovias”, que con eso, más una prima de otros 500, podía acceder al sueño de tener su propio celular. Albañil de profesión, analizó la oferta como si se tratase de levantar una pared, ladrillo por ladrillo. Sólo que, en este caso, lo sabía, era como levantar una pared sin tener los andamios bien apuntalados, porque para llegar hasta el final, iba a tener que contar con el apoyo de toda la familia: su mujer y los tres hijos. Uno de ellos, un bebé de meses.
Pero Porfirio quería tener su celular.
Cuando hizo cifras se percató de que el aparatito le saldría, en cuotas, bastante más caro que si lo hubiera podido comprar de contado. “A los pobres las cosas nos salen más caras”, murmuró. ¿Cuándo había tenido él 2300 córdobas todos juntos en la mano? Y aunque los hubiese tenido, jamás hubiera podido invertirlos de una sola vez. De tal manera que, si verdaderamente estaba decidido a comprarlo, necesitaba para la prima y para la mensualidad inicial, es decir, casi el equivalente de lo que estaba ganando por mes en la obra, donde lo habían contratado como ayudante. Y sólo por seis meses. Y eran nueve mensualidades. De todos modos, en la tienda le habían dicho que si no podía pagar la cuota, sólo le quitaban el celular. Claro, perdía también lo que había abonado, pero no pasaba a más.
De alguna manera se las arreglaría, porque Porfirio quería tener su celular.
La otra posibilidad, eso de ir ahorrando los 274 córdobas mensualmente, no tenía sentido: era como juntar para comprar un helado mientras otros se lo están comiendo delante de uno. Es ahoritita que Moncho, el empleado de la tienda de la esquina, que Francisco el carpintero del barrio y Mario, el que trabaja en el súper “El Diamante”, todos andan con sus celulares por la calle central, se paran en la esquina de los semáforos nuevos a chatear para que todo el mundo los vea, y las chicas se dan vuelta como si en lugar de un celular tuvieran en la mano las llaves de una camioneta doble cabina con aire. Y sólo bicicletas tienen. Pero parece que el celular es más poderoso que el viagra, no jodás. Es como una varita mágica esa mierda, concluyó Porfirio.
Y además está lo del chat. Los muchachos del barrio le habían contado los chateos calientes que tenían con las chicas, hasta le habían mostrado algunos mensajes, y la verdad es que se estaba perdiendo un mar de cosas, no había duda. Incluso Edgard, el de la otra cuadra, quién lo hubiera creído, flaquito y desgarbado, le contó la vez pasada que le dio cita a una de las chateadoras que le salieron y que al llegar al sitio, se había encontrado con una morenaza monumental.
—Me quedé sin aliento mi bróder —le dijo con los ojos fuera de órbita—, y hasta pensé que era número equivocado, miré para todos lados a ver si no había otro maje llegando, pero no, era a mí que me miraba, y se me acerca con un caminado meneadito (hizo un movimiento circular con las caderas), labios carnosos (se mordió la boca), piel de ébano (se acarició los brazos cenando los ojos), y me dice en la oreja: “Vos sos Edgard, mi chat preferido...”
—¡No jodás! ¡Como en las películas! —atinó a decir Porfirio, suspendido al relato de su amigo.
—Sí, loco, se me erizó todo el cuerpo cuando me habló con una voz ronca de gata en celos, como si de sólo verme hubiera estado al borde del éxtasis. Yo pensé: ¡me saqué la lotería! Vos no sabés Porfirio lo que es tener semejante mujerón adelante, tenía de todo, por todos lados, y se había alisado el pelo, igualito a la Celia Cruz que en paz descanse y que el Señor le preste condiciones para seguir cantando en el cielo.
—¡ Qué hiciste después, contá! —lo persiguió Porfirio, imaginando a la costeña.
—Nos echamos unos traguitos para relajarnos y ¡hop!, al matadero mi viejo, y todo gracias a este aparatito que vez aquí—exhibió el celular en el nido de la mano como si sostuviera un falo, el cual, sin embargo, a los ojos de Porfirio relumbró como un talismán.
Otros chateadoresle habían contado episodios memorables similares al de Edgard. Algunos incluso habían afirmado lograr llevar hasta el orgasmo a algunas chateadoras. Lo cierto es que se los veía, muchachos y muchachas, excitadísimos en todas las esquinas y rincones de la ciudad, caminando por las veredas como autómatas sin mirar adelante, manoseando frenéticamente el chunche, o sentados unos al lado de los otros sin conversar entre ellos, cada quien con su aparatito, chateando con un interlocutor indeterminado.
Verdad o fantasía, Porfirio no tenía otra manera de confirmarlo sino teniendo su propio celular. No quería caer en la idiotez de su amigo Roberto, el mecánico, que se hizo famoso en todo el vecindario porque, en su desesperación, talló un celular en un pedazo de cedro, y lo pintó tan bien, con las letras y los numeritos y todo, que parecía de verdad. Hasta la antenita que se sube le había hecho con un alambre. Y sucedió que una noche se paseaba alrededor del parque central en bicicleta y hacía como que hablaba, y hablaba. Algunos expertos empezaron a decir que no podía durarle tanto la tarjeta. Entonces fue uno y le colocó clavos y en una pasada se le ponchó una rueda, y como tenía una mano ocupada, se enredó y cayó con bicicleta y todo en medio de la calle. Y el celular rodó por el suelo a unos metros. Unos huelepega salieron disparados, lo recogieron y empezaron a gritar:
—¡El hijueputa celular es de madera! ¡Es de madera, papito! —y corrían alrededor del parque, exhibiéndolo como en un carnavalesco maratón olímpico.
Nadie se ocupó del accidentado, todos corrieron a ver el celular. Y en medio de las interminables burlas alguien dijo:
—¡ Qué bonito te quedó, Roberto! ¿Y la tarjeta, también es de madera?
Roberto se había alejado entonces cabizbajo por el lado de la catedral, donde la espesura de las sombras de la noche lo protegíanmás del bochorno con el que tuvo que cargar desde entonces, porque ahora cuando alguien anda sin tarjeta, dice “lo ando de madera”.
Iba Porfirio ensimismado recordando este jocoso episodio, cuando se encontró otra vez frente a la vitrina de la tienda. Allí estaban los diferentes modelos de celulares, y las fotos de las chicas rubias y de dientes blanquísimos hablando y mirando fijamente al potencial comprador, como si fuese su interlocutor.
—Buenas —dijo Porfirio al trasponer la puerta del local.
—Siéntese —una muchacha de sonrisa tan amplia como su escote y tan maquillada como un payaso, le indicó una silla con la punta de su dedo índice coronado por una larga uña pintada de verde fosforescente. Porfirio se miró los zapatos gastadísimos, uno de ellos con un agujero y el otro con la suela semidespegada, y tuvo deseos de irse, pero la muchacha pareció adivinarlo y le lanzó una sonrisa que lo hipnotizó.
Mientras esperaba su turno, entraron varias jóvenes, enchispadas y cuchicheando con un celular. Una de ellas lo manipulaba y las otras dos se agolpaban sobre sus hombros. Cada vez que el aparatito sonaba con su típico ¡ tú-rú-tú-tú!, las tres redoblaban de excitación leyendo el mensaje. Secreteaban entre risas nerviosas la respuesta, decile esto, decile lo otro, echando ojeadas cómplices a su alrededor. ¡Quizá estaban chateando con algún bróder suyo!, imaginó Porfirio.
Venga—lo llamó por fin la actriz punk que vendía celulares.
Porfirio se acercó, algo nervioso, como si fuera a comprar condones a una farmacia. Pero la muchacha, mascando ruidosamente un chicle, le mostró los diferentes modelos.
Lo necesito por el trabajo —dijo Porfirio levantando el volumen.
¿Sabe cuál quiere?
Sí, éste --repuso él señalando uno brillante. Luego bajó la voz y agregó—: Lo voy a pagar en cuotas.
—No hay problemas, tiene que traerme su contrato de trabajo actual, 11/111 carta del fiador con la fotocopia de la cédula, fotocopia de la suya y el original a la vista, un recibo de luz o teléfono a su nombre, el monto de la prima y la primera mensualidad. Y tiene que llenar este formulario, que es el contrato.
—Aquí tiene los papeles, la prima y la primera mensualidad —repuso Porfirio, que traía exactamente todo listo, bien asesorado por sus amigos chateadores.
La vendedora hojeó los documentos como si se tratase de una revista de modas y por fin, después de un tiempo que a Porfirio le resultó una eternidad, les estampó sellos y firmas y volvió a mostrarle sus blancos dientes:
Todo está en orden —dijo, y sacó una cajita de colores vivos—. Sólo tiene que firmar aquí y también comprar una tarjeta, ¿de cuánto la quiere?
A Porfirio se le había olvidado ese detalle. Se quedó un instante mirándola y contestó aliviado:
—La voy a comprar después.
Luego, fascinado, observó a la vendedora extraer el celular de su cajita, utilizando las uñas como si fueran estiletes. Al cabo de algunas manipulaciones, la muchacha le extendió el celular a su dueño, como si le entregara las llaves de un vehículo cero kilómetro. Entonces Porfirio salió a la calle como un hombre nuevo, aunque sin un centavo en el bolsillo. Caminó varias cuadras con la impresión de que la gente lo miraba. Y hasta la pareció que dos o tres muchachas se habían volteado al cruzarse con él. Sí, posiblemente su vida iba a cambiar a partir de ahora, pensó, al tener un celular seguramente uno consigue más trabajo, se abren puertas. Y sonrió.
Decidió ir directamente a la casa. Tomó en dirección del cementerio, atravesó el río y se internó por un caserío laberíntico hecho de tablas, láminas y otros materiales muy diversos. Los vecinos lo vieron pasar con la cajita bajo el brazo. Procuró tapar las letras que identificaban la tienda de celulares. Al penetrar en la casa, encontró a su mujer en la cocina, tratando de encender el fuego.
No queda leña —fue su saludo.
Porfirio, que había imaginado las cosas de manera muy diferente, sintió que no era el momento de sacar el celular de la caja. La puso encima de una tabla alta y sacó el machete.
¿Qué hacés? —le preguntó ella.
—Voy a buscar leña al río.
—¿Por qué, si en la tienda tienen rajas secas?
—Es que... —iba a decir “no tengo plata”, pero cambió la formulación— ...a partir de ahora vamos a tener que ahorrar. —¿Por qué?
Porfirio no respondió, pero ella miró la tabla donde él había dejado el celular:
—Lo compraste.
—Sí.
¿Y ahora con qué vamos a comer?
Ya nos vamos a arreglar, mañana voy a pedir un adelanto en la obra.
—Pero si acabás de cobrar.
Tampoco podía confesar Porfirio que había gastado todo el salario, entre prima y mensualidad.
—El celular nos va a traer suerte, todo el mundo los está usando, los ricos y también los pobres. Nunca tuvimos teléfono, ahora tenemos. Además el chateo es gratis —concluyó Porfirio, y salió a buscar leña.
Dos horas más tarde regresó, ya entrada la noche, cargando el atado. Su mujer había cocinado los frijoles pidiendo al fiado una raja de leña en la venta. La olla estaba sobre las brasas. Se sentó en la mesa y al instante apareció ella y le llevó el plato.
—Es la última tortilla que nos queda—le dijo, y fue otra vez a la habitación, donde tenía a los niños. Los dos mayores tosían, y el bebé no paraba de llorar.
—Mañana voy donde mi mama a pedirle que nos preste para la provisión, ya vas a ver.
—Por ahí andan diciendo que el celular es para buscar mujeres. —¿Eso dicen?
—No te hagás el dundo.
Los chicos tosieron y el tierno seguía I I orando. —¿Por qué llora ese tierno? —Porque no le he dado la pacha.
¿Y por qué no se la das?
—Porque sólo queda para mañana por la mañana; prefiero que se aguante.
El bebé había nacido por cesárea, y ella no había podido darle el pecho. Una fundación española que ayudaba a la comunidad les proveía con algunas latas de leche en polvo por mes. Pero no era suficiente, siempre había que completar.
¿No se les puede pedir más? —inquirió él. —Ya nos dieron lo que nos correspondía.
Al terminar los frijoles parados, Porfirio fue a la casa de la señora que distribuía las latas de leche en el barrio.
Buenas, doña Carmen, fíjese que se nos acabó la leche, el tierno se la toma cada vez más rápido.
Ya le di a tu señora las latas de esta semana.
Pero no tenemos para comprar.
—Me dijeron que te compraste un hermoso celular.
Doña Carmen lo agarró fuera de base. Porfirio se había olvidado que ella era la Tula Cuecho del barrio, y tenía orejas kilométricas. Conocía los secretos de los novios y hasta antes que las parturientas el día que nacerían los bebés. Porfirio no atinó a responder, y doña Carmen aprovechó para concluir:
—Buenas noches, Porfirio, y saludos a tu mujer.
—Si necesita mandar algún mensajecito, me avisa —intentó Porfirio.
—Hijo, yo tengo mis palomas mensajeras por todos lados.
Es pura envidia, pensó él mientras regresaba a su vivienda. Y si lo sabe ella, lo sabe todo el barrio. Es increíble, alguien debió verme salir de la tienda con la bolsita, y la noticia se regó.
Su mujer ya se había acostado. Miró por el fogón pero no vio nada para comer. Abrió el armario y quedaban unas cuantas provisiones, pero no las quiso tocar, aunque tenía hambre. Se acercó al camastro y vio a los tres niños apretujados alrededor de la madre.
Estaban un poco flacos y panzones, pero pronto todo iría mejor. Los empleadores lo mirarían de otra manera al verlo llegar con un celular, y encontraría más trabajo. En el pequeño espacio que le habían dejado en el camastro se tiró de espaldas y en pocos minutos se durmió.
Al siguiente día, salió hacia la obra con una taza de café en el estómago. Había decidido no llevar el celular: pasó antes por la casa de su mamá y le pidió que se lo cuidara hasta la tarde, en que pasaría a buscarlo y a platicar con ella. Si llegaba a pedir un adelanto con el celular a la vista, se lo iban a negar de seguro. A media mañana, su hijo mayor llegó con unas tortillas, un poco de cuajada y un vaso de fresco, justo cuando ya estaba empezando a sentir mareos. Comió lentamente mientras su hijo hacía caminos en un montón de arena. Cuando terminó, le dio la bolsita y los trastes, y lo despidió:
—Decile a tu mama que antes de ir a la casa voy a pasar donde tu abuela.
El muchachito asintió sin chistar y se fue. A mediodía, mientras todos los obreros descansaban desperdigados bajo las exiguas sombras, Porfirio se acercó al maestro de obras que fumaba sentado en un rincón:
—Fíjese que tengo a los chavalos enfermos y necesito comprarles medicamentos...
—Cobraste ayer, qué querés.
—Es que tuve que prestarle ami mama para unos trámites... —No estés inventando cuentos, te fuiste a jugar al billar o te lo bebiste.
—No, se lo juro.
—Cien pesos te puedo adelantar, nada más —dijo el hombre, y de un grueso fajo sacó el billete, se lo extendió y siguió fumando sin siquiera mirarlo.
Porfirio regresó a su sombra y se volvió a acostar sobre un tablón. No notó cuándo se quedó dormido, otro de los muchachos lo despertó, “ya empezamos, apurate”, lo sacudió con el pié.
Por la noche, su mamá le sirvió un plato de sopa. Comió sin decir una sola palabra. Hasta que ella rompió el silencio.
—¿Para qué compraste esa chochada?
—Porque todo el mundo los tiene y no quiero quedar como un baboso. Es importante tener teléfono para conseguir trabajo:
¿Pero cómo lo vas a pagar?
—Por eso vine a verla, ayúdeme un poquito este mes.
—De dónde querés que saque hijo, soy sola y vos sabés que tu papa ni se acuerda que yo existo y que tiene hijos por ahí.
Pero tiene la pensión.
Con eso no me alcanza ni para la semana.
—Ayúdenos con algo de comida.
—Siempre los he ayudado con la comida. Pero te dije que no te metieras con esa mujer que no sabe hacer nada...
—Mama, no se meta con ella.
—¿Por qué no está trabajando en la tabacalera?
—Usted ya sabe, cuando las mujeres están panzonas, las echan. Y no es fácil conseguir pegue en este momento. Mis hijos son sus nietos, están enfermos y no tengo qué darles.
—Si no hubieras comprado esta cuestión —puso el celular sobre la mesa—, tendrías. Pero tus amigotes te convencieron, por andar jodiendo.
