EL ENEMIGO DE
LOS POETAS
Tuve que viajar más de cuatrocientos kilómetros
por un camino sumamente peligroso para
conocer a Ruyard Burns, el enemigo de los poetas.
Burns es un hombre de cincuenta años, pero el trabajo en la mina lejos de envejecerlo lo hace
aparecer más joven, el cuerpo duro,
fuerte, sólo su rostro parece un poco cansado, cansado
pero calmo, "con la calma que se obtiene de no
escuchar las imbecilidades de los poetas", según el
propio Burns me dijo: "Usted quiere saber porqué a los
veinticinco años dejé de escribir poesía. Después de los políticos, a los que
aborrezco con todo mi corazón, son los
poetas a los que más desprecio. Tenga todos los
enemigos que quiera, pero no tenga a un poeta por
enemigo porque entonces está perdido. Si el político no
tiene ningún escrúpulo para asesinar o mandar
asesinar, el poeta por su parte no tiene ningún escrúpulo en
hablar mal de la poesía de los otros. Sólo lo que él
escribe es bueno, lo demás no vale la pena ni de
leerse ni de publicarse.
"El Príncipe" fue escrito primero para
los políticos y luego para los poetas. Cada uno
de ellos es un mundo de envidia y de rencores. Andan
juntos y ríen juntos, pero se odian mutuamente. Y el poeta es holgazán y sin ningún sentido de la responsabilidad.
Siempre anda en busca de un empleo
donde no tenga quetrabajar ni sudar, siempre vive
quejándose de que no tiene tiempo, de que
debiera estar escribiendo su "obra", y que en
cambio tiene que hacer cosas que le disgustan y tratar con
personas a las cuales no puede soportar. Pero cuando tiene tiempo se dedica a
bacanales y orgías y se olvida de
escribir su "obra" inmortal, que lo colocará en el
lugar donde el Dante coloca a Homero, a Hesíodo.
Y cuando hablan de lo que ahora están escribiendo
provocan risa, todo lo que han escrito antes no
sirve, lo rechazan, esto que ahora
escriben es lo genial, lo que "va a
quedar".
Necesitan paz y silencio para escribir esto que tienen entre manos. Y se retiran del mundo, no
ven a nadie ni visitan a nadie,
"el poema se ha posesionado de mí y me devora",
me decía uno de esos farsantes que conocí hace muchos
años.
Y se vuelven misteriosos y contestan con
respuestas cabalísticas hasta tal punto que
el oráculo de Delfos nos parece claro y sencillo
como una mañana de primavera. La comedia no
termina ahí: se rodean de una aureola de soledad y de
dolor como la mujer que por primera vez va a tener un
hijo. No son más que directores y actores de su
propia farsa.
Luego están los poetas místicos, los que siempre
hablan de Dios y del alma en sus poemas. Leen
libros sobre mística: el Maestro
Eckehart, Ruysbroeck el Admirable, Ángela de Foligno y
San Dionisio el Areopagita son nombres que mencionan
a cada momento. La diferencia entre teología y
mística no les son desconocidas y saben y discuten sobre
la importancia o no importancia que en la vida mística
tienen o pueden tener los estigmas y saben de la importancia
o no importancia de la ascética en la mística y de la
mística en la ascética y discuten sobre las relaciones de la
gracia mística en el vivir cristiano o el modo de
reaccionar del alma en el estado místico. Y hablan sobre
Dios como si ellos fueran sus secretarios, sólo ellos
saben lo que Dios quiere, desea o hace, ellos saben porqué
Dios hizo esto o aquello, o porqué Dios no hizo esto o
aquello. Ellos son los modernos profetas. Dios
habla por sus malos poemas. Pero a pesar de todos los
libros de mística que leen, a pesar de los ayunos y
penitencias y flagelaciones, siguen siendo tan malos y
tan perversos como antes. Y están luego los poetas
que no creen en Dios, pero que según ellos lo buscan,
pero no en la humildad, sino en el orgullo. Estos se
hacen los atormentados y torturados, los que sufren por
la gran pregunta, por el gran enigma que nace de las
tinieblas. Día y noche consultan y claman por la luz, pero
la luz no viene a ellos. Se han internado en un largo
viaje dentro de la noche y no saben lo que les espera
al final de la profunda oscuridad. Pero a pesar de
que viven terriblemente atormentados, según ellos,
beben, comen y fornican. Ellos no creen en Dios, pero lo
buscan y en vez de encontrarlo se encuentran con
el absurdo, encuentran la injusticia y el dolor, naciendo
de un Dios que según los creyentes, es bondadoso y
justo. Y luego con el gesto más teatral de su
repertorio dicen: "Yo traté de creer, pero
Dios no existe", o si no dicen: "Yo no puedo tener por Dios a un Dios que no puedo
comprender". No sé quiénes son más
insoportables y falsos, éstos que dicen buscar a Dios,
o aquellos que dicen que ya lo tienen. Pero sí puedo
decirle, que sería mejor para todos ellos dedicarse a
escribir mejor poesía y dejar a Dios en paz.
Y está también el poeta del pueblo, la poesía es
para el pueblo, del pueblo y en el pueblo,
dicen. Todoarte cerrado, todo arte que no
entienden, es un arte destinado al fracaso, no
llena su función y es una traición al pueblo.
Pero estos poetas que hablan sobre el obrero, el
pescador, el minero, sobre el hombre que
trabaja en los ferrocarriles, en los puertos
y en los aeropuertos, nunca han estrechado la mano del pueblo, nunca han asistido a las pequeñas alegrías del hombre del
pueblo, nunca han estado en una mina, en
un entierro de pobre, y si asisten alguna vez al
hogar del hombre del pueblo, si estrechan alguna vez la
mano del hombre del pueblo, se lavan luego las manos,
se perfuman el cuerpo y escupen con sólo oír el
nombre del hombre del pueblo. Estos no son ni siquiera
malos poetas son políticos disfrazados y merecen la
hoguera.
Platón, que no era un poeta como han pretendido hacernos creer los imbéciles, conoció el peligro
de los poetas y sugirió que se les
expulsara de la república. Si yo fuera el dueño del mundo expulsaría no tan
sólo a los poetas sino también a los
políticos a una isla desierta y luego los haría
dinamitar, pero como usted ve, no tengo ningún poder,
y sólo me contento pensando en la hermosísima
explosión que tendría lugar.
Los poetas creen saberlo todo cuando en realidad,
como decía Sócrates, "lo saben todo; sólo
ignoran que no saben nada".
Y los poetas, como todo en la vida, tienen su
precio: se venden en las tiranías de
derecha y en las tiranías de izquierda, se venden al
rey, al emperador, al dictador, al señor presidente. Desde
los más remotos tiempos hemos visto al poeta
junto con el político saqueando al pueblo, robándolo,
estafándolo.
Hemos visto a los poetas cantar a los tiranos y
cantar los crímenes de los tiranos. Es verdad
que algunos poetas perdieron la vida por
escribir contra el tirano, pero éstas son muy raras
excepciones.
Sólo unos pocos poetas tienen el valor suficiente
para abandonar la poesía y a los poetas, Rimbaud
es uno de ellos, la razón por la cual se fue a
vivir entre los negros somalíes no fue porque
estaba cansado de la vida, Rimbaud es uno de
los poetas que más ha amado la vida, sino porque
estaba cansado de la maldad de los poetas.
El disgusto que me inspiran esos farsantes, esos payasos, es lo que me decidió a no volver a
escribir nunca más un solo poema, un solo
verso, pero los poetas, siempre sacerdotes de la
Mentira dijeron que la poesía me había abandonado. No me interesa en absoluto lo que digan sobre mí, en realidad, ya
no hay nada que pueda interesarme o molestarme.
Aquí, entre estos mineros que viven como
bestias, pero que son sinceros en sus
odios y en sus amores, vivo tranquilo. Nadie me
molesta con sus preguntas sobre la existencia o no
existencia de Dios, ninguno de ellos se hace el místico
o el atormentado. Una vez vino un poeta a hablarles
sobre sus derechos de que "tenían que unirse con
todos los camaradas del mundo y que el corazón de todos
los camaradas del mundo estaba con ellos" y
fue apedreado y otra vez vino un poeta predicador a
hablarles sobre la Ciudad de Dios y también fue apedreado.
Pero lo que me consuela es que a pesar de todos esos payasos y farsantes, la poesía existe y no
dejará nunca de existir a pesar de que
ellos quieran asesinarla. Aquí en este campamento
está toda la poesía del mundo: la trágica, la épica, la
lírica, la amorosa. A pesar de todos los poetas que
quieren asesinarla ella se ha refugiado en esta mina, en
medio de estos hombres y mujeres. Cuando alguien muere
en la mina hay dolor en todos los rostros y cuando
alguien nace hay alegría en todos los rostros. Y la
poesía está también en el golpe de la pala y en el golpe del pico, y está en el
agua que se bebe cuando se sale de los
túneles, y uno está cubierto de polvo y sudor, y
en el cielo azul que casi nos destroza con su peso cuando salimos a la luz, y está en el cuerpo de la mujer que se baña desnuda
en el arroyo, está en el cielo estrellado y en el
silencio que se escucha cuando uno se tiende
sobre la hierba y cierra los ojos para no ver nada,
porque todo está dentro de nosotros mismos y se
comprenden entonces muchas cosas que los imbéciles de
los poetas han complicado y falseado".
Mientras me decía todo esto los ojos de Burns brillaban, algunos de los mineros, hombres y
mujeres y niños se habían acercado y lo
escuchaban en silencio como si estuvieran
escuchando a su señor y a su maestro.
Me despedí de todos ellos. Aunque no participo de
todas las ideas y pensamientos de Ruyard Burns,
algunos de ellos encierran una gran
verdad.
Abril, 1963
EL SUICIDIO
DE Mr. T.
Lo conocí en uno de esos festivales
cinematográficos. Mr. T. no era ni director, ni
productor, ni guionista, ni actor, ni extra, ni
camarógrafo, ni crítico de ninguna revista o periódico, en realidad no tenía
nada que ver con el mundo del celuloide, él
era sencillamente el Multimillonario Mr. T., y bien
podía lanzar al estrellato a cualquier actriz dispuesta
a convertirse, nunca se sabía por cuanto tiempo, en su amante.
En aquellos tiempos estaba tratando de imponer a
una bellísima sueca que lo tenía todo menos
talento, pero la naturaleza había sido bien generosa
con ella y estoy seguro que nadie hubiera negado a dos bustos hermosísimos, la oportunidad de una prueba
cinematográfica.
Dos cosas sorprendían en Mr. T.: su sinceridad
y su genio financiero, era eso que los americanos,
llaman "un hombre que se ha hecho a
sí mismo". Tenía acciones en todas las fábricas y negocios
ya abiertos, y en todas las fábricas y negocios por
abrirse. Aquella vez no tuve la ocasión de conversar con él y no fue sino tres
„años más tarde qué nos volvimos a
encontrar. Fue en una de esas aburridas y soporíferas fiestas de sociedad adonde 'mi periódico me había enviado para hacer
luego una crónica, donde nos
encontramos. Desde el primermomento supe que se estaba
aburriendo terriblemente.
Me acerqué a él y después de hacer memoria del festival y de la sueca, Mr. T., comenzó a
decirme:
—Usted cree que todos los millonarios que están en esta fiesta son unos asnos de oro y tiene
razón, pero yo estudié en Oxford y luego
en Cambridge. He visitado Europa y todos sus
museos y puedo distinguir entre las sutiles
diferencias de los maestros venecianos.
Al principio encontré mi placer en los negocios,
el comprar y el vender acciones, el saber que uno puede arruinarse en pocos minutos es tan emocionante
como jugar a la ruleta rusa. Pero
pronto los negocios se convirtieron en rutina, en
un simple juego: siempre ganaba. Después de dedicar
mis energías a los negocios la dediqué a las mujeres,
pero entonces, la poca vida privada que tenía como
millonario se terminó al convertirme en un amante
mundialmente conocido y buscado. Los periodistas me persiguen
como mi sombra. Existe incluso una revista que
tiene un redactor y un fotógrafo siguiendo mis pasos
cada segundo. El día menos pensado me veré en las
portadas de una de esas escandalosas revistas con una
mujer que probablemente no tenga nada que ver con mis
glándulas hormonales. Recuerdo ahora que Mr. T.,
habló toda la noche y que lo hacía con un gran conocimiento de personas y de cosas: lo mismo hablaba sobre los negocios de
petróleo y del acero, como de Keats y de
Blake, de Rafael y de Rembrandt.
Después de aquella noche nos quedamos viendo ocasionalmente.
Más que todo sabía de la vida de Mr. T., por las
revistas en las cuales aparecía. No había día en
que su rostro no apareciera en algún magazine siempre acompañado de una actriz: sueca, francesa, inglesa.
El apetito de Mr. T., era insaciable.
Pero Mr. T., odiaba el escándalo. Le repugnaban
los periodistas y las noticias
amarillistas. Nunca he conocido a una persona en la cual el
ángel y la bestia sostuvieran una lucha tan terrible,
como la sostenida por el alma de Mr. T. Después de contarme
todos los incidentes amorosos de su última aventura
y Mr. T., era maravilloso en el arte de describirlas,
cambiaba de manera sorprendente a lo que él llamaba su
"período místico", entonces hablaba sobre los padres del
desierto y sobre las órdenes monásticas, como lo haría
el más ardiente cenobita. Amaba la soledad y le
disgustaba verse "en esas revistas escritas por cerdos y para
cerdos".
Con T., nunca se sabía lo que podía pasar.
Siempre reaccionaba de la manera más extraña. Tenía unos treinta y siete años. Jugaba al golf y al tenis, y como
Byron, era un excelente nadador. A veces había ocasiones en que Mr. T.,
desaparecía por dos semanas e incluso por un mes, para aparecer luego
tan súbitamente como había desaparecido. Mientras
viajaba a verlo recordaba todo eso. Era la una de la
mañana cuando me llamó por teléfono pidiéndome con
urgencia que llegara a su casa, yo le había contestado que nos podíamos ver al
día siguiente en su oficina, pero él
había respondido:
—No habrá ningún mañana.
Me puse inmediatamente en camino.
Mr. T., vivía en una elegante mansión a una hora
de mi casa.
Me recibió él mismo.
—Los criados están durmiendo, —dijo— y no he querido despertarlos.
Vestía una bata de noche azul oscuro. Estaba
sereno, tranquilo, hasta tal punto
que me pareció que la angustia de su voz no era
sino imaginación mía.
—He decidido suicidarme ahora mismo, dijo suavemente. Te ruego que no hagas ningún intento por
hacerme cambiar de idea, todo es inútil, lo he
venido pensando desde hace mucho tiempo.
No contesté nada y dejé que T., hablara, lo conocía bastante bien y sabía que siempre realizaba sus deseos.
—Si me preguntas por qué he tomado esta decisión
no sabría decírtelo, digamos que esos que se
llaman humanos me asquean con sus
preocupaciones, sus hipocresías y sus dobles
vidas. Digamos que estoy cansado de ver a los poderosos
burlarse de los humildes, de toda la farsa que día a día se comete en todas
partes, de la injusticia de los jueces, de la
servilidad de los pobres, del orgullo de los ricos,
del odio que se esconde bajo el amor, de la infamia y de
las acciones inconfesables de eso que se llaman actos
de caridad. El hombre con su dualidad me repugna, no
tenemos la fuerza suficiente ni para ser santos ni para
ser perversos y nos hemos convertido en hipócritas.
Sé que me pueden decir que mi actitud es derrotista,
que hay que luchar contra el mal, que utilice desde
ahora mi dinero y mis energías en hacer el bien, y probablemente tengan razón,
pero mi muerte será una muestra de la deshumanización del
hombre, de nuestra época de mecanización, de nuestro tiempo para el cual la dignidad y la libertad del hombre no tienen ningún sentido.
Hay muertes que tienen más valor que una vida, hay muertes que son necesarias. Si Cristo no
hubiera muerto, todos estaríamos en los
infiernos.
Mr. T., continuó hablando.
—He escrito varias cartas, sabes cómo es la
policía de imbécil que siempre ve
asesinatos en los suicidios y suicidios en los
asesinatos, no quiero que por mi causa se haga sufrir a un inocente,
se le someta a un interrogatorio y se le torture.
Las cartas detallan cuidadosamente que nadie es responsable de mi muerte,
excepto la humanidad, pero la humanidad se ha convertido enuna máquina y las máquinas no pueden ser llevadas
a los tribunales, a las máquinas no se las puede
condenar, lo único que se puede hacer con
ellas es destruirlas. La misma carta ha sido
enviada a los diarios, los periodistas como los policías,
se han convertido en lo mismo que ellos dicen estar
combatiendo: en fuentes de horror y de terror.
