El Enemigo de los Poetas y Otros Cuentos - Horacio Peña

EL ENEMIGO DE LOS POETAS
Tuve que viajar más de cuatrocientos kilómetros por un camino sumamente peligroso para conocer a Ruyard Burns, el enemigo de los poetas.
Burns es un hombre de cincuenta años, pero el trabajo en la mina lejos de envejecerlo lo hace aparecer más joven, el cuerpo duro, fuerte, sólo su rostro parece un poco cansado, cansado pero calmo, "con la calma que se obtiene de no escuchar las imbecilidades de los poetas", según el propio Burns me dijo: "Usted quiere saber porqué a los veinticinco años dejé de escribir poesía. Después de los políticos, a los que aborrezco con todo mi corazón, son los poetas a los que más desprecio. Tenga todos los enemigos que quiera, pero no tenga a un poeta por enemigo porque entonces está perdido. Si el político no tiene ningún escrúpulo para asesinar o mandar asesinar, el poeta por su parte no tiene ningún escrúpulo en hablar mal de la poesía de los otros. Sólo lo que él escribe es bueno, lo demás no vale la pena ni de leerse ni de publicarse.
"El Príncipe" fue escrito primero para los políticos y luego para los poetas. Cada uno de ellos es un mundo de envidia y de rencores. Andan juntos y ríen juntos, pero se odian mutuamente. Y el poeta es hol­gazán y sin ningún sentido de la responsabilidad. Siem­pre anda en busca de un empleo donde no tenga quetrabajar ni sudar, siempre vive quejándose de que no tiene tiempo, de que debiera estar escribiendo su "obra", y que en cambio tiene que hacer cosas que le disgustan y tratar con personas a las cuales no puede soportar. Pero cuando tiene tiempo se dedica a bacana­les y orgías y se olvida de escribir su "obra" inmortal, que lo colocará en el lugar donde el Dante coloca a Homero, a Hesíodo.
Y cuando hablan de lo que ahora están escribiendo provocan risa, todo lo que han escrito antes no sirve, lo rechazan, esto que ahora escriben es lo genial, lo que "va a quedar".
Necesitan paz y silencio para escribir esto que tienen entre manos. Y se retiran del mundo, no ven a nadie ni visitan a nadie, "el poema se ha posesionado de mí y me devora", me decía uno de esos farsantes que conocí hace muchos años.
Y se vuelven misteriosos y contestan con respuestas cabalísticas hasta tal punto que el oráculo de Delfos nos parece claro y sencillo como una mañana de prima­vera. La comedia no termina ahí: se rodean de una aureola de soledad y de dolor como la mujer que por primera vez va a tener un hijo. No son más que direc­tores y actores de su propia farsa.
Luego están los poetas místicos, los que siempre hablan de Dios y del alma en sus poemas. Leen libros sobre mística: el Maestro Eckehart, Ruysbroeck el Admi­rable, Ángela de Foligno y San Dionisio el Areopagita son nombres que mencionan a cada momento. La dife­rencia entre teología y mística no les son desconocidas y saben y discuten sobre la importancia o no importancia que en la vida mística tienen o pueden tener los estigmas y saben de la importancia o no importancia de la ascética en la mística y de la mística en la ascética y discuten sobre las relaciones de la gracia mística en el vivir cristiano o el modo de reaccionar del alma en el estado místico. Y hablan sobre Dios como si ellos fueran sus secretarios, sólo ellos saben lo que Dios quiere, desea o hace, ellos saben porqué Dios hizo esto o aquello, o porqué Dios no hizo esto o aquello. Ellos son los mo­dernos profetas. Dios habla por sus malos poemas. Pero a pesar de todos los libros de mística que leen, a pesar de los ayunos y penitencias y flagelaciones, siguen siendo tan malos y tan perversos como antes. Y están luego los poetas que no creen en Dios, pero que según ellos lo buscan, pero no en la humildad, sino en el orgullo. Estos se hacen los atormentados y tortu­rados, los que sufren por la gran pregunta, por el gran enigma que nace de las tinieblas. Día y noche consultan y claman por la luz, pero la luz no viene a ellos. Se han internado en un largo viaje dentro de la noche y no saben lo que les espera al final de la profunda oscuridad. Pero a pesar de que viven terriblemente ator­mentados, según ellos, beben, comen y fornican. Ellos no creen en Dios, pero lo buscan y en vez de encon­trarlo se encuentran con el absurdo, encuentran la injus­ticia y el dolor, naciendo de un Dios que según los creyentes, es bondadoso y justo. Y luego con el gesto más teatral de su repertorio dicen: "Yo traté de creer, pero Dios no existe", o si no dicen: "Yo no puedo tener por Dios a un Dios que no puedo comprender". No sé quiénes son más insoportables y falsos, éstos que dicen buscar a Dios, o aquellos que dicen que ya lo tienen. Pero sí puedo decirle, que sería mejor para todos ellos dedicarse a escribir mejor poesía y dejar a Dios en paz.
Y está también el poeta del pueblo, la poesía es para el pueblo, del pueblo y en el pueblo, dicen. Todoarte cerrado, todo arte que no entienden, es un arte destinado al fracaso, no llena su función y es una traición al pueblo.
Pero estos poetas que hablan sobre el obrero, el pescador, el minero, sobre el hombre que trabaja en los ferrocarriles, en los puertos y en los aeropuertos, nunca han estrechado la mano del pueblo, nunca han asistido a las pequeñas alegrías del hombre del pueblo, nunca han estado en una mina, en un entierro de pobre, y si asisten alguna vez al hogar del hombre del pueblo, si estrechan alguna vez la mano del hombre del pueblo, se lavan luego las manos, se perfuman el cuerpo y escupen con sólo oír el nombre del hombre del pueblo. Estos no son ni siquiera malos poetas son políticos disfrazados y merecen la hoguera.
Platón, que no era un poeta como han pretendido hacernos creer los imbéciles, conoció el peligro de los poetas y sugirió que se les expulsara de la república. Si yo fuera el dueño del mundo expulsaría no tan sólo a los poetas sino también a los políticos a una isla desierta y luego los haría dinamitar, pero como usted ve, no tengo ningún poder, y sólo me contento pensando en la hermosísima explosión que tendría lugar.
Los poetas creen saberlo todo cuando en realidad, como decía Sócrates, "lo saben todo; sólo ignoran que no saben nada".
Y los poetas, como todo en la vida, tienen su precio: se venden en las tiranías de derecha y en las tiranías de izquierda, se venden al rey, al emperador, al dictador, al señor presidente. Desde los más remotos tiempos hemos visto al poeta junto con el político saqueando al pueblo, robándolo, estafándolo.
Hemos visto a los poetas cantar a los tiranos y cantar los crímenes de los tiranos. Es verdad que algu­nos poetas perdieron la vida por escribir contra el tirano, pero éstas son muy raras excepciones.
Sólo unos pocos poetas tienen el valor suficiente para abandonar la poesía y a los poetas, Rimbaud es uno de ellos, la razón por la cual se fue a vivir entre los negros somalíes no fue porque estaba cansado de la vida, Rimbaud es uno de los poetas que más ha amado la vida, sino porque estaba cansado de la maldad de los poetas.
El disgusto que me inspiran esos farsantes, esos payasos, es lo que me decidió a no volver a escribir nunca más un solo poema, un solo verso, pero los poetas, siempre sacerdotes de la Mentira dijeron que la poesía me había abandonado. No me interesa en absoluto lo que digan sobre mí, en realidad, ya no hay nada que pueda interesarme o molestarme.
Aquí, entre estos mineros que viven como bestias, pero que son sinceros en sus odios y en sus amores, vivo tranquilo. Nadie me molesta con sus preguntas sobre la existencia o no existencia de Dios, ninguno de ellos se hace el místico o el atormentado. Una vez vino un poeta a hablarles sobre sus derechos de que "tenían que unirse con todos los camaradas del mundo y que el corazón de todos los camaradas del mundo estaba con ellos" y fue apedreado y otra vez vino un poeta predicador a hablarles sobre la Ciudad de Dios y también fue apedreado.
Pero lo que me consuela es que a pesar de todos esos payasos y farsantes, la poesía existe y no dejará nunca de existir a pesar de que ellos quieran asesinarla. Aquí en este campamento está toda la poesía del mundo: la trágica, la épica, la lírica, la amorosa. A pesar de todos los poetas que quieren asesinarla ella se ha refu­giado en esta mina, en medio de estos hombres y mujeres. Cuando alguien muere en la mina hay dolor en todos los rostros y cuando alguien nace hay alegría en todos los rostros. Y la poesía está también en el golpe de la pala y en el golpe del pico, y está en el agua que se bebe cuando se sale de los túneles, y uno está cubierto de polvo y sudor, y en el cielo azul que casi nos destroza con su peso cuando salimos a la luz, y está en el cuerpo de la mujer que se baña desnuda en el arroyo, está en el cielo estrellado y en el silencio que se escucha cuando uno se tiende sobre la hierba y cierra los ojos para no ver nada, porque todo está dentro de nosotros mismos y se comprenden entonces muchas cosas que los imbéciles de los poetas han complicado y falseado".
Mientras me decía todo esto los ojos de Burns brillaban, algunos de los mineros, hombres y mujeres y niños se habían acercado y lo escuchaban en silencio como si estuvieran escuchando a su señor y a su maestro.
Me despedí de todos ellos. Aunque no participo de todas las ideas y pensamientos de Ruyard Burns, algu­nos de ellos encierran una gran verdad.

Abril, 1963
EL SUICIDIO DE Mr. T.
Lo conocí en uno de esos festivales cinematográficos. Mr. T. no era ni director, ni productor, ni guionista, ni actor, ni extra, ni camarógrafo, ni crítico de ninguna revista o periódico, en realidad no tenía nada que ver con el mundo del celuloide, él era sencillamente el Mul­timillonario Mr. T., y bien podía lanzar al estrellato a cualquier actriz dispuesta a convertirse, nunca se sabía por cuanto tiempo, en su amante.
En aquellos tiempos estaba tratando de imponer a una bellísima sueca que lo tenía todo menos talento, pero la naturaleza había sido bien generosa con ella y estoy seguro que nadie hubiera negado a dos bustos hermosísimos, la oportunidad de una prueba cinematográfica.
Dos cosas sorprendían en Mr. T.: su sinceridad y su genio financiero, era eso que los americanos, llaman "un hombre que se ha hecho a sí mismo". Tenía acciones en todas las fábricas y negocios ya abiertos, y en todas las fábricas y negocios por abrirse. Aquella vez no tuve la ocasión de conversar con él y no fue sino tres „años más tarde qué nos volvimos a encontrar. Fue en una de esas aburridas y soporíferas fiestas de sociedad adonde 'mi periódico me había enviado para hacer luego una crónica, donde nos encontramos. Desde el primermomento supe que se estaba aburriendo terriblemente.
Me acerqué a él y después de hacer memoria del festival y de la sueca, Mr. T., comenzó a decirme:
—Usted cree que todos los millonarios que están en esta fiesta son unos asnos de oro y tiene razón, pero yo estudié en Oxford y luego en Cambridge. He visitado Europa y todos sus museos y puedo distinguir entre las sutiles diferencias de los maestros venecianos.
Al principio encontré mi placer en los negocios, el comprar y el vender acciones, el saber que uno puede arruinarse en pocos minutos es tan emocionante como jugar a la ruleta rusa. Pero pronto los negocios se convirtieron en rutina, en un simple juego: siempre ga­naba. Después de dedicar mis energías a los negocios la dediqué a las mujeres, pero entonces, la poca vida privada que tenía como millonario se terminó al conver­tirme en un amante mundialmente conocido y buscado. Los periodistas me persiguen como mi sombra. Existe incluso una revista que tiene un redactor y un fotó­grafo siguiendo mis pasos cada segundo. El día menos pensado me veré en las portadas de una de esas escan­dalosas revistas con una mujer que probablemente no tenga nada que ver con mis glándulas hormonales. Recuerdo ahora que Mr. T., habló toda la noche y que lo hacía con un gran conocimiento de personas y de cosas: lo mismo hablaba sobre los negocios de petróleo y del acero, como de Keats y de Blake, de Rafael y de Rembrandt.
Después de aquella noche nos quedamos viendo ocasionalmente.
Más que todo sabía de la vida de Mr. T., por las revistas en las cuales aparecía. No había día en que su rostro no apareciera en algún magazine siempre acom­pañado de una actriz: sueca, francesa, inglesa. El ape­tito de Mr. T., era insaciable.
Pero Mr. T., odiaba el escándalo. Le repugnaban los periodistas y las noticias amarillistas. Nunca he conocido a una persona en la cual el ángel y la bestia sostuvieran una lucha tan terrible, como la sostenida por el alma de Mr. T. Después de contarme todos los incidentes amo­rosos de su última aventura y Mr. T., era maravilloso en el arte de describirlas, cambiaba de manera sorprendente a lo que él llamaba su "período místico", entonces ha­blaba sobre los padres del desierto y sobre las órdenes monásticas, como lo haría el más ardiente cenobita. Amaba la soledad y le disgustaba verse "en esas revistas escritas por cerdos y para cerdos".
Con T., nunca se sabía lo que podía pasar. Siempre reaccionaba de la manera más extraña. Tenía unos treinta y siete años. Jugaba al golf y al tenis, y como Byron, era un excelente nadador. A veces había ocasiones en que Mr. T., desaparecía por dos semanas e incluso por un mes, para aparecer luego tan súbitamente como había desaparecido. Mientras viajaba a verlo recordaba todo eso. Era la una de la mañana cuando me llamó por teléfono pidiéndome con urgencia que llegara a su casa, yo le había contestado que nos podíamos ver al día si­guiente en su oficina, pero él había respondido:
—No habrá ningún mañana.
Me puse inmediatamente en camino.
Mr. T., vivía en una elegante mansión a una hora de mi casa.
Me recibió él mismo.
—Los criados están durmiendo, —dijo— y no he que­rido despertarlos.
Vestía una bata de noche azul oscuro. Estaba sere­no, tranquilo, hasta tal punto que me pareció que la angustia de su voz no era sino imaginación mía.
—He decidido suicidarme ahora mismo, dijo suave­mente. Te ruego que no hagas ningún intento por ha­cerme cambiar de idea, todo es inútil, lo he venido pensando desde hace mucho tiempo.
No contesté nada y dejé que T., hablara, lo conocía bastante bien y sabía que siempre realizaba sus deseos.
—Si me preguntas por qué he tomado esta decisión no sabría decírtelo, digamos que esos que se llaman humanos me asquean con sus preocupaciones, sus hipocresías y sus dobles vidas. Digamos que estoy cansado de ver a los poderosos burlarse de los humildes, de toda la farsa que día a día se comete en todas partes, de la injusticia de los jueces, de la servilidad de los pobres, del orgullo de los ricos, del odio que se esconde bajo el amor, de la infamia y de las acciones inconfesables de eso que se llaman actos de caridad. El hombre con su dualidad me repugna, no tenemos la fuerza suficiente ni para ser santos ni para ser perversos y nos hemos convertido en hipócritas. Sé que me pueden decir que mi actitud es derrotista, que hay que luchar contra el mal, que utilice desde ahora mi dinero y mis energías en hacer el bien, y probablemente tengan razón, pero mi muerte será una muestra de la deshumanización del hombre, de nuestra época de mecanización, de nuestro tiempo para el cual la dignidad y la libertad del hombre no tienen ningún sentido.
Hay muertes que tienen más valor que una vida, hay muertes que son necesarias. Si Cristo no hubiera muerto, todos estaríamos en los infiernos.
Mr. T., continuó hablando.
—He escrito varias cartas, sabes cómo es la policía de imbécil que siempre ve asesinatos en los suicidios y suicidios en los asesinatos, no quiero que por mi causa se haga sufrir a un inocente, se le someta a un interro­gatorio y se le torture. Las cartas detallan cuidadosa­mente que nadie es responsable de mi muerte, excepto la humanidad, pero la humanidad se ha convertido enuna máquina y las máquinas no pueden ser llevadas a los tribunales, a las máquinas no se las puede condenar, lo único que se puede hacer con ellas es destruirlas. La misma carta ha sido enviada a los diarios, los perio­distas como los policías, se han convertido en lo mismo que ellos dicen estar combatiendo: en fuentes de horror y de terror.