Porfirio comprendió que el diálogo era estéril y se levantó. La madre puso sobre la mesa una bolsa de arroz, una de frijoles, y una botella de aceite.
—Eso es lo que te puedo dar, hijo. Si te doy más, yo misma no voy a comer.
Porfirio volvió a dejar el celular en la casa de su mamá: ni siquiera tenía ganas de mostrarlo a sus amigos. Además, si el maestro de obras se enteraba, quizá lo echaba. De regreso en la casita, le entregó triunfante las provisiones a su mujer. Ella ni siquiera sonrió, sólo dijo:
—¿Tu mama nos va a dar de comer?
Siempre nos ha ayudado.
Pero no nos va a poder ayudar todo el mes.
Porfirio entonces sacó el billete de cien córdobas.
—Me dieron un adelanto.
Así pasaron la primera semana del mes, apunta de arroz, frijoles, unas tortillas y algún fresco de semillas. Compraron una lata de leche en polvo para el bebé. Pero al décimo día de comer exactamente lo mismo, y cada vez menos cantidades, los mayorcitos dejaron de jugar y el bebé comenzó con diarrea. Todos tosían ahora, incluida la madre. Y Porfirio pensaba: si llegamos a fin de mes, ya está. Pero a medida que transcurrían los días el horizonte del día 30 parecía alejarse cada vez más. Como en una pesadilla, él intentaba acercarse y el horizonte se alejaba. Hasta que por fin, cuando ya quedaban veinte pesos de los cien que le había dado a su mujer, y no viendo ninguna otra salida, Porfirio dijo lo que ella temía que dijera:
—No nos queda más que mandar a los niños a la calle a pedir. Así están resolviendo los de enfrente, los chigüines traen algunas monedas, no creas. Con que les digamos que lo hagan como si estuvieran jupando...
Tendría que estar muerta yo para que vos mandés a tus hijos a pedir -lo interrumpió ella, con un tono de voz que lehizo comprender que nada la haría cambiar de opinión.
—¿Y, entonces, según vos, qué vamos a hacer?
—Me voy con los niños ala casa de mi mama, allá en el pueblo por lo menos hierba podemos comer. El tierno se nos está quedando en la pura pielcita.
Porfirio miró entonces al bebé y, de repente, se dio cuenta de que, aunque ya tenía tres meses, parecía un recién nacido. Tenía los ojitos hundidos y ya ni siquiera lloraba. Ni medicamentos podían comprar. Sí, era mejor que se fueran al pueblo.
—¿No podés regresar ese aparato y que te devuelvan la plata? De todos modos ni siquiera lo podés usar.
Porfirio se quedó callado. Luego, sin más palabras, se acostaron todos sobre el camastro. Por la mañana los acompañó a tomar el bus. Al despedirlos, les dijo solamente:
—Llego el domingo —después dio media vuelta y se fue.
Era apenas lunes, iba a tener que pasar toda la semana solo. Si hubiera tenido una tarjeta por lo menos hubiera podido chatear consu celular, quizá encontrarse alguna morenaza tremenda, o una rubiadespampanante, de dientes blanquísimos. Pero no tenía un centavo en la bolsa. Antes de ir a la obra, pasó por la casa de su mamá, a comer algo. Al verlo llegar, ella puso tortilla y cuajada en un plato, y una taza de café.
—Sólo venís cuando tenés hambre —comenzó.
—La Juana se llevó los niños a la casa de su mama, ya no hay que darles de comer —argumentó él.
—Eso supuse —asestó despectivamente.
Porfirio engulló las tortillas y el queso, vació la taza de café, se levantó airado, chequeó el sitio donde su mamá tenía escondido el celular, y se dirigió hacia la puerta. Ella le salió al paso con un plato de gallopinto envuelto en plástico, para el mediodía. Al entregárselo, aprovechó para murmurar “me imagino que vas a venir a comer esta noche”. Pero él no contestó.
Aquella noche Porfirio consiguió una bolsita de pega y pidió al fiado una media de guaro en la venta. Estaba decidido a no ir por la casa de su mamá. No quería que lo humillara más. Se acostó en el camastro y fue bebiendo sorbo a sorbo el ron lija, inhalando alternativamente los vapores del pegamento. De repente se olvidó del hambre, del celular, de sus niños, de su mujer y de su mamá. Toda la casa empezó a dar vueltas y por fin, se durmió. Pero por la madrugada, con un fuerte dolor de cabeza y un hambre voraz, no le quedó más que ir a la casa de su mamá. Encontró sobre la mesa el plato con las torillas, la cuajada y la taza de café. Y al lado del plato, el envoltorio con gallopinto para el mediodía. Pero ella no se apareció. Porfirio desayunó precipitadamente, fue a mirar si estaba el celular en su sitio. Tranquilizado, salió.
Así pasó toda la semana, comiendo en la casa de su mamá, sin verla. Cada vez había pedido fiado una media de ron en diferentes ventas donde lo conocían, y ya no sabía a dónde ir. Se le había acabado el pegamento. Aquél sábado, cuando regresó a su casa, sintió un enorme cansancio. No tuvo fuerzas para nada, y se acostó con la esperanza de dormir pero no pudo. Sólo podía pensar en el celular. Desde que lo había comprado no lo había sacado de la caja. Para qué, si no podía comprar la tarjeta. Además, su mujer se había ido con los niños. Su mamá ya ni quería verlo. Jamás había conocido a su papá. Sabía que tenía hermanos, pero nunca los había visto. Y aquellos que creía sus amigos, y que tanto lo habían alentado a comprar el celular, al enterarse de que por fin lo tenía, lo habían estado evitando, como para impedirle el gusto de que les anunciara él mismo que lo había comprado. Recordó, por ejemplo, que se había cruzado con Edgard una tarde: «Ya no uso esa babosada», le había dicho, y se había alejado, sin darle tiempo a decir nada. Sin embargo, Porfirio ya sabía que lo habían ido a buscar los de la tienda, porque debía dos meses, y lo había tenido que regresar.
Estos pensamientos comenzaron a girar y a girar en su mente, y siempre volvía, obsesivamente, al celular. Comenzó a sentir cólera, sin saber exactamente contra quién. Pero pronto el enojo se transformó en tristeza, en una especie de profundo desencanto generalizado. No había bebido ni inhalado pegamento, estaba totalmente lúcido cuando pensó que una vida así no tenía sentido. A los 28 años, estaba totalmente arruinado, con deudas, solo y sin fuerzas. Sus ojos subieron hasta el techo de la casita y recorrieron de punta a punta la viga que lo sostenía. Recordó con precisión el día en que la había instalado. Observó una hilera de zompopos entrando y saliendo por un costado y pensó: “Se la están comiendo”. Un instante después, como si otro ser hubiera tomado el control de sus movimientos, se levantó lentamente y se dirigió hacia la puerta.
Con paso seguro caminó hasta la casa de su mamá. Ella, desde el patio, lo había visto venir y se había eclipsado. Porfirio notó que no había comida sobre la mesa. De todos modos, fue directamente al escondite y sacó la caja. Echó un vistazo a su alrededor, al lugar donde había nacido y crecido. Sabía que su mamá estaba en el patio, quiso decir algo, y aunque abrió la boca, nada salió. Entonces caminó de regreso a su ranchita, como si tuviera una cita urgente.
Al llegar abrió la caja y extrajo el aparatito, lo palpó, lo acarició pensando en las manos de la vendedora, en sus dedos finos. Luego colgó el celular en el cinturón, como había visto a otros hacerlo fachentamente por las calles. Sonrió con malicia al pensar que los de la tienda tardarían en recuperarlo, porque la policía lo incautaría como pieza de convicción. Subió a una silla, ató la cuerda a la viga y deslizó la cabeza por el nudo. Miró fijamente el almanaque que le habían regalado en “El Gallo de Las Segovias”, desde donde una muchacha sonriente, exhibiendo su ombligo como un guiño seductor, parecía hablarle por el celular. Porfirio le hizo un saludo ala chica con la mano izquierda, con la derecha aferró su celular, y dio un paso en el aire.
La viga crujió, pero no cedió.
Estelí, Nicaragua, septiembre 2003

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LOS SEMÁFOROS DE LA POST-MODERNIDAD
“A veces ocurre que un accidente, afortunado o desafortunado, e incluso un encuentro fortuito, tienen más peso, en nuestro sentimiento de identidad, que la pertenencia a un legado milenario”.
Va iniciado el tercer milenio según el calendario occidental ycristiano, mi ciudad, a besar de albergar a más de cien mil habitantes, sigue siendo un pueblo grande. Digo esto porque sólo tenía, hasta hace poco, un único semáforo. Además de ser el único, jamás los chico1 tuvimos la oportunidad depararnos a verlo pasar del verde al amarillo, del amarillo al rojo, porque era de ésos que tienen un solo disco y emiten todo el tiempo una luz intermitente, de tal manera que llega un momento en que nadie les presta atención y pasan a formar parte del paisaje urbano.
Además, por no ser un semáforo tricolor, tampoco podíamos experimentar ese orgulloso desafío de atravesar sobre un paso peatonal delante de las narices de los automovilistas, resignados a detenerse, por una vez, ante un ser humano. De hecho, en el cruce de nuestro exclusivo semáforo parpadeante, ni siquiera había pasos peatonales en la calzada: de nada hubieran servido.
Sin embargo, es injusto que diga que aquél semáforo no servía. Sí servía, pero para algo que no tenía nada que ver con su función originaria: era utilizado como una referencia topográfica en las direcciones. “Del semáforo, dos cuadras al este, cien varas al norte, portón verde”. O sino, “del semáforo, una cuadra arriba (es decir al este, por donde sube el sol), dos al sur, media abajo (al oeste, por donde baja el sol)”: Así, el semáforo servía para algo, pero como cualquier otro edificio o accidente geográfico suficientemente reconocible de todos. Porque así son todas las direcciones no sólo en mi ciudad, sino en toda Nicaragua. No existen las calles numeradas, ni los códigos postales.
Quizá fue esa función orientadora lo que le permitió a este semáforo sobrevivir durante años sin cumplir su verdadera función,  cosa que jamás le sería dado aún funcionario público de bajo rango (aunque es exactamente lo contrario con los funcionarios de alto rango). Quiero decir que una vez que el semáforo ocupó un espacio propio en el imaginario colectivo, probablemente la municipalidad consideró mejor conservarlo. Quitarlo hubiera significado graves trastornos que uno no imagina. Comenzando por los empleados de Correos, que distribuían numerosas cartas cuyas direcciones comenzaban con "Del semáforo...". Por otro lado, muchas personas que no  eran de la ciudad llegaban con esta indicación para buscar ya sea un albergue, un familiar, un amigo, un comercio. En fin, muchas tiendas comerciales tenían toda su publicidad hecha con esta referencia, sin contar la cantidad de tarjetas personales de particulares, empresas o instituciones, impresas en miles de ejemplares.
Entonces, sacar el semáforo no sólo significaba un riesgo político para el alcalde (electo con muy pocos votos de diferencia), sino que probablemente hubiera pasado lo que pasó con numerosísimas referencias topográficas de la ciudad de Managua, que fueron completamente destruidas con el terremoto de 1972, y obligó a la gente a funcionar con una ciudad fantasmagórica y direcciones que comenzaban, por ejemplo, con “De donde fue la gasolinera, dos cuadras al este...”. Un detalle folklórico a primera vista, pero que obligaba a los recién llegados a comenzar por averiguar dónde había estado la tal gasolinera. Incluso, en algunos casos, a la manera de las muñequitas rusas, la segunda explicación traía escondida otra referencia ya inexistente por algún otro motivo, sumiendo así al viajante en un laberinto infranqueable de diferentes estratos, algo similar a esos escenarios perturbadoramente metafísicos de Borges, donde el espacio y el tiempo se diluyen caprichosamente. Por esta razón, lo más práctico era subirse a un taxi, recitar la dirección como un loro y confiar en Dios, a riesgo de ser paseado por varios barrios de una ciudad en escombros, antes de llegar a destino. Estas carambólicasdirecciones tenían, además, el sorprendente mérito de haber logrado que siguiera existiendo en muchas cabezas lo que hoy llamaríamos una “ciudad virtual”, de generación en generación.
Pero en mi ciudad-pueblo no se podía ir voluntariamente hacia tan arriesgados trastornos urbanos, ya que no solamente no habíamos sufrido un terremoto como el de Managua, sino que ostentábamos milagrosamente un único y ya famoso semáforo. Cuando digo famoso no es por ironía. En verdad el semáforo se había transformado en un atractivo turístico, y cualquier visita de la ciudad que se respetara, debía incluir dos puntos especiales dentro del casco urbano: El Semáforo, y La Esquina de la Bomba (los restos de una enorme bomba lanzada por la aviación somocista durante la insurrección, que luego la municipalidad revolucionaria había inmortalizado erigiéndola en monumento, dejándola clavada sobre una acera). No ver estas dos cosas era como estar en Buenos Aires y no pasar frente al Obelisco, o peor aún, viajar a París y cometer el inconcebible atropello de no ir a ver la Torre Eiffel. Imposible entonces quitar El Semáforo.
Pero un fatídico día de este nuevo milenio, de repente, la municipalidad decidió instalar dos nuevos semáforos, de los de verdad, de tres colores. A pesar de que este anuncio nos llenó de orgullo a todos, y los periodistas locales lo esgrimieron como una de las marcas visibles de nuestra entrada en una nueva era (alguno habló incluso de post-modernidad, sin percatarse de que habíamos visto pasar la modernidad por la vereda de enfrente), yo quiero decir aquí que esos dos nuevos semáforos estuvieron estrechamente vinculados a una de las mayores desgracias de mi vida. Desde entonces, aborrezco cualquier tipo de semáforo, intermitente o tricolor. Ahora que han pasado los años y he tenido la oportunidad de viajar a otros países, me he encontrado hasta con semáforos parlantes, para los ciegos, que dicen “pase ahora”, “espere”, “no pase”. Estoy de acuerdo en que son adelantos extraordinarios de una sociedad respetuosa de las diferencias. Pero aun así, en cualquier ciudad donde esté, nunca atravieso una calle por los pasos peatonales de los semáforos: me quedo acierta distancia y espero pacientemente a que el flujo de vehículos disminuya y me cuelo a los saltos, como un salvaje que no conoce la post-modernidad, por los resquicios de la circulación. A veces he estado a punto de ser atropellado, o casi he provocado accidentes telescópicos entre varios vehículos, y he sido insultado numerosísimas veces, perseguido por policías en Holanda, multado en Londres y delatado por civiles en Suiza...pero nada de esto me ha ayudado a superar el rencor que siento por los semáforos desde que...
Yo era estudiante de secundaria y mi padre tenía una posada de cierto renombre, no tanto por su lujo, sino por su antigüedad: “El Mesón”. Todos lo conocían, y por eso también era una referencia geográfica. Para que pudiera ganarme unos pesos, mi padre proponía a los turistas que conocieran la ciudad con un guía de confianza, el propio hijo del propietario, qué mejor garantía—les decía— en un país donde la miseria hace crecer el crimen como mala hierba. Para rematar, les refería los dos o tres últimos asaltos a turistas y así, casi todos preferían mis servicios a los de cualquier oferta callejera. Para mayor transparencia, habíamos estampado en un papel ala vista de la clientela las tarifas diarias. Mis amigos sentían una profunda envidia por este trabajo, que funcionaba de maravilla. Yo ni siquiera tenía que buscar los clientes, porque mi padre organizaba los horarios y me los comunicaba en el desayuno. En temporada altallegaba atener la semana completa organizada anticipadamente. En poco tiempo tuve recorridos bien armados y aceitados, según que los clientes tuvieran vehículo o no. Pero siempre, magistralmente, concluía mi paseo con el broche de oro —El Semáforo—, al final del día, cuando el incesante parpadeo del disco resultaba más impactante en la penumbra, haciéndolo aparecer como una gigantesca luciérnaga estática.
Hasta que un día, ay, llegó una familia de italianos y cuando me presenté ala habitación ala hora fijada para iniciar la visita, me abrió la puerta una muchacha (después supe que era la hija mayor de la pareja), de quien, al instante, me enamoré perdidamente. Y tengo la íntima convicción de que la llamarada que se encendió en ese segundo nos abarcó a los dos. Yo no pude ni siquiera decir «buenos días», porque me quedé trabado, como un reloj al que se le acaba la pila. Ella, Marina (¡Marina!), después de un instante de silencio, dijo “buongiorno”, y se quedó tiesa también mirándome. Quizá fueron segundos, no lo sé. Pero esos segundos son los momentos más intensos que recordaré hasta el día de mi muerte (que, como dije;podría ocurrir en cualquier calle, bajo un vehículo). Una especie de arco voltaico se produjo desde sus ojos verdes hasta los míos negros como el azabache. No quiero describirla en detalles porque me hace mucho daño. Para los cinéfilos puedo ofrecer unapálida analogía: se parecía en algo a OrnellaMutti, pero con la boca más fina, menos carnosa, y por lo tanto menos escandalosamente sexual. Para colmo, debíamos tener la misma edad.
