Humanzor - Rafaela Contreras de Darío

Cuentos narrativos de Stella

D, es un lindo pueblecito donde el viajero no lo pasa muy cómoda­mente, pero donde sus habitantes viven siempre contentos y son tan com­placientes, que hacen olvidar el atraso en que se encuentran.

Está situado en un valle y rodeado de cerros y colinas siempre verdes. Muy cerca está el bosque donde la encina y el roble agitan su ma­jestuosa cabellera y los pinos, los abetos y los álamos crecen en abundan­cia y en desordenado conjunto.

Cuando el sol asoma en el horizonte lanzando su dorado reflejo sobre los llanos y lomas, se ven a los pastores con el perro al lado, guardando las ovejas unos, las vacas otros; cantando, tocando las flautas de carrizo o gritando para errar la manada.

Sus casitas, la mayor parte de paja, están separadas entre sí por bellísimas huertas, donde el plátano con sus amarillentos racimos, el naranjo con sus blancos azahares y el cocotero con su corona de palma y gruesos frutos le dan sombra fresca y olorosa.

Tres casas de tejas hacen las veces de suntuosos palacios. Y son: del cura la una; del Alcalde la otra y la última que es la mejor, de un particu­lar rico, dueño de una hacienda y del Hotel del pueblo.

En esta última casa, que tiene en verdad varios salones y amplios corredores, decorados con grotescas pinturas, de algún mal pintor, hacen la delicia de todos, pues allí se dan los bailes y además por Pascua se alquila a los saltimbanquis y titiriteros que dan sus funciones.

El Hotel, que es como una dependencia de la misma, se compone de un salón mediano, donde se vende café, vinos y refrescos, un comedor largo y angosto, donde se ve una mesa coja arrimada a la pared y seis si­llas que la rodean por tres lados; además dos bancos viejos y sucios. Tres piezas estrechas y blanqueadas con cal sirven para hospedar a los via­jeros, que encuentran allí un catre con correas de cuero en vez de colchón, una hamaca toda llena de agujeros, una silla de palo y una mesa que hace las veces de tocador y de lavatorio al mismo tiempo.

Las patatas asadas, el plátano, el queso, las legumbres cocidas y el pedazo de carnero, forman el menú de aquella casa de huéspedes. Luego el rico y humeante café y el plato de frutas y termina el almuerzo.

Por la noche toca allí la música, compuesta de una guitarra, dos flautas, un tambor, dos pitos y una especie de pandereta que maneja la hija del hotelero.


Y son felices todos allí y el que llega olvidando las incomodidades, se siente también feliz.


* * * * * * *


Llegamos nosotros a D y preguntamos a un hombre, dónde habría una posada para alojarnos.

Ofrecióse a servirnos de guía para llevarnos al Hotel y así lo hizo, quedando por su medio instalados en los cuartuchos que para este fin tenía el dueño del establecimiento.

En la mañana siguiente al día de nuestra llegada, visitamos todo el pueblo y por la tarde subimos a la colina, desde la cual se veía el mar y por el lado opuesto la ciudad con sus grandes casas, sus palacios y sus parques.

Era un punto de vista magnífico, allí estuvimos hasta la puesta del sol, que iba escondiéndose como si se hundiera en las aguas del mar. Parecía a los reflejos de sus últimos rayos, una sábana de plata a veces, o un lago de sangre otras.

Empezamos a descender entonces y cuando entrábamos en el pueblo, se oía ya a lo lejos los tristes compases de las flautas de los pas­tores y los cantos de las mozas.


* * * * * * *


Ocho días teníamos de haber llegado, por lo cual éramos ya conoci­dos y conocíamos a la mayor parte de sus habitantes, que se nos reunían tarde a tarde después de la comida, para hablar con nosotros y pedirnos les describiéramos las diversiones de la ciudad, sus casas y sobre todo las representaciones teatrales.

Una de estas tardes fuimos de paseo con varios aldeanos, entre ellos la hija del hotelero, a quien llamaban la señorita por ser la más rica del lugar y el viejo maestro de la escuela que se llamaba Jaime y que era un hombre excelente.

Dimos unas pocas vueltas y fuimos luego a sentarnos a una linda plazoleta, donde una vieja encina a cuyo tronco se adhería la fresca hiedra, daba una sombra bienhechora.

