Mira la Oriental o La mujer de cristal -Rafaela Contreras de Darío

Ahmed Walla Kand, príncipe de una de las más grandes secciones del Indostán, aun no conquistadas por los europeos, subió al trono de sus mayores a la edad de veinticinco años.
Un mes después de tomar posesión de su reino, mandó dar libertad a las mujeres del harem, ordenando al mismo tiempo comprar y traer a su presencia otras de las más lindas de su reino y de los mercados de Asia.
Cuando sus vasallos reunieron las que él ordenó, avisáronle, y dos días después su palacio fue invadido por una turba de mujeres, cuya es­pléndida belleza las hacía rivales.
Allí las persas, acá las nubias, más allá las circasianas, las árabes, en fin, todas ricamente ataviadas y ostentando las unas sus ojos negros y deslumbradores, las otras sus labios rojos cual la flor del terebinto, las otras su cabellera, soberbio manto que les dio la naturaleza, más esplén­dido aún que un manto real.
Todas una a una fueron llevadas ante el príncipe, quien las envi­aba al harem u ordenaba darlas libertad, según la mejor o peor impre­sión que hacían en él los encantos de sus esclavas.
Un año después, no volvió al harem, ni quiso nada. Se aburría.
Las orgías, sus museos, la caza, de todo había gustado en exceso y todo le fastidiaba ya.
Llamó a los sabios y con ellos se entregó por completo al estudio de las lenguas europeas, de las ciencias y de su religión, deseando por este medio tributar los debidos homenajes a los dioses.
Hizo verdaderos progresos en poco tiempo, sobre todo en religión.
Cuando creyó que ya sabía bastante en esta materia, hizo grandes mejoras a los templos y dio gran impulso al culto. Sin embargo, pronto se aburrió de esto también.
Emprendió entonces un largo viaje, el cual principió por las colo­nias europeas de la India. Pasó luego a Persia, a Turquía, a la Arabia, donde se detuvo, y en seguida regresó fastidiado de viajar y fue a ence­rrarse a su palacio, presa de una gran melancolía.
Cuando él y su comitiva regresaron, no se hablaba allí de otra cosa que de una mujer de cristal que tenía el encantador Marust, y la cual, según él decía, rompería su encanto y volvería a ser mujer, y mujer muy linda, el día que llegase a amar y ser amada de un hombre.
Llegó esto a oídos de Ahmed y mandó inmediatamente llamar a Marust, ordenándole, cuando estuvo en su presencia, decirle lo que sobre el caso hubiera.
Príncipe y señor,—dijo él, saludando por tres veces y cruzando ambas manos sobre el pecho—habéis de saber que hará poco más de tres meses, estando yo en mi gabinete de estudio, vi aparecer en medio de una nube de humo, a Thur el encantador, que murió hace veinticinco años, el cual traía de la mano una mujer cubierta con un velo.
Dirigióse a mí y me dijo:
—Marust, tú has sido mi discípulo, y quiero que me obedezcas hoy como antes. Júrame por la diosa hacer cuanto te ordene.
—Maestro,—le contesté yo—te lo juro.
Bien; si no cumples, Siva te castigue—dijo él.
Dirigióse luego a la tapada que se había quedado un poco atrás y le arrancó el velo, dejando descubierta la mujer más bella que puede verse ni soñarse. Quedé absorto contemplándola.
—Marust,—volvió a decir él—esta mujer tan bella como la ves, tiene el corazón de bronce; ha visto morir a sus plantas príncipes, reyes y emperadores y no se ha ablandado jamás. Siva se ha irritado y me or­dena castigarla.
Extendió luego su brazo, tocó con su varilla mágica el pecho de la mujer y pronunció las palabras cabalísticas, quedando ella instantánea­mente convertida en estatua de un cristal oscuro.
La guardarás—me dijo—y haz saber a todo el mundo que cesará su castigo el día en que siendo amada, ame a su vez.
El día en que mire con buenos ojos a algún hombre, el cristal se romperá en pedazos y reaparecerá ella siempre tan linda.
Si ama a ese hombre, quedará libre del castigo; si no le ama, volverá a tomar su cubierta de cristal.
Advierte a los que la ambicionen que tengan mucho cuidado, pues la menor ruptura que la causen, será la sentencia de muerte de ambos.
Vigila mucho. A ti te la recomiendo.
