LA ÚLTIMA FOTOGRAFÍA DE MARINA VLADY
Siempre vengo a este lugar cuando la nostalgia comienza, esa que los seres humanos de esta parte del mundo, asociamos al nombre de la Navidad.
Los postreros vientos de noviembre ya exhalaban sus remolinos por las esquinas y las hojas de los árboles
caían, como si fuesen las vestiduras anuales que nos era necesario renovar. El día de los muertos, con esa ausente
presencia detrás de todos acababa de
pasar y el frío de su cercanía aún no lograba
desaparecer.
Algunos trabajadores se apresuraban por las aceras con
los rostros muy blancos, casi
como un papel a la búsqueda de letras
para llenar su vacío.
El sitio se divisaba desde la parada final del autobús. Había sido rodeado por los edificios de una ciudad en
continuo crecimiento, salvo por uno de sus lados, donde una intrincada red de líneas férreas luchaba por abrirse
paso hasta la estación Terminal.
Había ocupado la totalidad de las diez hectáreas
del antiguo parque oriental, dejando sin albergue a los cientos de nómadas y trashumantes, huéspedes
nocturnos de sus jardines.
Sus calles y avenidas habían sido trazadas con un
diseño urbanístico de principios del
Siglo XX y sus edificaciones de madera
habían logrado permanecer en pié tanto tiempo, gracias a un
material químico que las impregnaba y protegía
contra los embates del clima.
Los locales eran pequeños galerones hechos en serie y aptos para cualquier actividad de comercio y entretenimiento. Todo el lugar permanecía clausurado el resto del año y sólo se abría para dar cabida a esta feria
anual del municipio.
Los comerciantes iniciaron la tarde con el traslado de
los productos a los espacios
designados. Aunque apenas estaban en la
fase de montaje, algunos propietarios ya habían completado el trabajo y se aprestaban a la revisión final. Las casetas habían sido adornadas con esmero, una lluvia de cintas multicolores ondeaba bajo los aleros y
miles de banderas tornasoladas,
atadas a cordeles, cruzaban de lado a lado las calles.
Algunos vendedores ya anunciaban su mercadería. Allí
se ofrecía desde la ropa y el
calzado de moda, hasta los más raros alimentos y diversiones. El ruido de un
gigantesco altoparlante llenaba el ambiente con la propaganda de la cerveza más consumida por la población y un apetitoso
olor a potajes se filtraba desde las marmitas de los restaurantes. También las salchichas desprendían su aroma sobre las sartenes de los bares rodantes, lo que
hacía inevitable la estimulación de todos los sentidos, incluyendo los
movimientos digestivos menos convencionales.
A pesar del bullicio, desde un recinto desconocido, una orquesta destilaba hacia nosotros la prodigiosa
música de Liszt.
Afuera, la temperatura todavía posibilitaba el uso de
vestuario liviano, sirviendo el
calor de la propia piel, como calefacción.
Los arreglos de la avenida principal habían terminado
la jornada anterior, su acabado
indicaba gustos muy refinados de parte de los diseñadores.
Ladrillos simétricos de color añil se extendían por la
superficie del suelo y numerosas bancas formaban
acogedores ambientes de descanso.
También pudieron rehabilitar el desvencijado quiosco central, cuya cúpula semejaba el casco de un navío
abandonado en una playa remota. Lo
habían pintado de blanco y por sus columnas de
filigrana metálica se enredaban delicados jazmines de
Valaquia.
El Ayuntamiento tenía fama de eficiente. Había cumplido con la obra en el plazo estipulado. Se rumoraban
algunos excesos sobre sus atribuciones, pues habían adquirido una taberna húngara situada en el centro de
las instalaciones; sin embargo los
ciudadanos no tuvimos ninguna
percepción equívoca sobre el notorio interés de la municipalidad por esta adquisición, así como por otras tareas consideradas como rutinarias.
Llegado el día de la inauguración, no hubo ningún
aviso, ni publicidad alusiva por la radio o por otros medios
de comunicación.
En la tercera página del diario, el zodíaco llamó mi
atención. Fecha: 18 de
noviembre. Signo: escorpión, acuático y
femenino. Piedra preciosa: Aguamarina. Número desuerte: Cero. Órganos que influye: Piel y espina dorsal. Países que rige:
Centroeuropa.
Últimamente el desempleo se ha ensañado tan cruelmente
en contra de los fotógrafos, que ni el horóscopo más acertado se atrevería a cambiar la rutina, —pensaba en
voz baja— cuando la gente comenzó
a desfilar por el portón principal.
Los primeros en llegar eran individuos del sexo masculino, de mediana edad, sin acompañantes y enfundados en oscuras vestimentas. De su deteriorada condición se
desprendía un aspecto muy
particular. Quizás en sus gestos o en el
desenfado de los cabellos se manifestaba una expresión limítrofe entre la sabiduría y el desencanto, entre la experiencia y el tedio. Llevaban bajo el brazo,
—así como yo— un libro, mostrando de
esta manera, algunos indicios de su afición por el
estudio, o al menos por la información.
Muchos dirían que se trataba de corredores de seguros,
o también, agentes distribuidores
de tantas bagatelas de Taiwán.
Obviamente no eran marginales, mucho menos delincuentes. El más fornido parecía ser el jefe del grupo
y se instaló en la primera terraza
que desplegaba sus toldos a la
clientela. Los demás le siguieron, arrancando de las manos de los meseros, las sillas aún amontonadas en el
interior.
Luego aparecieron las madres. Todas vestían con la
austera elegancia de quien ahorra todo
un mundo para entregarlo a los hijos. Caminaban con
los ojos clavados en el piso, absortas en los minúsculos
detalles familiares. Sólo la
insistencia de los niños pudo sacarlas del ensimismamiento y fueron
arrastradas por ellos hacia la heladería, identificada
con un sorbete luminoso.
Ellas también fueron jóvenes, con sueños al fin y al
cabo disipados en el esfuerzo del
hogar, eclipsadas por la convivencia
conyugal y el matrimonio. Algunas se dispersaron por las tiendas, manteniendo siempre el ojo avizor sobre las inquietas cabezas, que ya se debatían entre
sabores de vainilla y chocolate.
Al anochecer entraron las parejas. Llegaron sobre una monstruosa maquinaria de ruedas y cadenas. Innumerables chapas de metal adornaban sus chaquetas y un
ropaje de cuero negro se ceñía a la forma
de sus cuerpos. Parecían desconocerlo todo o quizás
visitaban aquel sitio por primera vez.
Ignoraron los juegos mecánicos, las ofertas y los
deliciosos platillos asomando por los
mostradores. Unos pocos decidieron caminar y discretamente se deslizaron sobre
el césped, en los bordes de la cerca, furtivos, como si fuesen roedores buscando una bodega de granos prohibida.
Por su aspecto y su forma de vestir
teníamos dificultad para identificarlos plenamente; sin embargo, la
mayoría estaba conformada por jóvenes de
ambos sexos, arrullándose a cierta
distancia de las luces y de la algarabía.
A cada paso se abrazaban con la fuerza del instinto,
hasta paralizar sus miradas. Saltaban juguetones hacia cualquier novedad y cuando la descubrían, se fundían en
otro abrazo tan cálido como el
anterior. Ellos eran el presente y lo demás tenía poco
valor.
Inesperadamente irrumpieron los otros. Un escalofrío
recorrió mis huesos hasta escaparse
por las puntas de mis pies. No me gustaban aquellos seres de brillo y lentejuelas. Realmente no me consideraba un supersticioso,
pero aquel grupo de ojos vidriosos y profundos
desplazándose con audacia, me develó nuevas
coincidencias.
Habían sido por mucho tiempo la encarnación real de un
destino oculto detrás de las
cortinas de los carromatos o galopando
sobre corceles, atados a cualquier ruta bajo el golpeteo de
sus cascos.
Eran el azar entrando en un campo donde rigen todas
las reglas del juego.
Pasaron sin mirarme. Yo, apenas pude levantar la vista
hasta la empuñadura de sus dagas. Con el estremecimiento de mis músculos, la vieja cámara rodó por el
piso y se rompió en mil pedazos. Es
lógica su participación del espectáculo —murmuré hacia adentro— una
feria es un universo abierto a todas las
posibilidades, un lago de fantasía
donde sólo se refleja lo que nosotros arrojamos a sus profundidades. Un
circo o un juego de dados son maniobras
incoherentes del devenir. Su sentido existe porque ya está dentro de
nosotros, cada vez que nos sumergimos en
sus aguas. Son el efímero brillo de nuestras carnes, el gesto que se hunde para descargarnos del peso de
navegar entre dos orillas.
Al final de la noche apareció ella, puesta en el
centro de la plazoleta. Nadie la vio
entrar, ni siquiera los vigilantes, atentos
a toda situación de peligro.
No quiso exponerse a la luz de los potentes
reflectores, colgados como diminutos soles de
la bóveda nocturna. Más bien, prefirió mirar
evasivamente hacia la oscuridad, mientras giraba sobre sus talones, rumbo a los laberintos de la fiesta.
La reconocí inmediatamente, nada en ella había cambiado. Era exacta a la que treinta años atrás llenaba con su imagen las
páginas de la revista" Ecran".
Vestía un pantalón negro, de talle bajo muy ajustado, combinado con una blusa de macramé color turquesa. La parte delantera era de una sola pieza hasta el ombligo
y por detrás se abotonaba á la
altura de la primera vértebra dorsal con un botón único,
revestido del mismo material. La espalda se
extendía amplia y desnuda hasta llegar a ese suave remanso, esbozado bajo el fino cinturón.
No había signos de envejecimiento en su piel y aún tenía esa sonrisa entre maliciosa y discreta, por la
cual fue comparada alguna vez con la
"Gioconda" de Leonardo da Vinci. Al verla más de cerca pude comprobar, cómo el ángulo de sus labios estaba dispuesto de una extraña
forma en relación a sus pómulos, de
tal manera que siempre aparentaba sonreír. Sobre ellos,
dos hoyuelos paralelos te-saltaban su vivacidad y a la vez
su misterio.
Calzaba una especie de zapatillas chinas de satín
azul, haciendo contraste con los tobillos blancos y bien torneados. En uno de ellos se enroscaba una cadena de escorpiones de oro, engarzados uno tras otro, por la
cola. Caminaba sin levantar los
pies, apoyando suavemente la punta de
los dedos sobre las baldosas, como si en verdad se deslizara en su trayecto
hacia el punto final.
Entre la multitud era inconfundible. Sin embargo nadie
excepto yo, parecía asombrarse
delante de las ondulaciones rítmicas de
Marina Vlady avanzando sobre el cemento. Había llegado a la
gran urbe desde las llanuras de la Puszta a
mediados de los años cincuenta. Su extraordinaria belleza huía de las
imposiciones ideológicas que como hordas
asolaban su lejana provincia. Aquí la acogimos con el entusiasmo propio de
quien contempla un planeta incandescente elevarse sobre su órbita. Fue
así como nuestro cine la hizo su primera
actriz y el mundo del arte la nombró Reina
de la noche metropolitana.
Ante las cámaras posaba orgullosa de su suerte, junto
al director más osado de la época,
quien luego la hizo su esposa. Toda la 'Prensa del corazón' publicaba los
primeros planos de la “Mona Lisa del Este”; a su lado Brigitte. Bardot se
insinuaba apenas como una asustadiza principiante.
Mi creciente afición por la fotografía había
posibilitado el estudio minucioso de los
rasgos corporales de Marina. En las noches de insomnio repasaba una a una las
portadas de las publicaciones pegadas
en la pared, mientras mi memoria grababa de manera
imborrable cada plano de su anatomía.
También para las mujeres, ella había sido un punto de
referencia, el arquetipo propio
para odiar o envidiar. Eran esas mismas que hoy corrían detrás de sus vástagos
sin siquiera reconocerla.
¿Por qué el silencio y el olvido devoraron con tanta
perseverancia el nacimiento de una diosa? ¿Por qué la avalancha
de humo sobre tantos ojos? ¿Cuál era el secreto de su secreto?
Resultaba harto extraño, cómo esos hombres de empobrecida apariencia y pulcras maneras, no se hubiesen
percatado de su andar, artistas e
intelectuales de un siglo en decadencia, no consiguieron
escudriñar todos los eslabones para
descubrir a aquella bellísima extranjera. Ella se desplazaba como una sombra, penetrando en sus
poros para cegarlos y hacerles
olvidar.
Para mí no había dudas. Ella resurgía desde el fondo
del pasado, lanzada por un impulso
sin edad ni causa, con el mismo
atuendo de la última edición de la revista; ese que la había hecho eterna en mis sueños.