Toda la visita que hice con aquella familia—papá, mamá, hermano menor y Marina-Ojos-Oceánicos (como la bauticé íntimamente)— fue para mí como un dulce suplicio. Aquella tarde, cuando empezaba a caer el sol los conduje, como ya supone el lector, a El Semáforo, mientras en el trayecto iba magnificando con algunas anécdotas el cruce, donde tales y cuales personajes célebres se habían dado cita, donde sucedió aquella sangrienta trifulca o donde había pasado contra la vía Pedrito El Hondureño cargando el botín de aquél mítico atraco simultáneo a todos los bancos. Los padres detuvieron el vehículo alquilado y quisieron descender a sacar unas fotografías, para mostrar en Italia que habían estado en una ciudad nicaragüense donde sólo existía un semáforo. Marina y yo habíamos pasado todo el día mirándonos furtivamente. Mis impulsos sexuales estaban agazapados bajo mi piel como potros listos a salir del corral en estampida. Cada vez que nos mirábamos, el mundo se detenía. Entonces, cuando se bajaron del vehículo, por tácito acuerdo, Marina y yo nos quedamos en el auto. Mientras observábamos a papá tomando las fotos y a mamá comprando un helado al hermanito de Marina, con el corazón en la boca, le dije:
—Volio verte...
—Ío también, pero ¿Aove?
Los dos chapuceábamos en itañol y nos entendíamos perfectamente. Entonces, cuando me preguntó dónde vernos, no dudé un instante:
—¡Aquí mismo, en El Semáforo, no te podés perder!
—Va tiene, pero no puedo questasera... el mío papa... —e hizo un gesto de desencanto mirando a su padre por la ventana— ¿Domanimatina? —propuso.
Mañana por la matinaío no puedo, devoandare a Managua. Pasado domani al mezzogiorno —contrapropuse, con el cuore a punto de estallar mientras buceaba en sus ojos verdes.
Es que yo no tenía alternativas: Mi padre me enviaba a Managua a recibir en el aeropuerto a unos clientes muy amigos de él, a quienes yo debía ayudar con algunos trámites, luego dejar hospedados en un hotel de su elección y regresar. Era imposible fallarle ami padre, no me lo perdonaría jamás. Sin embargo, sabía que los italianos se quedaban dos días más en El Mesón. Como bien me lo había aclarado Marina, sus padres no la dejarían salir de noche sola al día siguiente, cuando yo regresara de Managua, y por ello nos dimos cita con un día de por medio, al mezzogiorno.
D’accordo—dijo la boca de Marina, a la que yo estaba suspendido.
Entusiasmado hasta sentir mareos, estiré la mano y la puse sobre la suya. Ella me sonrió y se acercó. Íbamos a besamos cuando se oyeron voces cerca del vehículo, y nos apartamos uno del otro sobresaltados como si hubiésemos visto una serpiente, volviendo a nuestras posturas neutras, justo en el momento en que su hermanito entraba con italiano estrépito por la puerta trasera, esgrimiendo provocativamente su helado. Pobre, a su edad no podía adivinar que yo me estaba derritiendo por su hermana, en cuya boca hubiera querido fundirme. En esos momentos mi horizonte se terminaba ahí, en la cita que nos dimos, y me daba la impresión (ahora me doy cuenta de que esa impresión era exacta) de que en ello estaba condensado todo mi futuro.
—¡Fantástico, Luigi, ¡semáforo! exclamaron papá y mamá al unísono, llamándome con mi nombre traducido, y después agregaron: ¿Andiamo a la posada?
Al día siguiente, como estaba previsto, al alba, tomé un bus para Managua. Pero había pasado buena parte de la noche anterior pensando en Marina, de modo que me dormí hasta llegar al aeropuerto, a pesar del increíble bullicio reinante en el habitáculo del transporte público, entre el ajetreo histérico del cobrador, pleitos de pasajeros, gritos de vendedores, y música ranchera a todo volumen. Acompañé distraídamente a los amigos clientes de mi padre, unos franceses que arrastraban las eres por el fondo de la garganta y siseaban igualito a la mofeta frívola y engreída de aquellos dibujos animados que, para enamorar a sus candidatas, siempre les decía “me parrresse que yhánoss hemos visstoantess, ¿verrrdad?”.
Cuando estuve de regreso en la posada, por la noche, averigüé que la familia italiana había salido a cenar. Me quedé montando guardia en el hall, mirando sin ver la televisión hasta que oí las voces tintineantes en la entrada, y fui todo ojos. Los vi pasar y todos me dijeron “¡buonasera, Luigi!”, y siguieron por el pasillo hacia los cuartos. Sin embargo, cuando ya estaba por desaparecer, Marina se dio vuelta y sus ojos profundos se detuvieron sobre mí un instante, sonrió levemente, y supe que la cita se mantenía. Si alguien en ese momento me hubiera introducido un alfiler en un brazo, no lo hubiera sentido. Me dormí feliz. El transcurso de la mañana siguiente me pareció un siglo, hasta que se acercó el mediodía. Mi padre me notó tan distraído que hasta bromeó con eso de que “parece que estás enamorado”. En lo único que me concentré verdaderamente fue en decirle que tenía una reunión con mis amigos y que almorzaría cualquier cosa por ahí, que no me esperara. Y me fui al semáforo, a nuestra cita. Nunca antes me había sentido como en ese momento, y jamás volví a sentir esa levedad. El mundo era un paraíso, yo era Adán e iba a encontrarme con Eva. Ella me extendería una manzana.
En El Semáforo esperé, ansioso, a Marina. La esperé diez minutos, después media hora. Pensé salir disparado hacia la posada y tratar de saber qué pasaba, pero corría el riesgo de cruzarme con ella en el camino. Por un segundo pensé que se había perdido, pero habiendo un solo semáforo, era imposible. Además, semáforo se dice igual en italiano. Pasó una hora y yo bajo el sol, derritiéndome de verdad esta vez, incapaz de meterme bajo una sombra por el absurdo temor a que Marina no me viera. Pensé que se había arrepentido o que se había burlado de mí, y tuve ganas de llorar. Pensé de todo. No almorcé. Regresé cabizbajo dos horas más tarde a la posada y mi padre me dijo, con aire cómplice, “ajá muchachito,dónde te habías metido, la chica italiana te dejó un sobre, acaban de salir para el aeropuerto”. Mi padre no sabía que lo que me estaba diciendo era como si, en una pesadilla, de pronto comenzara a caer hacia el fondo de un abismo. Tomé el sobre y salí a la calle otra vez. En la vereda lo abrí. Decía, solamente: “Luigi, te esperé una hora en el semáforo, Marina”.
En ese momento no entendí nada. Pero al regresar a la posada, como si caminara hacia una prisión de la que jamás volvería a salir, vi el periódico del día anterior abierto encima de una mesa del hall, donde anunciaban con gran pompa la instalación de los dos nuevos semáforos. Y precisamente, como eran nuevos, se le rogaba a la población paciencia, porque los primeros días iban a estar funcionando intermitentemente, como el viejo, hasta que fueran regulados definitivamente (como en efecto sucedió). Los titulares hablaban de progreso, de ordenamiento del tránsito, del tercer milenio y, como dije, hasta de ciertas aberraciones como eso de la post-modernidad. Aparecían fotos del alcalde y de otras autoridades sacando pecho, dándose la mano y ofreciendo declaraciones grandilocuentes. Pero nadie, en ningún sitio, mencionaba a una muchacha italiana y un adolescente nicaragüense que se habían perdido de vista por culpa de esos malditos semáforos posmodernos que el destino utilizó, en realidad, para desordenar el tráfico de nuestro amor, que se extravió para siempre en las calles divergentes de nuestras vidas. Pues estoy convencido de que ella se fue a Italia pensando que yo me había burlado de ella: Marina, que no dejó una dirección, jamás me escribió.
Estelí, Nicaragua, enero de 2003

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HORIZONTE ASFALTADO
No crucés Nemesio Daniel! ! —gritó la madre, cuando el niño empezaba a correr sobre el asfalto.
Cuando nació Nemesio Daniel, cinco años atrás, su papá todavía no se había ido de la casa con la otra mujer. Eligieron juntos los nombres del bebé. El primero lo escogió el padre, por evidentes fanatismos beisbolísticos, el segundo la madre, porque seguía convencida de que el Frente les iba a poder dar un futuro mejor.
Su papá se fue cuando Nemesio Daniel tenía tres años. Era un hombre joven y estaba apenas iniciando el tradicional ciclo multifamiliarque se perpetúa secularmente. Nemesio, el que “le tenía” Aracelli, era el primero de una serie que seguiría alargándose con el tiempo. Sin embargo, por ser éste el primero (ya le tenían dos más en Managua), sentía cierta predilección por él. Por eso venía desde tan lejos como Managua a verlo, cuando podía.
Cuando podía. No le era posible ir regularmente, por limitaciones estrictamente materiales. Y aunque no las tuviera, la regularidad ola puntualidad son conceptos inconcebibles en estos pueblos que bordean la ruta panamericana, donde la única certeza es la incertidumbre. Pero Nemesio Daniel, como dotado de un sexto sentido, podía presentir —como logran anticipar movimientos telúricos los indígenas y ciertos animales— la llegada de su papá. Empezaba sintiendo una sensación que no controlaba, después una fuerza lo imantaba hacia la carretera y ahí se sentaba a esperar. Entonces nadie lo podía mover de ese lugar hasta que no se cerciorara, con el paso del bus, si su instinto había acertado o no.
El paroxismo de su espera llegaba cuando reconocía los fuertes resoplidos del motor durante los cambios de marcha, escalando la última parte de la cuesta, que además era una curva, por lo que naturalmente mucho antes de que asomara la trompa de ese dragón semidestartalado y jadeante que llamamos condescendientemente bus, ya Nemesio Daniel sabía que llegaba El Expreso de Managua. Con el vientre lleno de pasajeros y una monumental carga sobre el techo, se mostraba de cuerpo entero lanzando un estampido victorioso, como si se golpeara el pecho con un grito de triunfo, un cornetazo idéntico al de un buque sobre el Mississipi, tan potente que espantaba a vacas y a perros. Por eso también, se había ganado el título de Pitón, que su dueño le había inscrito, orgullosamente, en la parte frontal.
Si el Pitón traía pasajeros que bajaban en la comarca “El puentecito”, se detenía casi frente ala casa de Nemesio Daniel. Cuando esto sucedía, el niño asistía a un ritual siempre idéntico: un muchacho sorprendentemente ágil salía por una ventana trasera del bus aún en movimiento, se montaba al techo en un santiamén y aflojaba las cuerdas parabajar los bultos. Los pasajeros se arremolinaban expectantes aun costado, mientras el bultero les alcanzaba las más inverosímiles cosas con alardes de maestría y órdenes perentorias, desde colchones hasta baldes de pintura o jaulas con animales, deslizándolas en el extremo de una simple vara con un gancho. El muchacho ejecutaba allí su papel estelar, con un escaso público, es verdad, pero al que mantenía en vilo observando la peligrosa trayectoria de sus preciadas pertenencias. Al final, sin que nadie lo aplaudiera, volvía a atar apresuradamente las cuerdas de la lona de protección y gritaba “¡sáquelo!”. El bus se ponía otra vez en movimiento y el actor-bultero desaparecía en un instante, como escurriéndose entre bambalinas.
Mientras todo esto sucedía, Nemesio Daniel se agazapaba pegando la cara contra el asfalto, desde el otro lado de la carretera, escrutando lo que podía ver de los pasajeros, es decir, apenas desde los zapatos hasta la rodilla, y trataba de adivinar si su papá se había apeado. Si lo confirmaba, se levantaba triunfalmente y gritaba hacia la casa de palos, barro, plástico y cinc que estaba un poco más allá:
—¡Mamá, ahí viene mi papá!
Ella aparecía en el vano de la puerta, alborotada, con una mezcla indefinible de alegría y de zozobra, que el tiempo iría transformando en frustración y hábito. Mientras Aracelli se acercaba a la carretera, miraba recelosamente a ambos lados y cuando estaba segura de que no venía ningún vehículo, autorizaba a Nemesio Daniel a cruzarla. Elniño salía disparado como una flecha.
Los pobladores debían tomar todas estas precauciones porque en los últimos años había aumentado considerablemente el paso de los gigantescos camiones al estilo norteamericano, los temerarios reyes absolutos de la circulación. Este sector de furgoneros del Norte, a través de oscuras negociaciones gubernamentales, había desplazado definitivamente al tren por ser “vetusto” (aunque, extrañamente, los trenes seguían circulando en países muy desarrollados, y cada vez más). El asfalto había aparecido como por arte de magia, sólo en la carretera panamericana. Así, estos enormes gusanos motorizados pasaban a gran velocidad entre los pueblos trasegando mercaderías y bienes para ser consumidos en las capitales. Y con el súbito aumento de estos furgones, habían llegado también las famosas camionetonas,cuyos ocupantes circulaban separados del desagradable mundanal ruido, parapetados detrás vidrios totalmente polarizados y respirando un aire diferente al de los simples mortales.
La expectativa de Nemesio Daniel aumentaba también por la posibilidad de que su papá le trajera alguna magnífica sorpresa venida de un mundo mítico para él, que brillaba en su imaginación como un colosal emporio de otro universo--i Managua, la capital, donde descargaban los furgones!—. La última vez, precisamente, le había traído una hermosa camioneta de juguete, igualita alas que veía pasar atoda velocidad frente a su casa. Y la suya también tenía los vidrios polarizados.
Aquella mañana de noviembre de 2001, como tantas otras, Aracelli limpiaba frijoles. Pero ésta vez, al igual que en las últimas semanas, hacía las cosas mirando al mismo tiempo las imágenes de la televisión donde la campaña electoral ocupaba los mayores espacios de los escasos canales que lograba captar. Se sentía entusiasmada con la idea de que podía ganar El Frente, porque pensaba que ya tanto tiempo habían estado en el poder los liberales y todo estaba peor que antes. Sin embargo, le llamaba la atención cómo la gente que andaba metida en “el molote de la campaña”, como decía ella, todos se veían sanos y rellenitos. A pesar de hablar de los innumerables problemas del país, parecían vivir en otro mundo. Se hablaba mucho de corrupción, por ejemplo, pero después, cuando terminaba la campaña, todos se saludaban sonriendo como si nada hubiera pasado. Qué raro.
Aunque no entendía lo que era, Nemesio Daniel se había dado perfecta cuenta de que no podía competir con la televisión cuando su mamá le decía “estoy mirando la campaña”. No comprendía que su propia madre pudiese interesarse más en otro Daniel que no fuera él. Por eso, aquél día, cuando vio que ella comenzaba a enajenarse con ese asunto, él salió al patio delantero de la casa a buscar con qué divertirse. Agarró su camionetona y le amarró un cordel. Con un palo trazó una carretera en la tierra y comenzó a deslizar el pequeño vehículo, remedando el ruido del motor, haciéndolo arrastrarse en algunas curvas pronunciadas. Se imaginaba dentro del bólido conduciéndolo, vivía el vértigo de la velocidad y el riesgo de los posibles accidentes. Hacía los gestos sofocados ante el peligro y reproducía el claxon o los chirridos de las ruedas en el pavimento.
De repente, algo lo detuvo. Se quedó callado un momento. Luego recogió bajo el brazo la camioneta y fue acercándose al borde de la carretera. Algunos vehículos pasaban a gran velocidad después de aparecer súbitamente al final de la curva, sobre la que clavó la vista. Los carros, al advertir la presencia de Nemesio Daniel sentado al borde, pitaban, pero no aminoraban la velocidad. Muy al contrario, cuando se encontraban con ese pedazo de recta se sentían impelidos a acelerar, para aventajarse unos a otros y demostrar la mayor potencia de sus camionetonas. Al pasar miraban al niño reprobadoramente y le hacían gestos para ahuyentarlo. Todos actuaban como si fueran dueños no sólo del pedazo de tierra donde Nemesio Daniel estaba sentado y había nacido, sino dueños también de la carretera panamericana en su totalidad.