He enviado también cartas a mis abogados para que se hagan cargo de mis propiedades. Dejo esta casa a mis dos criados que siempre me sirvieron fiel y gene­rosamente. Mis propiedades serán vendidas y el dinero repartido entre los pobres, por supuesto, queda terminan­temente prohibido que ninguna escuela, hospital, asilo o cosa que se le parezca, lleve mi nombre. Mis abogados serán implacables a este respecto, el dinero será quitado violentamente a todos aquellos que traten de perpe­tuar mi nombre. No quiero nada de ellos sino el olvido. Te ruego, como servicio muy especial, que te hagas cargo de mis funerales, bien sencillos y rápidos. En mi testamento se te pagará por todos tus servicios. Dis­pensa que te haya molestado, en realidad éste es el último favor que te pido y el último problema que te causo. Si tienes algo que decir que no sea para con­vencerme que no lo haga, puedes decirlo. Sé breve, tenemos poco tiempo.
Pensé en decirle a Mr., T., cómo lo iba a extrañar, y quise darle las gracias por los buenos ratos que ha­bíamos pasado en ciertas fiestas, con ciertas actrices, pensé en recordarle cómo juntos habíamos odiado y des­preciado a eso que se llama alta sociedad, pero no dije nada.
Quise darle un último abrazo, pero sabía cómo Mr. T., odiaba los sentimentalismos. Le di un fuerte apretón de manos.
—Buen viaje.
—Eso espero —contestó—.
No dije más. Abandoné la mansión de Mr. T. Mien­tras viajaba de regreso un torturador pensamiento co­menzó a angustiarme, ¿cómo se suicidaría Mr. T.? ¿Se cortaría las venas? ¿Un disparo en el corazón? ¿Abriríala llave del baño y se dejaría ahogar?
Recordé que él odiaba los espectáculos deprimentes y el sensacionalismo y que probablemente elegiría un medio sencillo y limpio: píldoras, no desfiguran el rostro y su acción es rápida. Unos cuantos segundos.
Trato de no pensar más en esto. En olvidar. Más tarde leeré el suicidio de Mr. T., en todos los periódicos.
Rhode Island, mayo; 1963

EL TREN
Pensó que tal vez era el ruido del tren el que lo había despertado. O tal vez el sol que comenzaba a Henar el cuarto. O tal vez algún movimiento de la muchacha desnuda que estaba a su lado. Se levantó y fue a la ventana. El ruido se hacía más cercano. Limpió con la mano el vidrio de la ventana y pudo ver la lejanía. Tuvo la sensación de haber visto otras veces este tren, muchas veces. Era cuando niño. Entonces él iba o venía a estos lugares en donde se encontraba ahora, pero no solo, su abuela lo acompañaba, o mejor dicho, él iba acompañando a su abuela cuando salía a vender: vestidos para niños, cosas de vidrio y porcelana que ella compraba en el comercio y que luego vendía en los barrios a familias que la conocían. A veces le encar­gaban cosas a su abuela y el viaje era más fácil porque se vendía todo y no se tenía que discutir. Había crecido junto a su abuela porque su madre tenía que trabajar todos los días y él se quedaba en la vieja casona con su abuela y una tía, una casona grande y sucia con un cielo raso muy alto y una sala grande, enorme, en la cual se sentaban por la noche todos ellos, y alguna que otra vecina y conversaban, pero la sala era muy grande y el cielo raso muy alto y él se sentía perdido en la vieja casona y las palabras, lo que decían los demás no lo entendía, y él los miraba y volvía a mirar, y toda lagente formando rueda como una sesión para invocar a los muertos, pero sin comunicarse los unos con los otros a pesar de que hablaban entre sí, porque él sólo oía sonidos sin comprenderlos, como si hablaran en otra lengua.
El tren se acercaba más ahora. Oía su ruido pero no podía verlo. Por aquí habían andado juntos, por aquí visitaban a una familia que siempre compraba cosas manteles, sábanas que su abuela hacía sobre su gastada máquina de coser y que luego vendía, un modo de ganarse la vida o hacerse la vida como cualquier otro.
Y estaba orgulloso de salir con su abuela, se sentía no como que ella lo protegía, sino como que él la protegía a ella.
Cuando llegaban a la casa de esa familia él se sentaba aparte mientras su abuela discutía y alababa la calidad de las cosas que llevaba.
—Es un vestido muy lindo.
—A su hijo le vendrá muy bien.
—Este rosadito es lo mejor que llevo, pruébeselo al niño.
—Todo lo que traigo es muy bueno y barato.
Todo eso lo recordaba mientras oía el ruido del tren, más cercano, más claramente.
Ahora no tenía miedo ni del tren ni de nada, pero en aquellos tiempos cuando tenía cinco años y lo veía venir, salía corriendo y se escondía bajo la cama porque creía que era algo monstruoso, maligno, y corría hacia el fondo de la casa mientras la familia reía de su miedo y el tren más ruidoso que nunca y él con más miedo que nunca mientras el tren pasaba exactamente en frente de la casa y su abuela se levantaba y lo iba a traer, a sacarlo de donde se hallaba.
—Es el tren solamente, no hace nada. El tren esun dragón encantado que te llevará sobre sus alas.
Y se lo ponía sobre los hombros, unos hombros muy anchos y muy fuertes, y venían los otros mucha­chos, los hijos de los dueños de la casa para ver el tren que ya no se veía, sólo el humo, y sentía todavía algo caliente bajo sus pies, y un poco de humo, una columna de humo disolviéndose, borrándose a lo lejos.
El tren se acercaba ahora más que nunca pero aunasí no podía verlo desde la ventana, sólo sentía el ruido anunciando la llegada del tren como el ruido de la tierra que se oye cuando viene un terremoto, el traquetear de la tierra.
La muchacha seguía desnuda y él la miraba desde la ventana y la vio más hermosa que nunca, medio cubierta con las sábanas. Y él sabía que la estaba amando.
Pero no le gustaba verla dormida, ni a ella ni a su abuela, porque le parecía que no tenía ningún con­tacto con ellas y se sentía solo. No le gustaba versa su abuela cuando después de comer, al mediodía, se iba a su cuarto y se tendía en la cama con las piernas juntas, los pies juntos y las manos sobre el pecho como esas estatuas yacentes, de piedra, estatuas de reyes y reinas que él había visto en los libros de cuentos y que más tarde volvería a ver en sus viajes, las estatuas de reyes y reinas bajo el silencio de las grandes catedrales.
Por eso se subía a la cama y comenzaba a soplarle los cabellos a la abuela, que los tenía bien largos y bien blancos, se los soplaba hasta que ella despertaba, eso no le gustaba, que despertara, pero tampoco le gus­taba verla dormida porque le parecía que se había muerto. Ella abría sus ojos azules, descendía de ingle­ses, le dijo una vez, pequeños ojos azules y lo acariciaba y lo besaba y lo hacía dormir junto con ella. El tren se oía pero no pasaba.
En aquellos tiempos cuando la venta había sido buena y se había terminado temprano, aunque no tuvieran nada especial que hacer por estos lugares siempre venían aquí por donde pasaba el tren, y antes de llegar ahí él se decía, le prometía a su abuela que no correría, que no se escondería.
Esta vez lo veré cara a cara y no correré. —No te debe dar miedo, es el tren solamente.
Esta vez no correré, te lo prometo.
—Recuerda que sólo es el tren y que no hace nada.
Y se encaminaban hacia donde vivía la familia, por estos alrededores, y él se repetía tomado de la mano de ella: "No correré, no correré, esta vez me quedaré pegado a la tierra y sabré cómo es él".
Pero cuando oía el ruido los pies le comenzaban a temblar y se soltaba de la mano de la abuela para irse a esconder en algún lugar de la casa.
La muchacha seguía durmiendo, la sábana se había deslizado hacia el suelo y limitaba su desnudez. Se acercó a la muchacha y comenzó a soplarle el rostro como hacía con su abuela, ella medio abrió los ojos y siguió durmiendo. Se sentó junto a ella, mirándola. Fue entonces cuando oyó más cerca que nunca el ruido del tren, casi frente a la puerta y corrió hacia la ventana. Pero no podía verlo, sólo oírlo, todavía no pasaba ni aparecía, trataba de verlo desde uno de los ángulos de la ventana haciendo esfuerzos para mirarlo, pero no lo lograba, todavía estaba fuera de su alcance.
Y luego regresaban a casa dando él saltos frente a su abuela para hacerla reír, haciéndole gracias y girando alrededor de ella agarrándose a su vestido, como su bufón, para que ella estuviera contenta y a veces ella se reía tanto que casi se ahogaba de la risa, de la alegría de verlo a él haciendo tantas tonterías en su honor, porque su abuela era lo que él más amaba, era su reina, y él era su bufón que la entretenía, que trataba de hacerla olvidar lo duro y fatigoso de la tarde.
Y cuando regresaban ella se sentaba a descansar en su gran silla de madera que era como su trono, una silla alta, labrada, con un respaldar muy alto sobro el cual reclinaba su cabeza y se dormía, y él no la des­pertaba, la dejaba dormir sobre su trono mientras él se sentaba a sus pies, meciéndola de vez en cuando, suavemente, moviendo las curvas de la enorme silla, balanceándola suavemente.
Ahora creyó que el tren aparecía, que veía su rostro, el rostro que tanto le había asustado en su niñez, sin verlo, pero el tren no pasaba todavía, sólo podía oír el ruido.
Y cuando él había retornado de su viaje la encontró muy enferma, envejecida, en tres años había cambiado tanto, pero siempre conservaba una especie de energía que él no sabía de dónde le venía, tal vez le venía de su amor hacia él, ese amor que la mantuvo durante tres años esperando su regreso, pero ahora que estaba ahí con ella no lo reconocía, y él era un extranjero, uno más que vivía en la casa, pero siempre que él platicaba recordándole lo del tren, ella como que reía, como que recordaba y decía una que otra palabra, pero de pronto se quedaba envuelta en su silencio, un silencio del cual él no la podía volver a sacar.
—Se enfermó a los pocos meses que te fuiste —le dijeron, pero nadie le escribió nunca sobre la enfermedad de su gran abuela, sólo le contaron eso cuando estaba a punto de regresar y ella se había recobrado un poco de la enfermedad.
Algunas veces cuando hablaba la oía decir que él se había muerto, y él trataba de convencerla de que había regresado y que estaba ahí, junto a ella para siem­pre, para no salir más de viaje, que ahí estaba él me­ciéndola suavemente mientras ella se sentaba en su silla de madera, labrada, pero todo era inútil, ella no lo reconocía aunque murmuraba:
—No sé por qué te quiero tanto, como quise al otro muchacho que se fue y que está muerto.
Y él se sentía culpable de la locura de su gran abuela, de que estuviera loca, loca como Mag, Mag, Mag, y el hombrecillo cabeza abajo mirando a Mag, y él mi­rando a su abuela caminando por los pasillos, viéndola a través de la ventana de su cuarto, apoyada en su bastón, ya anciana. Y él se sentía culpable de todo eso y pensaba que si no hubiera hecho ese viaje ella sería como siempre, llena de vida y alegría, y si no hubiera sido por ella él no hubiera regresado y ahora estaría más lejos que nunca.
Fue entonces cuando pudo ver el tren surgiendo de la nada, majestuoso, como un rey en el exilio que hiciera su entrada triunfal, desfilando ante sus ojos, primero la máquina negra, echando humo, como un dragón encantado, como le había dicho su abuela, moviéndose toda la máquina, todos los engranajes, como un cuerpo de atleta que estuviera moviendo todos sus músculos, la máquina avanzando, como desperezándose, como des­pertando, traqueteando. Primero fue la máquina y luego comenzaron a pasar los carros, los vagones de primera con los rostros de pasajeros pegados a las ventanillas, y luego los vagones de segunda y tercera clase, y luego los últimos vagones, los que no llevaban ventanilla ni nada, sólo hombres subidos a ellos, con los pies col­gando, colgantes, la camisa desabrochada, riéndose, mo­viendo las manos, gesticulando, moviendo las piernas, balanceándose en el aire al compás del ruido de la loco­motora que arrastraba todos los vagones y todos los hombres que iban en los vagones, y una estela de humo en todo el cielo, una estela que tomaba toda clase de formas por el viento, que se alargaba y pasaba por sobre la cabeza de los hombres y el tren que seguía pasando. Pero no era éste el tren que él nunca había visto cara a cara, ni estos los hombres que iban en aquellos tiempos sobre los vagones del tren, porque todo había cambiado: su abuela, estos alrededores, la locomotora, todo el tren, pero era un tren que corría sobre todos los caminos recogiendo gente de todas partes, en todas las estacio­nes, un tren que casi no se detenía en ninguna estación, sin horario, un dragón encantado llevándonos a todos sobre su alas, hacia un país que nadie conoce, un tren que no se sabía cuándo pasaría, pero que todos tenían que tomarlo, un tren en el cual viajaría alguna vez su gran abuela recostada sobre uno de los asientos, su nuevo trono, con su cabeza alta, con su moña que se hacía enrollándose su largo pelo blanco, el tren en el cual iría su abuela, majestuosa como si no se hubiera muerto, y en el cual viajaría él también, el inmenso tren que lo llevaría a algún lugar, el último tren que tomaría algún día con su abuela, en el que viajarían juntos por última vez, tomados de la mano, el último tren que pasaba sin cesar.
Marzo, 1968

EL SOLIATARIO
—No crea que no he pensado en el suicidio como un medio de poner fin a mi soledad y aburrimiento, —co­mienza por decirme este joven escritor a quien he cono­cido en esta lejana aldea.
—Pero después de todo, añadió, soy tal vez un poco religioso y me atemoriza pensar en lo que puede haber más allá.
—Desde muy joven, siguió diciendo, me asquearon y repugnaron todas las personas y todas las cosas. Siem­pre fui un extranjero en mi propio país. Las personas a las que tenía obligadamente que ver me daban náuseas. Pero por desgracia tenía que soportarlas, conversar y discutir sobre cosas por las cuales no sentía el menor interés. Durante ocho horas tenía que vivir con mis semejantes, pero terminado el trabajo diario me refugiaba en mi soledad, en mi cuarto, donde podía vivir, pensar, respirar algo que no fuera estupidez o maldad.
—Desde que el hombre cometió el primer pecado y dejó de ser ángel, continúa, lo único que hace es tortu­rar al hombre. Si usted lee la historia de la humanidad se dará cuenta de que toda ella es una historia de im­becilidad y degradación. El hombre tiene muy pocas cosas por las cuales se pueda sentir orgulloso, sus grandes ciu­dades están construidas con barro y con sangre, y del barro nacerá la destrucción y de la sangre la venganza.
Lo único de valor en la vida, lo único noble, lo hacen los santos y los locos. Todo lo demás lleva el signo de esos seres repugnantes que son los normales: avaricia, lujuria, ira, gula. Si el santo practica en grado heroico la caridad, los normales también en grado heroico prac­tican todo lo bajo e innoble que hay en el hombre.
Este joven escritor me parece un hombre completa­mente calmo, dueño de sí mismo, y sin embargo, infini­tamente solo. Habla despacio, sin casi hacer ningún gesto.
—No le puedo decir cuándo exactamente comencé a detestar a los hombres y a las cosas. Ver un rostro humano me producía vómitos, oír sus voces me enfermaba. Por eso decidí huir de ellos, para protegerme. A mí se me tiene por un hombre bueno. La gente que vive en este lugar me tiene incluso por santo. Muy pocas veces salgo de casa y sólo una señora viene los fines de semana para hacer la limpieza. Yo mismo me hago la comida, bien sencilla. Leo, escribo. Logré descubrir este refugio y aquí espero morir.
Es un cuarto pequeño, la celda de un monje. Hay unos árboles cercanos a la casa y una ventana. Sobre la mesa hay libros, papeles.