He enviado también cartas a mis abogados para
que se hagan cargo de mis propiedades.
Dejo esta casa a mis dos criados que siempre me
sirvieron fiel y generosamente. Mis propiedades
serán vendidas y el dinero repartido entre los
pobres, por supuesto, queda terminantemente prohibido que
ninguna escuela, hospital, asilo o cosa que se le parezca, lleve mi nombre. Mis
abogados serán implacables a este respecto,
el dinero será quitado violentamente a
todos aquellos que traten de perpetuar
mi nombre. No quiero nada de ellos sino el olvido. Te ruego, como servicio muy especial, que te hagas cargo de mis funerales, bien sencillos y rápidos.
En mi testamento se te pagará por
todos tus servicios. Dispensa que te
haya molestado, en realidad éste es el último
favor que te pido y el último problema que te causo. Si tienes algo que decir
que no sea para convencerme que no lo
haga, puedes decirlo. Sé breve, tenemos
poco tiempo.
Pensé en decirle a Mr., T., cómo lo iba a
extrañar, y quise darle las gracias por los
buenos ratos que habíamos pasado en ciertas
fiestas, con ciertas actrices, pensé en recordarle cómo
juntos habíamos odiado y despreciado a eso que se
llama alta sociedad, pero no dije nada.
Quise darle un último abrazo, pero sabía cómo
Mr. T., odiaba los sentimentalismos.
Le di un fuerte apretón de manos.
—Buen viaje.
—Eso espero —contestó—.
No dije más. Abandoné la mansión de Mr. T. Mientras
viajaba de regreso un torturador pensamiento comenzó a angustiarme, ¿cómo se
suicidaría Mr. T.? ¿Se cortaría las venas? ¿Un
disparo en el corazón? ¿Abriríala llave del baño y se
dejaría ahogar?
Recordé que él odiaba los espectáculos
deprimentes y el sensacionalismo y que
probablemente elegiría un medio sencillo y limpio:
píldoras, no desfiguran el rostro y su acción es rápida. Unos
cuantos segundos.
Trato de no pensar más en esto. En olvidar. Más tarde leeré el suicidio de Mr. T., en todos los
periódicos.
Rhode Island, mayo; 1963
EL TREN
Pensó que tal vez era el ruido del tren el que
lo había despertado. O tal vez el sol que comenzaba
a Henar el cuarto. O tal vez algún movimiento de
la muchacha desnuda que estaba a su lado. Se levantó
y fue a la ventana. El ruido se hacía más cercano.
Limpió con la mano el vidrio de la
ventana y pudo ver la lejanía. Tuvo la sensación de haber
visto otras veces este tren, muchas veces. Era cuando
niño. Entonces él iba o venía a estos lugares en
donde se encontraba ahora, pero no solo, su abuela lo
acompañaba, o mejor dicho, él iba acompañando a su
abuela cuando salía a vender: vestidos para niños, cosas
de vidrio y porcelana que ella compraba en el
comercio y que luego vendía en los barrios a familias que la
conocían. A veces le encargaban cosas a su abuela y
el viaje era más fácil porque se vendía todo y no se
tenía que discutir. Había crecido junto a su abuela porque
su madre tenía que trabajar todos los días y él se
quedaba en la vieja casona con su abuela y una tía, una
casona grande y sucia con un cielo raso muy alto y una
sala grande, enorme, en la cual se sentaban por la
noche todos ellos, y alguna que otra vecina y conversaban,
pero la sala era muy grande y el cielo raso muy alto
y él se sentía perdido en la vieja casona y las
palabras, lo que decían los demás no lo entendía, y él los
miraba y volvía a mirar, y toda lagente formando rueda como
una sesión para invocar a los muertos, pero sin
comunicarse los unos con los otros a pesar de que
hablaban entre sí, porque él sólo oía sonidos sin
comprenderlos, como si hablaran en otra lengua.
El tren se acercaba más ahora. Oía su ruido pero
no podía verlo. Por aquí habían andado juntos,
por aquí visitaban a una familia que
siempre compraba cosas manteles, sábanas que su
abuela hacía sobre su gastada máquina de coser y que
luego vendía, un modo de ganarse la vida o hacerse la vida
como cualquier otro.
Y estaba orgulloso de salir con su abuela, se
sentía no como que ella lo protegía,
sino como que él la protegía a ella.
Cuando llegaban a la casa de esa familia él se sentaba aparte mientras su abuela discutía y
alababa la calidad de las cosas que
llevaba.
—Es un vestido muy lindo.
—A su hijo le vendrá muy bien.
—Este rosadito es lo mejor que llevo, pruébeselo al niño.
—Todo lo que traigo es muy bueno y barato.
Todo eso lo recordaba mientras oía el ruido del tren, más cercano, más claramente.
Ahora no tenía miedo ni del tren ni de nada,
pero en aquellos tiempos cuando tenía
cinco años y lo veía venir, salía corriendo y se
escondía bajo la cama porque creía que era algo
monstruoso, maligno, y corría hacia el fondo de la casa mientras
la familia reía de su miedo y el tren más ruidoso que
nunca y él con más miedo que nunca mientras el tren
pasaba exactamente en frente de la casa y su abuela se
levantaba y lo iba a traer, a sacarlo de donde se hallaba.
—Es el tren solamente, no hace nada. El tren esun dragón encantado que te llevará sobre sus
alas.
Y se lo ponía sobre los hombros, unos hombros muy anchos y muy fuertes, y venían los otros
muchachos, los hijos de los dueños de
la casa para ver el tren que ya no se veía, sólo
el humo, y sentía todavía algo caliente bajo sus pies,
y un poco de humo, una columna de humo
disolviéndose, borrándose a lo lejos.
El tren se acercaba ahora más que nunca pero aunasí no podía verlo desde la ventana, sólo sentía
el ruido anunciando la llegada del tren
como el ruido de la tierra que se oye cuando viene un
terremoto, el traquetear de la tierra.
La muchacha seguía desnuda y él la miraba desde la ventana y la vio más hermosa que nunca, medio
cubierta con las sábanas. Y él sabía que la estaba amando.
Pero no le gustaba verla dormida, ni a ella ni a su abuela, porque le parecía que no tenía ningún
contacto con ellas y se sentía solo.
No le gustaba versa su abuela cuando después de
comer, al mediodía, se iba a su cuarto
y se tendía en la cama con las piernas juntas, los
pies juntos y las manos sobre el pecho como esas estatuas
yacentes, de piedra, estatuas de reyes y reinas que él
había visto en los libros de cuentos y que más tarde
volvería a ver en sus viajes, las estatuas de reyes y reinas bajo el silencio de las grandes
catedrales.
Por eso se subía a la cama y comenzaba a
soplarle los cabellos a la abuela, que los
tenía bien largos y bien blancos, se los
soplaba hasta que ella despertaba, eso no le gustaba, que
despertara, pero tampoco le gustaba verla dormida porque
le parecía que se había muerto. Ella abría sus ojos
azules, descendía de ingleses, le dijo una vez,
pequeños ojos azules y lo acariciaba y lo besaba y lo
hacía dormir junto con ella. El tren se oía pero no pasaba.
En aquellos tiempos cuando la venta había sido buena y se había terminado temprano, aunque no
tuvieran nada especial que hacer por estos
lugares siempre venían aquí por donde pasaba el
tren, y antes de llegar ahí él se decía, le prometía
a su abuela que no correría, que no se escondería.
—Esta vez lo veré cara a cara y no correré. —No te debe dar miedo, es el tren solamente.
—Esta vez no correré, te lo prometo.
—Recuerda que sólo es el tren y que no hace nada.
Y se encaminaban hacia donde vivía la familia,
por estos alrededores, y él se
repetía tomado de la mano de ella: "No correré,
no correré, esta vez me quedaré pegado a la tierra y sabré cómo es él".
Pero cuando oía el ruido los pies le comenzaban a temblar y se soltaba de la mano de la abuela
para irse a esconder en algún lugar de
la casa.
La muchacha seguía durmiendo, la sábana se había deslizado hacia el suelo y limitaba su
desnudez. Se acercó a la muchacha y comenzó a
soplarle el rostro como hacía con su abuela,
ella medio abrió los ojos y siguió durmiendo. Se
sentó junto a ella, mirándola. Fue entonces cuando oyó más
cerca que nunca el ruido del tren, casi frente a la
puerta y corrió hacia la ventana. Pero no podía verlo, sólo
oírlo, todavía no pasaba ni aparecía, trataba de verlo
desde uno de los ángulos de la ventana haciendo
esfuerzos para mirarlo, pero no lo lograba, todavía estaba
fuera de su alcance.
Y luego regresaban a casa dando él saltos frente
a su abuela para hacerla
reír, haciéndole gracias y girando alrededor de ella
agarrándose a su vestido, como su bufón, para que ella
estuviera contenta y a veces ella se reía tanto que casi se
ahogaba de la risa, de la alegría de verlo a él
haciendo tantas tonterías en su honor, porque su abuela era lo que él más
amaba, era su reina, y él era su bufón que
la entretenía, que trataba de hacerla olvidar
lo duro y fatigoso de la tarde.
Y cuando regresaban ella se sentaba a descansar en su gran silla de madera que era como su
trono, una silla alta, labrada, con un
respaldar muy alto sobro el cual reclinaba su cabeza
y se dormía, y él no la despertaba, la dejaba dormir
sobre su trono mientras él se sentaba a sus pies,
meciéndola de vez en cuando, suavemente, moviendo las
curvas de la enorme silla, balanceándola suavemente.
Ahora creyó que el tren aparecía, que veía su
rostro, el rostro que tanto le había
asustado en su niñez, sin verlo, pero el tren no
pasaba todavía, sólo podía oír el ruido.
Y cuando él había retornado de su viaje la
encontró muy enferma, envejecida, en tres años había cambiado tanto, pero siempre conservaba una especie de
energía que él no sabía de dónde le venía,
tal vez le venía de su amor hacia él, ese amor
que la mantuvo durante tres años esperando su regreso,
pero ahora que estaba ahí con ella no lo reconocía,
y él era un extranjero, uno más que vivía en la casa,
pero siempre que él platicaba recordándole lo del tren,
ella como que reía, como que recordaba y decía una que
otra palabra, pero de pronto se quedaba envuelta en su
silencio, un silencio del cual él no la podía volver a
sacar.
—Se enfermó a los pocos meses que te fuiste —le dijeron, pero nadie le escribió nunca sobre la
enfermedad de su gran abuela, sólo le
contaron eso cuando estaba a punto de regresar y ella
se había recobrado un poco de la enfermedad.
Algunas veces cuando hablaba la oía decir que él
se había muerto, y él trataba de convencerla de
que había regresado y que estaba ahí,
junto a ella para siempre, para no salir más de
viaje, que ahí estaba él meciéndola suavemente
mientras ella se sentaba en su silla de madera, labrada,
pero todo era inútil, ella no lo reconocía aunque murmuraba:
—No sé por qué te quiero tanto, como quise al otro muchacho que se fue y que está muerto.
Y él se sentía culpable de la locura de su gran
abuela, de que estuviera loca, loca como Mag,
Mag, Mag, y el hombrecillo cabeza abajo
mirando a Mag, y él mirando a su abuela caminando
por los pasillos, viéndola a través de la ventana de
su cuarto, apoyada en su bastón, ya anciana. Y él se
sentía culpable de todo eso y pensaba que si no hubiera
hecho ese viaje ella sería como siempre, llena de
vida y alegría, y si no hubiera sido por ella él no
hubiera regresado y ahora estaría más lejos que nunca.
Fue entonces cuando pudo ver el tren surgiendo de la nada, majestuoso, como un rey en el exilio
que hiciera su entrada triunfal,
desfilando ante sus ojos, primero la máquina negra,
echando humo, como un dragón encantado, como le había
dicho su abuela, moviéndose toda la máquina, todos los
engranajes, como un cuerpo de atleta que estuviera
moviendo todos sus músculos, la máquina avanzando, como
desperezándose, como despertando, traqueteando.
Primero fue la máquina y luego comenzaron a pasar los
carros, los vagones de primera con los rostros de
pasajeros pegados a las ventanillas, y luego los vagones de
segunda y tercera clase, y luego los últimos vagones, los
que no llevaban ventanilla ni nada, sólo hombres subidos a ellos, con los pies
colgando, colgantes, la camisa
desabrochada, riéndose, moviendo las manos,
gesticulando, moviendo las piernas, balanceándose en el aire
al compás del ruido de la locomotora que arrastraba todos
los vagones y todos los hombres que iban en los
vagones, y una estela de humo en todo el cielo, una
estela que tomaba toda clase de formas por el viento, que
se alargaba y pasaba por sobre la cabeza de los hombres y
el tren que seguía pasando. Pero no era éste el tren
que él nunca había visto cara a cara, ni estos los
hombres que iban en aquellos tiempos sobre los vagones del
tren, porque todo había cambiado: su abuela, estos
alrededores, la locomotora, todo el tren, pero era un tren que
corría sobre todos los caminos recogiendo gente de todas
partes, en todas las estaciones, un tren que casi no
se detenía en ninguna estación, sin horario, un dragón
encantado llevándonos a todos sobre su alas, hacia un
país que nadie conoce, un tren que no se sabía cuándo pasaría, pero que todos
tenían que tomarlo, un tren en el cual
viajaría alguna vez su gran abuela recostada
sobre uno de los asientos, su nuevo trono, con su cabeza
alta, con su moña que se hacía enrollándose su largo pelo blanco, el tren en el
cual iría su abuela, majestuosa como si no se
hubiera muerto, y en el cual viajaría él
también, el inmenso tren que lo llevaría a
algún lugar, el último tren que tomaría algún día con su
abuela, en el que viajarían juntos por última vez, tomados de la mano, el
último tren que pasaba sin cesar.
Marzo, 1968
EL SOLIATARIO
—No crea que no he pensado en el suicidio como un medio de poner fin a mi soledad y
aburrimiento, —comienza por decirme este joven
escritor a quien he conocido en esta lejana aldea.
—Pero después de todo, añadió, soy tal vez un
poco religioso y me atemoriza pensar en
lo que puede haber más allá.
—Desde muy joven, siguió diciendo, me asquearon y repugnaron todas las personas y todas las
cosas. Siempre fui un extranjero en mi
propio país. Las personas a las que tenía obligadamente
que ver me daban náuseas. Pero por desgracia tenía
que soportarlas, conversar y discutir sobre cosas por
las cuales no sentía el menor interés. Durante ocho
horas tenía que vivir con mis semejantes, pero terminado
el trabajo diario me refugiaba en mi soledad, en mi
cuarto, donde podía vivir, pensar, respirar algo que no fuera
estupidez o maldad.
—Desde que el hombre cometió el primer pecado y
dejó de ser ángel, continúa, lo único que hace es torturar al hombre. Si usted lee la historia de la
humanidad se dará cuenta de que toda ella
es una historia de imbecilidad y degradación. El
hombre tiene muy pocas cosas por las cuales se pueda
sentir orgulloso, sus grandes ciudades están construidas
con barro y con sangre, y del barro nacerá la destrucción
y de la sangre la venganza.
Lo único de valor en la vida, lo único noble, lo
hacen los santos y los locos. Todo lo
demás lleva el signo de esos seres repugnantes que
son los normales: avaricia, lujuria, ira, gula. Si el
santo practica en grado heroico la caridad, los normales
también en grado heroico practican todo lo bajo e
innoble que hay en el hombre.
Este joven escritor me parece un hombre completamente calmo, dueño de sí mismo, y sin embargo, infinitamente solo. Habla despacio, sin casi hacer
ningún gesto.
—No le puedo decir cuándo exactamente comencé a detestar a los hombres y a las cosas. Ver un
rostro humano me producía vómitos, oír
sus voces me enfermaba. Por eso decidí huir de
ellos, para protegerme. A mí se me tiene por un hombre bueno. La gente que vive
en este lugar me tiene incluso por santo. Muy pocas
veces salgo de casa y sólo una señora
viene los fines de semana para hacer la
limpieza. Yo mismo me hago la comida, bien sencilla.
Leo, escribo. Logré descubrir este refugio y aquí espero
morir.
Es un cuarto pequeño, la celda de un monje. Hay unos árboles cercanos a la casa y una ventana.
Sobre la mesa hay libros, papeles.
—Todas las ciudades me aburren. Todos los espectáculos
son lo mismo. Todas las personas dicen siempre las
mismas cosas, repiten lo mismo que han venido diciendo
desde el principio del mundo y todas creen estar haciendo
y diciendo cosas originales, todos creen ser interesantes, geniales. Todas
estas personas se visten del mismo modo, comen y
defecan del mismo modo, odian de la misma manera
y lo que es peor, hacen el amor exactamente igual,
sin añadir nada nuevo al acto sexual. Con cada mujer que
uno se acuesta se ven, sienten, los mismos
senos, el mismo pubis, el mismo rostro y las mismas
escaramuzas de antes, en y después del acto. Incluso las
posiciones han sido agotadas. Es como poner un disco donde
todo es automático: la aguja cae, se oye la música y la
aguja se vuelve a retirar. El amor se ha convertido
en algo mecánico, frío.