Era en verdad una estrella y debía aprovechar aquella oportunidad para atraerla y confesarle mi admiración. La deslumbrante alameda central y la muchedumbre llamaron su atención y hacia allí encaminó sus pasos. En
la perfumería, una oferta de
cosméticos causaba el revuelo de las
señoras, pero ella se dirigió a la instalación contigua, a una taberna que promocionaba sus ventas, con
los acordes de cinco violinistas de
pobladas cejas.
Por el este, dicho negocio insistía en atraer el
olfato de los clientes, escanciando vinos del
Tokay en cristalinas copas. Se detuvo
frente a la escalinata de la entrada. ¡Cuántafalta me hacía en aquel momento mi desvencijado instrumento fotográfico!
¿Tal vez la última fotografía debía ser malograda por
desconocidos designios?
¿O acaso fui yo el que entregué el acto más vital de
mis sueños a la realidad,dejando
caer el aparato? ¿Cuál era la realidad? ¿Ella tan cercana o la distribución indeleble de sus formas
transmitiéndose por todo mi sistema
nervioso?
Un payaso muy anciano nos observaba fijamente. Como un
augurio, una lágrimarodó por los gastados surcos de
su rostro. ¿Acaso él si la había reconocido?
¿Marina Vlady estaba realmente allí? En la confusión,
el pintarrajeado personaje había
desaparecido y probablemente nunca contestaría estas
preguntas.
Ella pareció entender mis cavilaciones y bajó los
párpados como prueba de asentimiento. Fue entonces cuando escuché su voz honda y melódica diciéndome:
"Gracias por haberme hecho existir". Palabras premonitorias
que nunca debieron ser pronunciadas.
Su eco aún rebotaba dentro de mis tímpanos, cuando el reflejo de un filo de metal rasgó el aliento de los transeúntes. Ya era demasiado tarde. Su cuerpo se
resquebrajó enel acto como el gastado
papel de una antigua fotografía, a escasos centímetros de mis manos.
Con la velocidad del cuchillo, los gitanos recogieron aquel fragmentado rompecabezas y rodeándolo por los cuatro flancos, se esfumaron en dirección desconocida. Habían pasado fracciones de segundo y los curiosos
se agolparon entonces sobre la
sangre, que como una flor roja se deshojaba sobre el mosaico.
Sus únicas palabras aún aguijoneaban mi cerebro hasta hacerme perder la
noción del tiempo. Sobre el suelo ensangrentado, el botón forrado en macramé
se balanceaba aún tibio.
"Gracias por haberme hecho existir " retumbaba nuevamente dentro de mi cráneo, mientras lo acariciaba
entre mis dedos.
Los músicos afinaron en todo su esplendor las notas de
una canción del Danubio, mientras
unestridente Santa Klaus animaba la taquilla de la
nueva tanda de cine, que pronto iba a empezar.
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SOY UN PERSONAJE DE FICCIÓN
Soy un personaje de ficción proclama el padre desde su
sillón de lectura.
El hijo, motivado por las disquisiciones vehementes de su progenitor, se
anuncia también como un producto todavía en
estado de flujos y reflujos. La esposa y madre, preocupada por los problemas de un hogar cada vez más incierto, se pregunta el porqué de tanta
divagación y cuestionamiento a las
cosas. La hija, en su cuarto de juguetes
y apenas con edad suficiente para intuir los significados, protesta por tanta servidumbre, ante algo tan inconsistente para su tierna edad.
El resto de habitantes de la casa revolotean, gruñen y
chillan como de costumbre. No son
las incertidumbres y avatares de la conciencia, que
manifiestamente se impone en el
ambiente, los que habrían de torcer un poco más sus colas o disminuir el tono de su alharaca.
Pero se ha llegado en esta historia, a un punto, o
mejor dicho a un límite, donde los
actores entran y salen de sus papeles con toda naturalidad. Se
podría decir que viven en dos mundos a la
vez, aunque casi nunca sean conscientes
en cuál de ellos se expresan, o en cuál de ellos son captados por los otros.
Los otros, por supuesto que están en la misma situación y normalmente nos
cruzan la palabra en cualquiera de estos ambientes, tanto al entrar como al
salir, aunque también comparten algún
tiempo los mismos espacios; por lo tanto no se sabe, cuando estamos solos o si
los espectadores han pasado
masivamente a sentarse, en las butacas
de otro instante.
De esta manera, podríamos conversar en la misma sala con Don Salvador Dalí o con Wolfgang Amadeus Mozart; pero sobretodo con Maurice Maeterlinck, Baruch Spinoza
y con Jorge Luis Borges, amén de
otras transfiguraciones, pues el contacto tiene sus
códigos y perseverancias que van desde la música hasta las matemáticas, pasando por la literatura y la filosofía..
A pesar de lo ficticio de esta personalidad, me
encanta una nutrición a base de frutos de
la tierra, aves, peces y otras carnes más aromáticas,
pero como toda ficción tiendo a reproducirme para
ocupar los vacíos en poder de otras
entidades y —cual inevitable discípulo— procuro seguir los procesos que me han engendrado para llegar y siempre así continuar.
No vaya a ocurrir, que supercherías, inconsistencias y
laberintos se posesionen de toda
esta amplitud, difusa en la mayoría de los casos, pero
amplitud al fin y al cabo. Entonces lo
grandioso sería tener la precisión para estar en ese movimiento de los seres y
las cosas exactamente, no importa el lugar.
Hoy, como todos los días, una creación llamada mujer me invita a seguirla por cualquiera de sus lados.
Me toca en esta penumbra, preparar los alimentos de la
cena y llamar a los seres
animados, con los que convivo, incluyendo
pájaros y felinos, para brindar, por esta alegría tan tenue de existir o quizás no todavía.
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UN DIOS SOBRE EL ASFALTO
A Blanca Castellón
Un ser cruza la vía. Entre izquierda y derecha seis carriles esperan por el animal. Es un pobre y triste cuadrúpedo, que avanza asustado, evadiendo el golpe
de los vehículos a motor.
Hay muchos otros esperando más adelante, para mirarnos
fijamente, a pesar de la
velocidad de nuestra impaciencia, y seguramente en el trayecto les
encontremos pálidos, angustiados y con el horror al destripamiento
dentro de sus desmesuradas pupilas.
Es nuevo este ensanchamiento por el que todos conducen, no importa cómo ni en qué. Lo esencial es sentir
bajo nuestros cuerpos una oscura
sustancia, quizás tan oscura como la
suavidad y el encanto del progreso sobre asfalto. Aquí no hay reglas y si existen, parecieran olvidarse
ante la sensación de estar llegando a
un lugar del cual no sabemos su nombre.
Destartalados autobuses con cabezas y piernas colgando
de las ventanas, moribundos
jamelgos tirando de carretones, aves de corral, cerdos,
gatos y por supuesto peatones, se
apresuran con inusitado deleite a penetrar en esa atmósfera de
aterrizaje y despegue que la pista proclama. Es
realmente una plataforma para naves ultramodernas, con turbocarburadores al
estilo de los que ruedan en las"autostradas
o highways" del primer mundo. Certeramente se debe llamar a esto una tecnología apropiada, pues algunas ya se deslizan como aviones por toda
la amplitud del pavimento.
Varios transeúntes han bajado en la parada y siguiendo
los pasos del mamífero se
proponen esquivar los coletazos de tres camiones, aún bajo el riesgo de una muerte atrincherada en cualquier recodo de la travesía.
Un conductor ha ido más lejos en la búsqueda de los delirios producidos por tanta modernidad. Ha celebrado copiosamente la dicha de estrenar un amplio tramo y
ha ido a estrellarse contra un muro de
contención. Dos o tres imitadores han seguido su ejemplo, creando un desorden que las autoridades naturalmente no
esperaban. Los muertos podrían ser analfabetos, como tantos que han
tenido acceso a un permiso de conducir, aún mucho antes de aprender a leer y escribir como la Constitución lo
manda.
Pero una causa secreta de tanto caos, pudiese ser ese atávico y aún no bien esclarecido complejo británico
de un gran sector de la población, que se refleja hasta en el modo de guiar un automóvil por los carriles
izquierdos y aventajar por los de la
derecha. Así nos lo transmite un
infortunado visitante a quien acabamos de rescatar, todavía vivo, por el impacto de una camioneta
sobre sus costillas.
También observamos a diestra y siniestra a numerosos niños, casi lactantes,
asomando sus diminutas cabezas sobreel timón.
Asustados de su temeridad y del miedo a ser descubiertos, endurecen histriónicamente las facciones de sus rostros, para imitar así la rigidez y arrojo
diariamente observados entre sus
mayores.
Los accidentes debieron ser más graves de lo previsto
pues el tráfico se ha detenido sin
darnos cuenta.
Por supuesto que estos inconvenientes no significan
obstáculo ninguno para los aguerridos gremios de taxistas, chóferes de rutas urbanas e interurbanas y tampoco para
los osados funcionarios que ya los imitan. Toman por
asalto las rampas aledañas, las zonas de
seguridad incluyendo la barda de
separación, posesionándose sin ningún rubor de las vías de sentido contrario. Ellos tienen la obligación de llegar a su destino, sea cual este fuere, y no es
un percance o un embotellamiento o
unas normas sobre el papel, lo que les
impedirá cumplir con sus elevados designios.
De vez en cuando, quizás instigados por alguna pasión, algún remordimiento o simplemente por el simple
gozo de desplazarse como en los
circuitos de Monza, Le Manso
Indianápolis,' estos auténticos pilotos compiten entre sí, para
dilucidar, quién es el amo de la civilización y de las calles. Cuatro o cinco ancianos aplastados o cualquier niña
triturada al paso de los colosos, no enturbia el frenesí de la gloria, ni el
orgullo de los vencedores. ¡Qué más da!
—cuchichean entre ellos sobre el podio—, en este país la carne se repone con mucha espontaneidad, casi automáticamente;
así lo hemos escuchado en informes sobre
la natalidad y en los censos de las Naciones Unidas.
Sin embargo, otros conductores no demuestran tanta prisa. Al igual que muchos de los viajeros, mantienen la
costumbre de arreglar sus asuntos personales desde los
asientos. Así cuando otro vehículo se
coloca paralelamente y los amigos
emergen detrás de los cristales, ellos aprovechan para recordar agradables conversaciones, resolver viejas querellas y para indagar por parientes o
amores ya desteñidos en los
vericuetos de sus memorias.
Indiferentes y sordos, para ellos el tiempo no tiene
sentido, mucho menos la estruendosa vociferación de las bocinas insistiendo en apartarlos de la ruta.
Consagrados a sus preguntas y
gesticulaciones, nos afirman que la carretera
no es un medio, sino la vida misma, donde siempre hay un instante para el recuerdo, otro para el amor y otro para la muerte. Por lo tanto un grito de un
lado a otro, una voz con nombre propio
desde un bus a otro, es solamente la
señal para iniciar una etapa propicia a la recapitulación y al recogimiento.
Muchos de los pasajeros y timoneles aprovechan entonces esas sesiones de anarquía características del
tráfico vehicular para voltearse hacia
adentro de sí mismos y meditar. Aquí
se medita con los más rebuscados métodos nos refiere uno de los usuarios. Yo por ejemplo —nos dice— utilizo la técnica Zen, porque encoge el espacio
de meditación y el volumen
corporal a una tercera parte de lo normal y eso se adapta de
maravilla a estos reducidos cubículos, donde nos transportan como reses camino
del matadero.
Otros han desarrollado la pericia del avestruz y sencillamente hunden su cabeza en un bolso y así se
reencuentran consigo mismos en la
intimidad. Otra intensa y eficiente
modalidad de relajamiento mental, muy apreciada, sobretodo en presencia de
asaltantes —lo cual es muy común en estas rutas— se llama
"puercoespín". Por ella entendemos un estrujamiento del cuerpo hasta
conseguir la forma de una bola donde ni
siquiera se observen cráneo ni orejas.
Puercoespín posibilita entonces el ocultamiento bajo las sillas, bajo el equipaje, y bajo las piernas de las
señoras, lo que —una vez pasado el
peligro— permite respirar aromas casi
hipnóticos y aislarse del bullicio, los días que dure la espera.
Pero hay algunos que son muy aéreos en su modo de meditar y hasta desafían a las leyes de la gravedad
colgándose de las barras de sostén, como si fuesen miembros de otra especie. Allí se enrollan en posiciones casi fetales
como esos trepadores del género Choloepushoffmanni, llamados también perezosos. Cuando sienten las vibraciones del movimiento entonces se desenrollan y bajan, con la
misma lentitud de la larga fila
de vehículos, cuyos motores empiezan de
nuevo a girar.