El sexto sentido de Nemesio Daniel le acababa de indicar que se estaba acercando El Pitón. Muy probablemente su papá venía en él, por lo tanto, lo tenían sin cuidado las camionetonas que querían ahuyentarlo. Para esperar, se sentó y miró el suelo donde pasaban y pasaban zompopos por una carretera propia. Cargaban inmensos pedazos de hojas sobre la cabeza y hasta palitos. Se acordó entonces que tenía bajo el brazo la camionetona que le había regalado su papá. Cuando veía que un zompopo distraído se apartaba del camino que seguían todas, ....raaaan! !, le pasaba con una rueda por encima y lo aplastaba. Con infantil crueldad se entusiasmó jugando a eso: zompopo que se apartaba, le tocaba primero la bocina, y después lo arrollaba, como castigo.
Mientras tanto, dentro de la casa, su mamá había subido el volumen del televisor. En la pantalla se veía al candidato de su esperanza y aunque no se entendía muy bien lo que decía, le parecía que hablaba como ellos, no como esos gordos cheles liberales que seguro que nunca habían vivido en Nicaragua.
Y afuera, Nemesio Daniel ya estaba seguro de que en cualquier momento aparecería el bus. Estaba excitadísimo, el corazón le daba retumbos. Ya ni siquiera jugaba con los zompopos y había vuelto a ponerse la camionetona bajo el brazo. Miraba alternativamente la salida de la curva y la puerta de la casa, porque le encantaba anticiparse a su mamá y ser él quien le anunciara la llegada del bus, para verla salir corriendo toda alborotada a último momento.
En eso oyó el inconfundible resoplido del cambio de marchas y el estrépito mecánico, y unos segundos después la trompa amarilla del bus asomó en la salida de la curva, bajo el sol ardiente. ¡El Pitón!, exclamó Nemesio Daniel. Como siempre lo hacía, se levantó, dio unos pasos hacia la casa y gritó:
—¡ ¡Ahí viene el bus mamá! ! —y esperó para verla salir.
Pero dentro de la casa Aracelli estaba suspendida a los labios de su candidato, escuchando palabras esperanzadoras: “¡Vamos a erradicar la pobreza, habrá más escuelas, hospitales y trabajo... el futuro será como una carretera asfaltada!” Afuera, Nemesio Daniel, sin poder competir con ese candidato, impotente, regresó al borde de la carretera. Fue entonces que se le ocurrió aquella idea: le demostraría a su mamá que él podía cruzar solo la carretera. Y además, si su papá estaba en el bus, también vería que él ya era un niño grande, lo levantaría en sus brazos y todos los pasajeros lo verían, triunfante. El bus se acercaba. Nemesio Daniel se levantó, miró hacia ambos lados de su horizonte asfaltado, y no vio nada. Sobre todo, no vio la camioneta—tan parecida a la suya—que surgió repentinamente de detrás del bus, y aceleró.
Estelí, Nicaragua, diciembre de 2001

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ANTROPOLOGÍA SUBURBANA
Elotro día vi pasar a un hombre entre las gotas de lluvia, a mí eso no me parece cosa fácil, yo que voy al gimnasio tres veces por semana puedo decirlo. Y nadie me va a decir que fue una ilusión. Se lo he contado a algunas amigas, pero no me creen. No sé si es un asunto de brujería, o de qué. Quizá cometí un error en decirlo. Ahora algunos andan diciendo que me estoy volviendo loca. No me lo dicen así, claro, pero me dicen “Qué te está pasando darling, deberías salir un poco a tomar aire”, y cualquiera entiende lo que eso quiere decir, ¿no?
Como usted sabe, nosotros vivimos en una zona selecta de la ciudad. Pero yo digo que, en realidad, es un barrio marginal... ¿Por qué se ríe? ¿Que no se rió? Ah, me dio la impresión. Es que a veces me preguntan con un torito de burla, ¿por qué dices eso? ¿Se fijó que no uso el “vos”? Nosotros aprendimos a hablar correctamente el español cuando vivíamos en Miami, en los largos años del exilio. Nos relacionamos con muchos cubanos, pero de los buenos, ¿me entiende? Por eso usamos el tú... Otra vez me dio la impresión de que se rió, ¿que mire el techo y me concentre en la historia que le iba a contar? Ah, sí, la de aquel hombre que pasaba entre las gotas. Está bien, pero sepa que aunque no parezca, nosotros fuimos exiliados políticos también.
Pero déjeme explicarle algo antes: cuando me preguntan por qué digo que estamos marginados, les explico que nuestro barrio está algo apartado del resto de la ciudad, es decir que, geográficamente hablando, estamos en las márgenes, ¿o no? Cuando uno está en las márgenes, está marginado. Somos minoritarios. Si usted se fija bien, lo que menos hay en este país son ricos, somos muy pocos. Si fuéramos más, nos sentiríamos menos solos, no tendríamos que ponerles muros con alambradas y portones de seguridad y guardiasdía y noche a los lugares donde vivimos. Además, cuando organizamos fiestas y actividades de clubes (tenemos varios clubes), estamos siempre nosotros. Ellos, en cambio, en sus fiestas populares están todos juntos. Obviamente, nosotros no podemos estar en esas fiestas, sentaría un mal precedente. ¿Usted va a esas fiestas populares? ¿Que no soy yo quien hace las preguntas? ¿Que vuelva a contarle de aquel hombre que no se mojaba? ¿Eso le interesa tanto? Sí, es verdad, yo comencé con eso, okay. Pero déjeme terminar lo que le estaba diciendo.
Sobre esto de estar marginados, a veces hablo con las amigas que vienen a jugar al bridge. Mi marido, cuando me escucha, me dice que deje de decir tonterías (a veces se le escapa y me dice “babosadas” y mis amigas se miran entre sí como diciendo de dónde salió este bruto). Él dice que las cosas están bien así, que las diferencias sociales y económicas las creó Dios, que no hay que meterse en asuntos divinos. Con él no me pongo a discutir, porque estudió en la Texas University y tiene un Máster en no sé qué que lo sacó con el Banco Mundial, imagínese, con tanto diploma americano, sino sabrá lo que dice. Pero cuando lo encontré rebuznando como un asno encima de la cocinera, me sacó otro argumento. Yo dije casi en un susurro: ¡con la cocinera, Rubén, por Dios y la Virgen! Y él: no seamos prejuiciosos darling, hay que ser comprensivos con esta gente. ¿Qué le iba a decir? Es un hombre que sabe. Bueno, ahora vuelvo a la historia que le interesa a usted.
Yo estaba pues en casa, haciendo mis cuentas. Porque evidentemente, yo no me ocupo de las tareas domésticas, para eso tenemos empleados y empleadas. Los chicos también tienen empleados. Es mejor así, porque de todos modos a mí mis hijos no me escuchan ni me hacen caso. Entonces me queda bastante tiempo libre. Vendo artículos de perfumería y cremas, todo lo que tenga que ver con el cuidado del cuerpo. ¿Qué quién compra esas cosas? La gente de nuestro sector. Usted no se imagina cómo se le daña la piel a una en estas comarcas tan polvorientas y malolientes. Traigo las cosas de los estados. Bueno, usted sabe, nosotros decimos los estados porque estamos familiarizados con los Estados Unidos, es prácticamente nuestra patria. Vendiendo estas cositas me gano lo que necesito para jugar al bridge y para mis caprichos. Y me mantiene ocupada, como dice mi marido.
Lo que quiero decirle es que no es que no tengamos lo suficiente. Tenemos campos de tabaco y varias plantas de fabricación de puros. Mi marido dice que no hay mejor lugar en el mundo para fabricar puros: salen baratísimos en mano de obra, y se venden aun excelente precio en el extranjero. Estamos bien, pero ojo, no nos sobran las cosas tampoco. Por ejemplo, mi marido usa un sedan en la ciudad y una camionetona para ir los fines de semana a una finca cerca del mar, por León, que recuperamos hace poco, nos la habían confiscado los comunistas, y generalmente se queda adormir ahí, para supervisar los trabajos de restauración, usted sabe, las cooperativas nos la dejaron hecha un desastre; yo tengo también mi vehículo, pero lo maneja el chofer, y hace poco adquirimos un auto para el mayorcito que cumplió los 16 y necesita cierta autonomía. Y como con los carros es con todo: sólo lo estrictamente necesario. No cuento los dos cuadriciclos porque los considero como juguetes, ni los camiones de la fábrica, porque son utilitarios. Sí, le dije que le iba a contar aquel asunto, pero no me apure.
Entonces, como le estaba diciendo, aquél domingo lluvioso mi marido estaba en la finca, el mayor había dormido en la casa de un amigo, los otros quién sabe dónde andarían, y yo estaba haciendo las cuentas de lo que había vendido el fin de semana (aprovecho los fines de semana porque hacemos parties entre las amigas). Y yo escuché el ruido afuera, a pesar de que siempre mantengo el televisor de pantalla gigante encendido y escucho siempre programas de los estados, que son los mejores. Escuché ruido como de alguien que trabajaba en un jardín. ¿Que qué tan grande es la pantalla? Es de las más grandes, es enorme. Yo se la pedí así ami marido porque parece que los actores fueran personas de verdad, siento que estoy en los estados, rodeada de toda esa gente maravillosa. Me saca un poco de esta realidad tan aplastante, ¿me entiende? Sí, ahora vuelvo al hombre bajo la lluvia.
Estoy segura que usted se habrá hecho la misma pregunta: ¿A quién se le ocurre trabajar un domingo y bajo la lluvia? Le dije a una empleada andá (cuando hablamos con el personal no usamos el tú, dice mi marido que se podrían confundir), andá a ver qué son esos ruidos. Al ratito regresó y me dijo Es un hombre, señora, que corta el zacate, ¿el zacate? La hierba querrás decir hija (siempre tratamos de educarlos). La empleada se quedó mirándome, son muy lentas para reaccionar. Por eso cuando nos vinimos de Miami yo le decía ami marido que nos trajéramos, junto con los muebles, a algunas de las chinitas que teníamos allá. Pero él no quiso, me dijo algo del costo de la mano de obra y se las dejamos a unos amigos.
Entonces el hombre trabajaba en el jardín de Flory (es mi amiga Flor, pero desde que regresaron de los estados la llamamos así, es más simpático). No paraba de llover. En este país así es: o estamos sofocados de calor y de sequía, o estamos inundados de agua y mosquitos. Siempre estamos en los extremos. Pero yo, le digo francamente, prefiero las sequías, porque con el calor podemos disfrutar de la piscina. ¿Los cortes de agua dice usted? No, no nos afectan, porque mi marido hizo construir una inmensa cisterna. Además, los de la Alcaldía tienen mucho cuidado con dejarnos sin agua, porque somos fuente de empleo, ¿me entiende? En cambio, qué tedio con estas lluvias interminables, cuando no están las amigas lo único que puedo hacer es meterme en el jacuzzi de agua caliente que tenemos en el baño. Mi marido me puso un televisor ahí también (y el que tengo en el cuarto), para que no pierdas el inglés, honey, dice.
Me fui entonces a ver con mis propios ojos si era verdad que había un hombre trabajando un domingo y bajo la lluvia. Desde la ventana lo vi. Estaba guardando en unas bolsas de yute la hierba que había cortado. Poco a poco, mientras lo veía ir y venir, me fui dando cuenta de que no se mojaba. No puede ser mydear, me dije a mí misma, pero al rato la ropa del hombre seguía seca. Hasta que terminó de recoger toda la hierba cortada, y seguía lloviendo y ni el pelo se le mojaba a este hombre.
Era de piel oscura, como tantos indígenas de los que hay por aquí, descendientes de las tribus que fueron encontradas en estado salvaje por nuestros antepasados, los españoles. Ni yo ni mi marido ténemos una sola gota de sangre india, nos hemos hecho análisis en Miami, hasta nos dieron un certificado. ¡Qué tos tiene usted!
Por fin, aquél obrero puso los sacos de yute en un carretón y sefue empujándolo lentamente. Cuando lo vi perfilarse contra el horizonte noté que era flaquísimo. Qué suerte la suya, ¿verdad?, yo que no puedo sacarme unas libritas de más que tengo aquí... Seguramente, como dice mi marido, todo lo que gana ese hombre se lo bebe, en lugar de alimentarse. Y hablando de mi marido, si él hubiera estado aquella mañana habría dicho: ¡hay que llevarlo a un circo para que haga el número especial del hombre flaquísimo que pasaba entre las gotas de lluvia!
Siempre tiene ideas geniales mi marido. Por eso le va tan bien en los negocios y todo el mundo le tiene envidia. Es que él estudió en la Texas University y tiene un Mást... ¿Qué dice? Ah, ¿se me terminó el tiempo? Qué rápido pasa, bueno, qué lástima, me encanta conversar con usted doctor, será hasta el miércoles, aquí tiene los 50 dólares de hoy, adiós, sí, le daré saludos a mi marido... No sabía que se conocían, claro, en estos lugares todo el mundo se conoce, se los daré cuando lo vea, porque cada vez se aparece menos por la casa, con eso de los puros, usted sabe, siempre está ocupado, sí, entiendo, hay otros pacientes, ya me voy, adiós, dígale a su señora lo de mis cremas, son de las mejores, son americanas, o si quiere jugar al bridge, sí, ya cierro la puerta doctor...
Estelí, Nicaragua, junio de 2003

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EL POZO ENCANTADO
Si no hubiera sido por aquella diminuta noticia que salió en la página de sucesos de un periódico nacional, nadie se hubiera enterado de lo otro. Lo otro, es decir, finalmente todo lo que estaba detrás de la noticia. La información aquella mañana me llamó la atención en medio de la maraña de titulares macabros, machetazos y accidentes espectaculares y dramáticos, precisamente porque no tenía un titular amarillista: “Pozo abandonado”. Y después hablaba de “un pueblo abandonado”. Y la escueta mención al niño.
Para un periodista que busca temas de fondo, esto es como un anzuelo, inmediatamente me dije que había algo que investigar. Demasiados misterios para tan poca información concreta. Sentí el cosquilleo de la salida en el cuerpo. Metí unas mudas en el bolso, la grabadora, el cuadernito, varios lapiceros, el mini-botiquín, etc. Después fui a mirar el mapa: Managua-Somoto... 216 kilómetros... calculé unas tres horas, con La Panamericana casi terminada. Media hora más tarde estaba en la gasolinera:
—¿Se lo fuleó? —preguntó el muchacho con la gorrita puesta al revés.
—Sí, llenálo por favor—le contesté.
El trayecto se me hizo largo. No tanto por la carretera, que ya estaba casi toda asfaltada, sino porque a medida que iba subiendo al norte extremo del país, tenía la impresión de ir internándome en un desierto. Atravesé algunos sitios con casitas hechas de palos y plástico negro. En los bordes de la carretera, por la que circulaban enormes furgones llenos de mercancías importadas, caminaban personas de rostro color bronce, con la mirada apagada. Niños, ancianos y mujeres, cada tanto, pasaban cargando leña o enormes recipientes de agua.
Por fin llegué a Somoto y fui directamente a llenar el tanque nuevamente. Le pregunté al muchacho dónde quedaba el pueblo “La Quebradita”. Me miró con sorpresa y se quedó en silencio.
¿Qué pasa? ¿Está muy malo el camino? —insistí. —No tanto; lo que pasa es que ahí ya no vive nadie —contestó sin más detalles.
—¿Por qué se fue la gente? —Por el pozo.
¿Por el chavalo?
—No, eso fue después. Estaba mala el agua, por eso.
¿Y dónde está ahora la gente que vivía ahí?
—En unos asentamientos de por aquí—dijo mientras levantaba una mano apuntando hacia la carretera panamericana, la referencia básica de los pueblos.
Después de comer un plato de gallopinto con su tortilla, y unas obligatorias rosquillas somoteñas con café, fui a buscar el asentamiento que me habían indicado. Bastaron unas preguntas y encontré la vivienda de los padres del niño que mencionaba escuetamente la noticia. La puerta estaba abierta.
—Buéeenaaaaassss —me anuncié, con cordialidad.
—Qué desea —contestó monocorde e inexpresiva una mujer joven que apareció en el umbral.
Estaba embarazada, con un niño en brazos y otro adosado a su falda, desnudo, panzón, peliclaro, ojos enormes y con un hilo brillante saliendo por una de sus fosas nasales. Estaban descalzos. Me sentí desautorizado. Tragué saliva.
—Soy periodista, vengo a hablar del pozo...del...del pozo —tartamudeé.
—No está mi marido —me cortó ella, como los empleados que no pueden dar ninguna información cuando no está el jefe.