—Todas las ciudades me aburren. Todos los espec­táculos son lo mismo. Todas las personas dicen siempre las mismas cosas, repiten lo mismo que han venido di­ciendo desde el principio del mundo y todas creen estar haciendo y diciendo cosas originales, todos creen ser interesantes, geniales. Todas estas personas se visten del mismo modo, comen y defecan del mismo modo, odian de la misma manera y lo que es peor, hacen el amor exactamente igual, sin añadir nada nuevo al acto sexual. Con cada mujer que uno se acuesta se ven, sienten, los mismos senos, el mismo pubis, el mismo rostro y las mismas escaramuzas de antes, en y después del acto. Incluso las posiciones han sido agotadas. Es como poner un disco donde todo es automático: la aguja cae, se oye la música y la aguja se vuelve a retirar. El amor se ha convertido en algo mecánico, frío.
Es una aldea apacible, la pintura de algún flamenco. Campesinos que se levantan con el sol y regresan con la tarde.
El joven continúa.
—He probado todos los vicios y todas las virtudes. He querido ser un demonio y un santo. Ningún vicio me es ajeno. Conozco todas las drogas y placeres. He buscado las mayores emociones en mi vida. He jugado a la ruleta rusa cienes de veces. Conozco a todos esos hombres que se llaman originales y a todas las mujeres exóticas, ardientes, los primeros me aburrieron con sus estupideces y con las mujeres me encontré que una estatua de hielo me hubiera proporcionado más placer que todas ellas juntas. Inventé nuevos pecados, me he degradado como nadie antes lo había hecho. Conozco todas las formas de lujuria, todos los vicios. En aquel tiempo, el infierno, comparado con mi corazón, era un fresco retiro marino. Recuerdo un Viernes Santo, a las tres de la tarde fui a un leprocomio y como Jesús, lavé los pies a doce de los enfermos, a los más apestados. Le besé las llagas, con mis propias manos puse bálsamo sobre sus heridas, en sus rostros carcomidos por la lepra. Nueve horas después asistía a una bacanal y celebraba Misa Negra sobre el cuerpo de una mujer desnuda en medio de aullidos infernales de una sociedad secreta cuyo fin era asesinar a Dios.
A través de la ventana, apenas entreabierta, se puede ver a los labradores que retornan del campo empujados por la tarde, y por la alegría de los niños y mujeres que caminan junto a ellos. Las palabras del joven caen len­tamente.
—Pero después de querer convertirme en un Satán Viviente, quise ser un Dios Viviente, quise ser per­fecto como sólo Él es perfecto. Si antes conocí to­dos los placeres, ahora empecé a flagelarme, ayunar. Durante tres años viví en el desierto. Me torturé. Sometí mi cuerpo y mi espíritu a grandes sacrifi­cios. Sólo vivía con el pensamiento en Él. Sólo Él me confortaba. Al recordar su pasión lloraba como debe haber llorado la Virgen. Una corona de espinas aprisionaba mi cabeza. Casi no comía. Durante tres años viví alejado de los hombres, olvidé sus rostros y sus palabras. Dormía en el suelo. Muchas veces no tenía una piedra sobre la cual reclinar mi cabeza. Las fieras eran mis solos compañeros. Luego una noche me di cuenta que mis ayunos y sacrificios no eran suficientes y que si verdaderamente quería ser santo, tenía que ser como Él, hacer como Él había hecho, vivir entre los hombres que es el mayor tormento que se le puede dar al hombre que desea ser santo.
Ahora se oye el canto de los labradores y se siente el olor de la tierra.
No crea que Cristo tuvo los mayores sufrimientos en la Cruz, no, los tuvo mientras hablaba con Pedro, con Mateo, mientras los oía discutir sobre quién sería el primero.
El joven guarda silencio. Sólo se oye el ruido de la tarde que cae y el ruido del viento.
Y regresé de nuevo al mundo, y estuve entre ellos, pero sin ser uno de ellos. Todos comenzaron a buscarme como si yo fuera un Dios que pudiera hacer milagros. Todos me consideraban un guía, un confesor, un maestro. Un señor venía a mí todos los días a decirme que su mujer lo engañaba, que lo depreciaba que le decía todas las noches: "Voy donde mi amante, vengo de donde mi amante, esta noche, dormiré con mi amante". El viejo imbécil no tenía fuerza necesaria ni para dejarla, ni el valor suficiente para matarlos. Otra señora me hablaba de su hijo. Tenía nueve años y ya era un pervertido sexual, degenerado en la mente y en el cuerpo.
Yo siento que el joven sufre terriblemente con todos estos recuerdos.
—Todos creían que yo podía hacer milagros: con­vertir el cuerpo lujurioso de la mujer, la mente perver­tida del muchacho. No querían palabras ni consuelos, querían hechos. Una vez fui amenazado de muerte, otra vez, mientras regresaba de visitar a un enfermo fui vapuleado por tres o cuatro matones, otra vez un grupo de mujeres me persiguió con palos y piedras porque querían que resucitara a un niño que acababa de morir. Otra vez se me llevó a la policía acusado de amotinar al pueblo. Fuera de esto cargaban sobre mí los dolores y las enfermedades de todos, no había ninguna persona a la que no llevara ningún consuelo, algo de comer: pan, vino. Pero la gente nunca estaba satisfecha. Cuando hacía un largo viaje para visitar a un enfermo tenía miedo de caer en manos de mis enemigos, de los falsos amigos, de los falsos hermanos. Un periódico comenzó a llamarme impostor y dijo que yo me enri­quecía con el dolor del pueblo, y sin embargo yo nunca pedí nada, siempre aceptaba lo que ellos querían y podían darme. Vivía sólo para mis pobres. Pero me cansé de la maldad del hombre y una noche abandoné mi deseo de ser santo, como antes había abandonado el deseo de ser demonio y decidí llevar una vida soli­taria, aislada. Sin ningún deseo, sin hacer ni pensar nada porque en eso está la verdadera sabiduría y la verdadera santidad. Pero siempre había alguien que descubriría mi refugio, a veces un periodista, otras ve­ces una señora, una muchacha. Nunca podía estar solo. Cambiaba constantemente de lugar pero siempre había alguien esperándome o encontrándome.
Poco a poco penetra el silencio en la aldea. Las luces comienzan a encenderse. El trabajo diario ter­mina.
—No crea que odio al hombre, no tengo fuerzas ni siquiera para eso, el hombre me es ya completamente indiferente. Y no odio ni amo, agoté mi corazón en el odio y en el amor, para volver a sentir una nueva emoción tendría que nacer de nuevo y eso es imposible. La mal­dad del hombre y sus sufrimientos no me interesan ni preocupan. Una vez vino un Hombre-Dios para salvarlos y los hombres no lo conocieron. Como Jeremías que se lamentaba al Señor de no haberlo hecho morir en el seno materno, de modo que la madre hubiera sido el sepulcro conservando eterna su preñez, yo también me lamento de haber nacido y pido todos los días la muerte, pero el Señor quiere que sufra un poco más para puri­ficarme y me condena a seguir viviendo. Ningún rostro me puede dar ninguna alegría o tristeza. Ninguna pala­bra puede entusiasmarme. Ahora lo único que trato es defender este refugio que descubrí en esta aldea.
Con lágrimas en los ojos el joven me dice ya para despedirme:
—Le ruego con humildad que no revele a nadie este lugar en que me encuentro. Es lo único que me queda.
Marzo, 1963


EL JUBILADO
Se dio cuenta que él deseaba hablarle de algo pero no trató de forzarlo a decir su secreto. Comían. Una escena que se había venido repitiendo desde hacía más de treinta años, monótona desde hacía más de treinta años, porque al principio todo era diferente, todo nuevo, pero no ahora.
Se dio cuenta que él deseaba hablarle de algo pero lo dejó poner el vaso sobre la mesa, lo dejó beber lentamente, sorbo a sorbo, casi paladeando, siempre hacía esto cuando tenía que decirle algo que él creía que era importante, beber sorbo a sorbo, lo dejó aco­modar el tenedor a la par del cuchillo y la cuchara como un niño que estuviera alineando soldaditos de plomo y lo dejó que los pusiera sobre el plato y esperó que encendiera el cigarrillo.
No quería obligarlo a revelar su secreto, quería que cuando se sintiera seguro de sí mismo comenzara a hablar.
Le miraba las manos, los dedos sostener el ciga­rrillo, lo miraba mirar el humo del cigarrillo mientras ella abría la paja y dejaba correr el agua, mientras enja­bonaba los platos y el agua se hacía más y más espumosa.
Quería dejarlo hablar. Le pasó el plato y el cuchillo y el tenedor y la cuchara y se levantó y fue hacia ella.
—Me jubilan dentro de dos meses.
Esperó que diera muestras de alegría, que lo feli­citara, que se lanzara sobre él y lo abrazara, los brazos rodeándole el cuello, levantándose ella del suelo, aga­rrándose, sosteniéndose de su cuello como antes, pero no hubo nada de eso.
—La Junta Directiva estudió mi caso y me ha jubilado con goce de medio sueldo y medalla por los años de servicios prestados.
Lo miró sin decir nada, "Goce de medio sueldo y medalla por los años de servicios prestados". Treinta años trabajando en el Banco, usado como una máquina, convertido en una columna de número, en un autómata poniéndose la corbata todos los días a las siete y media de la mañana y su camisa manga larga, blanca, porque así tenía que llegar, despersonalizado, deshumanizado, una pieza pequeñísima dentro del inmenso engranaje, y ahora, ni siquiera un puesto importante, no, un empleado de tercera o cuarta clase en una sucursal de Banco, eso era todo, no viajes, ni conocer países ni museos, ni vestirse elegantemente por las noches para ir al teatro y a la ópera como él le había dicho, no, nada de eso.
Sentado de nuevo, fumando lentamente y ella de pie, un poco detrás de él, le pareció un hombre com­pletamente derrotado, un fracaso de hombre, no era esto lo que ella esperaba, lo que se le prometió, lo que se la hizo soñar y desear cuando se encontraron por primera vez, él, un estudiante de Filosofía y Letras seguro de sí mismo, hablándole toda la noche, amándola,
y ya contigo, tierna es la noche
y luego de pronto el gran cambio, algo sucedió que ella nunca supo lo que había sido, él no siguió la carrera,dijo que no podía seguir los cursos por la noche, que mejor dedicaba todo su tiempo al Banco y que entonces podría ser ascendido, promovido más rápidamente. Eso le dijo. Ella quería que él continuara estudiando, que terminara la carrera, que hiciera lo que ella sabía que él deseaba hacer: dar clases en la Universidad y luego viajar, no lo quería siempre en el Banco, sabía que eso era algo transitorio que el Banco no le interesaba.
—Si dedico todo mi tiempo al Banco seré jefe de sección, los jefes ganan bien y viajan mucho. Tú irás conmigo.
Pero nunca realizaron esos viajes, nunca ascendió, siempre permaneció en el mismo puesto donde ella lo había conocido, pero ahora sin sueños, sin ilusiones. Nadie podía culparla, al contrario, ella lo animó siempre para que siguiera y terminara la carrera, hasta ambiciosa la llamaron los amigos de él, que no lo comprendía, eso dijeron, pero no fue por ella que sucedió todo esto, ella se habría acomodado a todo, a su trabajo en el Banco o la Universidad si hubiera tenido a su lado a un hombre deseando hacerse un lugar cerca del sol.
De vez en cuando le volvía a hablar de los viajes que iba a realizar, de ir a los mejores restaurantes y tomarse fotografías en los parques y en las avenidas de todos los países, pero ella no creía más en nada de eso, sabía que todo había terminado: de la casa al Banco y del Banco a la casa y escuchar un mediocre programa de radio, o tal vez ir al cine, sobre todo los fines de semana, él y ella y los cinco hijos, una mujer cargada de hijos con un hombre que pudo llegar a ser algo.
Durante más de treinta años llegar a las seis o seis y media y algunas veces a las ocho, a las nueve, los fines de mes, cuando se trabajaban horas extras que no se las pagaban, y en esas noches mientras lo esperaba,lo veía sobre los libros y las máquinas calculadoras haciendo cuentas, revisando columnas y más columnas de números y tomando su taza de café negro y su sándwich que el Banco generosamente, sin costo alguno, proporcionaba a sus empleados durante esas noches.
Sentado de nuevo, fumaba tratando de darse ánimos, pero sabía que la había traicionado, que todos estos años junto a ella eran años de traición, que nunca realizó lo que le había prometido. Él se presentó como un mago, como un hacedor de sueños y milagros prometiéndole cosas maravillosas, hablándole como nunca antes había oído hablar a nadie, hasta del Banco le hablaba despectivamente, se burlaba del Banco, decía que eso era algo transitorio, un trabajo de paso, que luego daría clases en la Universidad, pero el Banco era una buena experiencia después de todo, un año, dos años, eso era suficiente, pero no fue un año, ni dos, ni tres, sino toda una vida. Él sabía que la había traicionado.
—No está mal la jubilación, hemos ahorrado unpoco y con lo que me den podemos vivir decentemente.
"Con lo que me den", hasta en el modo de hablar había cambiado, "con lo que me den" como si fuera una limosna, como si no tuviera derecho a ello, como si con eso pudieran pagarle todo lo que él había dado al Banco, no tan sólo la vida de él sino la vida y las ilusiones de ella, en otros tiempos no hubiera hablado así, "con lo que me den" como si le estuvieran dando una limosna.
—Podríamos tomar unas vacaciones, pasar un mes o dos fuera de la ciudad, en el mar o la montaña, donde tú quieras, a ti siempre te gustó el mar más que la montaña, iremos al mar, donde tú quieras, los hijos ya están grandes y podemos dedicarnos a nosotros.
Trataba de excusarse, de hacer que ella olvidara la traición. Apagó el cigarrillo y se quedó sentado, las manos enlazadas descansando sobre la mesa, sobándose los dedos los unos con los otros, restregándoselos. Un fracaso de hombre.
Y cuando salió de la Universidad ya no le habló de dar clase, sino de las promociones y jubilaciones y viajes de los jefes, de lo fácil que era hacer conexiones y contactos y llegar a ser importante, "jefe de sección" y ella al principio lo oía con entusiasmo, de la misma manera que lo escuchaba cuando le hablaba de la Uni­versidad y de las clases y cursos especiales que daría. Pero luego fue descubriendo que nunca se realizarían los sueños, y él también fue vencido por la rutina, por el diario, monótono trabajo del Banco, y no hubo cone­xiones ni contactos, ni llegar a ser un hombre importante, "jefe de sección", sino un hombre frustrado, acabado.
—Tenemos algunos años por delante, podemos gozar un poco, descansar, la vida siempre nos ofrece algo nuevo.
"Algo nuevo", en más de treinta años nada era nuevo, y ahora él pensaba hacer "algo nuevo" cuando todo había terminado.
Continuaba sentado, dándole la espalda mientras enjabonaba platos, cucharas. Ni siquiera le hacía ya el amor, después del último hijo ni siquiera eso, hacerle el amor, sino llegar del Banco y comer con la corbata puesta, sin tomar un baño como lo hacía al principio, tomar el baño y luego bajar al comedor y abrazarla por la cintura y decir:
—Comeremos y luego iremos al cine.
Aunque fuera un cine cualquiera, un restaurante cualquiera, barato, pero siempre buscando hacer cosas y a ella no le importaba dónde iban con tal de estar junto a él, pero ahora llegaba y apenas saludaba, lo veía cansado, derrotado.
—¿Qué ha habido de nuevo?
Una pregunta de rutina o:
—Tenemos que cambiar las cortinas de la sala. Un comentario que siempre se lo oía para terminar diciendo que tenía hambre y sentarse a comer y luego el radio y leer el periódico comprado a la salida del Banco, en la esquina del Banco, y ella levantarse y limpiar la mesa y esperar que terminara la noche, irse los dos al cuarto y dormirse sin hacerse ni decirse nada.
Seguía restregándose los dedos, sobándoselos, abrien­do las palmas de la mano y juntándolas de nuevo, mien­tras ella metía los platos en la espuma, los perdía en la espuma, les echaba agua y los secaba.
—Mañana tendré que levantarme un poco más tem­prano, el jefe va de viaje y todos los de la sección tene­mos que ir al aeropuerto para despedirlo.
Eso era y fue su vida: ir al aeropuerto a dejar al jefe, ir al aeropuerto a traer al jefe, y las espontáneas cuotas para celebrar el cumpleaños del jefe, cuotas sacadas del exiguo presupuesto y regalos para el jefe, y nunca un aumento, una promoción, un viaje.
Se levantó y pasó a la sala mientras ella continuaba metiendo los platos en la espuma, perdiéndolos en la espuma, para luego echarles agua y secarlos.
