El viaje y otros cuentos - Roger Mendieta Alfaro

EL VIAJE

Frente a la sarrosa y aceitada Remington con referencia factorial del Siglo XVIII, el meticuloso José Sunsín enjugó el sudor de los brazos y frente; y luego se desgajó física e imaginariamente sobre el tendido del tiempo. Ernesto se había marchado, por así decirlo, a la mansión sideral a chismear con los luceros y las estrellas, como repetía antes del viaje, al hacer referencia a Pablo, Enrique, Miguel o Julio, el flaco, quienes ya estaban fuera y les fascinó hablar del asunto.

El problema resumía en que Ernesto se fue, y en consonancia con el criterio de quienes iban quedando, la inesperada compra de su boleto había venido a ser una verdadera sorpresa.

¿Cómo habría reaccionado Luís Soto ante la partida de Ernesto? Lucho se acostumbró a decir en voz alta su opinión acerca del viaje sin pensar en las consecuencias; y enfocaba el asunto usando más la garganta que la cabeza. Quizá lo habrían motejado como de cualquier pendejo, que había marchado al más allá sin el padrino protector que lo estuviera esperando en la entrada que vigila Pedro, como alardeaba de él mismo cuando Benito se fue sin siquiera decir: ¡me voy…! ¡Hay quienes avisan!, se dijo dentro de un tamborileo más que expresivo poco apropiado para la ocasión. Y resultó que el tampoco lo había hecho. Pues la Pelona jamás se presta para esta clase de juegos, y en la más impropia ocasión, se aparece sin avisar.

En lo que iba del año el grupo había vivido múltiples y muy desagradables experiencias. Sí. Tal vez no fuera éste el adjetivo más apropiado para calificar el momento cuando uno comienza a escurrirse en la oscuridad del tiempo. Pero el asunto no deja ser singular cuando el viaje papalea en torno de quienes aún no tenían eufemísticamente comprado el boleto. Claro. Ernesto pertenecía al grupo quienes no estaban en la bitácora de vuelo al insondable mundo de las estrellas; y ni por asomo daba lugar a que pensaran de él en tal sentido, pero de improviso había llegado. En cierto modo, tal vez habría supuesto que no era tiempo apropiado para un tipo como él poner al aire libre su resquebrajamiento, lo que era una ofensa a su orgullo de jardinero de la propia existencia; y crucial desafío a su entrega y preocupación por las carreras del parque, los heroicos cruces de la piscina y los imbatibles cientos de pechadas que anidaban en sus brazos y ratones; y claro estaba, en otros músculos de su cuerpo, a los que le puso solidez el levantamiento de pesas, y un jubiloso y dicharachero saltado de cuerda.

Era opinión del disminuido grupo que en verdad, el erguido mocetón de los sesenta que parecía Ernesto, no era el más indicado para salir con semejante trastada.

-Nadie esperaba tal cosa –señaló María en los comentarios del velorio. 


-Cierto –dijo Magnífica, esposa de Prudencio-. Alguna vez pensé que lo único que podría matar a Ernesto era un ataque de carcajadas. Pues le sobraba tan buen humor que hasta de lo más difícil de la vida hacía chacota. El único problema que dicen tuvo, si es que se puede decir así, es que se le pasaba la mano con las delicias del dulce; y aunque en sus cálculos no entrara este detalle, las marañas o embrollos en que lo metió el gusto por las tortas y los turrones, era de suponer que aún al más pintado pueden mostrar el hoyo.

-No hables de hoyo. Disfraza esa palabrita con cualquier otra cosa –refutó Prudencio a su mujer-. Frente al oprobioso signo de tal realidad es prudente quedar callado.

-Aquí sotto voce – se inclinó Casimiro Lucio, el cardiólogo del grupo-, Elisa tiene razón: las tortas y los dulces no perdonan ni a su mamacita...

-Cierto –añadió Jaime, el panzón-. Y no solamente las tortas y dulces, sino también sopas de mondongo, tamales de cerdo y cocas colas, aunque éstas últimas muchos fontaneros las usen para destapiar inodoros. Pero a Ernesto lo que lo condujo al otro barrio, más que la comida, fue el olvido de los ejercicios. Claro que las tortas, las salsas de tomates y apetecibles helados de chocolate, cuando estaban frente a él, era incapaz de perdonarlos: Se portó tan drástico y tan real con el ataque a las solapadas ricuras, que parecía luchador de sumo en pleno combate dentro de los límites del plato, no de la alfombra.

-Y nosotros éramos sus espectadores –añadió Rosendo, que era de los que hacía chacota con todo lo que tenía a mano, incluyéndose él mismo, cuando se trataba de hacer chanza de gordos y comilones.

Afloraron los supuestos. Ernesto era mucho menor que Agustín, el psicólogo del grupo, quien vivía alertándonos con los consejos de cómo vivir más y mejor. De acuerdo a mi modo de pensar, estoy seguro que uno es como es y nadie puede cambiarte. Es casi como en un juego de béisbol, el beisbolero podría mejorar el ritmo de su bateo; y en vez de 150 elevar el porcentaje a más. Pero en asunto de hartazgo lo que vive en vos, dentro de vos está; eso eres y no existe forma alguna de sacarlo, a menos que pelees con lo que recargue tu barriga.

-¿Y podrían aclarar ustedes para que diablos sirve el psicoterapeuta? –dijo Ruth, con insolente gesto de yoquepierdista.

Ruth era acérrima enemiga de los tamales, la carne en vaho y el vigorón. Y en donde encontraba alguno de los manjares que estamos refiriendo, lanzaba sobre ellos y como una rana a la hormiga, y todavía pedía más. Le repugnaba que se hablara mal de las comilonas, especialmente si abundaba en grosura y destilaban manteca. Rosendo, que no era para menos, a sus espaldas le decía La Vaca.

-La mayoría de veces para nada –volvió al asunto el psicoterapeuta-. Todo depende del paciente o consultante, como prefieran llamarlo. Por supuesto, con la actitud del susodicho, la psicoterapia de los comilones puede rellenar huecos culposos que saltan hacia fuera para hablar de actitudes del pasado.

-¿Y en qué consisten esos huecos culposos? –intervino Janet, esposa de Fabián, que no tenía la menor idea de lo que quería decir Casimiro, cuando se refería al asunto.

Llamaba la atención que el velorio de Ernesto se hubiera convertido en una especie de “misa negra” en torno de la vejez y la muerte, debido a la actitud y el interés que trastabillaba el grupo en el inverosímil diálogo.

-¡No joda, socio! Tiene razón Janet. ¿Y con qué se van a rellenar? –intervino Joaquín Valaza.

-¡Hombre, Joaquín! Sencillamente con pensamientos positivos capaces de mantener a raya a los malos de la película en profundidades de la conciencia.

-No sé cómo, pero tal vez anden en mi rededor –dijo Joaquín.

-Mandándolos más al fondo –agregó Casimiro.

-Hasta no ver no creer –dijo Janet.

-Que funciona, funciona –insistió Casimiro-. Todo depende de la colaboración del sujeto. Para que no vayamos tan lejos, voy a ponerte un ejemplo: esto del sí y del no es como una misa para muertos: si no hay muerto no hay misa. En el caso, el éxito de la operación está en dependencia de la actitud del paciente.

-Si no hay muerto tampoco puede haber viaje –agregó Juan.

-Eso mismo –señaló Joaquín-. Lo veo como más realista… o surrealista, si queremos llamarlo así, para que rime con la condición del momento. Entonces, más que todo, para quitarle a uno semejante tapa de la cabeza es necesario re-tapar el subconsciente. ¿Cierto?

-Así es. El hurgarlo ofrece complicaciones. No es tan fácil. Sacar a flote las incidencias del subconsciente es tarea larga, complicada, y además bastante cruel y dolorosa, desde el punto de vista de la dinamia anímica. Es preferirle arrinconar la basura en el fondo la conciencia que mantenerlas a flote; pues estando muy a la mano trastornan la vida conciente. De aquí el relleno del sugestivo concreto psicológico en los huecos que estorban para no tropezar con la pared rocosa; meterlo hasta donde deben estar, remachándolo en el verdadero fondo –agregó Agustín mirando para el hicaco.

-No entiendo qué quieres decir con remacharlo. ¿Con qué lo vas a hacer? Esos huecos del subconsciente no admiten tapas, y mucho menos remaches; siempre van a quedar abiertos –intervino Esteban.