Lo puedo esperar, si me permite.
Pase adelante —dijo sin haber cambiado la expresión. Era una casa de material y techo de cinc, de dos cuartos. Una “estufa mejorada” lucía en el patio, bajo un techo precario. Humeaba
una olla cubierta de hollín. Aparecieron dos perros famélicos y un gato con varias heridas infectadas. La mujer los echó afuera a patadas, ante la mirada inalterada del niño faldero. El bebé comenzó a llorar.
—Siéntese —dijo, y después agregó sin esperar mi respuesta— ¡Ayrton ! ¡Andá a buscar a tu papa!
Había gritado mirando el techo, y por el costado de la casa oí corretear aun cuarto niño. Es decir, cuarto contando el que estaba en el vientre, no al otro, el de la noticia. Estuvimos unos minutos —que me parecieron larguísimos— mirándonos los tres, yo sentado y ellos de pie. El niño mocoso no me sacaba los ojos de encima y de tanto en tanto aspiraba un poco para evitar que bajara demasiado el hilo que le salía por la nariz. De pronto entró el marido, acompañado del muchachito que lo había ido a buscar. Obviamente, entre el niño faldero y el muchachito que tenía ahora a la vista, había, según el orden reproductivo tradicional campesino, un vacío demasiado grande, como si faltara un eslabón. El hombre deslizó el machete entre las láminas de cinc del techo, colgó de un clavo la gorra y puso una si I la frente a mí.
II
Unos niños del asentamiento somoteño para familias desplazadas juegan acuclillados sobre la tierra de una calle, frente a las casas. No han cumplido cinco años y son demasiado pequeños para que sus padres los manden a trabajar afuera. Pero falta poco para que se les termine la niñez. Estos niños tiene poco tiempo de haber llegado al asentamiento. Vienen de un pueblo de la montaña, La Quebradita, a escasos kilómetros de allí.
Ellos no tienen muy claro qué ha pasado, por qué todas las familias tuvieron que venir a este lugar que es mucho menos divertido. Y perciben el tiempo de otra manera que los adultos. Todos los días creen que podrían regresar a su lugar de origen.
De pronto uno de ellos dice:
—¿Y si vamos un rato a jugar al pueblo?
Todos se miran como interrogándose, pero nadie dijo “no”, de modo que ya está claro que sí irán. Sólo basta que uno de ellos haga el amague.
—¡ Vamos ! —dice uno, y todos se levantan al mismo tiempo.
Saben perfectamente por dónde ir, y en el camino nadie se asombra de ver cinco niños de tan corta edad caminando por una carretera solitaria: es algo demasiado común. Tienen tiempo por delante, porque apenas empieza el día.
La Quebradita, en sus cabezas, sigue siendo “el pueblo”. Yen el pueblo hay algo que a todos atrae particularmente: el pozo. Ninguno dice nada al respecto, pero saben que quieren ir a ver ese famoso pozo del que tanto oyeron hablar pero al que nadie los dejó acercarse. Los atrae irresistiblemente lo prohibido. Incluso cuando todavía no se habían ido del pueblo, el pozo había sido cubierto con tablas. ¿Por qué? ¡Hasta le habían puesto un alambre de púas alrededor!
La Quebradita fue una de esas comunidades cuyas vertientes acuíferas superficiales, con el paso del huracán Mitch, quedaron modificadas. Sus habitantes tenían que ir a buscar agua muy lejos. Esta tarea, para mujeres y niños, a quienes más les toca hacerla, resultaba una verdadera calamidad. Y aunque nadie quería pronunciar la palabra, en las mentes de todos se había dibujado ya lo inevitable: cambiar de sitio el pueblo. Pero resistieron porque todos habían nacido en ese lugar, excepto alguno que otro “extranjero” (a veces de un pueblo vecino), que se había incorporado a alguna familia.
Pero inesperadamente, cuando ya estaban a punto de tomarse las decisiones, habían recibido ayuda para hacer la excavación de un pozo. Hasta se instalaría una “bomba de mecate”. Todos los hombres dejaron sus tareas en los campos y participaron durante semanas en el arduo trabajo. Fue una obra gigantesca, porque hubo que bajar muy hondo hasta encontrar la capa freática.
Con esto, la esperanza se había instalado nuevamente: alguien, por fin, se interesaba en su suerte. Al final, había llegado una camioneta trayendo los materiales para la bomba de succión. Cuando todo estuvo instalado, mataron un chancho e hicieron saltar el primer chorro de agua. Un verdadero triunfo.
Sin embargo, con el paso de los meses, empezaron a enfermarse, primero los ancianos, después los niños y las mujeres embarazadas. Por fin, cuando varios casos graves acudieron al centro de salud, llegó gente de la ciudad y dijo que la capa acuífera estaba contaminada. Insumos tóxicos se estaban filtrando desde unas plantaciones de tabaco enormes, que se habían instalado en los últimos arios en las tierras más fértiles. Pero nada podía hacerse contra ellas, porque eran fuente de trabajo: el pueblo tenía que trasladarse. Así fue cómo llegaron al asentamiento.
IV
Los niños llegan alborozados a su pueblo abandonado. Reconocen con dificultad las casas y los senderos, tanto ha crecido la vegetación por todos lados. Sienten que están entrando en un espacio a la vez propio, pero adicionalmente encantado. Identifican que ahí estaban los chanchos, allá la huerta de tal y cual, el maizal, el gallinero, mi casa, la tuya, ¿te acordás? Oyen en los espacios vacíos ecos de voces adultas.
Sin haberse concertado, se van acercando al pozo prohibido. Nunca lo han visto de cerca. Y menos aún la parte de adentro, que dicen que era profundísimo. Quieren ver ese agujero mítico donde han trabajado sus papás. En sus mentes resuenan las voces de los hombres gritando desde el fondo “¡ halen !”, cada día más lejanas a medida que se iban hundiendo. Ya llegan al alambrado, donde hay un cartel torcido que saben que dice “agua contaminada” o quizá “prohibido pasar”. Pero todo lo que quieren ellos es pasar. Y pasan. Ninguno de ellos habla ahora, sólo se oye el crujir de la hierba bajo los pies. Recuerdan los cuerpos sudorosos cargando los baldes con tierra, ahí está la montaña que se había formado. Pero el fondo del pozo encantado, eso es lo que quieren ver. Llegan al borde y quitan una tabla. Uno de ellos mete la cabeza y dice:
—¡Qué hondo!
Y contesta una voz desde el fondo:
— ...qué hondo!
—¡Es verdad, está encantado! —le dice a sus amiguitos, azorado.
Los otros se atropellan entonces para introducir sus cabecitas y cada uno va echando su grito. Después uno de ellos toma coraje y cruza corriendo sobre las tablas.
El hombre le indicó a su mujer que trajera vasos y agua. Después me miró y dijo sin rodeos:
—El chavalo se llamaba Javier, como yo...
Saqué la grabadora y apreté nerviosamente el botoncito rojo.
Somoto, Nicaragua, agosto de 2001

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SUEÑOS DE ESCRITOR
Desde su adolescencia, Roberto Espinoza, hijo de españoles emigrados a Francia al final de la guerra civil española, tuvo unsueño que no lo dejaba en paz: llegara ser escritor. Escribía y escribía cuentos, poesías, relatos, letras para canciones, lo que fuera, y cuando no tenía inspiración para estas cosas escribía largas cartas a amigos o familiares en las que volcaba toda la frustración del escritor que lo habitaba.
Como todo pretendiente a escritor, estaba convencido que dicho estatus se alcanza con la publicación de un libro. A medida que pasaban los años y no lograba esa publicación, aumentaba su desilusión. Frecuentaba talleres literarios, cafés literarios, cenáculos literarios, leíarevistas literarias, miraba programas literarios, películas sobre personajes literarios. Y, sin haber publicado un solo libro, en realidad llevaba una vida de escritor.
Pero, se preguntaba incesantemente, ¿llevar una vida de escritor es ser escritor? ¿Qué es ser escritor? ¿Escribir textos creativos y originales? ¿Vivir de su producción literaria? ¿Publicar libros? ¿O sería quizá, simplemente, ver la vida a través de un prisma particular, por el cual todas las cosas, las personas y los acontecimientos se transforman en materia literaria? El mundo, se decía, estallando en un poema, urdiéndose en un cuento o tramándose en una novela. Las obras estarían esperando escondidas dentro de la realidad, y la responsabilidad del escritor—siguiendo la metáfora de Rodin— sería des-cubrirlas, quitándoles con paciencia y cincel, aquello que impide verlas al observador común.
Es verdad que la obra ya terminada y expuesta a los ojos del público puede (¿debe?) significar una experiencia estética, de distinta índole según la sensibilidad de cada persona, generando ya sea placer, reflexión, o rechazo. Sin embargo, ¿cómo explicar la admiración ciega que puede llegar a despertar en sus seguidores un determinado autor, si no emparentamos los trabajos del artista con las proezas acometidas por los auténticos exploradores (descubridores), que se lanzan temerariamente a una aventura de la que nadie puede saber si saldrán ilesos, derrotados o victoriosos? ¿Qué busca el explorador que se interna en un mundo desconocido y peligroso? ¿Busca y/o se busca? ¿Quiere, generoso, hacer un don a la humanidad? ¿Desea fama, prestigio, adulación? ¿Compensaciones materiales? ¿Acaso Cristóbal Colón no había pactado con la Corona un 20% (que jamás percibió él ni su familia) de todo lo que des-cubriera?
Estaba convencido de que aunque muchos escritores ya realizados lo negaran o lo ocultaran, todos escribían para ser publicados, leídos, reverenciados y remunerados. Y todos vociferaban contra la humanidad (excepto los de cuna aristocrática) por la miseria material en la que vivían mientras eran desconocidos. Pero, ¿ser publicado es una garantía de ser leído? Si dos personas han escrito novelas, una de ellas las ha publicado y la otra no, ¿cuál de las dos es más escritor? ¿A Marcel Proust no le rechazaron el manuscrito de A la recherchedutempsperdualegando que estaba pésimamente escrito? Inversamente, que un libro se venda mucho, ¿no depende en algunos casos de cosas fortuitas, o de la campaña publicitaria que haga la editorial, más que de su calidad?
Esos eran unos asuntos harto polémicos, lo sabía por artículos que había leído. El problema central era esclarecer la relación entre escribir y vivir de la escritura. Los periodistas —reflexionaba nuestro atribulado pretendiente a escritor— viven de lo que escriben, sí, pero eso no les da, per se, estatus de escritor. Roberto había trabajado en un periódico como corrector de pruebas y sabía perfectamente los abismos de mediocridad de la redacción de muchos periodistas que, aun así, firmaban sin ninguna vergüenza sus notas. Además deque él les corregía los cuantiosos y garrafales errores ortográficos. En medio de todas estas tormentosas reflexiones —de nunca acabar— y de sus cotidianos padecimientos materiales (sobrevivía haciendo todo tipo de trabajos), Roberto recibió un día una gran noticia: una tía lejana que acababa de fallecer le había dejado, inesperadamente, una suma de dinero en herencia. No entendía en mérito a qué. Le costaba aceptar la gratuidad del gesto, sobre todo teniendo en cuenta la lejanía del vínculo. Pero cuando supo por medio del abogado de cuánto se trataba, estuvo a punto de sucumbir a un síncope: había suficiente para comprar una parcela y, por lo menos, intentar realizar su segundo sueño: construir su propia casa (lo que sus padres jamás habían logrado hacer). Dejó pues de buscarle justificaciones al asunto, y fue a cobrar el dinero.
Precisamente, en esos meses había conseguido un empleo estable, y decidió hacer todos los sacrificios posibles a fin de conservarlo y poder ahorrar para la construcción. Parecía que la vida empezaba a sonreírle. Como empleado tenía el derecho —y el privilegio (esa fue la palabra que utilizó el banquero)— de solicitar un préstamo. Se puso en campaña y encontró un terrenito en un barrio tranquilo (“propicio para un escritor”, pensó). Tuvo la suerte de tratar directamente con la propietaria de la parcela, una señora viuda a la que, tras varias visitas, logró convencer de que le rebajara sustancialmente el precio del terreno. Fue una victoria personal. Se hicieron los papeles, y Roberto —nuevo propietario— pasó el domingo más feliz de lo que llevaba vivido hasta ese momento: hizo un picnic a la sombra de uno de los árboles de su terreno. Esa misma noche escribió un poema, que expresaba esa euforia bucólica.
Algunos meses más tarde, le llegó una notificación del Fisco local. “Qué extraño”, pensó, “he pagado todos los impuestos para la compra”. El Fiscal le ponía día y hora, como un director de escuela cita a un alumno a su despacho, sin explicaciones. Viniendo de uno o del otro, en la mayoría de los casos la cita no es deseable. Se presentó con cierto temor. Lo recibió un señor que protocolariamente le indicó una silla y al cabo de treinta segundos, habiendo adoptado un tono paternal, le anunció que el precio que él había pagado por su parcela no coincidía con el precio catastral de la zona donde se encontraba.
—Y eso qué significa—atinó a decir Roberto, que no entendía nada de esas cosas.
—Que usted pagó menos de lo que debería haber pagado. Roberto contestó con la inocencia típica del ignorante:
—Fue una victoria personal, algo que logré después de muchas conversaciones con la dueña del terreno. No veo qué tenga de criticable.
—No tiene nada de criticable, al contrario. Lo que quiero decirle (le extendió un documento) es que los impuestos que usted tiene que pagarle al Estado no se calculan en base al precio que usted logró negociar, sino en base a lo que el Estado considera que debería haber pagado. No le estoy solicitando que pague más por el terreno, Dios me libre, sino informándole que hay una diferencia, a nuestro favor, de dos mil ciento cincuenta y tres euros con ochenta y cuatro centavos de impuesto entre lo que usted pagó y nuestro cálculo.
Roberto palideció. Luego transpiró. Por fin, tosió para tratar de ganar tiempo. Frente a él, un hombre impávido lo observaba sin pestañear. Pero Roberto, increíblemente, reaccionó:
—¿Se puede disentir de lo que dice usted? ¿Acaso no estamos en una sociedad que propugna el libre juego de la oferta y la demanda?
—No personalice, esto no lo digo yo, lo dice el Estado. Por supuesto que puede disentir, estamos en un Estado de derecho y de respeto a las libertades. Usted tiene que escribir una carta exponiendo todos los argumentos que considere pertinentes. Ahí tiene el documento donde se le notifica lo que adeuda: es sobre esa base que usted tiene que escribir su carta. Pero le advierto que es una empresa... (Roberto pensó que diría “utópica”)... poco frecuente. Mire —dijo señalando una pila de documentos—, usted no es el único.
De todo lo que había dicho el funcionario en su extensa alocución, Roberto había captado tres palabras claves para él: Escribir una carta. Él sabía hacer eso. En ese instante, el funcionario creyó ver en el rostro de su interlocutor dibujarse una sonrisa, pero, considerándola poco apropiada en tales circunstancias, no le prestó atención.
—¿A quién tengo que convencer? —dijo súbitamente desafiante.
—A mí—contestó secamente el funcionario, percibiendo el tono. —Usted dijo que no era el Estado —repuso Roberto, azuzado por la confrontación.
—Lo represento —repuso conclusivamente el hombre, y se levantó.
Roberto entendió que la entrevista había terminado. Salió de la oficina atribulado, pensando que había irritado al funcionario. Era la primera vez que tenía un encuentro del tercer tipo con esta entidad inmaterial que es el Estado. Aquella noche tuvo una horrible pesadilla: Se cruzaba en un parque con un hombre circunspecto que paseaba a un enorme mastín sujetado con una correa. Él, tontamente, se acercaba para darle un pedazo de pan, y el can le arrancaba de un mordisco la mano. Mientras miraba con espanto el muñón sangriento, el propietario del perro antropófago le decía, sin inmutarse, “Es la derecha, estimado amigo, ahora tendrá que aprender a escribir con la izquierda”. Él salía corriendo en busca de auxilio, y detrás suyohabía escuchado una carcajada. Era el timbre de voz del funcionario.
Pero poco a poco, una idea empezó a posesionarse de su espíritu: aunque fuera “una empresa poco frecuente”, según el eufemismo del funcionario, él escribiría esa carta, y determinó dos motivos esenciales: uno, que tenía garantizado un lector, y otro, que de convencerlo, su carta valdría ni más ni menos que dos mil ciento cincuenta y tres euros con ochenta y cuatro centavos. ¡Más de lo que cualquier articulista pudiera esperar, al más alto nivel! ¿Por qué se privaría de este desafío, si de todos modos estaba entre la espada y la pared?