Lo oyó sentarse en el sillón y prender el radio. Y después leería el periódico sin comentar nada con ella, pausadamente, metódicamente, para irse, para subir la escalera que lo llevaría al cuarto donde ella lo seguiría poco después. Secó el último plato y se limpió las manos y comenzó a disponer tazas, cucharas, cuchillos sobre la mesa.
Abril, 1968


EL VIAJERO
Casi de rodillas el viajero bebió agua del río, luego se levantó y se reclinó sobre el árbol. En el azul un ave blanca le llamó la atención, parecía suspendida en el espacio, una lámpara ardiendo ante el altar del sacrificio, suspendida en el espacio como si el tiempo se hubiera detenido, como si el séptimo sello se hubiera abierto y se hubiera hecho un gran silencio así en el cielo como en la tierra. Se agachó y tomó una piedra, la sopesó y la tiró al aire y dejó que cayera sobre palma de la mano y cerró con fuerza la mano sintiendo las pun­zantes aristas y abrió la mano y tiró de nuevo la piedra al aire sopesándola siempre, tirándola al aire y dejándola caer y cerrando la mano. Guardó la piedra y comenzó de nuevo a caminar. El ave seguía ahí, inmóvil.
Había conocido ciudades, ciudades que perdieron su nombre, restos de ciudades, y luego las ciudades que se construían en el mundo nuevo o nuevo mundo: de vidrio, porcelana, hierro, cemento. Las ciudades cambiaban pero no la gente que vivía en ellas, toda la gente con rostros como de cera, sin hablarse los unos con los otros, sin decir palabra a nadie. Iban a su trabajo, subían, descen­dían por los ascensores, caminaban por los pasillos, abrían cerraban puertas, bajaban del autobús, del taxi, del metro, los veía comer en los restaurantes a través de los vidrios, entrar en los teatros y los cines sin hablar,sin decirse nada. Se levantaban por la mañana el amante y la amante y el esposo y la esposa después de hacerse el amor, y se vestían sin hablarse y se iban, se separaban el uno del otro, cerraban la puerta y todo terminaba. La puerta cerrada y el corazón cerrado.
Y él nunca podía establecer comunicación con nin­guno de ellos, lo quedaban viendo y le daban la espalda, se alejaban casi huyendo.
—¿Cómo se llama esta ciudad? —Así comenzaba queriendo entrar en contacto. No había respuesta.
—¿Dónde hay un lugar para dormir, un hotel, un parque, una plaza? —nadie le hacía caso—.
Una vez detuvo a un hombre.
—He caminado mucho, estoy cansado, dónde puedo encontrar a Alguien, Alguien que me dé noticias del lugar en que me encuentro, me siento perdido.
Pero el hombre lo miraba sin responderle. El viajero lo tomó con desesperación de la camisa.
—Necesito hablar con Alguien —gimió, pero el otro se separó violentamente y lo dejó en medio de la calle.
Eso le sucedía siempre, nadie le daba razón de nada, huían, desaparecían. En todas partes lo mismo, corriendo como loco a la carretera, le era difícil encontrar la salida de la ciudad o del pueblo porque no había rótulos ni señales que le indicaran el camino, pero por fin encon­traba una salida y se ponía a detener a todo vehículo para que lo llevara a alguna ciudad. Los camioneros se detenían junto a él.
—¿Qué rumbo lleva? —No le contestaban, pero él se subía, y comenzaba a conversar, trataba de ser amable.
—Hace mucho frío esta mañana, ¿quiere un poco de vino?
Sacaba una botella pero el otro no le contestaba ni lo volvía a ver, seguía manejando con la vista fija corno si nadie estuviera a su lado, y el viajero le ponía delante la botella para que la viera, le tocaba el hombro con la botella, pero todo era inútil. El viajero se resignaba al silencio.
Pasaban pueblos, grandes catedrales blancas, igle­sias, ríos, subían y descendían curvas.
—¿Cómo se llama esa montaña?
—¿Hacia dónde va ese río?
Pero nunca obtenía respuestas, ni siquiera un movi­miento de cabeza, alguna señal que le indicara que el otro lo escuchaba. El viajero detenía al conductor en cualquier sitio, en una encrucijada, en un pueblo o en alguna gran ciudad y el camión se detenía y él se bajaba.
—Muchas gracias, amigo, muchas gracias.
Pero el camión arrancaba y el conductor no decía palabra.
Sentado, descansaba ahora sobre la piedra u orilla del camino y recordaba el ave blanca, inmóvil. Se levantó decidido y comenzó a hacer señales a los ve­hículos que iban por la carretera.
Un auto se detuvo.
—¿Qué dirección lleva?
El otro permanecía sentado sin mirarlo y el viajero se subió y cerró la puerta.
El auto partió rápidamente.
—Me gusta tener la experiencia de lo desconocido, comenzó diciendo, a uno le suceden tantas cosas cuando viaja, uno se vuelve más humano con los viajes y la gente que se encuentra. He aprendido mucho, ahora com­prendo cosas que antes me eran difíciles de aceptar. Su país es muy bello, me encanta. Me gustaría vivirsiempre aquí, pero yo amo los viajes, soy una especie de Ulises, usted sabe, el que anduvo errante más de diez años de isla en isla.
Bájeme aquí —dijo de pronto—. Estaban junto a una esquina en donde había gente formando un círculo. El otro continuó sin detenerse.
Bájeme aquí —gritó—.
El otro obedeció.
—Gracias.
Cuando dijo "gracias" el otro ya había partido. Tuvo que caminar para llegar donde se hallaba la gente.
Eran más de cuarenta, tal vez cincuenta. Todos formando un círculo alrededor de algo. Se aproximó, se abrió paso.
En el suelo, jadeando, moviéndose, gimiendo, un hombre muriéndose.
—Se está muriendo —gritó—.
—Se está muriendo —volvió a gritar—.
Nadie se movió del círculo. El hombre continuaba en el suelo.
El viajero se arrodilló y le limpió el sudor de la frente.
Arrodillado, el viajero miraba a la gente y la gente le pareció mucho más alta ahora, gigantesca, como un enorme edificio a punto de caerle encima.
—Se muere.
—¿No hay un médico entre ustedes?
No se movían. El viajero se levantó y comenzó a recorrer el círculo, a golpear con sus puños el pecho de la gente.
—Hagan algo.
Los otros parecían no sentir los golpes que él daba contra sus pechos ni parecían oírlo.
Ayúdenme a moverlo.
—El teléfono, ¿dónde hay un teléfono?, hay que llamar un médico.
El hombre se moría y el círculo lo miraba morirse. El viajero se arrodilló de nuevo.
—Ya vengo.
Se abrió paso entre la gente y comenzó a gritar en plena calle.
Un hombre se está muriendo, hagan algo. Detuvo a uno que vestía todo de blanco.
—¿Es usted médico. Alguien lo necesita cerca de aquí, se está muriendo y nadie lo quiere ayudar.
El otro lo miró con odio y lo empujó y siguió su camino.
Detuvo a uno que vestía todo de negro pero éste pasó de largo.
El viajero entró a una tienda, tomó a una mujer por el brazo.
—Necesito ayuda, usted, venga conmigo, hay un hombre que se muere, venga.
La dependienta lo miró con desprecio y se deshizo de él.
Salió de la tienda, un auto casi lo atropella. Azorado recorría las calles gritando.
—Un hombre se muere, ayúdenlo.
Todos continuaban su camino como si nada estu­viera sucediendo, como si la muerte de un hombre no significara nada. Cuando llegó al lugar, la esquina estaba desolada, sólo el hombre en el suelo, sin moverse. Creyó descubrir en el rostro una mueca de desprecio y de odio.
Salió como loco buscando una salida, quería aban­donar la ciudad, corrió y corrió hasta que logró salir a la carretera, ahí se detuvo, jadeando. Se sentó en una piedra y se puso a descansar. Los vehículos pasaban junto a él pero no los detenía, no hacía ningún intento de levantarse. Continuaba sentado sobre la piedra.
Y de pronto se dio cuenta que tenía muchos años de andar dando vueltas por el mundo y le entraron deseos irresistibles de volver al lugar de donde venía, pero —¿de dónde venía?—. Y se dio cuenta de otra cosa, que tenía años y años de no poder hablar con nadie, que desde que había salido no había cambiado palabra con nadie y que él mismo iba perdiendo poco a poco la palabra, que su lenguaje se empobrecía, que había ciertas cosas, ciertos sentimientos que no sabía cómo expresarlos. Le entraron grandes deseos de ver a su gente, a su padre y a su hermano, pero —¿quiénes eran ellos?, todos los hombres eran su padre y su her­mano, y quiso oír palabra humana, en cualquier idioma, aunque no lo comprendiera, pero quería oír algo humano.
Un camión se detuvo, se subió y se sentó junto al conductor. El viajero pensaba en el ave blanca sus­pendida en el cielo como una lámpara con llama blanca, de fuego blanco. Se metió las manos en el bolsillo y sintió la piedra, las aristas duras, punzantes, puntiagudas, y apretó la piedra contra la mano, la mano y la piedra dentro del bolsillo y sintió dolor, y la apretó más todavía, y sintió que el dolor lo hacía vivir. Cuando soltó la piedra y se vio la mano, la palma de la mano le san­graba. Los autos se deslizaban a su lado. Anochecía y comenzó a llover.
La lluvia desfiguraba los rostros más que nunca. A través de los parabrisas veía los rostros alargados, acha­tados, redondeados, como de cera, como siendo estira­dos por manos invisibles.
Al llegar a una ciudad hizo señas al hombre que se detuviera. El otro se detuvo.
—Gracias.
Comenzó a caminar por la ciudad, había cesado de llover pero sentía el agua, las aceras húmedas. Había gente en las calles. Se acercó a un policía y pidió la dirección de un lugar donde comer, pero el policía no contestó, le hizo señas con los brazos y las manos que tenía hambre, pero el policía no contestó, comenzó a revolcarse en el suelo y a tocarse el estómago con las manos gritando:
—Hambre, hambre, hambre.
El policía se alejó del lugar.
Permaneció en el suelo como muerto. Pasaban a su lado evitándolo, quería conocer dónde se hallaba, trataba de orientarse, de encontrar alguna salida que lo llevara a algún lugar.
Entonces empezó a darse cuenta que todos los hombres tenían las mismas facciones, las del policía, y que toda la ciudad estaba envuelta en un gran silencio, que la gente se movía como en cámara lenta, como en una película que se hubiera tomado hacía muchísimo tiempo y que por lo mismo los rostros aparecían des­dibujados, gastados.
Sentados en las gradas de las casas vio hombres y mujeres como estatuas, sin hablar ni moverse, sin que él pudiera descubrir nada que le diera a conocer si eran vecinos o familiares o amigos.
Seguía caminando. Cuerpos pasaban a su lado.
Al llegar a una esquina se encontró frente a una gran plaza en construcción, se veía cubierta de piedras y notó que se trabajaba incesantemente para terminarla. En el centro de la plaza se levantaba algo así como un entarimado o escenario y todos dando vueltas alre­dedor del escenario.
Pensó que ese era el centro de la ciudad porque alrededor de la plaza estaban los cafés, los teatros, los cines, los enormes anuncios luminosos sobre los cuales nada podía leerse.
Sentía más hambre que nunca y empezó a recorrer las aceras de la plaza, golpeaba en las puertas de los restaurantes pero las puertas permanecían cerradas y la gente sentada dentro parecía no oír los golpes ni ver el rostro del viajero a través de los vidrios. El viajero golpeó con más desesperación que nunca a la puerta de un café pero nadie se daba cuenta de su presencia.
Se encaminó hacia el centro de la plaza, subió el entarimado apoyándose en las manos y los pies y gritó con todas sus fuerzas.
—Hambre, hambre, hambre.
Pero todos continuaban su camino y él los veía salir de los teatros y los cines envueltos en sus impermeables y bufandas, envueltos como momias egipcias.
—Tutankamen, Tutankamen, Tutankamenmaldito, maldito, maldito.
—Tengo hambre —gritó—, y he pedido un poco de pan y un poco de agua y me han negado el pan y el agua. He estado en medio de ustedes durante muchos años y nadie me ha hablado ni reconocido. Yo soy un hombre que piensa y que siente, no soy una máquina como ustedes.
Soy un hombre libre que va donde quiere y hace lo que quiere.
La gente pasaba y repasaba y volvía a pasar.
Hizo un esfuerzo para recordar palabras, para decir lo que quería.
—Pero ningún hombre es en sí mismo una isla, y yo mismo, que no pertenezco a nada ni a nadie, necesito de ustedes. Si me escucharan sabrían que más allá del silencio hay mundos maravillosos. Pero están me­tidos dentro de ustedes mismos y no salen a ver el sol.
Dos o tres personas se detuvieron y se quedaron mirándolo. Más personas se detenían y se unían a los primeros. Más personas pasaban y se quedaban mi­rándolo.
Yo soy más feliz que ustedes y por eso me odian. Yo no vivo lleno de temor, a mí no se me observa como si fuera una máquina que tiene que rendir y producir.
Se movían sin cambiar de sitio, balanceándose, como el oleaje del mar que va y viene. Algunos dieron pasos hacia el entarimado.
—Conozco el egoísmo de ustedes, lo vengo cono­ciendo desde hace muchos años, ustedes no son buenos, pero no los culpo, no digo que son inocentes, sino que tienen la culpabilidad de la máquina. Me odian. Desde que entré a este mundo nuevo o nuevo mundo que ustedes están construyendo comenzaron a odiarme, y me envidian, sobre todo eso, me envidian porque no soy como ustedes, y me han querido matar por el hambre y la sed y el silencio, pero he sobrevivido, y ahora estoy más lleno de vida que nunca porque los conozco y sé que son muy pobres, que dentro de toda la riqueza que tienen, son pobres, vacíos, huecos. No les tengo miedo porque nada pueden hacerme.
Avanzaron, algunos pusieron el pie sobre las pri­meras gradas y ahí se quedaron, dudosos, vacilantes. Pero una mujer llevando un niño de la mano rompió el grupo, se subió al entarimado y sin que el viajero tuviera tiempo de defenderse ni protegerse, le lanzó una piedra golpeándole la frente.
El viajero cayó, y todos comenzaron a lapidarlo. Los hombres y mujeres del grupo se agachaban y tomando las piedras desperdigadas en la plaza se las tiraban al viajero. Piedra sobre piedra. El viajero sangraba de los pies a la cabeza. No se defendía, los dejaba hacer. No dijo ninguna palabra más desde que la primera piedra fue lanzada. Despedraban la plaza, arrancaban piedras y las tiraban. A través de la lluvia de piedras pudo ver el ave blanca, ardiendo. Y de pronto el niño se separó de su madre y bajó las gradas y arrancó con sus manos una piedra y se subió de nuevo. El viajero veía todo esto, el bajar y el subir del niño, y pudo ver como en un sueño, al niño con la piedra y el viajero se tendió de bruces sobre el entarimado, mientras el niño le dejaba caer con todas sus pequeñas fuerzas, la piedra.
El ave continuaba suspendida en el cielo, blanca, ardiendo. Ni el viajero ni el ave se movían.
Comenzaron a bajar el entarimado. La mujer tomó al niño de la mano y descendieron las gradas. Todos se bajaron y continuaron dando vueltas alrededor de la plaza.
Junio, 1968

CUARTO DE HOSPITAL
Estás solo y te vas a morir. El enfermo que estaba a tu lado ya no se queja con ese dolor angustiante que te penetraba, te taladraba los oídos, ya no se quejará nunca más y tú podrás dormir o al menos descansar. Y se arreglan, se cambian las sábanas no sin cierta repugnancia, hasta dirías que se alegran que se haya muerto "un enfermo tan molesto" como dijo uno de los médicos.
Y la mujer que venía a verlo, gorda, con la cara grasienta que se sentaba apenas llegaba y comenzaba a sobarlo y a limpiarlo con un pañuelo, no volverá a llegar.
El de enfrente es un muchacho muy joven, a ese lo vienen a ver los viernes por la mañana porque las visitas al hospital sólo se pueden realizar dos veces por semana: los martes y los viernes con un horario militar, de prisión: de diez a una y de tres a cinco de la tarde.