-Todo depende de quien tenga el hueco -volvió René-. Muchos huecos son gratuitamente inventados. Creados por fantasmas imaginarios y alimentados por cierto entorno social en que pernocta crónicamente el protagonista. La razón y el origen de tu hueco puede no ser la razón y el origen del mío: todos tenemos uno; son individuales, pero bajo circunstancias atingentes a la propia persona difieren uno del otro. Este es el verdadero problema: las cosas son del tamaño y color del cristal con que se miran.

-Aclara la cuestión, Agustín. Recuerda que ya estamos entrando al ciclo en que se nos enreda la memoria.

-Más claro no canta un gallo. No existe problema sin solución por difícil que parezca. El fondo del asunto es que sin existir el problema, cualquier embrollo uno lo complica. El modo que lo enfoques hará la diferencia: se agranda o se reduce de acuerdo a la percepción, el ánimo, alma, o la voluntad de quien lo padezca, con la implicación de que todo lo que nos acontece uno mismo lo produce.

-A mi ni me re ni me fa –dijo Janet, dirigiéndose a cafetería de la funeraria sin haber entendido nada.

-Recuerda –insistió Casimiro- que lo que llamamos subconsciente se forma por el cúmulo de buenas o negativas vivencias que trabajan para nosotros en función de nuestras reacciones existenciales; y que anidaron en nosotros en el periodo de la niñez… en ocasiones desde antes de abrir los ojos mientras luchamos para salir al mar del complicado mundo en que vamos a navegar. Es periodo útil del tiempo vivo que más afecta y modela al hombre: los laberintos de los días iniciales que inciden en el niño; hechos negativos que nos atan o liberan. Y que en dependencia de lo que ellos son y representan, vienen en nuestro auxilio o nos hunden en el problema. En verdad –agregó el psicólogo-, no todo hábito es bueno o malo: sólo es un simple mecanismo que salta a flote en función de lo que presume tu realidad.

¿Cuántos años tendría Ernesto? Quizá sesenta. Era más joven que Pablo que llevaba encima sesenta y ocho, con el inconveniente que a pesar de su aparente voluntad de atleta, usualmente insinuaba sentirse acosado por cierto real inconveniente: el escurrimiento hacia la vejez; y aunque afirmaba padecer de nada, solía sentirse el mayor de todos con mayores problemas que Gabriel, que rondaba los ochenta.

-No joda, pariente –respondió Joaquín-, uno es tan viejo cuanto quiere serlo. La vejez es problema mental, que más que en el tiempo corporal aferra a una idea negativa que se anida en la cabeza. Y eso depende de cómo uno es y no cómo uno debería de ser. .. A Joaquín le fascinaba filosofar, de modo especial alrededor del complicado nudo de la existencia. Creía a pie juntillas, que el hombre es capaz de gobernar su propio vivir; y tal proceso está en función de la calidad de vida, en primer lugar; y de los pensamientos que uno sea capaz de calentar en la incubadora de la mente.

-O en el espíritu –interrumpió Gabriel.

-Son la misma cosa –respondió Casimiro-. Y agregó: No hagan preguntas de dónde está el alma, porque eso es asunto individual de uno con Dios, que solo el de Arriba puede contestar. De vez en cuando, quizá valga la pena dar una ojeada a lo que discierne Santo Tomás, agregaba cuando se abordaba el tema.

En la cafetería una que otra vez nos reunimos con Ernesto y René. En ciertas ocasiones estuvieron presentes Mauricio y Ricardo, que también adelantaron el viaje sin despedirse del grupo. Nos dábamos cita, o caíamos allí por casualidad a la hora del cierre de operaciones, ya cuando cada quien regresaba a casa o dirigía a otro lado. Casi siempre, el tema fue la venta de seguros de vida, que es verdadera escuela para conocer a la gente: los compromisos con el banco, el amor por la esposa y los hijos en caso que se rompiera el hilo de la vida; o la visión sobre un universo de prospectos frustrados que luego de una plática de ventas de una o dos horas, el resultado fue a veces como arar sobre el amar: polvo, ceniza y cero por todos lados.

Todo tenía lugar entre el grupo de los catorce que poco a poco, y casi sin darnos cuentas, se había venido desmoronando.

Según la enrevesada opinión del Panzón, la mayoría de los compañeros se habían ido casi por puro gusto. Jóvenes como Enrique lo habían hecho tras el vuelco del vehículo; Benito Pérez por el atracón de un bistec gigante; el enano Juan amaneció estirado sin que hubiera avisado a nadie; y Pablo Luna pasó lo mismo que a Ernesto, con notoria diferencia que comenzó a trotar ya un poco viejo, cuando el corazoncito había permanecido en el reposo de los que ven pasar el tiempo roncando, o estirados en una mecedora.

Y como opinaba María: Todo parecía andar bien hasta que Doña Huesuda que no respeta tiempo, pelo, color ni tamaño, empezaba a sacudir las ramas del árbol del grupo y desgajaba los frutos maduros.

Después, resbaló Fabián. Fue cuando Angélica recordó las famosas frases de que: “Hay más viudas que viudos: pues los hombres se van primero”. Haciendo el recuento de los caídos era la pura verdad.

José en lo personal, no quería creerlo. Era de quienes pensaban que la fría llamada de la muerte, si a uno le llega, es porque se tiene conciencia de ello: uno la busca, la invita a casa, la sienta a la mesa, y por último la acoge con tan grave y extraña obsesión que la convierte en miembro de la familia. Quizá sea éste un problema interior, dentro de una fe difusa que alumbra a medias; o que genera por carencias de esperanzas para existir y alegrarse con la vida; sea el porqué nos sentimos abrumados por las acechanzas de flotantes pensamientos negativos, que atiborran la conciencia y acortan disfrute del tiempo, o cualquier otro supuesto. Porque para ser francos, hay gente que se larga cuando le da la regalada gana.

Los años rugieron encima de nosotros como imprevisto huracán ya para la etapa final. Del ineludible paso Estigia al azaroso vuelo mitológico azul celeste, éramos apenas seis los que veníamos quedando. El vuelo de Ernesto rompió el entorno simbólico de la docena. De cierto, Ernesto había sido una especie de eslabón que nos unía a la vida en un último hervor de permanencia. Adoraba la vida y le daba gusto al punto de saborearla. Lo chanceábamos de esta manera, porque él fue nuestro clásico ejemplo, y aunque sin externarlo vivía arrinconado por una angustia que no quería reconocer; y la que como endemoniado alfiler le propinaba hincones en el desvaído espacio de la psiquis.

El grupo que fue sólido en las aulas del colegio y fortaleció en la universidad con amigos que fueron sumándose. Fue una especie de pequeña gran familia en el orden del respeto y el afecto; y por supuesto: los deportes, los negocios… etc. De pronto, se había venido encogiendo sin que pudiéramos percibirlo. Tuvimos conciencia de ello cuando Ernesto se fue de viaje, quizá porque al multifacético Ernesto, los que éramos de la vieja cepa, lo teníamos muy dentro, en el salveque del corazón.

Con el devenir del tiempo, el grupo primario comenzó a trastabillar; declinó como una puesta de sol en la bajura del río. Las agujas del tiempo avanzaron más rápido junto al papaleo de sobrevivientes que burlan porcentajes normales en la palestra demográfica. El más consecuente con esta realidad fue Juan; y lo señaló en el velorio de Janet, luego de cierto operativo médico quirúrgico llamado liposucción, en que naufragó y no volvió a salir a flote.

A la altura de los acontecimientos, uno de tantos sábados mientras íbamos para el coliseo, luego de dos o tres velorios que habían venido en fila, al oír el campanazo del árbitro llamando al encuentro de box, Aurora susurró a mi oído entre el hervor del bullicio: “¡Qué dicha la nuestra que todavía podemos venir a estos encuentros de boxeo!”

-¿Por qué lo dices?

-Porque desde que entramos a la boletería experimenté la sensación de que en los últimos meses el tiempo se ha ido rápido.

-¿Qué te hace pensar tal cosa?

-La muerte ha noqueado a muchos de nuestros amigos y conocidos.

-Así es el tiempo –contesté.

-Pueda que sea así, pero es doloroso no sólo a nuestro corazón, sino que lo mismo a nuestro ánimo. De todas formas, lo de morirse no es ninguna lotería. Si vuelves la mirada a la primera fila de silletas, ¿qué puedes notar?

-No sé qué estás pensando, mujer.

-Simplemente que no existen ya conocidos. Nuestros amigos se ausentaron del bullicio del box.

-Así es, Aurora.

-Ya no podremos escuchar las baladronadas de algunos de los amigos en este deporte, que los expertos llaman de orejas chatas y labios de coliflor...

-Tienes razón, Aurora.

-¿Sabes una cosa?

-¡Sí!