Hízome luego con la mano un signo de despedida y desapareció de­jando a mi lado la hermosa estatua.
Cuando se hubo disipado en mí la impresión de terror que todo aquello me causó, tomé entre mis brazos aquella mujer y la coloqué en un nicho, temiendo la desgracia que Thur me anunció si llegaba a romperse, y en seguida he dado aviso a vuestros súbditos de todo lo que me pasó.
Desde ese día todos los señores de vuestro reino han visitado a la pobre encantada, quedando un número inmenso, prendados de la cu­bierta de tan prodigiosa belleza.
Esto es, señor y soberano, lo que tengo que deciros y ahora espero las órdenes que tengáis a bien darme.
Inclinóse de nuevo por tres veces el encantador y esperó para reti­rarse, que el príncipe se lo ordenase.
Ahmed con la cabeza inclinada permaneció breves instantes, man­dando luego a uno de sus vasallos hiciera preparar su carroza para salir.
Cuando estuvo todo listo, subió a ella rodeado de sus guardias, y habiendo ordenado a Marust guiarle a su casa, se dirigió a ella.
Dejó a su puerta a todos, y entró sólo con el encantador, que le con­dujo frente a la estatua.
Contemplóla él en silencio largo rato, examinando sus manos tan lindas, su pie tan diminuto, su rostro tan melancólico, pero de rara belleza, y todo ello de un color tan oscuro.
Hablóla luego con acento apasionado, aunque no brotaba sino de sus labios, sabiendo por Marust que aunque de vidrio, oía, veía y sentía perfectamente.
Ella permaneció impasible y aun creyó verla él desdeñosa.
Marchóse al fin, pero quedó sumamente preocupado, pensando que por qué a todos cantaban su hermosura y nunca mujer alguna se le había resistido, aquélla le miraba con indiferencia y hasta con desprecio.
Volvió al siguiente día, y de este modo durante un mes, al cabo del cual estaba perdidamente enamorado de la desdeñosa mujer.
Se arrojaba a sus plantas, besaba sus pies, su vestido, lloraba, su­plicaba pidiéndola su amor.
Ella permanecía muda e impasible.
Pidió entonces a Marust le permitiera llevarla a su palacio ofre­ciéndole por ello un tesoro y la entrada libre a todas horas a ver a la en­cantada siempre que quisiera.
Consintió él y la mujer de cristal fue colocada entre cojines de seda y oro y llevada solemnemente al palacio, yendo Ahmed a pie a su lado.
Había hecho preparar para recibirla, la mejor habitación del pala­cio, adornándola con un lujo deslumbrador.
Veinte esclavas que escogió entre las más lindas, debían estar ve­lando a su lado.
De noche la colocaban con todo cuidado en un lecho cuyas col­gaduras y ropa se mudaba diariamente, ordenando siempre fuera todo de lo mejor y nuevo.
En el día, la colocaban en una especie de sitial rodeado de flores y pedrerías; a sus pies, en un cojín, mandó poner su propia corona.
El no salía de allí, mirándola siempre, llorando y jurando amarla siempre.
Un día de éstos que estaba a sus plantas de rodillas, entró Marusty él le llamó a su lado.
—Marust, Marust,—le gritó—esta mujer es una roca; me estoy muriendo de amor, me consumo por ella y no me mira, me desprecia.
Rompió a llorar, y en medio de sollozar, volvió a decir al encantador:
Oye, Marust, oye amigo mío, si esta mujer me amase, yo dejaría por ella mi trono, mi religión, si la mía no fuere la suya, mi lengua, mi patria. ¡Oh! ¡Que me ame, que me ame y seré su esclavo!
—¿Decís, señor, que por ella dejaríais vuestro reino y vuestro culto?
Sí, sí, todo lo dejaría por ella.
—¿Os haríais protestante si ella lo fuese?
—Me haría, ¡sí, mil veces!
¿Católico?
—También, todo, todo me haría; no me desesperes Marust, ya te lo he dicho y lo repito: sería su esclavo.
Señor, ¿dejaríais vuestras mujeres, tan lindas todas, por una sola, y exclusivamente os entregaríais a ella?
—¡Oh, sí! ¿Qué me importan todas ellas que se mueren por una mirada mía, cuando ésta me está costando la vida y no quiere oírme? Si algún día llegara a amarme, toda mi vida estaré temiendo perderla.