—Es para que no se moleste mucho a los enfermos, los parientes y los amigos vienen a verlos, conversan, ríen, el enfermo se emociona y luego es muy difícil calmarlos, —explicó el director cierta vez que algunos familiares protestaron por el horario rígido del hospital—. Al muchacho lo llega a ver una pareja de viejos, aunque hablan alto nunca has podido saber lo quedicen, no es que te interese, sino que no tienes nada que hacer a la hora que llegan, por lo demás, a esa hora y a ese día las camas están más vacías que de costumbre y los enfermos tomando el sol esperan el almuerzo.
Los viejos se sientan uno a cada lado de la cama y ríen mucho, sobre todo la mujer, pero el muchacho siempre está serio.
Luego aparece la enfermera en la puerta, en el centro del marco de la puerta y golpea las palmas de la mano, si no fuera por eso cualquiera diría que es una estatua, sólo el movimiento de las manos despren­diéndose de lo largo de todo el cuerpo y dando ese sonido sordo, sería menos doloroso el ruido de un timbre eléctrico, metálico, y no esas manos frías, inhumanas.
Queremos en cuanto nos sea posible conservar las enfermeras, no nos convertiremos como el mundo de afuera en un mundo de máquinas, —dijo el director en una fiesta del hospital, su cumpleaños, si mal no recuerdas. Pero tú sigues pensando que un timbre sería mejor que esa visión de la enfermera que golpea con sus manos anunciando que las visitas deben terminar, irse, que el enfermo debe volver a su soledad. Estuviste a punto de insistir.
Pero el timbre sería más práctico— "más humano" eso es lo que querías decir, pero casi te obligaron a decir:
—Pero el timbre sería más práctico y a las enfer­meras siempre se las puede ocupar en algo.
El hizo entonces como que no te oía y dio la vuelta. Siempre ha sido la misma mujer la que aparece en el marco de la puerta exactamente a la hora en que deben irse las visitas, no recuerdas que alguna vez se haya demorado, llegado tarde, que alguna vez haya dado un minuto más de la hora señalada, avara del tiempo que no es suyo, no, ahí está a la misma hora golpeando las manos, desprendiéndolas de lo largo de todo el cuerpo. Siempre la miras y la vuelves a mirar con la misma expresión de doloroso asombro con que la miraste en la tarde de tu ingreso al hospital.
Tienes seis meses de estar aquí, acostado en la misma cama aunque en diferente lugar, al principio es­tabas al comienzo de la hilera, la que empieza en la puerta por donde aparece la enfermera y ahora estás en medio de la hilera o casi en medio, no sabes por qué ni quién ordenó el cambio, solamente te movieron sin darte ninguna explicación, aunque en realidad este es un sitio mejor y no puedes quejarte, ves el jardín y el sol te calienta un poco más.
A ti nadie te llega a ver ni los martes ni los viernes ni a ninguna hora. Sólo un médico se aparece de vez en cuando acompañado de la enfermera que va a su lado como si fuera su sombra, sin hablar ni hacer ningún comentario, pasando los dos rápidamente, casi sin dete­nerse, como con miedo de ser tocados, contaminados, haciendo el médico algún comentario que se anota cui­dadosamente.
—Cama número 32, un caso acabado, no hay que perder tiempo con él.
—Cama número 45, no llegará a la noche, —pasando de una cama a la otra, sin detenerse, hasta que llegan donde estás tú, pero no te engañan ni el médico ni la enfermera, ese médico con su falso aire de interesarse en los pacientes, superficial, que entra y sale rápida­mente, que te dice:
—Lo encuentro un poco mejor. No debe agitarse, pero puede caminar por el jardín, reposo es lo que usted necesita, dentro de poco estará bien.
La voz del médico que parece grabada en una cinta magnetofónica, que apenas llega te toma el pulso y te hace abrir la boca y te ve los ojos con una lamparilla que saca de su maletín.
—Lo encuentro un poco mejor.
Eso es todo lo que dice, lo que hace, como un autómata, para irse y volver después de diez o doce días, uno nunca sabe cuándo regresará para la próxima visita.
Pasa luego a otra cama y medio se vuelve a la enfermera diciendo como en un murmullo:
—Cama 57, lo noto un poco delgado pero está mejor.
Y la enfermera anotándolo todo y pasando los dos a otro paciente, casi sin verlo, sin mirarlo, sin intere­sarse por él, fastidiados el médico y la enfermera que terminan el recorrido y se van, desaparecen sin dar tiem­po a nada.
Sabes los nombres de todos los enfermos, los cono­ces a todos, los has visto a través de noches y noches acostarse, echarse las sábanas y moverse debajo de las sábanas como serpientes, moverse sin poder dormir, moverse, tocarse, levantarse para ir a los servicios y volver a meterse en la cama, cubrirse con la sábana y continuar moviéndose como serpientes, respirando pe­sadamente, sin poder dormir, gritando, quejándose, espe­rando que llegue la mañana.
Los conoces a todos, quién los llega a ver, qué tienen, cuánto tiempo han estado en el hospital, hasta sabes, a quiénes, en una mañana de tantas se le estará limpiando la cama, cambiando sábanas, cobertores. Te has convertido en el confesor y hermano de todos ellos. Te buscan, te hablan de sus cosas.
Ese viejo que todos los martes por la tarde recibe la visita de un muchacho, su sobrino, que conversa con él y antes de partir le entrega una revista de mujeres desnudas que el enfermo comenzará a leer o más bien a ver después de la cena, a eso de las ocho y que continuará viendo hasta que apaguen las luces para levantarse el miércoles por la mañana a seguir viéndola a lo largo de toda la semana hasta que llegue el martes por la tarde en que el mismo muchacho, su sobrino, le entregará antes de partir otra revista de mujeres des­nudas comprada a uno de los tantos vendedores que han establecido su puesto a dos cuadras del hospital: naipes de mujeres desnudas, fotografías de hombres y mujeres, revistas, el muchacho que se despedirá gentil­mente de todos los enfermos mientras el viejo coloca de la manera más ceremoniosa la nueva revista sobre la mesita, al lado de píldoras, pastillas, para comenzarla a leer o más bien a ver después de la cena, a eso de las ocho y que continuará viendo hasta que apaguen las luces para levantarse el miércoles por la mañana a seguir viéndola, viéndola a lo largo de toda la semana, hasta que llegue el martes por la tarde en que el mismo muchacho, su sobrino...
Son las dos de la tarde, el enfermo de tu izquierda pondrá el radio como lo ha venido haciendo desde hace seis meses y lo apagará exactamente a las tres y cinco minutos, hora en que termina el programa de música clásica y luego te preguntará como siempre:
—¿Le gustó el programa?— o
—¿Le ha molestado la música?
Y te hablará durante diez minutos ni uno más ni uno menos sobre su familia. La historia de su familia te la comenzó a contar desde el primer día que llegaste y aún te la sigue contando porque te la hace por entregas, comenzó hablando de su abuelo y todavía sigue hablando de él, aunque ahora comienza a decirte cómo encontró a su esposa, el abuelo, y después de diez minutos de conversación o de monólogo él también se callará, se apagará como la radio y se dormirá ponién­dose un pañuelo sobre la cara y tú comenzarás a mirar las camas, los pasillos, los jarrones con sus flores muertas, los paquetes sobre la mesa que han sido traídos durante el día o los días a los noventa y tres pacientes, incluido tú mismo, que forman este pabellón de hospital.
Este hospital con su jardinero gotoso que te lleva flores y te pregunta sobre tu familia y país pero que nunca queda satisfecho con lo que le dices porque en realidad no le hablas ni le contestas nunca sobre lo que te pregunta, por lo cual se encoleriza a veces, pero siempre termina satisfecho con la historia que le has inventado, con el cuento de ese día y se va contento sin saber si lo que ha oído es la verdad o la fantasía.
La fantasía es a veces más verdadera que la realidad dice, y se marcha, ese jardinero gotoso al cual le has tomado cariño y que se despide de ti sin volver a ver, sin darse vuelta una vez que te ha dicho.
Buenas tardes— o
—Buenas noches.
Pero que tú sabes que lo primero que hace por la mañana mientras trabaja en el jardín, es levantar la cabeza y tratar de ver a través de tu ventana si todavía estás ahí y se pone contento, tú lo sabes, cuando des­cubre que no te has muerto durante la noche, que la enfermera no está cambiando sábanas, cobertores, almo­hadas, con repugnancia que no trata de ocultar, preparan­do la cama para el próximo paciente que sabe, igual que tú, que no saldrá vivo del hospital. Estás solo y te vas a morir.
Julio, 1968

EL PASTOR
Yo nunca he sido un tipo muy religioso que digamos, es decir, no soy un practicante, por supuesto que me gusta visitar las viejas iglesias y sentarme en los ban­cos sobre todo cuando no hay nadie y ver y oír celebrar alguna ceremonia y pasar la mano sobre imágenes an­tiguas, Cristos de ojos redondos y caras alargadas, ma­cilentas, y de vez en cuando pongo también algún disco de música religiosa que inunda todo mi cuarto y casi todo el pueblo, pero no soy, quede bien claro eso, lo que se llama un practicante, o mejor dicho, antes lo era, casi fanático, ahora me contento con escuchar los himnos o cantos religiosos o pasearme dentro de las iglesias y catedrales con las manos atrás, dando vueltas y mirando los vitrales, y el sol hiriendo el rostro o el corazón de algún santo, pero no es de esto de lo que quiero hablar, no de mí, sino del pastor que ha llegado al pueblo.
Llegó un martes o un miércoles, no sabría decirlo. El pueblo en que vivo es pequeño y no hay iglesia o templo en donde realizar un rezo y los que son prac­ticantes de alguna religión o secta o como quieran uste­des llamarlo, tienen que ir al pueblo más cercano para cumplir con sus obligaciones de buen creyente.
Pero una cosa extraña sucede en el pueblo, es un pueblo frío, apartados los unos de los otros, casi no sehablan ni se visitan entre ellos, viven aislados, cada uno en su mundo, guardando su casa y se hablan casi por obligación, por soportarse mejor y hacer un poco más llevadera la lentitud del pueblo que parece que no cambia nunca, pero nada más, no hay calor humano entre ellos.
Yo soy el único que ha tratado de hacer amigos y así he logrado, yo me atrevería a decir, la amistad del panadero y del sastre, no es mucho, pero puedo afirmar que los conozco bastante bien y que son en el fondo muy buenas personas.
Muchas veces el aspecto exterior es un poco repe­lente, poco amable, pero cuando se tiene la paciencia y el trabajo de hablar con ellos y cuando uno mismo pierde esa sensación de hosquedad que se había recibido desde el principio, uno cae en la cuenta que no son tan hoscos como parecen. El sastre y el panadero me han invitado a cenar en varias ocasiones.
—Durante el día estamos muy ocupados y no pode­mos atenderlo como se merece —y agregan—:
Por eso- siempre lo invitamos a cenar, se habrá dado cuenta de eso —les contesto con una sonrisa y con palabras sinceras—.
—Lo sé, yo también estoy ocupado a veces, además la noche es más tranquila y se puede conversar más largamente.
Cuando estuve enfermo, tanto la familia del sastre como la del panadero llegaron a verme y me llevaron frutas, pan caliente, leche y mientras duró la enfermedad estuvieron pendientes de mi salud, pasaban todos los días e incluso el sastre tuvo la amabilidad de enviarme a uno de sus hijos, un mozalbete de unos quince años, para que me hiciera compañía.
Yo vivo solo, me gusta la vida vagabunda, movermede un lugar a otro, hoy aquí, mañana allá y así he cono­cido mucha gente y muchos pueblos y en todos ellos he encontrado siempre una especie de miedo. Hasta la manera cómo construyen sus casas, son casas pro­tegidas con altos muros que no dejan ver nada, siempre con las puertas y ventanas cerradas, con poca luz, casas que se aparecen a la vista, sobre todo cuando se sube a la parte alta del pueblo, como hombrecillos temerosos, distanciados y que sin embargo quisieran entablar conversación.
Como digo, a mí me gusta viajar, poco equipaje, comiendo lo que me dan, o tal vez comprando algo con el trabajo que hago: levantar una cerca, quitar la nieve, e incluso, por qué no decirlo, algunas veces consigo dinero cuidando niños o haciendo compañía a algún anciano o anciana, pero esto especialmente en las ciu­dades donde los trabajos que realizo son muy diferentes de los que hago al viajar entre los pueblos, en las ciudades cuido niños o ancianos, lo mismo da, es la primera niñez o la última, he ayudado a pintar grandes edificios, balanceándome desde lo alto, he barrido par­ques sobre todo en el otoño, cuando la ciudad es inva­dida por las hojas.
Pero estoy hablando de mí mismo, cosa que no me gusta, aunque en algunas ocasiones tengo que hacerlo, especialmente cuando viajo solo y espero que me lleven a algún lugar, entonces tengo que conversar con esa persona que me encuentra en la carretera y comenzar a hablar de mis viajes, de todo lo que he visto, porque si uno se queda callado el otro entra en sospechas y cree que lleva a un asaltante de caminos, cuando me­nos, por eso se tiene que hablar y reír, dos cosas que no hago muy frecuentemente lo cual no quiere decir que yo sea un poco hosco, ya he aclarado que las apariencias engañan y que por el contrario me considero un hombre que le gusta ayudar a los demás y conocer los problemas de los otros y estar en armonía con todo el mundo.
Pero yo iba a hablar del Pastor, a mí siempre me pasa eso, digo que voy a hablar de una cosa y luego me voy por otro lado. El Pastor llegó un martes o un miércoles, no recuerdo, aunque de eso no hace mucho tiempo, pero sí recuerdo, y eso nunca lo olvidaré que yo fui el primero con quien el Pastor habló, de eso sí que estoy seguro porque después de unos minutos de acompañarlo, llevaba unas maletas, bien pesadas y yo me había ofrecido para ayudarlo, me dijo:
—Usted es la primera persona que conozco, siempre me gusta recordar la primera persona que me encuentro al llegar a un nuevo lugar. Trae buena suerte, —había añadido—.
Lo recuerdo como si fuera ahora. Y yo me dije que era un mal viajante o viajero porque llevaba dema­siadas cosas, como ustedes saben, yo siempre viajo con lo esencial, una o dos camisas, un pantalón cubre-tierra, dos o tres libros, algún disco que hasta la fecha siempre he encontrado donde escucharlo, en este caso el sastre me facilita su viejo fonógrafo, pero él llevaba un montón de cosas hasta tal punto que no podía con ninguna de ellas. Había comenzado por tratar de lle­var una pequeña maleta azul debajo del brazo y luego con las dos manos había levantado una grande, amarilla-café y un saco enorme, blanco, pero luego cambió todo de posición y se puso el saco blanco, enorme, debajo del brazo, cambiando la posición de la maleta azul, pequeña, y la grande amarilla-café y hacién­dose un lío de todo ello, fue entonces que me ofrecí a ayudarlo.
—Hace mucho calor y las maletas pesan mucho, todos esperamos el fin del verano.
—Gracias, muy amable.
Comenzamos a caminar por las calles del pueblo, la gente se salía a las puertas o bien nos veía pasar desde las ventanas pero nadie nos ayudaba, sólo nos veían pasar. Al fin llegamos a la única fonda del pueblo.
Le ofrecí una cerveza pero se excusó alegando que tenía mucho que hacer, así que pedimos un cuarto, lo ayudé a subir las maletas y nos despedimos.
Durante algunos días me lo encontraba casualmente en la ferretería comprando pintura, clavos, madera, pero lo veía muy atareado y mi experiencia vagabunda me ha enseñado a no molestar a la gente que está ocupada, o que hace como que está ocupada, de modo que lo saludaba rápidamente y él seguía su camino y yo el mío.
De vez en cuando hablábamos del recién llegado, esto es, el sastre y yo, o el panadero y yo, pero nadie sabía quién era o a qué había llegado, sólo lo veíamos comprando como si fuera a construir una casa.
Una noche tocaron a mi puerta y al abrirla me encontré con él. Hacía calor y se pasaba el pañuelo sobre el cabello y el rostro. El cabello era ralo, a pesar de ser un hombre joven, tal vez un poco mayor que yo.
—Entre y tome asiento.