-Tampoco vamos a tener de réferi a Pambelé; ni volveremos a ver una pelea del Tigre Negro o de Francois Gonzáles, lanzando sus cruzados de izquierda, o sus ganchos de derecha, en donde toda aquella jerga de fintas y bailoteos que nos hacían felices y estimulaban nuestra ansiedad fetichista.

Yo que era el observador de los cuatro pelados que quedábamos, me dije que entre la fila de concurrentes de hoy, eran todos desconocidos; y ni siquiera se notaba algún familiar de sus ascendientes. O a lo mejor estaban allí, pero con la rotura generacional que ahonda en el tiempo y expande en los arrecifes de la edad, aunque hubieran estado allí, para nosotros fue como si no llegaran.

Observando la mirada y gestos de mi rostro, mi esposa musitó:

-¡No es como antes!

-Sí –dije yo-. Ni podrá ser. En realidad se han reducido los espacios.

-¿Para quién? –dijo mi mujer.

-Más que para nosotros, para los que no vinieron –contesté al momento.

Recordé la costumbre de telefonar a ciertos amigos: Pablo, Pedro, Ignacio, Sixto, José, Renzo, Daniel… y aprovechábamos la ocasión para echarnos unas copas de la botella de ron que cargábamos en una diminuta hielera; y luego disfrutábamos con bufonadas de toda índole y color que soltaban los fanáticos.

“No vino nadie, -pensé yo-. Por poco no venimos nosotros”, pienso que pensó mi mujer.

-¿Para quién dijiste que se estaban reduciendo los espacios? –insistió mi mujer.

-Para los que no vinieron –volví yo.

Y acudió a mi memoria la artritis de Prudencio; y el problema cardíaco del Panzón; la diabetes de Álvaro, el poeta de cantos que endulzaban el oído de Janet; la gota casi crónica de Silvio; la traumática próstata de Julio… que eran los más cercanos en las veladas de boxeo; y cualquier otro tipo de encuentros.

Algunos de los mencionados llegaban a las reuniones sabatino-políticas y literarias que tenían lugar donde Aldo Díaz; o en aquellas ilustres o lustrosas parrandas que en un dos por tres habían desaparecido.

-¿Cuándo fue la última vez que vinimos a una pelea de boxeo? –preguntó mi mujer.

-Si mal no recuerdo, fue cuando Alexis peleó y venció a Charchai Chanoi. A ese encuentro vinimos casi todos los del grupo.

-¡Uuuuhhh! ¡Eso fue hace como cuarenta años! –rió mi mujer.

-Tienes razón.

-Sí. Hace muchos, muchos años –insistió.

-No sé ni porqué, pero recuerdo que por poco no venimos –agregué yo.

Ya había comenzado el ruido de los aficionados: gritos, golpes en el piso del redondel; apostadores mostrando billetes de veinte, cien o quinientos, hechos rollo y cogidos con las puntas de los dedos y manos en alto. El árbitro comenzó a llamar a los pugilistas al centro del cuadrilátero; ofertas de buhoneros: maní, bebidas gaseosas, cigarrillos, rones gratuitos para promover la empresa del ron más poderosa que la que Satanás guarda en las cubas del infierno.

Pensé que quienes quedaban del grupo no estaban allí. Entre los males que habían azotado a nuestros amigos, hay uno tremendo y maldito que se llama aburrimiento. Es depredador con mayor profundidad y encono que cualquiera otro. Siempre recomendaba a los amigos que se mantuvieran con las baterías cargadas; que buscaran como hacer cualquier cosa, aunque fueran muecas, para no aburrirse. La Señora de la Guadaña baila en una pata cuando se topa con los aburridos.

-Peleadores al ring –gritó el juez a través de parlantes.

-Por una de las esquinas subió al entarimado nada menos que Lombriz de Leche, joven pálido y delgaducho que enfrentaría a Kid Chilillo, otro del mismo calibre, quien saltó por otra esquina del cuadrilátero, vistiendo bata de rumbera en ruinas, en contraposición a la del rival que lucía una especie de calzoncillo de colores brillantes con aspecto de recién ajustado.

-¡Estamos sobre la cuenta regresiva! –recordé que había dicho Juan con esa chispeante sorna a que estaba acostumbrado cuando hablaba de las continuas emboscadas que había tocado enfrentar al grupo frente a la friolenta huesuda.

-¿Hasta ahora te has dado cuenta? –dijo la esposa de Juan.

-No es tan así –contestó el aludido-, pero no cabe dudas que con la llegada del acosador otoño vital, he venido experimentado la sensación de que algo se mueve a mis espaldas como si fuera una sombra. Y claro está, cuando veo lo que pasa y habrá de seguir pasando a otros, siento que la cabrona señora de la guadaña se ha acercado tanto a mí que parece un guardaespaldas.

-¡Tampoco conviene exagerar –dijo la mujer.

-Después de lo que pasó a Ernesto, César y Nicolás, a esta altura del juego, no se debe esperar algo mejor. Por ejemplo, como piensa Pablo Molina: hay que preparar un lugar decente para el minuto final; y lo digo con las mismas frases que dije a Prudencio.

-No entiendo qué tratas de insinuar.

-Nada, mujer. Simplemente, lo que soy yo, quiero morir confesado.

-Sigo sin comprenderte.

-Hay que llamar un notario. No quiero que mi cadáver ande de arriba para abajo, porque no hay un sitio donde enterrarlo, como pasó con la escritora de El Hombre Feliz: la poeta no tenía tumba en que reposaran sus huesos. Si por ventura de cualquier inesperado fenómeno hubiera resucitado, es seguro que habría muerto de nuevo ahogada por la angustia, al informarse de la suerte que había corrido su cadáver… o se abría vuelto loca.

-Es preferible estar loco que muerto –dijo Juan-. De todas maneras para los que estamos junto a los acantilados de la realidad resulta siendo lo mismo.

-A mi no me gusta la muerte –recordó Aurora lo que había comentado a Julia en los corrillos de un cuarto velorio.

-A nadie le gusta; y menos si uno es el protagonista –intervino Juan.

-A nadie… a nadie –agregó Narcisa la vecina del difunto.

-Aunque de acuerdo a opinión de Rogelio, la muerte es solamente un sueñito del que uno no se despierta. Toca tu puerta y… ¡zas! Te fuiste...

-No sé si Rogelio se referirá al segundo final, porque para otros, la muerte es, tan brutal y tenebrosa, que más que sueño resulta una pesadilla en que saltan, relinchan y se complacen los inmundos demonios del averno.

-Tienes razón, Juan. Lo que es a mi, no me gusta la muerte y le tengo pavor. Le alzo pelo –arrugó el rostro la vieja-, y prefiero verla de larguito, aunque con el tiempo he venido escuchando la cercanía de sus pasos.

-Lo mejor es hacerse el sordo. Yo me hago el sordo –dijo Juan.

Aurora seguía muda, escuchando el ronroneo del velorio. Luego, como que despertó.

-¿Sabes una cosa?

-¿Sí?

-No continuemos hablando de muertos.

-Tú comenzaste –dijo Juan.

-No recuerdo.

-Yo sí.

-El cuerpo de Jacinto todavía permanece entero dentro del ataúd, y nuestros comentarios podrían alborotar sus huesos. ¿Acaso no viste cómo me pararon los pelos? –dijo Aurora.

Estiró los brazos y frotó con ambas manos los hirsutos vellos de la epidermis.

En el velorio de Ernesto no había sido la primera vez que caían en comentarios del viaje. Ya habían asistido a otros velorios, y a altura de la realidad la índole de estos eventos se prestaba para esta tipo de comentarios, incluido el jocoso entre los que sobrevivíamos.

Federico Pico –Pico por lo de hablantín-, era de los que se repartía con la cuchara grande en materia de historias de difuntos. Y sacaba a flote hasta aquellas que había escuchado de los abuelos.

Claro está, no entraba en nada lo negativo a menos que lo zarandearan del rabo y pulsaran la cuerda de los chismes. Se deslizaba por lo más fino a fin de no poner en vilo la memoria del difunto.

Horroroso era caer en las manos de doña Floripondia Flores, quien tenía una lengua de culebra; y no faltaba a ningún velorio. Y además, un millón de veces se ofreció para vestir y maquillar difuntos. Emigrante en Miami, luego de la fallida revolución, doña Floripondia se hizo experta en el oficio al que hacemos referencia.

Fue notorio que para muchos dueños de difuntos, doña Floripondia Flores resultaba un pegadero. Más empericuetada que doña Suche Malinche en el bailete de El Güegüense, y como ceguezuela, peinaba la pelambre sobre la frente para ensayar los artificios de que se valía el funerario para poner bello el cadáver, como si estuviera vivo.

