Violetas y palomas - Rafaela Contreras de Darío

Juntas Ermelia y yo, siguiendo la orilla del río, caminábamos reco­giendo flores, mientras las últimas casas desaparecían a nuestra vista.
¡Y cuántas flores bellas había! ¡Las no me olvides, los alelíes, las campánulas! Y el Danubio con su corriente semejante a una gran sierpe ondulada, las besaba con amor. Las espumas blancas como la pluma del ánade acariciaban sus pétalos.
Mi amiga fatigada, roja como una amapola y con la frente húmeda de sudor, reía locamente y corría siempre tras una flor nueva para su ramillete.
De pronto detúvose, aspiró con fuerza, como para cerciorarse de que había allí alguna flor que aun no había visto, pero cuyo perfume había sentido y en seguida la vi arrodillarse en la húmeda yerba y buscar con febril impaciencia algo.
—¿Qué buscas?—le pregunté al ver que no hallaba el objeto de sus ansias.
No me respondió y siguió su investigación, arrastrando su vestido de percalina color de rosa, por la verde y fresca grama.
La vi luego enderezar su busto de princesa, juntar sus manos cual si fuese a orar y dos lágrimas puras como el rocío en el cáliz de la flor, ro­daron por sus encendidas mejillas.
Corrí a ella y la interrogué de nuevo, pero me apartó con suavidad y sonriendo me dijo:
—¡Espera!
Separó la yerba y empezó a cortar muchas, muchísimas flores. Pero ¿sabéis cuáles? ¡Violetas! Eran violetas las flores aquellas a cuya vista había Ermelia derramado sus lágrimas.
Indudablemente allí debía existir un misterio y un misterio que yo necesitaba aclarar, no por curiosidad, sino por interés, tanto por mi amiga como por aquella flor, la flor de mi predilección.
Cuando ella concluyó, levantóse y con una gravedad impropia a su carácter de suyo alegre, me tomó de la mano y me dijo:
—Ven, Stella, y sabrás toda una historia, la historia de un corazón.
—¿Y las violetas,—le pregunté yo,—no me dices nada de ellas?
—Es precisamente la historia de una violeta la que vas a oír.
—¿Pero dónde?—repuse.—¿No ves que nos hemos alejado mucho?
—Vamos a dejar el río y allá donde ves aquellos árboles, bajo el castaño de anchas ramas, nos sentaremos mientras te relato la historia.
Así fue. Dejamos el Danubio y los helechos de sus riberas y fuimos internándonos entre los arbustos y árboles, hasta el pie del castaño, en cuyo añoso tronco nos sentamos cansadas.
* * * * * * *
Eran poco más o menos las cinco de la tarde cuando allí llegamos. El sol alzaba su moribunda luz, con su vago reflejo sobre las cepas de los castaños y encinas, entre cuyo ramaje majestuoso zumbabá el viento for­mando edenciosa armonía. Allá, en la selva vecina, el ruiseñor dejaba oír su canto melodioso, confundido con el ruido atronador del Danubio que arrastraba su enorme masa de aguas.
Puso Ermelia su ramillete en una rama del castaño, y tomando entre sus blancas manos las mías, las estrechó con efusión y me dijo luego:
—Oye, Stella, ¿sabes lo que son para mí las violetas? El alma de una niña muerta a quien mucho amé y hoy más que cuando aún vivía.
Se llamaba Arminda y la conocí en Viena, en el colegio donde jun­tas nos educábamos.
Después, un día, se la llevaron del colegio y la trajeron allí,—dijo señalando el camino—a Gross-Aspern.
¡Su padre, el pobre anciano que tanto la amaba, su único sostén, había muerto y ella no tenía sino trece años!
Era la niña una de esas flores pálidas que exhalan su perfume tierno y melancólico en las tardes de primavera, cuando las doran los úl­timos rayos del sol.
No la quedaba en el mundo sino su anciana nodriza, que aunque llena de achaques, la quería y la amaba como a una hija.
Vino pues, a vivir con ella en la casita escondida entre el follaje, besada por la brisa y acariciada por las palomas que cantaban siempre sobre el techo de pizarra, o anidaban en las ramas de los naranjos, en medio de los blancos y perfumados azahares.
Levantábase muy temprano, vestida de azul o rosa, y salía al jardín a pasearse, en tanto que el céfiro acariciaba sus cabellos dorados.
Las mariposas que volaban sobre las flores, pasaban tan cerca de ella, que rozaban el rostro de azucena con sus alas de oro y grana.
Su alegría mayor era cortar flores, muchas flores, que prendía en su pecho y entre sus rubios cabellos.
Por la tarde cuando ya el sol empezaba a ocultar su disco de fuego, allá lejos, en el horizonte, tomaba el camino del río con Herman, un lindo muchacho, rubio como ella, como ella soñador y como ella huérfano, pero solamente de padre.
Y la linda e inocente pareja paseaba largamente recogiendo siem­pre las azules violetas que crecen aquí a las orillas del Danubio, es­cuchando el canto postrero de los pájaros y viendo el moribundo reflejo del día en las nubes que teñían los contornos del horizonte.
Cuando venía el invierno con sus vientos fríos, su cielo gris y sus nieblas; cuando los pájaros estaban silenciosos, las flores marchitas, los árboles sin hojas y el suelo cubierto por la sábana de nieve, Armindajunto al fuego leía o hacía calceta. A veces Herman venía envuelto en una gran capa a compartir el calor de la estufa con su querida amiguita, que mirando entonces a través de los cristales de la estancia, el ropaje triste de la naturaleza, trataba de copiarle con su pequeño pincel y sus mustios colores.
* * * * * * *
Pasó así rápido el tiempo. Ella cumplió diez y seis años, él veinte. La niña se tomó mujer, el niño fue hombre. Y siempre juntos, siempre viéndose, al cariño de la primera infancia, sustituyó el amor.
Y entonces comprendieron el lenguaje de la naturaleza; lo que dicen los blancos lirios a las margaritas, los pensamientos a las violetas y el nardo a la sensitiva; comprendieron lo que dicen las tórtolas en amorosa pareja; lo que cantan los pájaros en el bosque; lo que dice la brisa al arroyo de blancas espumas cuando juega, lamiendo la fresca grama; lo que dice el inmenso cielo azul.
El veía en los ojos de Arminda, en sus rizados cabellos, en su boca de rosa, en su talle de ninfa, la imagen de su felicidad, la fuente de sus sueños, de sus aspiraciones, de sus esperanzas.
Ella en aquella frente despejada, por la cual parecían cruzar relámpagos de inspiración, en aquella brillante mirada a través de la cual veía la claridad del astro y la ternura de un gran corazón, su fe y su porvenir.
Un día caía una lluvia lenta y menuda, cubierto el cielo de nubes plomizas, los árboles estaban sin hojas y zumbaba el viento melancólica­mente junto a los cristales de la casita, ella cerca de la apagada estufa, permanecía muda e inmóvil, viendo a Herman que a su vez la miraba con dolor. Lloraba sin cesar.
Él se alejaba. Debía ir en busca de fortuna, ganarse la vida, ali­mentar a su anciana madre y traer luego algo para formar aquel soñado hogar donde Arminda, adorada como "Dios en el altar," le hiciera feliz siéndolo ella a la vez.
Partió luego haciéndole mil promesas de amor y ofreciéndole su pronto regreso.
Y mientras cruzaba las azuladas ondas, ella lloraba triste.
Su lloro aumentó luego, antes de que las brumas invernales desa­parecieran; la anciana nodriza murió y la pobre niña quedó sola, comple­tamente sola en la casita que el follaje ocultaba, el sol doraba y las tórtolas acariciaban en primavera.
Y aún era invierno la estación que reinaba fuera de la casa y den­tro y más en el corazón de la joven.
* * * * * * *
Arminda había adelgazado de una manera extraordinaria: sus ojos azules, antes chispeantes y radiosos, estaban hundidos y brillaban sólo a impulsos de la fiebre; estaba pálida y sus cabellos dorados la hacían parecer una estatua de marfil con casco de oro. Una fatiga constante la martirizaba.
Las aves cantaban y las palomas arrullaban; las abejas libaban la miel de las flores y el sol bañaba con sus tibios rayos la casita. Pero la niña, indiferente y pensativa, permanecía sola junto a la ventana, cosiendo.
Y la aurora, que con sus dedos de rosa levantaba la gaza negra de la noche, dando paso a la luz que caía sobre la tierra, la encontraba allí, junto a la ventana, al opaco resplendor de una lámpara, cosiendo, siem­pre cosiendo.
¿Qué cosía? Un bordado en el cual había flores y hojas marchitas como ella y pájaros mudos, como le parecían ahora los del bosque.
Bordando, siempre a todas horas y a todas horas llorando, ganaba la infeliz el pedazo de pan que llevaban sus manos delgadas y transpa­rentes a sus labios pálidos. Y poco a poco moría aquella flor, en medio de la vida y la alegría de la naturaleza. ¡El cierzo la había azotado cruda­mente en el invierno!
Y mientras tanto él trabajaba sin cesar y le escribía siempre anun­ciándole su vuelto.
* * * * * * *
Herman volvía contento; tenía por fm con qué realizar sus sueños.
Veía ya la casita escondida entre el follaje, veía las palomas calen­tándose al sol y las blancas margaritas mecidas por el céfiro.
Entró corriendo, buscando a su amada y sólo me encontró a mí, que había llegado la víspera, llorando junto al blanco cadáver, rodeado de violetas y azahares y alumbrado por cuatro cirios que chisporroteaban constantemente.
¡La pobre flor había por fin sido tronchada!
Entregué a Herman un gran ramo de aquellas violetas que tenían un tono azulado, y le dije:
Me ha dado para ti este ramo, encargándome te dijera que siem­pre hallarías su espíritu en el perfume de esta flor tan débil como ella.
Un gemido respondió a mis últimas palabras. Herman me arrancó de la mano las violetas, las besó y estrechándolas contra su corazón, ex­clamó:
—Sí, es cierto. ¡El perfume de las violetas es su alma que me besa y me acaricia!
Al siguiente día íbamos él y yo siguiendo el camino del río, tras el modesto ataúd que encerraba los restos de la niña pálida.
Después nos separamos y nunca le volví a ver.
* * * * * * *
Yo, cumpliendo los últimos deseos de mi amiga muerta, planté junto a su tumba en torno a la modesta cruz, muchas violetas, que crecen y florecen lozanas.
¿Quieres ver dónde duerme el sueño eterno? —Sí,—le contesté yo.
—Vamos, dijo levantándose. Y asidas de las manos emprendimos el camino de la ciudad.
Poco anduvimos. En una pequeñísima elevación, junto al camino, la modesta cruz nos señalaba la tumba.
Púseme de rodillas, corté algunas violetas y aspiré su grato aroma.
¡Tenía razón ella! Algo semejante a un amor infinito, pero triste, el amor de un ser más elevado que lo común, era aquella esencia que pene­traba y conmovía hasta la última fibra del corazón.
Ermelia también tenía razón al decir que las violetas eran el alma de la niña muerta. Amor tan grande como aquél, debía ser mortal para un ser tan débil…
Cuando ya la noche tendía su manto de sombra y el viento nos traía el ruido de la corriente, estábamos en Gross-Aspern, y vimos de lejos aquella linda casita oculta entre el follaje, sola y triste, pues no la acariciaban ya las palomas que huyeron espantadas, cuando aquella alma pura pasó volando junto a ellas…

 Tomado de: Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío.
Seudónimo: Stella

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