—Supongo que he despertado la curiosidad del pueblo, comenzó, pero yo siempre actúo de manera extraña, no debiera ser así, con el oficio que tengo debiera inspirar y dar confianza, mis superiores dicen que debo cambiar, adoptar otra personalidad, tal vez tengan razón, pero qué le voy a hacer, yo he sido siempre un poco retraído, tímido, sí, tímido, esa es la palabra, pero no por mucho tiempo, después de algunos días que me he familiarizado con el lugar en que estoy soy el hombre más amable del mundo e incluso voy de casa en casa invitando a los vecinos, lo que no hace ninguno de los de mi oficio, al menos que yo sepa. Le confiaré algo más, continuó, tengo miedo de la gente, me parece poco amistosa, llena de recelo. Usted me inspira una gran confianza, desde el primer momento me sentí muy bien con usted, yo desde niño he sido un poco temeroso de hablar, pero con usted todo es distinto.
Mi larga experiencia vagabunda me ha enseñado también que hay dos clases de personas: unas con las cuales tengo que hablar y hacer toda la conversación y otras que les gusta hablar, confiarse, me di cuenta que él era una de estas personas y que efectivamente era como acababa de explicar, alguien que solamente espera que uno le dé confianza para entrar en amistad. Él también era un solitario, pero su soledad era diferente a la de los otros. Dejé que hablara, que se desahogara.
—Soy Pastor, siguió, como usted verá mi comporta­miento no ha sido de lo más pastoral, de acuerdo con mis superiores ya debía haber hablado con todo el pueblo, haber predicado cuatro o cinco sermones sobre la condenación eterna, el pecado y todo eso, pero no es así, sólo he cambiado las palabras necesarias con el dueño de la ferretería y por supuesto un seco "Buenos días" con los del lugar donde vivo, quiero decir, la fonda.
Calla y luego de un momento pregunta casi con temor:
—Usted, ¿es creyente?
—No lo soy, aunque fui en otro tiempo lo que usted llamaría un "ferviente practicante”, pero he abandonado todo eso y aunque no lo crea me siento ahora más religioso que antes.
El Pastor ha tenido el buen gusto de no discutir mis opiniones y muy cortésmente ha desviado el tema de la conversación.
—¿Cuánto tiempo tiene de estar aquí?
—Varias semanas.
—No ha notado que el pueblo vive como asustado, aislado, es cierto que yo tampoco he sido muy amable, pero me doy cuenta de que tampoco entre ellos existe comunicación, todo se hace de manera mecánica, llegan a la ferretería, compran sus cosas, las examinan, pagan, toman el vuelto y se van.
—Eso es lo mismo en todos los pueblos donde he estado, pero después de cierto tiempo se dan cuenta de que tienen necesidad de algo, que no pueden vivir así, me atrevería a decir que el sastre, el panadero, todos están esperando que alguien llegue al pueblo y les hable.
—Espero lograr algo del éxito de usted.
Hemos conversado del ardoroso verano que secó el riachuelo del pueblo, de la venida del otoño y se ha marchado no sin antes decirme:
—Mañana comienzo a limpiar y a construir sobre la vieja casona que está frente al parque, espero con­vertirla en el nuevo templo, en realidad esa vieja casona fue hace veinte años el sitio donde se celebraban los actos religiosos, pero desde entonces ha estado aban­donada, no ha habido un nuevo Pastor.
—Buena suerte.
Al día siguiente muy temprano mientras daba una vuelta lo vi abriendo o más bien derribando la puerta de la casona, llevaba una escalera, madera, baldes. Todo ese día lo vi limpiando y trabajando, abriendo ventanas, puertas, destruyendo muros, llenando de luz todo el lugar.
Al día siguiente fui directamente a buscarlo.
—Vengo a ayudarlo, usted solo nunca terminará eso.
—Creí que no era practicante, que no le interesaban estas cosas, quien construye el templo del Señor, será protegido por el Señor —pero apenas había terminado de decir esto pareció como arrepentido, avergonzado—.
—Lo siento.
—No me interesan pero supongo que tarde o tem­prano visitaré su templo para escuchar algún himno y nunca me gusta recibir sin dar nada en cambio.
Juntos trabajamos duramente levantando andamios, echándolos abajo, pintando paredes, arreglando el piso, el pueblo aunque nos veía desde lejos no se atrevía a hacer nada. Ni siquiera el sastre o el panadero se aparecieron.
—No me gusta entrometerme en lo que piensan los demás, si yo visito a alguien y no está interesado en las obras del Señor, no trato de convencerlo, lo respeto, por supuesto que mis superiores no aprueban esto, quie­ren que yo vaya detrás de esa gente, la persiga, la ponga entre el cielo y el infierno y gane su alma, lo lamento, no soy esa clase de Pastor, tal vez soy un mal Pastor, uno que equivocó su vocación.
Desde hace tiempo tomé la resolución de no dis­cutir sobre estas cosas de modo que lo dejo hablar y él termina siempre disculpándose por haber tocado el tema y me agradece por ayudarlo a levantar el templo del Señor. Sin embargo, tiene el tacto de no invitarme a la inauguración o bendición o consagración o como quieran llamarlo y yo le agradezco en el alma esta pequeña delicadeza, no podría soportar la idea de que me quiere convertir, me haría perder todo respeto por él, sólo habla de tenerlo listo para Navidad y verlo lleno de gente.
Como lo deseaba así fue. Antes de Navidad estaba terminado y las bancas cuidadosamente alineadas dejando un amplio pasillo, pero no había feligreses. Entonces comenzó una nueva etapa en la vida del Pastor y del pueblo, mañana y tarde se le veía golpear a las puertas de todas las casas y durante unos momentos permanecer fuera, en el dintel de la puerta y la gente dentro, medio salidas, como si estuvieran llamando a alguien que estu­viera más dentro de la casa, como si estuvieran gritando:
—Aquí buscan.
Como si el pastor hubiera sido un vendedor viajero y no se deseara comprar nada, pero luego lo invitaban a pasar y yo lo veía desaparecer detrás de la puerta y me lo imaginaba alto, con su pelo ralo, frotándose las manos, un poco retraído, tímido, esa es la palabra, y comenzar a ofrecer su mercancía.
Algunas veces salía apenas entraba, salía riéndose como consigo mismo, pero casi siempre permanecía bastante tiempo dentro de la casa y yo me daba cuenta de que se compraba su mercancía o al menos se la examinaba, y yo me sentía alegre de que él hubiera sido bien recibido.
Pasó el verano y el otoño y llegó el invierno.
Mientras arreglo mi cuarto y hago mi pequeño equipaje para emprender un nuevo camino hacia otro pueblo, ya cansado tal vez un poco de viajar, comienzo a escu­char ruidos y voces, me asomo a la ventana y veo una larga fila que se dirige hacia el parque o más bien hacia el templo. Se cubren con abrigos y bufandas y están animados. Hablan entre ellos y es la primera vez que los veo excitados, como si éste fuera el primer día que se encuentran, como si se estuvieran conociendo. Se dan la mano e incluso algunos se besan y abrazan.
Me aparto de la ventana hasta que desaparece el-último de mi vista, cesa el ruido de voces y me quedo completamente solo. Entonces comienzan las voces del órgano.
Me tiendo en la cama y escucho. Me levanto y después de pensarlo un momento bajo las escaleras y me dirijo hacia el templo, después de todo yo también ayudé a levantarlo y en cierto modo me pertenece a mí que no poseo nada, quiero verlo lleno de luces, de voces.
Camino y mientras camino hundo mis pies en la nieve y pienso en el primer día que llegué al pueblo y en este último día que pasaré con la gente del lugar, sentado en la última banca, oyendo los himnos y viendo el rostro radiante del Pastor, como si todo él formara parte de algún viejo vitral de alguna antigua Catedral.
Septiembre, 1968

MANUSCRITO HALLADO EN UNA BOTELLA ESPACIAL
Desde niño odié a los terrícolas. No podía estar de acuerdo ni con su crueldad ni con su mentira, tampoco podía aceptar como buenos sus sistemas de hacer dinero y obtener y permanecer en el poder. Con su sonrisa de puercos satisfechos tampoco podía estar de acuerdo.
Siempre me consideré en la tierra como un inadap­tado, un desplazado, un "outsider". Mi lugar y mis seme­jantes debían encontrarse en los espacios estelares y no sobre este pequeño y mezquino planeta en el cual, por desgracia, me había tocado nacer.
Los terrícolas llamaban a mi humildad, a mi deseo de hacer el bien, romanticismo, una forma sutil de insul­tarme y despreciarme, pero no tanto como yo los despre­ciaba a ellos. No sé cuándo planearon asesinarme. Probablemente lo hicieron cuando manifesté repulsión y violencia contra el crimen que cuatro terrícolas come­tieron colgando de los brazos a una mujer encinta. Sí, debe haber sido en ese momento cuando comenzaron a buscar cómo matarme. Recuerdo que esa mañana, mien­tras daba mi acostumbrado paseo por el parque cercano a mi casa, oí carcajadas, música de tambores, de flautas y de pífanos, guiado por el ruido llegué a una plaza y así pude ver a la mujer encinta colgando de los brazos, bamboleándose con su enorme vientre abultado, con el rostro ya morado, sanguinolento. Lleno de ira avancéentre la multitud que coreaba alegremente cada gemido de la desgraciada. Los terrícolas estaban vestidos extra­ñamente para la ocasión, disfrazados de la manera más grotesca y danzaban y cantaban alrededor de la mujer que oscilaba en el aire como el badajo de una campana. Con todo mi cuerpo temblando de cólera avancé entre la multitud abriéndome paso a golpes, saqué mi vieja navaja y descolgué a la infeliz cayendo al suelo junto con la mujer y el niño. Estaban muertos. El cuerpo de ella y el mío se cubrieron con los restos del pequeño inocente llenando con sus nacientes vísceras gran parte de la calle. La mujer prácticamente había reventado. El espectáculo terminó. La muchedumbre comenzó a ale­jarse pero yo sabía que había firmado mi sentencia de muerte al terminar con el jueguito, con su pequeña diversión.
Durante miles de años el terrícola se ha vanagloriado de tener razón, de que puede pensar. En las escuelas se enseña que el pensar distingue de las bestias, pero no se enseña que sólo piensa en el mal, cómo asesinar, destruir, planear torturas, muertes en masa. Si no fuera por la razón, el terrícola sería tan inocente como los animales.
Discutían la manera de asesinarme, se regocijaban pensando cuándo llegaría mi último día. Los veía dis­cutir y frotarse las manos ideando y exponiendo todos los géneros de muerte a los cuales podía ser sometido, incluso algunos construyeron enormes aparatos de hie­rro, de cemento y de cristal y los expusieron en los luga­res públicos para que fueran examinados por todos, para que dieran su opinión sobre cuál convenía más.
Me dejaban en libertad, eso sí, tengo que confesarlo, me dejaban ir y venir, no me observaban ni vigilaban mis movimientos, me tenían seguro en sus manos criminales. No me encerraron en ninguna de sus pocilgas ni cuartos de torturas, para mí preparaban algo especial. Me permitían andar libremente por las calles, me dejaban que los oyera discutir sobre el método de muerte que tenían reservado.
Algunos llegaron a analizar conmigo qué clase de muerte prefería, el cómo y el cuándo. En fin, eran demasiados terrícolas para privarme de la vida sin mi consen­timiento.
—Nadie sabe el cómo ni el cuándo morirá, me decían, gracias a nosotros usted se dará cuenta de todo ello, será uno de los pocosprivilegiados, no todos pueden escoger el día ni la forma de su muerte, usted lo sabe, debía de agradecernos, estar satisfecho, agradecido.
Admito que no hubo ninguna violencia contra mi persona. Cuando protestaba contra alguna otra injusticia, contra el crimen de una nueva mujer encinta colgada de los brazos, esto se había puesto muy de moda últi­mamente después del entusiasmo con que fue recibido el lanzar niños al aire para ensartarlos con una espada, cuando yo protestaba, digo, contra todo esto, se alzaban de hombros y me dejaban tranquilo, veían mi protesta como un romanticismo fuera de tiempo y de lugar, en la Tierra no se podía ser humano, sentir compasión, había que ser duro. Prohibida la piedad. El humanismo era algo contra natura, tal vez en otros planetas se podía experimentar compasión, pero nunca, nunca en la Tierra.
Me veían como loco, como un muerto que desaparecería y ya no los molestaría en sus pasatiempos: perseguir niños para hacer con la piel pantallas para sus lámparas de dormitorio, o bien lapidar ancianos y ancianas, la Tierra estaba superpoblada, había hambre y miseria, y toda persona inútil, los ancianos y los recién nacidos que no producían, que eran una carga para lasociedad perfecta que deseaban los terrícolas, tenían que ser eliminados: a una sociedad perfecta por el crimen perfecto. Además, la lapidación servía para hacer apuestas, y ofrecer premios al que pudiera descargar sobre la víctima la piedra más grande y a mayor dis­tancia. Se inventaban miles maneras con el fin de hacer más agradable el espectáculo.
Los terrícolas sufrían de vez en cuando histerias colectivas que se traducían por un refinamiento de su crueldad.
Entre otras cosas que sucedían aquellos días en la Tierra, tengo que mencionar el hecho de que el estado ofrecía recompensas al que eliminara el mayor número de personas en el menor tiempo posible.
Pero existían las reglas del juego. Los métodos y sistemas de eliminación estaban reglamentados.
Las masacres masivas eran las que gozaban de ma­yor popularidad, pero había que hacer sutiles diferencias: la eliminación en la calle o en la plaza, por medio de metralleta, ametralladora o bomba, eran factores que se tomaban muy en cuenta en el momento de otorgar el premio.
La recompensa por el asesinato de niños, algunos lo llamaban "desaparición", variaba de acuerdo con el sexo y la edad de los sacrificados. "Deshacerse" de un anciano o de un grupo de ancianos, de una mujer em­barazada o de una mujer que acabara de dar a luz, eran detalles que no podían ser pasados por alto. También los métodos: la asfixia, la estrangulación, la muerte por puñal o la piedra o el veneno, por el fuego o los gases, así como el día y la hora, todo era examinado antes de premiar, en una vistosa e imponente ceremonia, al gana­dor o ganadores.
En determinadas ocasiones todos los sistemas y mé­todos eran permitidos y todos los que hubieran contri­buido a la desaparición de los llamados seres inútiles y nocivos para la sociedad recibían su recompensa por pequeña que fuera. Era un medio que el estado utilizaba para estimular la imaginación y renovar los viejos siste­mas de exterminio.
Admito que no hubo ninguna violencia contra mí: nunca se amotinaron junto a mi puerta, nunca me des­pertaron a media noche para llevarme a sus casas especiales de torturas, tampoco me acusaron, esto per­fectamente lo hubieran podido hacer, de estar a sueldo de otro planeta, de ser un enemigo de la Tierra, un espía que vigilaba los movimientos terrícolas para dar luego información secreta a seres de otros mundos, nunca hicieron nada de esto, mi crimen consistía en ser humano, demasiado humano. Eso era todo.
De vez en cuando tenía visitantes, tres o cuatro, nunca más de cinco, venían con enormes planos enro­llados debajo del brazo que luego extendían sobre la mesa mostrándome los nuevos instrumentos que se construían para mi holocausto, con todos los pequeños detalles me hablaban sobre el movimiento de palancas, poleas, ruedas, probetas, agua hirviendo, ácido, aceite.
Yo discutía con ellos, les hacía insinuaciones, co­rrecciones, sugerencias. Y tomaban nota, marcaban con lápices rojos los planos azulados y se iban cortésmenteno sin antes aceptar una taza de café o alguna otra bebida que les hubiera preparado.
Me dejaban en libertad y eso fue su gran error.
Yo también tenía mis contactos, mis relaciones. Yo pensaba huir de ellos.
Una noche, mientras contemplaba el inmenso cielo estrellado vi descender como una estrella errante, comoun cohete, algo luminoso que viajaba a una velocidad extraordinaria. Al principio me pareció uno de esos fenómenos celestes, pero luego noté que ese objeto luminoso era como guiado, que su curso en los cielos no era caprichoso, que se dirigía hacia la Tierra, hacia mí, y que de pronto desaparecía perdiéndose de vista. Pero el contacto se había realizado.