El problema de doña Floripondia era que pasaba de los ochenta, y como es normal en ciertas gentes, le temblaban las manos y faltaba un poco la visión. Sin embargo, aún estando así, jamás faltaba a un velorio o misa de difuntos. Las paredes de su vivienda era un mar de estampitas que historiaban la vida de los muertos del pueblo; y quien pretendiera conocer algo más sobre los viajantes que estaban pegados en las paredes de su biombo, solo tenía que recurrir a ella y quedaba todo aclarado

“La vieja ésta” –chismeaban otras viejas más ancianas que Floripondia, no le satisface hablar solamente de los vivos, sino que se instala tras las paredes de cualquier vivienda para indagar la triste vida de los muertos. Además, la suerte, la ocasión o lo que pudiera ser, la vive acompañando, pues todo mundo la invita a lo que la puede invitar: cine, restaurante, misas de quien fuere o haya sido; y jamás se echa atrás. Anda por todos lados, cargando sus chilindrujes, porque a pesar de vieja y fea, es vanidosa y coqueta.

Recordaba a Juan haciendo sus comentarios en ronroneos de los velorios. Chanceaba jugueteando con las palabras que la muerte también tenía planes, como las funerarias, para todos gustos y clientes. Y carcajeaba diciendo, que había sido la misma guadaña quien diseñó las famosas exequias: coronas fúnebres y sepulturas; el sabroso capuchino con las respectivas galletitas de Holanda; y en ciertas ciudades, la práctica de la costumbre de hacer el último viaje sobre carrozas tiradas por nobles brutos enjaezados; algo que jamás en su triste vida había imaginado el muerto. Hay gente que celebran funerales tan aparatosos, que llevan en sí, espíritu y ritmo de fiesta patronal, a tal grado que a más de un vivo le entran deseos de morirse. Pero también hay funerales tan aburridos y sosos que dan deseos de seguir viviendo. Juan era partidario de los segundos.

Eso sí –recordaba-, he pedido a mi mujer con todo el alma. Primero: “que me deje enfriar suficiente, y no me meta al ataúd caliente, porque podría ser que todavía no hubiera terminado de morirme: Y para ser sincero –agregaba-, la he alertado, que aunque jamás experimenté algún signo de catalepsia, no olvide lo que le pasó a nuestro vecino Pepe Torino, el súper forzudo del grupo que vivía luciendo su resplandeciente musculatura a lo Charles Atlas, sólo que un tanto bofa sobre unos ojillos de cucaracha saliendo del albañal; y que de no ser por la observación de doña Floripondia Flores, lo hubieran bajado al hueco estando todavía vivo. Y como pueden ver, todavía anda el bandido vivito y coleando, y no digo que más…”. Benito, calavera del grupo, había llegado a viejo viviendo de la renta que le producía la cuartería heredada del abuelo, un tal don Julián Gutiérrez, en que se hacinaban los inquilinos. De permanecer sentado las veinticuatro horas del día, entretenido con el juego de ensartar un bolero lanzado a la basura por un hijo de los usuarios, al protagonista se le inflaron los cuadriles y le crecieron las nalgas al extremo, que la acumulación de grasa le endureció las arterias. Y en una de tantas discusiones alrededor del raído pan producto de la cuartería, se le encendió el rostro de rabia, y en un sorpresivo y febril corcoveo, el rojo corcel del infarto lo sacudió y se lo llevó en el alma.

Al escuchar el relato de Juan, el pequeño grupo había soltado la carcajada.

-La verdad –dije yo-, es que el tiempo de alguna manera te mata.

-¿Y qué tal si de algún modo se entromete la catalepsia? –rió Prudencio.

-No joda, socio –recordé que había dicho Joaquín Valaza casi frente al ataúd de Ernesto-. Mejor olvidemos esto. Tengo la sensación que aunque simulemos que chanceamos en un instante de bromas, estamos hablando en serio A tal extremo no espero que llegue la mala suerte. No nos quedará más camino que ponernos en paz con Dios para que la señora de la guadaña no nos sorprenda sin confesarnos, había dicho quien ya también se había ido.

José se frotó los ojos y cayeron sobre él una avalancha de recuerdos. No le cabía la menor duda que había vivido bastante; y como comentaba el grupo, ciertamente ya eran pocos los que quedaban de aquella fraternidad en la que había habido de todo: loros, arlequines, yoyos, poetas, Gardeles, Don Juanes, melancólicos, cantautores, bailarines, nostálgicos, borrachos, manirrotos, tacaños, atletas, bellos y feos como primates; y comediantes del montón, como lo fue Rosalío Maduro o Juan Insulsa, que hacían chanza de todo mundo, y hasta de la propia sombra, mientras jugueteaban sus dedos índices con los lóbulos de las orejas; y cagado de la risa comenzaba a gritar: ¡taxi, taxi!… el tipo era tan pequeño que cuando caminaba daba la apariencia de ser un coche que rodaba con las puertas abiertas.

“Cuando uno está colocado en el fondo del callejón es capaz de suponer cualquier cosa”, afirmaba Josefina Piña, teóloga de montón, a quien se le había metido en la edad del retiro, estudiar la Biblia que había aprendido de memoria. Y no lo hacía mal cuando recurría al recurso de los Proverbios. Era excelente Proverbióloga. Y de sopetón salía al paso de Chepe Chulo, quien aseguraba saber de todo en materia de religión y no entendía de nada; y quien era famoso porque entraba de espaldas a casa cuando los sábados chiquitos regresaba de parrandear en horas de la madrugada; y en cierta ocasión que lo sorprendió la esposa, recurrió a la insólita mentira de estar yendo a la misa del domingo. Chepe Chulo también se había marchado sin despedirse, y fue Josefina, la encargada de leer el Salmo 23, que según propias palabras, habría preferido el difunto.

“¡Ojala le llegue! había comentado Josefina, que ya también formaba parte de las huestes voladoras. Y José recordó que la teóloga había comentado: “En lo que no estoy de acuerdo es que la gente muera de cualquier cosa. Chepe Chulo no tenía nada. De lo único que padecía es que había perdido un poco la memoria. Pero eso es normal. ¡Cuántos de ustedes no la han perdido!”.

“¡La verdad es que uno se muere de cualquier cosa! –había dicho Lucho-. La gente se muere porque ya no puede… o no quiere seguir viviendo y punto…!

Y después de cualquiera de los velorios solían comentar:

-Estuvieron formidables los nepentes donde Las Tres y Media luego del viaje de Sorongo -dijo Domingo-. Pues no queda otra opción que celebrarla con ron y con llanto… aunque para ser sinceros, lo rociamos con ron porque coincidía con el día de su cumpleaños. ¿A quién le ocurre irse el día de su cumpleaños?


-No deja de inquietarme que con los setenta que carga Juan, y los ochenta míos, estuviéramos entrando en terrenos de la pelona. La verdad es que el tiempo pasa volando cuando se entra a la vejez. Y para poder entender el por qué del asunto, insistía René: la respuesta está en comprender el meollo de la realidad: el tiempo vive su hora y se desplaza en redondez circular, pero uno se torna lento, y dormido o medio despierto, a veces ni si quisiera lo ve pasar. Y es evidente que lo que queda del susodicho se despilfarra en velorios, misas, funerales y decenas de actividades relacionadas con la otra vida.

-¡Cosas del tiempo sobrevivido! –dijo Juan.

-Así es –dijo Ester.

-Pero nadie quiere irse –volvió Juan.

-Aunque como opina don psicoterapeuta la muerte es un sueñito del que uno no se despierta –recordó Ester lo que había afirmado Domingo, quien ya había marchado.

-Sueñito o no. La verdad es que nadie quiere morirse, ni los que se están muriendo –volvió Ester.

-He estado en un montón de velorios –sonrió José Adrián.

-Lo mismo yo. Hasta donde puedo recordar creo que ya llevo trece –señaló Juan.

-Mal número –dijo José Adrián.

-Los míos son como siete –entró Luís.

-También mal número –insistió José Adrián-. El último fue el de Cruz Morado, que fue repentinamente zarandeado por el dengue hemorrágico; y sin siquiera tener las maletas listas, se fue de viaje.

Y lo de siempre. Cuando el cura inició la misa cesó la especie de parloteo. La ocasión se prestó para que Juan recordara la caída del Panzón, Janie, Pedro y Lorenzo que habían enrumbado el vuelo tras las famosas frases de Ernesto: se fue de viaje; y había hecho de la expresión el principal divulgador, de tal modo que en menos de lo que un gallo hace ki ki ri kí, todo mundo decía lo mismo.