Es una aldea apacible, la pintura de algún
flamenco. Campesinos que se levantan con el
sol y regresan con la tarde.
El joven continúa.
—He probado todos los vicios y todas las
virtudes. He querido ser un demonio y un
santo. Ningún vicio me es ajeno. Conozco
todas las drogas y placeres. He buscado las mayores
emociones en mi vida. He jugado a la ruleta rusa cienes de
veces. Conozco a todos esos hombres que se llaman
originales y a todas las mujeres exóticas, ardientes, los primeros me
aburrieron con sus estupideces y con las
mujeres me encontré que una estatua de hielo me
hubiera proporcionado más placer que todas ellas juntas.
Inventé nuevos pecados, me he degradado como nadie antes
lo había hecho. Conozco todas las formas de lujuria, todos los vicios. En aquel
tiempo, el infierno, comparado con mi corazón,
era un fresco retiro marino. Recuerdo un
Viernes Santo, a las tres de la tarde fui a un leprocomio y como Jesús, lavé los pies a doce de los enfermos, a los más
apestados. Le besé las llagas, con mis
propias manos puse bálsamo sobre sus heridas, en sus
rostros carcomidos por la lepra. Nueve horas después asistía a una bacanal y
celebraba Misa Negra sobre el cuerpo de una mujer desnuda en medio de aullidos infernales de una sociedad secreta cuyo fin era asesinar a Dios.
A través de la ventana, apenas entreabierta, se
puede ver a los labradores que retornan
del campo empujados por la tarde, y por la
alegría de los niños y mujeres que caminan junto a ellos. Las
palabras del joven caen lentamente.
—Pero después de querer convertirme en un Satán Viviente, quise ser un Dios Viviente, quise ser
perfecto como sólo Él es perfecto.
Si antes conocí todos los placeres, ahora
empecé a flagelarme, ayunar. Durante tres años viví en
el desierto. Me torturé. Sometí mi cuerpo y mi
espíritu a grandes sacrificios. Sólo vivía con el pensamiento en Él. Sólo Él me confortaba. Al recordar su pasión lloraba
como debe haber llorado la Virgen. Una
corona de espinas aprisionaba mi cabeza. Casi no
comía. Durante tres años viví alejado de los
hombres, olvidé sus rostros y sus palabras. Dormía en el
suelo. Muchas veces no tenía una piedra sobre la
cual reclinar mi cabeza. Las fieras eran mis solos
compañeros. Luego una noche me di cuenta que mis ayunos
y sacrificios no eran suficientes y que si
verdaderamente quería ser santo, tenía que ser como Él, hacer como Él había
hecho, vivir entre los hombres que es el
mayor tormento que se le puede dar al hombre que desea ser santo.
Ahora se oye el canto de los labradores y se
siente el olor de la tierra.
—No crea que Cristo tuvo los mayores sufrimientos en la Cruz, no, los tuvo mientras hablaba con
Pedro, con Mateo, mientras los oía discutir sobre quién sería el primero.
El joven guarda silencio. Sólo se oye el ruido
de la tarde que cae y el ruido del viento.
—Y regresé de nuevo al mundo, y estuve entre ellos, pero sin ser uno de ellos. Todos
comenzaron a buscarme como si yo fuera un Dios
que pudiera hacer milagros. Todos me consideraban
un guía, un confesor, un maestro. Un señor venía
a mí todos los días a decirme que su mujer lo
engañaba, que lo depreciaba que le decía todas las
noches: "Voy donde mi amante, vengo de donde mi amante,
esta noche, dormiré con mi amante". El viejo
imbécil no tenía fuerza necesaria ni para dejarla, ni
el valor suficiente para matarlos. Otra señora me hablaba de
su hijo. Tenía nueve años y ya era un pervertido
sexual, degenerado en la mente y en el cuerpo.
Yo siento que el joven sufre terriblemente con
todos estos recuerdos.
—Todos creían que yo podía hacer milagros: convertir el cuerpo lujurioso de la mujer, la mente
pervertida del muchacho. No querían
palabras ni consuelos, querían hechos. Una vez
fui amenazado de muerte, otra vez, mientras regresaba
de visitar a un enfermo fui vapuleado por tres o
cuatro matones, otra vez un grupo de mujeres me persiguió
con palos y piedras porque querían que resucitara a
un niño que acababa de morir. Otra vez se me llevó a la
policía acusado de amotinar al pueblo. Fuera de esto
cargaban sobre mí los dolores y las enfermedades de
todos, no había ninguna persona a la que no llevara ningún consuelo, algo de
comer: pan, vino. Pero la gente nunca estaba
satisfecha. Cuando hacía un largo
viaje para visitar a un enfermo tenía miedo
de caer en manos de mis enemigos, de los falsos amigos, de los falsos hermanos. Un periódico comenzó a llamarme impostor y dijo que yo me enriquecía con el dolor del pueblo, y sin embargo yo
nunca pedí nada, siempre aceptaba lo
que ellos querían y podían darme. Vivía sólo para mis pobres. Pero me cansé de la maldad del hombre y una noche abandoné mi deseo de ser santo, como antes había abandonado el deseo de ser demonio y decidí llevar una vida
solitaria, aislada. Sin ningún deseo,
sin hacer ni pensar nada porque en
eso está la verdadera sabiduría y la verdadera santidad. Pero siempre había
alguien que descubriría mi refugio, a
veces un periodista, otras veces una
señora, una muchacha. Nunca podía estar solo. Cambiaba constantemente de lugar pero siempre había alguien esperándome o encontrándome.
Poco a poco penetra el silencio en la aldea. Las luces comienzan a encenderse. El trabajo diario
termina.
—No crea que odio al hombre, no tengo fuerzas ni
siquiera para eso, el hombre me es ya completamente indiferente. Y no odio ni amo, agoté mi corazón
en el odio y en el amor, para volver a
sentir una nueva emoción tendría que nacer de
nuevo y eso es imposible. La maldad del hombre y sus
sufrimientos no me interesan ni preocupan. Una vez vino un Hombre-Dios para
salvarlos y los hombres no lo conocieron.
Como Jeremías que se lamentaba al Señor de no
haberlo hecho morir en el seno materno, de modo que
la madre hubiera sido el sepulcro conservando
eterna su preñez, yo también me lamento de haber nacido y pido todos los días
la muerte, pero el Señor quiere que sufra un
poco más para purificarme y me condena a
seguir viviendo. Ningún rostro me puede dar ninguna
alegría o tristeza. Ninguna palabra puede entusiasmarme. Ahora lo único que
trato es defender este refugio que descubrí en esta
aldea.
Con lágrimas en los ojos el joven me dice ya
para despedirme:
—Le ruego con humildad que no revele a nadie este lugar en que me encuentro. Es lo único que me queda.
Marzo, 1963
EL JUBILADO
Se dio cuenta que él deseaba hablarle de algo
pero no trató de forzarlo a decir su
secreto. Comían. Una escena que se había venido
repitiendo desde hacía más de treinta años, monótona desde hacía más de treinta
años, porque al principio todo era diferente,
todo nuevo, pero no ahora.
Se dio cuenta que él deseaba hablarle de algo
pero lo dejó poner el vaso sobre la
mesa, lo dejó beber lentamente, sorbo a sorbo,
casi paladeando, siempre hacía esto cuando tenía
que decirle algo que él creía que era importante, beber
sorbo a sorbo, lo dejó acomodar el tenedor a la par
del cuchillo y la cuchara como un niño que estuviera
alineando soldaditos de plomo y lo dejó que los pusiera
sobre el plato y esperó que encendiera el cigarrillo.
No quería obligarlo a revelar su secreto, quería
que cuando se sintiera seguro de sí
mismo comenzara a hablar.
Le miraba las manos, los dedos sostener el cigarrillo,
lo miraba mirar el humo del cigarrillo mientras ella
abría la paja y dejaba correr el agua, mientras enjabonaba los platos y el agua se hacía más y más espumosa.
Quería dejarlo hablar. Le pasó el plato y el
cuchillo y el tenedor y la cuchara y se levantó y fue hacia ella.
—Me jubilan dentro de dos meses.
Esperó que diera muestras de alegría, que lo felicitara, que se lanzara sobre él y lo abrazara,
los brazos rodeándole el cuello,
levantándose ella del suelo, agarrándose, sosteniéndose de
su cuello como antes, pero no hubo nada de eso.
—La Junta Directiva estudió mi caso y me ha jubilado con goce de medio sueldo y medalla por
los años de servicios prestados.
Lo miró sin decir nada, "Goce de medio
sueldo y medalla por los años de servicios prestados". Treinta años trabajando en el Banco, usado como una
máquina, convertido en una columna de
número, en un autómata poniéndose la corbata todos
los días a las siete y media de la mañana y su camisa
manga larga, blanca, porque así tenía que llegar,
despersonalizado, deshumanizado, una pieza pequeñísima
dentro del inmenso engranaje, y ahora, ni siquiera un puesto importante, no, un
empleado de tercera o cuarta clase en una
sucursal de Banco, eso era todo, no viajes,
ni conocer países ni museos, ni vestirse elegantemente
por las noches para ir al teatro y a la ópera como él le
había dicho, no, nada de eso.
Sentado de nuevo, fumando lentamente y ella de pie, un poco detrás de él, le pareció un hombre
completamente derrotado, un fracaso
de hombre, no era esto lo que ella esperaba, lo
que se le prometió, lo que se la hizo soñar y desear
cuando se encontraron por primera vez, él, un estudiante de
Filosofía y Letras seguro de sí mismo, hablándole toda
la noche, amándola,
y ya contigo, tierna es la noche
y luego de pronto el gran cambio, algo sucedió
que ella nunca supo lo que había sido,
él no siguió la carrera,dijo que no podía seguir
los cursos por la noche, que mejor dedicaba todo su
tiempo al Banco y que entonces podría ser ascendido,
promovido más rápidamente. Eso le dijo. Ella quería que él continuara
estudiando, que terminara la carrera, que hiciera
lo que ella sabía que él deseaba hacer: dar
clases en la Universidad y luego viajar, no lo quería
siempre en el Banco, sabía que eso era algo transitorio que
el Banco no le interesaba.
—Si dedico todo mi tiempo al Banco seré jefe de sección, los jefes ganan bien y viajan mucho. Tú
irás conmigo.
Pero nunca realizaron esos viajes, nunca
ascendió, siempre permaneció en el mismo
puesto donde ella lo había conocido, pero ahora
sin sueños, sin ilusiones. Nadie podía culparla, al
contrario, ella lo animó siempre para que siguiera y terminara la carrera,
hasta ambiciosa la llamaron los amigos de él, que
no lo comprendía, eso dijeron, pero no fue por ella
que sucedió todo esto, ella se habría acomodado
a todo, a su trabajo en el Banco o la Universidad si
hubiera tenido a su lado a un hombre deseando hacerse
un lugar cerca del sol.
De vez en cuando le volvía a hablar de los
viajes que iba a realizar, de ir a los
mejores restaurantes y tomarse fotografías en los
parques y en las avenidas de todos los países, pero ella
no creía más en nada de eso, sabía que todo había
terminado: de la casa al Banco y del Banco a la casa y
escuchar un mediocre programa de radio, o tal vez ir al cine, sobre todo los
fines de semana, él y ella y los cinco hijos, una mujer cargada de hijos con un
hombre que pudo llegar a ser algo.
Durante más de treinta años llegar a las seis o
seis y media y algunas veces a las
ocho, a las nueve, los fines de mes, cuando se
trabajaban horas extras que no se las pagaban, y en esas
noches mientras lo esperaba,lo veía sobre los libros
y las máquinas calculadoras haciendo cuentas,
revisando columnas y más columnas de números y tomando su
taza de café negro y su sándwich que el Banco generosamente, sin costo alguno, proporcionaba a sus empleados durante esas
noches.
Sentado de nuevo, fumaba tratando de darse
ánimos, pero sabía que la había
traicionado, que todos estos años junto a ella eran
años de traición, que nunca realizó lo que le había prometido.
Él se presentó como un mago, como un hacedor de sueños
y milagros prometiéndole cosas maravillosas,
hablándole como nunca antes había oído hablar a nadie, hasta
del Banco le hablaba despectivamente, se burlaba del
Banco, decía que eso era algo transitorio, un
trabajo de paso, que luego daría clases en la Universidad,
pero el Banco era una buena experiencia después de
todo, un año, dos años, eso era suficiente, pero no
fue un año, ni dos, ni tres, sino toda una vida. Él sabía que
la había traicionado.
—No está mal la jubilación, hemos ahorrado unpoco y con lo que me den podemos vivir
decentemente.
"Con lo que me den", hasta en el modo
de hablar había cambiado, "con lo que
me den" como si fuera una limosna, como si no
tuviera derecho a ello, como si con eso pudieran
pagarle todo lo que él había dado al Banco, no tan sólo la
vida de él sino la vida y las ilusiones de ella, en otros
tiempos no hubiera hablado así, "con lo que me
den" como si le estuvieran dando una limosna.
—Podríamos tomar unas vacaciones, pasar un mes o dos fuera de la ciudad, en el mar o la
montaña, donde tú quieras, a ti siempre te
gustó el mar más que la montaña, iremos al mar,
donde tú quieras, los hijos ya están grandes y podemos
dedicarnos a nosotros.
Trataba de excusarse, de hacer que ella olvidara
la traición. Apagó el cigarrillo y se quedó
sentado, las manos enlazadas descansando sobre
la mesa, sobándose los dedos los unos con los
otros, restregándoselos. Un fracaso de hombre.
Y cuando salió de la Universidad ya no le habló de dar clase, sino de las promociones y
jubilaciones y viajes de los jefes, de lo fácil que era hacer conexiones y contactos y llegar a ser importante, "jefe
de sección" y ella al principio lo oía con
entusiasmo, de la misma manera que lo escuchaba
cuando le hablaba de la Universidad y de las clases y
cursos especiales que daría. Pero luego fue
descubriendo que nunca se realizarían los sueños, y él también
fue vencido por la rutina, por el diario, monótono trabajo
del Banco, y no hubo conexiones ni contactos, ni
llegar a ser un hombre importante, "jefe de
sección", sino un hombre frustrado, acabado.
—Tenemos algunos años por delante, podemos gozar un poco, descansar, la vida siempre nos ofrece
algo nuevo.
"Algo nuevo", en más de treinta años
nada era nuevo, y ahora él pensaba hacer
"algo nuevo" cuando todo había terminado.
Continuaba sentado, dándole la espalda mientras enjabonaba platos, cucharas. Ni siquiera le
hacía ya el amor, después del último hijo ni
siquiera eso, hacerle el amor, sino llegar del
Banco y comer con la corbata puesta, sin tomar un baño
como lo hacía al principio, tomar el baño y luego
bajar al comedor y abrazarla por la cintura y decir:
—Comeremos y luego iremos al cine.
Aunque fuera un cine cualquiera, un restaurante
cualquiera, barato, pero siempre
buscando hacer cosas y a ella no le importaba dónde iban con tal de estar
junto a él, pero ahora llegaba y apenas
saludaba, lo veía cansado, derrotado.
—¿Qué ha habido de nuevo?
Una pregunta de rutina o:
—Tenemos que cambiar las cortinas de la sala. Un comentario que siempre se lo oía para
terminar diciendo que tenía hambre y
sentarse a comer y luego el radio y leer el periódico
comprado a la salida del Banco, en la esquina del
Banco, y ella levantarse y limpiar la mesa y esperar
que terminara la noche, irse los dos al cuarto y
dormirse sin hacerse ni decirse nada.
Seguía restregándose los dedos, sobándoselos,
abriendo las palmas de la mano y
juntándolas de nuevo, mientras ella metía los
platos en la espuma, los perdía en la espuma, les echaba agua
y los secaba.
—Mañana tendré que levantarme un poco más temprano, el jefe va de viaje y todos los de la
sección tenemos que ir al aeropuerto para
despedirlo.
Eso era y fue su vida: ir al aeropuerto a dejar al jefe, ir al aeropuerto a traer al jefe, y las
espontáneas cuotas para celebrar el
cumpleaños del jefe, cuotas sacadas del exiguo
presupuesto y regalos para el jefe, y nunca un aumento, una
promoción, un viaje.
Se levantó y pasó a la sala mientras ella
continuaba metiendo los platos en la espuma,
perdiéndolos en la espuma, para luego echarles
agua y secarlos.