En las semanas siguientes, Roberto escribió y rescribió la carta unas veinte veces. La trabajó con pasión, como si fuera un poema, o mejor dicho, como un documento que pasaría a la posteridad, que sería archivado y luego encontrado por algún investigador, el cual la sacaría a la luz, la publicaría en una investigación que llevaría por título “Escritores anónimos” o algo así, y miles de personas caerían en la cuenta de que Roberto Espinoza había sido un escritor... no reconocido. Luego—póstumamente, como Van Gogh— vendrían a buscar a su casa los poemarios que las editoriales habían rechazado, los cuentos que no habían sido premiados. Quizá hasta se fundaría un concurso literario de “Cartas al Fisco”, máximo tres cuartillas mecanografiadas, doble interlínea, por quintuplicado.
Un tiempo después de haber enviado la carta, tal y como requerían que se hiciera, es decir, por correo certificado y con aviso de entrega, recibió una notita de una sola frase del funcionario, convocándolo nuevamente.
Al presentarse esta vez, sorpresivamente, el hombre le extendió la mano con un esbozo de sonrisa. Volvió a indicarle la silla cortésmente.
—Leí su larga carta—comenzó diciendo.
Roberto no sabía en ese momento si tenía delante al funcionario del fisco local o al editor de alguna editorial que lo habría convocado para valorar sus poemas. Creyó notar algo significativo en la manera de pronunciar la palabra larga, como si se hubiese detenido una milésima de segundo más que en las otras. Recordó (tarde quizá) los consejos graciánicos de lo bueno y breve dos veces bueno. Pensó en el cuento de siete palabras de Augusto Monterroso. Prácticamente se había olvidado de los dos mil ciento cincuenta y tres euros con ochenta y cuatro centavos, y estaba suspendido a los labios del hombre, a la espera de algún comentario estilístico. Pero el funcionario dijo:
De todos los argumentos que usted detalla y de todo lo que dice aquí (Roberto notó la repetición de la palabra “todo” y sumándola a la anterior “larga”, resonó como “mucho”), hay un solo punto que puedo tomar en consideración: el poste del tendido eléctrico que menciona al final y que está dentro de su propiedad. No quiero decir que el Estado no tenga el derecho de poner un poste dentro de una propiedad privada: quiero decir que entiendo que ese poste pueda haber hecho bajar el precio de la parcela y por lo tanto se sale de las características catastrales del sector. Como le dije, no es frecuente que suceda, pero en este caso, tenemos que reconsiderarlo.
Entonces, ¿lo demás de la carta, no está bien? —susurró apenas.
—Son consideraciones irrelevantes jurídicamente.
Roberto ni siquiera se daba cuenta de que el hombre estaba a punto de perdonarle un cobro de dos mil ciento cincuenta y tres euros con ochenta y cuatro centavos, más bien quería sabér si su carta estaba bien escrita, si sólo un miserable poste de tendido eléctrico lo había convencido, o era el tono general, las figuras de estilo que había empleado, la fuerza de la escritura.
¿Entonces, lo he convencido?
Es lo que estoy tratando de decirle.
—¿O sea que mi carta vale dos mil ciento cincuenta y tres euros con ochenta y cuatro centavos? —insistió aún Roberto.
El funcionario acababa de hacer un trazo en diagonal sobre el documento por el cual el Estado le reclamaba el pago. Iba a escribir algo encima cuando escuchó el comentario de Roberto. Levantó la cabeza y lo miró fijamente con una expresión de desconcierto. Su mano suspendida en el aire con el lapicero como un pincel a la espera del próximo gesto, por un instante se hubiera podido pensar en un pintor observando detenidamente a su modelo. En realidad, el fiscal se preguntaba si estaba tomando una decisión correcta. Por fin, con un suspiro, respondió:
—No es su carta lo que vale dos mil ciento cincuenta y tres euros con ochenta y cuatro centavos, sino esta palabra que voy a escribir yo ahora —y con ese aire condescendiente de los poetas celebrados que escriben una dedicatoria impersonal sobre un ejemplar que le extiende un admirador, el funcionario escribió “ANULADO” en grandes letras sobre el documento.
A continuación, se levantó y le extendió la mano. Cortésmente.
Nicaragua, Estelí, junio de 2003

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SÍ, PERO DESPUÉS DEL BAILE
Ahí llegó uno para que le tome la declaración, vino a decirme el joven ayudante de turno; cómo se le ocurre venir a decirme eso justo cuando estoy convenciendo a la Martita, la del puesto de gaseosas, para que vayamos a bailar esta noche, unos traguitos y ya sabés después, los viernes son sagrados. Está buena la Manita, pero se hace la difícil, anda con ojeras, quién sabe qué le pasó anoche. La declaración, oigo que repite el joven; ya voy, ya voy, le digo, fuerte, para que me oiga la Martita y vea que yo mando en esa oficina, aunque después cambio la voz como yo sé hacerlo: Escuchameamor, qué más querés, esta noche te llevo a comer cerdo asado al malecón y después nos vamos al Bambi, y... No puedo creer, aquí viene otra vez el jodido chavalo ayudante, Oficial, oficial, lo están esperando para que tome declaración. No me jodan, ¿no ven que estoy ocupado? ¡Que se espere ese borracho, quién lo manda andar tajeando a la gente ! Y lo mando otra vez adentro.
Me enojo un poco, pero en el fondo sé que este inoportuno ayudante que me tocó hoy me está dando una excelente oportunidad de impresionar a la Manita. Vuelvo a hincar los codos en el mostrador pero ella está atendiendo del otro lado, la veo de espaldas justo cuando se agacha para sacar unas gaseosas de la hielera y se le estira el vestido, ay corazón, qué vértigo, cómo me hacés eso niña, se me sube la bilirrubina. Mejor hicieras el fresco con esas piernas amor, le digo, te saldrían más sabrosos. Aprovechate bandido que estoy trabajando, me contesta y ya me sonríe; la cosa, pienso, está bien encaminada.
Necesito concretar este negocio, Martita, le digo con esa capacidad que tengo para hablarle a las mujeres... Esta noche entonces, paso a buscarte en la moto ¿verdad? No me contestó pero sonrió, entonces me di cuenta que estaba amarrado. Ay mamita, esta noche, esta noche, con la Martita... me levanté de un brinco y regresé a la comisaría, dispuesto a tomar todas las declaraciones que quisieran.
Al entrar, fui directamente a sentarme frente ala Remington, sin siquiera mirar a las personas que me estaban esperando. Siempre había gente esperando, los pleitos nunca se acaban en este mundo y siempre habrá filas de gente en las comisarías, entonces, ¿por qué tengo que apurarme? Observando de reojo ami primer cliente, leí el parte de la patrulla que lo había recogido en la madrugada. Todavía ensangrentado, de goma y con visibles muestras de agotamiento, apenas se sostenía sobre la silla. Un pleito de borrachos, como siempre, pensé. Puse el papel despacito en el rodillo, lo acomodé bien, para mostrarles a todos ahí que no era por ellos que yo me iba a precipitar y hacer las cosas mal. Después levanté la vista y miré severamente al hombre encorvado y dormitando sobre la silla.
¡Eh, amigó! Lo sobresalté y abrió bien grandes los ojos mirando alrededor. ¿Eh?, dijo, desde muy lejos. Despertatehombré, toda esta gente está esperando para dar declaración y vos atrasando, estás en la policía, aquí no estamos para perder el tiempo, empezáa contar todo lo que te acordás, desde el principio, despacito, para que yo lo vaya anotando, y cuando terminés te vamos a sacar una foto y en una de ésas hasta salís mañana en el diario... vas a ser famoso. El hombre carraspeó. Me pueden ofrecer un vaso de agua, pidió... Claro, cómo no ¡Un vaso de agua para el señor ministro! Cuando el ayudante llegó con el vaso el imputado quiso agarrarlo, pero yo me adelanté: Te lo voy a dar enseguida, empezá primero a contar, nombre y apellido, dirección... todo.
El ensangrentado miró el vaso y empezó a hablar como un autómata. Supongo que todavía estaba medio bolo. Yo había tomado centenares de declaraciones de tipos como éstos, todas igualitas, cambiando los nombres, algunas circunstancias y el tamaño del machete, todos los pleitos de borrachos eran iguales y todos los muertos se parecían. Tal como estaba comenzando, había tecleado mil veces esas mismas palabras: Me fui a tomar unas cervezas con mi señora y un amigo en el Malecón ( ¡Esta noche voy al Malecón con la Martita!, pensé yo, mientras oía al imputado), y poco a poco se llenó la mesa de botellas vacías... Bueno vamos al grano —lo interrumpí—, ya sé que estaban bien bolos, esa parte me la conozco de memoria, yo quiero saber qué pasó después. Entonces el hombre se puso serio, le alcancé el vaso de agua y soltó todo el cuento, casi llorando.
Vea, le juro que yo nunca hubiera creído que eso podía pasar entre mi amigo y yo, estábamos hablando y yo le decía que no se podía comparar el motor de cuatro tiempos con el de dos tiempos y de repente me dice: Qué sabés vos baboso si nunca tuviste moto. Y yo no sé por qué pero no me gustó que me dijera eso delante de mi señora y le dije: Si la mierda esa que tenés vos te la pagó tu papá, y él me contestó que más mierda serás vos. De repente mi mujer se levantó y se fue y entonces me dice mi amigo, ve, vos ni moto tenésy además tu mujer se va sola, de seguro que hasta te la anda pegando. Cuando me dijo eso se me nublaron los ojos y agarré una botella vacía de la mesa la partí contra el suelo y cuando me estaba levantando lo vi que se me tiraba encima... sólo me acuerdo que nos caímos los dos abrazados, como dos amigos, pero en medio la botella partida... que se le hundió todita en el estómago, rodamos y él con la cara bien pegada a la mía me dijo ya me jodiste juelagranputa, ay, lo oí que decía, cómo me duele, y se cayó para un costado y empezó a sangrar, y llegó la patrulla y lo llevaron al hospital y a mí me trajeron aquí. Puse el punto final con un gesto conclusivo, no me dejo impresionar por las lágrimas del imputado, y demuestro así—por si acaso alguien no se hubiera dado cuenta ya— que domino la situación.
¿Sabés que a tu amigo lo mandaste al cielo?, le dije mientras acomodaba los papeles que iba a firmar. Se murió en el hospital mientras esperaba que lo atendieran, y vos te vas a pasar tu buen tiempo a la sombra por campeón. Pero el ensangrentado agachó la cabeza y yo agregué: Firmá ahí abajo donde está la cruz, y se me quedó mirando, así que agarré la almohadilla entintada y se la acerqué. Se inclinó, humedeció el pulgar y lo hamacó un poco sobre el papel donde le indiqué. Repitió el gesto sobre dos copias más. Yo pensaba, mirándolo, que la misma mano con la que había empuñado una botella quebrada que había introducido en el estómago de su ex amigo le servía ahora para signar su ingreso al penal de Tipitapa.
Llevátelo a una celda del fondo, ya veremos cuándo lo trasladan, y no le anden dejando cerca botellas vacías, oíste. Cuando ya traspasaban la puerta, se me ocurrió preguntarle una última cosa:
—¿Y tu mujer, dónde trabaja, para que le avisemos?
—Por ahí tiene un puestito de gaseosas y fresco—dijo, haciendo una mueca hacia el exterior de la comisaría.
—¿Cómo se llama... tu mujer?
—Marta... le dicen Martita —y desapareció.
Mientras acomodaba el papel despacito para la próxima declaración, teiiiiiné de aclararme las ideas, vos sabés que los viernes son sagrados, mi mujer es una santa y entiende que no puedo estar encerrado todo el fin de semana... Y pensándolo bien, para la Martita, un día más, un día menos... Claro que le voy a decir, sí, pero después del baile, no jodás.
Managua, Nicaragua, 1990

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UNA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD
Managua, ciudad cóncava, marmita hirviente sobre fuego volcán, donde muy poca agua mana, ardía aún a las cinco de la tarde cuando salió de la oficina. En el alquitrán semi-derretido de las calles tenía la sensación de caminar sobre brasas, y el sol lo asfixiaba como el abrazo fatal de una boa.
Agradeció que no era día de corte de agua en su barrio, porque en lo único que lograba pensar era en tomar una ducha al llegar a casa. Ni Siena, la muchacha italiana (de quien estaba secretamente enamorado), ni Ernesto, el brasilero (su infame competidor), con quienes compartía el alquiler, llegaban a esa hora. Tenía garantizada la primacía del chorro de agua y la soledad de la casa.
Al entrar, experimentó el placer de desnudarse sin necesidad de cerrar ninguna puerta y fue camino a la ducha dejando una estela de ropa tirada en el suelo, como ocurre en los arrebatos sexuales. Pero en el camino observó sobre una mesa un cassette. Él se consideraba un melómano con buen gusto: un poco de música clásica renacentista, jazz, música oriental, bossa nova, algunos buenos cantauroresfranceses, españoles y latinoamericanos. Sin embargo, le daba curiosidad una cinta que sólo decía “Temas variados”. ¿Sería de Ernesto? Seguramente: como buen bacanalero brasileiro (y con tremendo éxito entre las mujeres, por lo que no dudaba que terminaría saliendo también con Stella), tenía afición por la música bailable. Decidió entonces escuchar la cinta mientras se duchaba, aprovechando que no había nadie más. Puso bastante volumen, y un instante después abrió el chorro, que le erizó la piel con su primer contacto.
Bajo el agua fresca se imaginaba nadando en un lago azul cuando, de repente, oyó los primeros acordes del cassette. El volumen estaba altísimo. “¡Varieté de la más mediocre!”, exclamó después de unos instantes. “¡Qué honor, tenía que ser de Ernesto!” Sonaban os acordes de un teclado eléctrico que intentaba simular violines, y una voz de mujer de las más cabareteras cantaba canciones melifluas lie pretendían ser provocativas, concluyendo sistemáticamente las ‘rases con unos vibratos de esos cuyas oscilaciones son tan amplias pie se salen de tono, desafinando atrozmente respecto al acorde. Esto, para un melómano, es algo comparable a ciertas fricciones de os dientes, que provocan una desagradable contracción espontánea del cuerpo. Tuvo el impulso de ir a apagar inmediatamente, pero ya estaba todo mojado. Ni modo, quizá la segunda pieza fuera menos patética.
Pero la segunda canción inició con una melodía sentimental de as más arrastradas, y una letra plagada de lugares comunes, a tal punto que con la primera palabra de una frase, se adivinaba fácilmente la última. Hubiera ido corriendo a detener el cassette, ¡pero ahora estaba completamente enjabonado!
Mientras avanzaba la música, si así se la podía llamar, inundando Torriblemente la casa y saliendo por todas las ventanas, él empezó a sentir una angustia inesperada: pronto llegaría a la casa Stella. Sabía pe no tenía muchas posibilidades con ella, pero de todos modos, le avergonzaría muchísimo que lo encontrara escuchando esa música. La verdad es que Stella lo tenía con la cabeza dada vuelta. No sólo era atractiva en el sentido amplio de la palabra, sino que además, era originaria de Florencia, la cuna de la excelencia artística italiana.
Los “temas variados” seguían desfilando sin piedad. Tenía que apurarse en salir de la ducha y detener el cassette. Estaba a punto de salir enrollado en la toalla, cuando ocurrió lo peor: oyó que se abría y se cenaba la puerta de entrada de la casa. Expectante, aguzó el oído y oyó los pasos de Stella (podía distinguirlos perfectamente de los odiosos pasos de Ernesto). “¡No puede ser, ya llegó!”, pensó, sofocado. Escuchó un poco más y pudo identificar, además, que estaba sola.
Ya era demasiado tarde, nada se podía hacer. La música seguía atronando toda la casa. Dentro de unos instantes se encontraría en la cocina con Stella, y podía imaginar la frase lapidaria que le lanzaría: “¿Renovaste tu discoteca?” Por supuesto que era fácil explicarle que la cinta era de Ernesto. Pero, ¿cómo se entendería que la estuvieraescuchando él, a todo volumen mientras se duchaba, y solo? Eso es exactamente lo que hace cualquier persona que quiere disfrutar de su música preferida, cantando a pleno pulmón bajo el agua.