Era hilarante observar las reacciones que surgían entre quienes quedaban del grupo. A algunos no les importaba absolutamente nada que se hablara de difuntos, a tal extremo que lo veían casi como una pasión hedónica frente a los laberintos sepulcrales de la despedida final. Narciso era uno de éstos; quizá por su experiencia revolucionaria en las huestes de la montaña. “La muerte no necesita invitación, llega en cualquier momento, cuando uno menos la espera”, chanceaba. “Lo que soy yo, que me registren, porque no tengo que esconder. El temor aunque anda con uno, yo me coloco detrás. A la Pelona la he visto un millar de veces… no digo de frente, porque de frente nadie la ve, pero de lado sí, a todo correr, o de paso, trotando con guadaña al hombro en los laberintos de la barbarie armada que unos llaman defensa de la democracia; o otros, la expresión libre del pueblo. Parra mayoría de combatientes es mierda hedionda e innecesaria, que da fe del proverbio: “ser la misma mona con distinto rabo”.

-Cuando uno pasa de los setenta si es que llega a estos, no necesita guerras para morirse –dijo Prudencio, el más callado sobreviviente del grupo-. Llevar la mochila al hombro pesa tanto que comienzas a encogerte. Antes de que Luis viajara hicimos un pacto, y al hablar de sobrevivientes, estuvimos de acuerdo, que el tope del callejón en que termina la juventud finaliza la guerra; y nos abre sus puertas la pírrica paz de la longevidad.

Reía José porque solo en el pasado junio, junto a su mujer, habían asistido a siete misas de difuntos y unos doce funerales, en los que ya no había a quien dar las condolencias, pues aunque con los difuntos en el trajinar de sus vidas habían sido casi como hermanos, para las exequias o recordatorios, a duras penas conocían a cualquiera de los descendientes.

En realidad, vivimos en un mundo que no es el nuestro: somos extranjeros en un país extraño; y era respuesta lógica y natural, pues habíamos rebasado más de la media sobre límite demográfico. No cabía duda, que para aquellos de los descendientes: hijos y nietos de amigos nuestros, éramos tan solo uno que otro ilustre desconocido.

-Se fue sin despedirse –pensó Juan frente al féretro del amigo, de quien había aprendido una de las más proverbiales lecciones que recibió en la vida: su alumno en la universidad cuando fue docente; con los años vino a ser el amigo que participó como otros tantos en las doradas juergas del grupo.

Luego pensó en Ernesto. Se dijo que los mejores amigos que había tenido siempre fueron de mayor edad que la suya; entre estos estaba Romeo, a quien quiso como el padre que no había tenido; y del que tuvo filial respuesta cuando el hijo que esperaba jamás llegó por la esterilidad de Maguncia.

-Vino a ser como el hijo que deseamos siempre -repetía su mujer.

Maguncia que no era de menos en materia de expresiones sorprendentes, había inventado cierta frase que hablaba sobre la muerte con acento socarrón: ¡Activó la góndola! ¡Se fue de viaje! La expresión quedó trepidando entre los miembros del grupo con tal fuerza e intención, que pasó a formar parte del vernáculo lenguaje entre folcloristas de la tierra del Güegüense.

-Otro que se fue de viaje –dijo Fabián, observando boquiabierto la pantalla del televisor en que desplazaba como una serpiente de luces el anuncio del fallecimiento de Prudencio. Fabián era otro de los que pertenecían al grupo de los inmortales. Lázaro, Juan, Hermenegildo, Fabián, y el recién embarcado Pico de Chinche se habían ido. Cada quien tenía su historia: unos más y otros menos con amigos y parientes. La mayoría con la respectiva descendencia, a excepción de Juan Ramón (Pico de Chinche), que no tenía ninguna; de tal manera que a la hora del viaje, fue hipotéticamente un problema, pues aunque todos le querían faltó el hijo, la esposa o el pariente que lo llorara, aunque estas son prácticas que más bien rayan en la costumbre en ciertas culturas adoradoras de cadáveres.

Si no hay lágrimas, si no hay rezos, si no hay velos y vestidos negros, es como si no hubiera difunto… Es la respuesta en la que en ciertas sociedades se contraten plañideras.

-En ciertos velorios nadie llora –acostumbraba expresar Manola-, quien como doña Floripondia que se había despedido entre café negro, pasteles, tortas de leche, jugaderas de naipes y los irrenunciables escondrijos de aguardiente en el vertedero de la cocina; y suponiendo que cualquier día sería visitada por la Pelona, decía: “¡Yo he llorado, peinado y vestido a todo mundo. Ojala tenga yo quién me llore, me arregle y me vista!

Con ella cualquier mortal tenía la certeza que no faltaría a nada. En hora del cumpleaños, el bautizo o compromiso de toda índole; y hasta en los famosos sábados calientes en casa de ciertos amigos, de pronto aparecía hasta que por su incidencia otoñal fueron echándola de menos.

Juan insistía que en los albores de lo irremediable Ernesto tomó la punta. Fue el primer golpe sorpresivo de acuerdo al pensar de Joaquín. Luego más amigos continuaron enfilándose, aunque bajo ciertos tímidos y aprensivos sentimientos de hilaridad, entre sobrevivientes setentones y ochentones que viendo el futuro se habían colocado en cómodos lugares. De modo que César Rosado, el de la súper patada del gol, que había puesto de último, despuntó el primero; y siguió Terencio Chimenea, a quien motejaban así porque ni para meterse a cama dejaba a un lado el puro. Opíparamente se había colocado en el séptimo y se marchó de tercero; lo mismo ocurrió con Serafín Bello, que del apellido no tenía nada, a quien decían Bacinica por su increíble capacidad de aguante, pues no había la menor broma por cruel que pudiera ser, que escapara al estallido de la risa; el tipo se había puesto en el sexto lugar y viajó de segundo; y así sucesivamente. La vida juega malas pasadas a quienes fueron los más duros y recalcitrantes para balancearse en la cuerda floja del viaje, llevándose en el alma a quienes según los lenguas flojas del pueblo, aunque no lo parecieran esparcían acre olor a formalina y cementerio.

“Todo viaje está lleno de vivencias, repetía Juan, antes de marcharse, y el más importante que radicalmente acosa no es la excepción”.

Su homónimo Juan Reyes subió desde los rincones de la escuela primaria en donde habíamos estrechado bulliciosa amistad de compañeros. Nos constaba que Juan era bueno a los vergajazos a pura mano pelada. Quizá algo payaso, pero valiente. Antes de que volara el Dictador anduvo de la seca a la Meca en todo, gestionando asuntos legales: juez local, secretario en cortes, defensor de políticos segundones a quienes acosaba la Policía Provincial; de tal modo que se convirtió en el paño de lágrimas de las esposas a quienes faltaba capacidad de gestión en los niveles cercanos del dictador local. De tal manera que cuando cayó el Dictador grandote, al amigo y compañero de infancia, no le quedó más alternativa que salir en estampida por cualquier hoyo de la frontera.

Desde aquella dura experiencia no sé que fue de Ulises, como le decíamos en la universidad por sus truculentos relatos de entorno mítico, los que según él, sólo podía compararse con el héroe de la Odisea. Juan también se había vuelto viejo, y casi anciano por problemas de diabetes, según él, arrastrado del factor genético. Pero, referirse a la pelona, como al doctor Reyes, le importaba un pito y afirmaba: Lo de esa vieja Pelona es algo que me entra por un oído y me sale por el otro.

Si mal no recordaba, fue Juan quien había sido el primero en hacer ciertas consideraciones sobre la reducción del grupo. Antes, cuando éramos casi 30, dibujaba un enorme número treinta donde le ocurría hacerlo, nos juntábamos en cualquier lugar: la playa, la misa del domingo, la cafetería, el cine, o una que otra parranda en casa de cualquier pariente o amigo. Y no por casualidad, pues nacimos en una pequeña ciudad en que todos nos conocíamos, y que luego se volvió grande; y hasta resultaba innecesario indagar: Juan, Pedro, José, Tito, Eva, Lucia, Ronaldo o Perico de los Palotes. Así de simple...

“¡Uh! ¡Estás hablando del tiempo de la abundancia, cuando los perros se amarraban con chorizos”, alguien lo interrumpió. Hoy ni siquiera recordaba quién había sido Juan. El tiempo, a veces, también se come a la memoria.

Las incidencias en los viajes y el crecimiento de la ciudad fue un proceso casi cómico, espectacular, pues mientras el grueso de los fundadores del villorrio y sus nietos y tataranietos comenzaba a doblar la cabeza, desapareciendo, ésta convirtió en pueblo, y luego una ciudad que atiborró de gente, de una manera inverosímil luego de la brutal estampida que estimuló la guerra civil, en la que millares de agricultores y gente relacionada con los partidos emigró de la selva y entró a la localidad como río que sale de cauce.