—¡Oh! ¡Cuán cierto es que sólo lo que nos cuesta conseguir esti­mamos, y que lo imposible nos enloquece!
—¿Qué podré yo hacer para probarle mi amor, para que ceda a mis súplicas?
—Haced, señor, todo lo que vuestro corazón os dicte y tal vez se humanice.
Pasaron tres meses más, pasaron seis, pasó un año, y por más es­fuerzos, por más que lloró, suplicó y se arrastró a las plantas de aquella mujer, el cristal no se-rompió.
Esto causó tal desesperación al príncipe, que un día fue ante ella y juró en presencia del encantador, que desde aquel día no pro­baría más alimento de ninguna clase, pues quería morir lentamente para contemplarla hasta el último momento y llamarla ingrata antes de expirar.
Puso en práctica su promesa, encerrándose en su gabinete, con­tiguo al que ocupaba ella, y allí permaneció sentado sin dormir ni de día ni de noche. Cada rato abría la puerta que comunicaba las dos estancias, y silencioso y triste venía a contemplarla y a besar sus pies.
Un día y una noche habían transcurrido sin que probara él nada y sin que cerrase sus ojos. Los primeros rayos del sol penetraban en el palacio, viniendo a iluminar la estancia, en medio de la cual entre los más suaves y ricos lienzos de seda y recostada en medio de los más suaves cojines, estaba la mujer, o más bien dicho, la estatua de cristal.
Ahmed, sentado en un sitial dorado y adornado de pedrería, en su apartamento, lloraba teniendo su hermosísima cabeza ornada de negros y lustrosos cabellos apoyada en la palma de la mano.
De repente, un ruido espantoso, como de algo que estalla, vino a herir sus oídos, dejándole aterrado.
Púsose en pie medio loco, y vino corriendo para ver lo que pasaba y temblando por su estatua.
Entró, acercándose al lecho, pero quedó mudo de admiración y de gozo al ver en medio de los suaves lienzos y cojines, recostada y sonriente una mujer de una belleza enteramente nueva.
Multitud de pedazos de cristal oscuro, estaban diseminados por toda la estancia y aun por el lecho.
Ahmed bajó sus ojos ante las fascinadoras miradas de aquella mujer, y silencioso y temblando vino a ponerse de rodillas a sus pies.
Entonces ella se incorporó y tendiéndole una mano blanca y suave, cuyos dedos finísimos tenían las uñas sonrosadas y delicadas.
—Levantáos, amigo mío—le dijo.
Tomó él aquella mano que cubrió de besos y de lágrimas y cayó desplomado en el pavimento.
Ella al verle caer, lanzó un grito pidiendo socorro y sus esclavas que venían ya para sacar la estatua del lecho, entraron corriendo, retro­cediendo espantadas al ver una mujer tan soberanamente hermosa, en vez de la de cristal, y al príncipe desmayado o tal vez muerto.
—Venid, amigas mías—les dijo ella—venid y llevad a nuestro señor a su lecho y que le vean sus médicos pronto; en tanto, vestidme.
Corrieron ellas a obedecer sus órdenes y en breve se la vio vestida de seda, oro y pedrerías al lado del príncipe que no tardó en volver en sí, llamando a la ingrata que se apresuró a llegar sonriendo de la manera más seductora.
Al verla, él saltó del lecho, y poniéndose de rodillas, besó su manto y su mano, loco, ciego de amor.
Suplicóle ella tomase alimentos, pues la debilidad y el susto habían sido causa de su desmayo.
Consintió él sentándose a su lado y pidió le sirvieran.
Durante ocho días hubo fiestas por todo el reino en honor de aque­lla mujer.
Sin embargo, ella no dijo a Ahmed que le amase, lo cual volvió a afligirle, pues estaba ciego de amor por ella, ahora más que antes de que cesara su encanto.
Un día vino ante ella, y tomando entre las suyas su mano llena de hoyuelos, blanca y perfumada, la dijo con tristeza:
Dime, si no me amas, ¿por qué rompiste tu encanto impidiendo así que muriese? ¿Qué quieres de mí en cambio de tu amor? Habla y dímelo todo; si no me has de amar, quiero morir.
—No, Ahmed;—contestó ella—yo no quiero que mueras, pues habré de amarte mucho si eres complaciente conmigo.