Siempre, desde niño, odié a los terrícolas. Nunca me había sentido uno de ellos, cuando por casualidad se sentaban a mi lado, me separaba, no quería tener ninguna relación, me podían contaminar con su maldad.
En las noches miraba hacia arriba, hacia los des­conocidos y ocultos astros pensando que ahí debían encontrarse seres que no fueran perversos, que debía haber en otros astros una vida que no fuera como la de la Tierra, tan llena de odio y de miedo. Desde aquella mañana, desde la mañana que descolgué a la mujer despanzurrada, tenía un enorme vientre de casi nueve meses, los terrícolas me tenían en su lista. Para ellos yo estaba muerto y enterrado, pero yo buscaba una salida, un medio de escape, fue entonces cuando vi ese algo luminoso que se desprendía de los cielos.
Desde hacía algún tiempo, ahora se confunden memorias y recuerdos que es necesario poner en orden, desde hacía algún tiempo, se venía murmurando que los terrícolas eran observados por ojos que eran de otros mundos. Se había visto objetos extraños que cruzaban los espacios como si viajaran de una estación espacial a otra estación espacial. Los terrícolas seguían con atención y con temor todos esos fenómenos y comen­zaron también a construir potentes aparatos para distin­guir y penetrar las tinieblas, empezaron a inventar afie­bradamente cohetes, proyectiles que los harían salir de la tierra y llevar su semilla de maldad hacia otros mundos. Se edificaron enormes laboratorios y gigantes­cos puntos de observación en los desiertos sin límites y ya se había hecho algunos tímidos ensayos, con todo éxito, tengo que confesarlo, fuera de la Tierra.
Mi muerte, todo está tan confuso, se había planeado para el día X-24 que era cuando regresarían los primeros terrícolas de su viaje más allá de la Tierra, donde nunca antes habían llegado ni navegado, el viaje más largo y más arriesgado. El día X-24 se llevaría a cabo un sacri­ficio y yo sería la víctima.
Una noche, regresaba yo de uno de los cines de barrio, me encontré en mi estudio, lo llamo estudio, en realidad era un cuarto muy pequeño, lleno de libros con una incómoda silla sobre la cual me sentaba para mirar a través de la ventana, me encontré con alguien, una persona, no sé cómo llamarlo, porque era corno los terrícolas, con ojos, boca, brazos, pero había en él algo especial, no, no era deforme, monstruoso, tampoco era un ser sumamente bello, radiante, no, era como cualquier otro, pero sí, con algo fuera de lo común, difícil de decir, tal vez era cierta inocencia que sólo se puede encontrar en lo que está naciendo por primera vez, alguien que viniera de otro mundo que acabara de salir de las manos del misterio y del milagro.
—No tema, dijo, he venido a salvarlo. Los terrícolas tienen razón, desde hace tiempo los venimos observando desde el planeta Tor, nuestras naves espaciales han hecho algunos reconocimientos que nos han permitido conocer todo sobre ustedes. Pertenecemos a una civi­lización mucho más antigua que la Tierra. La injusticia que hay aquí es exasperante y ha desbordado nuestra paciencia, no la podemos soportar. Al principio creímos que los terrícolas se destruirían entre ellos, y así hubiera sido, pero en estos días se han cometido tantas atrocidades y crímenes que el Maestro ha ordenado la destrucción. Los terrícolas se encuentran ya cercanos a su muerte: horas, minutos.
Yo lo escuchaba en silencio. Hablaba pausadamente, no había odio ni cólera en su rostro, era como un ángel exterminador que llegara a hacer justicia.
—Tengo mi nave espacial no muy lejos de aquí, hemos logrado dominar el ruido, de modo que pude descender sin despertar a nadie, recientemente hemos descubierto una materia que convierte en invisible cier­tos metales, nuestras naves espaciales son hechas de ese material que nos permite descender incluso en los lugares más habitados sin que nadie se dé cuenta de nuestra presencia. Por supuesto que no siempre usamos esta clase de naves, sólo cuando estamos en misiones especiales, y la mía, esta noche, es muy especial.
—A poca distancia de aquí tengo la nave, cerca del Palacio de la Injusticia. Es necesario darse prisa, en el planeta Tor sólo esperan por nosotros. Todos nuestros aparatos y ondas especiales de exterminio están dirigi­dos contra la Tierra, dentro de poco tiempo esto será un infierno, en fin, será lo que ha sido siempre. Si tiene algo que llevarse con usted, algún recuerdo, alguna pertenencia que le sea querida, que tenga un valor sen­timental, puede hacerlo perfectamente, la nave es lo suficientemente grande como para dar cabida a cincuenta, cuarenta, diez o una persona. Puedo esperar, pero no mucho.
Di una mirada a mi cuarto, mis libros, mi viejo sillón, miré a través de la ventana los cielos abiertos. —¿No tiene nada que llevarse?
—Nada.
Salimos. Caminábamos ligero. Al llegar cerca del Palacio de la Injusticia nos detuvimos y el hombre sacó de uno de sus bolsillos, un aparato casi imperceptible, una especie de anillo que comenzó a tocar y a frotar lentamente, y poco a poco fue apareciendo ante nues­tros ojos la nave. Era bastante grande, idéntica a las que construían los terrícolas, pero de un metal especial, como él me había dicho, con un brillo que yo nunca antes había conocido, uno lo tocaba y no hacía ningún ruido, cogí una piedra y comencé a dar golpes en el fuselaje pero era como sí la piedra tocara sobre algodón, casi se hundía.
—No pretenda comprender, dijo, más tarde le ex­plicaré todo. Pasará el resto de sus días con nosotros, en el planeta Tor, ahí se le enseñará todo lo que debe saber, el conocimiento que nos libra de la muerte.
No comprendí el verdadero significado de "el cono­cimiento que nos libra de la muerte" sería que en el planeta Tor, la muerte había sido vencida, conquistada. No tuve tiempo de preguntarle nada, ni creo que él hubiera tenido tiempo para explicarme, porque de pronto comenzamos a ascender, a dejar la Tierra, primero lenta­mente y luego a una velocidad increíble, extraordinaria, todo alejándose de la tierra: los ríos, las montañas, las ciudades.
—Con nuestros potentes lentes y pantallas espaciales podremos ver la destrucción de todo esto. Los terrícolas se han ensoberbecido, creyeron que eran lo mejor del mundo: sus edificios, sus mansiones, sus bancos, sus estaciones de policía, sus ciudades-estados policíacos, sus manicomios, mire bien esto por última vez, porque le digo que no quedará de todo eso, piedra sobre piedra.
Maniobraba palancas, ruedas, dispositivos, observaba agujas.
Ascendíamos.
—Pero no se crea que sólo planeamos la destrucción de la Tierra, será consumida, sí, con sal, ceniza, pero luego enviaremos una pareja del planeta Tor a repoblar la Tierra, una joven pareja de nuestro planeta, vírgenes, para que comience una nueva vida, todos los planetas que estén llenos de maldad serán echados al fuego de nuestro exterminio, y luego empezará una nueva etapa, la repoblación de todos esos plantas.
Ascendíamos.
—Descanse, aunque navegamos a una velocidad más rápida que el pensamiento tardaremos en llegar, Tor es uno de los astros más alejados.
—Descanse, duerma, yo lo despertaré cuando este­mos llegando, o si quiere puede leer, escribir. En la nave hay de todo. Yo tengo que seguir manejando y comenzar a enviar señales hacia Tor para que sepan que llegamos, que nos dirigimos hacia allá. Me separé de él. Una mesa larga con libros, pequeños adornos en forma de animales y de plantas que nunca había visto en la Tierra.
Ascendíamos.
Mientras él guiaba la nave penetrando los espacios infinitos me he puesto a escribir este manuscrito que luego meteré en una botella y arrojaré a la inmensidad de los vacíos estelares.
Enero - 1969

SHYLOCKS
Sola con su muerto. Ella misma lo lava, le rasura la fría sudorosa barba. Hace grandes esfuerzos, no es que sea o haya sido alto y recio sino que ella está muy débil por el hambre y las noches en vela, por todo el tiempo que pasó al lado de la cama viéndolo morirse.
Lo voltea, le saca del cuerpo su viejo traje cubierto como de hollín y humo, esos pantalones que no quieren abandonar el cuerpo, salirse de su dueño, de las del­gadas velludas piernas del hombre. Forcejea, forcejea hasta que súbitamente se da cuenta que ha muerto con los zapatos puestos, esos antiguos zapatones que reco­rrieran plazas, mercados, la vida sin salida, impiden ahora el deslizarse de los pantalones. Desata nerviosa­mente los cordones que se le enredan, una maraña de serpientes, un nudo de víboras que se le trepa a los dedos, las manos, hace un gesto para librarse de ellos y forcejea, tira de los zapatos tan violentamente que al salir le golpean el pecho dejándole sobre la blusa una mancha de lodo que no se preocupa de quitársela.
Ahora los pantalones comienzan a salir, a llegar hasta ella puesta al final de la cama, en el extremo opuesto de la cabecera, tira, tira, pero de vez en cuando se detienen como en protesta de abandonar este cuerpo sobre el cual han estado pegados, adheridos como hiedra, nadie sabe cuánto tiempo, cuántos años. Levanta la
pierna o las piernas del muerto, coloca los pantalones debajo, alisando la sábana, desarrugándola, la coloca de tal modo que no impida el deslizarse y regresa al pie de la cama, en el extremo opuesto de la cabecera y continúa forcejeando hasta que los logra hacer salir no sin que antes ellos protesten por última vez, detenién­dose casi al final, al borde de la cama, teniendo que levantar de nuevo las piernas, esta vez la izquierda, debajo de la cual estaban aprisionados y regresa al otro extremo de la cama, tirando con fuerza, quedándose con los pantalones en la mano, triunfante ahora, soste­niéndolos, doblándolos, colocándolos en una silla, viendo desde ahí, casi lejanas, pérdidas para siempre, las del­gadas velludas piernas sobre las cuales ella ponía la cabeza antes de hacer el amor o después de hacerlo.
Y después de desnudarlo, lo comienza a vestir, le levanta la cabeza, forcejea, tira de nuevo de los brazos, de los pies, de la cabeza, sumamente pesada la cabeza, levantando a su muerto, a todo su mundo de miseria, para poder meterle la camisa y cerrar los botones y luego lo mismo, forcejea, forcejea, tira de los pantalones que tienen que ser introducidos, metidos.
La cama está situada en el centro del cuarto, pe­queñísimo y su muerto en medio de la cama y del cuarto, de tal modo que puede dar vueltas, rodearlo, verle todo el cuerpo desde cualquier ángulo que se coloque.
Para llegar donde viven, donde vive ella, más bien, se tienen que subir escalones y más escalones, recli­narse contra los muros, jadear y seguir subiendo la escalera de caracol que lleva no al cielo, sino al infierno, subir escalones que llevan a la puerta ocre, gastada, chirriona.
Ella no recuerda cuándo fue la última vez que subió
o bajó las escaleras porque desde que se puso enfermo, malo de veras, no volvió a abrir ni cerrar la puerta. Nunca más se volvieron a oír los sucios zapatones que bajaban o subían. Cerró la puerta y allí se quedó sola, porque quién podía llegar a ayudarla, acompañarla, si todos estaban ocupados enterrando a sus muertos, la­vándolos, cortándoles la fría sudorosa barba más difícil de cortar cuando se la trataba de suavizar con el agua fría mezclándose con el sudor.
Encerrada con su muerto.
Después de vestirlo lo mueve muy suavemente, un poco nada más y le pone los brazos a lo largo de todo el cuerpo, no con las manos y los brazos sobre el pecho como se acostumbra, sino con los brazos pegados, adheridos a lo largo de todo el cuerpo, haciéndolo aparecer más largo, más delgado todavía.
Se acerca lentamente llevando entre sus manos la pequeña palangana con agua, moviéndose suavemente para que el agua no se derrame y se sienta a la cabecera, moja un viejo trapo y lo pasa sobre el rostro quitándole el sudor y mojándole al mismo tiempo la barba. Y co­mienza a rasurarlo, a estirarle el rostro, la piel de la cara en aquellos lugares donde la navaja no puede penetrar, hiriéndolo algunas veces, pero pequeñísimas, levísimas heridas, porque tiene un gran cuidado, un delicado cuidado en rasurarlo y cuando el agua se ter­mina se levanta de nuevo y va hacia el lavamanos y lo abre, dejando que el agua llegue casi hasta los bordes y regresa lentamente mientras el agua se mueve dentro de la palangana tratando de salir, de saltar y ella cami­nando, casi arrastrándose hacia la cama.
Golpes, golpes, golpes, quién puede venir a verla, a visitarla. Asombrada llega hasta una mesita y deja la palangana.
Golpes, golpes, quién puede estar subiendo, haberse enterado de todo lo que está pasando. Comienza a cruzar el cuarto alisándose el pelo, echándoselo hacia atrás. Golpes, golpes, quién puede ser, por qué tanta insistencia, tanta furia que casi está a punto de derribar la puerta si no se apresura un poco más.
Entran violentamente, la empujan hacia un lado y el último cierra la puerta, mientras no termina de salir de su asombro, mientras se retuerce nerviosamente las manos mojadas todavía.
¿Quiénes son estos intrusos? Rodean el cadáver y puede darse cuenta de algunas cosas: son seis hombres, gordos, secándose el sudor. Pero no dicen nada, están ahí mirando a su muerto.
Y ahora puede darse cuenta de otra cosa: dos de ellos llevan maletines negros, lustrosos, maletines que agarran fuertemente y los otros cuatro llevan en sus hombros un ataúd, o una especie de ataúd, en todo caso una caja larga, rústica, que depositan en el suelo.
Este es.
No se irá así no más.
—Después de todo lo que hicimos por él.
—Nadie nos había hecho eso.
—Partir sin avisarnos.
—Ingrato.
Todos gritan a coro:
Ingrato.
Forman un círculo alrededor de su muerto.
Nadie nos burló nunca.
—Todos cumplen lo pactado.
Pagan su compromiso.
Devuelven el dinero prestado.
Los intereses que tienen que pagarnos.
Es lo justo, equitativo y saludable. Todos gritan a coro:
Es lo justo, equitativo y saludable.
Ella no dice nada, no puede decir nada, los oye hablar.
Súbitamente hace un intento por sacarlos del cuarto. Grita:
Dejen a mi muerto.
La miran.
—Ella también pagará.
—Más tarde.
—No puede irse sin devolver lo que nos debe.
Hay que proceder.
—Que pague con todo su cuerpo.
Y con toda su sangre.
Todos gritan a coro:
—Con todo su cuerpo y con toda su sangre.
Los dos hombres llevando maletines los abren y ella mira con horror, con espantados ojos, como si lo que viera no fuera posible, no pudiera suceder, como si todo fuera un horrible sueño: sacan cuchillos, martillos, aserradoras y se dirigen hacia el hombre, hacia su muerto y lo extienden sobre la cama, le abren los brazos en cruz y comienzan a partirlo, aserrarlo, descuartizarlo, mientras los otros que llevan esa caja en forma de ataúd van echando dentro brazos, piernas, manos.
Ella grita:
Malditos, malditos, malditos.
Pero la empujan hacia un rincón del cuarto, le gol­pean la cabeza con un martillo.
—Ella también pagará.
Nadie nos burló nunca.
—Nadie nos engañó nunca.
Nadie nos robó nuestro dinero.
Que ganamos con el sudor de la frente.
Nuestro santo, lucrativo negocio.
Todos gritan a coro:
—Nuestro santo, lucrativo negocio.
Siguen doblados sobre el hombre, destrozándolo, echando pedazos de su cuerpo dentro del ataúd o lo que parece ser un ataúd. Ahora lo que han dejado por último: le abren el pecho y le sacan el corazón. Lo pesan y sobrepasan, lo pasan unos a otros pesándolo cada uno, como si las manos fueran balanzas, pesando el corazón.
—No está mal.
—Pero todavía no paga su deuda.
Ni con su corazón ni con nada.
—Paga su deuda.
—Devuelve lo que quieres robar.
Devuelve hasta el último centavo.
Todos gritan a coro:
Hasta el último centavo.
Echan el corazón.
Se dirigen hacia la mujer. Es lo mismo: la misma destreza y habilidad, la misma fuerza en cortar, des­cuartizar.