-¿Espero que hayas escuchado la noticia? –dijo Timoteo a su mujer, quien llegó azorada desde fondo de la cocina, todavía bostezando.

-No.

-¿No ves? –mostró el brazo a Elisa. ¡Se me puso la piel de gallina! Sucedió algo que jamás sospechó Ulises –dijo Timoteo.

-¿Metieron por fin a la cárcel al ladrón que se robó el Estado, o le dieron un golpe de mano al enredado del presidente? –preguntó Elisa. .

-Fue algo peor para la esposa de Fabián –dijo Timoteo-. ¡Fabián se fue de viaje!

-¡No me digas! –exclamó Elisa.

-Sí, señora. Fabián se fue de viaje –dijo Timoteo entre gestos de solidario dolor y frases de resignación.

-¡Quién lo habría sospechado!, señaló Elisa. Todavía antes de anoche estuvimos con él… y ¿Te acuerdas? Estaba bailando, pero requetebién La Murundanga, El Caballo Viejo y El Zopilote.

-Así es la vida –dijo Timoteo. Y quedó reflexionando sobre la muerte tal y como suele llegar: sorpresivamente cuando uno menos la espera.

-¡Así es que se fue! –volvió Elisa.

-Se fue.

Pero no transcurrió mucho tiempo sin que Julia, amiga de Elisa, saltara como gato sobre el ratón hacia la mesita del teléfono; y acomodando el trasero en la esquina de la cama:

-¿Sí?

-Habla Julia.

-¿Qué pasó, mujer? –dijo Elisa.

-Espero que lo sepas.

-Suelta el chisme, mujer.

-No es ningún chisme, sino que uno más que se fue del grupo.

-¿De quién estás hablando?

-De Prudencio.

-¡Cómo vas a creer! ¿Y de cuál de Prudencio estás hablando…? ¿Del bien portado o del malandrín?

-Del primero, mujer. Del que le decían Fabián.

La escuchó con extrañeza. Le habían llegado chismes que el segundo andaba un poco enredado de la cabeza.

-Tú sabes que la mala hierba nunca muere. –siguió Elisa.

-¡Cómo vas a creer!

-Así es. ¡Pobre La Churrucucú! Es una lástima que no haya sido el segundo, porque aquel sinvergüenza ni siquiera esposa tiene.

-¿Y de qué se fue? –pregunto Elisa.

-No lo he averiguado, pero supongo que de viejo. A esta altura del juego hasta un catarro puede meterte en el hoyo; una se muere de cualquier cosa…

-¡No digas eso, mujer!

-Una se muere de cualquier carajada.

-A lo mejor tienes razón.

-¿Y sabes dónde va a ser el velorio? –preguntó Elisa.

-Me dijo Minguita Banderola que todo lo espulga, que todo lo chismea, que lo sabe todo, que será en la Funeraria el Buen Sueño.


-¡Buen sueño para el dueño, porque enterrarse allí cuesta un ojo de la cara, mujer.

-Tienes toda la razón, pero los precios de El Buen Sueño son más razonables que los de la Funeraria el Buen Morir o la de El Sueño Celeste. Acuérdate que en el Buen Sueño te dan hasta pastelitos y te sirven capuchino –elogió Julia el menú que además incluía servicios religiosos y sonata a la salida del difunto.

-¿Y sabes de qué murió?

-En realidad no lo sé. Sospecho que del tiempo muerto…Es la enfermedad que se ensaña en los viejos y mata a pellizcos, pero mata. De lo mismo murió Tarzán, se fue King Kong y estiró los caites Charles Atlas; el colmo de colmos es que se llevó en el alma al come años de tu tío Napoleón que se las daba de eterno –estalló Julia en carcajadas.

-Así es que no sabes de qué murió.

-Dicen que de calambre en el pecho –respondió Julia.

-¡Qué raro! ¡Y yo que creía que los calambres en el pecho sólo daban a las niñas viejas o las viudas!

-¡Qué va, mujer! ¡En los hombres es peor, hasta los mata! –aseguró Julia-.Y si no que lo diga Fabián, agregó fingiendo una risita nerviosa.

-Gracias, Julia. Desde la mañana, cuando vimos la nota en la tele, hemos estado pendiente de tu llamada. Marcamos el teléfono del muerto, pero nadie contestó –dijo Elisa-. Por allí nos vemos en el velorio.

-¿Sabes donde al fin será? Si no lo sabes te lo confirmo luego. A lo mejor es la Funeraria de Bertoldo Papa Dulce, porque son parientes –dijo Julia.

-Nos veremos allá para que me cuentes detalles –dijo Elisa.

-Tendremos tiempo de hablar.

-Bueno, mujer. Hasta Luego –dijo Elisa una hora más tarde de haberse iniciado la llamada.

Entre la bruma de recuerdos, mientras se anudaba la corbata, Juan visualizó la imagen optimista de Fabián irradiando confianza, matizada con su clásica sonrisa que hasta incitaba deseos de imitarle. Le pareció una mentira que se hubiese ido. Acudió a su memoria aquella vez que con mordaz irreverencia se habían referido a lo inevitable del viaje; las posibles facilidades del infierno y la hospitalidad del diablo. Se preguntaron en tono de sorna si el tal Satanás era el clásico anfitrión, que reservara un lindo cupo en el caso que San Pedro negara la entrada al cielo e indicara que el hospedero de cachos estaba más adelante.

Recordó que hacía apenas unos días había encontrado a Fabián frente al mostrador de la farmacia. Se saludaron como siempre. Luego como una cosa de rutina hablaron en tono burlesco de la famosa lista médica que mostraba al farmacéutico. Por ello, al escuchar la noticia que había muerto Fabián, Juan quedó emocionalmente impactado; pues el amigo querido estaba entre los últimos en lista personal de los viajantes. Se dijo que cómo era posible tal cosa, si el aspecto de Fabián gozaba de una presencia halagadora: optimista y sus sólidos músculos que aunque marcados por irreverente otoño, aún mostraban indicios de haber levantado pesas y pesos. En la imaginación, Juan escuchó su aullido de karateka junto a su voz de león, de tal suerte que lo hizo pensar que si alguna vez Juan muriera, sería de aburrimiento.

Y fue enorme sorpresa para los cuatro dispersos y pelados que quedaban del grupo, pues ya se habían ido hombres como Tremebundo Báez: aunque calvo con torso de león, empuje de toro salvaje y evidente figura de ser mejor escudo defensivo en el equipo de fútbol; y había seguido Fabián con tantas cualidades y atributos a su favor; y como dijo, olvidaba quiénes aún quedaban para contar el cuento: murió como pajarito al filo de la tempestad, sin siquiera decir, este pico es mío.

En la hablantina del velorio, los del grupo que ya éramos apenas cuatro, no estuvimos muy de acuerdo que tanto Ulises, como Tremebundo Báez, hubiera perdido el juego metiéndose un autogol. Y que ahora Fabián saliera con igual cosa.

Se acercó al ataúd. Era una reacción extraña la que experimentó esta vez.

Jamás había intentado acercar siquiera dónde estaban los ataúdes. Y menos si se trataba de difuntos conocidos. En materia de ver muertos, sólo había visto el féretro de su madre; y ello por justa y llana razón que era parte de sí mismo lo que llevaría al cementerio; y a la que quizá no volvería a ver nunca más, a lo menos sobre este planeta.

Dentro del ataúd, Fabián daba la sensación de estar placenteramente quieto, o dormido, apoyado en engatusada presencia de vivo: se notaba tan campante como si se burlara de todo el mundo. Y como el pragmático Tito Briceño dijo cuando llegó a los setenta y tantos: “Ya ven, burlé la lista. Lo cierto es que uno ignora cuando viene lo mismo que cuando se va”. Después de los setenta y tantos diciembres, como justifican los cazadores diletantes el final de una jornada de caza fallida, quien está en la lista de espera puede decir igual que ellos: de lagartija para arriba todo es cacería.

A los noventa otoños, cuando casi no quedaba nadie ni nada de la guardia vieja, como refieren quienes han sido militares, con cualquier fortuito resbalón en la cáscara del tiempo, Prudencio se fue de espaldas en la cama, cerró los ojos y no le quedó un segundo para despedirse. Según relato del compañero cura y confesor, el amigo no lo hizo en esta ocasión, por su acelerado viaje, pero sí, el cuarto esposo de doña Luz Traviesa había muerto en paz consigo mismo y con la iglesia. El día anterior había entregado al padre Tutín, la cuota que había ofrecido para comprar los juegos pirotécnicos para la fiesta de San Marcos.

Y como el tipo era aficionado al box, volvía a quedar enredado en regresión del tiempo. Haciendo memoria, a Juan le pareció que fue durante la pelea de box entre Castillejo y Vargas que se percató cómo venía reduciendo la lista de los viajantes, porque al buscar a los antiguos camaradas que con cita o sin ella se veían en el estadio, en la ocasión no conocía a nadie, y nadie conocía a él.

“Esta no es la pelea de Castillejo ni de Vargas, sino mi propia pelea” -pensó Juan-, me siento como en un desierto. Y lo luego lo hizo saber a Aurora.

-¿Por qué dices tal cosa? –contestó la mujer.

-Porque veo a todos lados y no hay personas de nuestro tiempo esperando en las silletas –dijo Juan.

-Ya lo había notado –dijo Aurora-. Y tú continúas con lo mismo. Olvida esa canción.

-En este cataclismo de la edad somos una especie de sobrevivientes –dijo Juan.

-Lo que soy yo, no me quejo –respondió Aurora, pensando en los años de felicidad a orilla del pesimista quien tal vez no había sido una maravilla de hombre, pero tampoco un mequetrefe al que podía mandar al diablo sin miramiento alguno.

Después de todo no la pasaban mal, habían tenido suerte y aprendido la gran lección que la vida les había enseñado. Se dijo que no siempre se pone la copa del mejor vino en el albor de la mesa. De repente pensó en la familia de Silvio Soto que se había partido en cuatro y cada cual tomó el camino azotado por un cúmulo de desgracias.

-Yo tampoco, mi amor –afirmó Juan-. Sólo pensaba en el tiempo…

-El tiempo es el tiempo –dijo Aurora y se apoyó en los hombros del marido añorando los años aquellos en las playas de Huehuete, en donde su héroe la suspendía en el aire, dando mil gracias a Dios que estos brazos ahora más que antes seguían siendo suyos, aunque no requiriera de vuelos sino de seguridad.

La muerte de Ulises y las reminiscencias de los eventos vividos se volvieron un dilema que lo arrinconó en el juego de naipes, para matar el tiempo a punto de solitario; y en otras, con pálidas tertulias de los cuatro que iban quedando.

De pronto soñaba que estaba en el estadio, acariciando los suaves dedos de Aurora, mientras observaba filas de sillas una a una, hasta donde era posible ver. Buscaba rostros conocidos, pero no encontraba uno.

-Ciertamente. ¿Recuerdas?

-¿Qué cosa? –dijo Aurora.

-Todavía hace dos años en la pelea de Lou Gutiérrez y Tuzo Portugués, en el ring side estuvimos con Juan Romero. Apostamos una botella de ron a que Lou Gutiérrez vencía a Tuzo -dijo Juan.

-Lo recuerdo bien, pero seguís con la misma chochada –dijo Aurora.

-Yo gané la botella a Renzo. La de Pino no me la pagó –sonrió Juan.

-Sí, la ganaste. Siempre tuviste suerte. Ahora no hay con quién apostar –dijo Aurora.

-Si no lo has olvidado también le gané a Javier el vodka -siguió.

-En asunto de boxeo siempre tuviste suerte –dijo Aurora.

-No creo en la suerte –dijo Juan.

-¿Por qué ganas entonces?

-Porque me dejé guiar por los record, no por la estampa.

-Los que quedan de nuestros amigos si acaso ven boxeo lo hacen por la tele –dijo Aurora.

-Se van a la cama temprano. Siempre que los he llamado recurren a algún pretexto –dijo Juan.

-Lo imagino –agregó Aurora. Por ejemplo: que tienen algún problema con la próstata, o la artritis; la presión arterial o cualquier otra dolencia.

-No son pretextos. A la altura de los setenta o más esa es la pura realidad.

-Quizá –dijo Aurora.

-Pretexto es el aburrimiento. El aburrimiento produce cansancio, es el mejor aliado de la tristeza. Y ahora recuerdo, como decía mi abuelo que murió en los linderos de alcanzar el siglo: no hay experiencia más difícil y abrumante que el aburrimiento.

-¡Suerte la nuestra! Es un don del cielo que todavía nos permita venir a estas cosas –dijo Aurora. Ahí tienes el caso de Samuel Martínez que tanto gustaba del boxeo, cuando lo invitaste salió con que no podría venir porque lo tenía noqueado el ciático. Alejandro Cortés que había amanecido con una tos de perro, y le hacía peor el sereno; José Calero que no se atrevía a manejar de noche; y Pedro Palacio que mejor se metía en la cama porque estaba cansado y se moría del sueño...

-O de aburrimiento –dijo Juan-. Porque Sofía andaba viendo a los hijos que viven en Nueva York.

-A lo mejor –dijo Aurora.

-Nosotros sí que tenemos suerte –dijo Juan- pues todavía vinimos al boxeo y soy capaz de conducir el auto de noche. No sé cómo llamar a esto. No tengo la menor idea, Elisa, pero viéndolo bien, la verdad es que a esta altura somos una especie de sobrevivientes.

-¡Qué jodes con ese boxeo! ¡Dijiste Elisa! ¡Recuerda que me llamo Aurora! No vengas con el cuento que te está fallando la memoria.

Juan quedó pensativo y prefirió no excusarse.

-Perdona que de pronto pensara en Elisa.

En medio de reflexiones sobre la vida y la muerte continuaron recordando al amigo, al excelente compañero viajante que jamás les había fallado en los momentos precisos. Con temperamento fantástico disfrutó de la vida y se burló de la muerte, expresando que la Parca podía golpear las puertas de su casa el día que le viniera en ganas, y no lo cogería desprevenido. Era un tipo especial, y repetía usualmente que jamás le había temido a la muerte.

-No me digas que no llamaste a Pancho –volvió la mujer con el asunto de los ausentes.

-Lo hice, pero salió con el mismo pretexto de Pedro Martínez: le dolía el ciático –dijo Juan.

-¿Cuántos años de edad tiene Pancho? –preguntó Aurora.

-Debe de andar por los setenta.

-Pienso que tiene más.

-Yo creo más bien que tiene menos aunque parece que tuviera más –dijo Juan-. No olvides que la vejez no sólo es asunto de edad sino de mente: si te consideras viejo eres viejo; si crees que vas de viaje, es que te montarás en el platillo volador buscando la otra dimensión.

-Algunos son así de nacimiento –dijo Aurora.

-Así parece ser. Por esto es que a los años hay que entretenerlos con cualquier pretexto, porque si no los pintas a ellos –como dicen los pintores- ellos te pintan a vos… y sanseacabó, agregó con un suave apretón de manos sobre los muslos de Aurora.

Iba y venía pensando en otra cosa. Tañidos de gong, pregón de vendedores de cigarrillos y cervezas, había llegado el final de la primera pelea entre Kid Gallito y Lombriz de Leche, dos encarrujadas promesas del box que a simple vista parecían sin futuro. Además del alboroto de los fanáticos en las gradas y los improvisados sabios del boxeo dando lecciones sobre el oficio, aunque jamás se hubiesen calzado un guante: el gancho de izquierda al hígado; el cruzado de derecha al mentón… vamos, marica, usa ese jab… ese jab… Juan pensó en Pancho, pues cuando le vio la última vez, le pareció propenso al knock out.

Y claro está, aunque estaba con Aurora, Juan seguía ausente y continuaba en la velada de box sobrecogido por misma sensación de soledad que vivió el sábado anterior en el Centro Comercial, mientras daba tiempo a Aurora, que escogiera tinte para el cabello, la famosa crema de sábila y un truculento revoltijo de algas orientales y miel de abejas africanas, recomendables para contrarrestar tímidas, pero escabrosas arrugas del rostro que le erizaban los cabellos.

No recordaba exactamente que lo motivó, quizá la experiencia desoladora de pensar en Pepe, el toro; Nicho Sansón, Beto Silva, Tavo Reyes, José María López, Carlos Somarriba, Chema Zavala, Antonio Morales y otros más que se habían hundido en los laberintos de la memoria. La vez que estuvimos con Luís Cuadra le ocurrió preguntar por compañeros que con desgracia del terremoto y la tragedia de la guerra civil, habían desaparecido.

-Ha corrido tanto sentimiento bajo el puente de la amistad y el tiempo que se nos confunden los nombres –Juan recordó en lo que insistía Luís.

-Y como pensaba Bernabé Pelayo, que se había ido hacía ratos, era un hecho que el grupo pertenece a una solitaria diáspora de sobrevivientes.

-¡De qué hablas, mujer! Los sobrevivientes somos nosotros.

-Cierto. Tienes razón. No sé qué estoy diciendo. 

Juan rememoró una de las complicadas esperas recostándose en cualquier respaldar. Se sentía más que satisfecho, abstraído y fascinado, acurrucado en su obsesionante manía de ver rostros, rostros, y observar rictus; un enigmático paseo mental que había vivido acariciando en una confusión de abstracciones en donde la infinitud de Dios llena al hombre.

Se dijo que la fisura generacional en el tiempo no dejaba espacios para nada. Y rememoró la ineludible oquedad otoñal en que el devenir existencial tornaba vertiginoso. Entre los que quedaban del grupo llegaron a la conclusión que en el cruce de la marea de setentaria, comenzaba el juego final con la arenosa o sumisa expresión del Ya se fue... Y como corriente de lava que se derrama y extiende sobre las faldas del volcán en erupción, y caía sobre quienes todavía éramos, la hilarante aunque terrible amenaza de Ulises: si me voy antes que vos, te vengo a llevar.

La obsesión del viaje le hizo caer en el juego escatológico sarcástico de seguir buscando rostros de compañeros en misas dominicales, capa de toretes, cinematógrafo y fiestas de cumpleaños a que eran invitados hijos de los hijos; o del amigo a quien no podía soslayar. En cualquier de estos sitios merodeaba el sobreviviente fantasma de la edad, olímpicamente estirado; cruel en ocasiones, redundante y chancero en otras, pero siempre tan campante y sugerente como impresión sobre la botella del escocés.

-Y los que quedábamos a esta altura en el juego del tiempo, sólo podíamos encontrarnos en misas de amigos difuntos; o asistiendo a funerales de algún vecino o viejo conocido –recordaba y repetía Aurora, las frases que soltó Luís Perdomo antes de salir de viaje.

Juan medio vivía convencido que a los sobrevivientes, lo único que quedaba para viajar con la conciencia tranquila era: no faltar a éstas, porque sería como si embarcara antes. Así a lo menos te veían y decían que no te habías ido. Además esta práctica social era necesaria para llenar instancias de soledad, y tener de vez en cuando un cruce de espadas verbales con viejos amigos que permanecían aferrados tras los aldabones de la rebeldía, viviendo un tiempo casi muerto. En intermedio de cierta vaciedad mental, alguien había muerto.

Se atusó el bigote frente al espejo. Palpó los brazos y perfil del rostro. Se dijo que todavía era el mismo Juan. Sobre sus músculos –según él-, parecía no haber entrado el tiempo devastador que todo lo arruina. Los bíceps –también según él-, aún lucían rollizos, bastante fuertes y aceptables para un tipo en los setenta y tantos; y sus ojos estaban vivos, atractivos –por virtud del mismo que pensaba que lo llevara-, aún tras la timidez encrespada con fondo de cataratas.

-¡Aurora!

-¿Sí, Juan?

-Podemos irnos al funeral cuando quieras.

La sorprendió enrollada en una lucha de gladiadora poniéndose los zapatos en el extremo de la cama.

-¿Qué fue lo que mató a Ulises? –siguió Juan.

-Un calambre –dijo Aurora.

-Bueno. La verdad es que uno se puede morir de cualquier cosa.

-Creí que los calambres no mataban –dijo Aurora, pujando en una denodada lucha con las medias.

-Pues matan –dijo Juan, y volvió a preguntar por la hora de salir hacia la funeraria.

-¡No puedo salir desnuda…! Además, Juan, por favor, no te alteres, querido

Juan, que los difuntos pueden esperar.

-Dios lo quiera –dijo Juan, carcajeándose.

Continuó anudándose la corbata, dándole vueltas en la cabeza al sorpresivo suceso de la muerte de Ulises, recordando que cómo todo lo hacía guasa y lo embromaba, siempre tenía una salida para la ocasión. Acostumbraba llevar la libretita en la bolsa de la camisa o del chaleco, con una lista de chascarrillos de todo calibre y tamaño. Y ahora resultaba que lo había matado un calambre, era algo tan ridículo que hasta parecía chiste. Recordó a Ulises cuando comenzó con su No hay dos, su original empresa de productos de limpieza popular, fue buscando mercado para su famoso Diablo Ardiente, al darse cuenta de lo bien que funcionaba el revoltijo de hipoclorito de sodio con soda cáustica con que se atrevió experimentar destaponando el servicio higiénico que se había atascado de mugre en el galerón alquilado donde inició el negocio.

-¿A qué hora dijiste que saldríamos para el velorio? -preguntó Juan, echando un vistazo a la esposa que seguía haciendo insólitos esfuerzos sobre la punta de la cama para ajustar las medias elásticas que le llegaban al estómago.

-A la hora que quieras –respondió Aurora jadeando.

-Yo ya estoy listo –dijo él.

-Yo también –dijo ella y siguió sudando la gota gorda, luchando contra el elástico.

-Ya lo sabía –dijo él.

-Sabías ¿qué?

-Nada –dijo Juan y entró al baño a terminar de reírse. Luego se dio cuenta que no sabía de qué se había venido riendo. Había notado que desde hacía más o menos un año había comenzado a experimentar las primeras fases del olvido.

Al entrar a la funeraria saludó a la esposa expresando sentimientos de dolor. Vio que los asistentes que habían llegado a los servicios fúnebres se podían contar con los dedos… y todavía sobraban dedos. La razón era obvia. Ulises no había sido ministro, diputado o alguien ligado a algún pregonero del poder. Se había ganado el pan como profesor de física cuántica en la universidad, y así vivió feliz durante cierto tiempo con una esposa y tres hijos: Humberto que se lo llevó la mentira revolucionaria en la década de los ochenta; Emérita que estaba entregada al servicio de Dios en una orden de misioneras; y Ulises que residía en Finlandia, al otro lado del mundo. Sin embargo, había permanecido fiel a la causa, y aparentemente resignado luego de la pérdida de Humberto, aunque quizá no lo fuera. Ulises era un hombre sin dobleces ni tapujos que sabía disfrutar en los encuentros con el grupo.

Juan rechazaba acercarse a los cadáveres. Disfrutaba con los vivos y nada quería saber con los muertos acurrucados en sus ataúdes, forzosa y fríamente sonrientes con el clásico olor a hospital: formalina, éter, coronas y fúnebres ramos con fragancia de cipreses, que entrando por la nariz se agriaban en el estómago.

-Ven. Vamos a verle –dijo Elisa, la viuda.

-No –dijo Juan-. Ve vos, si lo deseas. Yo no veo muertos, agregó al oído de Aurora.

-Vamos, hombre –insistió Elisa

-He dicho que no –dijo Juan, siempre en el mismo tono de voz, en el preciso instante que llegó otra viuda sollozante, y apoyó su rostro en el hombro de Aurora.

-Ven a verlo, Juan. Vos fuiste su más fiel camarada, el mejor de los amigos que tuvo –dijo Elisa.

Dio un paso adelante. Al frente iba Aurora, luego Elisa Segunda y él detrás; entraron en la pequeña capilla mortuoria. La esposa rompió a llorar, pero Aurora quedó asombraba contemplando el cadáver de Ulises.

-Míralo –dijo a Juan-, no parece que estuviera muerto, sino que dormido.

Elisa Segunda levantó la ventanilla de cristal del ataúd y acarició el rostro del muerto. Le dio algunos toques de polvo con el pañuelo y borró de los ojos dos leves rastros de lágrima.

-¿Verdad que parece que duerme? -dijo Elisa Segunda, viendo a Aurora. Al cura de la parroquia de San Antonio fue lo primero que le ocurrió decir: parece que duerme... Pasa, pasa, Juan, lo haló del saco.

Con la insistencia de la viuda ¿cómo podría justificar que no le satisfacía ver los cadáveres por muy emperejilados que estuvieran? Se sintió moralmente obligado a dar el paso adelante. Y claro, allí estaba Ulises, sereno, horizontal, sonriente, como si no hubiera muerto; y aunque lo vio de reojo, experimentó la sensación que en el fondo del cajón el muerto abría los ojos y extendía la mano como agradeciendo la despedida. Inconcientemente extendió la suya dándole un apretón doble como era costumbre del colegio. Fue cuando vio reflejada en la mirada de Ulises la amenaza del viaje: Si me voy antes que tú te vengo a llevar… recordó que le había dicho. De súbito sintió un extraño dolor en el pecho. Dio media vuelta y enjugó el sudor de su rostro.

-Vamos de regreso a casa -dijo a Aurora.

Y salió de la funeraria como alma que se lleva el diablo.

Huehuete. Septiembre 2011.



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