El oro y el cobre - Rafaela Contreras de Darío, Stella

Cuentos narrativos Stella

El oro y el cobre

El oro habitaba el principal; el cobre la portería.

Era en verdad un hermoso palacio, muy hermoso. Cuanto el refi­namiento, el arte y la moda pudieron inventar estaban allí bajo las for­mas más diversas.

Los marqueses Roberto y Cristina le habitaban. ¡Oh! eran ricos, muy ricos. Vestidos siempre de seda y oropeles, cubiertos de joyas y piedras preciosas, en el día y por la noche entre los cojines de plumas, las pieles blancas y suaves y los cobertores de seda, vivían.

Iban al teatro, tenían constantemente servida opípara mesa, paseaban en coche por el bosque y los campos Eliseos, asistían a las ca­rreras y a los grandes bailes y recibían los constantes saludos de los más pobres y escuchaban como el zumbido de una colmena, aquellas con­stantes palabras melosas de la turba de aduladores y se aburrían.

Su hijo Carlos Federico, el futuro marquesito, aun no tenía un año y era ya muy gracioso ¡y tan lindo! Era una delicada flor en botón.

Rosadita y suave su piel, sus labios rojos sonriendo siempre, sus lindos ojos azules grandes y vivos y su cabecita formada de pequeños e innumerables rizos color del oro que debía heredar.


Le amaban; es muy poco, le idolatraban sus padres. ¡Cómo vivía el pequeño, cubierto de riquísimos adornos y hermosas joyas! Sus pañales de suave seda y sus gorritas o bien de pieles blanquísimas o bien de valiosísimos encajes, según la estación.

¿Lloraba el niño? Se cantaba y se tocaba para hacerle reír o se le daban juguetes de gran valor que él rompíá en seguida, para obtener otros.

* * * * * * *

Abajo, en la portería del mismo palacio, Manuel el portero y Rosa su mujer, pobres, muy pobres, trabajaban todo el día. Manuel subía y ba­jaba, ya a dejar un recado, ya la correspondencia.

Rosa cosía y recosía, remendaba la ropa de hilo y bien ordinaria y la lavaba hasta dejarla más blanca que la nieve. Condimentaba sus esca­sos y groseros alimentos, pero de tal manera que llegaban a parecerles sabrosos y aun suculentos, limpiaba y barría su habitación, cantando sin cesar todo el día y se amaban mucho Manuel y Rosa y eran muy pobres, sólo monedas de cobre tocaban sus manos, pero eran felices.

Su hijo, el pequeño Luis, tenía como el hijo de los marqueses poco menos de un año.


No era blanco como aquél, pero a su color algo moreno daba mucha belleza el rojo encendido de sus mejillas y labios. Sus ojos negros, rasga­dos y su cabellera de un castaño casi obscuro, rizada y suave.

Siempre reía; nunca lloraba. Con su camisita de algodón, muy blanca, eso sí sus pañales también de hilo y en vez de gorro un pañuelo anudado alrededor de su cabeza.

¿Estaba ocupado su madre? Lo ponía en el suelo sobre un pequeño colchón de paja que ella misma hiciera y allí calladito jugaba y se mene­aba y reía con un pedazo de muñeco sin cabeza que Manuel recogió de la basura, restos de los que quebraba el marquesito.

Cuando Rosa concluía, le tomaba en sus brazos y jugaba con él y lo acariciaba, lo besaba, le hacía bailar sobre sus rodillas y le decía cuanta frase melosa encontraba a mano como intérprete de su amor.

Por la noche se dormía en brazos de su padre que le depositaba luego en su pequeño jergón, cubriéndole hasta con sus ropas para que no tuviese frío en invierno.

Cuando alguna moneda de cobre se podía librar a fuerza de economías, iba Rosa corriendo y traía cintas y género ordinarios y le con­feccionaba una gorrita para los domingos, y así, loca de alegría y llena de vanidad le llevaba fuera para que todo el mundo le admirase con traje de gala y cantaba sin cesar ella, y él sonreía y besaba al morenito.