Resignado, se decidió por fin a salir del baño. Su habitación estaba a un paso. Asomó la cabeza y vio que ella no estaba en las proximidades. Se quedaría encerrado en su habitación hasta que llegara el funesto Ernesto, y así —conjeturó— introduciría alguna duda sobre quién había puesto la cinta. En dos saltos se precipitó dentro de su cuarto, para encontrar a Stella sentada sobre su cama, esperándolo. Más tarde le murmuraría al oído, “qué suerte que te gustó el cassette que te grabé...”.
Y afuera seguía sonando la melodiosa voz de la cantante, que jamás olvidaría.
Managua, Nicaragua, 1986
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CENTINELAS DE LA ALEGRÍA DEL PUEBLO
El despertador empezó a sonar y yo a soñar. En mi sueño me vi tocando y tocando el timbre de una casa, sin que nadie meabriese. Algo me hizo notar que la fachada de aquella casa era la editorial donde yo trabajaba. “¡Está cerrada!”, concluí, al observar que no había respuesta. Por lo tanto, seguí durmiendo sin ningún sentimiento de culpa. Esas conexiones entre lo real del sueño y lo real de lo consciente (porque es evidente que ambas son realidades de dimensiones diferentes) que teje un cuerpo cansado cuando se niega a levantarse, me dejan estupefacto de admiración.
Me ocurrió otra vez, por ejemplo, haber soñado (después de una noche con algún exceso de bebidas) que orinaba copiosamente contra un árbol, y luego despertarme completamente mojado. Otras conexiones clásicas son aquellas entre el apetito sexual no satisfecho y las resoluciones orgásmicas nocturnas. En esta —menos exaltante— situación onírica, el argumento era sólo pereza o cansancio, y mi cuerpo resolvía el asunto con esta curiosa estratagema de la puerta cerrada de mi lugar de trabajo. Un rato más tarde, mi oído captó un ruido diferente, un bocinazo estridente quizá, que se tradujo en despertador, y esto sirvió de pretexto para que mi cuerpo decidiera, por fin, que así estaba bien. Giró instrucciones ami cerebro, y me despertó. Miré el reloj:
—¡Carajo, me dormí, son las siete y media! —exclamé con voz cavernosa.
Me levanté a los tropezones, arrastrando las sábanas, volteando cosas. Maldita sea, repetía mientras avanzaba por la casa, precisamente hoy necesitaba llegar temprano ala editorial, me esperaba el autor de aquél denso libro de historia que estábamos editando, Las Estructuras Sociales de Nicaragua en el Siglo XVIII. Con un vaso de agua en el estómago salté sobre la moto y arranqué.
Mi moto de aquella época apenas si merecía el nombre genérico con el que la designaba entonces y la recuerdo ahora, magnificada por la nostalgia. Más que nunca, aquella mañana me parecía que avanzaba como una bicicleta. No hay nada que me angustie tanto como llegar tarde a una cita, independientemente de vivir en un país donde las citas se ponen media hora antes de la hora oficial, para lograr que las personas citadas lleguen más o menos a una hora deseada. Pero como todo el mundo conoce el truco, nadie sabe a ciencia cierta a qué hora comienza una actividad. Es algo a lo que nunca pude acostumbrarme. ¡Más aún si yo había puesto la cita! En estas cosas venía pensando y maldiciendo que mi vehículo no avanzara a más velocidad, cuando aquella luz se puso roja. Como no venía nadie ni de un lado ni del otro, y sólo deambulaba por ahí un vendedor de periódicos, decidí “volármela”. Entonces, como por arte de magia, surgió de detrás de un árbol, el policía de tránsito. Hizo el gesto típico que quiere decir “deténgase aquí”, con la tranquilidad de quien me hubiera estado esperando por siglos.
—Documentos —dijo ahorrándose los buenos días y marcando de entrada el amplio margen de maniobra a su favor que yo había instalado desde el instante en que me había volado la roja.
Pánico. El corazón me dio un vuelco cuando, al palpar la bolsa trasera del pantalón, constaté que no traía la cartera. Estaba indocumentado y esto, aunque uno estuviera frente a un solo policía de tránsito, era como sentirse de repente totalmente desnudo en medio de una multitud. Pensé, en un flash, en la tenebrosa Dirección de Tránsito a la que podría ir a parar mi motocicleta, y me invadió un profundo abatimiento.
Para quienes no han vivido en aquella Managua de los años 80, es difícil imaginar el sentimiento de ahogo e impotencia en el que podía sumirse un conductor ante la inminencia de que su vehículo fuera a parar a un laberinto administrativo kafkiano, casi diabólico, conocido sólo como Tránsito. La gran paradoja era que, justamente, nada transitaba en aquél intríngulis administrativo. Cualquier infracción podía conducir a este horrible destino y dejarlo a uno a pie por tiempo indeterminado, especialmente el delito extremo de no tener consigo la licencia de conducir y la tarjeta de circulación. Lagente decía, “uno sabe en qué momento entra el vehículo confiscado, pero es imposible predecir cuándo saldrá”, aun cuando uno se presentara al día siguiente con todos los documentos, el dinero y la mejor voluntad de pagar la multa. En una ciudad donde el transporte público era una verdadera pesadilla, me sentí condenado, y hablándome a mí mismo, exhalé un murmullo:
—La reputa... los documentos se me quedaron en la bolsa del otro pantalón...
El policía era un hombrecito joven y pequeño, de rostro bruñido, piel perfectamente lisa, pómulos salientes y cabello renegrido. Casi un adolescente. Se quedó mirándome perplejo. Entonces repetí y amplié:
—Sí compa (así se le podía decir a un policía en esa época), ésa es la pura verdad, esta mañana me levanté tarde y estaba tan apurado por llegar a una reunión que...
Sin documentos no puede circularme cortó, imperturbable.
Ése fue el primer golpe que me lanzó, un uppercut directo ala boca del estómago. Me dejó sin aire. Y hasta me pareció que asomaba una leve sonrisa por la comisura de sus labios, como uno imagina la expresión de un asesino sádico. Al verme así, aprovechó y me calzó un potente jab para acabarme:
Vamos a tener que ir a Tránsito...
Pronunciar esa palabra era como si levantara la tapa de mi ataúd para que fuera haciéndome a la idea de mi destino. Inoportunamente se me cruzó la idea de que los infiernos que Dante imaginó quedaron incompletos al faltarle este estrato del hades. Pero, de inmediato, pensé en mi cita. El autor de tan importante libro me esperaba, estábamos atrasados con la edición. Recuperé aliento y me atreví a lo impensable, es decir, intentar tocar la fibra de la benevolencia y de la comprensión:
—Mire comp a, tengo una reunión bastante importante en mi oficina, en este mismo momento me están esperando... Si usted tuviera confianza en mí, al terminar la reunión yo le garantizo que vuelvo a subirme en la moto, voy ami casa, Esquipulas, kilómetro 11 carretera a Masaya, frente a la iglesia, sin volarme ninguna luz roja, y le traigo aquí mismo mi licencia y la circulación, que de todos modos necesito porque... mire, si me tiene confianza... —no sabía por dónde seguir, porque el policía no cambiaba de expresión.
—Vea—me cortó— aquí mismito he detenido a diputados que iban a la Asamblea Nacional, comanches... ¡bueno! (esta exclamación quiere decir: una cantidad de personajes de alto rango). No tenían documentos, es decir, estaban in-do-cu-men-ta-dos, ¿me entiende? Y se han tenido que ir a Tránsito —dijo esto último mirando despreocupadamente la calle, como quien pasea la vista por su feudo.
Por mi parte, sentí que me acababa de hablar mi maestra de primaria, cuando aprendíamos a deletrear las palabras, den-tí-fri-co, es-pá-rra-gos, al mismo tiempo que la comparación que había hecho de mí con personas de innegable trascendencia, los comanches, claramente me reducía al tamaño de un insignificante insecto. Este cambio de perspectiva me hizo ver más grande al muchacho que me había detenido sólo unos minutos antes. Y así como recuerdo el aura de satisfacción que se enseñoreaba de mis profesores cuando nos demostraban que nosotros no éramos más que unos miserables ignorantes, creo haber visto brillar de emoción los ojos del policía cuando dejó de hablar, como si estuviera saboreando lentamente las últimas palabras.
Pero quizá mi cuerpo abatido y encorvado sobre mi escuálida moto, la imagen de la derrota, despertó en el policía un inesperado atisbo de misericordia, porque, todavía sin mirarme, como si le desagradara profundamente tener que hacer algo así, dijo:
—¿Entonces? ¿Los va a ir a buscar?
Me costó salir de mi estupor. ¡El policía tenía un alma, sentía, podía perdonar!
—Compa, le aseguro que no estoy mintiendo, puede tener confianza en mí, se los voy a traer...
Me escuchaba como de lejos, y tuve esa incómoda sensación de cuando, estando borracho, uno intenta convencer a alguien de que está sobrio, y cuanto más obcecadamente insistimos, más confirmamos nuestra ebriedad. El policía me cortó:
—Está bien, váyase ya, y que no lo vuelva a encontrar indocumentado, porque no lo voy a perdonar otra vez —me amonestó mi profesor con firmeza y condescendencia. Sólo le faltó levantar varias veces delante de mi nariz el dedo índice.
Sin chistar me subí en la moto, la puse en marcha y salí. Me mortificaba sentir a mis espaldas los ojos del policía, a quien imaginaba pensando “sé que no tenés los papeles en orden, de seguro que los vas a ir a tramitar ahora con semejante susto que te di...Te dejo ir porque quiero y no porque me hayás hecho creer esa historia”.
Durante todo el tiempo que duró mi reunión con el historiador (autor de una tesis de centenares de páginas defendida en la mismísima Sorbona, que nosotros habíamos decidido publicar en la forma de un libro de escasas doscientas a trescientas cuartillas, lo cual suponía practicar en su docto texto delicadísimos recortes que él llamaba salvajes amputaciones y nos hacían transpirar a ambos en esas sesiones), se me atravesaba constantemente la malévola sonrisa que me había dejado estampada en la memoria el joven policía. Apenas hubo traspuesto el umbral de la editorial nuestro historiador, inventé cualquier pretexto y salté otra vez sobre el vehículo que ya he llamado moto. La apremiante necesidad de mostrarle mis documentos al que ahora se me aparecía como impertinente policía iba creciendo en mí minuto a minuto, y me hacía sentir cada vez más que la máquina apenas avanzaba. Torcía inútilmente el mango del acelerador con fuerza, con la estéril terquedad de aquellos jinetes que azotan sin piedad a un caballo cansado. Al llegar a casa, ni siquiera apagué el motor, entré corriendo, metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la cartera. La miré un segundo y se me apareció como la pepita de oro con la que probaría la autenticidad de un filón a millares de escépticos envidiosos. Y salí otra vez en busca del incrédulo policía. Ya no era un asunto de tránsito, sino de honor.
Al acercarme a los semáforos donde tres horas antes me había volado la roja, no vi al policía. Pero cuando la luz pasó a verde avancé con cautela y vi que se movía una sombra detrás del árbol: supe que estaba ahí. Al verlo, se apaciguaron mis ánimos. Vi a un trabajador, como yo, como cualquiera, en su puesto de trabajo. En esos pocos segundos cambié de parecer y me dije que no sería altivo con él al mostrarle mi licencia y mi circulación. No correspondía. Uno debe saborear con dominio de sí mismo la victoria y no caer en el revanchismo. Recordé que él, acorde a los nuevos tiempos que vivía Nicaragua en esos años, tiempos de revolución, de creación de nuevos valores sociales y espirituales, había tenido el magnánimo gesto de dejarme ir ; ¡había tenido confianza en mí! Y yo, por mi propia deformación cultural pequeñoburguesa, había mal interpretado ese gesto límpido. En definitiva, este policía de tránsito, casi adolescente, me había enseñado algo y yo debía simplemente mostrarle mis papeles, con humildad. Me embargó la emoción de estar viviendo un momento privilegiado, como si através de esta situación el destino me hubiese dado la oportunidad de poner la mano sobre la panza de la revolución y captar un leve movimiento del nuevo hombre que estaba por nacer.
El policía me miró extrañado cuando me detuve. ¿El criminal merodea el lugar del crimen? Con una gran sonrisa y el rostro encendido le dije, “compañero, aquí le traigo mis documentos para que vea que vale la pena tener confianza en la gente”. “Ah”, me contestó, como quien no quiere la cosa, “usted es el de la reunión, el de los pantalones”, con lo cual manifestaba que prácticamente se había olvidado de mí y eso, de entrada, resultaba hiriente. “¿A ver esos papeles?” Se los alcancé, con el orgullo de quien entrega diplomas universitarios a un futuro empleador. El los escrutó en silencio y, alternativamente, me observaba con seriedad. Al cabo, dije en tono amistoso:
Bueno compa, ya vio que no le estaba mintiendo. Estamos viviendo un nuevo amanecer, esta revolución será eterna... —pero me quedé cortado cuando el “compa” sacó un formulario para poner multas, y mientras escribía aplicadamente, espetó:
Esta mañana no le puse la multa por la luz roja que se voló, pero ahorita se la voy a tener que poner, compañero, porque no lleva puesto el casco...
Eran aquellos años terribles de bloqueo y embargo en que ni siquiera se encontraba papel higiénico en las tiendas y llegamos a limpiarnos el fundillo con las páginas escogidas de las excelentes
obras soviéticas, más baratas, que abundaban en los estantes de los supermercados, entre unos cuantos jabones y algunos vasos de plástico. En ese contexto, un casco era un artículo de lujo que, excepto algunos extranjeros ricos, nadie en Managua podía permitirse. Ni siquiera los policías, que entonces también se llamaban centinelas de la alegría del pueblo.
Managua, Nicaragua, noviembre de 1986

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SESENTA Y UN GRADOS, LONGITUD OESTE
A Julio Cortázar, in memoriam
El día 24 de octubre de 1983 en la noche tomé un avión en París,  rumbo a la Argentina. Naturalmente, se trataba de uno de esosvuelos económicos que se prolongan con tediosas escalas que intentan “llenar el bus”. Después de una parada en Madrid, donde se cargaron pasajeros y se llenaron los tanques de combustible, levantamos vuelo hacia Caracas. Teníamos que llegar a ese destino temprano al día siguiente, pero demoras acumuladas en París y Madrid hicieron que al alba del día 25, en lugar de estar en el aeropuerto de Caracas, estuviéramos sobrevolando las Antillas menores.
Rostros soñolientos, cuerpos que se estiran, niños que lloran, cobijas tiradas por el suelo, carraspeos, bostezos... el compartimiento de la nave tiene toda la promiscuidad de los excursionistas que se despiertan en la misma carpa. En todos los rostros se leen dos palabras: queremos desayuno. Las azafatas comienzan a agitarse en sus rincones, se sienten olores de comidas empaquetadas, ya circulan los carritos por los pasillos y algunos leen revistas o periódicos para no tener la vista clavada en las bandejas. Por mi parte, para matar el tiempo (qué ilusoria expresión), me calcé un walkman y me dispuse a escuchar por la nosecuantaba vez un cassette de jazz latino que había grabado antes de salir. Pero en ese momento observé que mi vecino inmediato estaba mirando la cajita de un cassette de fabricación comercial.
—¿Está bueno? —le pregunté.
—Jodé, es que está recachondísimo, es pura salsa venezolana... —contestó el joven español, y agregó: me lo compré en el aeropuerto de Madrid para ir familiarizándome, usté me entiende, porque pienso pasármela de cachondeo tres semanas con las diosas de Caracas...
¿Ya estuviste en Venezuela? —inquirí.
No. Este es mi primer viaje a América del Sur.
Aunque fuera octubre, pensé cómo harían su agosto los comerciantes de Caracas con él, en cuántas trampas caería durante su estancia yen lo poco que, naturalmente, conocería del país.
¿Puedo escucharlo? —pregunté.
Miré la cajita, donde se veía a una muchacha rubia y de ojos verdes, de un cuerpo fulminante en escasísimo traje de baño, sentada con las piernas abiertas en una playa paradisíaca; sostenía —mejor dicho aplastaba— contra su pecho desnudo un cuatro venezolano con tal fervor, que hacía estallar la prominencia de sus senos exactamente en el centro de la imagen, haciendo aparecer a la pequeña guitarra de cuatro cuerdas como un adorno secundario o, según se vea, como un inoportuno estorbo visual. La muchacha sostenía con tanta torpeza el instrumento, que no cabía la menor duda que lo cogía (ojo, según la acepción española del verbo) por primera vez. Frente a ella, un muchacho negro, brillante de sudor y con los ojos desorbitados, se agitaba con un bongó entre las piernas en un trance desenfrenado. En el fondo resplandecían las luces de una mansión, con grandes ventanales y cortinas blancas ondeando. Unas letras de color rosado-chillón remataban la escena resumiendo sutilmente su contenido: “Lo mejor de Venezuela”. No cabía duda, entonces, de que nuestro madrileño había preparado culturalmente su primer viaje a este país.