Doblados sobre la mujer, no dicen nada. Sudan. Se limpian la sangre y el sudor y luego se levantan.
Colocan sus herramientas en los maletines negros que agarran fuertemente. Los otros cuatro levantan la larga caja con los restos del hombre y la mujer, la levantan y cierran la puerta.
Se empieza a escuchar el ruido de pasos, la caja golpeando contra las paredes, el moverse de manos, piernas, pedazos de carne que se revuelven, chocan, como si quisieran salir, gritar, saltar, mientras los seis hombres van bajando lentamente la escalera de caracol.
Enero 1970

EL SEÑOR SILENCIO
El ruido del ruido. El ruido de los ruidos. Los ruidos de los ruidos. Los ruidos del ruido. El Ruido dominó el mundo. Esto se temió desde un principio pero nadie hizo nada para impedirlo, al contrario, todos contribuyeron a que El Ruido extendiera más y más su dominio. Como un invasor arrollándolo todo a su paso, El Ruido conquistó la tierra, el aire, el mar.
El Ruido salía de todas partes: carros, motocicletas, radios, aparatos de televisión, de carros con enormes parlantes que circulaban por las calles y avenidas anun­ciando las muertes hechas por El Ruido.
Las ondas sonoras de las bocinas eran tan peligro­sas como los artefactos atómicos que estallaban en los desiertos y cuyos estruendos llegaban a los oídos a pesar de las enormes distancias donde eran explotados. El viento llevaba El Ruido a la ciudad iniciándose la horrorosa desintegración de los cuerpos.
Los trenes, los metros, los ferrocarriles, todo hacía temblar la tierra, los larguísimos interminables túneles recorridos por miles y miles de vehículos de toda clase haciendo sonar sus bocinas, con el ruido de sus ruedas, deslizándose por las calles, las carreteras, con los mi­llones y millones de puertas abriéndose, cerrándose, eran muerte, desintegración.
Nadie escapaba de los atronadores ruidos. En el aire los aviones supersónicos dividían el espacio dejando al despegar y al aterrizar una estela de ruidos ensorde­cedores. Casas, barrios, pequeñas ciudades cercanas a los aeropuertos desaparecían, se derrumbaban ante las enormes explosiones de los gigantes motores que hacían retumbar la tierra. El aire fue conquistado, aprisionado por El Ruido. Los pequeños pájaros que antes alegraban con sus cantos el amanecer del cam­po y la ciudad se encontraban muertos sobre la tie­rra, caían como lluvia incontenible, en bandadas, cu­brían el cielo mientras se desplomaban víctimas de los estruendos de los aviones: los aviones comerciales, de pasajeros, de guerra, los más grandes y numerosos. El Ruido destrozaba a los pequeños pajarillos que lle­naban el cielo en una lluvia incontenible. Los pájaros de hierro, envidiosos, tomaban venganza.
Pronto sólo quedaron los pájaros de hierro en el aire, ellos solos, conquistadores y dominadores san­grientos de los espacios. El Ruido de los aeropuertos hizo que pueblos, ciudades enteras tuvieran que alejarse y tomaran refugio en las profundidades de la selva o bajo la tierra, donde inútilmente trataban de ponerse a salvo.
Al principio se creyó que era una conquista del hombre, todo lo que el hombre hacía se consideraba como una conquista, como un paso más hacia el pro­greso. La técnica no tenía secretos. La distancia dejó de existir.
En los primeros días la gente iba a los aeropuertos a ver cómo despegaban y aterrizaban los enormes apara­tos, pero poco a poco se dieron cuenta que después de algunas semanas la enfermedad y la muerte se apo­deraban de ellos. Los ruidos al principio parecían no causar ningún daño al cuerpo, pero luego comenzó la muerte por El Ruido: el cuerpo de los que llegaban a los aeropuertos empezaba a desintegrarse, primero per­dían un brazo, una pierna, luego otro brazo, manos, dedos, hasta quedar completamente mutilados, un muñón informe de carne, hasta desaparecer, convirtiéndose en un montoncito de polvo que el viento dispersaba. Nadie podía detener esta desintegración. Se la trató de ex­plicar diciendo que las ondas sonoras se introducían en los cuerpos y lentamente dominaban las células, los nervios, las glándulas, destruyéndolo todo. El Ruido se metía en el cuerpo, en los poros, reptaba, se mezclaba con la sangre envenenándola, haciéndola agua, haciendo que desaparecieran los brazos, las piernas de la víctima, hasta quedar reducidos a un muñón a una masa de carne, mientras El Ruido proclama su triunfo.
La tierra y el aire eran dominados por El Ruido, y el agua también. Las sirenas de los enormes barcos invadían los antes silenciosos espacios marinos y los peces, todos los peces, sufrían la muerte por El Ruido. Todas las profundidades marinas se convirtieron en in­mensos cementerios. Pronto no hubo espacio bajo las aguas, las olas empujaban a los peces, los llevaban a la arena y ahí quedaban, millones y millones de peces, sin brillo, sin luz, sin la vida luminosa de sus ojos.
Todo era un enorme, angustiarte ruido.
Los mismos que lanzaron al hombre a esta des­trucción dieron otra trágica noticia: la tierra, debido a las ondas sonoras comenzaba a resquebrajarse y flo­taba en el espacio como una naranja agrietada. Algunas partes del globo terráqueo comenzaban a caer en los espacios y alguien anunció que incluso una enorme parte de la tierra se había desprendido haciendo perecer a miles y miles de habitantes.
La humanidad estaba aterrorizada. A nivel interna­cional se convocó una reunión de urgencia: se tenía
que terminar con El Ruido, detenerlo, acorralarlo, silen­ciarlo. Pero lo creado por el hombre se volvió contra el hombre: el repiqueteo de todos los teléfonos, el ruido de las máquinas de escribir, el ruido de todas las maqui­narias, el ruido de voces, gritos, impidieron durante varios días ponerse de acuerdo sobre el lugar y la fecha de reunión. La voz humana era interferida, ahogada por la voz del Ruido. No fue sino después de muchísimos intentos que se pudieron comunicar, oírse los unos a los otros, para determinar las medidas que debían to­marse para proteger a la tierra y al género humano.
La lucha comenzó. Si el hombre se veía amenazado por la máquina, tenía que dominarla, sofocar la rebelión.
La tierra, como una naranja agrietada flotaba en los espacios. De vez en cuando se desprendían pueblos, ciudades enteras de la corteza terrestre.
El Señor Silencio era la salvación. El Señor Silencio fue nombrado en una histórica sesión, una sesión agitada, complicada, porque los ruidos de la enorme sala, inútilmente a prueba de ruidos, no los dejó comunicarse por bastante tiempo. Los ruidos de los teléfonos cuyas ondas no podían controlarse ni dominarse, los ruidos de los enormes sillones giratorios, los ruidos de los aviones que pasaban sobre el edificio destruyendo vidrios, ven­tanas, puertas, impedían la comunicación.
Cuando lograron hacerse oír todos estuvieron de acuerdo: unánimemente votaron por El Señor Silencio, Se le dieron poderes absolutos. Su voluntad estaba por encima de todos los Consejos, Comisiones y Organiza­ciones. Sus órdenes tenían que obedecerse inmedia­tamente si se quería que la tierra continuara existiendo. Nunca nadie tuvo tantos poderes como El Señor Silencio. Todo fue puesto a su servicio. Trabajando con legiones de secretarios y sub-secretarios, El Señor Silencio empezó el ataque. El primer paso fue inventar la cámara ais­lante. Toda persona tenía la obligación, bajo pena de muerte, de vivir y protegerse en la cámara aislante. Era una especie de traje, pero hecho de tal manera que las ondas sonoras no podían atravesarlo. Protegido dentro de esta cápsula el hombre creyó que había ven­cido al Ruido, pero fue una victoria momentánea.
La cámara aislante tenía sus problemas. En primer lugar impedía la poca comunicación que existía entre los hombres, además había que alimentarse a través de un dispositivo que aunque pequeñísimo y abierto con miles precauciones no era capaz de impedir que El Ruido penetrara ocasionando la desintegración de los cuerpos. Los laboratorios trataban de inventar una nueva clase de alimentos para que el hombre no tuviera necesidad de abrir la mortal ventanilla. Se habló de inyecciones, píldoras que permitieran vivir sin alimentos por varios años librándose así del peligro de abrir y cerrar la escotilla pero se requería mucho tiempo. Entre el abrir y cerrar no había ni un segundo, pero esto era sufi­ciente para que El Ruido se introdujera haciendo una nueva víctima.
Para terminar la muerte por El Ruido se sugirió que toda la humanidad, o lo que quedaba de ella, fuera dominada por un sueño momentáneo que podía durar, diez, quince, veinte años, dormido, el hombre no haría uso de la máquina evitándose así El Ruido y por consi­guiente la muerte, pero la idea fue rechazada, al des­pertar, se continuaría haciendo uso de la máquina, pro­duciéndose El Ruido y la muerte. Otro sugirió que se imponía la destrucción de la máquina y algunos grupos exaltados, presos del miedo y del terror comenzaron su venganza, pero El Ruido que se hacía al destruir la máquina, al hacerla explotar, al dejarla ir en profundosabismos, al hacerlas chocar la una contra la otra pro­vocando una mutua destrucción ocasionó nuevos, desco­nocidos, horrorosos ruidos y nuevos géneros de muerte aparecieron de pronto. Los grupos abandonaron sus intentos.
La tierra como una naranja agrietada flotaba en el espacio.
A través de enormes telescopios se la observaba reduciéndose poco a poco. Los mismos aparatos que salían del corazón de la tierra para estudiarla mejor, la destruían, la resquebrajaban y agrietaban. Ciudades en­teras se precipitaban al vacío.
Pero El Señor Silencio era infatigable. Seguido por legiones de secretarios y sub-secretarios, cada día me­nos, pero siempre reemplazados inmediatamente por otros, El Señor Silencio se comunicaba, después del gran­des esfuerzos, con laboratorios secretos, y daba órdenes, establecía nuevos planes de defensa cambiando cada día la estrategia.
Pero el problema era angustiante. Si bien es cierto que El Señor Silencio había logrado algunas pequeñas victorias al condenar al silencio a ciertos ruidos, tam­bién era cierto que nuevos ruidos hacían su aparición. Muchas veces ni siquiera se conocía de dónde venían, cuál era el origen de ellos y se comenzaba una inves­tigación para descubrir su fuente y luego atacarlo, "Pri­mero encontrar su origen, era la orden, luego silen­ciarlo".
Investigadores especiales se dedicaban a rastrearlo. Protegidos con aparatos y vestidos especiales, nuevos vestidos que la cámara aislante probó ser ineficaz, los investigadores lo husmeaban, lo buscaban por todas partes, se buscaba al más peligroso criminal, al ase­sino más implacable. El Señor Silencio era infatigable.
Más que proteger al hombre y a la Tierra de su des­trucción, había convertido la lucha contra El Ruido en algo personal. Ya no le interesaba la protección y con­servación de la tierra y el hombre, sino vencerlo, ven­garse, silenciarlo para siempre.
La tierra, como una naranja agrietada flotaba en el espacio.
Continentes enteros desaparecían dejando tan sólo enormes, negros vacíos.
Y de pronto, cierta mañana, El Señor Silencio desa­pareció tan súbitamente como había aparecido.
El terror terminó de apoderarse de los hombres. Nadie sabía dónde se encontraba. Alguien dijo que la noche anterior expresó a algunos de sus ayudantes que había descubierto la fórmula definitiva para vencer. In­cluso se le miró sonreír y frotarse las manos. "He descubierto por fin, reveló, lo que silenciará al Ruido para siempre."
Esa fue la última vez que se lo vio. Ni sus secretarios más cercanos tenían idea dónde podía hallarse.
Se comenzó la búsqueda del Señor Silencio, la única persona capaz de vencer El Ruido. La Tierra, como una pequeña naranja agrietada flotaba en los espacios. Ahí, en algún punto de sus entrañas se ha­llaba El Señor Silencio con la solución para que conti­nuara flotando.
Se dio la gran alarma. Se comenzó la gran bús­queda. Millones y millones de teléfonos empezaron a repiquetear incesantemente, las máquinas de escribir, los telégrafos, las pantallas de televisión y de radar enviaron a todas partes sus desesperados mensajes. El único hombre que podía salvar la tierra y el género humano se había esfumado con la fórmula salvadora.
Todos los periódicos, revistas, noticiarios, hojas volantes dejadas caer desde los aviones o pegadas en las paredes llevaban el rostro del Señor Silencio para que todos lo reconocieran. Las parlantes salieron a las calles dando la noticia. Todo hombre se convirtió en un buscador, en un sabueso.
Pero la búsqueda provocó lo que nadie pareció darse cuenta en un principio: el aceleramiento progresivo de la destrucción de la tierra. Todos los ruidos ocasionados por las máquinas que enviaban mensajes, reproducían y enviaban el rostro del Señor Silencio a través de las pantallas de televisión y de radar, el ruido de los heli­cópteros, aviones, carros patrulleros que recorrían las calles, avenidas, carreteras, autopistas, mientras lo bus­caban, los ruidos de las máquinas de escribir, teléfonos, telégrafos, linotipos enviando sus señales a todo el mundo, el ruido de los aviones llevando a los poderosos de la tierra a una nueva reunión de urgencia para dis­cutir sobre la desaparición del Señor Silencio, el ruido de los gritos de la gente llamando a su posible salvador, ocasionó un inmenso ruido como nunca antes se había conocido, mientras la tierra se precipitaba a su muerte sin que nadie pudiera detener su destrucción. Sólo El Señor Silencio podía hacerlo, pero nadie lograba encon­trar su refugio en donde preparaba la fórmula mágica para silenciar al enorme ruido.
De la tierra ya casi no quedaba nada. La humanidad se había convertido en pequeños grupos que todavía recorrían las calles, avenidas, carreteras, autopistas en un desesperado y último esfuerzo para encontrarlo. Los ruidos habían disminuido, pero también la tierra y el hombre. Con cada ruido, una parte de ella se perdía en los espacios. Pero los sobrevivientes no abandonaban la lucha. La humanidad todavía podía salvarse. Los grupos se hicieron cada vez menos numerosos, se con­virtieron en pequeñas hordas que vivían de la caza y la pesca. La tierra dejó de ser vertical para convertirse en una gran desolada llanura, sin edificios, fábricas, bancos, cárceles, manicomios, hospitales. Todo había sido destruido. Pero se podía recomenzar. Renacer de la casi nada.
Al desaparecer el hombre, desaparecieron también sus máquinas, ahora se buscaba al Señor Silencio a pie, sin carros altoparlantes, sin teléfonos, sin aviones ni helicópteros, se lo buscaba a pie, se lo llamaba a grandes voces, con gruñidos, con señas, y cada vez que se emitía un gruñido, llamándolo, algo se despren­día inevitablemente de lo que restaba de la tierra. Los grupos se hacían cada vez menos numerosos. Dormían bajo la sombra de los árboles, a la orilla de los ríos. Se refugiaban en las cavernas. Frotaban pequeños pe­dazos de piedra para hacer el fuego y darse un poco de calor. Pronto ya no fueron grupos, sino personas, seres, cosas aisladas. Luego parejas de cosas, de casi hom­bres, que se juntaban. El ruido casi cesó por completo. Un pequeño jirón de la tierra todavía flotaba. Una pareja de casi hombres que había perdido su verticalidad, que se encorvaban, que casi se arrastraban. El Señor Si­lencio podía ser hallado y comenzarse todo de nuevo. Un grito, un aullido, un gruñido inhumano de la pareja creyendo descubrirlo detrás de un arbusto precipitó a la tierra en el vacío. Silencio. Ningún ruido, sólo el último jirón de la tierra estallando como un pequeño sollozo, deshaciéndose en el polvo, en la nada. El es­pacio ocupado por la tierra se llenó con la nada. Ahora lo único que reinaba era un gran silencio, el absoluto silencio del principio, cuando no existían ni las aguas de arriba ni las aguas de abajo, ni el día ni la noche.
En algún punto de lo que había sido la tierra, El Señor Silencio se había refugiado y desprendido a los espacios sin límites.
El Ruido había sido vencido, conquistado, silen­ciado para siempre.
El Señor Silencio podía estar satisfecho.

Febrero, 1972

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