Pero los protagonistas de estas avalanchas motorizadas
son indiscutiblemente, los modelos
puestos en circulación. No obstante las marcas con las
cuales se identifican, estos automotores
no logran darnos una idea exacta de su origen ni de su fecha de fabricación, pues parecieran estarsiendo rediseñados constantemente por la mano de artistas muy creativos y poco convencionales.
Así pues, los hay con abolladuras en las puertas, en
las partes traseras y por supuesto
en los parachoques delanteros. Según nos refieren estos
expertos del metal, los hundimientos y deformaciones de
la carrocería, cumplen una función estética acorde con las perspectivas y los
deseos insatisfechos de los propietarios. También hay otros elementos más determinantes, acerca de la naturaleza
de estos individuos y de su
vinculación con las máquinas, como son
aquellos relacionados con el funcionamiento. De esta manera, algunos han suprimido errores en el diseño de los sistemas de combustible y cargan recipientes
de gasolina sólo para verterla directamente
dentro del motor por la acción de la gravedad, a través de una manguera. Otros son más audaces en sus ideas, han ido combinando
como en una batidora, sus
manifestaciones artísticas con el sentido de utilidad de algunas de las piezas. Como resultado de esta
mezcla, muchos han eliminado las luces, tanto las anteriores como las posteriores, lo que con toda evidencia indica a los espectadores, la presencia de un
modelo muy cotizado; sobre todo si circula por las noches. Otros, han preferido dejar un único foco de luz, pues en la
enorme competencia por la moda han
llegado al convencimiento, de que su
vehículo puede pasar por otro, es decir, algo así como un travestí del mundo automovilístico; cuando de
lejos en la oscuridad parece
motocicleta y al acercarnos comprobamos que se trata de un sedán o una furgoneta.
No está de más comentar la eficiente labor de las
oficinas encargadas de promover, de
regular y consolidar tanta creatividad
entre diseñadores y campeones del volante, así como de ingenieros y constructores de autopistas y avenidas. Sus políticas han sido mencionadas laudatoriamente por las asociaciones internacionales de
tránsito, pues entre otros aciertos, han sido los únicos capaces de desarrollar periódicamente concursos obligatorios, donde por una contribución económica o impuesto, hacen
desfilar a los propietarios con sus respectivos modelos, apertrechados de los atavíos e innovaciones
característicos de una cultura claramente
esteticista. Los premios consisten en poder rodar libremente durante otro período,
precisamente con todos los adornos presentados al momento de pasar la evaluación del jurado.
Todos estos oficinistas están constituidos por
minuciosos especialistas, hombres y mujeres
muy sensibles y comprensivos para las misiones encomendadas. En algunos, la virtud más notable es la de servir de paradigma al
resto de los ciudadanos y
fundamentalmente actúan como verdaderos caballeros o damas, extendiendo al público sus manitas abiertas como símbolo de amabilidad y
cortesía. Otras veces arengan a los conductores, a cumplir con su inalterable voluntad de llegar adonde se debe y no
adonde se puede; independientemente
de las condiciones ya explicadas. Otros, muy curiosos,
detienen a los conductores, por el simple placer de contemplar un arreglo metálico de buen gusto, un material delicadamente transformado o unas latas cuidadosamente decoradas —y en casos de excesivo refinamiento—, pintadas con alegorías al fuego;
como para estimular las llamas que normalmente huyen de los tubos de escape.
Pero con justa razón los más lúcidos de entre todos,
son los artífices —tanto financieros como técnicos— de las vías de circulación.
Han establecido procedimientos muy avanzados para agilizar el tráfico. Un semáforo donde se generan
muchas colisiones, es inequívocamente
un indicio de las complejas teorías que
manejan. Han organizado un mecanismo muy especial mediante el cual, un conductor puede atravesar una calle de seis vías y de dos sentidos, en el mismo
tiempo y en la misma forma que atraviesa solamente dos de ellas. Otra variante espectacular para aumentar la fluidez
vehicular, ha sido la de construir unos redondeles, a
imitación de los que alcanzaron su máximo
esplendor durante los años de la
reina Victoria, y que posteriormente fueron exportados a la India durante la colonia. Aunque en su época
fueron diseñados para coches de caballos, resulta impresionante su versatilidad y elasticidad para adaptarse a nuevos
siglos. Aquí vuelve nuestro malherido forastero a insistir en esa
inexplorada tendencia, de creernos ingleses, al adoptar estos increíbles
círculos de rotación, llamados
"circus" por ellos, hace más de cuatrocientos años. Sin embargo, toda
mi preocupación está dirigida a averiguar,
los extraños motivos que han obligado a este perro de raza tercermundista, a abandonar su casa y
arriesgarse para husmear exactamente frente a mis narices. Para no maltratarlo he debido detenerme, bajar del carro, y allí
mismo en un hueso sobre el suelo, he
encontrado la respuesta.
Aquí una vía no funciona como un cauce para desplazarse por el mundo, una línea para ir del principio hasta
el fin, o una sucesión de puntos entre el Alfa y el Omega. Bajo estos cielos, la carretera también ha encontrado
aplicaciones muy diversas, sobre todo aquellas propias de los procesos de autodepuración de la materia. Latas de
cerveza, restos de comida,
servilletas, botellas y bolsas plásticas son apenas algunos de los artículos vorazmente apetecidos por toda clase de depredadores. Algunos como zanates y urracas han desarrollado valiosísimas
habilidades para capturar un desecho en el
aire, al momento de ser lanzado desde una ventanilla.
Otros, como este representante de los cánidos, no ha
tenido más remedio que usar sus
detectores olfativos, aún a expensas de
la posibilidad de morir, y por supuesto, al rescatarlo he
sentido el temblor de su agradecimiento entre
mis brazos. Por eso hoy, delante de esta criatura hambrienta y sin pecado, a la que nuevamente se le
ha concedido el don de la vida, he creído ser por un instante un Mesías entre ruedas; quizás un nuevo Dios sobre
el asfalto.
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CRÓNICA DE UNA SALVACIÓN
Poca extensión tiene este poblado. Quizás dos o tres calles muy estrechas empinándose desde la hondonada, hasta la cima de una mole rocosa. También muy pocas casas, no más de
doscientas, construidas con ladrillo de barro precocido, de grandes aleros
y excavadas en la ladera misma de la piedra.
Otras, sostenidas en peligroso equilibrio sobre los
pedregales, están hechas de tablones
con techos de cañas.
Para llegar a él esnecesario recorrer interminables caminos solitarios, casi a la altura de las nubes y luego
descender de pronto sobre una pendiente sin
final visible. Las edificaciones
empiezan a aparecer sorpresivamente en la bajada, pues absolutamente, nada indica la existencia de una
agrupación humana en un territorio
tan accesible a las águilas y otras aves
de presa.
Tampoco tiene un nombre, aunque la conducta de sus habitantes bien podría merecerlo; por tal razón se ha extendido la manía propia de algunos exploradores, de identificarlo simplemente con una cruz en el mapa. Más
allá de sus linderos
territoriales, no existe información sobre detalles geográficos o de seres
vivientes.
Nada ocurre en este pueblo, salvo el acontecer
sucesivo del sol y de la luna, de las
lluvias y de la sequía, de losanimales
nuevos sustituyendo la presencia de los otros, ya viejos.
En los días más resecos es frecuente encontrar bestias
de carga, reclinadas para morir sobre los paredones de
basalto, con los buitres socavando sus
vísceras, aún antes de haber lanzado el último aliento.
De esqueletos y osamentas, ¡ni hablar! Se encuentran
esparcidos como una extraña flora calcárea sobre los
terrenos aledaños, convirtiendo así la
vegetación en la muestra pictórica de alguna escuela surrealista y
necrófila.
Nadie llega a este sitio, excepto los campesinos regresando de los corrales y sus mujeres con ropa recién
lavada subiendo desde las orillas
del río. Una empresa de camiones sirve
a la zona, según requerimiento, sobretodo cuando algún grupo de parientes se reúne en la ciudad más próxima y decide emprender la desolada travesía.
Por supuesto, también hay un parque; deteriorado y con algunas bancas desmoronándose bajo el follaje de
una rala arboleda; dos columpios y
una placa conmemorativa completan
el inventario de tal instalación. La iglesia, enfrente, se alza pequeña
pero digna en su estructura de adobe y con
su frontispicio en el estilo más austero de la colonia. Además posee una
prolongación lateral con dos puertas
y cuatro ventanas, donde suponemos las oficinas de la administración y la vivienda del párroco. Este ha salido por un momento hacia el atrio acompañado de
dos sacristanes y podemos observarle
con sus pies apenas recubiertos por
san- dalias, el cordón blanco en la cintura,bien ceñido a un tocado oscuro, muy propio de las
vestimentas de congregaciones
terciarias y peregrinas.
Así, después de haber mostrado a este personaje tan influyente, nada nos impide entonces describir al resto
de los lugareños.
No son muchos. Aproximadamente unos mil, apretujando sus viviendas alrededor del centro. Los otros
están distribuidos entre los solares
baldíos de las rutas accesorias.
Posiblemente también existan algunas chozas sobre la cresta del cerro, pues en el crepúsculo, a veces se
observan minúsculas siluetas, contra
el resplandor rojizo de la tarde.
La actividad humana sobre aquel paisaje se reduce a
los amaneceres cuando se sale a las labores del campo o a la misa, y a los atardeceres con unos pocos hombres volviendo
a los hogares. Hay durante el mediodía un brevísimo eco de voces infantiles retornando a sus refugios después de finalizar las clases. De no ser ellos,
nadie subiría por las cuestas entre
ráfagas de viento y el ardiente sol.
A veces, desde alguna ventana hundida en la sombra, el brillo temeroso de una mirada, puede insinuar la
existencia de una carne sedienta e incluso voraz. Pero como veremos, se trata
de individuos de una raza desnutrida y pálida.
Al caminar aparentan el ancho bamboleo de un camello, cuando en realidad
conducen sus cuerpos con mucha seguridad entre los huecos
y aristas de las rocas y más bien parecieran provenir de
mamíferos caprinos, como el musmón de Córcega o el
íbice transpirenaico; nose lamente por la firmeza de
plantarse a vivir entre peñas, o al borde
del abismo, sino también por la terquedad de sus costumbres y por sus gestos, siempre tenaces hasta la temeridad.
Vistos de cerca, sus rostros son frontales, toscos y
de rasgos inconclusos. Algo así como
esculturas vivas, talladas por algún dios
inexperto en las entrañas mismas de una veta (le mármol. No son expresivos ni comunicativos, aunque al hablar, un balido ancestral de una osadía sin
límites se escucha a través de las aberturas
dejadas por la ausencia de algunas piezas dentales. Ellos
se consideran la justicia y sus actos
regulan, no solamente la ley de la evolución de las
especies, sino también las hondas interioridades del espíritu. Sus reglas se han encarnado .en la raíz de su lenguaje, negando al mundo exterior, tanto de palabra
como de hecho, cualquier posibilidad
de salvarlos.
En este estado de ingravidez en el tiempo, casi de
hibernación, han vivido desde hace muchos siglos. Así lo
atestiguan los cronistas y antropólogos
publicados en 1965 por el Instituto Nacional Etnohistórico. Las memorias eclesiásticas de la parroquia dedicada a la Virgen
de la Montaña, también nos facilitan
la genealogía de las tradiciones
religiosas y algunas descripciones no siempre precisas de los bautizos, matrimonios y
fallecimientos de las familias más
distinguidas.
Sobre los ritos funerarios y los entierros de dichos
ciudadanos, hay en el libro pasajes
muy ambiguos, relacionados con la legitimidad de los
agravios y otras enfermedades minerales propicias a la
muerte, pues no debemos olvidar —refiere el texto— los
riquísimos yacimientosmetálicos a flor de tierra, de donde extraen sus
alimentos y con ellos la permanente
ebullición de su sangre.
Los informes más recientes, explican la condensación y
refinamiento de los hábitos de
convivencia, por la emigración constante de los
vástagos más débiles a las ciudades, mientras los ejemplares más
recalcitrantes de dicha especie, han perfeccionado su
capacidad de aferrarse a las irregularidades
del suelo y su astucia para desechar viejas formas de exterminio, adoptando modalidades menos dramáticas.
Después de esta introducción aún muy general sobre las
características de nuestro
enclave, solamente nos queda comentar
algún acontecimiento relevante o extraordinario, ocurrido dentro de sus
fronteras.
Al parecer, como ya lo mencionábamos, los hechos de honor no son considerados por ellos como situaciones excepcionales, sino más bien, un modo natural de racionalizar las teorías de Sir Charles Darwin.
La llegada del primer vehículo a motor o la primera radio hace más de cincuenta años, tampoco parecen
haber despertado un interés por encima de lo cotidiano. La televisión no goza
de mucha aceptación en la comunidad; además
de su costo, las montañas interfieren las imágenes provocando bandas de interrupción y otros
desórdenes. Pero precisamente hoy, 15
de septiembre de 1998, la agitación
se ha apoderado de las personas. Aunque el alcaldey los concejales han invitado a la gente para
celebrar la fiesta de la
Independencia; las verdaderas razones de tanto entusiasmo se deberían de buscar más bien, en alguna novedad, en algún suceso no común, capaz de
convocar a una totalidad de
moradores tan huraños, frente a la Alcaldía.
Hemos conocido por boca de una anciana, del ajetreo secreto y las reuniones clandestinas llevadas a cabo
por los prominentes de la comuna. También
nos ha convencido de la existencia de una extraña
máquina cuidadosamente protegida bajo un envoltorio de
tela, en un mueble exclusivamente acondicionado para
ella.
Se ha limpiado el polvo y la maleza desde una
distancia de cincuenta metros del local,
donde ahora se esconde el mencionado
artefacto. Este espacio de moderna estructura ha sido vaciado con un mes de anticipación de las medicinas y del mobiliario; decretando el Concejo en
pleno, la abolición de los servicios
allí prestados para ceder su puesto a esta maravilla, nunca
antes vista.
En el jardín se han plantado arbustos multicolores y
una docena de voluntarios trabaja
para reparar los ventanales, el tejado y hacer los arreglos definitivos.
Hay un ambiente de sigilo por parte de los funcionarios y otro de alborozada expectativa en las pupilas
de la muchedumbre. Aunque nadie sabe con certeza cuál es el motivo de tanta algarabía, en el fondo de los ojos
antes impasibles, se dibuja una chispa
de esperanza, una premonición de felicidad para sus
aletargadas vidas.
También se ha preparado un "Te Deum" de
acción de gracias por tanta suerte y
buenaventura. El sonido de los cánticos
retumba ya contra las barreras petrificadas de los picachos y su tono celestial invade los oídos de todos
los seres animados e inanimados.
Estará de más informarles, sobre las doce horas de racionamiento eléctrico
dispuesto para la región por especialistas
de la energía, así como la falta de una bomba para succionar
el agua desde el único pozo en la cañada.
Evadiremos también por razones de
buen gusto, los datos sobre nutrición, salud y analfabetismo reportados por diferentes expertos. La
ausencia de líneas telefónicas debe
interpretarse como la voluntad manifiesta de un inmutable olvido.
Después del acto religioso los movimientos ariscos se
han dulcificado y ahora todos se
desplazan a la manera de las ovejas, tal y como fueran
llamados por el sacerdote durante la
celebración. Quizás esta naturaleza de carácter ovino corresponda más a sus posibilidades de romper con el pasado y salvarse. Afortunadamente esta pareciera
ser la ocasión y los corderos de
Shetland o de Merino no lo harían mejor.
Se han congregado pues frente a la limpia fachada
donde alguna vez se brindaron
atenciones necesarias a la población.
Percibimos entonces una angustia profunda en las
miradas, un desconocido temblor de
desconcierto en los labios, el público
respira aceleradamente y el soplo del aire al entrar y salir de los pulmones resuena ya en todas partes.
Las autoridades han sacado desde el interior aquel
bulto recubierto por un paño de terciopelo
y antes de descubrirlo, delante de la multitud, lo inundan de mimos y
caricias.
Todos habrán seguramente notado la figura de un desconocido junto al paquete. Por su aspecto refinado,
con camisa de mangas largas y
corbata, pudiera tratarse de un oficinista o técnico venido desde la capital.
Una comisura rígida y perspicaz se revela en
su sonrisa, cuando oye los gritos de
curiosidad reventando los tímpanos; es tal vez el rictus de la victoria ante las voces de la ingenuidad.
Pero aún con todo, no podemos omitir el momento de mayor trascendencia en los anales de este lugar, cuando la primera dama municipal levanta la cubierta y
deja desnuda como una ofrenda la misteriosa caja. Tampoco prescindamos del estremecimiento y del clamor de niños
y adultos presenciando por
primera y quizás, única vez en sus vidas,
la fuente de su nueva fe y cantando con toda la pasión de sus gargantas:
¡Nos salvaste en buena hora!
¡Que brillen tus luces del futuro!
Con vos derribaremos los muros
que nos alejan de la aurora.
¡Oh! paz, ¡oh! gloria ¡oh! encanto
de gozarte después del llanto
teclas, monitor, computadora.
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LOS CAMINANTES
Parecían estar vivos y emergían de una densidad va- porosa. Una nube color púrpura soplaba desde profundos
rincones y los envolvía hasta los hombros, sólo para dejar al descubierto las partes superiores. Estas al desplazarse, parecían en verdad suspendidas en el aire
y únicamente por la posición de la
cabeza, se acertaba a confirmar la ubicación de los
cuerpos dentro de la niebla. Aquellos
seres se mostraban habitando dos planos de la misma ciudad. El plano desconocido se situaba entre el piso y los hombros, —es decir— hasta el límite más alto del vapor, pero el
nivel visible se extendía abiertamente desde sus cuellos hacia la luz, la
noche, los tejados, los pinares y los calurosos crepúsculos.
Siempre marchaban tiesos en mitad de las calles y —al parecer— su rumbo estaba orientado por la extensión
del territorio construido, ya que
nunca sobrepasaron las fronteras
naturales del poblado; jamás se les vio rondando los huertos, el río o las colinas erizadas de pinos salvajes
y aromáticos.
Aparecían de pronto en la opacidad de la tarde y
recorrían enormes trechos a nuestro lado
sin pronunciar palabra. De igual modo podían desvanecerse
aprovechando una fracción del parpadeo o pequeñas
ausencias de nuestramemoria; así cuando volvíamos la atención sobre la
ruta, ya se habían esfumado.
No tenían un sitio preciso para presentarse o
ausentarse y lo mismo brotaban de las pedregosas callejuelas marginales que de la avenida principal, siempre
atiborrada de transeúntes.
Constantemente aferrados al centro de las
vías, la textura del terreno —fuese esta grava, asfalto o promontorio—, no alteraba la rigidez de su
porte o su desplazamiento siempre
equidistante de ambas aceras.
Los últimos rayos de sol nos revelaban la fuerza y la
magnitud de sus rasgos.
Estaban constituidos de una recia osamenta de bordes afilados, con narices rectilíneas de gran tamaño. Los
ojos saltaban como desproporcionadas
naranjas desde las cuencas y en aquellos que portaban
lentes de aumento, el color anaranjado ocupaba como
única expresión toda la fisonomía. Las orejas se
esforzaban para no desplegarse más allá de
la piel y los labios fuertemente abultados nunca se abrieron para susurrar o
al menos blasfemar algún sonido ante nuestra presencia.
Todos eran calvos o como si lo fuesen, ya que estaban
simétricamente rapados. Bajo la sombra formada por la raíz de los cabellos, se insinuaban los voluminosos y
bien cincelados huesos craneales.
No siempre era fácil identificarles, pues al amanecer,
al mediodía o en la oscuridad, un
débil resplandor permanecía como un aura sobre la
superficie descubierta. Losdomingos se cubrían con algún tocado o usaban gafas,
entorpeciendo así nuestra labor de reconocimiento. Semejaban verdaderos bloques
vivientes y a través del trasiego cotidiano aprendimos a
reconocerlos aún con cualquier atuendo; hasta el extremo de poder vaticinar con precisión, cual pómulo combinaba con cual boina, o si tal pestaña, correspondía a un determinado
occipital marchando cien metros delante de
nosotros.
En el horizonte de la villa era muy frecuente
contemplar los bultos deslizándose bajo el insoportable sopor hacia los cuatro
puntos cardinales; alejándose o acercándose como una barca sobre la espuma
marina.
También con el paso del tiempo logramos investigar algunas características de su inevitable y oscura
rutina.
En primer lugar nos sorprendía su aversión a caminar en parejas, pues al mostrarse lo hacían
individualmente. Cuando un par surgía en un punto
central, en el mismo instante uno de ellos se colocaba
detrás, formando una fila. Todo ello indicaba que la
línea del centro debía contener
solamente a una persona por espacio y por momento. Asimismo advertimos su
desproporcionado rechazo a los
círculos, elipses, espirales, curvas y toda figura geométrica incierta, pues
al llegar a la confluencia de las calles, enderezaban bruscamente su paso en ángulos de ciento veinte grados. Una voz compulsiva y militar se manifestaba furtivamente con cada vuelta o cuando
tropezaban con cualquier objeto
redondo, incluyendo la visión del plenilunio en la lejanía.
De igual manera, su afición a cubrirse se expresaba en
los días séptimos de la semana. En esas fechas algunos llevaban
cascos deportivos, gorros o pelucas, otros se tapaban con pañuelos, capuchas, o artefactos menos comunes como mitras, birretes y turbantes.
A veces nos enfrascábamos en discusiones para adivinar
si se trataba de un sombrero cordobés o mexicano o de artículos más refinados como tiaras, diademas,
bonetes o peinetas.
De su comportamiento hermético desmenuzábamos todo tipo de hipótesis, pues la incomunicación con su entorno era absoluta y sin
exclusiones. Nunca pudimos percibir algún
tipo de código o señal entre ellos, mucho menos entre ellos y nosotros.
La frágil luminosidad desplegada, sus
movimientos y el uso de objetos dominicales, se entrelazaban como la única evidencia para
interpretarlos como seres animados y
no como espectros.
Sin embargo después de algunos años, empezamos a sospechar de su inclinación por otro tipo de existencia. Habíamos averiguado —sin ninguna certeza— de su secreta propensión a los reductos interiores. La suma interminable de encuentros y desapariciones nos hizo desembocar en variables de probabilidad y conclusiones
estadísticas. Un viraje brusco del mentón hacia la
derecha o la izquierda, al pasar frente a
un edificio, nos dilucidaba la exactitud de la entrada.
En varias ocasiones detectamos al mismo individuo desviándose
hacia una puerta o reincorporándose después ala marca central. Sabíamos que para introducirse repetían el ritual y los giros utilizados para las esquinas,
pero jamás sorprendimos a ninguno en el
trayecto hacia un cerrojo, avanzando
sobre un peldaño o sentado en un sofá tomando
café o leyendo los diarios.
En nuestra obsesión por esclarecer los itinerarios de
estos conciudadanos, dotamos a las viviendas de vapores especiales, humos y gases artificiales para
reconstituir la atmósfera del
exterior, donde habitualmente se desenvolvían. Llegamos hasta el ridículo de colocar en las habitaciones, trampas para accesorios corporales y lámparas
esféricas, esperando agazapados debajo
de las camas por períodos incalculables. Así pasamos décadas enteras
arrastrándonos por dormitorios y sótanos, pero pesar de ello, las
aberturas entre la dimensión externa y la interna o entre el nivel público y el privado, no se advertían por ningún
lado.
Con todo, no fue ni la persistencia ni la
ingeniosidad, así como tampoco la curiosidad lo que
nos hizo penetrar la abigarrada interioridad de los
personajes.
Un martes descubrimos a una figura en el ejercicio de
recuperar su postura de marcha frente a un llamativo y bien decorado portón. La
nariz había abandonado su sitio normal,
sin dejar ninguna huella o cicatriz. Ese mismo cráneo fue interceptado seis
meses después saliendo de otra casa, pero esta vez,
además sin una oreja.
Pronto descubrimos una relación directa entre el
regreso al punto abandonado y la ausencia de una prominencia facial o un órgano de los sentidos. Fueron muchas lasocasiones de sobreesfuerzo para reconocer a un perfil
o a una silueta ya familiar, entrando
o saliendo de las edificaciones. En los domingos la tarea se evidenciaba imposible.
La identidad de cada uno de los mencionados seres, se encontraba en una fase distinta de anulación, en dependencia del número de incursiones a las áreas
cubiertas. Fue así, cómo a través de la
geografía facial, pudimos indagar cuantas irrupciones por pasillos, alcobas o
salas había efectuado cada uno de los
extraños caminantes. Había gorros que al darse la
vuelta mostraban amplios espacios aplanados y relucientes,
con aberturas en proceso gradual de clausura. Otras
veces al rotar sobre su eje, revelaban
solamente la ausencia de mandíbulas, pupilas o fosas nasales. En algunos,
dichos agujeros sobre una lisa
superficie, eran el único vestigio de todo un pasado olfativo.
En la desaparición de un accidente anatómico no
existía un orden secuencial. Lo mismo podía
esfumarse primeramente las comisuras labiales, que las cejas o la
barbilla. Tampoco pudimos establecer alguna
relación entre los modos de
comportamiento en el interior de un recinto y la pérdida de un pedazo de la anatomía.