Lo oyó sentarse en el sillón y prender el radio.
Y después leería el periódico sin comentar nada con
ella, pausadamente, metódicamente, para irse, para subir la escalera que lo llevaría al cuarto donde ella lo
seguiría poco después. Secó el último
plato y se limpió las manos y comenzó a disponer
tazas, cucharas, cuchillos sobre la mesa.
Abril, 1968
EL VIAJERO
Casi de rodillas el viajero bebió agua del río,
luego se levantó y se reclinó sobre el
árbol. En el azul un ave blanca le llamó la
atención, parecía suspendida en el espacio, una lámpara
ardiendo ante el altar del sacrificio, suspendida en el espacio
como si el tiempo se hubiera detenido, como si el
séptimo sello se hubiera abierto y se hubiera hecho un gran
silencio así en el cielo como en la tierra. Se agachó y
tomó una piedra, la sopesó y la tiró al aire y dejó
que cayera sobre palma de la mano y cerró con fuerza
la mano sintiendo las punzantes aristas y abrió la
mano y tiró de nuevo la piedra al aire sopesándola
siempre, tirándola al aire y dejándola caer y cerrando la mano.
Guardó la piedra y comenzó de nuevo a caminar. El
ave seguía ahí, inmóvil.
Había conocido ciudades, ciudades que perdieron
su nombre, restos de ciudades, y luego las ciudades que se construían en el mundo nuevo o nuevo mundo: de
vidrio, porcelana, hierro, cemento. Las
ciudades cambiaban pero no la gente que vivía en ellas, toda la gente con
rostros como de cera, sin hablarse los
unos con los otros, sin decir palabra a nadie.
Iban a su trabajo, subían, descendían por los ascensores,
caminaban por los pasillos, abrían cerraban puertas,
bajaban del autobús, del taxi, del metro, los veía comer
en los restaurantes a través de los vidrios, entrar en
los teatros y los cines sin hablar,sin decirse nada. Se
levantaban por la mañana el amante y la amante y el esposo y
la esposa después de hacerse el amor, y se vestían sin
hablarse y se iban, se separaban el uno del otro, cerraban la puerta y todo
terminaba. La puerta cerrada y el corazón
cerrado.
Y él nunca podía establecer comunicación con ninguno de ellos, lo quedaban viendo y le daban la
espalda, se alejaban casi huyendo.
—¿Cómo se llama esta ciudad? —Así comenzaba queriendo entrar en contacto. No había respuesta.
—¿Dónde hay un lugar para dormir, un hotel, un parque, una plaza? —nadie le hacía caso—.
Una vez detuvo a un hombre.
—He caminado mucho, estoy cansado, dónde puedo encontrar a Alguien, Alguien que me dé noticias
del lugar en que me encuentro, me
siento perdido.
Pero el hombre lo miraba sin responderle. El
viajero lo tomó con desesperación de la camisa.
—Necesito hablar con Alguien —gimió, pero el
otro se separó violentamente y lo dejó
en medio de la calle.
Eso le sucedía siempre, nadie le daba razón de
nada, huían, desaparecían. En todas partes lo mismo, corriendo como loco a la carretera, le era difícil
encontrar la salida de la ciudad o del pueblo
porque no había rótulos ni señales que le indicaran el
camino, pero por fin encontraba una salida y se ponía
a detener a todo vehículo para que lo llevara a
alguna ciudad. Los camioneros se detenían junto a él.
—¿Qué rumbo lleva? —No le contestaban, pero él se subía, y comenzaba a conversar, trataba de
ser amable.
—Hace mucho frío esta mañana, ¿quiere un poco de vino?
Sacaba una botella pero el otro no le contestaba
ni lo volvía a ver, seguía manejando con la
vista fija corno si nadie estuviera a su
lado, y el viajero le ponía delante la botella para que la viera, le tocaba el
hombro con la botella, pero todo era
inútil. El viajero se resignaba al silencio.
Pasaban pueblos, grandes catedrales blancas, iglesias, ríos, subían y descendían curvas.
—¿Cómo se llama esa montaña?
—¿Hacia dónde va ese río?
Pero nunca obtenía respuestas, ni siquiera un
movimiento de cabeza, alguna señal
que le indicara que el otro lo escuchaba. El viajero detenía al conductor en cualquier sitio, en una encrucijada, en un
pueblo o en alguna gran ciudad y el camión se
detenía y él se bajaba.
—Muchas gracias, amigo, muchas gracias.
Pero el camión arrancaba y el conductor no decía
palabra.
Sentado, descansaba ahora sobre la piedra u
orilla del camino y recordaba el ave
blanca, inmóvil. Se levantó decidido y comenzó
a hacer señales a los vehículos que iban por la
carretera.
Un auto se detuvo.
—¿Qué dirección lleva?
El otro permanecía sentado sin mirarlo y el
viajero se subió y cerró la puerta.
El auto partió rápidamente.
—Me gusta tener la experiencia de lo desconocido,
comenzó diciendo, a uno le suceden tantas cosas
cuando viaja, uno se vuelve más humano
con los viajes y la gente que se encuentra. He
aprendido mucho, ahora comprendo cosas que antes me
eran difíciles de aceptar. Su país es muy bello, me
encanta. Me gustaría vivirsiempre aquí, pero yo amo
los viajes, soy una especie de Ulises, usted sabe, el
que anduvo errante más de diez años de isla en isla.
—Bájeme aquí —dijo de pronto—. Estaban junto a una esquina en donde había gente formando un
círculo. El otro continuó sin detenerse.
—Bájeme aquí —gritó—.
El otro obedeció.
—Gracias.
Cuando dijo "gracias" el otro ya había
partido. Tuvo que caminar para llegar
donde se hallaba la gente.
Eran más de cuarenta, tal vez cincuenta. Todos formando un círculo alrededor de algo. Se
aproximó, se abrió paso.
En el suelo, jadeando, moviéndose, gimiendo, un hombre muriéndose.
—Se está muriendo —gritó—.
—Se está muriendo —volvió a gritar—.
Nadie se movió del círculo. El hombre continuaba
en el suelo.
El viajero se arrodilló y le limpió el sudor de
la frente.
Arrodillado, el viajero miraba a la gente y la
gente le pareció mucho más alta ahora,
gigantesca, como un enorme edificio a punto de
caerle encima.
—Se muere.
—¿No hay un médico entre ustedes?
No se movían. El viajero se levantó y comenzó a recorrer el círculo, a golpear con sus puños el
pecho de la gente.
—Hagan algo.
Los otros parecían no sentir los golpes que él
daba contra sus pechos ni parecían
oírlo.
—Ayúdenme a moverlo.
—El teléfono, ¿dónde hay un teléfono?, hay que llamar un médico.
El hombre se moría y el círculo lo miraba
morirse. El viajero se arrodilló de nuevo.
—Ya vengo.
Se abrió paso entre la gente y comenzó a gritar
en plena calle.
—Un hombre se está muriendo, hagan algo. Detuvo a uno que vestía todo de blanco.
—¿Es usted médico. Alguien lo necesita cerca de aquí, se está muriendo y nadie lo quiere ayudar.
El otro lo miró con odio y lo empujó y siguió su
camino.
Detuvo a uno que vestía todo de negro pero éste pasó de largo.
El viajero entró a una tienda, tomó a una mujer
por el brazo.
—Necesito ayuda, usted, venga conmigo, hay un hombre que se muere, venga.
La dependienta lo miró con desprecio y se deshizo
de él.
Salió de la tienda, un auto casi lo atropella.
Azorado recorría las calles gritando.
—Un hombre se muere, ayúdenlo.
Todos continuaban su camino como si nada estuviera sucediendo, como si la muerte de un hombre
no significara nada. Cuando llegó al lugar, la
esquina estaba desolada, sólo el hombre en el
suelo, sin moverse. Creyó descubrir en el rostro una mueca de desprecio y de odio.
Salió como loco buscando una salida, quería abandonar la ciudad, corrió y corrió hasta que logró
salir a la carretera, ahí se detuvo,
jadeando. Se sentó en una piedra y se puso a
descansar. Los vehículos pasaban junto a él pero no los
detenía, no hacía ningún intento de levantarse. Continuaba
sentado sobre la piedra.
Y de pronto se dio cuenta que tenía muchos años de andar dando vueltas por el mundo y le
entraron deseos irresistibles de volver al
lugar de donde venía, pero —¿de dónde venía?—. Y
se dio cuenta de otra cosa, que tenía años y
años de no poder hablar con nadie, que desde que había
salido no había cambiado palabra con nadie y que
él mismo iba perdiendo poco a poco la palabra, que su
lenguaje se empobrecía, que había ciertas cosas,
ciertos sentimientos que no sabía cómo expresarlos. Le entraron grandes deseos
de ver a su gente, a su padre y a su
hermano, pero —¿quiénes eran ellos?, todos los
hombres eran su padre y su hermano, y quiso oír palabra
humana, en cualquier idioma, aunque no lo comprendiera,
pero quería oír algo humano.
Un camión se detuvo, se subió y se sentó junto al
conductor. El viajero pensaba en el ave blanca
suspendida en el cielo como una
lámpara con llama blanca, de fuego blanco. Se metió
las manos en el bolsillo y sintió la piedra, las
aristas duras, punzantes, puntiagudas, y apretó la piedra contra
la mano, la mano y la piedra dentro del bolsillo y
sintió dolor, y la apretó más todavía, y sintió que el dolor lo
hacía vivir. Cuando soltó la piedra y se vio la mano, la
palma de la mano le sangraba. Los autos se
deslizaban a su lado. Anochecía y comenzó a llover.
La lluvia desfiguraba los rostros más que nunca.
A través de los parabrisas veía los rostros
alargados, achatados, redondeados, como de cera,
como siendo estirados por manos invisibles.
Al llegar a una ciudad hizo señas al hombre que
se detuviera. El otro se detuvo.
—Gracias.
Comenzó a caminar por la ciudad, había cesado de
llover pero sentía el agua, las aceras húmedas.
Había gente en las calles. Se acercó a
un policía y pidió la dirección de un lugar
donde comer, pero el policía no contestó, le hizo señas con los brazos y las
manos que tenía hambre, pero el policía no
contestó, comenzó a revolcarse en el suelo y a
tocarse el estómago con las manos gritando:
—Hambre, hambre, hambre.
El policía se alejó del lugar.
Permaneció en el suelo como muerto. Pasaban a su lado evitándolo, quería conocer dónde se
hallaba, trataba de orientarse, de
encontrar alguna salida que lo llevara a algún lugar.
Entonces empezó a darse cuenta que todos los hombres tenían las mismas facciones, las del
policía, y que toda la ciudad estaba
envuelta en un gran silencio, que la gente se movía como
en cámara lenta, como en una película que se hubiera
tomado hacía muchísimo tiempo y que por lo mismo
los rostros aparecían desdibujados, gastados.
Sentados en las gradas de las casas vio hombres y mujeres como estatuas, sin hablar ni moverse,
sin que él pudiera descubrir nada que le diera a conocer si eran vecinos o familiares o amigos.
Seguía caminando. Cuerpos pasaban a su lado.
Al llegar a una esquina se encontró frente a una
gran plaza en construcción, se veía cubierta de
piedras y notó que se trabajaba
incesantemente para terminarla. En el centro de la plaza
se levantaba algo así como un entarimado o escenario
y todos dando vueltas alrededor del escenario.
Pensó que ese era el centro de la ciudad porque alrededor de la plaza estaban los cafés, los
teatros, los cines, los enormes anuncios
luminosos sobre los cuales nada podía leerse.
Sentía más hambre que nunca y empezó a recorrer
las aceras de la plaza, golpeaba en las puertas de los restaurantes pero las puertas permanecían
cerradas y la gente sentada dentro parecía no
oír los golpes ni ver el rostro del viajero a
través de los vidrios. El viajero golpeó con más
desesperación que nunca a la puerta de un
café pero nadie se daba cuenta de su presencia.
Se encaminó hacia el centro de la plaza, subió el
entarimado apoyándose en las manos y los pies y
gritó con todas sus fuerzas.
—Hambre, hambre, hambre.
Pero todos continuaban su camino y él los veía
salir de los teatros y los cines envueltos en sus impermeables y bufandas, envueltos como momias egipcias.
—Tutankamen,
Tutankamen, Tutankamenmaldito, maldito,
maldito.
—Tengo hambre —gritó—, y he pedido un poco de pan y un poco de agua y me han negado el pan y el
agua. He estado en medio de ustedes durante
muchos años y nadie me ha hablado ni
reconocido. Yo soy un hombre que piensa y que
siente, no soy una máquina como ustedes.
Soy un hombre libre que va donde quiere y hace lo que quiere.
La gente pasaba y repasaba y volvía a pasar.
Hizo un esfuerzo para recordar palabras, para
decir lo que quería.
—Pero ningún hombre es en sí mismo una isla, y
yo mismo, que no pertenezco a nada ni a nadie,
necesito de ustedes. Si me escucharan
sabrían que más allá del silencio hay mundos
maravillosos. Pero están metidos dentro de ustedes
mismos y no salen a ver el sol.
Dos o tres personas se detuvieron y se quedaron mirándolo. Más personas se detenían y se unían a
los primeros. Más personas pasaban y
se quedaban mirándolo.
—Yo soy más feliz que
ustedes y por eso me odian. Yo no vivo lleno de
temor, a mí no se me observa como si fuera una máquina
que tiene que rendir y producir.
Se movían sin cambiar de sitio, balanceándose, como el oleaje del mar que va y viene. Algunos
dieron pasos hacia el entarimado.
—Conozco el egoísmo de ustedes, lo vengo conociendo desde hace muchos años, ustedes no son
buenos, pero no los culpo, no digo que
son inocentes, sino que tienen la culpabilidad de la
máquina. Me odian. Desde que entré a este mundo
nuevo o nuevo mundo que ustedes están construyendo
comenzaron a odiarme, y me envidian, sobre todo
eso, me envidian porque no soy como ustedes, y me han
querido matar por el hambre y la sed y el silencio, pero
he sobrevivido, y ahora estoy más lleno de vida que nunca
porque los conozco y sé que son muy pobres, que
dentro de toda la riqueza que tienen, son pobres, vacíos,
huecos. No les tengo miedo porque nada pueden hacerme.
Avanzaron, algunos pusieron el pie sobre las primeras gradas y ahí se quedaron, dudosos,
vacilantes. Pero una mujer llevando un niño de
la mano rompió el grupo, se subió al entarimado y
sin que el viajero tuviera tiempo de
defenderse ni protegerse, le lanzó una piedra golpeándole la
frente.
El viajero cayó, y todos comenzaron a lapidarlo.
Los hombres y mujeres del grupo se
agachaban y tomando las piedras desperdigadas
en la plaza se las tiraban al viajero. Piedra sobre piedra. El viajero sangraba
de los pies a la cabeza. No se defendía,
los dejaba hacer. No dijo ninguna palabra más
desde que la primera piedra fue lanzada. Despedraban
la plaza, arrancaban piedras y las tiraban. A través de
la lluvia de piedras pudo ver el ave blanca, ardiendo. Y de
pronto el niño se separó de su madre y bajó las gradas
y arrancó con sus manos una piedra y se subió de nuevo. El viajero veía todo esto, el bajar y el subir del niño, y pudo ver
como en un sueño, al niño con la piedra y el
viajero se tendió de bruces sobre el
entarimado, mientras el niño le dejaba caer con todas sus pequeñas fuerzas, la
piedra.
El ave continuaba suspendida en el cielo, blanca,
ardiendo. Ni el viajero ni el ave se movían.
Comenzaron a bajar el entarimado. La mujer tomó al niño de la mano y descendieron las gradas.
Todos se bajaron y continuaron dando
vueltas alrededor de la plaza.
Junio, 1968
CUARTO DE
HOSPITAL
Estás solo y te vas a morir. El enfermo que
estaba a tu lado ya no se queja con ese
dolor angustiante que te penetraba, te taladraba
los oídos, ya no se quejará nunca más y tú podrás dormir
o al menos descansar. Y se arreglan, se cambian
las sábanas no sin cierta repugnancia, hasta dirías
que se alegran que se haya muerto "un enfermo tan
molesto" como dijo uno de los médicos.
Y la mujer que venía a verlo, gorda, con la cara grasienta que se sentaba apenas llegaba y
comenzaba a sobarlo y a limpiarlo con un
pañuelo, no volverá a llegar.
El de enfrente es un muchacho muy joven, a ese lo vienen a ver los viernes por la mañana porque
las visitas al hospital sólo se pueden
realizar dos veces por semana: los martes y
los viernes con un horario militar, de prisión: de
diez a una y de tres a cinco de la tarde.
