La viuda Carlota y otros cuentos - Sergio Ramírez


Antología personal

De las propiedades del sueño (I)

Sinesios de Cirene, en el siglo XIV, sostenía en su Tratado sobre los sueños que si un determinado número de personas soñaba al mismo tiempo un hecho igual, éste podía ser llevado a la realidad: “entreguémonos todos entonces, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, ciudadanos y magistrados, habitantes de la ciudad y del campo, artesanos y oradores a soñar nuestros deseos. No hay privilegiados ni por la edad, el sexo, la fortuna o la profesión; el reposo se ofrece a todos: es un oráculo que siempre está dispuesto a ser nuestra terrible y silenciosa arma”.
    La misma teoría fue afirmada por los judíos aristotélicos de los siglos XII y XIII (o Sinesios la tomó de ellos) y Maimónides, el más grande, logró probarlo (según Gutman en Die Philosophie des Judentums, Munich, 1933), pues se relata que una noche hizo a toda su secta soñar que terminaba la sequía. Al amanecer, al salir de sus aposentos, se encontraron los campos verdes y un suave rocío humedecía sus barbas.
    La oposición política de un país que estaba siendo gobernado por una larga tiranía quiso experimentar siglos después las excelencias de esta creencia y distribuyó entre la población de manera secreta unas esquelas en las que se daban las instrucciones para el sueño conjunto: en una hora de la noche claramente consignada, los ciudadanos soñarían que el tirano era derrocado y que el pueblo tomaba el poder.
    Aunque el experimento comenzó a efectuarse hace mucho tiempo, no ha sido posible obtener ningún resultado, pues Maimónides prevenía (Páragrafo XII) que en el caso de que el objeto de los sueños fuera una persona, debería ser sorprendida durmiendo.
    Y los tiranos nunca duermen.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)


De los modos de divertir al presidente aburrido

Un día en que amigos civiles y militares celebraban el cumplea­ños del Señor Presidente en una de las innúmeras haciendas de ganado que poseía frente al mar, después de servirse las viandas y pasados los brindis y discursos, se buscaba la mejor manera de disipar su aburrimiento, agasajándolo y divirtiéndolo, cosa en que ya los cantos y bailes bufos, piruetas, imitaciones y recitaciones habían fracasado.
    Habiendo pedido ya S. E. la berlina para retirarse y estando dispuesta la escolta, al Ministro de Cultos se le ocurrió la feliz idea de iniciar un juego que con gran entusiasmo llamó de Guillermo Tell.
    El Señor Presidente, explicó, utilizando un arma de fuego a falta de ballesta, dispararía sobre frutas dispuestas convenientemente en las cabezas de los invitados, que ocupa­rían por turnos el sitio de honor.
    S. E. aceptó y el propio Ministro de Cultos, rubicundo y feliz, se ofreció para ocupar el primer turno, poniendo sobre su cabeza un mango que, solícita, su señora esposa le alcanzó. El jefe de edecanes presentó al Sr. Presidente, cuadrándose militarmente frente a él, una caja de armas, de la cual eligió una pistola Smith y Wetson, calibre cuarenta y cinco, mango de concha nácar.
    Como podía esperarse, el tiro fue fatal y levantó al Ministro la tapa de los sesos. El mango cayó intacto al suelo.
    Las honras fúnebres fueron solemnes.

 (De Tropeles y Tropelías, 1971)


Del hedor de los cadáveres

La música de marchas fúnebres ejecutadas al amanecer por todos los rumbos de la ciudad y el murmullo de gente que cruzaba por las calles obscuras, rezando en coro para dirigirse a las iglesias que doblaban sus campanas, anunciaron que había muerto en palacio la madre de S. E.
    La República se sumió en el luto y ondeó un mar de banderas a media asta durante todos los días que el cuerpo yacente y vestido con ropas de ángel fue paseado en una urna por los parajes de la ciudad, sin que se hablara en definitiva de su entierro. Hasta que S. E. anunció que no sería nunca sepultada, pues permanecería a su lado como siempre, acompañándole a toda hora en las ceremonias, en las audiencias, en las recepciones, las paradas militares, y en cualquiera de los oficios gubernamentales.
    Al principio pareció sencillo, a los ayudas de cámara, vestir el cadáver para cada ocasión y sentarlo debidamente apuntalado a la diestra de S. E.; pero al poco tiempo el hedor era terrible, pues los procedimientos de embalsamamiento eran aún muy precarios en la República.
    En los banquetes de gala las damas se tragaban el vómito por el terror de ofender al mandatario que impasible seguía con la cabeza los compases de la música de cámara que amenizaba las comidas, y los caballeros, como era uso en palacio, ofrecían a la anciana el mejor bocado de su plato. Los embajadores estaban obligados a hacerle siempre el besamanos, aunque al tomarle los dedos enjoyados se quedaran con partículas de piel verdosa entre los suyos.
    La matrona, con un velo sobre el rostro, asistía serena­mente al proceso de su putrefacción, ajena al envenenamiento del aire, escuchando con su oído rígido la pastoral conversación del Nuncio Apostólico de Su Santidad y las galanterías del Embajador de Francia, recostada en su silla de oro.
    Llegó el día en que las doncellas aplicaban directamente el carmín sobre los huesos de sus mejillas descarnadas y cubrían el cabello desteñido y reseco con una peluca dorada, dejando sus brazos tiesos en un ademán de perpetuo saludo.
    Para el tiempo en que de nuevo los toques de vacante sonaron en todas las iglesias anunciando la muerte de la Primera Dama de la República, ya los ministros, embajadores y demás dignatarios estaban perfectamente acostumbrados al olor de la carroña y a los gusanos que tranquilamente se arrastraban por sus platos y subían por sus copas.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)

De la afición a las bestias de silla

Por su afición a las bestias de silla, a las partidas de caza y a las revistas militares en cabalgadura, S. E. fue adquiriendo poco a poco la costumbre de realizar todas sus tareas desde la montura y con el tiempo prefirió no bajar ya más del caballo.
    De manera que entraba a su despacho montado y su rastro era de estiércol sobre los pisos de mármol; junto a su escritorio se dispuso un pesebre y pronto las jáquimas y los cabezales fueron vistos sobre las alfombras; las albardas sobre las consolas; y en las capoteras toda clase de riendas y aperos. El sudor de S. E. era uno con el de su bestia.
    La situación era difícil para las damas que debían ayuntarse con él en ancas, o sufrir al caballo y al caballero, cuando llevaba las cosas al límite de la perversión. Pero el amor se hacía por igual sobre el forraje que sobre las sábanas y en la alcoba presidencial se escuchaban de la misma manera los relinchos y los suspiros.
    Más tarde, Su Excelencia comenzó a dormir montado y a defecar desde tal elevación; a las inauguraciones y a los banquetes iba también caballero. En este último caso se producían muchos inconvenientes pues el caballo metía las narices entre los platos y resoplaba sobre la sopa, importunando también a las señoras a quienes lamía los escotes.
    Los ministros eran recibidos en la sala de audiencias a pie, pues no precisaban de caballo; a los embajadores, por protocolo, se les obligaba a entrar montados y presentar sus cartas credenciales de montura a montura. Y en la República, los ciudadanos se sentían a mecate corto.
    Pronto la casa presidencial fue mitad cuadra y mitad palacio. La Primera Dama se paseaba en una yegua por los jardines y desde su asiento cortaba las rosas perfumadas, siendo pronto imitada por las otras cortesanas, que un día aparecieron también al trote. Los criados, desde sus propias mulas, se encargaban de ahuyentar a los garañones, que aprovechando la confusión se introducían en las recámaras, en tropel sonoro.
    Siguiendo el ejemplo de palacio, las gentes de cierta educación y recursos, impusieron la costumbre de manera general en el país, como timbre de distinción.
    Al fallecer S. E. un día aciago, erigirle una estatua fue simple tarea de disecarlo, con todo y caballo.
(De Tropeles y Tropelías, 1971)


De los trucos de la agonía

Un rumor subterráneo pregonó un día por la ciudad capital que una junta de médicos norteamericanos llegada secretamente al país para tratar a S. E. le había desahuciado al encontrar que padecía de un cáncer de la peor especie, noticia que provocó urgentes y sucesivas reuniones de los jefes de la oposición, quienes resolvieron alborozados cumplir con su deber de hacerse cargo del gobierno de la República al nomás producirse el desenlace fatal, y para este fin se repartieron de antemano entre ellos los ministerios de Estado, magistraturas, embajadas, aduanas y demás cargos públicos.
    En previsión de un repentino anuncio de deceso, los jefes de oposición decidieron, por otra parte, permanecer día y noche con sus trajes de ceremonia puestos, a fin de no causar atraso en los actos de toma de posesión y las esposas de aquellos que se contaban entre los más prominentes se ocupa­ron en coser hermosas bandas presidenciales, por si la suerte.
    En tal espera se pasaron tantos años, que ya en su ancia­nidad los jefes opositores sobrevivientes se preguntaban, aún vestidos de etiqueta, si aquello no sería a la postre una estratagema más de S. E. que con el rostro monstruoso por la carcoma del cáncer y escupiendo sangre entre las barbas seguía yacente en su lecho de muerte rodeado de sus médicos norteamericanos, enfermeras y edecanes, amarillo y huesudo entre los santos, los rezos y los cirios pero temible e inmortal, ordenando muerte, cárcel y destierro contra todo enemigo sin frac.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)


De la muerte civil

Un día con presagios de lluvia y siendo la hora sexta, se publicó, en la ciudad capital y en las cabeceras de provincia, un bando leído en las esquinas por un pregón vestido con ropas talares y acompañado de un cortejo militar con enseñas fúnebres. El bando anunciaba el luto oficial por el repentino e inesperado fallecimiento de un general opositor y la disposición del Supremo Gobierno de tributarle honras fúnebres igual a las de un Ministro de la Guerra, con la observancia de tres días de duelo nacional.
    El primer asombrado con el anuncio fue el propio general, quien optó por huir, creyendo que se trataba de un atentado contra su vida, de los muchos que había sufrido, pues sobrevivía a emboscadas y envenenamientos; pero no fue perseguido por nadie, mientras continuaban los preparativos para su entierro.
    Los funerales fueron pomposos, se pronunciaron tres piezas oratorias, una por cada poder constituido de la República y al momento de descender el féretro a la fosa, cubierto con la enseña patria, se dispararon veintiuna salvas de fusilería.
    Cuando, al término del duelo oficial, las banderas fueron elevadas de nuevo al tope de sus astas en los edificios públicos, cuarteles, plazas y buques en alta mar, el general retornó en secreto a su casa, donde se encontró a su familia entregada a los rezos habituales de nueve días por los difuntos; llamó a su mujer, a sus hijos, trató de abrazarlos, pero ninguno parecía reparar en su presencia. Su cama y sus muebles habían sido sacados de su aposento y sus ropas repartidas entre los pobres.
    Fue a la calle, caminó por muchos rumbos, buscó a sus íntimos amigos, a los antiguos conspiradores, pero entre todos pasaba como una sombra.
    Al principio resultó duro, pero con el tiempo se acostumbró a la idea de su propia muerte.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)



 Del paseo de la vaca muerta

    La Primera Dama, gorda y frondosa, vestida de raso y su vientre fijo dentro del corsé, salía todas las tardes a su paseo montada en el landó presidencial, un vehículo con su techado dispuesto en nave, sus vidrieras de estilo ojival, los ángulos rematados en frondosos penachos de plumas negras, con sus escaupiles en oro plateado, yendo lentamente por las calles polvorientas como una capilla rodante.
    A un toque de prevención que la guardia presidencial hacía valer con sus lanzas, todos los viandantes debían quedar de cara a la pared, los vecinos acerrojar sus puertas, clausurarse los comercios, los caballeros bajarse de los caballos y dar la espalda, los vendedores ambulantes dejar sus ventas y los mercaderes de paso sus mercancías.
    A nadie fue permitido mirar el paseo de la dama, conducida a paso lento por una cuadriga de bestias blancas, rodando por el poblado en silencio, sólo el rudo taconeo de las botas militares en las aceras o el llanto de un niño tras un postigo cerrado, sofocado prontamente por su madre.
    La Primera Dama, envuelta en sus gasas y hundida en los acolchados de terciopelo, miraba al mundo con sus ojos de pescado, la papada sudorosa, el carmín chorreando por sus meji­llas, sofocada por el calor de la tarde, en el aire inmóvil de un día de lluvia sin lluvia.
    El paseo terminaba frente al palacio presidencial ya en el crepúsculo y cuando el viento traía una esencia sutil de azahar. El término era anunciado por un toque de corneta que hacía volver a la capital lentamente a sus quehaceres y los comerciantes sacaban de nuevo a la calle sus telas y abalorios.
    Durante años, este fue el paseo de la vaca muerta, como se le llamaba detrás de las puertas cerradas.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)



De los juegos de azar

Una vez S. E. andaba por parajes inhóspitos combatiendo insurrectos y, cansado de las faenas del día, entabló en el cuartel general de campaña una jugadera de dados con los altos jefes militares, pues era aficionado a las suertes prohibidas, a los juegos de azar, a los gallos y a toda tahurería, pues en su juventud había servido como coime en mesas clandestinas.
    Durante el juego, que se hacía sobre una capa dispuesta en el suelo, a la luz de lámparas de carburo colgadas de la mampostería, se pasaron copas, pues S. E. gustaba del “Anís del mono”. Ya ebrio y perdiendo repetidas veces, alegó que el Ministro de la Guerra le estaba robando con dados cargados que disimuladamente tiraba al tapete.
    El Ministro protestó su inocencia y lealtad, poniéndose de pie y cuadrándose, pero fue prendido y antes de partir S. E. para las avanzadas de la línea de fuego ordenó su fusilamiento por alta traición.
    Al despertar al siguiente día en algún lugar de la montaña, preguntó por su Ministro para preparar la estrategia y al referirle su edecán el episodio de la noche anterior, ordenó furioso que volaran en postas a impedir la ejecución.
    Sin embargo, el mandamiento llegó tarde porque el Ministro había sido ejecutado al nomás amanecer, y sus restos mortales iban ya de vuelta para la capital, montados sobre una cureña y envueltos en la bandera nacional.
    S. E. requirió que, ese mismo día, los soldados integrantes del pelotón de fusilamiento y el oficial que lo mandaba se presentaran sin tardanza a su presencia y, aunque alegaban el haber sido escogidos a la suerte, fueron conducidos en marcha forzada.
    Se formaron frente a él, pálidos y sudorosos, sobre sus uniformes y sobrebotas el polvo del camino. Las lágrimas rodaban por las mejillas de S. E., vestido en uniforme de gala.
    –Qué se le va a hacer –dijo después de un eterno rato de silencio–, de todas maneras este Ministro era muy hijueputa. Y entregó cien pesos fuertes a cada uno.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)


Del que atesora con el favor divino

Oh, hijo mío –decía S. E., ya en la ancianidad–, la decrepitud de mi mano me impide ya atesorar más de lo que tengo y que te lego por entero; mas debes tener muy en cuenta que no hay fortuna sin tesón ni riqueza que se haga sola. Ingenio, fortaleza, mano dura. He ahí las claves del éxito. He cosechado, ya lo ves, para el sostén de mi vejez.
    Azul índigo, añil, grana cochinilla, cal viva, arena de río, café en cereza, algodón en rama, oro en polvo, plata acuñada, perlas vírgenes, mantos de seda, brocados, incienso, mirra, azúcar de panela, miel silvestre, cueros repujados, forjaduras de hierro, coronas y diademas, hielo transparente, frutas y peces, aperos de bestia, ganado de pezuña y ganado lanar, loros, pájaros y guacamayos, aves canoras y ruiseñores, monos y oropéndolas, imágenes sagradas, maderas preciosas, pieles de animales salvajes con su lustrosa piel manchada a trechos, pieles de víbora, carnes en salmuera, aguardientes, vinos de mistela y melaza para ron, ataúdes y catafalcos, rejas para portales y ventanas, piaras de cerdos, perros de montería, semilla de flores, ornamentos sagrados, bulbos de lirios, mosaicos, vidrios, tejas, lechos.
    Plantaciones de cacao, de banano, de palo brasil, de raicilla, de hule, de sorgo, de trigo, de tabaco virginia, de café maragojipe, de caña, de verduras, de cebada; bosques de pinos, de cedro, de robles, de álamos, de maderos, de caoba, de guachipilín, de chilamates; pastizales y majadas; acequias, ríos, lagos y lagunas; estanques de recreo, huertos y prados; valles, colinas, costas, ensenadas, radas; minas, salitreras, caleras; hatos, aparcerías, barriadas, burdeles, colmerías, cuchitriles, tambos solares, estancos, pulperías, baldíos, denuncios.
    Dueño del agua y el jabón, de los parques, de las plazas, de los instrumentos de labranza, de los instrumentos musicales, de la lotería, de las funerarias, del carbón, del alumbre, de las navajas de barbero, de los estoperoles, buriles, formones, plomadas; de las forjas, de los fuelles, de los yunques; de las canteras, de los hornos, de las herrerías; de los molinos, de las fraguas, de las acequias, de los arroyos; de las hilanderías, panaderías, mercaderías y cordelerías; de fritangas y estancos, de pulperías y cantinas.
    Amo y señor de destaces, rastros y chiqueros; de los caminos, de las sendas perdidas, de las vegas, de toda abra, de todo atajo, de los campos, de los tremedales, de los perdederos, cascadas, voladeros, precipicios, alturas, pendientes, despeñaderos, rocas selváticas y rocas marinas, de las peñas altas, de los indios y de las madrigueras; del hilo y de las ruecas; de las pócimas y de los relojes públicos, de las campanas, de todo carruaje, de toda bestia de tiro, de toda bestia de carga; de todo animal de asta, pezuña, pelambre o casco.
    De las cadenas, de los grillos, de los barrotes, de los chilillos, de las sogas, de los mecates, de las reatas; cuchillos, dagas, palos, fierros, picotas, alambres eléctricos, alambres de púas, bozales, cerrajes, llaves, llavines, fosos, focos, manoplas, púas, punzones, tenazas, verduguillos, puñales, bayonetas, bombas, cañones, rifles, ametralladoras, bazucas, tanques, carros blindados, aviones, granadas, gases letales y de todas las balas.
    Porque atesora quien cuenta con el auxilio divino.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)


De las propiedades del sueño (II)

De pie frente a una de sus ventanas del palacio en lo alto de la colina fortificada desde la que podía dominar la vista de su ciudad capital tranquila con sus luces que parpadeaban en la medianoche soñaba S. E. extasiado en lo hermoso que sería saber un día que los sabios norteamericanos habían logrado inventar un aparato con el cual se produjeran a voluntad terremotos y que por instrucciones del presidente del gran país del norte le prestaran a él aquel aparato cuyas radiaciones de efectos subterráneos dirigidas convenientemente al corazón de la ciudad dormida a sus pies produjeran un sismo con duración aproximada de seis a ocho segundos de intensidad diez en la escala de Richter y epicentro superficial gobernado por una falla maestra que correría de norte a sur y cuatro fallas secundarias de sentido paralelo y que aquella formidable sacudida tuviera el instantáneo poder de derribar edificios hundir los cimientos desplomar paredes retorcer las vigas abrir las calles quebrar alcantarillas hacer saltar los tubos de agua potable reventar los cables eléctricos que chicotearían libres propagando los incendios que harían a la ciudad arder por sus cuatro costados y él sin moverse de su ventana ver en el amanecer con suprema dicha y a partir de entonces por días de días los aviones descendiendo en interminables puentes aéreos las caravanas de camiones saber de la llegada de innumerables buques a los puertos trayéndonos por toneladas víveres alimentos medicinas ropas que enviarían en gesto fraternal los países amigos tanta y tan variada mercadería que mis bodegas rebosantes no se darían ya abasto para almacenarla y luego la gloria de millones y millones de dólares en donaciones y en préstamos blandos para la reconstrucción de la ciudad que pasaríamos años discutiendo dónde se levantaría y mientras duraran aquellos debates de los cientos de técnicos extranjeros congregados haciendo planes yo compraría secretamente por precios irrisorios todos los terrenos aledaños hábiles para construir y se los vendería con ganancias jugosas al Estado que me los pagaría con el dineral de los créditos internacionales y la ayuda norteamericana siempre generosa para después no construir nada en esos terrenos sino en el mismo lugar de las ruinas para lo cual habría primero que demoler y limpiar de escombros el área de desastre y yo organizaría entonces una compañía encargada de la limpieza y la demolición de escom­bros y tantas donaciones y préstamos que acumularíamos más tarde para construcción de nuevas escuelas nuevos hospitales nuevos edificios gubernamentales y para que tales planes no sufrieran atraso yo fundaría una compañía de construcciones y mientras tanto no terminara el estado nacional de emergencia provocado por la terrible catástrofe se mantendría en pleno vigor la ley marcial para que nadie me estorbara en mis planes de reconstrucción para no hablar de mis enemigos políticos aplas­tados en las cárceles debajo de los escombros con todo lo cual este país con su nueva capital sería más próspero y más rico una floreciente urbe moderna como siempre he ambicionado tener con mis teatros y mis cines y mis cabarets y mis burdeles y mis almacenes y mis restaurantes más próspero y más grande y más rico y aquella noche como tantas se duerme S. E. apoyado en la balaustrada de su ventana soñando si no lo despierta un rugido feroz que crecía viniendo del fondo de la tierra.

(De Tropeles y Tropelías, 1971)



El centerfielder

El foco pasó sobre las caras de los presos una y otra vez, hasta que se detuvo en un camastro donde dormía de espaldas un hombre con el torso desnudo, reluciente de sudor.
    –Ése es, abrí –dijo el guardia, asomándose por entre los barrotes.
    Se oyó el ruido de la cerradura herrumbrada resistiéndose a la llave que el carcelero usaba amarrada a la punta de un cable eléctrico, con el que rodeaba su cintura para sostener los pantalones. Después dieron con la culata del Garand sobre las tablas del camastro, y el hombre se incorporó, una mano sobre los ojos porque le hería la luz del foco.
    –Arriba, te están esperando.
    A tientas comenzó a buscar la camisa; se sentía tiritar de frío aunque toda la noche había hecho un calor insoportable, y los reos estaban durmiendo en calzoncillos o desnudos. La única hendija en la pared estaba muy alta y el aire se quedaba circulando en el techo. Encontró la camisa y en los pies desnudos se metió los zapatos sin cordones.
    –Ligerito –dijo el guardia.
    –Ya voy, que no ve.
    –Y no me bostiqués palabra, ya sabés.
    –Ya sé qué.
    –Bueno, vos sabrás.
    El guardia lo dejó pasar de primero.
    –Caminá –le dijo, y le tocó las costillas con el cañón del rifle. El frío del metal le dio repelos.
    Salieron al patio y al fondo, junto a la tapia, las hojas de los almendros brillaban con la luz de la luna. A las doce de la noche estarían degollando las reses en el rastro al otro lado del muro, y el aire traía el olor a sangre y estiércol.
    Qué patio más hermoso, para jugar beisbol. Aquí deben armarse partidos entre los presos, o los presos con los guardias francos. La barda será la tapia, unos trescientos cincuenta pies desde el home hasta el centerfield. Un batazo a esas profundidades habría que fildearlo corriendo hacia los almendros, y después de recoger la bola junto al muro, el cuadro se vería lejano y la gritería pidiendo el tiro se oiría como apagada, y vería el corredor doblando por segunda cuando de un salto me cogería de una rama y con una flexión me montaría sobre ella y de pie llegaría hasta la otra al mismo nivel del muro erizado de culos de botellas y poniendo con cuidado las manos primero, pasaría el cuerpo asentando los pies y aunque me hiriera al descolgarme al otro lado, caería en el montarascal donde botan la basura, huesos y cachos, latas, pedazos de silletas, trapos, periódicos, animales muertos y después correría, espinándome en los cardos, caería sobre una corriente de agua de talayo, pero me levantaría, sonando atrás duras y secas, como sordas, las estampidas de los Garands.
    –Páreseme allí. ¿A dónde creés vos que vas?
    –¡Ideay!, a mear.
    –Te estás meando de miedo, cabrón.
    Era casi igual la plaza, con los guarumos junto al atrio de la iglesia y yo con mi manopla patrullando el centerfielder, el único de los fielders que tenía una manopla de lona era yo y los demás tenían que coger a mano pelada, y a las seis de la tarde seguía fildeando aunque casi no se veía pero no se me iba ningún batazo, y sólo por su rumor presentía la bola que venía como una paloma a caer en mi mano.
    –Aquí está, capitán –dijo el guardia asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Desde dentro venía el zumbido del aparato de aire acondicionado.
    –Métalo y váyase.
    Oyó que la puerta era asegurada detrás de él y se sintió como enjaulado en la habitación desnuda, las paredes encaladas, sólo un retrato en un marco dorado y un calendario de grandes números rojos y azules, una silleta en el centro y al fondo la mesa del capitán. El aparato estaba recién metido en la pared porque aún se veía el repello fresco.
    –¿A qué horas lo agarraron? –dijo el capitán sin levantar la cabeza.
    Se quedó en silencio, confundido, y quiso con toda el alma que la pregunta fuera para otro, alguien escondido debajo de la mesa.
    –Hablo con usted o es sordo: ¿a qué horas lo capturaron?
    –Despuecito de las seis, creo –dijo, tan suave que pensó que el otro no lo había escuchado.
    –¿Por qué cree que despuecito de las seis? ¿No me puede dar una hora fija?
    –No tengo reloj, señor, pero ya había cenado y yo como a las seis.
    Vení cená, me gritaba mi mamá desde la acera. Falta un inning, mamá, le contestaba, ya voy. Pero hijo, no ves que ya está oscuro, qué vas a seguir jugando. Si ya voy, sólo falta una tanda, y en la iglesia comenzaban los violines y el armonio a tocar el rosario, cuando venía la bola a mis manos para sacar el último out y habíamos ganado otra vez el juego.
    –¿A qué te dedicás?
    –Soy zapatero.
    –¿Trabajás en taller?
    –No, hago remiendos en mi casa.
    –Pero vos fuiste beisbolero, ¿o no?
    –Sí, fui.
    –Te decían “Matraca” Parrales, ¿verdad?
    –Sí, así me decían, era por mi modo de tirar a home, retorciendo el brazo.
    –¿Y estuviste en la selección que fue a Cuba?
    –Sí, hace veinte años, fui de centerfielder.
    –Pero te botaron.
    –A la vuelta.
    –Eras medio famoso con ese tu tiro a home que tenías.– Iba a sonreírse pero el otro lo quedó mirando con ira. –La mejor jugada fue una vez que cogí un fly en las gradas del atrio, de espaldas al cuadro metí la manopla y caí de bruces en las gradas con la bola atrapada y me sangró la lengua, pero ganamos la partida y me llevaron en peso a mi casa y mi mamá echando las tortillas, dejó la masa y se fue a curarme llena de orgullo y de lástima, vas a quedarte burro pero atleta, dijo.
    –¿Y por qué te botaron del equipo?
    –Porque se me cayó un fly y perdimos.
    –¿En Cuba?
    –Jugando contra la selección de Aruba; era una palomita que se me zafó de las manos y entraron dos carreras, perdimos.
    –Fueron varios los que botaron.
    –La verdad, tomábamos mucho, y en el juego, no se puede.
    –Ah.
    “Permiso” quería decir, para sentarse, porque sentía que las canillas se le aflojaban, pero se quedó quieto en el mismo lugar, como si le hubieran untado pega en las suelas de los zapatos.
    El capitán comenzó a escribir y duró siglos. Después levantó la cabeza y sobre la frente le vio la roja señal del kepis.
    –¿Por qué te trajeron?
    Sólo levantó los hombros y lo miró desconcertado.
    –Ajá, ¿por qué?
    –No –respondió.
    –No, qué.
    –No, no sé.
    –Ah, no sabés.
    –No.
    –Aquí tengo tu historia –y le mostró un fólder–, puedo leerte algunos pasajes para que sepás de tu vida –dijo poniéndose de pie.
    Desde el fondo del campo, el golpe de la bola contra el guante del catcher se escucha muy lejanamente, casi sin sentirse. Pero cuando alguien conecta, el golpe seco del bate estalla en el oído y todos los sentidos se aguzan para esperar la bola. Y si el batazo es de aire y viene a mis manos, voy esperándola con amor, con paciencia, bailando debajo de ella hasta que llega a mí y poniendo las manos a la altura de mi pecho la aguardo como para hacerle un nido.
    –El viernes 28 de julio, a las cinco de la tarde, un jeep Willys capota de lona, color verde se paró frente a tu casa y de él bajaron dos hombres: uno moreno, pantalón kaki, de anteojos oscuros; el otro chele, pantalón bluyín, sombrero de pita; el de anteojos llevaba un valijín de la Panamerican y el otro, un salbeque de guardia. Entraron a tu casa y salieron hasta las diez de la noche, ya sin el valijín ni el salbeque.
    –El de anteojos –dijo, e iba a seguir pero sintió necesidad de tragar una cantidad infinita de saliva– sucede que era mi hijo, el de anteojos.
    –Eso ya lo sé.
    Hubo otro silencio y sintió que los pies se le humedecían dentro de los zapatos, como si acabara de cruzar una corriente.
    –En el valijín que te dejaron había parque para ametralladora de sitio y el salbeque estaba lleno de fulminantes. Ahora, ¿cuánto tiempo hacía que no veías a tu hijo?
    –Meses –susurró.
    –Levantame la voz, que no oigo nada.
    –Meses, no sé cuánto, pero meses. Desapareció un día de su trabajo en la mecatera y no lo volvimos a ver.
    –¿Ni te afligiste por él?
    –Claro, un hijo es un hijo. Preguntamos, indagamos, pero nada.
    Se ajustó la dentadura postiza, porque sintió que se le estaba zafando.
    –¿Pero vos sabías que andaba enmontañado?
    –Nos llegaban los rumores.
    –Y cuando se apareció en el jeep, ¿qué pensaste?
    –Que volvía. Pero sólo saludó y se fue, cosa de horas.
    –Y que le guardaran las cosas.
    –Sí, que iba a mandar por ellas.
    –Ah.
    Del fólder sacó más papeles escritos a máquina en una letra morada. Revisó y al fin tomó uno que puso sobre la mesa.

    –Aquí dice que durante tres meses estuviste pasando parque, armas cortas, fulminantes, panfletos, y que en tu casa dormían los enemigos del gobierno.
    No dijo nada. Sólo sacó un pañuelo para sonarse las narices. Debajo de la lámpara se veía flaco y consumido, como reducido a su esqueleto.
    –Y no te dabas cuenta de nada, ¿verdad?
    –Ya ve, los hijos –dijo.
    –Los hijos de puta, como vos.
    Bajó la cabeza a sus zapatos sucios, la lengüeta suelta, las suelas llenas de lodo.
    –¿Cuánto hace?
    –¿Qué?
    –¿Que no ves a tu hijo?
    Lo miró al rostro y sacó de nuevo su pañuelo.
    –Usted sabe que ya lo mataron. ¿Por qué me pregunta? El último inning del juego con Aruba, 0 a 0, dos outs y la bola blanca venía como flotando a mis manos, fui a su encuentro, la esperé, extendí los brazos e íbamos a encontrarnos para siempre cuando pegó en el dorso de mi mano, quise asirla en la caída pero rebotó y de lejos vi al hombre barriéndose en home y todo estaba perdido, mamá, necesitaba agua tibia en mis heridas porque siempre vos lo supiste, siempre tuve coraje para fildear aunque dejara la vida.
    –Uno quiere ser bueno a veces, pero no se puede – dijo el capitán rodeando la mesa. Metió el fólder en la gaveta y se volvió para apagar el aparato de aire acondicionado. El repentino silencio inundó el cuarto. De un clavo descolgó una toalla y se la arrolló al pescuezo.
    –Sargento –llamó.
    El sargento se cuadró en la puerta y cuando sacaron al preso volvió ante el capitán.
    –¿Qué pongo en el parte? –preguntó.
    –Era beisbolista, así que inventate cualquier babosada: que estaba jugando con los otros presos, que estaba de centerfielder, que le llegó un batazo contra el muro, que aprovechó para subirse al almendro, que se saltó la tapia, que corriendo en el solar del rastro lo tiramos.

1967.

(De Charles Atlas también muere, 1976



Nicaragua es blanca

El libro de Brückner estaba perdido seguramente en alguno de los recovecos de la caseta, quizá debajo de pilas de reportes viejos que se iban acumulando desde la fundación del observatorio, escritos en la misma máquina Remington de siempre y en el mismo papel manifold rosado, informes que una vez concluidos todos los días se transmitían por telégrafo a los poblados para que fueran entregados a los agricultores al anochecer y allá iban los mensajeros a caballo, de finca en finca, por los cañaverales y los plantíos de café, dejando los telegramas circulares con los pronósticos de viento y de lluvia, o no los entregaban nunca y aparecían después las esquelas en las corrientes, navegando en forma de barquitos, o las quemaban en los fogones de sus casas cuando se acumulaban en los salbeques de lona, terciados en las grupas de las bestias de posta.
    Sólo había un libro que contenía la escala de velocidad de los vientos perfeccionada por Beaufort en 1869, y éste era el de Brückner, Teoría cíclica. Una vez comprobado que la velocidad propuesta en los cálculos que estaba haciendo desde el amanecer correspondía a 0.12 en la escala, todo estaría concluido. Ese día no presentó ningún reporte meteorológico; era diciembre y ya se sabía que no llovía y que la temperatura se enfriaba aun en las regiones a nivel del mar de la costa del Pacífico, como todos los años por ese tiempo. Pero ninguna condición climatológica actual, ninguna de las figuras atmosféricas corrientes, podría haber predicho lo que afanosamente trataba de comprobar con la carta del tiempo extendida sobre la mesa de trabajo, y trazadas con carbón índigo sobre las regiones predestinadas las isotermas y las isobaras con las que estaba familiarizado desde el día en que llegó al Instituto Geográfico de Nordhausen en Alemania becado por el gobierno del Gral. José Santos Zelaya, a seguir estudios de meteorología, y desde aquella fecha su sabiduría comenzó a abarcar la descripción de remolinos y ventiscas en el trópico; el apuntamiento de las líneas de borrasca, el cálculo de los vientos boreales y la medición de taigas y de tundras, todo lo cual destilaban sus informes diarios de media página.
    En Nordhausen había tenido como profesor al propio Marcus Bjerknes, quien le había dedicado un ejemplar de su Análisis de la masa aérea, perdido también en algún lugar de la caseta, pero que no le interesaba por el momento; era a Brückner a quien buscaba, más que todo por un sentido de rigor científico, pues sus cálculos eran ya claros, las flechas dibujadas con exactitud y calcadas sobre un mapa físico de Nicaragua impreso en Bélgica para el tiempo de las campañas de Justo Rufino Barrios, en cuya confección se había utilizado el sistema tolomeico para trazados hidrográficos, siguiéndose los cursos de los ríos en los cuadrantes sólo por percepciones astronómicas. Bien sabía que podía hacer una comprobación de tipo elíptico utilizando la clasificación climatológica de Koeppen, pero el margen de error era más amplio; por el contrario, la escala de Beaufort era infalible.
    Pasaba ya la medianoche y afuera en el campo de maíz oía a los vientos soplar sobre las tierras desnudas, conociendo el nombre de cada uno de ellos como quien identifica a los pájaros por sus cantos aun en lo oscuro del amanecer; eran casi unos vientos domésticos a los que podía atrapar, descifrar y seguir los rumbos con la veleta instalada en lo alto de la caseta y medir sus acordes haciéndolos pasar por túneles metrobáricos. Y siguió en busca del libro, tan afanoso como al principio. Pero, concediéndose un plazo hasta las dos de la madrugada, hora en que se resignaría a utilizar a Koeppen y fue al escritorio a voltear las gavetas que no recordaba haber abierto desde mucho tiempo atrás y sobre el tablero del cual mantenía un anemómetro traído consigo de Nordhausen y que no llegó a utilizar por falta de una pieza pedida por correo pero que se extraviaría en los azares de la guerra que estalló por esos días y a la que siguió la clausura del Instituto, guerra que provocó también que lo pusieran en la lista negra y le embargaran sus pertenencias; fue hasta en 1922 que le restituyeron sus derechos y le concedieron el nombramiento de meteorólogo oficial y el Ministro de Instrucción Pública pidió todos los aparatos al exterior para constituir el observatorio, incluyendo un pluviómetro de Barren y un higrógrafo, el más grande de Centroamérica, pero que el Ministro se llevó para colocarlo en la sala de su casa, creyendo que tocaba música. Desde entonces, el observatorio estaba en la misma caseta levantada en un maizal al este de la capital, más parecido a un kiosco de refrescos con su baranda de hierro forjado terminando en lancetas y su cúpula de latón, y por dentro igual a una oficina de telegrafía con sus manipuladores y belinógrafos, y él en mangas de camisa y ligas negras en los antebrazos, su visera verde en la frente y el cuello cerrado por un botón de hueso, como el uniforme de los generales de la guerra de Mena. Cercano a la caseta construyeron después un campo de aterrizaje de grava para la Panaire.
    Cuando fueron las dos de la madrugada o un poco después, el teléfono repicó en la sala de guardia del palacio presidencial y el imaginaria dio vuelta al manubrio para contestar.
    –Aquí habla la oficina de meteorología –dijo la voz en el hilo–, quiero hablar con el señor presidente.
    –Loco de mierda –dijo el guardia–, ¿no se le ocurre otra hora mejor para llamar?
    –Es que es un asunto urgentísimo –insistió.
    –Lo pueden joder por estar perturbando al gobierno– el guardia hizo señas a un ordenanza, moviéndose.
    –Que no digan después que no le avisé a él primero.
    El guardia pensó en un complot y se puso pálido. Tartamudeó apenas y, poniendo la mano sobre la bocina, le dijo al ordenanza que fuera a llamar al cabo de guardia.
    –Espérese, no se vaya a retirar.
    –Aquí espero –dijo la voz muy tranquila.
    El cabo de guardia fue buscado en el puesto de retén y se levantó ya con la idea de que se trataba de algo grave.
    –Deme la dirección –dijo–, que van a ir a interrogarlo a su casa. Y cuidado con moverse de allí.
    Es con el señor presidente que quiero hablar –repitió impaciente. Entonces el asunto pasó al oficial de turno y de allí al primer edecán. El edecán habló.
    –Vea, allí usted, el que sea; no se puede despertar al hombre a estas horas de la noche; si tiene algo que informar, entiéndase conmigo. Soy militar de confianza.
    –El presidente... –suplicó con voz desmayada–, el presidente o no respondo.
    Y en su dormitorio de ventanas moriscas cubiertas por cortinajes de muselina, roperos con espejos en las puertas y piso de rombos, el presidente tomó soñoliento el teléfono, rodeado del estado mayor, de sus edecanes y de la guardia personal. En el espaldar de la silla austriaca junto al lecho, estaba su casaca y sobre el tejido de junco del asentadero, el tricornio y las polainas.
    –Bueno, ¿con quién tengo el gusto?
    –¿Es usted, señor presidente?
    –Bueno –volvió a repetir, tosió y escupió en un pañuelo de lino que le presentaron.
    –Señor presidente, qué gusto tengo en darle a usted antes que a nadie la noticia.
    –Aló –se limitó a decir, y miró a todos los que le rodeaban con aire interrogante.
    –¿Me está usted escuchando?
    –Sí, sí, ¿qué es lo que se le ofrece?
    –Va a nevar en Nicaragua.
    –Aló.
    –Ahora en diciembre. Viene una nevada sobre Nicaragua.
    El presidente tiró el teléfono al piso y corrió con furia los pabellones de la cama. Habló con los guardias detrás de los encajes como en un acto de ilusionismo.
    –Me lo agarran, ya.
    Y se apagaron los focos de las arañas del aposento. Todavía en el corredor, frente a la reproducción del cuadro de David, La coronación de Napoleón, el edecán alcanzó a oír “a pan y agua”.
    Los cálculos fueron concluidos después de las dos. El presidente no fue viable para una conversación telefónica hasta las cuatro. Cuando oyó que la comunicación se interrumpía, estuvo llamando a la central creyendo que se trataba de un desperfecto en la línea. Ya amanecía en Managua y los voceadores pregonaban La Estrella de Nicaragua; entre las breñas de la costa del lago, los pordioseros buscaban su comida en los basureros; se abrían las carnicerías y se arrimaban los coches de caballos a la plazoleta de la estación del ferrocarril; había un suave aroma de pan y las bujías se apagaban por sectores en los rieles del alumbrado público, la mañana entrando en las fritangas del Mercado Oriental, en los burdeles y en las coimerías, amaneciendo en la bajada de Dambach y del Arbolito una cuadra abajo media a la montaña, la plaza del Caimito llenándose de carretones, un camión de basura por las Delicias del Volga, Candelaria y un programa de marimba en La Voz de la Victoria, los tendidos telefónicos frente a la casa del dólar cubiertos de golondrinas, el hotel Lupone vacío y él aún con la hoja rosada del informe pasado en limpio en la mano para leerlo al presidente, vientos procedentes del noroeste a velocidad promedio de 0.12 en la escala de Koeppen y una prolongación del solsticio de invierno en el área ecuatorial producirán una precipitación de nieve líquida por enfriamiento de las capas atmosféricas inferiores y el aumento del diámetro de los cristales en los altos cirros. Aunque en una posición cercana a los 30º en el ecuador, regiones aún por determinar del país recibirán cerca de la fecha de Navidad nevadas considerables, las cuales será posible prever a medida que los vientos que vienen viajando procedentes de los mares polares sigan acercándose, constaba de dos páginas copiadas en ambas caras de la hoja.
    El director del observatorio meteorológico no fue sacado de la bartolina en la 5a. Sección de Policía y llevado ante el presidente sino después que se recibió un radiograma procedente de Washington, en el que se informaba que el barco meteorológico norteamericano Emile, navegando en aguas del Atlántico, había determinado el día anterior 14 de diciembre por medio del sistema prismático, que vientos helados de las regiones árticas llegarían a las costas del Pacífico de la región meridional de la América Central, posiblemente cerca de Navidad y en una consulta transmitida por el barco al centro de investigaciones del tiempo en Norfolk, Virginia, se pedía las coordenadas precisas que fueron obtenidas por computación y ofrecidas junto con toda la información del caso a The United Press, la que dio un primer despacho por la mañana del 15 desde New York.
    –Sentate, hombre.
    Había perdido el botón de hueso de la camisa y lucía sucio, barbado e incluso parecía estar descalzo.
    –El asunto ése de la nieve...
    –Va a nevar –dijo muy quedamente.
    –Sí, ya sabemos. Leete esto.
    –Es lo mismo que yo había calculado –dijo después de revisar el mensaje ligeramente–, sólo que ellos siguieron un método radial.
    –Ajá, sí. Y vos, ¿cómo lo supiste?
    Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón de franela y sacó la hoja rosada doblada en cuatro.
    –Aquí está –y se la alargó al presidente sentado detrás del escritorio que recordaba un catafalco, con sus cuatro garras de león y las armas de la República grabadas en el frente, pero el edecán la tomó y se la entregó con un saludo militar.
    –¿Dónde estudiaste estas cuestiones? –dijo leyendo.
    –En la Renania, en el Instituto de Nordhausen.
    –¿En qué tiempo?
    –Antes de la Primera Guerra Mundial.
    –¿Y hasta ahora pudiste averiguar lo de la nieve?
    –Es que hasta ahora se da el caso, señor.
    –Sí, ya sé, ya sé.
    El presidente pidió fuego y le acercaron un encendedor de bronce en forma de águila imperial.
    –Mirá –le dijo llevándose a los labios la boquilla dorada–, yo creo que lo mejor va a ser que nos quedemos callados. Allí dejémoslos a ellos que arreglen el asunto como mejor les parezca, nosotros sólo esperemos.
    Un estenógrafo tecleando con dos dedos recogía todas las palabras presidenciales. Después el presidente puso la boquilla en un cenicero y se llevó las manos al vientre; vestía un traje de cáñamo y calzaba sobrebotas de Prusia.
    –Si me permite –dijo el anciano.
    –Lo que yo digo –continuó el presidente–, es que quedemos como que no ha pasado nada; vos te volvés a tu laboratorio y ellos que anuncien desde allá lo que va a venir; ¿me entendés?
    –Que si entiende –el edecán se inclinó sobre él. Negó con la cabeza.
    –Mirá, esta cuestión es de política internacional, y eso lo manejo yo. Entonces, quedamos en que oficialmente fueron los Estados Unidos los que descubrieron que va a caer nieve. ¿Ok? –y se paró del sillón forrado de damasco rojo–. Quedás libre, andá vete –y caminó hacia una puerta oculta que daba a los jardines–. Que se me decrete fiesta nacional el propio día –le ordenó a su secretario. Y desapareció.
    El presidente pronunció un discurso muy emotivo frente a la concurrencia oficial el día que encendió las luces del gigantesco árbol de Navidad frente a la casa presidencial, un acto tradicional en el país. Dijo que deseaba a todos una Navidad blanca. Soplaba aire caliente del lado de la costa del lago, pero aun así las señoras ocupaban sus silletas plegadizas envueltas en chales de lana, o con abrigos de piel, gorros y manguitos y los caballeros lucían sobretodos y bufandas. Está próximo el día, anuncian nuestros amigos del norte, en que recibiremos como bendición del cielo, una nevada; así que ya no tendremos nada que envidiarle a los países avanzados del viejo continente y de Norteamérica. El Ministro Americano sonrió, el presidente accionó la palanca y el árbol se encendió luminoso.
    –Dije que no le pusieran escarcha sintética, ¿para qué? –le iba contando la primera dama al presidente mientras se retiraban en su trinco, envueltos en una nube de polvo–, la vamos a tener natural.
    Febriles los albañiles trabajaron esos días construyendo chimeneas en las residencias y la Panaire estuvo transportando leña de abedul desde aserraderos en New Hampshire, lo mismo que pavos congelados de Miami, manzanas de California, ropa de invierno, esquíes, colchas eléctricas para las tiendas, en las que instalaron apresuradamente sistemas de calefacción. Las baratas tocaban por sus parlantes sólo villancicos en inglés y todos andaban apresurados en las calles, con sus suéteres llamativos y sus gorros, mirando al cielo, pues la primera señal de la nevada, según los periódicos, sería la desaparición de las nubes y la formación de una capa plomiza muy baja, como en día de lluvia.
    –Buen día, señora Vízquez –se saludaban.
    –Oh, señor Rodríguez qué día tan hermoso.
    –Pronto me va a contar, verá qué frío.
    –Oh –y se reían, entrando en las tiendas para gozar de la calefacción.
    No obstante, a medida que se acercaba la fecha señalada –que los barcos meteorológicos habían determinado para el 24 de diciembre–­ el calor se hacía cada vez más insoportable; el aire permanecía quieto y los niños gritaban de sofocación metidos en sus pullovers. Los vecinos sacaban a las aceras sus mecedoras y se sentaban a esperar cualquier señal que viniera del cielo reverberante y lleno de luz, que tenían sobre sus cabezas y que el pavimento devolvía en reflejos que ponían un sopor sobre los ojos. Sin la nieve, la ciudad era un esqueleto, preparada como estaba con sus farolas, las figuras de luces en las bocacalles, los adornos en las puertas, y el humo de las chimeneas deshaciéndose en el bochorno, los cencerros de los trineos importados sonando invisibles al doblar las esquinas.
    En la caseta, el anciano había abandonado todos sus instrumentos y se pasaba los días sentado junto a la verja y leyendo bajo el sol esplendoroso números atrasados del Observador Internacional del Tiempo, que correspondían al segundo trimestre de 1929. De cuando en cuando levantaba la vista y miraba al maizal, sonriendo beatíficamente, mientras los zanates volaban sobre la cúpula y se posaban en la veleta.
    El 24 de diciembre, el presidente, sus ministros, el estado mayor, el cuerpo diplomático y los invitados oficiales, tomaron sus lugares en el estrado oficial para el inicio del gran espectáculo; una vez que comenzara la nevada, se echarían a vuelo las campanas y sonarían las sirenas de bomberos, los pitos de los carros, las campanillas de los sorbeteros. El presidente había preparado también un discurso de ocasión y en primera fila de la tarima se sentía hervir bajo los pliegues de un inmenso abrigo de armiño que le había obsequiado la embajada de Canadá; tenía, además, sobre las piernas una manta escocesa y usaba un gorro de Mujik. Pero pasadas las seis de la tarde, ni siquiera refrescaba y algunos embajadores comenzaron a retirarse; las bujías amarillas estaban ya encendidas en los rieles y la música de las procesiones de barrio y los cohetes se oían por todos los rumbos, como en una Navidad cualquiera.
    –¿Para qué horas estaba programada la cosa? –preguntó el presidente.
    –El último informe de New York decía que entre las tres y las cinco.
    –¿No hay ninguna novedad?
    –Se telegrafió a Norfolk, pero nadie contesta. El operador dice que ya cerraron por hoy. Como es víspera de Navidad.
    –¿Así que no se puede hacer nada?
    –Me temo que no, señor.
    –Pero alguien tiene que pagar los platos –dijo entre dientes. Y dirigiéndose al edecán con voz de mando: vayan a traerme otra vez al viejo aquél.
    Sólo el gabinete quedaba con el presidente cuando llevaron al anciano. El entarimado situado en la Plaza de la República, frente a las gradas del Palacio Nacional, lucía abandonado como esos que sirven para las ceremonias de las fiestas patrias muy de mañana y ya de noche, todo el mundo los mira con indiferencia, mientras barren las calles.
    –Ajá, ¿con que iba a nevar, verdad?
    –Está nevando –afirmó sonriente el viejo.
    –Creés que yo estoy loco, ¿verdad?
    –Está nevando, señor presidente.
    –¿Vos sabés que podés ir a la cárcel de nuevo? Te voy a acusar de burla institucional a los Supremos Poderes del Estado. De eso es lo que te voy a acusar, vas a ver.
    –Mi informe estaba bueno. Sólo que usted ya no me permitió presentarle mis últimos cálculos. Está nevando en Nicaragua pero no aquí, eso es.
    –Sentate –le ordenó–, explicate mejor, a ver.
    –Un error de ellos en la determinación del rumbo de la última masa de las corrientes frías y en el área de desplazamiento.
    –¿Por qué no me hablás en cristiano? –le dijo palmeándole la rodilla. Se había despojado del abrigo y se daba aire con un abanico de palma.
    –Lo mejor que podía hacer es regresarse a la casa presidencial, señor. No va a caer nieve hoy aquí ni nunca. Supongo que en este momento está nevando hacia el Atlántico, en el norte, por allí.
    La gente empezaba a llegar a Catedral para la Misa del Gallo.
    –De todos modos, quedás detenido –le dijo–. Preventivamente, no te preocupés. A ver qué pasa mañana.
    Y el trinco presidencial se regresó solo a las cuadras, yendo por calles desconocidas, porque el presidente y su señora volvieron en automóvil. Ni siquiera usaron el landó de ceremonias, por su parecido al trineo, que también era tirado por caballos y tenía instalada sobre el pescante la bandera de la República.
    –Estaba juntando el ganado cerca del río Mayales– declaró José López, un campesino de 45 años, a United Press–, cuando vi que bajaba del cielo una especie de lluvia de motas de algodón y el ganado estaba espantado de frío y pronto toda la sabana se cubrió de un manto blanco.
    –Eso se llama nieve –le aclaró el corresponsal.
    Y su mujer agregó: –el río se puso como de vidrio.
    La nevada cubrió las regiones montañosas y húmedas del país, en un área geográfica que comprende las selvas de la Costa Atlántica, los extensos ríos que desembocan en el mar Caribe, los poblados situados al este del gran lago de Nicaragua, las cordilleras que constituyen el macizo central de Isabelia hacia el norte.
    En Juigalpa, el termómetro marcaba anoche y esta mañana cinco grados bajo cero. Una nieve menuda y líquida caía sin interrupción sobre La Concordia, San Pedro de Lóvago y Santo Tomás; en Acoyapa y Comalapa las temperaturas oscilaban entre 5 y 15 grados bajo cero. Un frío polar seguía reinando en el norte, incluyendo Palacagüina y Yalí y el cerro de El Chipote estaba hoy recubierto por una espesa capa de nieve; en la región de Terrabona el termómetro cayó a 12 grados bajo cero, y eran 15 grados bajo cero en Curinguás, donde numerosos animales murieron de hambre y de frío. Seguía nevando en Amerrisque y en Prinzapolka y se heló el río Escondido, dificultando el tráfico fluvial. Los poblados de Telpaneca, San Juan del Norte, Wiwilí y Malacatoya, quedaron aislados por el espesor de la capa que cubría los caminos, según informaron a la capital las oficinas telegráficas.
    En Yeluca, Oculi y La Libertad, la gente miraba silenciosa la caída de la nieve desde las puertas de sus viviendas y muchos oraban en las iglesias.
    –Parece que estuviéramos en el cine –dijo un morador y se rio.
    Se han reportado muertos de frío y ya el supremo gobierno organizó un comité de auxilio.
    Aves acuáticas graznaban desesperadas volando sobre el río Siquia que era como un espejo. Nicaragua es blanca.

1968.

(De Charles Atlas también muere, 1976)



A Jackie, con nuestro corazón

El día que se anunció la visita de Jackeline Kennedy a Nicaragua hubo una conmoción en nuestros mejores círculos y lo que se llama la sociedad nicaragüense se sintió alborozada y no puede negarse que confusa, sorprendida, por los cuándos, los dóndes y los cómos, o sea cuándo arribaría Jackeline (Jackie, para nosotros) a nuestro suelo; dónde se hospedaría y cómo se organizaría su recibimiento. Por la calidad del personaje nada menos que la esposa de un recordado presidente muerto por balas asesinas; ex primera dama de la nación más poderosa de la tierra, que convirtió su paso por la Casa Blanca en un cuento de hadas; casada ahora con un magnate cuya fortuna es inconmensurable, y por su propia simpatía personal, su encanto, sus altas cualidades de mujer sufrida, los homenajes tendrían que estar a la altura, para que no se fuera a decir que no somos dispensadores de exquisitas bondades.
    Así que nosotros, los del Virginian Country Club, exclusivo centro social fundado por accionistas norteamericanos y nicaragüenses (fue su primer presidente en el año de 1933 el coronel Glenn J. Andrews, virginiano de pura cepa y quien casó con Amadita Balcáceres del Castillo, de lo mejor de Granada, quedándose el coronel a vivir en Nicaragua, a pesar de que se le reclamaba en Washington por lo brillante que había sido su carrera militar combatiendo a las hordas sandinistas en Las Segovias; digo que se quedó escogiendo con el mejor olfato sus relaciones y se dedicó al cultivo del tabaco, como era tradición en su familia de Oakdale, Va., y ese mismo año de su boda reunió a un grupo de amigos íntimos y dijo: ea, como que no hay un country club aquí, ¿o hay? Y respondieron todos con movimientos de cabeza que no, y él: pues manos a la obra, y allí está su nombre en la placa colocada a la entrada de las cuadras, la primera edificación que se levantó destinada a las prácticas de la equitación, en la que estábamos muy atrasados en Nicaragua, cabe decir era casi desconocida, y se hizo así imperecedero el nombre del coronel Andrews, Presidente-Fundador del Virginian Country Club. Decidimos pues hacernos cargo del recibimiento oficial a Jackie, de tributarle los honores, rendirle los agasajos y demás, y en mi calidad de secretario de la Junta Directiva del Virginian, cargo para el que he sido electo repetidamente desde el año de 1953, convoqué a una reunión urgente que se realizó en mi residencia ya que no había tiempo para trasladarse hasta el Virginian, distante ocho kilómetros de la ciudad capital, contados a partir de los primeros prados de golf visibles desde la carretera, tan bien cuidados y verdes que parece que uno estuviera en otro país y ya reunidos fue como un balde de agua fría saber por boca de nuestro pastpresident (al que siempre se invita a reuniones de Junta Directiva, porque se supone que el past-president puede aportar su experiencia) que a lo mejor fallábamos en nuestro encomiable intento (así es nuestro past-president actual, muy escogido para hablar, jurista renombrado, abogado de gran número de compañías que han invertido en nuestra nación, la Light Mine State Co.; la Continental Timber Co.; la Atlantic Pine Co.; la Gold & Silver Mine Co.; da la impresión de hablar siempre en estados, tal como dicen sus colegas y no yo, pues más bien soy ingeniero electrodinámico, graduado en Georgetown University en 1950) y no podríamos llevar a feliz término nuestros propósitos, pues otras organizaciones sociales y recreativas se nos habían adelantado, puesto en contacto con la Embajada Americana y cablegrafiado a New York al apartamento de Jackie en 5th Avenue y a la isla Scorpio en la lejana Grecia y sólo esperaban la respuesta de ella accediendo; y mencionaba el pastpresident, con el aplomo y serenidad que lo caracterizan, que eran el Lions International Club y el Rotary International Club los que nos aventajaban y tenían la situación bajo control (frase esta última preferida por el consocio Gral. Abraham Cornejo, del Estado Mayor presidencial y tesorero del club); informe que visto ya en perspectiva nos disgustaba no sólo porque parecíamos perder un honor que nos correspondía, sino también porque esos clubes u organizaciones llamadas de servicio no son propiamente de carácter exclusivo, pues aceptan muy libremente a sus socios, y eso me picó a mí el amor propio como secretario por tantos años del Virginian, y me dije: esto no será, yo lo prometo. Y pedí a mis consocios, que ya comenzaban a inquietarse y discutían en voz alta presos de la mayor nerviosidad, tener calma y así lo hicieron, volviendo a sus asientos y yo les indiqué por señas esperar y fui a mi estudio y desde allí llamé a Ralph, utilizando su número privado que soy de las pocas personas en el país en conocer y estaba por dicha en su casa, situada cerca del Virginian, circunstancia por la cual siempre que paso por las tardes rumbo al club, me quedo en su cottage tomando uno de esos cocktails espléndidos preparados por Annie, su gentil esposa; y Ralph, tan amable como de costumbre, me dijo qué hubo, o ideay, qué es la cosa, pues ha aprendido el español con todos los giros nicaragüenses y nadie podría decir, oyéndolo hablar, si se trata de un nica o de un americano, a no ser por su tez y por sus ojos azules y sus cabellos rubios que lo revelan como un “gringo”, como él mismo gusta llamarse en chanza; y tan deferente como siempre, insistió en hablar conmigo en español, aunque en inglés yo me siento muy a gusto, por mi educación, por mis relaciones profesionales y porque es uno de los dos idiomas oficiales del Virginian (el otro es el español).
    Y yo le conté la historia de la llegada de Jackie, de la que por supuesto estaba enterado y tú sabes, me dijo, Annie y Jackie han sido íntimas, compañeras de colegio en el Trinity College de Mass., y aunque hace tiempo que no se ven, se estiman siempre mutuamente y, ¿tú sabes por qué no estuvimos en la inauguración de John, en enero 28, 1961? Simplemente por una confusión del servicio de protocolo, que perdió nuestra dirección y envió la tarjeta a otros Mr. and Mrs. Ralph Fridemann que ni vivían en Baltimore, Md., ni nada, cerca del mundo diplomático, como nosotros, pero así y todo esa pareja con suerte recibió la cosa y se fue a ocupar nuestros sitios reservados por la propia Jackie, y vaya tuerce le dije, porque yo sé que esa historia es verídica, que Ralph es íntimo de las familias presidenciales, pues yo he visto un retrato autografiado del presidente Lyndon B. Johnson sobre la repisa de la chimenea en la sala de Ralph (el dueño de la casa que alquila, ante solicitud oficial de la Embajada Americana le puso una chimenea a Ralph, con unos leños plásticos y unas luces rojas disimuladas, que parece que los leños están siempre ardiendo), un retrato grande en que Johnson aparece con la mano derecha apoyada sobre el respaldo de una silla y la otra mano en la cintura con esa mirada tan severa, inteligente y decidida del hombre que rigió los destinos del mundo libre y de su puño y letra la dedicatoria que dice: To Mr. Ralph Fridemann and his wife, for their high services in behalf of our nation, truly yours, Lyndon B. Johnson, President of the United States of America. Y Ralph, cada vez que yo con mi cocktail en mano me levanto de mi asiento para acercarme a la chimenea y admirar la foto, me dice con esa sonrisa: oye, mano (porque Ralph estuvo antes de servicio en México), no te creas, es auténtica; y yo asiento convencido y pienso: un día que Ralph y Annie vayan a mi casa a cenar, voy a sacar del aposento el diploma que con su retrato en colores, su Santidad el Papa Pío XII entregó a mi mamá con motivo de su peregrinación a Roma en la audiencia privada que le concedió en la Capilla Sixtina, para que vean lo que el propio pontífice escribió abajo en letra gótica y en español, porque los papas hablan 14 idiomas como mínimo, una especie de carta pública en la que bendice a todos los de mi familia hasta en la hora de la muerte y que no firmó de su mano porque estaba padeciendo un ataque de artritis y le pidió al Cardenal Camarlengo que firmara por él.
    Y sí estoy enterado de ese viaje me dijo Ralph, no sólo por las comunicaciones oficiales cifradas que han llegado a la Embajada, también porque Jackie le escribió a Annie una cartita cariñosa comunicándoselo; pero acerca de que otros clubes se hubieran adelantado no sabía nada, y no lo creía tampoco, y que en todo caso no me preocupara, él todo lo arreglaría para que la totalidad de los homenajes pasara a manos del Virginian Country Club y yo para remachar le recordé, club que fue fundado con la intención de constituir un enlace permanente entre dos pueblos hermanos y sí, me repitió, sin duda alguna, despreocupate, che (porque Ralph estuvo de servicio también en la Argentina), y yo volví a la sala y listo, les dije. ¿Cómo listo?, me preguntó Freddy, primer vocal de la directiva y siempre el más desconfiado, yo supongo que debido a cierta envidia para conmigo, debido a mis éxitos sociales, porque todo el peso del club descansa sobre mis espaldas, tertulias, garden parties, torneos de golf, tennis, etc.; pues listo, les afirmé otra vez; tengo todos los hilos cogidos (y el Gral. Cornejo me miró sonriente, pues vio que estaba hablando su propio lenguaje). Jackie, informé, viene directo del aeropuerto al cocktail de bienvenida en nuestro club; la misma noche, banquete de gala, exclusivo para nuestros socios y familias; al mediodía siguiente, almuerzo campestre, siempre en nuestras instalaciones; y por la tarde, té de modas con las esposas e hijas de nuestros socios; no va a quedar tiempo a los otros clubes ni para un rugido. Y ante esta última ironía tremenda, que era una alusión directa a los Lions, todos rieron a carcajadas y me palmoteaban, me abrazaban, me querían levantar en vilo, me sofocaban y la quebradera de vasos era tremenda y María Eugenia se asomó por la baranda del segundo piso a ver qué pasaba y cuando supo el motivo se retiró sonriente y satisfecha, ella sabe compartir mis triunfos. Y el past-president me dijo en medio de la bolina: ¿y con quién hablaste al fin? Pregunta ante la cual todos callaron, me soltaron y me rodearon ansiosos. –¿Sí, con quién?
    Con el Embajador, les dije. Con el Embajador de los Estados Unidos; y claro, entonces todo está más que asegurado, gritaron y rieron más alegremente, y vuelta a las felicitaciones y los abrazos y hay veces que decir una pequeña mentira resulta más convincente, porque si es cierto que Ralph no es el Embajador sino un importante funcionario administrativo –Chief clerk– como se firma él en los oficios que envía a las casas comerciales para comprar todo lo que la embajada necesita, bujías, grapas, papel, lápices, etc., también es cierto que bien podría representar con decoro a su gran nación; pero era cosa de dar efecto a mis palabras y vaya si no obtuve los resultados deseados y todavía cuando se retiraban y encendían sus autos, los oía comentar, y alabarme, y reírse y felicitarse de tenerme siempre en la directiva del club. Y el past-president, apenado, me llamó aparte antes de salir y me dijo: perdoname hermano, parece que no me habían informado bien, y yo me reí tratando de parecer agradable; oh, no te preocupes, errar es humano y tú sólo has pensado en el beneficio del club (y no es por alabanza, pero soy de los pocos que en este país hablan de tú).
    Ralph, tal como me lo había prometido, se puso manos a la obra a trabajar en favor de nosotros, pero como sus arreglos eran de tipo secreto no pude enterarme por algunas semanas de la forma en que caminaban; según Ralph, para no entorpecer sus gestiones, nosotros no podríamos comunicarnos con Jackie bajo ninguna forma. Pero se supieron ciertos detalles de la llegada con los que no contábamos: sería por mar, a bordo de su yate privado, como estación de un crucero mundial, sin que se informara aún del puerto elegido para su desembarco en Nicaragua, con lo que fue necesario reunir de nuevo a la directiva y telefonear a Ralph, quien me reafirmó que no había motivo para preocuparse, que los planes con respecto a nosotros seguían iguales, ya que Jackie podría ser transportada en heli­cóptero, desde el yate a la grama de nuestros campos de golf, aunque yo no confiaba mucho en esta solución y en el tiempo entre la llamada que hice a Ralph y la hora acordada para la reunión, pude idear una salida, que ya expuesta pareció genial a todos y de la que yo mismo me sorprendí, por haberla pensado tan rápido: comprar un yate, ir al encuentro del que traería a Jackie, aparejar ambos barcos y hacer que ella pasara de uno a otro cada vez que se le ofreciera un cocktail, una fiesta o un té, con lo que no correríamos ningún peligro de que otras personas o grupos de personas, una vez ella en tierra, pudieran interferir con otros homenajes ajenos a los nuestros. Mis palabras eran interrumpidas con aplausos; y, continué, cuando avistáramos el yate, haríamos una especie de abordaje sentimental, disparándole cañonazos de flores nativas y exigiendo por altoparlantes la rendición. Qué mejor que evitarle el bochorno de la ciudad, la suciedad, el calor, la gente del pueblo que la acosaría y los escolares que la fastidiarían pidiéndole autógrafos: y por el contrario, tendría una cálida bienvenida, se relacionaría sólo con gente de su clase, y todo ocurriría dentro de Nicaragua, ya que anclarían ambos barcos en aguas territoriales, y el nuestro llevaría en su mástil más alto la enseña patria, flameando al viento, palabras estas últimas que provocaron un verdadero delirio entre los directivos, que no cabían ya de gozo y nuestras señoras, que conversaban en el living vinieron y compartieron con nosotros.
    Ya no cabía duda, se dijo en los corrillos, quién sería el próximo Presidente del Virginian y a saber por cuántos años.
    No omito decir que una de las grandes dificultades era la ignorancia acerca del puerto elegido para que el yate de Jackie atracara, pues nuestro plan de interceptar el barco en la ruta, resultaría mejor sabiéndolo; pero Ralph me dijo que eso era imposible, pues la información estaba clasificada como secreta y es más, si acaso llegase a publicarse el nombre del puerto, me aseguró, se trataría de un dato deliberadamente falso y a última hora, el barco enfilaría para otro puerto; con lo que en mi calidad de ejecutor del proyecto, para lo cual me designó la Junta Directiva, me decidí a seguir adelante sin más alternativa; entonces planeé que nos embarcaríamos ya próxima la fecha de la llegada, que Ralph me transmitiría secretamente, andaríamos recorriendo la costa por algunos días, y cuando el yate de Jackie al fin se acercara, a toda máquina nos dirigiríamos a su ruta. Con este plan, garantizaba también a los socios y sus familias un crucero que prometía grandes diversiones.
    Y me dormía feliz una noche, poco antes de dirigirme a los Estados Unidos para cumplir la comisión de la compra del barco, que tendría que ser considerablemente grande, si se toma en cuenta que los socios del club suman 450, entre propietarios y concurrentes, y que habría que embarcar a no menos de 1,500 personas, incluyendo familiares de los socios, tripulación, servicio, músicos, etc., cuando se me ocurre pensar: ¿y por cuál de los dos océanos llegará el barco de Jackie? Y me recriminé angustiosamente: imbécil, sólo se te ha ocurrido que el yate pueda llegar por el Pacífico: ¿y si, como es más lógico, viniendo del mar Mediterráneo, llega por el Atlántico y nos sorprende entrando por Bluefields? Y raudo me levanté de la cama y a pesar de que eran las dos de la madrugada, llamé a Ralph y le expliqué mis temores. Oh, no te preocupes, dijo, eso se sabrá con tiempo, y así el barco de ustedes podrá esperar donde más convenga, y colgó, dándome la impresión de que había hablado medio dormido, y ya no tuve gusto desde entonces, hasta que tras mucha insistencia en los días sucesivos, Ralph accedió a revelarme, so peligro de que se le acusara de alta traición, que el yate entraría por el Pacífico, cruzando por el canal de Panamá procedente de las islas Vírgenes, lo cual yo le agradecí en el alma, porque me dije: esto sólo lo hace un amigo de verdad, y feliz me fui a New Orleans, a ver los barcos que se nos ofrecían en venta, no nuevos completamente, pero sí en magníficas condiciones, según las cartas de los comisionistas navales, pero en llegando allá no me gustó ninguno, todos viejos y herrumbrados, los servicios sanitarios no funcionaban, los camarotes olían a moho, las pistas de baile hundidas, las piscinas hechas una ruina, y, me enorgullece decirlo, ninguno valía tanto como nosotros estábamos dispuestos a pagar.
    Y ya me regresaba desilusionado a Nicaragua por no haber encontrado el barco apropiado para exponer a mis consocios una oferta del Japón que había recibido, cuando un agente me llamó de San Francisco, Cal., para ofrecerme en venta, ¡nada menos que el Queen Elizabeth! Perfectamente conservado, casi como el día de su botadura, surto ahora en la bahía, donde proyectaban dejarlo anclado para convertirlo en hotel de lujo, así que accedí a verlo, poseído de extraña alegría, pues me decía: conseguir este barco sería grandioso, Dios Santo, ¡el Virginian Country Club compra el Queen Elizabeth para recibir a Jackeline Kennedy!
    Llegado allá, todo fue como por obra de milagro: vi el barco y me conquistó (mi madre había viajado en él en su travesía a Roma); qué joya monumental, qué esplendor indescriptible, un verdadero palacio flotante, una ciudad que navega (frases que, para ser honrados, leí en los folletos plegables de propaganda que me obsequió el agente); era impresionante contemplar sus doce pisos, sus docenas de tiendas, sus diez teatros, sus diez cines, catorce pistas de baile, ski acuático, ski sobre hielo; sus quince piscinas, sus ocho canchas de tennis, cuatro de frontón, diez de crocket; sus tres mil camarotes de lujo, sus cinco capillas para servicio de cinco religiones distintas, bares por doquier, salas de juego, casinos, solariums, todo lo que uno pudiera desear. El precio, frente a lo que aquel monumento significaría para nosotros, no era excesivo, de modo que inmediatamente me puse al habla con mis consocios en Nicaragua y tras una semana de comunicaciones, negociaciones y transacciones, la suma estaba reunida, garantizaban la compra los bancos más serios del país, las compañías financieras más sólidas, las empresas industriales y agrícolas de mayor prestigio, todas manejadas por socios del club; por último, y este gesto me conmovió tanto, se invirtió en la compra no sólo el capital social del club de manera íntegra, sino que también se dieron en hipoteca sus edificios, prados, canchas e instalaciones en general. Quedamos comprometidos hasta los tuétanos, pero la transacción se cerró en el propio barco, en la suite del capitán, una noche para mí histórica; debo aclarar, como acto de justicia, que todos nuestros consocios estuvieron plenamente conscientes desde el primer momento de lo que aquel paso significaba: la gloria, la consagración definitiva de nuestro amado centro social. Pagábamos por el bombazo social del año, o de todo el siglo, en Centroamérica, el Caribe, Latinoamérica si se quiere; repercutiría hasta en los Estados Unidos, nos inscribirían con letras de oro en los anales del jet set, ya para siempre; la revista Time tendría que poner nuestros nombres en su afamada sección “People” e incluso, quién me decía que no, el mío aparecería al morir yo algún día, en la sección “Milestones” del magazine.
    Mi regreso a Nicaragua lo hice por supuesto, embarcado en el Queen Elizabeth, con su tripulación completa a bordo y el barco al mando de su viejo capitán, el mismo que poco antes había conducido la nave a lo que él creyó su cementerio, como me lo dijo llorando.
    Nunca antes un barco de tal categoría y tamaño había atracado en puerto nicaragüense, por lo que nuestra llegada era en definitiva una fiesta nacional, miles de personas congregadas en el puerto de Corinto, y ése fue uno de mis días de mayor gloria: el único pasajero era yo, el autor de aquel fabuloso negocio, el cristalizador de las ambiciones de nuestros socios; ahora ya no podría decirse que Nicaragua no esperaba a Jackeline Kennedy como ella se lo merecía: nada menos que a bordo del Queen Elizabeth.
    De acuerdo con los informes de Ralph, faltaba un poco más de dos meses para el arribo, de manera que no podíamos atrasarnos en los preparativos; las fortunas personales de nuestros más pudientes socios se comprometieron en los gastos sucesivos: engalanar el buque para la ocasión; renovar muebles, cortinajes, lámparas, platería, loza, cristalería, relojes, espejos, alfombras; todo vino fletado en aviones expresos; cientos de técnicos extranjeros montaban nuevas canchas de deportes, reacondicionaban las piscinas, revisaban el agua potable, la electricidad, la música ambiental, los frigoríficos, las cocinas y se trajeron a bordo los cargamentos de licores, carnes, aves, mariscos, verduras, frutas, cereales, conservas. No huelga reiterar que todo vino de los Estados Unidos, desde el servicio de camareros especializados en cruceros marinos, hasta los músicos, los cocineros, los floristas, los peluqueros, los masajistas. (Nuestra única pena era que frente a nuestro Queen Elizabeth, el yate de Jackie parecería muy pequeño, pero sinceramente no creíamos causarle ofensa con esto.)
    Yo fui en esos días, y sería falsa modestia negarlo, uno de los personajes más importantes del país para entonces; el Presidente de la República me invitaba a sus fiestas, me obsequiaba con cenas íntimas, sólo para insinuarme cada vez, el nombre de algún ministro de Estado o funcionario suyo para ser invitado; como en el barco sobraban lugares, ya que el Queen Elizabeth resultó demasiado grande para nuestros socios y sus familias, sacamos a la venta camarotes, con derecho a la travesía y asistencia a todas las fiestas en honor de Jackie; las solicitudes, que llegaron por millares, se examinaban muy rigurosamente y se aceptaban por partes, para no provocar ninguna reacción desagradable, de modo que aún la semana anterior al inicio del viaje, teníamos en cartera más de tres mil solicitudes, aunque los espacios disponibles no llegaban ya a cincuenta. En el mercado negro, los derechos de subir a bordo y estadía se cotizaron hasta en diez mil dólares, pero el club no intervino en estos manejos, pues siempre vendió las invitaciones a un precio públicamente establecido. Pero las pujas eran tan violentas que recuerdo riñas a bofetadas, insultos en los periódicos y hasta tiros, y era por eso que el Presidente de la República trataba de influir en mí, que a la postre controlaba y decidía sobre las solicitudes, para que tomara en cuenta a sus allegados, sobre todo a los militares, a la mayoría de los cuales no se les aceptaba en nuestro club.
    Las envidias que despertarnos, hay que decir que fueron terribles; se nos atacaba, se apedreaban nuestras casas, nuestros automóviles; se organizaron desfiles públicos en contra nuestra, mítines; se amenazó con huelgas en nuestras fábricas y comercios, todo, me parece, motivado por un resentimiento de quienes no pudieron abordar el Queen Elizabeth, ya fuera porque no contaban los organizadores de estas desagradables manifestaciones con el dinero suficiente, o porque sus solicitudes fueron rechazadas al no considerárselas viables. Se nos negaba el saludo, se nos infamaba por la espalda; ¿qué culpa teníamos nosotros –como se nos achacaba– de que familias enteras hubieran vendido sus bienes, adquirido préstamos onerosísimos, sólo para unirse al viaje?
    Y al fin llegó el día. Al fin nos embarcamos. Bandas de música pagadas por el club; niñas con canastas de flores también pagadas por el club nos despidieron en el muelle y se tocaron los himnos de Estados Unidos, Nicaragua y Grecia, el que confieso no conocía; se izaron los pabellones en los mástiles del buque y zarpamos. Zarpamos sin Ralph y sin Annie, circunstancia que es la fecha y no me explico, pues no se presentaron al puerto a la hora convenida, pese a que un día antes les visité en su casa para darles la sorpresa de que vendrían con nosotros como invitados de honor del club (Ralph por pura desidia no se había hecho socio) y que en vista de su amistad íntima con Jackie, tocaría a Annie presentarle en nombre del club, al momento de la ceremonia de bienvenida, un gran corazón de flores rojas con una inscripción que en letras de oro diría:

A JACKIE, CON NUESTRO CORAZÓN

...honor que a pesar de corresponder a la esposa del presidente del club yo había maniobrado para que se dejara a Annie, mostrando así a Ralph cómo estaba de agradecido por todo lo que hizo por nosotros, pero Annie se mostró muy confusa y muy afligida, la pobre, no era para menos y llamó a Ralph aparte y les oí discutir y al fin regresaron y me dijeron que sí, que estaba bien, que con mucho gusto, muy pálidos ambos por la emoción, quizá, y sería por ese shock que les produje que no vinieron a bordo, pero aquí andamos aún navegando y ya la vida se hace aburrida, días y días, no sé si meses de recorrer estas costas y divisar a lo lejos el humo de los volcanes, la vegetación, las luces de los pequeños puertos, de ver cómo anochece y cómo llueve, cansados de la misma música, de los mismos juegos, la comida ya racionada, los socios afligidos y sus familias con tanto tedio, pero Jackie no puede fallar y de una ruta a otra navegamos y buscamos el lejano humo de su yate en la distancia, porque estamos seguros de que tiene que venir, y cada amanecida es una nueva esperanza de que éste sí será el día de fiesta, de las dianas, del corazón de flores rojas, porque sí llegará Jackie a las costas de Nicaragua aunque pasen los días, pues no quiero ni pensar en lo terrible que sería volver a enfrentar las caras de burla de nuestros enemigos y cuando me encuentro en cubierta con mis compañeros de la Junta Directiva que pasan sombríos, con la mirada les digo: yo por lo menos, nunca jamás regresaría.

1971.

(De Charles Atlas también muere, 1976)

Charles Atlas también muere


A Gertrudis, mi mujer


Charles Atlas swears
that sand story is true.
Edwin Pope, Sports Editor,
THE MIAMI HERALD


Bien recuerdo al Capitán Hatfield, USMC, el día que llegó al muelle de Bluefields para despedirme, cuando tomé el vapor a New York; me ofreció consejos y me prestó su abrigo de casimir inglés porque estaría haciendo frío allá, me dijo. Fue conmigo hasta la pasarela y ya en el lanchón yo, me dio un largo apretón de manos. Cuando navegábamos al encuentro del barco que estaba casi en alta mar, lo vi por última vez despidiéndome con su gorra de lona, su figura flaca y arqueada, sus botas de campaña y su traje de fatiga. Digo, efectivamente, que lo vi por última vez, pues a los tres días lo mataron en un asalto de los sandinistas a Puerto Cabezas, donde estaba como jefe de la guarnición.
    El Capitán Hatfield, USMC, fue un gran amigo: me enseñó a hablar inglés con sus discos Cortina que ponía todas las noches allá en el cuartel de San Fernando, utilizando una victrola de manubrio; por él conocí también los cigarrillos americanos; pero lo recuerdo sobre todo por una cosa: porque me inscribió en los cursos por correspondencia de Charles Atlas y porque me envió luego a New York para verlo en persona.
    Al Capitán Hatfield, USMC, lo conocí precisamente en San Fernando, un pueblo en las montañas de Las Segovias, donde yo era telegrafista, allá por el año de 1926; él llegó al mando de la primera patrulla de marinos, con el encargo de hacer que Sandino bajara del cerro de El Chipote, donde estaba enmontañado con su gente; yo transmití sus mensajes a Sandino y también recibí las respuestas. Creo que nuestra íntima amistad comenzó el día que me presentó una lista de los vecinos de San Fernando, en la que marqué a todos los que me parecían sospechosos de colaborar con los alzados, o que tuvieran parientes en la montaña; al día siguiente los llevaron presos, amarrados de dos en dos y a pie hasta Ocotal, donde los americanos tenían su cuartel de zona. Por la noche, para mostrarme su agradecimiento, me obsequió un paquete de cigarrillos Camel que no se conocían en Nicaragua y una revista con fotos de muchachas semidesnudas. En una de esas revistas fue que vi el anuncio que cambió mi vida, convirtiéndome en un hombre nuevo, pues yo era un alfeñique:

EL ALFEÑIQUE DE 44 KILOS
QUE SE CONVIRTIÓ EN EL HOMBRE MÁS
PERFECTAMENTE DESARROLLADO DEL MUNDO

    Desde muy niño había sufrido por el hecho de ser un pobre enclenque. Recuerdo que una vez paseando por la plaza de San Fernando con mi novia después de misa –tenía yo 15 años– dos tipos grandes y fuertes pasaron junto a nosotros y me miraron con burla, uno de ellos se regresó y con el pie me lanzó arena a los ojos. Ethel, mi novia, me preguntó: ¿por qué dejaste que hicieran eso? Yo sólo pude responderle: en primer lugar, es un jodido muy grande. En segundo lugar ¿no ves que me dejó ciego con la arena?
    Le pedí al Capitán Hatfield, USMC, ayuda para tomar cursos que anunciaba la revista y escribió por mí a la dirección de Charles Atlas en New York, 115 East, 23rd Street, pidiendo el prospecto ilustrado. Casi un año después –San Fernando está en media montaña, donde se libraba la parte más dura de la guerra– recibí un sobre amarillo con varios folletos y una carta firmada por el mismo Charles Atlas: el curso completo de tensión dinámica, la maravilla en ejercicios físicos; sólo dígame en qué parte del cuerpo quiere Ud. músculos de acero. ¿Es Ud. grueso y flojo? ¿Delgado y débil? ¿Se fatiga Ud. pronto y no tiene energías? ¿Se queda Ud. rezagado y permite que otros se lleven a las muchachas más bonitas, los mejores empleos, etc.? ¡Sólo deme 7 días! Y le probaré que puedo hacer de Ud. un verdadero hombre, saludable, lleno de confianza en sí mismo y en su fuerza.
    Mr. Atlas también anunciaba en su carta que el curso costaba $30.00 en total, cantidad de la que no disponía ni podría disponer en mucho tiempo; así que recurrí al Capitán Hatfield, USMC, quien me presentó otra lista de vecinos, en la que yo marqué casi todos los nombres. De esta manera, el dinero se fue a su destino y otro año más tarde, el curso completo venía de vuelta, 14 lecciones con 42 ejercicios. El Capitán Hatfield, USMC, comenzó asesorándome. Los ejercicios tomaban sólo 15 minutos al día: la tensión dinámica es un sistema completamente natural. No requiere aparatos mecánicos que puedan lesionar su corazón u otros órganos vitales. No necesita píldoras, alimentación especial u otros artefactos. ¡Sólo unos minutos al día de sus ratos de ocio son suficientes, en realidad, una diversión!
    Pero como mis ratos de ocio eran bastante amplios, me dediqué con empeño y entusiasmo a los ejercicios, no quince minutos, sino tres horas diarias durante el día; por la noche estudiaba inglés con el Capitán Hatfield, USMC. Al cabo de un mes el progreso era asombroso; mis espaldas se ensancharon, mi cintura se redujo, se afianzaron mis piernas. Hacía apenas cuatro años que el grandulón había lanzado arena a mis ojos y yo ya me sentía otro. Un día Ethel me señaló en una revista la foto de una estatua del dios mitológico Atlas; mirá, me dijo, si es igualito a vos. Entonces supe que iba por el camino correcto y que alcanzaría mis ambiciones. Cuatro meses después ya había avanzado lo suficiente en inglés para escribirle una carta a Mr. Atlas y decirle gracias, todo es O.K. Ya era un hombre nuevo, con bíceps de acero y capaz de una hazaña como la que realicé en Managua, la capital, el día que el Capitán Hatfield, USMC, me llevó allá para que diera una demostración de mi fuerza: jalé por un trecho de doscientos metros un vagón del Ferrocarril del Pacífico cargado de coristas, vestido solamente con una calzoneta de piel de tigre. Allí estaban presenciando el acto el propio Presidente Moncada, el ministro americano Mr. Hanna y el comandante de los marinos en Nicaragua, Coronel Friedmann, USMC.
    Esta proeza que fue comentada en los periódicos, me valió seguramente que el Capitán Hatfield, USMC, pudiera gestionar con mayor libertad la petición que yo le había hecho cuando salimos de San Fernando: un viaje a los Estados Unidos para conocer en persona a Charles Atlas. Sus superiores en Managua hicieron la solicitud formal a Washington, que tardó poco más de un año en ser aprobada. En los diarios de la época, más precisamente en La Noticia del 18 de septiembre de 1931, aparecí retratado junto con el agregado cultural de la Embajada Americana, un tal Míster Fox; creo que fue el primer viaje de intercambio cultural que se hizo, de los muchos que han seguido después. “Hará una gira por centros de cultura física en los Estados y para entrevistarse con renombrados personajes del atletismo”, decía la nota al pie de la foto.
    Así que tras una tranquila travesía y una escala en el puerto de Veracruz, seguimos a New York, adonde llegamos el 23 de noviembre de 1931. Cuando el barco atracó en el muelle, debo confesar que me sentí desolado, a pesar de las prevenciones que me había hecho el Capitán Hatfield, USMC. A través de lecturas, fotografías, mapas, yo llevaba una imagen perfecta de New York, perfecta pero estática; fue la sensación de movimiento, de cosas vivas y de cosas muertas lo que me sacó de la realidad, empujándome hacia una fantasía sin fin, de mundo imposible y lacerante, trenes invisibles, un cielo ensombrecido por infinidad de chimeneas, un olor a alquitrán, a aguas negras, sirenas distantes y dolorosas, la niebla espesa y un rumor desde el fondo de la tierra.
    Me recibió un oficial del Departamento de Estado, que amablemente se hizo cargo de los trámites de migración y me condujo al hotel, un enorme edificio de ladrillo en la calle 43 –Hotel Lexington, para más señas–. El oficial me dijo que mi visita a Mr. Atlas sería al día siguiente por la mañana, todo estaba ya arreglado; me recogerían en el hotel para llevarme a las oficinas de Charles Atlas Inc., donde me darían las explicaciones necesarias. Nos despedimos allí mismo, pues él debía regresar a Washington esa noche.
    Hacía frío en New York y me retiré temprano, lleno de una gran emoción, como podrá comprenderse: había llegado al fin de mi viaje y pronto mis anhelos se verían satisfechos. Miré afuera y entre la niebla brillaban infinidad de luces, ventanas encendidas en los rascacielos. En alguna parte, me dije, en alguna de esas ventanas, está Charles Atlas; lee o cena, o duerme, o habla con alguien. Practica tal vez sus ejercicios nocturnos, los 23 y 24 del manual (tensión de cuello y tensión de muñecas). Sonríe quizá, sus sienes canosas, su rostro fresco y alegre, o estará ocupado en responder a las miles de cartas que recibe a diario, en despachar las bolsas con las lecciones, en fin. Pero reparé sí en una cosa: no podía imaginar a Charles Atlas vestido. Venía siempre a mi imaginación en calzoneta, sus músculos en tensión, pero me era imposible verle en traje de calle, o de sombrero. Fui a la valija y extraje la fotografía que me había enviado dedicada al final del curso: las manos detrás de la cabeza, el cuerpo ligeramente arqueado, los músculos pectorales elevados sin esfuerzo, las piernas juntas, un hombro más alto que el otro. Vestir ese cuerpo en la imaginación era difícil; y me dormí con la idea vagando en la cabeza.
    A las cinco de la mañana estaba ya despierto. Realicé los ejercicios 1 y 2 (era emocionante practicarlos por primera vez en New York) e imaginé que a la misma hora Charles Atlas estaría haciendo los suyos. Luego tomé mi ducha y me vestí despacio tratando de consumir tiempo, y a las siete bajé al lobby del hotel, a esperar que pasaran por mí, tal como se me había indicado. Aunque Charles Atlas no lo recomendaba exactamente, yo no acostumbraba desayunar.
    A las nueve se presentó el empleado de Charles Atlas Inc. Afuera esperaba una limusina negra, con molduras doradas en los marcos de las ventanas, los vidrios cubiertos por cortinas grises de terciopelo. Ni el empleado habló conmigo una sola palabra durante el trayecto ni el chofer volvió el rostro una sola vez hacia atrás. Durante media hora anduvimos por calles con los mismos edificios de ladrillo, sucesiones de ventanas y el ambiente siempre opaco, como de lluvia, entre las hileras de rascacielos. Al fin, el automóvil negro se estacionó frente al ansiado número 115 de la calle 23 en el East Side. Era una calle triste, de bodegas y almacenes de mayoreo; al otro lado de Charles Atlas Inc. recuerdo que había una fábrica de paraguas, y una alameda de árboles polvosos y casi secos atravesaba la calle. Las ventanas de los edificios tenían, en lugar de vidrios, tableros de madera claveteados en los marcos.
    Para llegar a la puerta principal de Charles Atlas Inc. subimos unos escalones de piedra, que remataban en una pequeña terraza; allí estaba, de tamaño natural, una estatua del dios mitológico Atlas, cargando el globo terráqueo. “Mens sana in corpore sano” decía la inscripción al pie. Pasamos por la puerta giratoria con sus batientes de vidrio esmerilado montadas en unos marcos barnizados de negro, que chirriaban al moverse. En las paredes del vestíbulo estaban colgadas reproducciones gigantescas de todas las fotos de Charles Atlas que yo había visto y que reconocí con agrado, una por una; allí, en medio, la que más me gustaba; con un arnés al cuello tirando de diez automóviles mientras caía una lluvia de confeti. Maravilloso.
    Entonces me hicieron pasar a la oficina de Míster Williams Rideout Jr., Gte. Gral. de Charles Atlas Inc.
    En pocos momentos tuve junto a mí a un hombre de mediana edad y de facciones huesudas, con los ojos profundamente hundidos en las cuencas terrosas. Me extendió su mano pálida y cubierta por un enjambre de venas azulosas y tomó asiento tras el pequeño escritorio cuadrado, sin un solo adorno, encendiendo después una lámpara de sombra que tenía tras de sí, aunque a decir verdad tal cosa no era necesaria, pues por la ventana entraba suficiente luz.
    Las oficinas eran más bien pobres. En el escritorio estaban apilados muchísimos sobres iguales a los que yo había recibido la primera vez. Una gran foto de Charles Atlas, mostrando los músculos pectorales con orgullo (confieso que ésa no la conocía), dominaba la pared de frente a mí. Mr. Rideout me pidió que me sentara y comenzó a hablar sin mirarme, con la vista fija en un pisapapeles y las manos entrelazadas frente a él, en su rostro la clara evidencia de que hacía un gran esfuerzo al hablar. Yo escuchaba sus palabras dichas en un mismo tono y no fue sino hasta que hizo una pausa y sacó su pañuelo para limpiar la saliva de las comisuras de sus labios, que reparé en algo que mi nerviosismo me había impedido: su esfuerzo con las manos, y la posición de su cabeza, no era otra cosa que el ejercicio número 18 de tensión dinámica. Confieso que la emoción casi me llevó hasta las lágrimas.
    –Le saludo muy cordialmente –había dicho Mr. Rideout Jr.– y le deseo muy feliz estadía en la ciudad de New York; lamento no poder expresarme en correcto español como hubiera sido mi deseo, pero sólo hablo un poquito (esta palabra la dijo en español, midiéndola con un gesto mínimo de los dedos pulgar e índice de su mano derecha, riendo por esa única vez estrepitosamente, como si hubiera dicho una cosa muy graciosa).
    Mr. Rideout Jr. me miró luego con una beatífica sonrisa de condescendencia, mientras enderezaba el nudo de lazo de su cuello.
    –Soy el gerente general de Charles Atlas Inc. y es un gran gusto para mi firma recibirle en su calidad de invitado oficial del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Haremos lo posible porque su estadía entre nosotros sea grata.
    Mr. Rideout Jr. aplicó de nuevo el pañuelo a sus labios y continuó el discurso, esta vez con una tirada más larga que me dio la oportunidad de apreciar cómo la vieja señorita que me había introducido, manipulaba las persianas de la ventana que daba a la calle, cambiando así el tono claro de la luz en uno ocre que me hizo trastornar por instantes la visión de la habitación, ofreciéndome la apariencia de nuevos objetos, o como si en las fotografias desplegadas en las paredes, Charles Atlas hubiese cambiado de poses.
    –Aprecio mucho que Ud. haya viajado desde tan lejos para conocer a Charles Atlas y debo confesarle que es el primer caso que se nos presenta en toda la historia de la firma –siguió Mr. Rideout Jr.–, como toda corporación comercial, nosotros conservamos en la privacidad asuntos que de trascender públicamente, dañarían nuestros intereses. De modo que debo pedirle absoluta reserva, bajo su juramento, de lo que voy a decirle.
    Mr. Rideout Jr., ya sin tensión alguna y hablando plácidamente, me repitió varias veces la misma advertencia; yo sólo tragaba saliva y asentía con la cabeza.
    –Jure en voz alta –me dijo.
    –Sí, juro –le contesté al fin.
    Aunque estábamos solos en la habitación y sólo se oía el ruido sostenido del aparato de calefacción, Mr. Rideout Jr. miró a todos lados antes de hablar.
    –Charles Atlas no existe –me susurró adelantando hacia mí el cuerpo por sobre el escritorio. Después se acomodó de nuevo en su silla y me miró fijamente, con expresión sumamente solemne–. Sé que es un golpe duro para Ud., pero es la verdad. Inventamos este producto en el siglo pasado y Charles Atlas es una marca de fábrica como cualquier otra, como el hombre del bacalao en la caja de emulsión de Scott; como el rostro afeitado de las cuchillas Gillette. Es lo que vendemos, eso es todo.
    En las largas sesiones sostenidas allá en San Fernando, después de la lección de inglés, el Capitán Hatfield, USMC, me había prevenido repetidas veces contra este tipo de situaciones: nunca dejes la guardia abierta, sé como los boxeadores, no te dejes sorprender. Exige. No te dejes engañar.
    –Bueno –le dije poniéndome de pie –, desearía informar esta circunstancia a Washington D.C.
    –¿Cómo? –exclamó Mr. Rideout Jr., incorporándose también.
    –Sí, informar a Washington D.C. de este contratiempo (Washington es una palabra mágica, me aleccionaba el Capitán Hatfield, USMC; úsala en un apuro, y si acaso no te sirve, echa mano de la otra que sí es infalible: Departamento de Estado).
    –Le ruego creer que estoy diciéndole la verdad –me dijo Mr. Rideout Jr., pero ya sin convicción.
    –Deseo telegrafiar al Departamento de Estado.
    –No estoy mintiéndole... –me dijo mientras se retiraba sin darme la espalda y abría una puerta muy estrecha que cerró tras él. Yo me quedé completamente solo en la habitación ahora en penumbra; de acuerdo con el Capitán Hatfield, USMC, la trepidación que sentía bajo mis pies era ocasionada por el tren subterráneo.
    Mr. Rideout Jr. volvió a entrar, ya al atardecer. Martilla, sigue martillando, oía yo en mis adentros al Capitán Hatfield, USMC.
    –Nunca podré creer que Charles Atlas no exista –le dije sin darle tiempo de nada. Él se sentó abatido en su escritorio.
    –Está bien, está bien –repitió, haciendo una señal despectiva con la mano –. La compañía ha accedido a que Ud. se entreviste con Mr. Atlas.
    Yo sonreí y le di las gracias con una deferente inclinación de cabeza: sé amable, cortés, cuando sepas que ya has vencido, me decía el Capitán Hatfield, USMC.
    –Eso sí: deberá atenerse estrictamente a las condiciones que voy a comunicarle; el Departamento de Estado fue consultado y ha dado su visto bueno al documento que Ud. firmará. Después de ver a Mr. Atlas, Ud. se compromete a abandonar el país, para lo cual se le ha reservado pasaje en el vapor Vermont que parte a medianoche; deberá, además, abstenerse de comentar en público o privado su visita, o de referir cualquiera de las circunstancias de la misma, o sus impresiones personales. Sólo bajo estos requisitos es que el consejo directivo de la firma ha dado su autorización.
    La vieja señorita entró de nuevo y entregó a Mr. Rideout Jr. un papel. Él lo puso frente a mí.
    –Bien, firme –me dijo con voz autoritaria.
    Yo firmé sin replicar en el lugar que su dedo me señalaba. Cuando tengas lo que quieras, firma cualquier cosa menos tu sentencia de muerte: Capitán Hatfield, USMC.
    Mr. Rideout Jr. tomó el documento, lo dobló con cuidado y lo puso en la gaveta central del escritorio. Antes de que él concluyera esta operación, sentí que me tomaban por debajo de los brazos y al alzar la vista me encontré con dos tipos vestidos de negro, altos y musculosos, exactos en sus cabezas rapadas y en sus ceños. No había duda de que sus cuerpos habían sido formados también en las disciplinas de la tensión dinámica.
    –Ellos le acompañarán. Siga al pie de la letra sus instrucciones. –Y Mr. Rideout Jr. volvió a desaparecer por la estrecha puerta, sin extenderme la mano para despedirse de mí.
    Los dos hombres, sin soltarme una sola vez, me condujeron por un pasillo, a través del cual caminamos muy largo rato, hasta llegar a unos escalones de madera; me ordenaron bajar de primero y al alcanzar el último escalón; la oscuridad era total; sentí el roce del cuerpo de uno de ellos, que se adelantaba para tocar a una puerta que estaba frente a nosotros. Otro hombre igual a los anteriores, abrió desde el otro lado y nos encontramos en una especie de pequeño muelle de cemento, pero envueltos como estábamos en la neblina no podría precisar el sitio, pero sí que era la ribera de un río, pues pronto me condujeron hasta un remolcador, en el que navegamos con una lentitud pasmosa. El remolcador llevaba basura y hasta nosotros, que íbamos acomodados en la proa, llegaba el fétido olor.
    Era de noche cuando bajamos del remolcador y por un callejón donde se apilaban altos rimeros de cajas conteniendo botellas vacías, seguimos caminando; atravesamos entre círculos de niños negros que jugaban canicas a la luz de faroles de gas adosados en lo alto de las puertas y por fin desembocamos en una plaza de hierba seca, entre la que alguna nevada había dejado duras costras de hielo sucio; frente a nosotros se levantaba un bloque de cuatro o cinco edificios oscuros, que se nos aparecían por detrás, pues entre la sombra podía percibirse la maraña de escaleras de incendio, bajando por sus paredes. Un tráfago de vehículos lejanos y aullidos de trenes corriendo a muchas millas de distancia, venía a ratos entre el humo espeso que envolvía la noche.
    Una nueva presión bajo mis brazos me indicó que debía caminar hacia un costado y así llegamos al atrio de lo que más tarde descubrí era una iglesia, un edificio negro y de una humedad salitrosa que se desprendía de los muros cargados de relieves de ángeles, flores y santos. Uno de mis acompañantes encendió un cerillo para encontrar el aldabón que debía usar para llamar y pude entonces leer en una placa de bronce el nombre de la iglesia: Abyssinian Baptist Church, decía: y pronto, tras los golpes que resonaron profundos en la noche helada, la puerta fue abierta por otro guardián de la misma familia, alto, fornido y rapado.
    Atravesamos la nave principal y llegamos hasta el altar mayor, siendo empujado hacia una puerta que apareció a la izquierda, me sentía triste y rendido, casi con arrepentimiento de haber provocado la situación que me había llevado hasta allí, inseguro de mi suerte, de lo que podría esperarme. Pero de nuevo la voz del Capitán Hatfield, USMC, me animaba: una vez en el camino, querido muchacho, uno nunca debe volverse atrás.
    Una anciana vestida con un blanco uniforme almidonado me recibió en la puerta y los dos hombres me soltaron al fin, para colocarse en guardia, uno a cada lado de la entrada,
    –Tiene exactamente media hora –me dijo uno de ellos. La anciana caminó delante de mí por un pasillo pintado absolutamente de blanco; el cielo raso, las paredes, las puertas frente a las cuales pasábamos, incluso las baldosas del piso eran blancas, y las luces fluorescentes devolvían interminablemente esa luz vacía y pura.
    Lenta y dificultosamente, la anciana se acercó a una de las puertas al final del corredor, precisamente la que lo cerraba. La puerta de doble batiente tenía abierta una de las hojas pero estaba defendida por una mampara de armazón metálica forrada con un lienzo. La anciana había desaparecido después de indicarme con un ademán tembloroso, que debía entrar. Toqué tímidamente por tres veces pero nadie parecía escuchar esos golpes asustados, dados contra la madera que parecía haber resistido infinidad de capas de pintura, pues la superficie ampollada dejaba a la vista las viejas pasadas de esmalte. Toqué una vez más, con la angustia golpeándome el estómago y ya decidido a volverme si nadie respondía, cuando tras la mampara apareció una enfermera, alta y descomunal, toda ella de un blanco albino y en cuya cabeza el pelo desteñido empezaba a ralear. Me sonrió ampliamente, sin embarazo, enseñándome sus perfectos dientes de caballo.
    –Pase –me dijo –. Mr. Atlas está esperando por Ud.
    Dentro era la misma blancura artificial, la misma luz vacía en la que se movían infinidad de finas partículas de polvo; los objetos eran también todos blancos; había asientos, un carrito con algodones, gasas, frascos y aparatos quirúrgicos, sondas, instrumentos niquelados; las paredes estaban desprovistas de todo adorno, a excepción de un cuadro que representaba a una bella joven, blanca y desnuda sobre una mesa de operaciones, y a un anciano médico que sostenía el corazón de la doncella, acabado de extraer; escupideras en el piso y lienzos cubriendo las ventanas, que en el día filtrarían la luz como coladores. Y al fondo de la habitación, una cama altísima, desgon­zada por efecto de complicados mecanismos de manivelas y resortes, erigida sobre una especie de promontorio. Me acer­qué muy respetuosamente, caminando con lentitud y a medio camino, casi desvanecido por un profundo olor a desinfectan­te, me detuve para retroceder y buscar una de las sillas blancas; pero con un gesto, la enfermera que había llegado ya junto a la cama, me invitó a seguir, sonriendo de nuevo.
    Sobre la cama reposaba la visión estática de un cuerpo gigantesco y musculoso, la cabeza invisible entre las almoha­das; cuando la mujer se inclinó para decir algo, el cuerpo hizo un movimiento penoso y se incorporó; dos de las almohadas cayeron al piso y yo hice el intento de recogerlas, pero ella me detuvo de nuevo con un gesto.
    –Bienvenido –dijo una voz que resonaba extraña, como si hablara a través de una bocina muy vieja.
    A mí se me hizo un nudo en la garganta y en ese momento deseé con toda mi alma no haber insistido.
    –Gracias, muchas gracias por su visita –habló de nuevo –. La aprecio mucho, créame –y resonaba ahora gorgoteando, como ahogándose en un mar de espesa saliva. Y calló, recostándose de nuevo el gran cuerpo sobre las almoha­das.
    Mi pena era indescriptible. Preferí mil veces haber creído la historia de que Charles Atlas era una fantasía, que jamás había existido, a tener que enfrentar la realidad de que eso era Charles Atlas. Me hablaba detrás de una máscara de gasas y en el lugar de la mandíbula pude ver que tenía atornillado un aparato metálico.
    –Cáncer en la mandíbula –dijo otra vez –, ya extendido a los órganos vitales. Mi salud fue de hierro hasta los 95 años. Nunca fumé, y de beber, tal vez un sorbo de champaña para Navidad o Año Nuevo. Mis enfermedades no pasaron de resfríos comunes; el doctor me decía hasta hace poco que podía tener hijos, si quería. Cuando en 1843 gané el título del hombre más perfectamente formado del mundo... en Chicago... recuerdo...– dijo, pero la voz se transformó en una sucesión de lastimeros silbidos y por un largo rato calló.
    –En 1843 descubrí la tensión dinámica e inicié los cursos por correspondencia, gracias a la sugerencia de una escultora que me utilizaba como modelo, Miss Ethel Whitney.
    Charles Atlas levanta entonces sus enormes brazos que emergen de entre las sábanas, pone en tensión sus bíceps y lleva las manos tras la cabeza; las mantas resbalan y tengo la oportunidad de ver su torso, aún igual que en las fotos, a excepción de un poco de vello blanco. Este esfuerzo debe haberle costado mucho, porque se queja largamente por lo bajo y la enfermera lo asiste, cubriéndolo de nuevo y apretando los tornillos al aparato en su rostro.
    –Cuando salí de Italia con mi madre tenía sólo 14 años –continúa –; entonces jamás imaginé que llegaría a hacer una fortuna con mis cursos; nací en Calabria en 1827 y mi nombre era Angelo Siciliano; mi padre se había venido a New York un año antes y nosotros le seguimos. Un día, un grandulón lanzó arena con el pie a mi rostro en presencia de mi novia, mientras paseábamos por Coney Island y yo...
    –A mí me pasó igual, fue por eso que... –intento yo decir, pero creo que no me oye, sigue hablando sin reparar en mi presencia.
    –...comencé a hacer ejercicios; mi cuerpo se desarrollaba maravillosamente; un día mi novia me señaló una estatua del dios mitológico Atlas en lo alto de un hotel y me dijo; mira, eres igual a esa estatua.
    –Óigame –le digo –, esa estatua... Pero es inútil. Su voz es como un río lodoso que aparta a su paso los obstáculos, penosamente.
    –Estudié la estatua y pensé: bueno, un nombre como el mío no es muy popular aquí, hay mucho prejuicio. ¿Por qué no habré de llamarme Atlas? Y también cambié el Angelino por Charles. Después vino la gloria. Recuerdo el día que arrastré un vagón lleno de coristas, por un espacio de doscientos metros...
    –Caramba –exclamo yo –, tal como... –pero la voz, meticulosa y eterna, sigue su curso.
    –¿Ha visto Ud. la estatua de Alejandro Hamilton frente al edificio del tesoro en Washington? Pues ese soy yo–, y levanta de nuevo los brazos y hace el ademán de jalar algo pesado, un vagón lleno de coristas. Pero ahora su dolor debe ser mucho más profundo, pues se queja por largo rato y queda tendido en la cama, sin moverse. Después, sigue, pero yo ya quiero irme.
    –Recuerdo Calabria –dice, y se agita en la cama. La enfermera trata de calmarlo y va a la mesa de los instrumentos y las medicinas para preparar unas gotas –. Calabria y a mi madre con el rostro enrojecido por las llamas del horno, cantando –repite después algo que no entiendo y su voz parece multiplicarse en el recinto, en una serie de ecos agónicos –. Una canción...
    Yo había perdido la noción de todas las cosas, cuando de pronto un timbre resonando incesantemente me devolvió a mi sitio junto a la cama, el timbrazo repitiéndose por los corredores de todo el edificio, para regresar a su punto de partida en la habitación, pues veo a la enfermera accionando un cordón arriba de la cama y a Charles Atlas de espaldas en el suelo, completamente desnudo y cubierto de sangre, el aparato desprendido de su mandíbula.
    Pronto la habitación se llenó de pasos y voces, de sombras. Siento que me arrancan del sitio donde he permanecido, los mismos brazos fuertes que me habían conducido a la cita y al salir, en una confusión de imágenes y sonidos, veo a la enfermera gritando: fue demasiado el esfuerzo, por Dios, no resistió una pose más, y muchos hombres que levantan el cuerpo para depositarlo en una camilla, sacada rápidamente de la habitación.
    Ahora en mi ancianidad, al escribir estas líneas, me cuesta trabajo creer que Charles Atlas no vive y no sería capaz de desilusionar a los muchachos que todos los días le escriben, solicitando informes sobre sus lecciones, atraídos por su figura colosal, su rostro sonriente y lleno de confianza, sosteniendo en sus manos un trofeo o jalando un vagón cargado de coristas, cien muchachas alegres y apiñadas saludando desde las ventanillas, con sus sombreros llenos de flores y el gentío en las aceras presenciando la escena, rostros incrédulos y una mano que levanta su sombrero hacia lo alto entre la multitud.

    Dejé New York aquella noche, lleno de tristeza y de remordimientos, sabiéndome culpable de algo, por lo menos de haber llegado a saber aquella tragedia. De regreso en Nicaragua, ya terminada la guerra, muerto el Capitán Hatfield, USMC, me dediqué a diversos oficios: fui cirquero, levantador de pesas y guardaespaldas. Mi cuerpo ya no es el mismo. Pero gracias a la tensión dinámica, aún podría tener hijos. Si quisiera.

1970.

(De Charles Atlas también muere, 1976)



Juego perfecto


Siempre que subía tan apresurado por la boca de la gradería sólo tenía ojos para el bullpen, ver si al muchacho se lo habían sacado a calentar, si al fin el manager se decidiría a ponerlo esa noche de abridor. Pero el bus se había descompuesto en la carretera sur y ahora venía con tanto retraso, el juego Bóer-San Fernando qué años comenzado. Desde la tiniebla del túnel impregnado de olor a orines había oído el largo pujido del umpire cantando un strike, y casi corriendo, con el portaviandas colgando de la mano, la botella bajo el brazo, emergió a la blanca claridad que parecía bajar como un vapor lechoso desde el mismo cielo estrellado.
    Procuraba llegar temprano al estadio, cuando todavía el manager del San Fernando no había entregado el lineup al umpire principal y los pitcheres seguían calentando en el bullpen. A veces le sacaban a calentar al muchacho, y entonces se pegaba a la malla, con los dedos engarzados en el tejido de alambre para que lo viera, que ya estaba allí, que ya había llegado. El muchacho era tímido y se hacía el desentendido mientras seguía tirando silencioso y desgarbado, para volver siempre a la banca cuando comenzaba el juego. Nunca, desde el principio de temporada cuando el San Fernando lo firmó para la liga profesional, lo habían sacado a abrir. Y a veces ni a calentar. Algunas noches le daba la respuesta con la cabeza desde las sombras del dogout, no, esa vez tampoco.
    Pero ahora que llegaba tan tarde al juego, tras otear en la verde distancia del campo iluminado, lo descubrió al instante en la lomita, flaco y medio conchudo como era, estudiando la señal del catcher. Y antes de que pudiera poner en el suelo el portaviandas para ajustarse mejor los anteojos, lo vio armarse y tirar.
    ¡Strike!, oyó vibrar otra vez el sostenido pujido del umpire en la noche calurosa. Volvió a otear, ahora llevándose las manos al ala del sombrero: era él, el muchacho estaba tirando, se lo habían sacado a abrir. Lo vio recoger con desgano la bola que le devolvía el catcher, limpiarse el sudor de la frente con la mano del guante. Le falta un poquito de pulimento, le falta lija, pensó orgulloso.
    Recogió el portaviandas y como si temiera hacer ruido, caminó con cuidado, casi de puntillas, hasta la frontera entre los palcos del homeplate y la gradería de sol, lo más cerca posible del dogout del San Fernando. Todavía no sabía qué estaba ocurriendo en el juego, a qué altura iba, sólo que el muchacho estaba allí, al fin en la lomita bajo la luz de las torres, mientras la noche se extendía más allá de la pizarra, más allá de las graderías.
    Un batazo que ascendía inofensivo lo detuvo en su camino. El shortstop retrocedía unos pasos y abrió los brazos en señal de que era suyo. Lo cogió tranquilamente, tiró la bola al campo y todo el equipo corrió hacia el dogout. Final de inning, y el muchacho se vino caminando sin prisa, la cabeza gacha.
    En realidad, el estadio estaba casi vacío. No se oían aplausos ni gritos y parecía más bien un día de práctica de esos que congregan a unos cuantos curiosos, los espectadores concentrados en pequeños grupos, como si tuvieran frío.
    Aún de pie, estudió la pizarra que se alzaba a lo lejos detrás de la barda abigarrada de anuncios de colores, ya en la zona donde la luz de las torres no caía directamente y se comenzaba a crear una penumbra. La pizarra era como una casa con ventanas, dos ventanas para las anotaciones de cada inning por donde se veían las siluetas de los empleados encargados de colocar los números. La sombra de uno de los empleados cerraba la ventana de la parte baja del cuarto inning con un cero: 
    A su muchacho no le habían pegado ni un hit, ni el cuadro le había cometido error, por lo tanto iba pitcheando perfecto. Perfecto, volvió a limpiar los anteojos en la falda de la camisa, el portaviandas otra vez en el suelo, la botella prensada bajo el brazo, empañándolos con el aliento y volviéndolos a limpiar.
    Ascendió unas cuantas gradas para entrar en el grupo de espectadores más próximo, y se sentó junto a un gordo manchado de bienteveo, vendedor de quinielas. El gordo tenía a su alrededor un halo de cáscaras de maní que escupía continua­mente mientras quebraba las cáscaras con los dientes y masticaba las semillas.
    A su lado, en la grada, puso el portaviandas y la botella. En el portaviandas traía la cena que ella le preparaba al muchacho para que se la comiera al terminar cada juego. La botella era de café con leche.
    –¿No ha habido carrera? –preguntó al grupo, para cerciorarse de que la pizarra no le mentía, volteándose peno­samente. Un mal aire en el cuello, viejo de tenerlo, no le permitía girar con libertad la cabeza.
    El gordo lo miró con esa segura familiaridad de los espectadores de beisbol. Todos se conocen en las graderías aunque nunca se hayan visto en la vida.
    –¿Carrera? –se sorprendió el gordo como frente a una gran herejía, sin dejar de meterse los maníes en la boca–. Al flaquito ese del San Fernando no le han tocado la primera base.
    –Si es un muchachito –dijo una mujer que estaba en la fila de atrás, estirando la boca con la compasión con que se habla de los niños muy tiernos. La mujer tenía dientes de oro y usaba anteojos como de culo de botella. A sus pies custodiaba una gran cartera.
    Otro de los espectadores que estaba sentado más arriba se rio, complaciente, con toda su boca chintana.
    –¿De dónde habrán sacado a esa quirina?
    Él se esforzó en voltear otra vez la cabeza para encontrar aquella boca grosera que había llamado quirina al muchacho. Se acomodó los anteojos para mirarlo mejor, con todo su reproche. A los anteojos les faltaba una pata, y en lugar de la pata se los amarraba a la oreja con un cordón de zapatos.
    –Es mi hijo –les notificó a todos, recorriendo sus caras de manera desafiante, pese a la dificultad. El chintano seguía con la misma mueca de risa pero no dijo nada. El gordo le dio unas palmaditas afectuosas en la pierna, sin dejar de escupir las cáscaras.
    Cero carrera, cero hit, cero error. Era su hijo, estaba pitcheando al fin, y estaba pitcheando sin mácula. Se sintió seguro allí en la gradería.
    Y los altavoces roncos anunciaron que era precisamente el muchacho quien salía a batear ahora que le tocaba el turno al San Fernando.
    Se lo poncharon rápido. Uno de los cargabates corrió a pasarle la chaqueta para que no se le enfriara el brazo.
    –Buen bateador no es –explicó sin mirar a nadie.
    –No se ha inventado todavía el pitcher que sepa batear –contestó la mujer.
    La mujer no parecía andar con su marido y extrañaba verla en el grupo de hombres. Esta mujer, que debía ya estar acostada en su cama a semejantes horas, sabe de beisbol –pensó agradecido.
    Ella, por el contrario, nunca había querido coger camino de noche para acompañarlo al estadio; le alistaba al muchacho el portaviandas con su cena y se quedaba oyendo la partida aunque no le entendiera, sentada junto al radio en el taller de zapatería que les servía de comedor y de cocina.
    Ahora el San Fernando se tendía en el terreno después de batear sin pena ni gloria. El juego seguía cero a cero y el muchacho regresaba a la lomita. Cierre del quinto inning.
    –Vamos a ver cómo se porta –dijo el gordo cariñosamente–. Yo soy boerista a muerte, pero delante de un buen pitcher me quito el sombrero –y acto seguido se quitó la gorra amarilla con la insignia de Allys-Chalmer y la paseó alrededor de su cabeza, como en homenaje.
    El cuarto bate del Bóer era el primero que salía a batear, un yankote chele, importado. Mascaba chicle, o tabaco. Debió haber sido tabaco porque la pelota le abultaba en el carrillo y escupía continuamente.
    El muchacho le lanzó tres veces nada más. Tres strikes de filigrana, el último una curva que quebró perfecta, en la esquina de afuera del plato. El yanqui ni siquiera pasó el bate una sola vez, estaba como sorprendido.
    –Pasó de noche –se rio la mujer–, el chavalo está crecido.
    Después hubo un roletazo al cuadro, fácil. Por último, un globito a las manos del tercera base. Estaban los tres outs en un abrir de ojos.
    –Vaya, pues –exclamó el chintano– tiene caña esta quirina. Era como para que lo oyera todo el estadio, si el estadio hubiera estado lleno de gente. Pero más allá sólo se extendían las graderías vacías, y en los palcos, unas cuantas chispas de cigarrillo entre las ristras de sillas metálicas, debajo de las cabinas iluminadas de los narradores de radio.
    Él ya no se molestó en voltear a ver al chabacano. Quince outs colgados. ¿Estaría ella pegada al radio allá en el taller? Algo estaría entendiendo, el nombre del muchacho ya lo habría oído.
    Salió el San Fernando otra vez a batear, apertura del sexto inning. Un hombre llegó a primera con un toque sorpresivo y el catcher, que era el quinto bate, pegó un doble. Con un corring tremendo el embasado de primera llegó a home. Y aquello fue todo; el inning cayó con una carrera anotada.
    –Bueno –dijo el gordo boerista con cierta tristeza ahora su muchacho entra con una carrera de ventaja.
    Era la primera vez que le decían “su muchacho”. Y su muchacho se alejaba otra vez hacia la lomita, encorvado, frágil, la cara afilada bajo la sombra de la visera de la gorra.
    –Un niño –había comentado antes la mujer.
    –En junio me cumple los dieciocho años –le confió al gordo.
    Pero el gordo se estaba levantando entusiasmado porque de entrada sonaba un batazo largo, por el center field. Él se consternó cuando vio la bola alejarse hacia semejantes profundidades, pero allá, junto a la cerca esmaltada con sus letras brillantes que parecía recién humedecida de lluvia, el centerfielder fue retrocediendo hasta agarrar el batazo. Se oyó el crujido de la cerca cuando chocó con ella.
    El gordo volvió a sentarse, desilusionado.
    –Buen cachimbazo –dijo nada más.
    Después hubo un roletazo largo, por la tercera. El hombre de tercera recogió detrás de la almohadilla, engarzó bien y tiró con todo el brazo. Out en primera.
    –Le está jugando bonito el cuadro a su muchacho–dijo la mujer.
    –¿Y usted con quién va ahora, doña Teresa? –le preguntó el gordo, un tanto ofendido.
    –Yo nunca voy con nadie, yo sólo vengo a apostar, pero hoy no hay con quién –contestó ella, tranquila.
    Ella llegaba con reales en la cartera, a apostar por todo: bola o strike, se embasa o no se embasa, carrera o no hay carrera. Y el gordo a vender sus quinielas en los sobrecitos.
    Ahora el tercer hombre al bate producía un machucón frente al plate, que el catcher recogía rápidamente para matar en primera. El bateador ni siquiera se molestó en correr, lo que ofendió al gordo.
    –¿Y a este huevón para qué le pagan? ¡Huevón! –gritó, haciendo bocina con las manos.
    Desde la lejanía de las graderías desiertas alguien se acercaba con un radio al oído. Un pequeño transmisor celeste, de plástico. El gordo llamó al dueño del radio por su nombre, para que se acercara.
    –¿Qué está diciendo, Sucre? –le preguntó.
    –Que aquí puede haber juego perfecto.
    El dueño del radio hablaba con la entonación de Sucre Frech.
    –¿Eso dice? –preguntó él, enronquecido por la emoción. Se amarró mejor a la oreja el cordón de zapatos de los anteojos, como si necesitara ver bien lo que le estaban contando.
    –Subile el volumen –pidió el gordo. El dueño del radio lo puso sobre la grada y le subió el volumen. El gordo hizo el ademán de tirarse a la boca un maní invisible, y masticó: los que se quedaron tranquilos en su casa esta noche están despreciando este regalo de la suerte, la posibilidad de ver pitchear por primera vez en la historia patria un juego perfecto. No saben de lo que se están perdiendo.
    Y la apertura del séptimo inning, el inning de la suerte. El San Fernando al bate: un hombre recibió una base por bolas, pero no logró pasar de primera, lo agarraron movido; después un hit más, pero no hubo nada, una línea de aire a las manos del pitcher, un ponchado, el juego iba rápido.
    Otra vez el Bóer iba a batear y en el lucky seven, al muchacho le tocaba enfrentar la batería gruesa, una carga pesada aquí en el cierre del séptimo inning, el inning de las cábalas, las sorpresas y los sustos. A temblar todo el mundo.
    Él estaba temblando, como si le fuera a entrar fiebre, a pesar del calor. Miró penosamente hacia atrás para ver qué cara estaba poniendo el chintano. Pero el chintano se había quedado abstraído y silencioso, pegado al radio azul. El viento tibio parecía alejar la voz de Sucre Frech, sumergida en la estática.
    El pujido del umpire era real, se podía tocar.
    ¡Strike three! El muchacho se había ponchado al primero.
    –Lo que esta quirina está tirando son pedradas – musitó el chintano como rezando, las manos pegadas a la barbilla.
    Vio levantarse serenísima la bola en la blanca claridad, un globo que pegado a la raya viene buscando el left fielder: se coloca lentamente, espera, ¡captura la bola! para el segundo out del inning.
    La mujer se golpeó entusiasmadamente las rodillas.
    –¡Eso, eso! –dijo. En sus anteojos de culo de botella el mundo parecía al revés.
    El gordo masticaba aire en silencio.
    Bola alta, la primera. El chintano se paró como para desentumirse, pero era pura muina. Foul, hacia atrás.
    Primer strike.
    Uno y uno la cuenta para el bateador. Foul, de machucón. Lo pone en dos y una.
    Y el campo calmo, silencioso, los outfielders jugando a media distancia, inmóviles. Un camión pasando lejano hacia la carretera sur.
    Foul, hacia atrás, tres foules seguidos. El hombre no quería rendirse.
    ¡Strike!
    La bola pasó como un bólido por el centro del plate, el bateador ni siquiera la vio y se quedó con la carabina al hombro.
    ¡Final del séptimo inning!.
    Y se oyeron aplausos desperdigados, como hojas secas. Los aplausos tardaban en llegar a sus oídos en aquellas soledades. Y antes de poder girar la cabeza se rio. Sabía que todos los del grupo, el chintano, incluso el gordo, estaban contentos.
    –Esto es grande, aunque me duela –dijo el gordo con gravedad.
    Ahora Sucre Frech estaba hablando de Don Larsen, que hacía sólo dos años había pitcheado en una serie mundial el único juego perfecto en la historia de las grandes ligas, la hazaña a la cual este pitcher desconocido de Nicaragua parece acercarse ahora paso a paso, lanzamiento por lanzamiento.
    Estaban comparando con Don Larsen al muchacho que había regresado al dogout para sentarse tranquilo en el extremo de la banca, callado allí en su rincón, como si nada. Sus compañeros de equipo hablando de otras cosas como si nada, el manager como si nada. Managua en la oscuridad, dormida, como si nada. Y él mismo allí como si nada, ni siquiera se había acercado a la malla como siempre, para dejarse ver, que supiera que ya estaba allí.
    Un muchacho desconocido y novato, que me dicen es de Masatepe, ha firmado este mismo año por el San Fernando. Su primera experiencia de abridor en la liga profesional, su primera oportunidad, y aquí está: lanzando un juego perfecto. ¡Quién lo iba a decir!
    –Juego perfecto significa la gloria –asintió el gordo, que estaba poniendo atención religiosa al radio.
    –Eso es asunto de pasar ya a las Grandes Ligas. Ya, mañana mismo, y agarrar la marmaja –afirmó la mujer, haciendo un gesto como de enseñar los billetes.
    Él se sintió emocionado y envalentonado. Burlón, miró casi de reojo al chintano: “aquí está tu quirina”, quería decirle. Pero el chintano, lejos de querer desafiarlo, meneó la cabeza con respeto.
    Los altavoces repitieron dos veces el nombre del primer bateador del San Fernando. Llegó a primera con un infield hit y el siguiente bateó para doble play, un roletazo al short. Al muchacho que cerraba la tanda se lo volvieron a ponchar, y cayó el inning.
    –¡Apúrense que quiero ver pitchear a la quirina! –gritó el chintano cuando el Bóer salía del terreno, pero a nadie le cayó en gracia. El gordo lo calló: ¡ssshhh!
    Y allí se apagaban otra vez las luces rojas de los strikes y de los outs en la pizarra lejana, y ahora al cierre del octavo. Todo mundo, a amarrarse los cinturones.
    El muchacho volvió a la lomita. Allí estaba ya otra vez, sudoroso, estudiando la señal del catcher. Todo lo que le había sacado al brazo esa noche no era juguete, haciendo historia con el brazo. ¿Se estarían dando cuenta en Masatepe? ¿Estaría la gente despierta en el barrio? La noticia ya debía haber corrido a esas horas, estarían abriendo las puertas, encendiendo las luces, congregándose en las esquinas, porque el hijo del pueblo estaba pitcheando un juego perfecto.
    ¡Strike, tirándole al primero!
    Otra vez el yanqui, cuarto bate del Bóer, plantado frente al plato blandía el bate con rabia, la pelota de tabaco tenso en el cachete.
    Antes de que se diera cuenta, el muchacho le atravesó el segundo strike.
    No trajo bolas malas el chavalo, las dejó todas en su casa. Allí va otro lanzamiento de humo: ¡strike, le cantan el tercero! ¡Se ha ponchado!
    El yanqui tiró el bate furioso, tan duro que fue a rebotar cerca del dogout del Bóer. El chintano lo silbó, llevándose los dedos a la boca.
    –¿Se da cuenta, amigo? –le tocó el brazo el gordo de las quinielas–. Cinco outs más, y usted también pasa a la inmortalidad, por ser su padre.
    Sucre Frech estaba hablando ahora de la inmortalidad en el radito celeste que vibraba sobre la dura gradería de cemento, de los grandes inmortales del deporte rey, Managua entera debería estar ya aquí para presenciar la entrada de un muchacho humilde y desconocido en la inmortalidad. Y él asentía, aterido, todo Managua debería estar ya aquí a estas horas, la gente entrando apresurada por los túneles, emergiendo apiñada en las bocas de las graderías, repletando los palcos, en pijamas, en chinelas, en camisola, levantándose de sus camas, cogiendo taxis, viniéndose a pie a ver la gran hazaña, la hazaña única: línea dura, durísima, entre center y left.
    Desde la nada el left fielder apareció corriendo hacia adelante y extendiendo el brazo en la carrera engarzó como por magia la bola, que ahora devolvía tranquilamente al cuadro. ¡Segundo out del inning!
    Él se había querido poner de pie, pero no pudo. La mujer vio la jugada entre los dedos, cubriéndose los ojos con las manos.
    El chintano le tocó el hombro.
    –En cuanto acabe este inning lo quieren entrevistar de Radio Mundial. Sucre Frech, en persona –le dijo, y chifló sin sacar ningún sonido de su boca desdentada.
    –¿Y cómo saben que él es el papá? –preguntó el gordo.
    –Yo les fui a decir –contestó el chintano, la boca llena con su risa odiosa: roletazo por primera, entra el hombre de primera, captura, va a asistir el pitcber. ¡Un out fácil! ¡Out en primera!
    –¡Vamos todos! –ordenó el gordo.
    El grupo entero se puso de pie. El gordo encabezaba la procesión que se dirigió hacia los palcos, para que él hablara desde la cabina de Radio Mundial. Subieron por entre las silletas vacías y desde la ventana de la cabina Sucre Frech le alcanzó el micrófono.
    Cogió el micrófono con miedo. El chintano empujaba para acercarse, la mujer pelaba los dientes de oro con su cartera de los reales colgada del brazo, como si fueran a retratarla. El gordo ponía oído, circunspecto.
    –Dele sin miedo, viejito –lo animó el chintano por lo bajo.
    Ahora ya no se acuerda de las palabras que dijo, pero mandó un saludo a toda la fanaticada nacional, y en especial a la de Masatepe, a su señora esposa y madre del pitcher, a todo el barrio de Veracruz.
    –Yo lo hice como pitcher, hubiera querido haber continuado, desde la edad de trece años le empecé a cultivar el brazo, a los quince abrió su primer juego con el “General Moncada”, todos los días yo mismo lo llevaba por delante en la bicicleta a su práctica, yo le cosí su primer guante en la zapatería, los spikes que anda ahora puestos son hechos míos.
    Pero ya le quitaban el micrófono porque Sucre Frech tenía que empezar a narrar, apertura del noveno inning y el San Fernando en su último turno al bate, el juego una a cero. De lo que se están perdiendo los que no vinieron.
    Y otra vez se fue en cero el San Fernando, en lo que volvieron a sus lugares en la gradería ya había un out, y los otros outs vinieron sin sorpresas. Y todo mundo lo que quería era entrar a la hora de la verdad, la última bateada del Bóer, el último desafío para el muchacho que tanto se había agigantado a lo largo de la jornada:

    Todo era cosa de un cero más en la pizarra, cerrar la última ventana abierta por la que se asomaba la cabeza distante del encargado. Ya ni pondrían la tabla, nunca la colocaban al final del juego.
    Y cuando el muchacho partió hacia el centro del diamante, todos se quedaron en silencio respetuoso como despidiéndolo para un largo viaje. Desde la gradería lo vio voltear la cabeza un instante hacia él, quería cerciorarse quizás de que estaba allí, que no había dejado de llegar esa noche. “¿Es que lo he dejado solo?”, empezó a reprocharse.

    ¿Verdad, amigo, que es mejor que no me le haya acercado? –le preguntó de manera muy queda al gordo.
    –Sí –sentenció el gordo–, será cuando acabe el juego perfecto que vamos a ir todos a abrazarlo.
    Bola, alta, la primera.
    El catcher tuvo que recibir de pie el lanzamiento. Comienzo del noveno inning, una bola, cero strike.
    –Yo no me atrevo ni a ver –dijo la mujer y se cubrió la cara con la cartera de los reales.
    El negro que estaba bateando era cubano de los Sugar Kings, ya el muchacho se lo había ponchado una vez. Requeneto y musculoso, el uniforme le quedaba tilinte. Con impaciencia se daba con el bate en las suelas.
    –Este negro se ve con ganas de romperle las costuras a la bola –proclamó el chintano.
    El segundo lanzamiento pasó alto también. El umpire se volteó hacia un lado para marcar la bola, sin ningún aspaviento.
    Dos bolas, cero strikes.
    –No te me vayás a descontrolar a estas horas de la noche, papito lindo –volvió a hablar para todas las tribunas el chintano.
    –Bola mala, la tercera –cantó Sucre Frech desde el radio con gran alarma.
    –¿Qué ha pasado? –preguntó la mujer sin dar la cara.
    –¡Qué barbaridad! –se lamentó el gordo, y lo miró a él, con lástima sincera. Él sólo sentía que el sudor le mojaba copiosamente la badana del sombrero.
    El catcher pidió tiempo y fue trotando hasta la lomita a conferenciar con el muchacho. Escuchó muy atento lo que el catcher le decía, al mismo tiempo que rebotaba la bola contra el guante.
    La conferencia en la lomita ya terminaba, el catcher se colocaba de nuevo la máscara y el bateador volvía al plate. El próximo lanzamiento una bola y el negro del uniforme tilinte tiraría burlón el bate para trotar hacia la primera base, contento de la desgracia ajena.
    –¡Strike! –se oyó cantar en el gran silencio al umpire, el brazo en una manigueta violenta. Cuando el eco del pujido se apagó, parecía oírse el chisporrotear de los focos desde la altura de las torres.
    –El automático –dijo el chintano.
    –La cuenta es de tres bolas, un strike. No hay out. –Sucre Frech no dijo más. Por el radio sólo entraban ráfagas de estática.
    Acurrucado y con los brazos pegados a las rodillas, se sentía como indefenso. Pero su ilusión lo hacía deshacerse en el mismo vapor iluminado que descendía de las torres, del cielo estrellado mismo. Era una ilusión que le dolía.
    –¡Strike! –volvió a cantar el juez.
    –Ese strike lo oyeron en todo Managua –se sonrió afable el gordo.
    El negro le había tirado a la bola con toda el alma y después de girar en redondo quedó trastabillando, desbalanceado.
    –Si llega a agarrar esa bola, no la vemos nunca más–dijo el chintano, que seguía predicando en el desierto.
    Tres bolas, dos strikes. Los que padecen del corazón, mejor apaguen sus receptores y averigüen mañana en el periódico qué es lo que pasó aquí esta noche.
    El muchacho cazó con desgano la bola que le devolvía el catcher; una bola nueva. La observó en su mano, como interrogándola.
    La mujer seguía preguntando qué pasaba, oculta tras la cartera.
    –Qué jodés –la regañó el gordo, nervioso.
    El negro soltó un batazo altísimo que el viento trajo hasta el dogout del San Fernando, cerca de donde ellos estaban sentados. El catcher vino en su persecución, con cara desesperada, pero la bola fue a rebotar con golpes sordos en el techo de los palcos.
    –La cuenta se mantiene en tres y dos –dijo el chintano, como si fuera el locutor.
    –¿Vos sos payaso, o qué? –el gordo ya estaba bravo: roletazo entre short y tercera, sale el short, recoge, tira a primera: ¡out en primera!
    A él la ilusión se le subió a la garganta, estalló allí triunfalmente y el estallido lo inundó por completo. ¿Volvería con él a Masatepe esa misma noche? Cohetes, el gentío en la calle, habría que cerrar la puerta de la zapatería, no fueran a robarle todo.
    El ojo rojo de la pizarra estaba marcando el primer out.
    –Ya va llegando, va llegando –suspiró la mujer, con esfuerzo.
    Sintió que el gordo le echaba afectuosamente el brazo, el chintano le palmeaba la espalda chabacanamente, el dueño del radio le subía más el volumen, en señal de alegría.
    –No me feliciten todavía –pidió él, deteniéndolos con un gesto de las dos manos, pero más bien les quería decir: felicítenme, abrácenme todos y todos distraídos, riéndose, comentando.
    El sorpresivo sonido del bate los hizo volver de inmediato vista al cuadro.
    Vio la bola blanca, nítida, rebotar en el engramado en viaje hacia la segunda base y detrás de la almohadilla el hombre de segunda ya estaba allí, venía al encuentro de la bola y le llegaba de costado, la recogía, recoge, la saca del guante, va a tirar a primera, pierde entre las manos, un malabar que no acaba nunca, recupera, tira a primera, viene el tiro, el tiro es abierto.
    El corredor pasaba raudo sobre la almohadilla de primera con su misma sonrisa de un momento antes pidiéndoles que no lo felicitaran, él tornaba a mirarlos, todo aquello era mentira y era locura. Pero el juez de primera vestido de negro seguía allí, casi en cuclillas, los brazos abiertos barriendo una y otra vez el suelo, mientras el corredor se afirmaba desafiante sobre la almohadilla lanzaba a lo lejos el casco protector.
    El dueño del radio le quitó el volumen. La voz de Sucre Frech sonaba, pero ya no se entendía lo que seguía diciendo desde la cabina.
    –Detrás del error, viene el hit –dijo el chintano, implacable. Los dos o tres fotógrafos que andaban por el campo, se congregaron junto al homeplate.
    El sonido claro y sólido del bate lo llamó otra vez desde las profundidades donde andaba perdido y desconsolado. La bola picaba en el fondo del centerfield, rebotaba contra la cerca y el hombre de primera estaba llegando cómodamente a la tercera base, venía el tiro de vuelta al cuadro, en relevo hacia el catcher para contener al corredor en tercera, un tiro malísimo y la bola casi la metían en el dogout, los flashes de los fotógrafos denunciaban que estaban entrando a la carrera del empate y el segundo corredor ya doblando por tercera, la bola no llegaba nunca y el hombre se barría en home en medio de una gran polvareda y más flashes de los fotógrafos.
    –¡Allí está el Bóer, pendejos! –gritó el gordo, feliz.
    Él miró desconsolado a los del grupo.
    –¿Y ahora? –les preguntó, casi sin darse a oír.
    –La bola es redonda –declaró desde atrás el chintano, ya de pie para irse.
    La poca gente comenzó a salir, despreocupada, apresu­rada. El gordo se alisó el pantalón por las nalgas, buscando el viaje. El San Fernando ya había desaparecido del cuadro. El gordo y la mujer se alejaron, platicando.
    Entonces él recogió el portaviandas y la botella de café con leche ya fría. Empujó la puertecita de cedazo y entró al terreno. En el dogout los jugadores andaban perdidos en la penumbra, vistiéndose para irse.
    Se sentó en la banca junto al muchacho y desamarró el trapito que cubría el portaviandas. El muchacho, el uniforme traspasado de sudor, los zapatos llenos de tierra, comenzó a comer en silencio. A cada bocado que daba lo miraba a él. Masticaba, daba un trago de la botella, y lo miraba a él.
    Mientras comía se quitó la gorra para secarse el sudor del pelo y una ráfaga de viento que arrastraba polvo desde el diamante, se le llevó la gorra. Él se levantó presuroso para ir tras la gorra del muchacho, y logró recogerla más allá del home plate.
    Del lado del rightfield comenzaron a apagar las torres. Sólo quedaban los dos en el estadio, rodeados por las graderías silenciosas que empezaban a ser invadidas por la oscuridad.
    Volvió con la gorra y se la puso cuidadosamente en la cabeza al muchacho, que seguía comiendo.