Así la incertidumbre se volvió un principio regulador
de nuestras vidas, pues el vínculo
entre lo externo y lo interno parecía no
estar al alcance de nuestra perseverancia. No obstante, fieles a ese impulso tenaz que nos caracteriza, establecimos
valoraciones aleatorias y complicadas
medidas para el azar. La última encuesta había arrojado nuevos datos sobre el enigma de aquellos
habitantes.
En la muchedumbre existía igual proporción entre desnarigados,
desorejados, aquellos con los rasgos totalmente aplanados o
con la boca ausente y los que aún guardaban
todas sus señas antropomórficas.
Para entonces las casualidades del destino, me habían
depositado en un país frío y lejano.
Al deambular por los paseos y boulevards de una gran
urbe, las voces de los peatones agujereaban mi cerebro con sonidos punzantes.
Estaba yo en mitad de una amplia avenida y mi cabeza
se reflejaba sobre los vitrales de
las tiendas iluminadas. Frente a mí, un
monolito sin rostro se dibujaba sobre el cristal, mientras una intensa neblina enrojecida caía como un abrigo desde mis hombros y se escapaba por las
grietas del suelo hacia los insospechados
antros de la abolición.
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CONFESIONES DESDE EL LIMBO
Me llamo Melinda Puertas. Me presento ante ustedes como lo que creo ser: una niña de nueve años a las
puertas de un supermercado.
Tengo un nombre y apellido casual, producto de algún programa de televisión, de moda por los días de mi
nacimiento, donde entrevistaban
–según dicen— a personas muy ricas y poderosas, pertenecientes a una raza
pródiga en depredación y perseverancia.
No vivo muy lejos, aunque siempre mi fijación por este lugar es persistente, sobretodo allá en mi
dormitorio, cuando nada ingerible o
comestible aparece entre las cuatro
paredes, que también uso para otros menesteres. Mi hambre me devora con lentitud, con suaves desgarros sobre mi carne y yo, –si quiero vencerla– debo obligarme a permanecer aquí durante el día, vigilando y esperando por alimentos
reales depositándose en el fondo de mi
boca; porque a veces, ante esta falta de intercambio entre sustancias, me
invade un sentimiento de tenue desaparición,
de ruptura de los mecanismos de la
vida, ligados a mi condición y a mi estirpe.
Así entonces, todo me sugiere una aventura, en la cual,
las comidas no sean una cualidad
intrínseca de la existencia y ese sitio —de acuerdo
con los criterios de los mayores— sólo pudiera ser el limbo.
Ellos hablan del infierno como un estado físico o
espiritual en dónde el fuego es un
sustento para trascender y por
supuesto —eso ya lo sé— que el cielo es el reino de la nutrición total, sobretodo para ángeles y niños.
Del purgatorio no me ocupo, pues allí, al menos se pueden utilizar las llamas como una merienda para fortalecerse y así avizorar el término de los suplicios.
Lo mío es esta indecisión de estar y no estar, de
insinuarme y de ocultarme de la manera más
sutil, de moverme en un espacio
ambiguo, en el cual no sé realmente, cuando me afirmo y cuando me diluyo; aunque sin ninguna culpa ni
agravio. En verdad pareciera imposible averiguar, cómo una habitante de otra esfera, así como yo, pudo resbalar hacia
esta atmósfera, pues no hay ninguna
correspondencia entre las afirmaciones de los adultos
sobre la niñez y esta sensación atroz de ruidos y
secreciones por mi tubo digestivo. Soy
comprensiva y no los culpo. ¿Por qué tendrían que interesarse en las
satisfacciones estomacales de una criatura
que además de etérea, es integrante quizás de una especie aún no
descubierta?
Sin embargo, mi recuento de todos los signos y señales
de estos humanos, bien pudiera inducirme a encontrar similitudes en sus gesticulaciones y sonidos, pero mi voz no es la suya, mi
lenguaje no les pertenece.
Por consiguiente, todo me hace esquivar la inmovilidad
marmórea de sus ojos, pues no es
ese el brillo de un espejo donde mi esencia deba
reflejarse. No hay memoria en mí que
no rehuya las superficies áridas; por esa razón, estoy segura
de deslizarme como un ente no visible o —mejor
dicho— como un espectro de otro instante.
Sería inútil por mi parte ahondar en los detalles de
mi aspecto, de mi higiene y salud
personal, así como de los accesorios
adheridos a mi cuerpo, pues tampoco compartimos los mismos
atavíos y mucho menos los nutrientes. Con
todo lo referido, esa que digo ser, puede transformarse en una y muchas
a la vez. Recuerden la vitalidad fragmentaria de los espíritus al disolverse y
la multiplicidad de impactos de un ensueño
sobre la realidad. Así, me adivino
como la misma y todas las demás, acechándoles por plazas, calles y esquinas, con el delicado propósito de mitigar las naturales pulsiones de su instinto
de la manera más efímera, de atenuar
sus impulsos y ramificar nuestros
lazos de sangre, por encima de abismos, grietas y siempre más allá. Por eso nos colocamos acá, justo a la orilla de la prisión donde simulan gozar, con
nuestro poder de escindir y
penetrar; pues solamente el contacto –como ya se sabe- es la clave de
toda trascendencia.
Ustedes por su parte, tal vez quisieran restregarse un
poco las pupilas, para estimular esa
sección del cerebro adonde desemboca
toda la exactitud del mundo y así entonces comentar
¿Si es una aparecida porqué pide? ¿Si es de otras tinieblas, para
qué ese aliento?
"Los ausentes no tienen ningún derecho a insistir y tampoco nosotros la obligación de responder".
A pesar de ello y abusando de mi situación a veces corpórea, me gustaría acallar otras expectativas y
temores inherentes a una posible
perversión de nuestro, —ya de por sí—
extraño vínculo. Por supuesto que no llevo la intención de convertirme en un puente para iniciar rutas de caridad hacia la infancia y acaso con ello,
importunar la paz de sus
conciencias. Al fin y al cabo, eso es un vestido para usar según el clima, la latitud, las costumbres y el nivel
de ingresos y mis sueños apenas se resguardan bajo mi única piel.
Por otro lado, creo adivinar en sus labios la
incredulidad y hasta el disgusto por esta confesión, por lo demás
impracticable en una pequeña que de algún
modo, también aspira a su linaje.
No deben inquietarse ante tales evidencias y no voy a discutirlas, pues las palabras desde esta íntima y
tierna constancia, podrían ser —sin
duda— la obra de cualquier secta
"difusionista", sospechosa de profanar y de hurgar en los retorcidos
interiores de mis neuronas y no las atrevidas aseveraciones de una menor de edad.
Siempre existirán en todos los rincones esos
individuos, —agresivos y excavadores— quienes
apertrechados de sus maquinarias y fabulaciones
bien pudieran haberme inventado, sólo para instigarlos
con todas estas delicias, propias de
una cotidiana reiteración de la penumbra.
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UN OLOR A ORQUÍDEA
Todavía chorreaba el agua por las calles. La brisa se había retirado lentamente hacia las cumbres, arrastrada por las nubes, mientras efluvios con olor a
tierra y resinas se apoderaban de la atmósfera, limitando la visibilidad. La inundación había impregnado el aire de una humedad volátil. Se
podría haber pensado en el escenario de un estudio cinematográfico, cuando
artificialmente se crea ese ambiente de
vapores, para efectos de misterio sobre el espectador.
Cuantas películas como esta había ya contemplado a lo largo de mi existencia. Mi memoria estaba habitada por nieblas, pero con otros paisajes. Autopistas
convertidas en interminables ofidios de asfalto se desenroscaban en mi cerebro, pirámides de metal, rascacielos
azules y subterráneos de concreto desorientaban mis recuerdos, como deslumbrantes monstruos de otros planetas.
Pero había regresado a esta población y treinta años
no pasan en vano —me repetía a mí
mismo.
Reflexionaba: "la urbe, así como la esencia
humana, debe también envejecer". Los
universos de acero, los satélites de comunicaciones, el plástico, el vidrio, habían sido para mí hasta entonces, el único símbolo de la duración, el
maquillaje que hace latir las
aglomeraciones de humanos y —como el
barniz— les permite expresar su edad en la acumulación
y permanencia del brillo.
Sin embargo en este pavimento, los baches almacenaban el agua como los cráteres de un astro lluvioso sometido
a desajustes gravitatorios. Aquel líquido saltaba y
resbalaba por mis hombros convirtiéndose
casi en un bautizo por inmersión.
Luego, un poco de sentido común me confirmó
que aquello era el centro de la municipalidad y al mismo tiempo, el
charco más respetado por sus habitantes.
Allí comenzó entonces a reflejarse mi figura. Aquella
lámina sucia devolvía un rostro curtido y sinuoso, la
chispa en las pupilas había sido sustituida por una matidez que absorbía totalmente el entorno sin devolver nada, ni
siquiera un destello del iris, ante
el efecto de alguna impresión o algún recuerdo.
Medité sobre la extraordinaria posibilidad de poseer
en el sitio de los ojos, dos
agujeros negros incrustados en el cráneo; de esta manera no podían ser deslumbrados por ningún relámpago o fulminación y habrían aprendido entonces, a defenderse de fuerzas destructivas y
temibles. A pesar de ello, mi cuerpo
evidenciaba las señales de la reducción, los indicios
de una disminución de su presencia en el
espacio. Aquella superficie lo devolvía tal y como era en ese momento: frágil, encorvado y buscando apoyo
en el centenario jenízaro, cuyas
hojas atravesaban las aguas como
imágenes a la deriva. Tuve la percepción de mi piel
desgajándose en pedazos con inaudita rapidez, mientras
los vientos alisios descendían
sobre el valle, dispersándola como si fuesen virutas de madera
barridas por la escoba. Era demasiado tarde
para regresar al trabajo. Aterrado por los
acontecimientos me replegaba una y otra vez hacia adentro de mí mismo, pero el asombro aún no
terminaba. Me había quedado de pié
frente al diminuto océano, con la vista inmóvil sobre las ondas y allí,
—desdibujándose dentro de las aguas y
balanceándose bajo el cielo gris— estaban las edificaciones.
El palacio municipal, la iglesia mayor y las casas de los más adinerados,
se reflejaban intactos. Con sus vigas de roble, sus ladrillos de barro y sus
portones labrados según la tradición más
antigua de la Colonia; aparecían sobrios, tercos y desafiantes frente a la
voracidad de los siglos. Hasta los
líquenes suspendidos de los aleros habían adquirido ese color propio de la arcilla, transformándose en
piezas de cerámica, en árboles
petrificados, nutriéndose de un subsuelo
ubicado en otro territorio y en otro ambiente. La plaza principal y la
arquitectura de la vida, los edificios y yo,
la piedra y la carne, dos materiales en apariencia distintos frente a un espejo colocado por la
lluvia ya fuese por circunstancia o
propósito.
Ese instante dilucidó con certeza la consistencia de
ambos y también nuestro destino.
Una cinta empezó a girar hacia atrás dentro de mi
mente. Por ella se deslizaron en sentido
inverso túneles extendidos bajo el mar, puentes de
extrañas aleaciones, rombosde cristal,
torres de mármol, cilindros donde se reproducen las hormigas humanas bajo rótulos fosforescentes, la omnipotencia del neón anunciando que la metrópoli es
diferente para transcurrir, que la energía es el desarrollo de los cuerpos y que la apariencia es la fracción del instante cuando el poliuretano y el hierro se animan
de un devenir verdadero.
Aquel cinema personal debió durar pocos minutos, pues rápidamente retrocedí a los inicios, hasta la edad
donde todo arquetipo se fija en la conducta, anudado por una poderosa manera de existir, llamada también
adolescencia. Así, lo que adentro propugnaba por
salir y lo que afuera se desesperaba por entrar, coincidían en un solo plano; como si la visión de la realidad se hubiese
fundido frente a mí, a través de una esfera de
cuarzo. Las formas se dibujaban claras en la conciencia mientras la retina
captaba con maravillosa nitidez la misma
fotografía.
Entonces comprendí cómo aquel poblado que hoy visitaba
era exactamente la calcomanía fiel y sin modificaciones de mi época de juventud. Tal vez era una sola
vivencia pero desmembrada en dos direcciones opuestas por algún
no investigado azar.
Mientras mi ser había viajado, convertido en ciclos de
noches y días hacia el lugar donde
todos terminamos, aquellos muros habían aceptado la
tentación de su soledad, enarbolando los embates
del deterioro, como caricias protectoras de algún
arcilloso dios inmóvil. Los hombres y las mujeres no habían hecho nada para
aplacar esa terrible protección ya
fuese por costumbre o por indiferencia.
Temían al porvenir, —en el peor de los casos— también llamado civilización y
dejaron a la divinidad la decisión de actuar.