A pesar de la incongruencia de la imagen, como ya había pedido prestado el cassette, cerré los ojos, y me dispuse a escuchar. Después de unos instantes de silencio, empezó a ocurrir algo extraño: se oían voces de gente que gritaba y, vagamente, se escuchaban algunos acordes y ritmos salseros, como si se hubiesen superpuesto dos grabaciones. Al principio pensé que se trataba de un efecto especial. Mucha música caribeña, sobre todo a partir de los años 70, tiene evidentes mensajes de protesta social, de modo que no me extrañó tanto. Pero a medida que pasaban los segundos, los gritos aumentaban de volumen y la música era casi inaudible. Cuando, más que sorprendido, estaba a punto de pasarle los auriculares al muchachoespañol para que me dijera si realmente era la misma grabación que él había escuchado, se levantó y avanzó hacia los servicios en la parte delantera del avión. Saqué el cassette y lo examiné unos segundos. Miré de ambos lados los títulos de las canciones impresos en el plástico. ¡Todo era normal! Hubiera podido dejar de escuchar tan escalofriantes gritos, pero el deseo de esclarecer aquél entuerto y seguramente algo de esa compulsión enfermiza que nos clava frente a las imágenes de horror, fueron más fuertes que la repugnancia, y volví a introducir la cinta en el walkman; acomodé los auriculares y apreté play.
¡Otra vez! A los gritos iniciales se habían sumado voces muy estridentes, jadeos de gente corriendo despavorida, órdenes —¡ sí, órdenes!— con evidente tono militar conminando a las personas a dirigirse a tal o cual sitio, y pronto empecé a oír estallidos y disparos, motores rugiendo, ráfagas de ametralladoras, alaridos de dolor, exclamaciones de agonía, llantos de niños, ruidos como de motores de aviones rasantes, voces nasales como de comunicaciones de radio emitiendo mensajes imperativos como “allá, sobre la playa, el barco, cambio”, “recibido, ya lo tengo, cambio”, y por fin escuché palabras en inglés “that’sit, that’sit” y “let’sgetthehellout of here”, y siempre el espantoso fondo sonoro de una masacre, que me petrificó en mi asiento no sé por cuánto tiempo, hasta que sentí que alguien me sacudía con insistencia y decía con ibérica gracia, “¡Jodé, qué chulo usté, se va a quedó sin desayuno escuchando esa música endiablada!”
Casi con desesperación me quité de la cabeza los auriculares, apreté stop y miré absorto a la azafata que, impaciente, me extendía la bandeja del desayuno y repetía, con una sonrisa cristalizada, café o té, café, le dije.
—Veo que mi cassette lo ha dejado acojonado —opinó mi vecino, mientras masticaba ruidosamente. Lo miré rápidamente, y observé que la excitación de sentir que el avión comenzaba su descenso hacia suelo venezolano, que en su imaginación era una enorme superficie plagada de mujeres semidesnudas y disponibles con sólo mirarlas con un poco de insistencia, le había puesto colores a su rostro blanquecino.
No sé por qué, pero contesté que la elección que había hecho era excelente, y él me corrigió, casi con un relincho de potrillo, “es recachondísima”. Un momento después las azafatas empezaron a presionarnos para que entregáramos las bandejas, de modo que tragamos lo que quedaba en ellas sin chistar. Por fin, las ruedas del avión tocaron la pista con un lejano chillido. Mi vecino se agitaba en su asiento y murmuró, como si fuera el fruto de una prolongada reflexión, “tengo que comprar un bongó”. Por los parlantes el comandante del vuelo anunció “la escala será de una hora, les rogamos llevar sus pertenencias, personal de limpieza local se encargará del aseo y no asumimos la responsabilidad...”
Caminé por las pasarelas hasta la zona franca del aeropuerto como un autómata. No podía entender lo que me había pasado. Mi vecino de viaje se desbocaba ya a los saltos por el corredor de quienes se quedaban en Caracas. Resonaban fuertemente en todo mi cerebro los espeluznantes gritos de la grabación. Para colmo, mi mente agregaba ahora imágenes de personas que habían sucumbido al fuego de alguna metralla, a las esquirlas de alguna explosión. ¿Qué me estaba pasando? ¿Había padecido una alucinación auditiva? Tuve un auténtico miedo de estar volviéndome loco. Avanzaba tropezándome con la gente, hasta que de repente, no sé cómo, me encontré parado frente a un kiosko de periódicos del aeropuerto. Al mirar los titulares mi estupefacción fue total y comprendí al instante lo que me había sucedido en el avión. Mis ojos incrédulos pasaron varias veces sobre las enormes letras que, con mínimas variaciones, repetían enfáticamente en las primeras planas la noticia del día: “Tropas estadounidenses recuperan Granada”.
Para evitar cualquier malentendido entre la población norteamericana, los periódicos en inglés incluían un mapa donde se indicaba la posición exacta de la diminuta isla caribeña: 61° 40’ longitud oeste, 12° 10’ latitud norte. De este modo nadie podía perderse. Ni siquiera un joven madrileño que viajara allí por primera vez.
Tucumán, Argentina, noviembre de 1983

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AQUELLA MAÑANA IDÍLICA
Cuando se separó de su mujer, un amigo le prestó su apartamento. Podría ocuparlo durante el período de las vacaciones, es decir aproximadamente un mes. Este lindo gesto solidario le permitiría enfrentar el vendaval inicial de la ruptura. En lo inmediato, sólo sentía una mezcla indefinible de orfandad, la dulce tentación de la nostalgia, y esa paradójica atracción que provoca a veces el vacío detu precipicio.
Despuésde algunos días de estar allí, decidió hacer la primera limpieza. Se extrañó de la facilidad con que había realizado la tarea. Pero dos días después observó que el polvo se había vuelto a instalar en los mismos sitios. Admitió que en el primer intento no se había esmerado demasiado, y volvió a empezar con buen ánimo. Sin embargo, con el deseo de hacer las cosas bien, buscó un plumero en el armario donde se encontraban alineadas todas las herramientas domésticas. Le llamó la atención que hubiese, por ejemplo, varios tipos de escobas, de diferentes tamaños y formas.
Con música de fondo, pasó alegremente el plumero y barrió por todos lados. Se quedó sorprendido al ver el montoncito respetable que había juntado. Un momento después, al observar los granitos de polvo dispersos, jamás hubiera imaginado que pudieran, juntos, constituir algo tan real y compacto. En esto pensaba, hasta que se percató de que necesitaba una palita. La encontró en el armario, con su debida escobilla. Absorto, casi perplejo, levantó aplicadamente el fruto de su trabajo. Puede parecer extraño, pero en esos períodos en que la vida adopta perfiles precarios, pequeñas satisfacciones como estas casi se transforman en motivos de felicidad.
Continuó viviendo. Tenía que encontrar un lugar para su instalación definitiva. Por lo tanto, se había inscripto en varias agencias inmobiliarias y durante el día lo llamaban para hacerle propuestas y concertar las citas. Cuando no había visitas de apartamentos que hacer, se sentaba en algún parque a leer revistas y disfrutar de su levedad actual.
Durante la segunda semana de celibato, una tarde entró distraídamente al apartamento coincidiendo con la puesta del sol. Acababa de cruzar en el ascensor una vecina que, por segunda vez, le había obsequiado una sonrisa que le pareció cómplice. ¿Qué complicidad podía haber entre ellos? Pero al abrir la puerta, se topó con una luz rasante que irrumpía por la amplia ventana del salón e iluminaba oblicuamente millares de inconcebibles granitos de polvo. Entonces, súbitamente, volvió a ver el rostro de la vecina y sintió ese malestar agobiante de los abrazos forzados.
Qué extraño, pensó, pues había dejado todas las ventanas cerradas. ¿Por dónde entran? Al hacerse esta pregunta, la idea de violación del espacio privado comenzó a insinuarse. Eso de que entren en tu casa sin invitación, es algo que pone tenso a cualquiera. O que alguien, con una sonrisa, te quiera hacer su cómplice. Aun así, deseoso de mantener el lugar como se lo había dejado su amigo, se resignó finalmente a empezar otra vez la tarea. Caminó entonces hacia el armario decididamente, pero, habiendo visto con sus propios ojos el polvo flotando en el ambiente, ahora tenía clara conciencia de que lo hacía en medio de innumerables partículas que se iban pegando a su ropa. Fue más la idea que el hecho en sí, finalmente natural, lo que le abrumó.
Otra sorpresa lo esperaba: pequeños ovillos muy livianos se habían formado debajo de los muebles y al menor roce del escobillón, se escabullían hacia otros rincones, huyendo. Parecían tener vida propia, porque cuando por fin lograba encerrarlos en la palita, aprovechaban una mínima corriente de aire, un movimiento brusco, y saltaban afuera. Tuvo que levantarlas con tanta lentitud, que parecía estar acariciando el embaldosado. Incluso, estos ovillitos lograban aferrarse a cualquier aspereza que encontraran en su camino. En esos casos, no había otra alternativa que arrodillarse y recogerlos con la mano.
Por el momento había logrado controlar el problema de la acumulación permanente del polvo en los sectores más visibles. Pero enla tercera semana, al entrar en la cocina constató con exasperación que allí el polvo se había juntado con la humedad y los vapores de las cocciones, volviéndose mugre. “Mugre”, dijo en voz alta, y sintió en sus oídos la desagradable resonancia de la palabra, un poco como suenan los dientes cuando masticamos algo que tiene tierra encima. Apretó las mandíbulas y, resignado, fue al dichoso armario.
Allí lo esperaba un producto especial que tenía una foto donde aparecían azulejos de una cocina brillante como un espejo. Un señor musculoso le sonreía con benevolencia. Hubiera preferido una señora de amplio escote haciéndole un guiño. Frotó y transpiró, hasta que la cocina volvió a presentar un aspecto limpio.
Él era una persona que en su trabajo había dado cuantiosas muestras de perseverancia. Así que poco a poco estas diferentes formas de polvo se convirtieron en su única obsesión y sin que él lo percibiera, se había instalado una lucha cuerpo a cuerpo.
Un día de esos, mientras se balanceaba por los cuartos al ritmo regular de la labor, se topó con su propia imagen en un espejo. Un profundo desasosiego fue cobrando espacio en su mente. Escudriñó bien su rostro. Sí, algo había cambiado en su fisonomía. Dentro de dos semanas tenía que regresar a trabajar: ¿iba a presentarse ante sus compañeros con esa expresión de derrota que veía allí?
Estos pensamientos inundaron cada vez más su espíritu. Comenzó a evadir irresponsablemente las visitas de apartamentos, a sabiendas de que tenía el tiempo contado. Empezaron extrañas pesadillas. Una noche, escuchó una voz que decía: del polvo vienes y al polvo volverás. Se despertó de un salto. El eco de la frase había quedado rebotando en la oscuridad del cuarto. En su insomnio, imaginó que el infierno podía tener representaciones individuales, y que éste podría ser el suyo.
Al despertar del día siguiente, tuvo la pretensión de declararse en huelga durante unos días. Pero al instante, la sola idea de que, mientras tanto, el polvo estaría acumulándose, lo impulsó como un resorte fuera de la cama. Mientras desayunaba con desgano, trató de distraerse con algunas imágenes de la televisión, y pasaron varios cortos publicitarios donde aparecían mujeres sonrientes y victoriosas haciendo la limpieza de sus casas como si se tratara de una diversión. Imaginó, un instante, que de haber tenido este recurso, los mercaderes de siglos anteriores también hubieran escenificado a los esclavos negros laborando con alegría, cantando en los campos, sin una sola gota de transpiración. Para cortar por lo sano con semejantes cavilaciones, se levantó y fue a terminar su taza de café al balcón. Necesitaba respirar un aire diferente, aunque también estuviese contaminado.
Mientras terminaba su taza de café, miraba sin prestarles mucha atención los edificios que se erigían del otro lado de la calle. Gradualmente, como enfocando con una lente, empezó a distinguir en ellos las formas generales, luego las ventanas unidimensionales, todas perfectamente alineadas, las plantas en los balcones casi iguales... y de pronto, las vio a ellas por primera vez: mujeres inclinadas hacia afuera apoyadas inexpresivamente en las barandas; estaban como esperando que algún acontecimiento se produjese, pero con esa mansedumbre que dala certeza de que, finalmente, no ocurrirá nada. Comenzó entonces a sentir urgencia por entregarle el apartamento a sus amigos. Felizmente, sólo faltaba una semana.
Pero dos días más tarde, ocurrió algo totalmente inesperado. Una mañana, de repente, en plena faena, lanzó la escoba con todas sus fuerzas contra una pared. El instrumento rebotó y fue a caer encima de un sillón, se deslizó suavemente y quedó como apoyándose en uno de los posamanos. Le pareció que el sillón, de golpe, se transformaba en un trono y la escoba en una radiante reina... Retrocedió e hizo caer algunos objetos de las estanterías y fue aparar a un rincón de la sala. De pronto, la reina se transformó en una horripilante bruja, que en lugar de salir volando, tomó su escoba y se le acercó invitándolo a bailar. Una sonrisa malévola se dibujó en su boca desdentada. Entendió que el famoso juego de pasarse la escoba iba a empezar, y que plantas, maceteras y muebles estaban dispuestos a participar... ¿Estaría perdiendo el juicio?
Nunca supo en qué otros abismos de su delirio pudo haber caído, porque se despertó al día siguiente bien entrada la mañana, cuando un rayo de luz atravesaba de punta a punta la habitación. Volvió a ver los granitos de polvo danzando dentro de ese cilindroetéreo iluminado. Y fue en ese preciso momento que recordó una mañana similar en que él y su mujer se habían despertado amorosamente entrelazados, al inicio idílico del matrimonio, y también habían contemplado un rayo de luz iluminando sus cuerpos desnudos. El mismo rayo de luz, el mismo polvo y dos momentos tan diferentes. Entonces, en una fracción de segundo, comprendió que ni brujas ni escobas ni nadie tenía que ver con aquella increíble y triste historia del polvo. La verdad era mucho más sencilla: desde aquella mañana idílica, su mujer siempre se había ocupado de la limpieza de la casa.
Marsella, Francia, julio de 1982


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Escribo cuentos desde mi adolescencia. Pero también los he ido perdiendo, a raíz de los múltiples cambios de domicilio a lo largo de los años, desde que tomé un tren en la estación General Belgrano de mi ciudad de origen en Argentina —San Miguel de Tucumán—, en octubre de 1976, con destino a Buenos Aires. Mi intención, en esos días tan aciagos, era solamente salir por un tiempo del país donde nos agobiada la dictadura militar. La salida que yo supuse momentánea, duró el resto de mi vida. Desde esa fecha he estado cargando con mi morralito por diferentes países del mundo.
Muchos conocen, y por motivos diferentes, este tipo de destino ambulatorio, y saben cómo van quedando pedazos de uno aquí y allá, y cómo, para darle sentido a nuestra trayectoria, hay que andar atando cabos, recuperando lo que se pueda a través del recuerdo, buscando aquellas magdalenas de Proust, ese perfume que nos impregnó el pensamiento, la canción que nunca se nos olvidó.
Y una identidad nueva, plural, que ya no es la del país en el que uno nació, pero que lo contiene y contiene a otros, se va forjando. Entonces uno va viendo qué poca relación hay entre una partida de nacimiento o un pasaporte, y el ser de una persona. No pertenecemos a un país, sino a una cultura. Los países tienen fronteras, las culturas tienes alas. Y la cultura se registra en el corazón y en lamente, y no dentro de un pasaporte. Siempre he pensado que si nos sintiéramos latinoamericanos antes que argentinos o nicaragüenses, nuestro destino continental sería muy diferente. Pero hay una voluntad feroz —cada vez más feroz— de estamparnos sellos por todos lados.
Entre el mar de cosas que se fueron perdiendo durante los desplazamientos, están muchos libros y algunas carpetas de escritos personales, cuando todavía no se podían llevar miles de páginas en un diskette o enviar un libro por correo electrónico. Y ocurre que hay cuentos, o poemas, que no se pueden volver a escribir, por muchos intentos que uno haga. Es por eso que en esta colección he querido agrupar no sólo cuentos escritos en los últimos años en Nicaragua, o en la Managua de los años 80, sino también algunos rescatados de los naufragios, para que queden ahí como un mojón en el camino.

Carlos Powell



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