—Es para que no se moleste mucho a los enfermos, los parientes y los amigos vienen a verlos,
conversan, ríen, el enfermo se emociona y
luego es muy difícil calmarlos, —explicó el director
cierta vez que algunos familiares protestaron por el
horario rígido del hospital—. Al muchacho lo llega a ver
una pareja de viejos, aunque hablan alto nunca
has podido saber lo quedicen, no es que te
interese, sino que no tienes nada que hacer a la hora que
llegan, por lo demás, a esa hora y a ese día las camas
están más vacías que de costumbre y los enfermos
tomando el sol esperan el almuerzo.
Los viejos se sientan uno a cada lado de la cama
y ríen mucho, sobre todo la mujer, pero el
muchacho siempre está serio.
Luego aparece la enfermera en la puerta, en el
centro del marco de la puerta y golpea las palmas de la mano, si no fuera por eso cualquiera diría
que es una estatua, sólo el movimiento de
las manos desprendiéndose de lo largo de todo el
cuerpo y dando ese sonido sordo, sería menos
doloroso el ruido de un timbre eléctrico, metálico, y no
esas manos frías, inhumanas.
—Queremos en cuanto nos sea posible conservar las enfermeras, no nos convertiremos como el
mundo de afuera en un mundo de máquinas,
—dijo el director en una fiesta del hospital, su
cumpleaños, si mal no recuerdas. Pero tú sigues
pensando que un timbre sería mejor que esa visión de la
enfermera que golpea con sus manos anunciando que
las visitas deben terminar, irse, que el enfermo debe
volver a su soledad. Estuviste a punto de insistir.
—Pero el timbre sería más práctico— "más
humano" eso es lo que querías decir, pero
casi te obligaron a decir:
—Pero el timbre sería más práctico y a las enfermeras siempre se las puede ocupar en algo.
El hizo entonces como que no te oía y dio la
vuelta. Siempre ha sido la misma mujer la
que aparece en el marco de la puerta exactamente
a la hora en que deben irse las visitas, no
recuerdas que alguna vez se haya demorado, llegado
tarde, que alguna vez haya dado un minuto más de la
hora señalada, avara del tiempo que no es suyo, no,
ahí está a la misma hora golpeando las manos,
desprendiéndolas de lo largo de todo el cuerpo. Siempre la
miras y la vuelves a mirar con la misma expresión de
doloroso asombro con que la miraste en la tarde de
tu ingreso al hospital.
Tienes seis meses de estar aquí, acostado en la misma cama aunque en diferente lugar, al
principio estabas al comienzo de la hilera, la
que empieza en la puerta por donde aparece la
enfermera y ahora estás en medio de la hilera o
casi en medio, no sabes por qué ni quién ordenó el
cambio, solamente te movieron sin darte ninguna explicación, aunque en realidad
este es un sitio mejor y no puedes
quejarte, ves el jardín y el sol te calienta un
poco más.
A ti nadie te llega a ver ni los martes ni los
viernes ni a ninguna hora. Sólo un médico
se aparece de vez en cuando acompañado de la enfermera que va a su lado como si fuera su sombra, sin hablar ni
hacer ningún comentario, pasando los dos
rápidamente, casi sin detenerse, como con miedo de
ser tocados, contaminados, haciendo el médico algún
comentario que se anota cuidadosamente.
—Cama número 32, un caso acabado, no hay que
perder tiempo con él.
—Cama número 45, no llegará a la noche, —pasando
de una cama a la otra, sin detenerse, hasta que
llegan donde estás tú, pero no te
engañan ni el médico ni la enfermera, ese médico con
su falso aire de interesarse en los pacientes, superficial, que entra y sale
rápidamente, que te dice:
—Lo encuentro un poco mejor. No debe agitarse, pero puede caminar por el jardín, reposo es lo
que usted necesita, dentro de poco
estará bien.
La voz del médico que parece grabada en una
cinta magnetofónica, que apenas llega
te toma el pulso y te hace abrir la boca y te
ve los ojos con una lamparilla que saca de su maletín.
—Lo encuentro un poco mejor.
Eso es todo lo que dice, lo que hace, como un autómata, para irse y volver después de diez o
doce días, uno nunca sabe cuándo
regresará para la próxima visita.
Pasa luego a otra cama y medio se vuelve a la enfermera diciendo como en un murmullo:
—Cama 57, lo noto un poco delgado pero está mejor.
Y la enfermera anotándolo todo y pasando los dos a otro paciente, casi sin verlo, sin mirarlo,
sin interesarse por él, fastidiados el
médico y la enfermera que terminan el recorrido y se
van, desaparecen sin dar tiempo a nada.
Sabes los nombres de todos los enfermos, los conoces a todos, los has visto a través de noches y
noches acostarse, echarse las sábanas y
moverse debajo de las sábanas como serpientes,
moverse sin poder dormir, moverse, tocarse,
levantarse para ir a los servicios y volver a meterse en la
cama, cubrirse con la sábana y continuar moviéndose como
serpientes, respirando pesadamente, sin poder
dormir, gritando, quejándose, esperando que llegue la
mañana.
Los conoces a todos, quién los llega a ver, qué tienen, cuánto tiempo han estado en el hospital,
hasta sabes, a quiénes, en una mañana
de tantas se le estará limpiando la cama,
cambiando sábanas, cobertores. Te has convertido en el
confesor y hermano de todos ellos. Te buscan, te hablan de
sus cosas.
Ese viejo que todos los martes por la tarde
recibe la visita de un muchacho, su
sobrino, que conversa con él y antes de partir le entrega una revista de
mujeres desnudas que el enfermo comenzará
a leer o más bien a ver después de la cena, a eso
de las ocho y que continuará viendo hasta que
apaguen las luces para levantarse el miércoles
por la mañana a seguir viéndola a lo largo de toda la
semana hasta que llegue el martes por la tarde en que el mismo muchacho, su
sobrino, le entregará antes de partir otra
revista de mujeres desnudas comprada a uno de
los tantos vendedores que han establecido su puesto
a dos cuadras del hospital: naipes de mujeres
desnudas, fotografías de hombres y mujeres, revistas, el
muchacho que se despedirá gentilmente de todos los
enfermos mientras el viejo coloca de la manera más
ceremoniosa la nueva revista sobre la mesita, al lado de
píldoras, pastillas, para comenzarla a leer o más bien a ver
después de la cena, a eso de las ocho y que continuará viendo hasta que apaguen
las luces para levantarse el miércoles por la
mañana a seguir viéndola, viéndola a lo largo de toda la semana, hasta que llegue el martes por la tarde en que el
mismo muchacho, su sobrino...
Son las dos de la tarde, el enfermo de tu
izquierda pondrá el radio como lo ha venido
haciendo desde hace seis meses y lo apagará
exactamente a las tres y cinco minutos, hora en que
termina el programa de música clásica y luego te
preguntará como siempre:
—¿Le gustó el programa?— o
—¿Le ha molestado la música?
Y te hablará durante diez minutos ni uno más ni uno menos sobre su familia. La historia de su
familia te la comenzó a contar desde el
primer día que llegaste y aún te la sigue contando
porque te la hace por entregas, comenzó hablando de
su abuelo y todavía sigue hablando de él, aunque
ahora comienza a decirte cómo encontró a su esposa, el
abuelo, y después de diez minutos de conversación o
de monólogo él también se callará, se apagará como la radio y se dormirá poniéndose un pañuelo sobre la cara y tú comenzarás a
mirar las camas, los pasillos, los
jarrones con sus flores muertas, los paquetes
sobre la mesa que han sido traídos durante el día o los días
a los noventa y tres pacientes, incluido tú mismo, que forman este pabellón de
hospital.
Este hospital con su jardinero gotoso que te
lleva flores y te pregunta sobre tu
familia y país pero que nunca queda satisfecho con
lo que le dices porque en realidad no le hablas ni le contestas nunca sobre lo
que te pregunta, por lo cual se
encoleriza a veces, pero siempre termina satisfecho
con la historia que le has inventado, con el cuento
de ese día y se va contento sin saber si lo que ha
oído es la verdad o la fantasía.
—La fantasía es a veces más verdadera que la realidad dice, y se marcha, ese jardinero gotoso
al cual le has tomado cariño y que se
despide de ti sin volver a ver, sin darse vuelta
una vez que te ha dicho.
—Buenas tardes— o
—Buenas noches.
Pero que tú sabes que lo primero que hace por
la mañana mientras trabaja en el jardín, es
levantar la cabeza y tratar de ver a través de
tu ventana si todavía estás ahí y se pone
contento, tú lo sabes, cuando descubre que no te has muerto
durante la noche, que la enfermera no está cambiando
sábanas, cobertores, almohadas, con repugnancia que
no trata de ocultar, preparando la cama para el próximo
paciente que sabe, igual que tú, que no saldrá vivo del
hospital. Estás solo y te vas a morir.
Julio, 1968
EL PASTOR
Yo nunca he sido un tipo muy religioso que
digamos, es decir, no soy un practicante,
por supuesto que me gusta visitar las viejas iglesias y sentarme en los bancos sobre todo cuando no hay nadie y ver y oír
celebrar alguna ceremonia y pasar la mano
sobre imágenes antiguas, Cristos de ojos redondos
y caras alargadas, macilentas, y de vez en
cuando pongo también algún disco de música religiosa que
inunda todo mi cuarto y casi todo el pueblo, pero no
soy, quede bien claro eso, lo que se llama un
practicante, o mejor dicho, antes lo era, casi fanático, ahora me
contento con escuchar los himnos o cantos religiosos
o pasearme dentro de las iglesias y catedrales con
las manos atrás, dando vueltas y mirando los vitrales, y
el sol hiriendo el rostro o el corazón de algún santo, pero no es de esto de lo
que quiero hablar, no de mí, sino del pastor que ha llegado al pueblo.
Llegó un martes o un miércoles, no sabría
decirlo. El pueblo en que vivo es pequeño y
no hay iglesia o templo en donde realizar un rezo y
los que son practicantes de alguna religión o
secta o como quieran ustedes llamarlo, tienen que
ir al pueblo más cercano para cumplir con sus
obligaciones de buen creyente.
Pero una cosa extraña sucede en el pueblo, es un
pueblo frío, apartados los unos de los otros,
casi no sehablan ni se visitan entre ellos,
viven aislados, cada uno en su mundo, guardando
su casa y se hablan casi por obligación, por
soportarse mejor y hacer un poco más llevadera la lentitud
del pueblo que parece que no cambia nunca, pero nada
más, no hay calor humano entre ellos.
Yo soy el único que ha tratado de hacer amigos y así he logrado, yo me atrevería a decir, la
amistad del panadero y del sastre, no es
mucho, pero puedo afirmar que los conozco bastante
bien y que son en el fondo muy buenas personas.
Muchas veces el aspecto exterior es un poco repelente, poco amable, pero cuando se tiene la
paciencia y el trabajo de hablar con ellos y
cuando uno mismo pierde esa sensación de hosquedad
que se había recibido desde el principio, uno cae en la
cuenta que no son tan hoscos como parecen. El sastre y
el panadero me han invitado a cenar en varias
ocasiones.
—Durante el día estamos muy ocupados y no podemos atenderlo como se merece —y agregan—:
Por eso- siempre lo invitamos a cenar, se habrá dado cuenta de eso —les contesto con una sonrisa
y con palabras sinceras—.
—Lo sé, yo también estoy ocupado a veces, además
la noche es más tranquila y se puede conversar
más largamente.
Cuando estuve enfermo, tanto la familia del
sastre como la del panadero llegaron a
verme y me llevaron frutas, pan caliente,
leche y mientras duró la enfermedad estuvieron pendientes de mi
salud, pasaban todos los días e incluso el sastre tuvo la amabilidad de
enviarme a uno de sus hijos, un mozalbete
de unos quince años, para que me hiciera
compañía.
Yo vivo solo, me gusta la vida vagabunda,
movermede un lugar a otro, hoy aquí,
mañana allá y así he conocido mucha gente y muchos
pueblos y en todos ellos he encontrado siempre una
especie de miedo. Hasta la manera cómo construyen
sus casas, son casas protegidas con altos muros que
no dejan ver nada, siempre con las puertas y ventanas
cerradas, con poca luz, casas que se aparecen a la
vista, sobre todo cuando se sube a la parte alta del
pueblo, como hombrecillos temerosos, distanciados y que sin
embargo quisieran entablar conversación.
Como digo, a mí me gusta viajar, poco equipaje, comiendo lo que me dan, o tal vez comprando algo
con el trabajo que hago: levantar una
cerca, quitar la nieve, e incluso, por qué no
decirlo, algunas veces consigo dinero cuidando niños o
haciendo compañía a algún anciano o anciana, pero
esto especialmente en las ciudades donde los trabajos
que realizo son muy diferentes de los que hago al viajar
entre los pueblos, en las ciudades cuido niños o
ancianos, lo mismo da, es la primera niñez o la última,
he ayudado a pintar grandes edificios, balanceándome
desde lo alto, he barrido parques sobre todo en el
otoño, cuando la ciudad es invadida por las hojas.
Pero estoy hablando de mí mismo, cosa que no me
gusta, aunque en algunas ocasiones tengo que hacerlo, especialmente cuando viajo solo y espero que me
lleven a algún lugar, entonces tengo que
conversar con esa persona que me encuentra en la
carretera y comenzar a hablar de mis viajes, de
todo lo que he visto, porque si uno se queda callado el
otro entra en sospechas y cree que lleva a un
asaltante de caminos, cuando menos, por eso se tiene que hablar y reír, dos
cosas que no hago muy frecuentemente lo
cual no quiere decir que yo sea un poco hosco,
ya he aclarado que las apariencias engañan y que por
el contrario me considero un hombre que le gusta ayudar
a los demás y conocer los problemas de los otros y
estar en armonía con todo el mundo.
Pero yo iba a hablar del Pastor, a mí siempre me
pasa eso, digo que voy a hablar de una cosa y
luego me voy por otro lado. El Pastor
llegó un martes o un miércoles, no recuerdo,
aunque de eso no hace mucho tiempo, pero sí recuerdo, y
eso nunca lo olvidaré que yo fui el primero con quien
el Pastor habló, de eso sí que estoy seguro porque
después de unos minutos de acompañarlo, llevaba
unas maletas, bien pesadas y yo me había ofrecido para
ayudarlo, me dijo:
—Usted es la primera persona que conozco,
siempre me gusta recordar la primera
persona que me encuentro al llegar a un nuevo lugar. Trae buena suerte, —había añadido—.
Lo recuerdo como si fuera ahora. Y yo me dije que era un mal viajante o viajero porque llevaba
demasiadas cosas, como ustedes saben,
yo siempre viajo con lo esencial, una o dos
camisas, un pantalón cubre-tierra, dos o tres libros, algún disco que hasta la
fecha siempre he encontrado donde
escucharlo, en este caso el sastre me facilita su
viejo fonógrafo, pero él llevaba un montón de cosas hasta tal
punto que no podía con ninguna de ellas. Había
comenzado por tratar de llevar una pequeña maleta azul
debajo del brazo y luego con las dos manos
había levantado una grande, amarilla-café y un saco
enorme, blanco, pero luego cambió todo de posición y
se puso el saco blanco, enorme, debajo del brazo,
cambiando la posición de la maleta azul, pequeña, y la
grande amarilla-café y haciéndose un lío de todo ello,
fue entonces que me ofrecí a ayudarlo.
—Hace mucho calor y las maletas pesan mucho, todos esperamos el fin del verano.
—Gracias, muy amable.
Comenzamos a caminar por las calles del pueblo, la gente se salía a las puertas o bien nos veía
pasar desde las ventanas pero nadie nos
ayudaba, sólo nos veían pasar. Al fin llegamos a la
única fonda del pueblo.
Le ofrecí una cerveza pero se excusó alegando que
tenía mucho que hacer, así que pedimos un
cuarto, lo ayudé a subir las maletas y nos despedimos.
Durante algunos días me lo encontraba
casualmente en la ferretería comprando
pintura, clavos, madera, pero lo veía muy atareado y mi
experiencia vagabunda me ha enseñado a no molestar a
la gente que está ocupada, o que hace como que está
ocupada, de modo que lo saludaba rápidamente y él
seguía su camino y yo el mío.
De vez en cuando hablábamos del recién llegado,
esto es, el sastre y yo, o el panadero y yo, pero nadie sabía quién era o a qué había llegado, sólo lo
veíamos comprando como si fuera a
construir una casa.
Una noche tocaron a mi puerta y al abrirla me encontré con él. Hacía calor y se pasaba el
pañuelo sobre el cabello y el rostro. El
cabello era ralo, a pesar de ser un hombre joven, tal vez un poco mayor que yo.
—Entre y tome asiento.