Sin nadie notarlo, se suspendió el envejecimiento de la argamasa y la destrucción de la cal. Las personas
se desvanecían, frente a las
estructuras que permanecían intactas de
la manera más natural.
Toda una vida retrocedida como un carrete dentro de la
cabeza. Todo un olvido intentando
sobrevivir sin olvido, en un enclave entre montañas, donde el pasado y el
futuro se habían detenido en el presente. En
un lapso muy corto, como saliendo de
una escena a otra, había regresado hasta la pubertad, teatro de los
deseos y premoniciones.
Sin embargo, no había venido aquí expresamente. Alguna imprecisa señal me hizo aminorar la velocidad
cuando los nubarrones avanzaron
sobre la ruta del sur. La determinación
de quedarme me restituía la tranquilidad frente a una tormenta ya
próxima y me concedía la curiosidad para hurgar en este laboratorio vivo del
desgaste.
La neblina de la tarde empezaba a diluirse sobre los
tejados y el olor del adobe mojado me recordó un barrio periférico, allí donde
el río se curva antes de internarse hacia las zonas bajas y cenagosas. El sonido de su caudal orientó mis oídos. Era la estación final, el descanso inevitable delante de un nombre que como una
sustancia empezaba a gotear en los recuerdos.
Su casa era la misma. No demostraba erosión del mundo en sus colores, ni tampoco en su estructura, pero
dentro de ella era urgente y necesario que habitase un sueño. Quizás una epidermis de luz incorruptible, unos labios
conservados en miel por las
abejas, un rostro suave avasallando al tiempo, un olor a
orquídea y a rocío, y no ese fluir turbio de
las aguas en el patio, el vacío en el interior y el eco del silencio.
De regreso hacia el vehículo, las construcciones me parecieron más firmes
en su pureza y entonces pensé cómo esta ciudad se yergue lenta pero
impostergable, tránsfuga de la relatividad, azorada ante la levedad de los
huesos, detenida, pero al fin y al cabo
monumento, obra de la descomposición
humana, desgarro hecho losa para perdurar,
herida transformada en columna, sangre solidificada en los
frontispicios. Tiempo congelado, fijo, exacto.
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EL TÚNEL
Desde muy temprano habíamos buscado el sitio correcto sobre la pared. Con los nudillos encallecidosde tanta insistencia, fuimos dando pequeños toques de abajo hacia arriba, hasta encontrar el punto
exacto, allí donde las vibraciones
se escuchaban, como si fuesen burbujas
saliendo por una tubería.
Estábamos exhaustos de tanto esfuerzo que no habíamos tenido la ocasión de preparar el equipaje y el alivio
de aquel sonido tan característico,
nos hizo olvidar por un momento, el futuro ya cercano.
Entonces comenzamos a clasificar los recuerdos.
Hicimos un minucioso inventario de la ansiedad y también de las penas que habían dirigido nuestras manos hacia la meta. Empaquetamos el olvido, la ternura, la ira y sus consecuencias, pero en el compartimiento más oculto acomodamos el
poderoso llanto de los recién nacidos.
Tampoco pudimos abandonar las raíces —fruto de alguna ilusión envejecida— que con paciencia habíamos forjado y hundido en aquella tierra seca y
solitaria.
Todo ello fue suficiente para transmitirnos la lucidez
y el coraje de quien debe abandonarlo
todo y recomenzar en una dimensión aún desconocida.
Después se hizo másfácil golpear y golpear en lo más
hondo de la oscuridad hasta estremecer el muro y luego
toda la habitación. Una fisura comenzó a dibujarse y
luego otra, hasta que fuimos sumergidos
en un torrente de polvo. Cuando el último pedazo de ladrillo cayó por los
suelos, todos temblábamos con la indescifrable
expectativa de quien no sabe qué viene después, sí la
alegría o el desencanto.
Un espacio irregular donde sólo podía pasar una
persona a la vez, quedó expuesto delante
de nuestros ojos. Haber vivido entre tinieblas tenía sus ventajas en ese
extraordinario instante. Fue así cómo
logramos atisbar a través de la abertura lo que parecía ser un pasadizo húmedo
hacia una salida final, allí donde
se percibía una tenue claridad. Uno a uno
fuimos atravesando hacia el otro lado, uno a uno escapábamos con el sigilo del ladrón cargado de riquezas. Al fin el hermoso sueño se convertía
realmente en otro universo, donde no
existiría ni la agonía, ni la desesperación.
El lugar era retorcido y acuático. El piso era rugoso
y tenía el aspecto de una maltratada
tela, dificultando nuestro desplazamiento, hasta
hacernos parecer larvas migratorias; esas que pasan toda su
vida a la búsqueda de una patria definitiva.
La primera impresión fue la de haber caído en el vientre de una gigantesca serpiente. Las historias tantas
veces escuchadas, sobre náufragos
viajando en estómagos de monstruos, así como las
peripecias de Jonás devorado por una ballena, no hacían más que avivar nuestros temores.
Pronto descubrimos lo infundado de la sospecha, aquel fangoso tubo no mostraba el más leve indicio de movimiento. Más bien eran nuestras cabezas las que con
giros elípticos rotaban alrededor del cuello. Los pies
abandonaron su acostumbrada sincronización
y corrimos con una fuerza
incontrolable hasta elevarnos unos centímetros por encima del suelo. Al
parecer, teníamos la facultad de trepar por
las bóvedas como algunas especies de anfibios. Todo lo que habíamos escuchado acerca de la ausencia de gravedad en las estaciones espaciales, hubiese
podido aplicarse a nuestra situación
dentro de aquella galería. Si eso
hubiera sido el vacío o la nada, tantas veces abordado por físicos y filósofos en sus escritos; lo
hubiéramos creído.
Así, poco a poco perdimos la noción de los movimientos
en su continuo acontecer, la sensación del hambre, de la sed y hasta la
percepción del propio cuerpo, aún con la sangre y la
respiración fluyendo sin pausas.
Las caras habían envejecido con pasmosa rapidez, en la frente y en los párpados las arrugas semejaban
profundos valles donde se acumulaba
la niebla. Tortuosos canales confluían
en las comisuras de los labios arrastrando sudor y sedimentos y todas las pieles se confundían ya con el verde
liquen, extendido como una mancha dentro del subterráneo de arcilla.
Sin embargo nuestro corazón no aquejaba ninguna nostalgia y hasta pudimos adivinar sonrisas de
satisfacción en los rostros de los más jóvenes. En ellos las pupilas seiluminaban como luciérnagas, volando a la reconquista de un nido anegado por la tormenta. Parecíamos seres de una nueva especie flotando por un camino donde sólo
interesaba la plenitud y el éxtasis.
Eso era la dicha y poco importaba la incertidumbre sobre un punto de luz extraviado entre las cribas del
laberinto, aunque de todas maneras,
ya no cabía el regreso.
En algún momento tuvimos la certeza de no poder llegar jamás al ansiado resplandor y todo parecía indicarnos una nueva
residencia bajo sombras.
La jornada había sido agotadora y buscamos los
rincones para acurrucamos y protegernos
ante la inminencia del sueño, invadiéndonos como único y placentero aroma. Reclinados en las rocas no pudimos dormir, intentando descifrar una y otra vez la complicada red de
trabéculas, huellas y madejas, o al menos
una señal de Ariadna de Creta, pero
Ariadna nunca apareció y tampoco dejó mensajes anunciando si
llegaría después.
Así cuando despertamos, nos miramos con estupor y comprendimos la extráña etapa de nuestro ser, pronta a
iniciarse dentro de aquella
sinuosa gruta. No podíamos definir la
duración precisa del trayecto, pero una corazonada de esas que aparecen en situaciones de crisis nos
anunciaba un breve tránsito.
Pronto empezaron de nuevo los recuerdos y la angustia que pululaban por los pasillos a mordernos la carne,
la inquietud zumbaba como una mosca
fétida perforando los tímpanos con diminutos impulsos de sus patas,
agrios matorrales brotaban de los viscosos
charcos lacerando los talones; el pasado lanzaba un soplo ácido y caliente a
través del viejo agujero que bien hubiese podido estar delante de nosotros.
Nuestras maletas se habían vaciado en el transcurso de
la perplejidad y de la vacilación,
en ellas no quedaba nada, ni siquiera la duda. Aquel antro nos ahogaba por
dentro, era como si repitiéramos ese mundo
recién acabado de destruir.
Entonces empezamos a dar golpecitos secos sobre aquella curvada estructura. Es imposible rememorar aquí las formas y relieves
palpados por el tacto, siempre buscando un
tono cuya sonoridad estuviese todavía fresca en las memorias. No supimos cuántas veces las
articulaciones de los dedos martillaron la piedra hasta sangrar y cuantas veces la excitación de una posible respuesta
alumbró la íntima llama, próxima a
desfallecer. Tampoco nunca logramos
entender aquellos simétricos dibujos que proliferaban sobre la
superficie de las paredes.
Eran hundimientos de la textura conformando una doble ene [nn] y a juzgar por la cantidad de poros y
estrías impresos en el fondo, podían haber
sido hechos por humanos. Estaban grabados en un alfabeto
muy bien conocido por todos, pero cuyo significado aún
no lográbamos descifrar; algo así como inscripciones labradas por nosotros
mismos pero en otro momento y lugar.
Pronto establecimos asociaciones
de significados entre unos y otros, independientemente
de la posición que tuviesen en el barro. Una cadena
de instantáneas visiones parecía brotar de nuestro cerebro,
trayendo en su extremo —como de un pozo- la
transparencia del pasado.
Allí, brillando intermitentemente como los rótulos de neón de un área de peligro, estaban todos esos signos.
Asombrados nos acercamos y vimos
cómo se habían convertido en miles de espejos, en
cuyo fondo se reflejaban las aguas. Nuestras imágenes eran riachuelos que
nacían en el centro y con una fuerza
centrípeta desaparecían por los bordes.
De inmediato entendimos un rumor atronador inundando la caverna. Era nuestra voz, acumulada como eco, diciendo y repitiendo hasta la saciedad: Este es el
túnel...es el túnel...
Ese fue nuestro último recuerdo.
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EL GATO
Apareció en el pueblo una mañana de enero. El vecino de 'La Central' fue el primero en percatarse de su presencia, al abrir el portón metálico de su negocio. Estaba habituado a todo tipo de seres rondando los desperdicios de su cubo de basura, pero un crujido de
huesos le hizo fijar la atención, en un
bulto que apenas se movía en la tenue
claridad.
Parecía haber salido de un punto impreciso de la
esquina, allí donde confluyen las cuatro
calles principales del poblado.
Ninguno de los otros pobladores, pudo tampoco señalar el momento exacto de su aparición.
Desde lejos era hirsuto, como si hubiese viajado
dentro de una ráfaga de aire y esta, de un coletazo, le hubiese depositado, justo en el lugar donde por primera vez le
vieron. Avanzaba emitiendo ruidos muy
confusos que se acrecentaban, según la posición del
viento. A veces podían interpretarse
como un zumbido de moscas o de abejas, pero aquel lenguaje, un instante después, evocaba al de un depredador desgarrando su presa.
Se desplazaba con mucha lentitud, de tal manera que el
ciudadano pensó en alguna herida
o problema óseo, reteniéndole en el suelo en contra
de su voluntad.
El sonido de sus pasos semejaba al chirriar de dos
superficies de hule frotándose una
contra la otra. Descansaba en larguísimas pausas y
cuando reiniciaba la marcha, también se
escuchaba el jadeo de la respiración húmeda y corta, propia de alguna enfermedad pulmonar.
El individuo le sintió llegar hasta muy cerca de su acera, pero trató de
ignorarlo, mientras continuaba con la cotidiana
limpieza de su establecimiento.
Para él, significaba un hecho común, las visitas rutinarias de todas las especies hambrientas de la
localidad. Su basurero se había
convertido en una suerte de caja de Pandora alimentaria para perros,
cerdos, gallinas y zopilotes, ya habituados
desde muy temprano, a esperar el próximo depósito de desechos. Otros como tordos y gorriones, llegaban más lejos en su atrevimiento, al sustraer
trozos de comida, directamente de las
mesas de la clientela.
Un frío ventarrón soplaba desde las sierras en esa
época del año y un escalofrío le
paralizó la columna vertebral y todos los
movimientos. En su costado izquierdo, una estocada le hizo retorcerse de dolor mientras un maullido sobrecogedor resonaba en el silencio, que como
un perfume impregnaba el amanecer.
Se llevó las manos al sitio del impacto, a tiempo todavía, de contener el hilo de sangre que ya brotaba a
través de su ropa. Levantó la nuca
para incorporarse y entonces se encontró cara a cara con aquel engendro.
