La patrulla pasaba
cuatro veces al día en su recorrido paralelo a la costa, de norte a sur y de
regreso. Mañana y tarde volaba a la misma hora, a la misma altura, y quizá a la
misma velocidad, por el murmullo firme, invariable, de sus motores.
En el corredor de su
casa, con el abdomen apoyado contra el barandal de madera, Adolfo levantó la
cabeza y luego una mano a la altura de la frente. Un costado del fuselaje
resplandecía bajo el sol. Las hélices, casi incorpóreas, chisrtaban al batir la
luz de la una de la tarde. El resto de la nave —los flotadores, las alas, el
fondo del fuselaje descendiendo en ángulo obtuso para formar la quilla—
aparecía más oscuro, plomizo en contraste con las partes bañadas por el sol.
Hasta creyó distinguir la silueta de una cabeza a través de la ventanilla de
la cabina cuando la nave, contra su costumbre, inclinó las alas. El destello
único, elíptico, más hiriente en el centro que en los bordes difusos, le nubló
la vista y su mano cayó sobre los párpados y la punta de la nariz. Los ojos se
le llenaron de viborillas rojas, verdes, azules y negras, revolviéndose y
cosquilleándole el interior de los párpados. Cuando volvió a levantar la
cabeza la nave descendía al mismo tiempo que viraba hacia el oeste.
—¿Va a aterrizar?
—preguntó la hermana desde algún punto del corredor, y por el ruido de sus
zapatos supo que la niña saltaba.
—No, niña; no puede
aterrizar. Los hidroaviones acuatizan —y los dos corrieron hacia el fondo de
la casa, atropellándose por ganar la delantera. Corrió como un niño y no como
el adolescente ensimismado y quieto que era, olvidado por un momento de su edad
sensorialmente introvertida; más que introvertida lánguida; soberbia más que
lánguida, y aún más que soberbia desconcertada—.
Se acodaron en una de
las ventanas posteriores de la casa, con la bahía azogada ante ellos,
extendida y sin inmutarse por el inminente suceso. La madre llegó a pararse
detrás de ellos; cruzó los brazos y aunque incapaz de concebir milagros o
desastres, esperó en actitud de ídolo sudoroso. Adolfo esperaba el desastre:
una hélice paralizada, una ala rota, el humo envolviendo la cola del aparato
mientras se precipitaba contra el agua con fatalidad y violencia ¿Con qué otro
motivo habría de acuatizar allí, donde ni los patos se dignaban acuatizar?
Aquello era parte de una
guerra que hasta entonces había sido ajena, remota, vivida únicamente en los
noticieros cinematográficos. Las bases navales, sí, establecidas en algún lugar
de la costa para proteger al país. Y Adolfo tenía un profesor que execraba la
protección, pero todo era tan lejano. Sólo ahora estaba por producirse ante sus
ojos el estallido, y le comunicaba su temblor al alféizar de madera.
Muy lejos, sobre la
verde franja de monte apareció una mancha negra y zumbante que crecía por
instantes, hasta que fue un objeto de plata hirviente que descendía con rumbo
fijo. Ellas, la hermana y la madre, hablaban con voces chillonas que
estropeaban la visión. Luego, perfectamente dibujada contra el monte, apareció
la nave, de frente, los flotadores colgando en la punta de las alas, al mismo
nivel, como una balanza bien equilibrada, y antes que pudiera parpadear de
nuevo vio que el agua se abría en tres grandes estelas espumosas, blancas; la
huella fugaz del acuatizaje.
No había desastre. El
hidroavión estaba ahí, ante él, virando en círculo, removiendo el aire
amodorrado con el ruido atronador de los motores en marcha retrocesiva. Se oyó
una poderosa tos que hizo vibrar la casa antes que el espectáculo se volviera
mudo. Sólo entonces reanudó la contenida respiración, y todavía temblaba desde
dentro —de alguna parte de su cuerpo a las arterias, de las arterias a la carne
y de la carne a la piel— cuando se abrió la capota de mica para dar paso a la
silueta de un hombre. Vio el agua salpicando la proa y hasta creyó oír el
chasquido del ancla sobre la superficie encrespada. Surgió otra silueta y las
dos caminaron por el dorso de un ala, con el aplomo de quien camina en tierra
firme.
Para qué
acuatizarían? —preguntó la hermana, ahora como ante un milagro consumado pero
no definitivamente aceptado.
—Tal vez para pasear
—dijo Adolfo, sin quitar los ojos del espectáculo.
De golpe, la aventura
se disolvió en la neblina amarillenta formada por la evaporación de la una de
la tarde, y quedó solamente el hidroavión impuesto a la bahía. Como un artero
disparo hecho desde la nave, Adolfo había percibidola insignia. Más que verla
pudo deducirla de las manchas que distinguió sobre el costado y la cola, y
adivinarla en los extremos de las alas, por encima y por debajo. No era más que
una estrella blanca sobre un círculo azul, y dos franjas rojas también sobre
fondo azul, pero suficiente para materializar la protección. ¡No! ¡No había
que sufrirla!, decía el profesor enfurecido, y él creía en su profesor.
De toda la ensenada
surgieron canoas que se deslizaban hacia un mismo punto, veloces y hambrientas
como cocodrilos mg-ros yendo hacia un mismo cadáver. Adolfo apoyó la cara en
los puños, sin oír lo que ellas decían, silencioso.
—Entonces, ¿podemos
ir a verlo? —preguntó la hermana, dirigiéndose a la madre y no a Adolfo, y él
se incorporó y dio la espalda rígida a la bahía.
—Que no sea tonta.
¿No está viéndolo? Con ese sol se puede freír huevos, y no es para que ella
ande paseando a estas horas —Adolfo buscó refugio en los ojos de la madre y los
encontró duros y repelentes, predispuestos contra una rebeldía que ella se
creía obligada a domar—. róelos esos idiotas van a pedir; yo no sé qué pero a
eso van... Yo no voy —protestó, rechazando de antemano la culpa de peregrinar
hacia el hidroavión, y sacudió la cabeza una y otra vez para enfatizar su
desesperada negación—. ¿Y si despega antes que podamos apartarnos, y nos parte
con la quilla? —agregó, aún con la seguridad de que tendría que llevar a la
hermana.
—Siempre contra la
marea, muchacho egoísta. Tu mal corazón no te deja ser bueno ni con tu
hermana. Si los demás piden será por necesidad. ¿Quién te ha dicho que ella va
a pedir?
—Y si pide la tiro a
media bahía —dijo Adolfo mientras iba al rincón donde guardaba los canaletes.
Tomó dos, y con ellos sobre el hombro salió de la casa, seguido por la hermana
que se había puesto un sombrero de palma.
No necesitó oír la
amenaza de ser despojado de la canoa que la madre le había comprado en un brote
de ternura, o cuando menos de pasar el siguiente sábado encerrado, privado del
oleaje y el viento y los recodos secretos en los que jugaba a arponear
tiburones. Sin decir palabra y oyendo que detrás de él la hermana saltaba con
dificultadde una piedra a otra, bajó la pendiente que separaba la casa de la
playa. Desde la enramada en que siempre varaba la canoa vio el hidroavión una
vez más, centelleante, con siluetas de hombres acuclillados o parados sobre las
alas y el enjambre de canoas girando alrededor, Se descalzó y arrolló el
pantalón. Con la boca llena de un sabor a purgante y los ojos secos, botó la
canoa, embarcó a la hermana y bogó en silencio, con pereza y hasta can,
esperanza de, que el aparato despegara a tiempo.
—Si supieras nadar,
sería mejor, porque uno nunca sabe cuándo se va a voltear el bote —dijo a medio
camino, con deseo de lastimar a la hermana, y siguió bogando.
Se detuvo a cierta
distancia sin confundirse con el enjambre, pero lo suficientemente cerca para
ver la insignia con toda claridad, y a los tripulantes del hidroavión, en
camiseta blanca y pantalón caqui. Unos caminaban por las alas y otros se
asomaban por una portezuela que apenas rebasaba la línea de flotación,
observando a los nativos como habitantes de otro planeta.
—De aquí no se ve
nada... Vamos más cerca —suplicó la hermana.
Dieron la primera
vuelta alrededor de la no ve, en zigzag para no chocar con los afluentes
curiosos. Un hombre joven, sonriente, con los brazos tatuados, sacó medio
cuerpo fuera de la capota de mica. Era de pelo plateado, casi del mismo color
que el fuselaje, y tan robusto que el tórax apenas le cabía en la camiseta. El
hombre mordió una gran manzana, roja y lustrosa, como sólo en las revistas
importadas, en los anuncios a color, se había visto.
—Hey, boss!... Gime anapple, eh? —gritó uno de los curiosos, al
mismo tiempo que se paraba en medio de su canoa, con los brazos extendidos
hacia adelante y la cabeza levantada.
—Me too! —gritó otro, y a éste siguieron tres, ocho, quince voces
dirigidas al hombre de la manzana, pero que multiplicadas y dilatadas se
dispersaron por toda la ensenada. Las canoas se apelotonaron, golpeándose unas
a otras, y el ruido de madera bronca resonó en el casco del hidroavión,
mezclado con las risas de los tripulantes y la algazara de los nativos. La
manzana mordida y abrillantada por el sol voló hacia el vivero de brazos
alargados en una misma dirección, y en la rebatiña crecieron los gritos, las
risas, ahora provocadas por los cuerpos cayendo al agua entre las canoas. Sin
dejar de sonreír, el del pelo plateado consultó a otro de los tripulantes,
desapareció de la capota y regresó con una cesta en los brazos. Caminó hacia el
extremo de un ala y desde ahí fue arrojando las manzanas. Asomados por las
ventanillas, los extranjeros celebraban las muecas, piruetas y gritos desarticulados.
Una manzana cayó en la canoa de Adolfo, que permanecía alejado, como único y
reticente espectador, apretando con ambas manos el canalete. Saltó hacia
adelante para recoger la fruta, y con la fuerza salida más que de su brazo de una
pequeña tormenta oculta en el lodo del tordo de la bahía devolvió la manzana.
Esta rebotó en el pecho del extranjero —un muro vestido de blanco y una
insignia azul— y rodó por el declive del ala antes de caer al agua. El hombre
le tiró otra manzana, esta vez como pedrusco a un renacuajo y no como regalo.
Adolfo se acercó de prisa, y con las uñas de los pies clavadas en el fondo de
la canoa empuñó el canalete a modo de arpón, balanceándolo, calculando la trayectoria
ascendente, apuntando al pecho, a la insignia pintada en la camiseta, antes de
arrojarlo.
—Respeto, decencia, y
sobre todo gratitud; son cosas que todos debemos tener, pedazo de mierda —dijo
el Comandante de Policía, y se golpeaba una pierna con el fuete mientras
caminaba de un lado a otro de la oficina. Adolfo miraba el brillo de las botas
y escuchaba los taconazos sobre el piso de madera. Estaba con las corvas
apoyadas en el borde de la banca y las manos metidas bajo las piernas, el
cuerpo casi en el aire para no lastimar los verdugones sangrantes que surcaban
sus asentaderas. La camisa se le pegaba a los verdugones de la espalda, pero
había soportado los diez azotes sin llorar, quejándose pero sin dejar salir una
sola de las lágrimas que había sentido crecer dentro de su cabeza, como pompas
de almidón que buscaban sus ojos. "¡Llora, desgraciado!", dijo el
policía al llegar al sexto azote, y dejó caer con m4s furia el chicote de piel
de tapir, endurecido al sol, picante, pero el muchacho solamente había arqueado
una vez más la espalda al mismo tiempo que por sus fosas nasales salía el
gutural quejido. Su minoría de edad y la tolerancia del comandante —hombre
alfabetizado y conocedor de las leyes—lo salvaron de la cárcel, pero aun como
menor de edad debía purgar su delito, y el comandante ordenó que fueran diez
azotes. Sólo faltaba la lección paternal, pero no por eso menos enérgica, y lo
había obligado a sentarse en la banca para que escuchara lo que nunca debería
olvidar. Adolfo simulaba sentarse, apoyado en la palma de la mano izquierda,
porque la muñeca derecha le dolía de tanta presión, brutal e inútil, que el policía
había ejercido sobre ella en el trayecto de su casa a la Comandancia.
—Ellos merecen
respeto de nosotros, y sobre todo gratitud. ¿Sabes lo que es eso? Qué clase de
ciudadano puede ser el que muerde la mano bondadosa. Ellos están aquí para
defendernos, y si te dan una manzana no es para devolverla como un salvaje
—dijo el comandante, prosopopéyico, como un partido de pelo hirsuto y de piel
ligeramente más oscura que su uniforme caqui, mientras Adolfo veía ir y venir
las botas. —¿Me estás oyendo? —preguntó, deteniéndose e inclinándose para
buscar la cara del adolescente. Reanudó la marcha antes de continuar la
lección—. Y a los de cabeza dura se les enseña a palos, a patadas, como sea,
pero hay que aprender que ellos están aquí para defender nuestra libertad,
pero para ser libres hay que ser obediente y respetuoso y agradecido...
Lentamente, moviendo
lo menos posible la piel lacerada de la espalda, Adolfo había levantado la
cabeza y miraba por la ventana abierta, hacia la bahía encrespada al atardecer
por un súbito viento, y más lejos, hacia el mar abierto, y más allá, donde
podía recordar la geografía y la historia aprendida con el profesor iracundo
que execraba la protección.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.