Vi entonces por primera vez desde nuestra llegada, una casa bas­tante grande y no fea, pero algo ruinosa, cerrada y apartada de las demás, todo lo cual me llamó la atención y señalándola pregunté:

—Y aquella casa silenciosa y oculta, ¿a quién pertenece?

Volvieron todos las cabeza en la dirección que les señalaba y el viejo maestro me contestó:

—Esa casa no es de nadie y desde que la sangre de Humanzor regó sus piedras, nadie ha vuelto a ella. Aquel hombre inspiraba al par que cariño terror; se teme hasta su sombra, por eso nadie va allá.

—¿Quién es ese Humanzor? Contadme su historia, le dije.

—Os la contaré, si vos lo queréis, pero vamos allá al centro de la plazoleta, porque aquí está ya muy oscuro, si os parece.

Fuimos y nos cobijamos por el manto, pálido y tierno de la luna.

—Vamos, amigo Jaime, le dije yo, estoy impaciente por oíros.

—Será largo, señorita, me respondió él.

—No importa, mejor aún, le repliqué.

—En ese caso vamos al hecho.

Empezaré por deciros que Humanzor quedó huérfano a los ocho años de edad y que aun cuando tenía dos tíos, el niño quedó abandonado completamente a sus fuerzas, pues ninguno de los dos quiso tomarlo a su cargo.

Un viejo le llevó entonces a su servicio pero le trató de una manera brutal y el pobre huérfano desvalido abandonó una noche aquel hogar y anduvo durante dos días buscando, en vano, quien quisiera ocuparlo.

Fatigado al fin, por el hambre y el frío, llamó a las puertas de varias casas e imploró la caridad de sus moradores. Pero se negaron todos y le dieron con la puerta en las narices.

Poco rato después rodó sin sentido por la húmeda hierba y habría perecido indudablemente a no ser por un caritativo pastor, huérfano también como él, pero mayor que le recogió y le llevó a su humilde jergón, donde logró calentarse y compartió con él su pedazo de pan negro. Era algo y el pobre vivió.

Quedóse al lado de aquel compañero que fue bueno para con él, ayudándole siempre en sus tareas.

Pero murió su joven protector tres años después y él volvió a quedar sin apoyo.

Resolvió entonces irse del pueblo a la ciudad, no sabiendo el infeliz lo que son las grandes ciudades para el miserable desamparado.

Un día, allá, loco, ciego de debilidad y hambre, robó a una vieja avara cinco cuartos, con que compró un pedazo de pan y queso que devoró con ansia infinita. Había dado ya un mal paso.

Fue descubierto y la policía le encerró bajo llave.

Le interrogaron y contestó con voz salvaje muy extraña en cortaedad:

—He robado para no morir de hambre. Pedí trabajo y no le encon­tré, pedí limosna y tampoco; entonces debía robar o morir. Robé, repito, para no morir.

Sin embargo fue condenado a reclusión de dos meses, que fue el tiempo suficiente para que el niño se transformara en hombre.

La cárcel oscura y sombría, el pan negro y duro y el agua vieja y descompuesta que le daban a él, pobre y desgraciado niño, cuyo único crimen era no tener la mano cariñosa de un padre que le ayudase a cruzar el mundo, le hizo meditar en lo injusto de su suerte y una amar­gura infinita invadió su corazón, que de amante y sensible, se tomó duro y cruel.

¡Cuántos seres como éste, tal vez nacidos para el bien, se vuelven malvados por la injusticia del destino!

El pobre muchacho educado en el buen camino y habiendo hallado protección, habría sido un hombre de provecho.

Cuando salió de su prisión, desapareció por mucho tiempo y no se supo hasta hace poco, que en aquella época estuvo al amparo de unos cuantos salteadores que le prohijaron enseñándole el oficio con harto provecho de su parte.

Ocho años después de la muerte de sus padres y cuatro de su par­tida del pueblo, esto es, cuando él tenía ya dieciséis volvió a aparecer de nuevo.

Era un joven verdaderamente hermoso y desarrollado como si tu­viese veinticinco. Su cutis blanco tenía una palidez mate; su cabello suma­mente negro, caía en hermosas sortijas sobre su frente ancha y despejada; sus ojos negros también grandes, tenían una expresión salvaje de ferocidad y a veces parecía dilatarse su pupila, que brillaba como un relámpago de odio concentrado; en sus labios delgados y rojos vagaba constantemente una sonrisa de amarga ironía, que se acentuaba aún más con la sombra que daba a su labio superior el negro bozo que empezaba a cubrirle.