—Supongo que he despertado la curiosidad del
pueblo, comenzó, pero yo siempre actúo de manera extraña,
no debiera ser así, con el oficio que tengo debiera
inspirar y dar confianza, mis superiores dicen que
debo cambiar, adoptar otra personalidad, tal vez tengan
razón, pero qué le voy a hacer, yo he sido siempre
un poco retraído, tímido, sí, tímido, esa es la palabra,
pero no por mucho tiempo, después de algunos días
que me he familiarizado con el lugar en que estoy soy el hombre más amable del mundo e incluso voy
de casa en casa invitando a los vecinos, lo que no
hace ninguno de los de mi oficio, al
menos que yo sepa. Le confiaré algo más,
continuó, tengo miedo de la gente, me parece poco amistosa,
llena de recelo. Usted me inspira una gran confianza, desde el primer momento me sentí muy bien con usted, yo desde niño he
sido un poco temeroso de hablar, pero
con usted todo es distinto.
Mi larga experiencia vagabunda me ha enseñado también que hay dos clases de personas: unas con
las cuales tengo que hablar y hacer
toda la conversación y otras que les gusta
hablar, confiarse, me di cuenta que él era una de estas
personas y que efectivamente era como acababa de
explicar, alguien que solamente espera que uno le dé confianza para entrar en
amistad. Él también era un solitario, pero
su soledad era diferente a la de los otros. Dejé
que hablara, que se desahogara.
—Soy Pastor, siguió, como usted verá mi comportamiento no ha sido de lo más pastoral, de acuerdo
con mis superiores ya debía haber
hablado con todo el pueblo, haber predicado
cuatro o cinco sermones sobre la condenación eterna, el
pecado y todo eso, pero no es así, sólo he cambiado
las palabras necesarias con el dueño de la ferretería
y por supuesto un seco "Buenos días" con los del
lugar donde vivo, quiero decir, la fonda.
Calla y luego de un momento pregunta casi con temor:
—Usted, ¿es creyente?
—No lo soy, aunque fui en otro tiempo lo que
usted llamaría un "ferviente
practicante”, pero he abandonado todo eso y aunque no lo
crea me siento ahora más religioso que antes.
El Pastor ha tenido el buen gusto de no discutir
mis opiniones y muy cortésmente ha desviado el
tema de la conversación.
—¿Cuánto tiempo tiene de estar aquí?
—Varias semanas.
—No ha notado que el pueblo vive como asustado, aislado, es cierto que yo tampoco he sido muy
amable, pero me doy cuenta de que tampoco
entre ellos existe comunicación, todo se hace
de manera mecánica, llegan a la ferretería, compran
sus cosas, las examinan, pagan, toman el vuelto y se van.
—Eso es lo mismo en todos los pueblos donde he estado, pero después de cierto tiempo se dan
cuenta de que tienen necesidad de algo,
que no pueden vivir así, me atrevería a decir
que el sastre, el panadero, todos están esperando que alguien llegue al pueblo
y les hable.
—Espero lograr algo del éxito de usted.
Hemos conversado del ardoroso verano que secó el riachuelo del pueblo, de la venida del otoño
y se ha marchado no sin antes decirme:
—Mañana comienzo a limpiar y a construir sobre la vieja casona que está frente al parque,
espero convertirla en el nuevo templo, en
realidad esa vieja casona fue hace veinte años el
sitio donde se celebraban los actos religiosos, pero
desde entonces ha estado abandonada, no ha habido un
nuevo Pastor.
—Buena suerte.
Al día siguiente muy temprano mientras daba una vuelta lo vi abriendo o más bien derribando la
puerta de la casona, llevaba una
escalera, madera, baldes. Todo ese día lo vi limpiando y trabajando, abriendo
ventanas, puertas, destruyendo muros,
llenando de luz todo el lugar.
Al día siguiente fui directamente a buscarlo.
—Vengo a ayudarlo, usted solo nunca terminará
eso.
—Creí que no era practicante, que no le
interesaban estas cosas, quien construye el
templo del Señor, será protegido por el Señor
—pero apenas había terminado de decir esto pareció como
arrepentido, avergonzado—.
—Lo siento.
—No me interesan pero supongo que tarde o temprano
visitaré su templo para escuchar algún himno y nunca
me gusta recibir sin dar nada en cambio.
Juntos trabajamos duramente levantando andamios,
echándolos abajo, pintando paredes, arreglando el
piso, el pueblo aunque nos veía desde
lejos no se atrevía a hacer nada. Ni siquiera el
sastre o el panadero se aparecieron.
—No me gusta entrometerme en lo que piensan los demás, si yo visito a alguien y no está
interesado en las obras del Señor, no trato de
convencerlo, lo respeto, por supuesto que mis
superiores no aprueban esto, quieren que yo vaya detrás de
esa gente, la persiga, la ponga entre el cielo y el infierno
y gane su alma, lo lamento, no soy esa clase de Pastor,
tal vez soy un mal Pastor, uno que equivocó su
vocación.
Desde hace tiempo tomé la resolución de no discutir sobre estas cosas de modo que lo dejo
hablar y él termina siempre disculpándose
por haber tocado el tema y me agradece por
ayudarlo a levantar el templo del Señor. Sin embargo,
tiene el tacto de no invitarme a la inauguración o
bendición o consagración o como quieran llamarlo y yo le
agradezco en el alma esta pequeña delicadeza, no podría soportar la idea de
que me quiere convertir, me haría
perder todo respeto por él, sólo habla de tenerlo
listo para Navidad y verlo lleno de gente.
Como lo deseaba así fue. Antes de Navidad estaba
terminado y las bancas cuidadosamente alineadas
dejando un amplio pasillo, pero no había
feligreses. Entonces comenzó una nueva etapa en la vida del Pastor y del pueblo, mañana y tarde se le veía golpear a las
puertas de todas las casas y durante unos
momentos permanecer fuera, en el dintel de la
puerta y la gente dentro, medio salidas, como si estuvieran
llamando a alguien que estuviera más dentro de la casa, como si estuvieran
gritando:
—Aquí buscan.
Como si el pastor hubiera sido un vendedor
viajero y no se deseara comprar nada, pero
luego lo invitaban a pasar y yo lo veía
desaparecer detrás de la puerta y me lo imaginaba alto, con
su pelo ralo, frotándose las manos, un poco retraído,
tímido, esa es la palabra, y comenzar a ofrecer su
mercancía.
Algunas veces salía apenas entraba, salía
riéndose como consigo mismo, pero casi
siempre permanecía bastante tiempo dentro de
la casa y yo me daba cuenta de que se compraba su
mercancía o al menos se la examinaba, y yo me sentía alegre de que él hubiera sido bien recibido.
Pasó el verano y el otoño y llegó el invierno.
Mientras arreglo mi cuarto y hago mi pequeño
equipaje para emprender un nuevo camino hacia otro pueblo, ya cansado tal vez un poco de viajar, comienzo a
escuchar ruidos y voces, me asomo a la
ventana y veo una larga fila que se dirige hacia el
parque o más bien hacia el templo. Se cubren con
abrigos y bufandas y están animados. Hablan entre
ellos y es la primera vez que los veo excitados, como si
éste fuera el primer día que se encuentran, como si
se estuvieran conociendo. Se dan la mano e incluso
algunos se besan y abrazan.
Me aparto de la ventana hasta que desaparece el-último de mi vista, cesa el
ruido de voces y me quedo completamente solo.
Entonces comienzan las voces del órgano.
Me tiendo en la cama y escucho. Me levanto y después de pensarlo un momento bajo las
escaleras y me dirijo hacia el templo,
después de todo yo también ayudé a levantarlo y en cierto modo me pertenece a
mí que no poseo nada, quiero verlo lleno de luces,
de voces.
Camino y mientras camino hundo mis pies en la nieve y pienso en el primer día que llegué al
pueblo y en este último día que pasaré con
la gente del lugar, sentado en la última banca,
oyendo los himnos y viendo el rostro radiante del
Pastor, como si todo él formara parte de algún viejo vitral de alguna antigua
Catedral.
Septiembre, 1968
MANUSCRITO
HALLADO EN UNA BOTELLA ESPACIAL
Desde niño odié a los terrícolas. No podía estar de acuerdo ni con su crueldad ni con su mentira,
tampoco podía aceptar como buenos sus
sistemas de hacer dinero y obtener y permanecer en
el poder. Con su sonrisa de puercos satisfechos
tampoco podía estar de acuerdo.
Siempre me consideré en la tierra como un inadaptado, un desplazado, un "outsider". Mi
lugar y mis semejantes debían encontrarse en los
espacios estelares y no sobre este pequeño y
mezquino planeta en el cual, por desgracia, me había tocado nacer.
Los terrícolas llamaban a mi humildad, a mi
deseo de hacer el bien, romanticismo,
una forma sutil de insultarme y despreciarme,
pero no tanto como yo los despreciaba a ellos. No sé
cuándo planearon asesinarme. Probablemente lo hicieron
cuando manifesté repulsión y violencia contra el
crimen que cuatro terrícolas cometieron colgando de los brazos a una mujer
encinta. Sí, debe haber sido en ese momento
cuando comenzaron a buscar cómo matarme. Recuerdo
que esa mañana, mientras daba mi acostumbrado
paseo por el parque cercano a mi casa, oí carcajadas,
música de tambores, de flautas y de pífanos, guiado por
el ruido llegué a una plaza y así pude ver a la mujer encinta colgando de
los brazos, bamboleándose con su enorme
vientre abultado, con el rostro ya
morado, sanguinolento. Lleno de ira avancéentre
la multitud que coreaba alegremente cada gemido de la
desgraciada. Los terrícolas estaban vestidos extrañamente para la ocasión, disfrazados de la manera
más grotesca y danzaban y cantaban
alrededor de la mujer que oscilaba en el aire
como el badajo de una campana. Con todo mi cuerpo
temblando de cólera avancé entre la multitud abriéndome paso
a golpes, saqué mi vieja navaja y descolgué a la
infeliz cayendo al suelo junto con la mujer y el niño.
Estaban muertos. El cuerpo de ella y el mío se cubrieron con los restos del
pequeño inocente llenando con sus
nacientes vísceras gran parte de la calle. La mujer
prácticamente había reventado. El espectáculo terminó. La muchedumbre
comenzó a alejarse pero yo sabía que había
firmado mi sentencia de muerte al terminar con el
jueguito, con su pequeña diversión.
Durante miles de años el terrícola se ha
vanagloriado de tener razón, de que puede
pensar. En las escuelas se enseña que el pensar
distingue de las bestias, pero no se enseña que sólo
piensa en el mal, cómo asesinar, destruir, planear torturas,
muertes en masa. Si no fuera por la razón, el terrícola
sería tan inocente como los animales.
Discutían la manera de asesinarme, se regocijaban
pensando cuándo llegaría mi último día. Los veía
discutir y frotarse las manos ideando y exponiendo todos los géneros de muerte a los cuales podía ser
sometido, incluso algunos construyeron
enormes aparatos de hierro, de cemento y de
cristal y los expusieron en los lugares públicos para que
fueran examinados por todos, para que dieran su opinión sobre
cuál convenía más.
Me dejaban en libertad, eso sí, tengo que
confesarlo, me dejaban ir y venir, no me
observaban ni vigilaban mis movimientos, me tenían seguro
en sus manos criminales. No me encerraron en
ninguna de sus pocilgas ni cuartos de torturas, para
mí preparaban algo especial. Me permitían andar
libremente por las calles, me dejaban que los oyera discutir
sobre el método de muerte que tenían reservado.
Algunos llegaron a analizar conmigo qué clase de
muerte prefería, el cómo y el cuándo. En fin,
eran demasiados terrícolas para privarme de la vida sin mi consentimiento.
—Nadie sabe el cómo ni el cuándo morirá, me
decían, gracias a nosotros usted se dará
cuenta de todo ello, será uno de los
pocosprivilegiados, no todos pueden escoger el día ni la forma
de su muerte, usted lo sabe, debía de agradecernos,
estar satisfecho, agradecido.
Admito que no hubo ninguna violencia contra mi persona. Cuando protestaba contra alguna otra
injusticia, contra el crimen de una nueva
mujer encinta colgada de los brazos, esto se
había puesto muy de moda últimamente después del
entusiasmo con que fue recibido el lanzar niños al aire
para ensartarlos con una espada, cuando yo protestaba,
digo, contra todo esto, se alzaban de hombros y me dejaban
tranquilo, veían mi protesta como un romanticismo fuera
de tiempo y de lugar, en la Tierra no se podía ser
humano, sentir compasión, había que ser duro. Prohibida la
piedad. El humanismo era algo contra natura, tal
vez en otros planetas se podía experimentar compasión,
pero nunca, nunca en la Tierra.
Me veían como loco, como un muerto que desaparecería y ya no los molestaría en sus
pasatiempos: perseguir niños para hacer con la
piel pantallas para sus lámparas de
dormitorio, o bien lapidar ancianos y ancianas, la Tierra estaba
superpoblada, había hambre y miseria, y toda persona
inútil, los ancianos y los recién nacidos que no producían,
que eran una carga para lasociedad perfecta que
deseaban los terrícolas, tenían que ser eliminados: a una
sociedad perfecta por el crimen perfecto. Además, la
lapidación servía para hacer apuestas, y ofrecer
premios al que pudiera descargar sobre la víctima la piedra más grande y a
mayor distancia. Se inventaban miles
maneras con el fin de hacer más agradable el
espectáculo.
Los terrícolas sufrían de vez en cuando
histerias colectivas que se traducían por
un refinamiento de su crueldad.
Entre otras cosas que sucedían aquellos días en
la Tierra, tengo que mencionar el hecho de que el estado ofrecía recompensas al que eliminara el mayor
número de personas en el menor tiempo
posible.
Pero existían las reglas del juego. Los métodos
y sistemas de eliminación estaban reglamentados.
Las masacres masivas eran las que gozaban de mayor popularidad, pero había que hacer sutiles
diferencias: la eliminación en la calle o en la
plaza, por medio de metralleta, ametralladora o
bomba, eran factores que se tomaban muy en cuenta en el
momento de otorgar el premio.
La recompensa por el asesinato de niños, algunos
lo llamaban "desaparición", variaba de
acuerdo con el sexo y la edad de los
sacrificados. "Deshacerse" de un anciano
o de un grupo de ancianos, de una mujer embarazada
o de una mujer que acabara de dar a luz, eran detalles
que no podían ser pasados por alto. También los
métodos: la asfixia, la estrangulación, la muerte por puñal o la piedra o el veneno, por el fuego o los
gases, así como el día y la hora, todo
era examinado antes de premiar, en una vistosa e imponente ceremonia, al ganador o ganadores.
En determinadas ocasiones todos los sistemas y métodos eran permitidos y todos los que hubieran
contribuido a la desaparición de los llamados
seres inútiles y nocivos para la sociedad recibían
su recompensa por pequeña que fuera. Era un medio
que el estado utilizaba para estimular la
imaginación y renovar los viejos sistemas de exterminio.
Admito que no hubo ninguna violencia contra mí: nunca se amotinaron junto a mi puerta, nunca me
despertaron a media noche para
llevarme a sus casas especiales de torturas,
tampoco me acusaron, esto perfectamente lo hubieran
podido hacer, de estar a sueldo de otro planeta, de ser un
enemigo de la Tierra, un espía que vigilaba los
movimientos terrícolas para dar luego información secreta
a seres de otros mundos, nunca hicieron nada de
esto, mi crimen consistía en ser humano, demasiado humano.
Eso era todo.
De vez en cuando tenía visitantes, tres o
cuatro, nunca más de cinco, venían con enormes planos enrollados debajo del brazo que luego extendían sobre
la mesa mostrándome los nuevos
instrumentos que se construían para mi holocausto, con todos los pequeños detalles
me hablaban sobre el movimiento de palancas, poleas,
ruedas, probetas, agua hirviendo, ácido,
aceite.
Yo discutía con ellos, les hacía insinuaciones,
correcciones, sugerencias. Y tomaban nota,
marcaban con lápices rojos los planos azulados
y se iban cortésmenteno sin antes aceptar una
taza de café o alguna otra bebida que les hubiera
preparado.
Me dejaban en libertad y eso fue su gran error.
Yo también tenía mis contactos, mis relaciones.
Yo pensaba huir de ellos.
Una noche, mientras contemplaba el inmenso cielo
estrellado vi descender como una estrella errante, comoun cohete, algo luminoso que viajaba a una
velocidad extraordinaria. Al principio me
pareció uno de esos fenómenos celestes, pero
luego noté que ese objeto luminoso era como guiado,
que su curso en los cielos no era caprichoso, que se
dirigía hacia la Tierra, hacia mí, y que de pronto desaparecía perdiéndose de
vista. Pero el contacto se había
realizado.