Le recorrió de abajo hacia arriba con la mirada,
a la vez que un sentimiento de indignación y de sorpresa, apretujaba
como en
un saco— los rapidísimos latidos de su corazón. Ya no sentía ningún malestar, solamente una obsesiva curiosidad por desentrañar el enigma de aquel intruso
agresivo y forastero.
Pertenecía al sexo masculino, de pequeño volumen corporal y encorvado sobre su panza. Una enorme giba sobre la espalda, —a manera de contrapeso— le hacía
pegar la barbilla sobre el pecho.
Por consiguiente, era necesario agacharse para
observar ese rostro siempre escondido
hacia adentro. No tenía precisamente el
aspecto de un félido, pues sus ojos zarcos eran
alargados, en forma de dos pequeñas almendras e incrustados como con violencia sobre unos pómulos de bordes ásperos y cortantes. Poseía una piel cobriza,
flácida y con profundos surcos en la
frente, quizás producto de la
persistente radiación solar que inunda esos territorios. El resplandor del alba tampoco parecía herir sus
pupilas y todo indicaba en su manera de
observar, una visión disminuida. Además tiritaba
continuamente, pero desde el fondo de sí mismo, con un temblor
que rítmicamente se transmitía a su
escasísima pelambre.
Un nuevo quejido abriendo las fauces mostraba unos labios
filiformes, casi inexistentes, sobre unas encías impúdicamente rosadas y
viscosas. Ninguna de las piezas dentales había sobrevivido dentro de su cavidad bucal, ni siquiera los colmillos para la depredación, esos
que también sirven para ostentar la
extraordinaria belleza del marfil como
arma de cacería y muerte.
Sus orejas se impulsaban largas y puntiagudas hacia
atrás y constantemente rotaban sobre su
eje, tratando de captar los sonidos de palabras
circundantes, mientras su cuello se extendía como un telón de teatro con pliegues longitudinales, desde la mandíbula hasta los pectorales.
Asombrado, el propietario calculó su edad en setenta y
cinco años. ¡Más de medio
siglo!...comentaba para sí mismo,
tratando de escudriñar el secreto de la ancianidad en aquel mamífero. Un cigarrillo tras otro y nuevamente
comenzaba la ronda delante del
misterioso espécimen, hasta quedar
agotado completamente. ¿Cómo un gato podía durar tanto en el tiempo? ¿Era un caso de reencarnación felina en la deteriorada osamenta de un homínido? ¿O era tal vez un ser humano consecuente con su verdadera
esencia y en proceso de
mostrarse sin caretas atávicas?
El dueño de aquella taberna utilizó todos los nombres
de mininos famosos venidos a su
memoria, entre ellos los de Félix, Gaturro, Silvestre,
Garfield, pero sin ningún resultado. Insistió en el apelativo de Micifuz por
ser el más corriente, pero el animalejo le miraba, con una mezcla de súplica y burla, sin responder a su llamado. No había
manera de interrogarlo, de conocer
su origen o su nombre. Pronto desplegó sus puños en un
abanico de blancos cuchillos relucientes y él los tomó
entre sus manos cuidadosamente. Examinó aquellas armas
perfectamente limpias y pulidas, quizás por obra de
algún manicurista. Resultaba imposible pensar cómo la
naturaleza pudiese haber fabricado diez dedos con tales
instrumentos tan bien cui‑
dados y que estos pertenecieran a una criatura tan
senil y callejera.
El monstruo comenzó entonces a mendigar por la calle, de casa en casa. Se detenía en cada portal el
tiempo necesario, hasta que a fuerza
de lamentos era servido con algún alimento y hasta con
dinero. Luego volvió y se acomodó con
insólita desinhibición en la barra de la cafetería, demandando entre ronroneos y rugidos, algunos de los platillos dentro del exhibidor. Era pues un
gato pedigüeño o un pordiosero gato.
Hilario conocía con exactitud a todos los mendigos del
lugar. También recordaba a los
que sólo gozaban de los placeres furtivos de su vertedero, siempre repleto de
pellejos, legumbres pútridas y otras
delicias. Estaba completamente seguro de no haber
visto antes a ese extraño limosnero, el cual, ya con
absoluta familiaridad le hincaba las
garras en la espalda o en las piernas, mientras pronunciaba rarísimos vocablos
en un idioma propio de su condición y
de su especie.
El animal permaneció de pie frente a él, solicitando,
casi exigiendo ser servido con una
taza de café y un plato de huevos revueltos para su
desayuno. Atrapado entre la duda y el amor al prójimo, el jefe de aquel
próspero comercio, se negaba a silenciar
mediante alimentos, los terribles jugos gástricos de aquella auténtica
pantera, cuyos alaridos ya se escuchaban por
todo el vecindario.
Con la llegada plena del sol, el tráfico de caballos,
carretones y automóviles inundó de
ruidos la tranquilidad de aquella
olvidada ciudad de provincia. Los primeros autobuses se detuvieron en la parada contigua y numerosos pasajeros descendieron cargando sus bolsos y paquetes; entraron a la cafetería y se instalaron en los
asientos libres, junto a la fiera.
Con absoluta certeza, la proximidad de la estación de buses interurbanos, determinaba el movimiento de personas y el auge comercial de aquel local.
¡El gato!...¡El gato!...exclamaron a coro los recién llegados, quienes con inusitada algarabía, empezaron a
maullar y a pinchar —todos a la vez—
la barriga, las nalgas y las carnes
colgantes del esperpento, mientras este se contorsionaba como un acróbata,
relamiendo la última gota de líquido,
servida por el tendero, en un arranque de bondad.
Evidentemente se trataba de una fiera pública. Todos le conocían, le
dispensaban confianza y de cierto modo
también, cariño. Se podría haber
pensado en alguna personalidad legendaria, acaso un león de Nemea humanizado, sobreviviente del mundo mitológico griego,
pero adaptado a las condiciones climatológicas
y sociales de esas gentes y lugares
Atónito, el hombre clavó entonces la vista sobre aquella figura desgastada
por el hambre y la intemperie, en la raída camisa de poliéster amarillo, en
los desteñidos pantalones sin color
preciso, en las agujereadas botas de goma hasta las rodillas, en las dos varas de guayabo agarradas con fuerza prensil, a manera de báculo y en la
alforja de lona colgando de los
hombros.
¡El gato!... ¡El gato!... aulló entonces él también a
todo pulmón, mientras hundía con
convencimiento sus uñas, en los desvencijados lomos del animal.
La bestia, con los ojos en blanco, se doblaba de risa sobre su ombligo, pletórico por el cosquilleo del hambre
y de la astucia, que como un manantial
fluye de la mendicidad.
La mujer Goebbels
No se trata de la "femme Nikita", que
aparece en una serie de televisión del mismo
nombre, como una especie de ente deshumanizado y
frío, pero de una belleza capaz de paralizar el aliento de
los hombres.
Aunque comparte con ella una buena parte de su conducta, la fémina Goebbelsesta viva, es real, está
presente detrás de todos los actos de
nuestra vida cotidiana, urdiendo para
nosotros una intrincada telaraña, en la cual alguna vez
debemos quedar atrapados y sin ninguna esperanza.
En esas redes ella afianza sus gestos, sus poses y sus más retorcidos anhelos, siempre que las
cámaras estén presentes para
convertirla en una consumada actriz, cuyo papel protagónico, debe ser una pieza maestra del arte histriónico por excelencia, —es decir, el engaño.
Más allá de su cinismo, de sus roles y de sus
máscaras, la hembra Goebbels se miente a si
misma, miente a su familia y a toda la población, con
la ayuda de un enjambre de asesores espirituales
ecuménicos, que invocan para ella poderes ancestrales y la ungen como el prototipo local de Ixchel-Ishtar-Isis, vencedoras del fiero dragón.
El proceso de transformación en personaje de Madame Goebbels no tiene límites. Ella se ha impuesto ese destino, diseñado por su fluctuación lunar, por su afán
decrear verdades basadas en la
insistencia y en la realización de sus turbios deseos, acomodados a los oídos de los más débiles; a quienes
repite constantemente sus consignas de bambalinas y sus embustes, de tal manera que al final de la función, ella como invento de si misma, de sus
pretensiones, pasa desde la ficción, a
convertirse en una realidad engendrada por la fuerza de su vocación
desajustada y temeraria.
Su lema o cantinela no es original ni novedoso: "Miente, miente reiteradamente, que al final, de tanto
mentir, al igual que una gota de agua
constante sobre una piedra, creas un espacio bajo la sombra, donde al fin navegas victoriosa, como una creación de tu propia falsedad y
desequilibrio". En algún momento del desarrollo
de la obra, la Señora Goebbels hace penitencia de todos
las faltas de su pasado, es perdonada y deviene
conversa, no judaizante, pero si moralizante, adquiriendo
entonces ese aroma de santidad propio de confesionarios
y sacristías. Por ello, en sus negociaciones con el
Altísimo, logra excluir de las condiciones
para su salvación, el usufructo de esa veta de arrobadores y fructíferos pecados, de los cuales le es imposible
prescindir —entre ellos- la incrustación de su cuerpo y
espíritu, en la carne más delirante del poder. Afuera de ese laberinto oscuro y secreto donde habita, todas las evidencias y el sentido común, la
señalan persistentemente como el
germen de la destrucción y la disgregación
de ese mundo que alguna vez ayudó a construir; aunque ahora, aprovechando su versatilidad y las
nuevas circunstancias, ella como una moderna versión
de Iemanjá, emerge vestida de flores
y colores desde el fondo de su calibrada voz teatral y
se adelanta rasgando sus vestiduras, para decirnos que
son otros los que mienten, que ¡Nunca!,
que ¡Imposible!, que ella no es esa otra, que esas atribuciones de dominio, no
existen en un corazón totalmente impregnado por el deseo vehemente de amar, que ella es una humilde y hacendosa tejedora de su
hogar, destinada únicamente al ejercicio
del combate amoroso y que su santuario sólo puede ser
visitado por ángeles, de los cuales ella es intérprete,
vocero y confidente a la vez. ¿No se llama
acaso Irma, Magda o Durga? No lo sabemos, pues cualquiera de sus nombres sólo puede ser pronunciado, como una evocación de aquellos habitantes
de la penumbra, que ya no
pertenecen sino, a una dimensión donde
la luz se distorsiona bajo los efectos de sahumerios y efluvios, que como desesperadas y hambrientas alabanzas, suben desde la superficie hasta las
tribunas y despeñaderos.
Por eso mismo, con su apariencia de icono de la mansedumbre y de la paz, FrauGoebbels no tiene nada de rígida, ni de inflexible. Sesgada por su vocación de
deidad que mueve los hilos de la vida y
de las necesidades de los desposeídos,
adapta leyes y reglas a su papel escénico, suplanta emociones, atribuciones y
conocimientos, no admite desvíos ni desvaríos a sus
propósitos, crea señuelos para disimular intenciones,
impone su voluntad de control del espectáculo en cada una de sus actuaciones, suelta en el escenario las fieras de su ambición de
"prima donnaassoluta", en fin, es
una maestra en el arte de la simulación y los encantamientos y
quienquiera que sea, allí donde ella exista,
siempre —según la historia — estará marcada
por un desenlace con olor a catástrofe, a contienda y desesperanza.
Finalmente, aunque su obstinación y desajustes le impidan aceptarlo, ella en su intimidad sabe, que la
mentira aísla y ensordece a quienes la
practican, y cómo, aquellos que hablan
y actúan en nombre de los hambrientos, tarde o temprano terminan crucificados, máxime cuando el montaje de la trama huele a fraude, a estafa, a
descontrolada devastación, en contra de
hombres, mujeres, niños y ancianos, ya hartos de cargar
incertidumbres, sangre de tragedias y funestos
vaticinios, sobretodo ahora que también se manifiestan, por actuación y boca de mujer.
Noticias para María
Vinieron antes del amanecer. Aparecieron en la penumbra de la habitación y con susurros muy pausados, los médicos me hicieron despertar y alzar la
cabeza. Desde el inicio yo sabía que era
un caso muy difícil, pero aun así
nunca sospeché del peligro que empezaba a correr, cuando preparando la cena sentí un mareo y luego un abismo se abrió bajo mis pies.
El más anciano de ellos, alto y delgado, fue el
primero en hablar. Sus pómulos oscuros y tostados daban la impresión de haber resistido la más prolongada de las
insolaciones, lo cual hacía resaltar la barba y los cabellos blancos; enmarcando su expresión dentro de un halo
piadoso y espiritual. Parecía más
bien un fugitivo de las Sagradas Escrituras
que un científico del siglo veinte en una visita obligada a su paciente.