* * * * * * *

Enfermó un día el pobre niño y su madre llorosa porque no tenía cómo llamar al médico fue a buscar con qué hacer una tisana, pero la fiebre no cedía y ellos lloraban. Diéronle otros remedios, de ésos de po­quísimo costo, y el niño recobró la salud y volvió a ponerse encendido y robusto; volvieron sus padres a ser felices.


Elmarquesito cayó a su vez en cama; lo mismo que Luis, teníafiebre.

Llamaron al médico, corrían los criados, abundaban las medicinas. El niño empeoraba. Se llamó a todos los médicos, disintieron mucho, re­cetaron y recetaron y dieron al pobre mil y mil drogas, pero el tercer día había muerto.

Sus padres lloraban, gemían y se desesperaban. El cuerpecito frío del pobre Carlos Federico, estaba deslumbrador de terciopelos, oro y sobre todo piedras valiosísimas.

Rosa con su pequeño Luis en los brazos, con la cabeza envuelta en un pañuelo negro en señal de duelo y su ropa de algodón blanco, fue a contemplar al marquesito. Luego que le vio mucho y le admiró aún más, tomó de la mano a su marido y exclamó:

—¡Cuánta miseria, adornada con esa opulencia!

—Tienes razón,—contestó él. —Y nuestro tesoro no se conoce ni se ve porque va cubierto de miseria.

Tomó de brazos de Rosa, a su Luis y se alejó besándolo mucho.

* * * * * * *

Al siguiente día, el entierro. ¡Oh! fue espléndido. ¡Cómo desple­garon pompas, cómo corrió el oro, para llevar dignamente al marquesito al hueco negro y sombrío donde él, lo mismo que sus lujosos vestidos de­bían quedar hechos polvo!

Al volver los pobres padres del cementerio, Manuel, todavía con su pequeño abrazado, les salió al encuentro para darles las muchas tarjetas que habían llevado para significarles su duelo los amigos y los adu­ladores.

Hasta entonces, por primera vez desde que aquellos porteros vivían allí, reparó en el lindo chico, mal vestido, pero sano y riente.

Mirólo el marqués lleno de envidia y le preguntó al padre:

—¿De quién es ese niño?

—Es nuestro, señor marqués.

—¿Lo quieren mucho?

—Le adoramos, señor. —¿Y sois felices?

—Mucho. Nada ambicionamos.

—¿Entonces sois ricos?

—No señor, nuestro tesoro y nuestra dicha es el amor que Rosa y yo nos tenemos y el que tenemos a nuestro Luis. Trabajamos mucho, pasamos muy pobremente, pero estamos siempre contentos y somos fe­lices.

—Ay, sí, tienes razón. Nosotros entre el oro y la abundancia nos fastidiamos. Adorábamos a nuestro hijo y él ha muerto. Para siempre ha huido de nuestro lado la dicha. ¿Qué somos hoy? Unos pobres, más po­bres que tú. ¡No es donde hay oro que hay felicidad y alegría!

—Toma,—agregó luego, dando a Manuel cuatro monedas de oro— toma ese oro que para nosotros no brilla más y que no ha impedido que fuésemos tan miserables y empléalo en dar a tu hijo más compostura y comodidad. Gozaréis y seréis aún más dichosos.

El oro, por primera vez en la vida de aquellos esposos, penetraba en la habitación donde el cobre moraba, pero también la paz y la alegría.

Aquel invierno Luis durmió envuelto en suaves pieles como un noble y en verano tuvo gorrito de cintas y vestidito completo. Y sonreía él, y sus padres locos de contento, le llevaron a paseo y le besaron y can­taron haciéndole saltar entre sus brazos.

Tomado de: Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío.
Seudónimo: Stella

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