Siempre, desde niño, odié a los terrícolas.
Nunca me había sentido uno de ellos,
cuando por casualidad se sentaban a mi lado, me
separaba, no quería tener ninguna relación, me podían
contaminar con su maldad.
En las noches miraba hacia arriba, hacia los desconocidos y ocultos astros pensando que ahí debían
encontrarse seres que no fueran perversos, que
debía haber en otros astros una vida
que no fuera como la de la Tierra, tan llena de
odio y de miedo. Desde aquella mañana, desde la mañana
que descolgué a la mujer despanzurrada, tenía un
enorme vientre de casi nueve meses, los terrícolas me
tenían en su lista. Para ellos yo estaba muerto y
enterrado, pero yo buscaba una salida, un medio de escape,
fue entonces cuando vi ese algo luminoso que se
desprendía de los cielos.
Desde hacía algún tiempo, ahora se confunden memorias y recuerdos que es necesario poner en
orden, desde hacía algún tiempo, se
venía murmurando que los terrícolas eran observados
por ojos que eran de otros mundos. Se había visto
objetos extraños que cruzaban los espacios como si
viajaran de una estación espacial a otra estación espacial.
Los terrícolas seguían con atención y con temor todos
esos fenómenos y comenzaron también a construir
potentes aparatos para distinguir y penetrar las
tinieblas, empezaron a inventar afiebradamente cohetes,
proyectiles que los harían salir de la tierra y llevar su
semilla de maldad hacia otros mundos. Se edificaron
enormes laboratorios y gigantescos puntos de observación
en los desiertos sin límites y ya se había hecho algunos
tímidos ensayos, con todo éxito, tengo que
confesarlo, fuera de la Tierra.
Mi muerte, todo está tan confuso, se había
planeado para el día X-24 que era cuando
regresarían los primeros terrícolas de su viaje más
allá de la Tierra, donde nunca antes habían llegado ni
navegado, el viaje más largo y más arriesgado. El día
X-24 se llevaría a cabo un sacrificio y yo sería la
víctima.
Una noche, regresaba yo de uno de los cines de barrio, me encontré en mi estudio, lo llamo
estudio, en realidad era un cuarto muy pequeño, lleno de libros con una incómoda silla sobre la cual me sentaba para
mirar a través de la ventana, me
encontré con alguien, una persona, no sé cómo
llamarlo, porque era corno los terrícolas, con ojos,
boca, brazos, pero había en él algo especial, no, no era
deforme, monstruoso, tampoco era un ser sumamente bello,
radiante, no, era como cualquier otro, pero sí, con algo
fuera de lo común, difícil de decir, tal vez era cierta
inocencia que sólo se puede encontrar en lo que está
naciendo por primera vez, alguien que viniera de
otro mundo que acabara de salir de las manos del misterio y
del milagro.
—No tema, dijo, he venido a salvarlo. Los
terrícolas tienen razón, desde hace tiempo
los venimos observando desde el planeta Tor,
nuestras naves espaciales han hecho algunos
reconocimientos que nos han permitido conocer todo sobre ustedes. Pertenecemos
a una civilización mucho más antigua que la
Tierra. La injusticia que hay aquí es
exasperante y ha desbordado nuestra paciencia, no la podemos
soportar. Al principio creímos que los terrícolas se
destruirían entre ellos, y así hubiera sido, pero en estos días
se han cometido tantas atrocidades y crímenes que el
Maestro ha ordenado la destrucción. Los
terrícolas se encuentran ya cercanos a su muerte: horas, minutos.
Yo lo escuchaba en silencio. Hablaba
pausadamente, no había odio ni cólera en su rostro, era como un ángel exterminador que llegara a hacer justicia.
—Tengo mi nave espacial no muy lejos de aquí, hemos logrado dominar el ruido, de modo que pude descender sin despertar a nadie, recientemente
hemos descubierto una materia que
convierte en invisible ciertos metales, nuestras
naves espaciales son hechas de ese material que nos
permite descender incluso en los lugares más habitados sin
que nadie se dé cuenta de nuestra presencia. Por
supuesto que no siempre usamos esta clase de naves, sólo
cuando estamos en misiones especiales, y la mía, esta
noche, es muy especial.
—A poca distancia de aquí tengo la nave, cerca
del Palacio de la Injusticia. Es
necesario darse prisa, en el planeta Tor sólo esperan por nosotros. Todos
nuestros aparatos y ondas especiales de
exterminio están dirigidos contra la Tierra,
dentro de poco tiempo esto será un infierno, en fin, será
lo que ha sido siempre. Si tiene algo que llevarse con
usted, algún recuerdo, alguna pertenencia que le sea
querida, que tenga un valor sentimental, puede hacerlo perfectamente, la nave
es lo suficientemente grande como para dar
cabida a cincuenta, cuarenta, diez o
una persona. Puedo esperar, pero no mucho.
Di una mirada a mi cuarto, mis libros, mi viejo sillón, miré a través de
la ventana los cielos abiertos. —¿No tiene nada que
llevarse?
—Nada.
Salimos. Caminábamos ligero. Al llegar cerca del Palacio de la Injusticia nos detuvimos y el
hombre sacó de uno de sus bolsillos, un
aparato casi imperceptible, una especie de anillo que
comenzó a tocar y a frotar lentamente, y poco a poco
fue apareciendo ante nuestros ojos la nave. Era
bastante grande, idéntica a las que construían los
terrícolas, pero de un metal especial, como él me había dicho, con un brillo que yo
nunca antes había conocido, uno lo tocaba y
no hacía ningún ruido, cogí una piedra y comencé a dar golpes en el fuselaje pero era como sí la piedra tocara sobre algodón,
casi se hundía.
—No pretenda comprender, dijo, más tarde le explicaré todo. Pasará el resto de sus días con
nosotros, en el planeta Tor, ahí se le
enseñará todo lo que debe saber, el conocimiento
que nos libra de la muerte.
No comprendí el verdadero significado de "el
conocimiento que nos libra de la
muerte" sería que en el planeta Tor, la muerte
había sido vencida, conquistada. No tuve tiempo de
preguntarle nada, ni creo que él hubiera tenido tiempo
para explicarme, porque de pronto comenzamos a ascender, a dejar la Tierra,
primero lentamente y luego a una velocidad
increíble, extraordinaria, todo alejándose de la tierra: los ríos, las
montañas, las ciudades.
—Con nuestros potentes lentes y pantallas
espaciales podremos ver la destrucción de todo esto. Los terrícolas se han ensoberbecido, creyeron que
eran lo mejor del mundo: sus edificios,
sus mansiones, sus bancos, sus estaciones de
policía, sus ciudades-estados policíacos, sus
manicomios, mire bien esto por última vez, porque le digo que no
quedará de todo eso, piedra sobre piedra.
Maniobraba palancas, ruedas, dispositivos,
observaba agujas.
Ascendíamos.
—Pero no se crea que sólo planeamos la
destrucción de la Tierra, será consumida, sí,
con sal, ceniza, pero luego enviaremos una
pareja del planeta Tor a repoblar la Tierra, una joven pareja
de nuestro planeta, vírgenes, para que comience una nueva
vida, todos los planetas que estén llenos de maldad
serán echados al fuego de nuestro exterminio, y
luego empezará una nueva etapa, la repoblación de todos
esos plantas.
Ascendíamos.
—Descanse, aunque navegamos a una velocidad más rápida que el pensamiento tardaremos en llegar, Tor es uno de los astros más alejados.
—Descanse, duerma, yo lo despertaré cuando estemos llegando, o si quiere puede leer, escribir.
En la nave hay de todo. Yo tengo que
seguir manejando y comenzar a enviar señales
hacia Tor para que sepan que llegamos, que nos
dirigimos hacia allá. Me separé de él. Una mesa larga con
libros, pequeños adornos en forma de animales y de
plantas que nunca había visto en la Tierra.
Ascendíamos.
Mientras él guiaba la nave penetrando los
espacios infinitos me he puesto a escribir
este manuscrito que luego meteré en una botella
y arrojaré a la inmensidad de los vacíos estelares.
Enero - 1969
SHYLOCKS
Sola con su muerto. Ella misma lo lava, le
rasura la fría sudorosa barba. Hace
grandes esfuerzos, no es que sea o haya sido alto y
recio sino que ella está muy débil por el hambre y las
noches en vela, por todo el tiempo que pasó al lado
de la cama viéndolo morirse.
Lo voltea, le saca del cuerpo su viejo traje
cubierto como de hollín y humo, esos
pantalones que no quieren abandonar el cuerpo,
salirse de su dueño, de las delgadas velludas piernas del
hombre. Forcejea, forcejea hasta que súbitamente se da cuenta que ha muerto con
los zapatos puestos, esos antiguos zapatones que
recorrieran plazas, mercados, la
vida sin salida, impiden ahora el deslizarse de los
pantalones. Desata nerviosamente los cordones que se
le enredan, una maraña de serpientes, un nudo de
víboras que se le trepa a los dedos, las manos, hace un gesto para librarse de
ellos y forcejea, tira de los zapatos
tan violentamente que al salir le golpean el pecho dejándole sobre la blusa una
mancha de lodo que no se preocupa de quitársela.
Ahora los pantalones comienzan a salir, a
llegar hasta ella puesta al final de la
cama, en el extremo opuesto de la cabecera,
tira, tira, pero de vez en cuando se detienen como en protesta de abandonar
este cuerpo sobre el cual han estado pegados,
adheridos como hiedra, nadie sabe cuánto tiempo,
cuántos años. Levanta la
pierna o las piernas del muerto, coloca los
pantalones debajo, alisando la sábana,
desarrugándola, la coloca de tal modo que no impida el
deslizarse y regresa al pie de la cama, en el extremo
opuesto de la cabecera y continúa forcejeando hasta
que los logra hacer salir no sin que antes ellos
protesten por última vez, deteniéndose casi al final, al
borde de la cama, teniendo que levantar de nuevo las
piernas, esta vez la izquierda, debajo de la cual estaban
aprisionados y regresa al otro extremo de la cama,
tirando con fuerza, quedándose con los pantalones en la
mano, triunfante ahora, sosteniéndolos, doblándolos,
colocándolos en una silla, viendo desde ahí, casi lejanas, pérdidas
para siempre, las delgadas velludas piernas
sobre las cuales ella ponía la cabeza antes de hacer el
amor o después de hacerlo.
Y después de desnudarlo, lo comienza a vestir, le
levanta la cabeza, forcejea, tira de nuevo de los
brazos, de los pies, de la cabeza,
sumamente pesada la cabeza, levantando a su muerto, a
todo su mundo de miseria, para poder meterle la
camisa y cerrar los botones y luego lo mismo, forcejea,
forcejea, tira de los pantalones que tienen que ser
introducidos, metidos.
La cama está situada en el centro del cuarto, pequeñísimo y su muerto en medio de la cama y del cuarto, de tal modo que puede dar vueltas,
rodearlo, verle todo el cuerpo desde
cualquier ángulo que se coloque.
Para llegar donde viven, donde vive ella, más
bien, se tienen que subir escalones y
más escalones, reclinarse contra los muros,
jadear y seguir subiendo la escalera de caracol que
lleva no al cielo, sino al infierno, subir escalones que llevan
a la puerta ocre, gastada, chirriona.
Ella no recuerda cuándo fue la última vez que
subió
o bajó las escaleras porque desde que se puso
enfermo, malo de veras, no volvió a abrir
ni cerrar la puerta.
Nunca más se volvieron a oír los sucios zapatones que bajaban
o subían. Cerró la puerta y allí se quedó sola, porque
quién podía llegar a ayudarla, acompañarla, si todos
estaban ocupados enterrando a sus muertos, lavándolos,
cortándoles la fría sudorosa barba más difícil de cortar cuando se la trataba
de suavizar con el agua fría mezclándose con el sudor.
Encerrada con su muerto.
Después de vestirlo lo mueve muy suavemente, un poco nada más y le pone los brazos a lo largo de
todo el cuerpo, no con las manos y los
brazos sobre el pecho como se acostumbra, sino
con los brazos pegados, adheridos a lo largo de todo el cuerpo, haciéndolo aparecer más largo, más delgado todavía.
Se acerca lentamente llevando entre sus manos la
pequeña palangana con agua, moviéndose suavemente para que el agua no se derrame y se sienta a la
cabecera, moja un viejo trapo y lo pasa
sobre el rostro quitándole el sudor y mojándole al
mismo tiempo la barba. Y comienza a rasurarlo, a
estirarle el rostro, la piel de la cara en aquellos lugares donde la navaja no
puede penetrar, hiriéndolo algunas
veces, pero pequeñísimas, levísimas heridas, porque
tiene un gran cuidado, un delicado cuidado en
rasurarlo y cuando el agua se termina se levanta de nuevo y
va hacia el lavamanos y lo abre, dejando que el agua llegue casi hasta
los bordes y regresa lentamente mientras el
agua se mueve dentro de la palangana tratando de
salir, de saltar y ella caminando, casi arrastrándose
hacia la cama.
Golpes, golpes, golpes, quién puede venir a
verla, a visitarla. Asombrada llega
hasta una mesita y deja la palangana.
Golpes, golpes, quién puede estar subiendo,
haberse enterado de todo lo que está
pasando. Comienza a cruzar el cuarto alisándose
el pelo, echándoselo hacia atrás. Golpes, golpes, quién puede ser, por qué
tanta insistencia, tanta furia que casi
está a punto de derribar la puerta si no se apresura un poco más.
Entran violentamente, la empujan hacia un lado y
el último cierra la puerta, mientras no termina
de salir de su asombro, mientras se
retuerce nerviosamente las manos mojadas todavía.
¿Quiénes son estos intrusos? Rodean el cadáver y puede darse cuenta de algunas cosas: son seis
hombres, gordos, secándose el sudor. Pero
no dicen nada, están ahí mirando a su muerto.
Y ahora puede darse cuenta de otra cosa: dos de ellos llevan maletines negros, lustrosos,
maletines que agarran fuertemente y los otros
cuatro llevan en sus hombros un ataúd, o una
especie de ataúd, en todo caso una caja larga, rústica,
que depositan en el suelo.
—Este es.
—No se irá así no más.
—Después de todo lo que hicimos por él.
—Nadie nos había hecho eso.
—Partir sin avisarnos.
—Ingrato.
Todos gritan a coro:
—Ingrato.
Forman un círculo alrededor de su muerto.
—Nadie nos burló nunca.
—Todos cumplen lo pactado.
—Pagan su compromiso.
—Devuelven el dinero prestado.
—Los intereses que tienen que pagarnos.
—Es lo justo, equitativo y saludable. Todos gritan a coro:
—Es lo justo, equitativo y saludable.
Ella no dice nada, no puede decir nada, los oye hablar.
Súbitamente hace un intento por sacarlos del
cuarto. Grita:
—Dejen a mi muerto.
La miran.
—Ella también pagará.
—Más tarde.
—No puede irse sin devolver lo que nos debe.
—Hay que proceder.
—Que pague con todo su cuerpo.
—Y con toda su sangre.
Todos gritan a coro:
—Con todo su cuerpo y con toda su sangre.
Los dos hombres llevando maletines los abren y ella mira con horror, con espantados ojos, como
si lo que viera no fuera posible, no
pudiera suceder, como si todo fuera un horrible
sueño: sacan cuchillos, martillos, aserradoras y se dirigen
hacia el hombre, hacia su muerto y lo extienden sobre la
cama, le abren los brazos en cruz y comienzan a
partirlo, aserrarlo, descuartizarlo, mientras los otros que
llevan esa caja en forma de ataúd van echando dentro
brazos, piernas, manos.
Ella grita:
—Malditos, malditos, malditos.
Pero la empujan hacia un rincón del cuarto, le
golpean la cabeza con un martillo.
—Ella también pagará.
—Nadie nos burló nunca.
—Nadie nos engañó nunca.
—Nadie nos robó nuestro dinero.
—Que ganamos con el sudor de la frente.
—Nuestro santo, lucrativo negocio.
Todos gritan a coro:
—Nuestro santo, lucrativo negocio.
Siguen doblados sobre el hombre, destrozándolo, echando pedazos de su cuerpo dentro del ataúd o
lo que parece ser un ataúd. Ahora lo que han dejado
por último: le abren el pecho y le
sacan el corazón. Lo pesan y sobrepasan, lo
pasan unos a otros pesándolo cada uno, como si las
manos fueran balanzas, pesando el corazón.
—No está mal.
—Pero todavía no paga su deuda.
—Ni con su corazón ni con nada.
—Paga su deuda.
—Devuelve lo que quieres robar.
—Devuelve hasta el último centavo.
Todos gritan a coro:
—Hasta el último centavo.
Echan el corazón.
Se dirigen hacia la mujer. Es lo mismo: la misma
destreza y habilidad, la misma fuerza en cortar, descuartizar.
Doblados sobre la mujer, no dicen nada. Sudan. Se
limpian la sangre y el sudor y luego se levantan.
Colocan sus herramientas en los maletines negros que agarran fuertemente. Los otros cuatro
levantan la larga caja con los restos del
hombre y la mujer, la levantan y cierran la
puerta.
Se empieza a escuchar el ruido de pasos, la caja
golpeando contra las paredes, el moverse de manos, piernas, pedazos de carne que se revuelven,
chocan, como si quisieran salir, gritar,
saltar, mientras los seis hombres van bajando
lentamente la escalera de caracol.
Enero 1970
EL SEÑOR
SILENCIO
El ruido del ruido. El ruido de los ruidos. Los
ruidos de los ruidos. Los ruidos del ruido. El
Ruido dominó el mundo. Esto se temió
desde un principio pero nadie hizo nada para
impedirlo, al contrario, todos contribuyeron a que El
Ruido extendiera más y más su dominio. Como un
invasor arrollándolo todo a su paso, El Ruido conquistó
la tierra, el aire, el mar.
El Ruido salía de todas partes: carros, motocicletas,
radios, aparatos de televisión, de carros con
enormes parlantes que circulaban por las
calles y avenidas anunciando las muertes hechas
por El Ruido.
Las ondas sonoras de las bocinas eran tan peligrosas como los artefactos atómicos que estallaban
en los desiertos y cuyos estruendos
llegaban a los oídos a pesar de las enormes
distancias donde eran explotados. El viento llevaba El Ruido
a la ciudad iniciándose la horrorosa desintegración de
los cuerpos.
Los trenes, los metros, los ferrocarriles, todo
hacía temblar la tierra, los larguísimos
interminables túneles recorridos por miles y
miles de vehículos de toda clase haciendo sonar sus bocinas,
con el ruido de sus ruedas, deslizándose por las
calles, las carreteras, con los millones y millones de
puertas abriéndose, cerrándose, eran muerte,
desintegración.
Nadie escapaba de los atronadores ruidos. En el aire los aviones supersónicos dividían el
espacio dejando al despegar y al aterrizar una
estela de ruidos ensordecedores. Casas, barrios,
pequeñas ciudades cercanas a los aeropuertos
desaparecían, se derrumbaban ante las enormes explosiones de
los gigantes motores que hacían retumbar la tierra.
El aire fue conquistado, aprisionado por El Ruido.
Los pequeños pájaros que antes alegraban con sus cantos el amanecer del campo y la ciudad se encontraban muertos sobre la
tierra, caían como lluvia
incontenible, en bandadas, cubrían el cielo mientras se
desplomaban víctimas de los estruendos de los
aviones: los aviones comerciales, de pasajeros, de guerra, los más grandes y
numerosos. El Ruido destrozaba a los pequeños
pajarillos que llenaban el cielo en una
lluvia incontenible. Los pájaros de hierro, envidiosos,
tomaban venganza.
Pronto sólo quedaron los pájaros de hierro en el
aire, ellos solos, conquistadores y dominadores sangrientos de los espacios.
El Ruido de los aeropuertos hizo que pueblos, ciudades
enteras tuvieran que alejarse y tomaran refugio en las
profundidades de la selva o bajo la tierra, donde
inútilmente trataban de ponerse a salvo.
Al principio se creyó que era una conquista del hombre, todo lo que el hombre hacía se
consideraba como una conquista, como un paso
más hacia el progreso. La técnica no tenía
secretos. La distancia dejó de existir.
En los primeros días la gente iba a los
aeropuertos a ver cómo despegaban y
aterrizaban los enormes aparatos, pero poco a poco se
dieron cuenta que después de algunas semanas la
enfermedad y la muerte se apoderaban de ellos. Los
ruidos al principio parecían no causar ningún daño al
cuerpo, pero luego comenzó la muerte por El Ruido: el
cuerpo de los que llegaban a los aeropuertos empezaba
a desintegrarse, primero perdían un brazo, una pierna,
luego otro brazo, manos, dedos, hasta quedar
completamente mutilados, un muñón informe de carne, hasta
desaparecer, convirtiéndose en un montoncito de polvo
que el viento dispersaba. Nadie podía detener esta
desintegración. Se la trató de explicar diciendo que las
ondas sonoras se introducían en los cuerpos y lentamente
dominaban las células, los nervios, las glándulas,
destruyéndolo todo. El Ruido se metía en el cuerpo, en
los poros, reptaba, se mezclaba con la sangre
envenenándola, haciéndola agua, haciendo que desaparecieran los
brazos, las piernas de la víctima, hasta quedar reducidos a
un muñón a una masa de carne, mientras El Ruido proclama su triunfo.
La tierra y el aire eran dominados por El Ruido,
y el agua también. Las sirenas de los enormes barcos invadían los antes silenciosos espacios marinos
y los peces, todos los peces, sufrían la
muerte por El Ruido. Todas las profundidades
marinas se convirtieron en inmensos cementerios.
Pronto no hubo espacio bajo las aguas, las olas empujaban
a los peces, los llevaban a la arena y ahí quedaban,
millones y millones de peces, sin brillo, sin luz, sin
la vida luminosa de sus ojos.
Todo era un enorme, angustiarte ruido.
Los mismos que lanzaron al hombre a esta destrucción dieron otra trágica noticia: la tierra,
debido a las ondas sonoras comenzaba a resquebrajarse y flotaba en el espacio como una naranja agrietada.
Algunas partes del globo terráqueo
comenzaban a caer en los espacios y alguien anunció
que incluso una enorme parte de la tierra se
había desprendido haciendo perecer a miles y miles de
habitantes.
La humanidad estaba aterrorizada. A nivel internacional se convocó una reunión de urgencia: se
tenía
que terminar con El Ruido, detenerlo,
acorralarlo, silenciarlo. Pero lo creado por el hombre se volvió contra el hombre: el repiqueteo de todos los teléfonos, el
ruido de las máquinas de escribir, el
ruido de todas las maquinarias, el ruido de voces,
gritos, impidieron durante varios días ponerse de
acuerdo sobre el lugar y la fecha de reunión. La voz humana
era interferida, ahogada por la voz del Ruido. No fue
sino después de muchísimos intentos que se pudieron
comunicar, oírse los unos a los otros, para determinar
las medidas que debían tomarse para proteger a la
tierra y al género humano.
La lucha comenzó. Si el hombre se veía amenazado
por la máquina, tenía que dominarla, sofocar la
rebelión.
La tierra, como una naranja agrietada flotaba en
los espacios. De vez en cuando se
desprendían pueblos, ciudades enteras de la
corteza terrestre.
El Señor Silencio era la salvación. El Señor
Silencio fue nombrado en una histórica
sesión, una sesión agitada, complicada,
porque los ruidos de la enorme sala, inútilmente a prueba de
ruidos, no los dejó comunicarse por bastante tiempo. Los
ruidos de los teléfonos cuyas ondas no podían controlarse ni dominarse, los
ruidos de los enormes sillones giratorios,
los ruidos de los aviones que pasaban sobre el
edificio destruyendo vidrios, ventanas, puertas, impedían la
comunicación.
Cuando lograron hacerse oír todos estuvieron de
acuerdo: unánimemente votaron por El Señor Silencio, Se le dieron poderes absolutos. Su voluntad
estaba por encima de todos los Consejos,
Comisiones y Organizaciones. Sus órdenes tenían
que obedecerse inmediatamente si se quería que la
tierra continuara existiendo. Nunca nadie tuvo tantos
poderes como El Señor Silencio. Todo fue puesto a su
servicio. Trabajando con legiones de secretarios y
sub-secretarios, El Señor Silencio empezó el ataque. El primer paso
fue inventar la cámara aislante. Toda persona tenía
la obligación, bajo pena de muerte, de vivir y
protegerse en la cámara aislante. Era una especie de traje,
pero hecho de tal manera que las ondas sonoras no
podían atravesarlo. Protegido dentro de esta cápsula el
hombre creyó que había vencido al Ruido, pero fue una
victoria momentánea.
La cámara aislante tenía sus problemas. En primer
lugar impedía la poca comunicación que existía
entre los hombres, además había que
alimentarse a través de un dispositivo que aunque
pequeñísimo y abierto con miles precauciones no era
capaz de impedir que El Ruido penetrara ocasionando la
desintegración de los cuerpos. Los laboratorios trataban
de inventar una nueva clase de alimentos para que el hombre no tuviera
necesidad de abrir la mortal ventanilla. Se
habló de inyecciones, píldoras que permitieran
vivir sin alimentos por varios años librándose así del
peligro de abrir y cerrar la escotilla pero se requería
mucho tiempo. Entre el abrir y cerrar no había ni un
segundo, pero esto era suficiente para que El Ruido
se introdujera haciendo una nueva víctima.
Para terminar la muerte por El Ruido se sugirió que toda la humanidad, o lo que quedaba de ella,
fuera dominada por un sueño momentáneo
que podía durar, diez, quince, veinte años, dormido, el hombre no haría uso de la máquina evitándose así El Ruido y por
consiguiente la muerte, pero la idea
fue rechazada, al despertar, se continuaría
haciendo uso de la máquina, produciéndose El Ruido y la
muerte. Otro sugirió que se imponía la destrucción de
la máquina y algunos grupos exaltados, presos del
miedo y del terror comenzaron su venganza, pero El Ruido
que se hacía al destruir la máquina, al hacerla
explotar, al dejarla ir en profundosabismos, al hacerlas
chocar la una contra la otra provocando una mutua
destrucción ocasionó nuevos, desconocidos, horrorosos
ruidos y nuevos géneros de muerte aparecieron de pronto. Los
grupos abandonaron sus intentos.
La tierra como una naranja agrietada flotaba en
el espacio.
A través de enormes telescopios se la observaba reduciéndose poco a poco. Los mismos aparatos que salían del corazón de la tierra para estudiarla
mejor, la destruían, la
resquebrajaban y agrietaban. Ciudades enteras se precipitaban al vacío.
Pero El Señor Silencio era infatigable. Seguido
por legiones de secretarios y sub-secretarios, cada día menos, pero siempre reemplazados inmediatamente por
otros, El Señor Silencio se comunicaba, después
del grandes esfuerzos, con laboratorios
secretos, y daba órdenes, establecía nuevos planes
de defensa cambiando cada día la estrategia.
Pero el problema era angustiante. Si bien es
cierto que El Señor Silencio había logrado algunas pequeñas victorias al condenar al silencio a ciertos
ruidos, también era cierto que nuevos ruidos
hacían su aparición. Muchas veces ni siquiera
se conocía de dónde venían, cuál era el origen de
ellos y se comenzaba una investigación para descubrir
su fuente y luego atacarlo, "Primero encontrar su origen,
era la orden, luego silenciarlo".
Investigadores especiales se dedicaban a
rastrearlo. Protegidos con aparatos y vestidos
especiales, nuevos vestidos que la cámara aislante probó ser ineficaz, los investigadores lo husmeaban, lo buscaban por
todas partes, se buscaba al más
peligroso criminal, al asesino más implacable. El
Señor Silencio era infatigable.
Más que proteger al hombre y a la Tierra de su
destrucción, había convertido la
lucha contra El Ruido en algo personal. Ya no le
interesaba la protección y conservación de la tierra y el hombre, sino
vencerlo, vengarse, silenciarlo para siempre.
La tierra, como una naranja agrietada flotaba en
el espacio.
Continentes enteros desaparecían dejando tan
sólo enormes, negros vacíos.
Y de pronto, cierta mañana, El Señor Silencio
desapareció tan súbitamente como había
aparecido.
El terror terminó de apoderarse de los hombres. Nadie sabía dónde se encontraba. Alguien dijo que
la noche anterior expresó a algunos de sus ayudantes
que había descubierto la fórmula
definitiva para vencer. Incluso se le miró sonreír
y frotarse las manos. "He descubierto por fin,
reveló, lo que silenciará al Ruido para siempre."
Esa fue la última vez que se lo vio. Ni sus
secretarios más cercanos tenían idea dónde
podía hallarse.
Se comenzó la búsqueda del Señor Silencio, la única persona capaz de vencer El Ruido. La
Tierra, como una pequeña naranja
agrietada flotaba en los espacios. Ahí, en algún
punto de sus entrañas se hallaba El Señor Silencio
con la solución para que continuara flotando.
Se dio la gran alarma. Se comenzó la gran búsqueda. Millones y millones de teléfonos empezaron
a repiquetear incesantemente, las máquinas de escribir, los telégrafos, las pantallas de televisión y de
radar enviaron a todas partes sus
desesperados mensajes. El único hombre que podía
salvar la tierra y el género humano se había esfumado
con la fórmula salvadora.
Todos los periódicos, revistas, noticiarios,
hojas volantes dejadas caer desde los aviones o pegadas en las paredes llevaban
el rostro del Señor Silencio para que todos lo reconocieran.
Las parlantes salieron a las calles dando la noticia.
Todo hombre se convirtió en un buscador, en un sabueso.
Pero la búsqueda provocó lo que nadie pareció
darse cuenta en un principio: el
aceleramiento progresivo de la destrucción de la
tierra. Todos los ruidos ocasionados por las máquinas que
enviaban mensajes, reproducían y enviaban el rostro del
Señor Silencio a través de las pantallas de televisión y
de radar, el ruido de los helicópteros, aviones, carros
patrulleros que recorrían las calles, avenidas,
carreteras, autopistas, mientras lo buscaban, los ruidos de las máquinas de
escribir, teléfonos, telégrafos, linotipos
enviando sus señales a todo el mundo, el ruido de los
aviones llevando a los poderosos de la tierra a una nueva
reunión de urgencia para discutir sobre la
desaparición del Señor Silencio, el ruido de los gritos de la gente
llamando a su posible salvador, ocasionó un inmenso ruido
como nunca antes se había conocido, mientras la
tierra se precipitaba a su muerte sin que nadie pudiera
detener su destrucción. Sólo El Señor Silencio podía
hacerlo, pero nadie lograba encontrar su refugio en donde
preparaba la fórmula mágica para silenciar al enorme
ruido.
De la tierra ya casi no quedaba nada. La
humanidad se había convertido en pequeños
grupos que todavía recorrían las calles,
avenidas, carreteras, autopistas en un desesperado y último esfuerzo para
encontrarlo. Los ruidos habían disminuido, pero
también la tierra y el hombre. Con cada ruido,
una parte de ella se perdía en los espacios. Pero los
sobrevivientes no abandonaban la lucha. La humanidad
todavía podía salvarse. Los grupos se hicieron cada
vez menos numerosos, se convirtieron en pequeñas hordas que vivían de la caza
y la pesca. La tierra dejó de ser
vertical para convertirse en una gran desolada
llanura, sin edificios, fábricas, bancos, cárceles,
manicomios, hospitales. Todo había sido destruido. Pero se
podía recomenzar. Renacer de la casi nada.
Al desaparecer el hombre, desaparecieron también sus máquinas, ahora se buscaba al Señor
Silencio a pie, sin carros altoparlantes,
sin teléfonos, sin aviones ni helicópteros, se lo
buscaba a pie, se lo llamaba a grandes voces, con
gruñidos, con señas, y cada vez que se emitía un gruñido,
llamándolo, algo se desprendía inevitablemente de lo
que restaba de la tierra. Los grupos se hacían cada vez
menos numerosos. Dormían bajo la sombra de los
árboles, a la orilla de los ríos. Se refugiaban en las
cavernas. Frotaban pequeños pedazos de piedra para hacer
el fuego y darse un poco de calor. Pronto ya no fueron
grupos, sino personas, seres, cosas aisladas. Luego
parejas de cosas, de casi hombres, que se juntaban. El
ruido casi cesó por completo. Un pequeño jirón de la
tierra todavía flotaba. Una pareja de casi hombres que había
perdido su verticalidad, que se encorvaban, que casi se
arrastraban. El Señor Silencio podía ser hallado y
comenzarse todo de nuevo. Un grito, un aullido, un
gruñido inhumano de la pareja creyendo descubrirlo
detrás de un arbusto precipitó a la tierra en el vacío.
Silencio. Ningún ruido, sólo el último jirón de la tierra
estallando como un pequeño sollozo, deshaciéndose en el polvo, en la nada. El
espacio ocupado por la tierra se llenó con la nada. Ahora lo único que reinaba era un gran silencio, el
absoluto silencio del principio, cuando
no existían ni las aguas de arriba ni las aguas de
abajo, ni el día ni la noche.
En algún punto de lo que había sido la tierra, El
Señor Silencio se había refugiado y desprendido
a los espacios sin límites.
El Ruido había sido vencido, conquistado, silenciado para siempre.
El Señor Silencio podía estar satisfecho.
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