Tenía un reflejo muy vivo en la mirada,
algo así como una diminuta iridiscencia azulada, cuyos destellos me
forzaban a parpadear continuamente. Se expresaba desde muy adentro, con la
calma y el poder de un río al final de su
curso y por la redonda abertura de sus labios expelía las palabras como frutas
dulces, jugosas y cálidas, hacia las cuatro paredes del recinto.
Tenía un porte sereno y altivo y por el respeto que
imponía a su alrededor, era el de más alta jerarquía entre
ellos.
A su lado, enfundado en su bata blanca y con aire comprensivo se encontraba el otro doctor. Era gordo, de tez clara y risueña. Sus ojos almendrados se
delineaban como una pequeña raya
horizontal cuando sonreía. Estaba reclinando sobre las barras laterales
de la cama, con su ancho cuerpo levemente
encorvado sobre el mío y sus manos
cortas y regordetas presionaban las mías con suavidad, en cada sobresalto que aquella información me provocaba. Trataba
de animarme, de darme confianza y yo noté en las facciones de su cara la
intensa determinación de ayudarme, de
hacerme comprender la rigurosa dimensión de lo ocurrido; de restituirme
la esperanza de vivir y seguir luchando.
El tercero era como un cristal. Pálido hasta la
transparencia, no hablaba, pero tampoco
era necesario. En su cráneo y en su pecho la realidad
se reflejaba como en un espejo, exacta y sin dobleces.
Fue a través de él que comprendí el
espacio de mi dolor y del dolor de los que al igual que yo, entendieron la magnitud del tiempo, en el cuál nos apagábamos.
Fue así como, desde el fondo de mi condición de mujer logré escudriñarme a mi misma y verme irremplazable
y sola frente al destino. En él pude
percibir los negros augurios deslizándose
sobre su frente, la angustia del porvenir esbozándose en sus comisuras
labiales. El lo sabía todo y desde su cuerpo
translúcido me lo transmitía con imágenes, con símbolos y hasta con los gestos
desesperados de sus dedos, casi gaseosos.
Entonces el primero, vislumbrando la trascendencia del instante se acercó por encima de mi hombro derecho
y clavándome la precisión de sus
irisadas pupilas prosiguió: Para
ayudarte hemos venido. Sólo para auxiliarte hemos abandonado nuestros remotos países, nuestras familias
y nuestros enfermos. Siempre buscábamos el rumbo correcto pero siglos de confusiones y extravíos nos
hacían perder la ruta en cada cruce.
No sabíamos dónde encontrarte, no
conocíamos ni tu ciudad ni tu calle, hasta que aquella noche un repentino resplandor se detuvo frente a
tu casa. Delante de tu puerta iluminada, supimos por vez primera cuál sería nuestra responsabilidad y cual nuestra
suerte. Allí empezamos a sentir el
peso del planeta sobre nuestras espaldas;
allí en aquel barrio derruido por la injusticia comenzó el recelo, el estupor, la impotencia y después el
desasosiego. Al entrar y verte desmayada en el claroscuro de la cocina, corrimos por el vecindario en busca de un teléfono.
Uno de nosotros te prestaba los
primeros auxilios cuando la ambulancia rodó silenciosa entre los atemorizados
vecinos que en gran número, ya
avanzaban por encima de los baches y los desperdicios de la calle.
Cuando llegamos al hospital nuestros colegas ya habían preparado los locales para el alumbramiento y
cualquier otra emergencia que pudiese
ocurrir. Ellos colaboraban con mucha
voluntad y empeño; parecían advertir el alcance de los acontecimientos y las
terribles consecuencias, si las
cosas no salían como deseábamos, pero tenían seguridad en nosotros. Habían estudiado nuestros libros
y artículos sobre la maternidad, conocían nuestras
investigaciones en el campo de las
ciencias ginecológicas y obstétricas, manejaban con soltura
los temas de las últimas charlas que sobre
la materia, habíamos grabado para la televisión.
Humildemente nos sorprendimos de haber sido
divulgados hasta aquí, desde lugares tan distantes; jamás pensamos
trascender con nuestras enseñanzas los confines
de nuestros bienamados reinos.
Mientras tanto tú te debatías entre los espasmos y la
pérdida del sentido. Cuando te
instalamos en la camilla cesaron tus lamentos y
reposaste flácida, aletargada, sin aliento. Iniciamos la exploración de tu
barriga y descubrimos que era muy voluminosa. Su tamaño despertaba en nosotros sentimientos paradójicos. Junto a la fe y la
alegría por lo grandioso, la ansiedad
y la incertidumbre se afianzaban en
nuestra imaginación. Aquel bulto viviente se movía intensamente bajo la piel dilatada y sudorosa, la
bolsa de carne y líquidos que lo resguardaba podía convertirse poco a
poco en una cárcel acuática y sellada, en una trampa fatal. Con sus fuertes
manotazos bajo cada palmo de abdomen,
parecía un cetáceo tratando de huir del naufragio y sus palpitaciones
desgarraban nuestros tímpanos con una
estocada directa y sin piedad.
La criatura hacía sobrehumanos esfuerzos para escapar hacia la claridad, para surgir desde el fondo ciego de las aguas y la
violencia de su acometida había agotado el poder constrictor de tus fibras, tu
ancestral y poderoso instinto de dar luz y de dar vida.
Hubiérase pensado que aquel ser, luchando desde tu vientre con tal coraje, era una divinidad a punto de
ser creada, aunque su creación
significara tu destrucción, pues no
estabas a la altura de su grandeza, negándole el empujón sagrado, el impulso final propio de tu especie y de tu género.
Tu pulso se desvaneció hasta niveles no perceptibles,
perdiste la conciencia y te
trasladamos inmediatamente a la sala de operaciones.
Allí sobrevino el estruendo que hizo temblar las
instalaciones desde los cimientos. Los
instrumentos se volcaron sobre el piso y las personas se
tambalearon peligrosamente bajo las lámparas y los cables eléctricos. Nos
aferramos a ti como a un paraíso a punto de
perderse y tu fruto creció inmensamente dentro de su
remanso, forzando las compuertas con tales bríos que
creíamos verle fuera de su prisión. El
ruido atronador se repetía en cortos intervalos haciendo vibrar una y otra vez los ventanales, el techo, las paredes y hasta la más fina hebra de nuestros
cabellos. Constatamos que se trataba de
miles de individuos gritando y golpeando sobre el muro exterior del edificio.
Habían arribado frenéticos desde diversas
zonas del país cuando supieron la
gravedad de tu estado y el riesgo del ansiado
nacimiento. Se habían congregado sobre la avenida del oeste y se apretujaban contra los portones de la entrada exigiendo con alaridos, el derecho a
conocer la verdad y a ser informados
sin pretextos ni manipulaciones.
Los vigilantes los fueron empujando con ademanes amenazadores y —cachiporra en mano— les hicieron retroceder hasta el parque más próximo, pero nuevamente volvían a la carga con sus pulmones hinchados de gritar tu nombre y el de tu cría pronta a nacer.
Su conducta era legítima pues habían esperado tantos
años por Él. Habitaban un país opaco y
sin Ley y Él era su única posibilidad
de continuar existiendo. Él era el Glorificador que siempre debe llegar en el momento preciso, cuando en el cielo y en la tierra las otras deidades ya
cumplieron con su deber. Ellas ya les habían
abandonado, hartas de su irracionalidad, su intolerancia
y su falta de escrúpulos. Así durante los
últimos conflictos, los viejos dioses decidieron por fin marcharse y aprovecharon numerosas solicitudes de regiones cercanas donde todavía podían ser útiles.
Cargaron con sus ritos, sus sumos
sacerdotes, sus vicarios y se escabulleron
sin dejar un sólo rastro.
Las multitudes quedaron vacías, como suspendidas en un
limbo grisáceo, impredecibles,
apáticas y con la rabia y la desolación
emergiendo brutal desde la profundidad de sus poros. Habían depositado en tu heredero su ilusión por un futuro distinto; y verdaderamente no tenían otra
elección. Sus excesos y defectos ya habían
empobrecido a un grupo importante de la población; otra
parte se había exiliado para siempre jurando no volver a
ese antro de ambición maligna y desesperanza. Aquellos que habían logrado sobrevivir, vacilaban entre el hambre, el
vasallaje o el suicidio.
Entre las mujeres que calladamente lograron resistir hasta el final estabas tú y a pesar del odio y el
resentimiento que como una llama les
consumía, te escogieron a ti; suplicaron
año tras año sobre tu regazo, por esa vida y esa libertad, que ellos mismos
eran incapaces de conquistar. Habían
avasallado a sus hermanos, habían extirpado la justicia como un tumor, establecieron desde el poder, estatutos
para la venganza, el golpe bajo, el saqueo y la expoliación.
Desde sus pedestales, los cabecillas arropados en su
propio veneno, reivindicaban la
clarividencia de su becerro personal, la eficiencia de
sus ídolos domésticos sobre la miseria y la
corrupción ciudadana. Eran realmente un pueblo primario, artífice de su propia desgracia y sin
ninguna posibilidad de
sobrevivencia. Sin embargo, eras parte de ellos y como una Ifigenia contemporánea decidiste sacrificarte, hacer rodar tu nombre sobre la piedra, como una
ofrenda de cuarzo cercenada en su
máximo esplendor.
Decidiste ofrecerles el Creador que nunca les abandonaría, el Mesías hecho desde la medida de sus
deformaciones, para tener la voluntad de combatirlas; el Verbo desde sus carnes, hecho a través de la tuya, puro,
libertario, eterno.
Nosotros sudábamos a cántaros sobre la mesa
quirúrgica. Un formidable equipo de
asistentes, enfermeras y laboratoristas se
desplazaba por los pasillos apoyando en todos los detalles. El personal estaba
consciente del significado de aquel parto y
su tenacidad llegaba hasta nosotros como un balcón iluminado en la más densa oscuridad. De ellos y nosotros
dependía la salvación de un mundo, la rendición de una estirpe a punto de
esfumarse del mundo y de los hombres. Era un reto sólo para ángeles de
categorías superiores o para magos
experimentados.
El tumulto se escuchó entonces con más entusiasmo y a través de la
abombada esfera tu hijo parecía sentirlo; se estiraba con indefinible poder pugnando por reventar el saco uterino. Se pudiera haber pensado que la
potencia de las voces conformaba su
principal alimento, el conjuro preciso
para abrirse paso y anunciarnos que era un nuevo Salvador. Cuando el griterío se apaciguaba, sus movimientos se tornaban
débiles, sin energía. No dudamos entonces
que aquel clamor exasperado le despertaba vitalidad, le infundía el arrojo
esencial para saltar a nuestros brazos;
creímos incluso ver su cuerpecito tierno y radiante regocijándose con el pezón materno y
pronunciando sus primeros vocablos;
luego expulsando del templo a los mercaderes,
para después situar su brillo como un lucero en el firmamento.
De pronto el vocerío disminuyó inesperadamente y al cabo de unos segundos no era más que un zumbido ronco y lejano, confundido con el bullicio de las bocinas
y el crujido de los carretones,
tirados por desnutridos e incompletos sementales.
El niño dejó de agitarse y su resonancia se fue
alejando de la misma manera, pero comprobamos
que sus órganos vitales funcionaban y que aún
permanecía con vida.
El gentío se había replegado a una plaza cercana, donde escuchaban boquiabiertos las arengas del más
reciente candidato. Este pertenecía a una
de las bandas de malhechores, que —varias décadas atrás— se habían apoderado de todas las estructuras de mando del territorio. Estaba
poseído por su habilidad en
conversar directamente con los
ciudadanos. Las frases se atropellaban pesadamente en su garganta y aunque
salían magulladas, ennegrecidas, a
tientas bajo la raquítica iluminación de los faroles, él alababa su desempeño de líder con
extraordinaria minuciosidad. Desmenuzaba cada
obra, cada gesto, cada actividad hechas por su
administración, vociferando copiosamente hasta cubrir de
desprecio y saliva la labor de sus
adversarios. Un coro de diligentes secuaces y de panzudos profetas giraban a su alrededor, ungiendo de
loas y bienaventuranzas la
celebración. Terminando el discurso descendió
de la tarima y todos le siguieron, entre el olor del ron y las frituras que
acababan de recibir.
Tuvimos que practicar una operación cesárea de urgencia.
En el quirófano se hizo un cavernoso silencio que ocultaba hasta el murmullo de la propia respiración. Bajo la clarísima luz de los reflectores, las manos
diestras hicieron la incisión y
sacaron al bebé. Era un varón hermoso, sin ninguna anomalía visible y aún
guardaba cierta tibieza de la sangre en el ombligo, pero a pesar de
todas las maniobras y procedimientos no
quiso respirar. Nosotros desconocemos
cuantos días tú y tu pueblo le sobrevivirán.
Juan Carlos Vílchez
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