Era bastante alto y robusto; su musculatura era la de un atleta. Imponía con su presencia y más aún con aquel aire feroz.

Ya no era el niño harapiento de cuatro años atrás. Todo lo con­trario, vestía con elegancia y hasta con demasiado lujo.

Apenas hubo llegado y supieron que aquel gran señor no era otro que Humanzor, se apresuraron todos a ir a saludarle y a ofrecerle sus servicios.

¡Cuando ya no los necesitaba! Recibióles con frialdad y desdén y no se le vio visitar a nadie. Fué únicamente al cementerio y allí dobló la rodilla, primero ante la tumba de sus padres y luego ante la de aquel hu­milde pastor que le amparó cuando muerto de hambre y frío cayó sin sen­tido en la hierba húmeda.

Sobre ambas derramaron lágrimas de sincero amor aquellos ojos siempre secos y sombríos.

Ocho días permaneció aquí y luego una noche se marchó sin que nadie le viese partir.


* * * * * * *


Seis meses habían pasado desde su partida. La Pascua que es el tiempo de las diversiones de este pueblo se acercaba.

Siguiendo nuestras costumbres, nos alistamos varios, y partimos para la ciudad con el objeto de traer músicos para una orquesta y además saltimbanquis, teatrillos ambulantes y otras diversiones de ínfima clase.

Un día de ésos, paseándonos por la ciudad, vimos varios grupos por todas partes, en los que se hablaba con gran animación. Picó nuestra curiosidad aquello y resolvimos acercarnos a uno compuesto de mujeres y escuchar. Pero ellas, creyéndonos sin duda de allí, nos preguntaron casi a un tiempo y a grandes gritos:

—¿Qué hay de nuevo?

—¿Se ha puesto ya en movimiento la policía?

—¿Van a apoderarse de todo lo que poseemos?

Y como éstas, otras mil preguntas más, de las que no entendíamos ni jota. Así se lo manifesté yo y entonces una de ellas, la que parecía más alarmada y a quien todas rodeaban cuando llegamos, levantó los brazos y me dijo con aire de espanto:

—¿Es que de veras ignoráis lo que pasa?

—Sí, señora, le contesté yo, y os suplicamos nos lo digáis, pues ya estamos asustados aun cuando ignoremos la causa.

—¡Dios del cielo! dijo ella, sabed que dentro de poco si no se pone la policía en actividad, nos van a dejar en la calle y reducirán a cenizas la ciudad.

—¿Pero quién? preguntó tímidamente uno de los nuestros.

—Los bandoleros que capitanea Humanzor.

—¡Humanzor! repetimos todos nosotros mirándonos atónitos.

—Sí Humanzor, ese salvaje salido según se dice del pueblo de D… y que se ha lanzado como lobo hambriento por todas partes. Ayer mismo ha sustraído al banquero señor Gonzalo de la Palma, diez mil duros de oro.

—¿Y desde cuándo ha desaparecido ese hombre? pregunté.

—¡Oh! ya hace seis meses que recorren el país él y sus compañeros y siempre roba a los ricos, eso sí: a los pobres nunca y aun cuentan que a los chicos pobres los protege.

—En ese caso no huye y juega en las barbas de la policía, le dije yo.

—Sí, señor, parece como que tiene pacto con el diablo. Anda libre­mente por todas partes y sin embargo no logran echarle el guante.

Seguimos nuestro camino admirados de cuanto acabábamos de oír y al fin resolvimos entrar a un restaurante donde íbamos resueltos a al­morzar.

Allí encontramos un grupo de caballeros arreglados con un lujo exquisito.

Todos vestían de fino paño negro, botas de charol, corbata blanca, guante de cabritilla lila unos y gris otros y la mayor parte tenía en la mano un latiguillo con pomo de oro o concha.

Escuchaban con gran atención a uno que estaba vuelto de espalda a la puerta. Únicamente vimos que su mano blanca y delgada ostentaba un enorme solitario que debía ser de gran valor.


(Continuará)


Tomado de: Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío.

Seudónimo: Stella

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