Pide, pide todo que yo en cambio de tu amor habré de darte hasta lo imposible.
¿Amarás a una mujer que no tenga tus creencias?
Si esa mujer eres tú, la amaré y creeré en lo que ella crea, pues debe ser su culto el verdadero, siendo tan lindas las mujeres que le siguen.
—¿Te harás católico?
¿Eres tú católica?
Sí.
Pues ya lo soy yo.
—¿Dejarías tu reino por seguirme? ¿Tus vasallos?
Si tú te vas, me iré yo y en vez de tener vasallos, lo seré tuyo.
Gracias, Ahmed. Yo te recompensaré si es suficiente mi amor a recompensarte. ¿Dejarás tus mujeres y me tomarás a mí por única, eter­namente según las leyes europeas?
—¡Oh, sí! sólo a ti y tú sola para mí.
—Bien, Ahmed, reúne tu oro y tus joyas y en silencio llama a tu hermano, entrégale el mando y vamos a las colonias inglesas.
Ocho días después, salió Ahmed con aquella mujer y diez esclavos, conduciendo sus riquezas para Calcuta, donde se instalaron sin que sus vasallos tuvieran conocimiento de su partida, hasta que el príncipe her­mano de Ahmed se los hizo saber, por lo cual, irritados contra Marust, fueron en su busca para darle muerte, pero él que había previsto el caso, había marchado con sus riquezas a otra parte.
Dos años pasó Ahmed en Calcuta, esperando que aquella mujer quisiera unirse a él.
Durante ese término aprendió perfectamente el francés y el inglés, tomó por religión la católica y recibió en las fuentes bautismales el nom­bre de Guillermo.
Al cabo de este tiempo, y cuando ella vio que la venda que la igno­rancia tuvo ante sus ojos ya no existía, le hizo llamar a su casa, y sentán­dose a su lado, le dijo:
—Guillermo, ¿me amas aún?
—¿Cómo aún?—contestó él. ¿Cuándo he dejado de amarte, si cada día te amo más y a medida que eres más ingrata conmigo?
—No, no soy ingrata, todo lo contrario; he temido perderte y por eso he querido probarte y además, hacerte ver todo tal cual es, como ha pasado.
Soy inglesa, hija del Marqués de Wisp y viuda del Duque de Alta-Mira, de origen español, con quien me unieron a la edad de quince años, contra toda mi voluntad y sin amarle jamás. A los seis meses de matri­monio murió él y yo quedé libre y sumamente rica.
Quise viajar y me vine aquí después de visitar casi toda Europa.
Un día te vi aquí, poco después de subir al trono, viajando para distraerte, aburrido ya de todo placer. Me enamoré de ti y me prometí hacer que me amaras.
Desde ese momento empecé a estudiar el idioma y me fui dis­frazada de árabe a tu reino donde te vi llegar más hastiado aún.
Fui entonces a ver a Marust y le prometí una bolsa repleta de oro, si hacía todo lo que yo le dijese, y otra, si todo me salía bien.
Aceptó él y yo mandé a hacer la estatua a Europa, enviándomela en seguida.
Yo le dije lo que había de decirte y le encargué me contase siempre todo lo que hacías y decías, hasta en sus menores detalles.
Cumplía él su palabra con todo celo y exactitud, y así supe tu re­solución de dejarte morir de hambre.
Entonces me disfracé con su mismo vestido, y de este modo pe­netré donde estaba la estatua, me vestí sus ropas, me recosté en los co­jines y di un golpe a la estatua que siendo tan delgada, voló en mil pedazos. Lo demás ya lo sabes.
—¿Me amas aún?
Te adoro.
—Mañana seré tu esposa y nos vamos luego a Inglaterra.
Ocho días después, unidos ya, se embarcaron con rumbo a las islas Británicas.
La duquesa, que era muy querida del rey, le presentó a su marido ante la corte y le contó su historia.
El reya quien causó verdadera admiración el ingenio de aquella mujer, y deseando demostrar al príncipe su satisfacción de verle como súbdito suyo, les concedió el título de príncipes de India Británica.
Sin embargo, nadie conoció a la princesa por su título, sino por Mira la Oriental, de su antiguo título de Alta-Mira.

Tomado de: Cuentos narrativos de Rafaela Contreras de Darío.
Seudónimo: Stella

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares