Sergio Ramírez - Cuentos

KALIMAN EL MAGNIFICO Y LA PERFIDIA MESALINA

A Luis Rocha
Todo empezó unmediodía de abril cuando oí dentro de mi cabeza aquellas voces extrañas queriendo comunicarme sus mensajes. Enton­ces yo trabajaba de tipógrafo, el único oficio que había conocido desde niño. Aturdido por el des­concierto me desmayé, arrastrando en mi caída el chibalete. Los tipos de bronce se desparrama­ron por el suelo y tuve que pasar la tarde entera reponiéndolos en las cajas.
—Será de hambre que te desmayaste — me dijo lleno de lástima José de Arimatea, el prensista, que había corrido en mi auxilio al oír el desbarajuste.
Y era cierto que no había desayunado esa mañana, como tantas otras mañanas en que me presentaba a la tipografía con el estómago va­cío. Eran siete bocas las que tenía que alimentar para entonces, porque mi mujer quedaba preña­da con una sola de mis miradas, aunque fueran miradas inocentes. Por lo menos, era lo que yo creía en aquel tiempo.
Traté de explicarle a José de Arimatea que el hambre no era la causa de mi desvanecimiento, sino que aquellas voces habían entrado en tro­pel tan desenfrenado en mi cabeza que mi men­te no había podido soportar la impresión de semejante novedad.
—Así es el hambre, hermano —insistió él—. Te hace oír voces y ver visiones. Es lo que le pasaba a los santos ermitaños.
Ya repuesto del susto, y mientras me dedica­ba a recoger los tipos para devolverlos a las cajas, leyendo con paciencia las ínfimas cabeci­tas según cada letra, las voces volvieron a dejar­se oír, ya más sosegadas.
En adelante me explicaron ellas iban a conce­derme la gracia de la adivinación. Pero mis po­deres no iban a tener que ver con el número premiado de la lotería, ni con enterramientos de tesoros, sino con las perfidias de amor, las pa­siones infieles y los ardides del corazón.
Yo debía ir por el mundo desengañando a aquéllos que víctimas inocentes de conspiracio­nes traidoras ignoraban las viles tramas que llenaban de sombras malignas sus vidas. Ellas iban a dictarme nombres, escondites de cartas comprometedoras, sitios clandestinos donde se consumaban las traiciones.
Identificaría a las mujeres adúlteras, descu­briendo en sus rostros las huellas del pecado que nadie más que yo percibiría; y aún antes de enfrentarlas, las voces, convertidas en gemidos de angustia, me advertirían de su odiosa presen­cia, así como me revelarían el sino de los hom­bres engañados con sólo verlos levantar la cortina al entrar en mi consultorio.
Porque aquella misma tarde decidí abrir mi consultorio de adivino y abandonar el oficio de tipógrafo. Una vez que terminé de reponer en las cajas los tipos, como despedida compuse lapapeleta que José de Arimatea, incrédulo aún de mis facultades, y burlesco como siempre, imprimió en tinta ciclamen, según mis indicacio­nes.
Ese oficio de andarte metiendo en las vidas ajenas, te va a costar caro me advirtió.
Pero yo no estaba para detenerme a oír con­sejos que no fueran los de las voces aliadas. Le robamos al propietario de la imprenta media resma de papel celeste, del mismo que servía para imprimir los programas de los circos. El nombre de adivinador que escogí, Kalimán el Magnífico, lo puse en el encabezado, en tipos de fantasía, y debajo, la dirección de mi casa en el barrio de Campo Bruce, el único sitio donde podía abrir mi consultorio pese a todas las incon­veniencias del caso.
El propietario de la imprenta se dio cuenta del robo a la mañana siguiente, cuando ya decidido a emprender mi nueva vida de adivinador me presenté en el taller a reclamar mi liquidación, confiado además en poder llevarme los paque­tes de papeletas que José de Arimatea ya tenía traspuestos en el cajón de los desperdicios de papel.
Al propietario, Don Nicomedes, lo llamába­mos a sus espaldas "Basilisco", dado su carácter sulfuroso, y ya pueden imaginarse el respeto forzado con que José de Arimatea y yo lo tratá­bamos. Muy receloso en el control de los mate­riales, contaba las resmas de papel todas las mañanas, y al notar la falta nos puso en confe­sión.
Como no lograba sacarnos nada, se dedicó a registrar todos los rincones, y ya iba directo al cajón de los desperdicios, cuando las voces se presentaron en mi auxilio. Urgidas, me aconse­jaron que debía revelarle el amargo secreto de que su hija de catorce años iba a fugarse con un hombre casado.
En lugar de mostrarse agradecido, como era mi esperanza, más violenta fue su furia. Enarde­cido por mi atrevimiento abandonó la búsqueda y corrió a su escritorio a sacar de la gaveta una pistola con la que me apuntó, decidido a matar­me. Maldije entonces a las voces, y como des­pués va a quedar patente, no iba a ser la única vez que habría de maldecirlas.
Pensé que me había quedado para siempre sin habla, mientras esperaba mi fin, pero lasvoces hicieron el milagro de que me salieran las palabras para decirle, en un balbuceo, que bus­cara la carta del malhechor en el bulto escolar de la niña, metida entre las páginas del libro de gramática de G.M. Bruño. Mientras tanto, José de Arimatea, acobardado, se había pegado contra la pared.
"Basilisco" me insultó otra vez, pero ya había cierto asomo de duda en su semblante. —Caminá — me ordenó.
Y poniéndome el cañón de la pistola en las costillas, me hizo atravesar la puerta que sepa­raba su vivienda de la tipografía.
La niña estaba por irse al colegio, y hoy que me acuerdo de la trampa que le había tendido mi portento a la pobre criatura, aún siento lásti­ma por ella; aunque en aquel momento de an­gustias, ni lástima de mí mismo tuve tiempo de sentir. La niña, de pie junto a la mesa del come­dor, ya el bulto a la espalda, donde permanecía escondido el cuerpo del delito, bebía su café soplando a cada sorbo la taza enlozada.
"Basilisco" obligó a la niña a entregarle el bulto y la mandó a encerrarse en el aposento, entre los llantos y reclamos de la esposa y de la criada,a las que también ordenó alejarse, mientras seguía sonando a todo volumen el tocadiscos que la señora ponía desde la hora del desayuno con su canción preferida del Trío Los Panchos, Flor de azalea.
Apuntándome con la pistola me hizo abrir el bulto y desparramar los libros y cuadernos so­bre el piso, hasta que de entre las páginas de la gramática salió a volar la carta perfumada. Las voces, mientras tanto, se trocaron en risas cha­bacanas, celebrando no sé si mi desdicha o mi primer éxito de adivino.
"Basilisco" la leyó, con la cara descompuesta, y ya no fue a mía quien quiso matar sino a José de Arimatea, porque era él el firmante de la propuesta traicionera, aunque yo no había al­canzado a identificar su nombre en mi profecía. Y demás está decir que "Basilisco", blandiendo en alto la pistola, corrió hacia la tipografía en su busca, sin encontrarlo, demás está decirlo tam­bién, porque al no más verme desaparecer cau­tivo por la puerta, manos arriba, José de Arimatea había emprendido la fuga en su ropa de fajina, dejando colgada en el clavo del tabique su mudada catrina. José de Arimatea, en la calle,era el catrín entre los catrines, un enamorado empedernido vestido siempre de blanco, la con­certina en la bolsa trasera del pantalón, que sacaba siempre en auxilio de sus lances.
Y mientras yo me quedaba dentro de la casa, los ojos apretados para saber lo que las voces tenían que ordenarme, y cabe decir que se obstinaron en callar, mi ensayo de trance fue roto por los disparos que sonaron desde la calle. Di por muerto a José de Arimatea, equivocación que compartió la esposa de "Basilisco", porque corrió como una loca, en camisón, atropellando los muebles.
¡Me lo mataste, cobarde, me lo mataste! gri­taba en desafuero mientras alcanzaba la puerta.
Revelación que tampoco me había sido dicta­da por las voces, así serían otras veces de veleidosos mis poderes. Armándome de valor, yo corrí tras ella. Pero no había matado"Basilis­co" a José de Arimatea, sino que furioso, al no encontrar rastros suyos en la calle, se había contentado con descargar su pistola al aire, espantando a los zanates que rondaban los aleros.
Por lo visto, la fatalidad perseguía a aquella casa. Las voces aparecieron, otra vez entre risas sofocadas, para recomendarme que mejor me alejara cuanto antes del lugar de los hechos, no sin antes insuflarme el valor suficiente para pe­netrar en la tipografía, que había quedado de­sierta, en el afán de recoger los paquetes de papeletas.
Así lo hice, aprovechando el momento en que "Basilisco", a falta de tiros, forzaba del pelo a la infiel para arrastrarla de vuelta a la casa; y ya adentro, todo fue un estrellarse de sillas y que­brar de trastos, la primera víctima de aquel mar de destrozos el tocadiscos mismo que calló para siempre, lanzado violentamente al piso. Mientras tanto, yo me fui, cargando en la cabeza los paquetes.
Hasta entonces comprendí, sin que las voces me lo dijeran, el porqué de aquel eterno cantar del Trío Los Panchos, con su Flor de azalea, la más amarga desesperación, que empezaba apenas José de Arimatea ponía pie en la tipogra­fía y que no cesaba hasta que la prensa se apagaba al atardecer, cuando, a manera de despedida, él tocaba la misma melodía en suconcertina, arrimándose a la puerta medianera. Y comprendí el porqué de aquellas sopas de gallina que le enviaba la enamorada, ya lejos la hora del almuerzo, cuando "Basilisco" roncaba su siesta. Sopas, que dicho sea de paso, jamás fueron para mí, a pesar de mis respetuosas cortesías para con ella. La muy pérfida, no se dignaba compadecerse de mi hambre.
Pero aún no había descendido sobre mí el poder de la adivinación conferido por las voces, acerca de cuya constancia y fidelidad, tengo, de todas maneras, tantas quejas. Y hasta ahora entiendo que si un error cometió la infiel, fue utilizar a su tierna hija como correo de las sopas. La niña, sonriente, se acercaba a la prensa llevando el tazón caliente, con el cuidado de no derramarlo, y esperaba hasta que José de Ari­matea se la bebía toda, sin convidarme, mientras cuchicheaban los dos, apartados de mis oídos. Después, como despedida, le regalaba una in­terpretación de Flor de Azalea con la concertina, ajena la madre a todos aquellos coloquios por­que, seguramente, su oficio estaba en vigilar los ronquidos de "Basilisco" junto a la puerta de dormitorio, temerosa de que no fuera a desper­tarse antes de tiempo.
Kalimán el Magnífico, en poco tiempo se hizo famoso en la ciudad de Managua, capital de la república, y lugares circunvecinos. La dirección de la humilde vivienda de este servidor en el barrio Campo Bruce, pregonada en las papele­tas, se convirtió en obligado punto de atracción para todos aquellos que querían saber si eran dichosos o infelices en las suertes del amor, si vivían en la verdad, o en el engaño.
Gracias a las voces, atraje sobre mí amistades eternas por los favores concedidos, y por igual, inquinas peligrosas, porque al descifrar los arca­nos de la infidelidad alguien salía necesariamen­te perjudicado.
Era difícil entenderme con las voces, entre la algarabía de los críos que berreaban y peleaban, y entre los gritos aguardentosos de mi mujer que dada a la bebida, se comportaba de manera hostil con los clientes, a pesar de que los emo­lumentos percibidos le reparaban beneficios, pródiga ahora en comprarse vestidos de tafetán, lápices de labio y coloretes, aunque se olvidara de mi almuerzo, enemiga como se volvió deacercarse a la cocina para no arruinar el esmalte de sus uñas, porque pintarse las uñas, que se había dejado crecer como navajas peligrosas, era una de sus ocupaciones favoritas. Si me atrevía a reclamarle, enderezaba sus inquinas contra mí, burlándose a carcajadas del turbante de seda adornado con un broche artístico, que yo había elegido como la pieza principal de mi atuendo.
Pero fue mi fama la que vino a rescatarme de aquel infierno. Acepté la oferta de adivinar por la radio, ya que la YNW, la muy escuchada Radio Mundial, me abrió sus puertas, dándome la hora estelar de la noche, después del repris de El derecho de nacer. Las voces, que se mostraban molestas en aquel ambiente, no se opusieron al cambio, y más bien, me felicitaron.
Además, La Mejora!, que patrocinaba el pro­grama, me retribuía con cierta largueza, que superaba en mucho los emolumentos de los clientes. Antes de regresar a mi casa, casi a la medianoche, pasaba comiéndome un sandwichde jamón por el restaurante Munich, me tomaba mi cerveza; ya no perecía de hambre.
Como los oyentes llamaban por teléfono o enviaban sus cartas bajo seudónimo, para so­meter a consulta sus casos, corría menos ries­gos de ser víctima de alguna venganza. Y para no tener que verle la cara a mi mujer en el día, ni aguantar berridos y bochinches, me iba a los estudios de la Radio Mundial a preparar las repuestas a las cartas para tenerlas listas a la hora de empezar el programa.
A prudente distancia del micrófono, tal como el controlista me había indicado, leía las cartas y respondía a cada llamada que entraba por el parlante de la cabina, con aplomo y parsimonia, como si se tratara de un pastor protestante que predicara casa por casa. A usted su mujer lo engaña, busque la carta en tal sitio, se ven en tal lugar, no está en el cine, está con el otro en la pensión tal, ese hijo que va a tener tiene otro padre, desconfíe de su más íntimo amigo, no le crea a su esposa que su mamá está enferma y por eso se fue a Jinotega, cuando usted se va al trabajo el otro entra, se acuestan en su propia cama, ese collar no se lo sacó en una rifa, es regalo de su amante, ese disco de Nat King Cole que pone a cada rato, es porque le recuerda losmomentos de pasión que ha vivido con él, llévela donde un sacerdote, tal vez se arrepiente, déjela de una vez por todas, ya no hay remedio para sus desvaríos, perdónela por esta vez, quiera a ese niño aunque no sea suyo, la criatura no tiene la culpa, si decide castigarla, no lo haga delante de sus hijos. Sea valiente, que si un amor paga mal, otro vendrá a reponerlo.
A veces, las voces se reían de mis consejos, y se permitían comentarios libertinos, pero yo estaba ya acostumbrado a sus mofas, y no me enojaba. Vivía en paz con ellas, porque al fin y al cabo, me procuraban el sustento.
Hasta que una noche, entró por el parlante una voz aguardentosa de mujer, que yo conocía.
—Señor Kalimán, aquí le habla Mesalina. Soy una mujer casada, y con hijos. Desde hace tiempo, por distracción, le he sido infiel a mi esposo con varios hombres. Si los hijos que he tenido son o no son de él, que él mismo lo averigüe, para eso tiene poderes sobrenatura­les. Pero ahora, ardo de pasión por un caballero muy galante, que dice que me adora, y toca muy lindo la concertina. Cuando mi esposo no está en las noches, y es que nunca está, el caballero y yo nos citamos en una pensión frente a la estación del ferrocarril. Otras veces, me lleva al cine, me lleva a bailes. Acaba de proponerme que me vaya con él para Chinandega, y que allí vamos a vivir felices.
Las voces, más divertidas que nunca, estalla­ron en un gran riserío. Yo, como era natural, me quedé helado, sin responder, mientras el contro­lista me llamaba la atención, golpeando el vidrio de la cabina.
—Aló —se oyó en el parlante.
— ¿Cuál es entonces su pregunta? — dije al fin yo, con el puñal de la desesperación clavado en el pecho.
—No tengo pregunta —contestó ella—. Sólo quiero que mi esposo sepa que ya le acepté la propuesta al caballero, que ya me fui de la casa. Aquí está conmigo el caballero. Buenas noches; se despide, Mesalina.
Para colmo de todos los males, en el parlante se escuchó, antes de que ella colgara, una con­certina que tocaba Flor de azalea, la vida en su avalancha te arrastró.
— ¡Puta, mil veces puta! — grité yo, remecien­do el micrófono, que se zafó del pedestal y cayócon un golpe sordo al suelo. Yo lo recogí, y seguí gritando.
El controlista, espantado, se lanzó sobre la consola a cerrar el switchdel sonido, y a la carrera, puso en la tornamesa la cuña de la Mejoral, cualquier dolor, cualquier mal, mejor mejora Mejoral.
Me abandonaron para siempre las voces; las muy léperas, desaparecieron de mi cabeza sin despedirse. Volví a encontrar empleo de tipógra­fo en el periódico Flecha, otra vez, siempre con el estómago vacío, por tantas bocas que alimentar.
Componiendo una vez un artículo, me encon­tré en el original mecanografiado el nombre de Mesalina. Allí se explicaba que la tal Mesalina fue la esposa del emperador Claudio, una mujer licenciosa que se envanecía de haber llevado a su lecho a todos los centuriones de las legiones romanas, y tenía por gloria superar en la inten­sidad de sus orgasmos a las hetairas de los lupanares más célebres del imperio.
Qué nombre más nefasto, Mesalina. ¿De dón­de lo habrá sacado la pérfida para ponérselo de seudónimo, la noche en que me llamó por telé­fono para comunicarme que se iba con José deArimatea? Si jamás leía periódicos, si en su vida había tocado un libro.
Las voces lo sabrán. Pero a mi cabeza, que no vuelvan nunca.
Managua, noviembre de 1991.

LA SUERTE ESCOMO EL VIETO

A Dora María Téllez
La raspadita fue como una tromba que entró en Ciudad Darío desordenando los vientos en las calles. Casi sentías que te levantaba la falda, te revolvía el pelo, soplaba en su tumulto y se te alborotaban en el alma unas ganas locas de
comprarla empujándote a raspar y ganar mientras te cosquilleaba en el oído la cancioncita raspe y gane, raspe y gane, la suerte instantánea, raspe ya y no espere para mañana, si un símbolo aparece tres veces usted gana ese ansiado premio, un automóvil Daewoo Racer último modelo que te enseñaban a cada rato en la televisión, giraba frente a tus ojos y un coro cantaba un canto celestial, cuatro puertas, toca-cintas estereofónico y radio FM, aire acondicio­nado, asientos reclinables y vidrios ahumados para que no te vieran si no querías que nadie te viera, un sueño inventado sólo para usted, una delicia suprema las manos en el timón.
¿Quién en este mundo iba a pensar que el premio viniera a caer en Ciudad Darío, donde nunca cae nada, ni siquiera la lluvia? ¿Y que le tocara a las dos hermanas, que ni sabían mane­jar? Un carro de película, así como ése, jamás había entrado en Ciudad Darío.
Nosotras, que por miedo a las monjas nunca habíamos raspado, al fin nos decidimos a pro­bar. Regresábamos las tres del colegio un mar­tes de febrero y tras mucho discutir y dudar, empujándonos entre risas nerviosas, entramos en la pulpería de don Benedicto. Las monjas, a cada rato nos advertían que tentar la suerte era un pecado contra la virtud.
—Que se arrechen las monjas, pero yo no me aguanto más —dijo la Mirta, que entró de pri­mera.
Don Benedicto había sido toda su vida agente de la lotería nacional común y corriente, a la que nunca le hicimos caso, pero la raspadita era una cosa distinta, algo nuevo que soplaba y soplaba por el pueblo, el viento díscolo de la tentación, no había quién no raspara, las aceras llenas de boletos raspados, una mortandad de ilusiones pisoteadas ya inservibles porque el premio siem­pre caía lejos y en Ciudad Darío se negaba a salir.
Ya dentro de la pulpería nos tomamos una Pepsi para sosegarnos y nos quedamos dando vueltas cerca de la vitrina donde don Benedicto guardaba enllavados los boletos, dudando en atrevernos, porqué iba a ser prohibido, porqué iba a ser pecado, si era algo tan natural.
Se los dije, no compren el boleto entre las dos, ¿qué pasa si se ganan el carro? Allí van a ver la trifulca que van a armar, las conozco, ustedes no son hermanables; y ellas vienen y me dicen que no, que si compraban el boleto mitad y mitad era precisamente por ser hermanas, iban a ma­nejar el carro un ratito cada una, riéndose por­que no creían que fueran a ganarse nada, apenas era cosa de empezar a probar. ¿Nohabía acaso tantos boletos muertos en las ace­ras?
Jamás pensaron que al raspar, iban a apare­cer las tres figuritas del milagro, los tres carritos rojos de la ilusión. Compramos dos boletos, uno entre ellas dos, otro para mí. Ellas rasparon, fue Mirta la que raspó, ganaron, y después se enve­nenaron.
Nos quedamos admirando las figuras, como embrujadas, como que no era cierto, cada una disputándose el turno para examinarlas, y toda­vía la Ernestina le preguntó a don Benedicto si era verdad aquello, alcanzándole el boleto, la mano en un sólo temblor.
Don Benedicto contó con el dedo los tres carritos. Los contó dos veces.
Es verdad nos dijo, sin salir de su asombro. ¡Vean qué cosa! Tantos que han raspado, y nada; y ustedes, a la primera de bastos, se sacan el carro.
La Mirta le arrebató el boleto a don Benedicto, tiraron los libros en media calle, y corrieron, de vuelta a su casa, yo tras ellas arrastrada por aquel ventarrón que ahora era de alegría, la mamá, doña Ermelinda, ocupada en sus oficios en la cocina, costó que les entendiera lo que le anunciaban entre brincos y gritos y llantos. Ella las regañó, pidiéndoles sosiego, se secó las manos en el delantal, solicitó que le prestaran el boleto para revisarlo, la Mirta se lo dio; buscó en la gaveta de la máquina de coser sus anteojos, salió a la calle para comprobar a la luz del sol si era cierto, preguntando cómo era la cosa, ¿los tres carritos rojos valían, era suficiente? Y ellas que sí, brincando, y yo que sí, envidiosa, con sólo escoger ese boleto de primera la agraciada hubiera sido yo, pero me entretuve buscando el billete de cinco córdobas entre las páginas del libro, y el billete bendito tanto que tardó en aparecer.
Al principio fue la discusión del viaje a Mana­gua, ir a buscar a Alberto para pedirle que las llevara en su jeep a cobrar el premio, que yo me fuera también con ellas. La mamá las sofrenaba, que se esperaran, no iban a coger solas el camino y con un hombre, ella tenía que acom­pañarlas, que aguardaran hasta el día siguiente, ¿dónde iban a dormir en Managua? ¿acasoconocían Managua? Jamás habían estado en Managua, ¿cuánto tiempo iban a tardar en los trámites hasta que les entregaran el carro? Ella no tenía confianza en ese Alberto. ¿Y si Alberto se les emborrachaba? Por borracho, mujeriego y aventurero es que lo conocía ella.
No hubo caso, ellas querían irse ya, pero la mamá diciéndoles que nada, había que esperar, nada de Alberto, buscar un chofer serio, ellas no sabían manejar, ¿quién se iba a traer manejando el carro? Alberto, volvían las dos. Y la señora, que ni le mentaran al tal Alberto, bonito estaría coger el camino con un hombre irresponsable que a su edad ya debería estar casado y de puro casquivano que era mantenía queridas hasta en Sébaco, las queridas y las cantinas eran su diversión.
Dale de argumentar y discutir y la casa ya llena de gente, el gentío venía a saber cómo era eso del carro, felicitando a doña Ermelinda que or­denaba y disponía como si el carro fuera su propiedad, enseñándole el boleto a todo el mun­do, sin aflojarlo, señalando con el dedo tiznado los tres carritos rojos.
A ninguna de las dos les gustó que doña Ermelinda se empezara a hacer la gata brava con el boleto, se lo leí en las caras. Tampoco les caía en gracia que siguiera despotricando contra Alberto, poniéndolo a cada rato por los suelos, lampaceando el piso con él, se había robado unas vacas de un potrero ajeno, el banco lo perseguía por estafa, un marido engañado lo quería matar.
Fue la Ernestina la que dio comienzo al des­calabro. Aprovechó un momento de descuido de la mamá y le arrancó el boleto de las manos en presencia de la multitud de curiosos, que ella iba a guardarlo; pero la Mirta, que ya andaba al acecho de las intenciones de la hermana, se le abalanzó encima, de ninguna manera, a ella le tocaba tenerlo porque era ella la que había ras­pado, y se dieron delante de toda la concurren­cia la primera moqueteada; la Ernestina es la menor de las dos, pero la más fuerte y la más gorda, se defendió como un tigre y a la brava se quedó con el boleto mientras la Mirta lloraba, la mamá consolándola, que no importaba, si al fin y al cabo el carro les pertenecía mitad y mitad.
Pero la Mirta no se conformó, era la más débil pero la más altanera, de ninguna manera el carro iba a ser de las dos, nada de mitad y mitad, era
sólo de ella y nada más de ella, que la Ernestina le devolviera ya mismo el boleto.
—Ah, ¿conque así es la cosa? —dijo entonces la Ernestina— . Pues ahora el carro es sólo mío. Y si querés más trifulca, trifulca vas a tener.
Entonces, sucedió lo que yo estaba temien­do. La Mirta, sin dejar de llorar, amenazó a la Ernestina que si no le entregaba inmediatamente el boleto iba a contarle a la mamá algo tremendo. Se puso en medio de la salita de la casa y apretó los puños, temblando de rabia:
—Voy a decir ahorita mismo lo que vos ya sabés, aquello muy feo que hiciste con aquél — le dijo a la Ernestina.
Qué —contestó la otra, fingiéndose la va­liente, pero con la voz ya apagada por el mie­do—. ¿Qué es lo que yo ya sé? Vos no sabésnada.
Lo que vos bien sabés, no te me hagás la mosquita muerta. Voy a contar hasta cinco...
Y la Ernestina, como una mansa palomita, fue y le entregó el boleto.
Bueno —le dijo—, pero quedamos en que el carro es de la dos.
—Si acaso te invito algún día a montarte para que des una vueltecita hasta la carretera, sentitebien pagada —le respondió la Mirta, metiéndose el boleto lo más hondo que pudo en el brassier.
Doña Ermelinda miró a los presentes con sonrisa forzada, como pidiéndoles excusas por todas aquellas groserías, mientras la Ernestina, derrotada, se apartaba a llorar en un rincón de la salita, sentada a plan en el suelo.
La Mirta me llamó entonces y me propuso que buscáramos a Alberto para irnos de inmediato a Managua.
—Aquí estamos perdiendo el tiempo —me dijo—. Si nos apuramos, antes de la noche estamos de vuelta con el carro.
Pero mientras la oía, yo no le quitaba el ojo de encima a doña Ermelinda; aquella su sonrisa pública repartida a los presentes, por dentro lo que avisaba era tempestad. No se iba a tragar, así nomás, las insinuaciones que la Mirta había lanzado sobre su hermana.
Ni que hubiera sido yo adivina. Sin importarle que la casa rebosaba de gente, doña Ermelinda, agenciada ya de una tajona que descolgó de un clavo en la pared, se fue acercando, muy calladita, midiendo sus pasos, al rincón donde la Ernestina se había sentado a llorar en el suelo.
Se enrolló el cabo de la tajona en el puño, y empezó a interrogarla, en sus cuentas, en secre­to; pero el murmullo de su voz era tan sonoro y el silencio que se hizo tan profundo, que nadie se perdió palabra.
— ¿Qué es lo que no querés confesar? ¿Qué es eso que hiciste que yo no sé? — le decía, alzando la tajona —. iA mí, que soy tu madre, no me vas a andar con engaños ni carambadas! ¿Quién es ése con el que hiciste lo que hiciste?
La va a tajonear por tu culpa le dije yo a la Mirta, muy asustada.
— ¿Y qué? —se encogió ella de hombros— . Que pague su mal gobierno. Dichosa debería sentirse que no la han panzoneado.
Silbó el primer tajonazo, y a mí se me erizó la espalda. Pero, la Ernestina, en lugar de respon­der a las preguntas que seguían lloviéndole junto con los chilillazos, más bien pareció sacar fuer­zas del castigo. Se vino desde el rincón, otra vez enfurecida, perseguida por la mamá, y se le encaró a la Mirta, sin preocuparse en lo más mínimo de los tajonazos que no cesaban de cruzarle el lomo.
— Dame ese boleto ahora mismo — le exigió.
Las greñas del pelo se le habían pegado sobre la cara bañada en lágrimas. Daba miedo su aspecto.
La Mirta la miró con desprecio.
— Ni lo soñés — le respondió. Y sin retroceder, le lanzó en la cara una risotada de loca.
— ¡Que me lo des, te digo! — gritó la Ernestina y se le fue encima.
La Mirta se le zafó, y corrió hasta la mediacalle, sus carcajadas cada vez más audaces. La gente que llenaba la casa se desbordó por la puerta, a encontronazos, para buscar sitio en la acera. En todas las puertas del vecindario aparecieron racimos de cabezas.
— i Mamá! — llamó la Mirta desde la calle, bur­lona —. ¡Te voy a decir lo que vos querés saber! ¡Te voy a decir con quién vive la Ernestina!
La señora, afligida, con razón, porque el bo­chinche iba a ser ahora en plena calle, se olvidó de la Ernestina; y esforzándose por apartar a los curiosos que no la dejaban pasar, se salió, con la intención de obligar a la Mirta a meterse. Ya estaba en la acera, con la tajona en la mano, dispuesta a bajarse, pero de pronto se detuvo, encabritada contra los mirones.
— ¡Se me van todos de aquí! ¡Nadie tiene porqué estar oyendo lo que no debe! — le gritó furiosa al gentío de la acera, amenazando con la tajona—. ¿Y ustedes? —le gritó, todavía más alto, a los vecinos— . ¿Acaso les debo algo? ¡Métanse a sus casas!
La concurrencia se desbandó, arruinada. Los vecinos cerraron sus puertas como ante el aviso de que anda suelto un perro con rabia. Sólo yo quedaba, la única extraña, y decidí que era hora de irme también.
La Ernestina corrió a alcanzarme.
— No, no te vayás— me dijo, sujetándome por la manga de la blusa—. Tenés que acompañar­me a Managua. En cuanto me devuelva el boleto esta loca, nos vamos a buscar a Alberto. Él nos lleva.
—¡Voy a empezar otra vez a contar hasta cinco...! —gritó la Mirta, otra vez, desde la me­diacalle.
La Ernestina, como si la hubiera picado un alacrán, se bajó a la calle.
— ¡Hacé lo que querrás, no me importa! — le dijo a la Mirta—. Pero ahora mismo me vas a entregar ese boleto.
Le temblaba la quijada, la cara pálida. Yo sentía que iba a ser capaz de cualquier cosa.
Doña Ermelinda sintió lo mismo que yo, y se asustó.
—Vengan, métanse a su casa —les ordenó, con mucha cautela.
—Yo entro hasta que me dejen en paz. Decilea esta perdida que el boleto es mío, y entro — respondió la Mirta.
— Dame el boleto a mí, yo lo voy a guardar le suplicó la mamá.
—¿Y a cuenta de qué? —le dijo la Mirta, desafiante y altanera— ¿Ya no querés oír de qué se trata el secreto? Una vez... —empezó.
La Ernestina siguió avanzando.
— ¿No me vas a dar el boleto? — le dijo a la Mirta, casi ahogándose.
—No —se cruzó de brazos la Mirta—. El carro es mío y sólo mío. De nadie más.
Entonces, quedate con él, pero te vas a arrepentir — estalló en llanto la Ernestina y entrócorriendo a la casa, se metió al aposento donde dormían las dos, y trancó la puerta.
La señora corrió tras ella y empezó a golpearle la puerta, exigiéndole que saliera.
La Mirta entró también.
—No le va a sacar nada me dijo—. Allí dejémosla, ya le va a pasar. Busquemos a Alber­to y vámonos para Managua.
Ese carro es de las dos ustedes — le dije yo.
Sólo vos sabés —me dijo ella—. Mío y de nadie más.
— No seás así — le dije yo—. Puede pasar una desgracia.
Qué desgracia va a pasar —me dijo ella —. Si sigue jodiendo, se lo cuento todo a mi mamá. Eso es lo que va a pasar.
La señora, al ver que la Ernestina no le abría la puerta, dio la vuelta por el patio y fue a llamarla por la ventana.
— ¡Se tomó todas las pastillas! ¡Se envenenó! — oímos gritar a doña Ermelinda.
La Mirta se quedó clavada en el mismo lugar, y lo que hizo fue palparse el brassier. Yo corrí y llegué cuando la señora se estaba queriendo meter por la ventana, pero no podía, porque era muy enclenque para semejante esfuerzo. La aparté, y fui yo la que se metió.
La Ernestina estaba desvanecida, boca abajo sobre la cama, como un saco de trapo. El vasito de pastillas, vacío, a su lado. Destranqué la puerta, entró la señora, y yo corrí a buscar a la Mirta, que seguía en el mismo lugar.
Hay que ir a llamar a Alberto, que preste el jeep para llevarla al hospital de Matagalpa —le dije—. Se tomó todo el vaso de pastillas para los nervios.
No, Alberto me tiene que llevar a mí a Ma­nagua — me contestó ella, como si nada estuvie­ra pasando—. A mí no me va a negar ese favor. Yo sé porqué te lo digo.
Hablaba de Alberto con gran soltura y seguri­dad, como si fuera propiedad particular de ella.
No seás bárbara — le dije— . Se puede morir tu hermana.
Es culpa de ella — me dijo, y volvió a palpar­se el brassier, como queriendo asegurarse de que el boleto seguía allí.
Yo ya no le hice caso, cogí la calle y me fui a buscar a Alberto. Lo encontré, por dicha, en elmomento en que encendía el jeep para irse a su finca.
— ¡Alberto! ¡La Ernestina se tomó un vaso de pastillas! ¡Se puede morir! ¡Tenés que llevarla al hospital de Matagalpa! — le grité.
Él me miró, asustado. De lejos se notaba que su viaje a la finca era un pretexto, iba huyendo. Se quitó la gorra, y se rascó la cabeza.
— ¿Se envenenó por lo que yo tuve con ella? —me preguntó.
No, se envenenó por el carro que se saca­ron en la raspadita — le contesté yo.
Él siguió vacilando.
Yo voy con mucho gusto — me dijo — . ¿Pero no ves que la Mirta me denunció con su mamá, que yo vivo con la Ernestina? Ya me lo vinieron a decir. ¿Cómo voy a entrar en esa casa?
—Tu nombre no ha salido para nada —lo urgí yo.
—Bueno —dijo él —; pero en cuanto la Mirta me vea, me denuncia. ¿Y si me obligan a casar­me?
— ¿Y si te pido que lo hagás por mí? — le dije. Él me miró, y se volvió a poner la gorra. —Subite, pues, al jeep me dijo.
Volvimos a la casa, Alberto atravesó la puerta sin mirar a la Mirta, que seguía parada en el dintel, entró directo al aposento, levantó a la Ernestina de la cama y la cargó en sus brazos para montarla en el jeep. La Mirta lo miraba furiosa. Doña Ermelinda se había desgajado en una silla, a llorar, olvidándose de que tenía la tajona siempre en la mano, enrollada por el cabo.
Cuando Alberto atravesaba la puerta, cargan­do a la envenenada, la Mirta lo detuvo.
—Alberto —le dijo muy sonriente—. ¿Ya sa­bés que me saqué el carro en la raspadita?
Alberto la miró, confundido.
—Sí, ya sé que se sacaron el carro entre las dos —le dijo, y quiso seguir adelante.
La Mirta se le interpuso.
—Entre las dos, no. Yo me lo saqué sola —respondió ella, empurrada.
Él se quedó callado, sin atreverse a seguir avanzando, mientras buscaba cómo acomodar­se mejor el cuerpo de la Ernestina; su sueño era tan profundo, que roncaba de una manera ex­traña.
—Bueno, lo que sea —dijo al fin Alberto, ya impaciente—. Dejame pasar, que no hay tiempo que perder.
         Lo que sea, no — le respondió la Mirta—. Ya te dije que fui yo la que me saqué el carro. Es un carro nuevecito. ¿Me querés llevar a Managua a cobrar el premio, o no?
— Despuecito. Ahora tengo que llevar a tu hermana al hospital —le dijo él, como quien le habla a un niño díscolo.
Ah, bueno —se encrestó la Mida— . Te la Ilevás porque es tu mujer. ¿Acaso no vivís con ella? Llevátela, pues, de una vez.
Alberto, que es tan cabal, porque no es cierto que ande en las cantinas ni tenga queridas, ni haya estafado al banco, se puso rojo de lo furioso que estaba.
Estás celosa porque nunca te hice caso a vos — le dijo — . Y olvidate de que te voy a llevar a Managua a traer ese carro. Andate a pie, si querés.
Doña Ermelinda, que mientras lloraba estaba oyéndolo todo, se vino hecha una furia, pero no contra Alberto, sino contra la Mirta. .
¿Qué es lo que estás diciendo? — la enfren­tó, revoleando la tajona.
— La verdad — dijo la Mirta — . La Ernestina es la querida de este señor. No es la primera vez que la tiene entre los brazos, como ahora. Otra más de sus queridas, si querés saber.
—¡Sos una degenerada! —gritó la señora, y le cruzó la cara con la tajona.
El tajonazo le cortó la mejilla a la Mirta, muy cerca del ojo, y le sacó la sangre. Cuando se tocó la cara y se vio la mano ensangrentada, para qué quiso más. Se puso histérica.
— ¡La degenerada es ella, y a mí me pegás! —gritó, entre sollozos horribles.
— ¡Me vas a entregar ahora mismo ese boleto! —le exigió la señora, levantando otra vez la tajona.
La Mirta dejó de sollozar y se rió, con risa como del otro mundo. Se le empezaba a inflamar el ojo, la sangre le bajaba hasta la boca. Burlán­dose de su mamá, se sacó el boleto del brassier, y se lo enseñó.
Aquí está —le dijo— . Para que lo veás de lejos, porque no se lo estoy entregando a nadie. El carro es mío.
Doña Ermelinda le dejó ir otro tajonazo, que por casualidad le dio en la mano, y el boleto cayó al suelo. Las dos, madre e hija, se abalanzaron a recogerlo, pero doña Ermelinda, sacando energías quién sabe de dónde, llegó primero y lo agarró. Y antes de que la Mirta alcanzara a reaccionar, la señora corrió con el boleto a la cocina.
Alberto, desconcertado, corrió detrás de ella, siempre cargando a la Ernestina, corrió la Mirta, enfurecida, y corrí yo. La señora había apartado a un lado la porra de frijoles que se estaba cociendo en el fogón, y todavía alcanzamos a ver cuando lanzaba el boleto entre las llamas.
El pedacito de cartulina se encogía, se achi­charraba sin remedio. Una nada, un simple pa­pel; los tres carritos rojos se pusieron de color café, después sé volvieron negros, y desapare­cieron para siempre hechos ceniza. Finalmente, doña Ermelinda agarró una astilla de leña y revolvió las brasas, con impulsos de cólera.
La Mirta dejó oír un alarido espantoso, como un animal al que le han atravesado un cuchillo en el galillo. En una repisa de la cocina había una botella de herbicida Malathion, ella lo buscó con la vista en medio de su desvarío, agarró la botella y se la empinó, sin que nadie tuviera tiempo de arrebatársela. Fueron tres grandes tragos los que dio.
Ahora sus alaridos eran de dolor. Se retorcía, se doblaba apretándose el estómago, y cayó de rodillas.
El pobre Alberto. Corrió a dejar a la Ernestina en el jeep, y volvió, siempre en carrera, para cargar a la Mirta, que ya estaba echando espu­ma por la boca.
—Venite conmigo, para que me ayudés —me dijo, mientras pasaba a mi lado con la otra envenenada en sus brazos.
—¡Yo me voy a volver loca! — aulló la señora, y empezó a dar topetazos contra el tabique de la cocina.
—Traétela también a ella —me ordenó Al­berto.
Yo obedecí y me le acerqué. En su desespe­ración, la señora no cesaba de azotar la cabeza contra el tabique.
—Tenemos que irnos al hospital — le dije.
Se resistía, no porque no quisiera acompañar a sus dos hijas moribundas, no era eso; era queestaba trastornada. Tuve que arrastrarla a la fuerza.
Las puertas de la casa quedaron en pampas, mientras Alberto arrancaba el jeep y agarraba la carretera a Matagalpa a toda velocidad, ahuyen­tando a las gallinas y los chanchos que se le cruzaban en el camino. Una gallina voló sobre el vehículo y fue a estrellarse contra el parabrisas. Yo iba en el asiento delantero, a su lado. Ya en la carretera, pasado Sébaco, me rozó la mano, y como yo dejé la mano donde estaba, me la acarició.
Les lavaron el estómago en el hospital. Les pusieron suero, las tuvieron en observación, se salvaron. La Ernestina se despertó preguntando por el boleto de la raspadita. En la cama de al lado, la Mida guardaba silencio, emperrada. Es hoy todavía y no se hablan, andan por la casa como si no se conocieran, se van al colegio cada una por su lado.
Las últimas veces que me aparecí por la casa, la mamá me salía a recibir con los ojos enrojeci­dos de tanto llorar:
— ¿Qué hago, qué hago? — me decía— .Esto es un infierno.
Ya no regresé más. Ahora ninguna de las dos hermanas puede verme ni en pintura. Hasta doña Ermelinda me cogió ojeriza y ya ni por la calle puedo pasar, porque se sale a la puerta a lanzarme chifletas desconsideradas. La muy bruta, como si no supiera que de no ser por mí, se le mueren las dos hijas ambiciosas.
Y no es sólo eso. Le cogen el centavo que pueden, y se van a la pulpería de don Benedicto a comprar boletos de la raspadíta. Han vendido lo que han podido, hasta el televisor, para seguir jugando. Raspan, raspan, y raspan, y nada. Las tres figuritas con los carritos rojos, nunca les han vuelto a salir.
Cuando ocurrió el suceso, La Prensa lo sacó en grandes titulares en primera página, el miér­coles 12 de febrero de 1992, al lado de una foto de la comandante Dora María Téllez, que daba su opinión, hablando de las ilusiones peligrosas que provocan los juegos de azar en una situa­ción de empobrecimiento y miseria como la que vive el pueblo de Nicaragua... algo así. La noticia del periódico decía:
"Dos hermanas, ganadoras de un carro en el sorteo de la raspadita, decidieron envenenarsetras una agria disputa por la posesión del premio que finalmente, y pese a que fueron salvadas, no pudieron cobrar, porque la madre de ambas lanzó al fogón de la cocina el billete premiado donde se achicharró.
El singular hecho se dio el fin de semana en Ciudad Darío, donde dos hermanas compraron el boleto a medias, poniendo 2.50 cada una, rasparon y ganaron el premio de la lotería ins­tantánea. Desde ese momento se inició el pleito por quién manejaría el carro y quién tomaría posesión del mismo. El caso es que la dos querían conducir el auto. Una de las muchachas, al ver que no se ponían de acuerdo, decidió tomarse una puñada de pastillas tranquilizantes para quitarse la vida.
La otra pensó que podía quedarse con el premio, pero no contó con la furia de la madre, que al ver que la ambición personal de cada una había causado semejante tragedia, tomó el bo­leto con los tres carritos pintados y lo tiró de una vez por todas al fuego. La otra hermana, al ver que sus ilusiones eran consumidas sin remedio por las llamas, se tomó un potente herbicida.
Raspe y gane es el lema de la lotería instantánea que ha logrado gran preferencia entre el público ávido de obtener un premio. La modali­dad anterior otorgaba un premio mayor de cin­cuenta mil córdobas, que nunca causó disputas como la relatada, porque el dinero es fácil de dividir. Pero en el caso de raspe y gane un carro el asunto se complicó, porque, ¿cómo partir un carro en dos?
La tragedia ha conmovido a toda la población, antes llamada Metapa, después Chocoyos y hoy Ciudad Darío, cuna del más excelso poeta de la lengua castellana.
Una amiga íntima de las dos hermanas fue entrevistada en Ciudad Darío por nuestro envia­do especial, y accedió a darnos los detalles que anteceden, aunque se negó a proporcionar el nombre de las hermanas, y el suyo propio."
Sí. La amiga soy yo, y es cierto que no quise dar mi nombre, ni el nombre de las dos desgra­ciadas, por consejo de Alberto. A nadie más entrevistaron. Todo está correcto, sólo que no fue un fin de semana el suceso trágico, sino que empezó un martes, cuando las tres volvíamos del colegio y entramos a la pulpería de don
Benedicto, empujadas por las ganas locas de probar fortuna, unas ganas que eran como un viento arremolinado. El viento fatal de la suerte, porque la suerte es como el viento.
Una noche de éstas soñé que me sacaba la raspadita, que me salían tres figuritas, tres caras de Alberto. Alberto tres veces, con la gorra pues­ta. Se lo conté a él, un domingo que regresába­mos del motel en su jeep, y se rió.
Es cierto. A vos te tocó la verdadera suerte, me dijo, y me acarició la mano.
Managua, mayo de 1992.

*****************************************************
Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua 1942)

Su obra literaria inicia a los veinte años con Cuentos, y abarca más de treinta libros, entre ellos ocho novelas como La Fugitiva (2011), El cielo llora por mí (2008), Mil y una muertes (2004), Sombras nada más (2002), Margarita, está linda la mar (1998, Premio Alfaguara de Novela 1998 y Premio José María Arguedas, 2000), Un baile de máscaras (1995, Premio Laure-Bataillon, 1998), Castigo Divino (1988, Premio Dashiell Hammett, 1989, ¿Te dio miedo la sangre? (1977, finalista del Premio Rómulo Gallegos, 1982); ocho colecciones de cuentos, entre los que destacan Juego perfecto (2008), El Reino Animal (2006), Catalina y Catalina (2001), Clave de Sol (1992) y Charles Atlas también muere (1976). Sus Cuentos Completos (Alfaguara, 1997) fueron prologados por Mario Benedetti. También es autor de El pensamiento vivo de Sandino (1975) y de más de una docena de libros de testimonios y ensayos como Tambor olvidado (2007), Señor de los Tristes (2006), Mentiras verdaderas (2001), Adiós muchachos (1999) y Balcanes y volcanes (1985). En 2011 el Fondo de cultura Económica (FCE) publicó sus antologías Puertas abiertas de poesía centroamericana, y Puerto Abiertos, de cuento centroamericano. En 2011 le fue concedido el Premio Iberoamericano de Letras “José Donoso” que otorga la Universidad de Talca.

---------------------------------------------
Más de Sergio Ramírez: La viuda Carlota y otros cuentos


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por sus comentarios. Recuerde ante todo ser cortés y educado.

Entradas populares