Managua, febrero/marzo de 1984.


(De Clave de Sol, 1992)

La suerte es como el viento

A Dora María Téllez



La raspadita fue como una tromba que entró en Ciudad Darío desordenando los vientos en las calles. Casi sentías que te levantaba la falda, te revolvía el pelo, soplaba en su tumulto y se te alborotaban en el alma unas ganas locas de comprarla empujándote a raspar y ganar mientras te cosquilleaba en el oído la cancioncita raspe y gane, raspe y gane, la suerte instantánea, raspe ya y no espere para mañana, si un símbolo aparece tres veces usted gana ese ansiado premio, un automóvil Daewoo Racer último modelo que te enseñaban a cada rato en la televisión, giraba frente a tus ojos y un coro cantaba un canto celestial, cuatro puertas, tocacintas estereofónico y radio FM, aire acondicionado, asientos reclinables y vidrios ahumados para que no te vieran si no querías que nadie te viera, un sueño inventado sólo para usted, una delicia suprema las manos en el timón.
    ¿Quién en este mundo iba a pensar que el premio viniera a caer en Ciudad Darío, donde nunca cae nada, ni siquiera la lluvia? ¿Y que le tocara a las dos hermanas, que ni sabían manejar? Un carro de película, así como ése, jamás había entrado en Ciudad Darío.
    Nosotras, que por miedo a las monjas nunca habíamos raspado, al fin nos decidimos a probar. Regresábamos las tres del colegio un martes de febrero y tras mucho discutir y dudar, empujándonos entre risas nerviosas, entramos en la pulpería de don Benedicto. Las monjas a cada rato nos advertían que tentar la suerte era un pecado contra la virtud.
    –Que se arrechen las monjas, pero yo no me aguanto más –dijo la Mirta, que entró de primera.
    Don Benedicto había sido toda su vida agente de la Lotería Nacional común y corriente, a la que nunca le hicimos caso, pero la raspadita era una cosa distinta, algo nuevo que soplaba y soplaba por el pueblo, el viento díscolo de la tentación, no había quien no raspara, las aceras llenas de boletos raspados, una mortandad de ilusiones pisoteadas ya inservibles porque el premio siempre caía lejos y en Ciudad Darío se negaba a salir.
    Ya dentro de la pulpería nos tomamos una Pepsi para sosegarnos y nos quedamos dando vueltas cerca de la vitrina donde don Benedicto guardaba enllavados los boletos, dudando en atrevernos; por qué iba a ser prohibido, por qué iba a ser pecado, si era algo tan natural.
    Se los dije, no compren el boleto entre las dos, ¿qué pasa si se ganan el carro? Allí van a ver la trifulca que van a armar, las conozco, ustedes no son hermanables; y ellas vienen y me dicen que no, que si compraban el boleto mitad y mitad era precisamente por ser hermanas, iban a manejar el carro un ratito cada una, riéndose porque no creían que fueran a ganarse nada, apenas era cosa de empezar a probar. ¿No había acaso tantos boletos muertos en las aceras?
    Jamás pensaron que al raspar, iban a aparecer las tres figuritas del milagro, los tres carritos rojos de la ilusión. Compramos dos boletos, uno entre ellas dos, otro para mí. Ellas rasparon, fue Mirta la que raspó, ganaron, y después se envenenaron.
    Nos quedamos admirando las figuras, como embrujadas, como que no era cierto, cada una disputándose el turno para examinarlas, y todavía la Ernestina le preguntó a don Benedicto si era verdad aquello, alcanzándole el boleto, la mano en un sólo temblor.
    Don Benedicto contó con el dedo los tres carritos. Los contó dos veces.
    –Es verdad –nos dijo, sin salir de su asombro–. ¡Vean qué cosa! Tantos que han raspado, y nada; y ustedes, a la primera de bastos, se sacan el carro.
    La Mirta le arrebató el boleto a don Benedicto, tiraron los libros en media calle, y corrieron, de vuelta a su casa, yo tras ellas arrastrada por aquel ventarrón que ahora era de alegría, la mamá, doña Ermelinda, ocupada en sus oficios en la cocina, costó que les entendiera lo que le anunciaban entre brincos y gritos y llantos. Ella las regañó, pidiéndoles sosiego, se secó las manos en el delantal, solicitó que le prestaran el boleto para revisarlo, la Mirta se lo dio; buscó en la gaveta de la máquina de coser sus anteojos, salió a la calle para comprobar a la luz del sol si era cierto, preguntando cómo era la cosa, ¿los tres carritos rojos valían, era suficiente? Y ellas que sí, brincando, y yo que sí, envidiosa, con sólo escoger ese boleto de primera la agraciada hubiera sido yo, pero me entretuve buscando el billete de cinco córdobas entre las páginas del libro, y el billete bendito tanto que tardó en aparecer.
    Al principio fue la discusión del viaje a Managua, ir a buscar a Alberto para pedirle que las llevara en su jeep a cobrar el premio, que yo me fuera también con ellas. La mamá las sofrenaba, que se esperaran, no iban a coger solas el camino y con un hombre, ella tenía que acompañarlas, que aguardaran hasta el día siguiente, ¿dónde iban a dormir en Managua? ¿Acaso conocían Managua? Jamás habían estado en Managua, ¿cuánto tiempo iban a tardar en los trámites hasta que les entregaran el carro? Ella no tenía confianza en ese Alberto. ¿Y si Alberto se les emborrachaba? Por borracho, mujeriego y aventurero es que lo conocía ella.
    No hubo caso, ellas querían irse ya, pero la mamá diciéndoles que nada, había que esperar, nada de Alberto, buscar un chofer serio, ellas no sabían manejar, ¿quién se iba a traer manejando el carro? Alberto, volvían las dos. Y la señora, que ni le mentaran al tal Alberto, bonito estaría coger el camino con un hombre irresponsable que a su edad ya debería estar casado y de puro casquivano que era mantenía queridas hasta en Sébaco, las queridas y las cantinas eran su diversión.
    Dale de argumentar y discutir, y la casa ya llena de gente, el gentío venía a saber cómo era eso del carro, felicitando a doña Ermelinda que ordenaba y disponía como si el carro fuera su propiedad, enseñándole el boleto a todo el mundo, sin aflojarlo, señalando con el dedo tiznado los tres carritos rojos.
    A ninguna de las dos les gustó que doña Ermelinda se empezara a hacer la gata brava con el boleto, se los leí en las caras. Tampoco les caía en gracia que siguiera despotricando contra Alberto, poniéndolo a cada rato por los suelos, lampaceando el piso con él, se había robado unas vacas de un potrero ajeno, el banco lo perseguía por estafa, un marido engañado lo quería matar.
    Fue la Ernestina la que dio comienzo al descalabro. Aprovechó un momento de descuido de la mamá y le arrancó el boleto de las manos en presencia de la multitud de curiosos, que ella iba a guardarlo; pero la Mirta, que ya andaba al acecho de las intenciones de la hermana, se le abalanzó encima, de ninguna manera, a ella le tocaba tenerlo porque era ella la que había raspado, y se dieron delante de toda la concurrencia la primera moqueteada; la Ernestina es la menor de las dos, pero la más fuerte y la más gorda, se defendió como un tigre y a la brava se quedó con el boleto mientras la Mirta lloraba, la mamá consolándola, que no importaba, si al fin y al cabo el carro les pertenecía mitad y mitad.
    Pero la Mirta no se conformó, era la más débil pero la más altanera, de ninguna manera el carro iba a ser de las dos, nada de mitad y mitad, era sólo de ella y nada más de ella, que la Ernestina le devolviera ya mismo el boleto.
    –Ah, ¿con que así es la cosa? –dijo entonces la Ernestina–. Pues ahora el carro es sólo mío. Y si querés más trifulca, trifulca vas a tener.
Entonces, sucedió lo que yo estaba temiendo. La Mirta, sin dejar de llorar, amenazó a la Ernestina que si no le entregaba inmediatamente el boleto iba a contarle a la mamá algo tremendo. Se puso en medio de la salita de la casa y apretó los puños, temblando de rabia:
    –Voy a decir ahorita mismo lo que vos ya sabés, aquello muy feo que hiciste con aquél –le dijo a la Ernestina.
    –¿Qué? –contestó la otra, fingiéndose la valiente, pero con la voz ya apagada por el miedo–. ¿Qué es lo que yo ya sé? Vos no sabés nada.
    –Lo que vos bien sabés, no te me hagás la mosquita muerta. Voy a contar hasta cinco...
    Y la Ernestina, como una mansa palomita, fue y le entregó el boleto.
    –Bueno –le dijo–, pero quedamos en que el carro es de las dos.
    –Si acaso te invito algún día a montarte para que des una vueltecita hasta la carretera, sentite bien pagada –le respondió la Mirta, metiéndose el boleto lo más hondo que pudo en el brassier.
    Doña Ermelinda miró a los presentes con sonrisa forzada, como pidiéndoles excusas por todas aquellas groserías, mientras la Ernestina, derrotada, se apartaba a llorar en un rincón de la salita, sentada a plan en el suelo.
    La Mirta me llamó entonces y me propuso que buscáramos a Alberto para irnos de inmediato a Managua.
    –Aquí estamos perdiendo el tiempo –me dijo–. Si nos apuramos, antes de la noche estamos de vuelta con el carro.
    Pero mientras la oía, yo no le quitaba el ojo de encima a doña Ermelinda; aquella su sonrisa pública repartida a los presentes, por dentro lo que avisaba era tempestad. No se iba a tragar, así nomás, las insinuaciones que la Mirta había lanzado sobre su hermana.
    Ni que hubiera sido yo adivina. Sin importarle que la casa rebosaba de gente, doña Ermelinda, agenciada ya de una tajona que descolgó de un clavo en la pared, se fue acercando, muy calladita, midiendo sus pasos, al rincón donde la Ernestina se había sentado a llorar en el suelo.
    Se enrolló el cabo de la tajona en el puño y empezó a interrogarla, en sus cuentas, en secreto; pero el murmullo de su voz era tan sonoro y el silencio que se hizo tan profundo, que nadie se perdió palabra.
    –¿Qué es lo que no querés confesar? ¿Qué es eso que hiciste que yo no sé? –le decía, alzando la tajona–. ¡A mí, que soy tu madre, no me vas a andar con engaños ni carambadas! ¿Quién es ése con el que hiciste lo que hiciste?
    –La va a tajonear por tu culpa –le dije yo a la Mirta, muy asustada.
    –¿Y qué? –se encogió ella de hombros–. Que pague su mal gobierno. Dichosa debería sentirse que no la han panzoneado.
    Silbó el primer tajonazo, y a mí se me erizó la espalda. Pero la Ernestina, en lugar de responder a las preguntas que seguían lloviéndole junto con los chilillazos, más bien pareció sacar fuerzas del castigo. Se vino desde el rincón, otra vez enfurecida, perseguida por la mamá, y se le encaró a la Mirta, sin preocuparse en lo más mínimo de los tajonazos que no cesaban de cruzarle el lomo.
    –Dame ese boleto ahora mismo –le exigió.
    Las greñas del pelo se le habían pegado sobre la cara bañada en lágrimas. Daba miedo su aspecto.
    La Mirta la miró con desprecio.
    –Ni lo soñés– le respondió. Y sin retroceder, le lanzó en la cara una risotada de loca.
    –¡Qué me lo des, te digo! –gritó la Ernestina y se le fue encima.
    La Mirta se le zafó, y corrió hasta la mediacalle, sus carcajadas cada vez más audaces. La gente que llenaba la casa se desbordó por la puerta, a encontronazos, para buscar sitio en la acera. En todas las puertas del vecindario aparecieron racimos de cabezas.
    –¡Mamá! –llamó la Mirta desde la calle, burlona–. ¡Te voy a decir lo que vos querés saber! ¡Te voy a decir con quién vive la Ernestina!
    La señora, afligida, con razón, porque el bochinche iba a ser ahora en plena calle, se olvidó de la Ernestina; y esforzándose por apartar a los curiosos que no la dejaban pasar, se salió, con la intención de obligar a la Mirta a meterse. Ya estaba en la acera, con la tajona en la mano, dispuesta a bajarse, pero de pronto se detuvo, encabritada contra los mirones.
    –¡Se me van todos de aquí! ¡Nadie tiene por qué estar oyendo lo que no debe! –le gritó furiosa al gentío de la acera, amenazando con la tajona–. ¿Y ustedes? –les gritó, todavía más alto, a los vecinos–. ¿Acaso les debo algo? ¡Métanse a sus casas!
    La concurrencia se desbandó, amuinada. Los vecinos cerraron sus puertas como ante el aviso de que anda suelto un perro con rabia. Sólo yo quedaba, la única extraña, y decidí que era hora de irme también.
    La Ernestina corrió a alcanzarme.
    –No, no te vayás –me dijo, sujetándome por la manga de la blusa–. Tenés que acompañarme a Managua. En cuanto me devuelva el boleto esta loca, nos vamos a buscar a Alberto. Él nos lleva.
    –¡Voy a empezar otra vez a contar hasta cinco...! – gritó la Mirta, otra vez, desde media calle.
    La Ernestina, como si la hubiera picado un alacrán, se bajó a la calle.
    –¡Hacé lo que querás, no me importa! –le dijo a la Mirta–. Pero ahora mismo me vas a entregar ese boleto.
    Le temblaba la quijada, la cara pálida. Yo sentía que iba a ser capaz de cualquier cosa. Doña Ermelinda sintió lo mismo que yo, y se asustó.
    –Vengan, métanse a su casa –les ordenó, con mucha cautela.
    –Yo entro hasta que me dejen en paz. Decile a esta perdida que el boleto es mío y entro –respondió la Mirta.
    –Dame el boleto a mí, yo lo voy a guardar –le suplicó la mamá.
    –¿Y a cuenta de qué? –le dijo la Mirta, desafiante y altanera–. ¿Ya no querés oír de qué se trata el secreto? Una vez... –empezó.
    La Ernestina siguió avanzando.
    –¿No me vas a dar el boleto? –le dijo a la Mirta, casi ahogándose.
    –No –se cruzó de brazos la Mirta–. El carro es mío y sólo mío. De nadie más.
    –Entonces, quedate con él, pero te vas a arrepentir –estalló en llanto la Ernestina y entró corriendo a la casa, se metió al aposento donde dormían las dos, y trancó la puerta.
    La señora corrió tras ella y empezó a golpearle la puerta, exigiéndole que saliera.
    La Mirta entró también.
    –No le va a sacar nada –me dijo–. Allí dejémosla, ya le va a pasar. Busquemos a Alberto y vámonos para Managua.
    –Ese carro es de las dos –le dije yo.
    –Sólo vos sabés –me dijo ella–. Mío y de nadie más.
    –No seás así –le dije yo–. Puede pasar una desgracia.
    –Qué desgracia va a pasar –me dijo ella–. Si sigue jodiendo, se lo cuento todo a mí mamá. Eso es lo que va a pasar.
    La señora, al ver que la Ernestina no le abría la puerta, dio la vuelta por el patio y fue a llamarla por la ventana.
    –¡Se tomó todas las pastillas! ¡Se envenenó! –oímos gritar a doña Ermelinda.
    La Mirta se quedó clavada en el mismo lugar, y lo que hizo fue palparse el brassier. Yo corrí y llegué cuando la señora se estaba queriendo meter por la ventana, pero no podía, porque era muy enclenque para semejante esfuerzo. La aparté, y fui yo la que se metió.
    La Ernestina estaba desvanecida, boca abajo sobre la cama, como un saco de trapo. El vasito de pastillas, vacío, a su lado. Destranqué la puerta, entró la señora, y yo corrí a buscar a la Mirta, que seguía en el mismo lugar.
    –Hay que ir a llamar a Alberto, que preste el jeep para llevarla al hospital de Matagalpa –le dije–. Se tomó todo el vaso de pastillas para los nervios.
    –No, Alberto me tiene que llevar a mí a Managua –me contestó ella, como si nada estuviera pasando–. A mí no me va a negar ese favor. Yo sé por qué te lo digo.
    Hablaba de Alberto con gran soltura y seguridad, como si fuera propiedad particular de ella.
    –No seás bárbara –le dije–. Se puede morir tu hermana.
    –Es culpa de ella –me dijo, y volvió a palparse el brassier, como queriendo asegurarse de que el boleto seguía allí.
    Yo ya no le hice caso, cogí la calle y me fui a buscar a Alberto. Lo encontré, por dichas, en el momento en que encendía el jeep para irse a su finca.
    –¡Alberto! ¡La Ernestina se tomó un vaso de pastillas! ¡Se puede morir! ¡Tenés que llevarla al hospital de Matagalpa! –le grité.
    Él me miró, asustado. De lejos se notaba que su viaje a la finca era un pretexto, iba huyendo. Se quitó la gorra, y se rascó la cabeza.
    –¿Se envenenó por lo que yo tuve con ella? –me preguntó.
    –No, se envenenó por el carro que se sacaron en la raspadita –le contesté yo.
    Él siguió vacilando.
    –Yo voy con mucho gusto –me dijo–. ¿Pero no ves que la Mirta me denunció con su mamá, que yo vivo con la Ernestina? Ya me lo vinieron a decir. ¿Cómo voy a entrar en esa casa?
    –Tu nombre no ha salido para nada –lo urgí yo.
    –Bueno –dijo él–, pero en cuanto la Mirta me vea, me denuncia. ¿Y si me obligan a casarme?
    –¿Y si te pido que lo hagás por mí? –le dije.
    Él me miró, y se volvió a poner la gorra.
    –Subite, pues, al jeep –me dijo.
    Volvimos a la casa, Alberto atravesó la puerta sin mirar a la Mirta, que seguía parada en el dintel, entró directo al aposento, levantó a la Ernestina de la cama y la cargó en sus brazos para montarla en el jeep. La Mirta lo miraba furiosa.
    Doña Ermelinda se había desgajado en una silla, a llorar, olvidándose de que tenía la tajona siempre en la mano, enrollada por el cabo.
    Cuando Alberto atravesaba la puerta, cargando a la envenenada, la Mirta lo detuvo.
    –Alberto –le dijo muy sonriente–. ¿Ya sabés que me saqué el carro en la raspadita?
    Alberto la miró, confundido.
    –Sí, ya sé que se sacaron el carro entre las dos –le dijo, y quiso seguir adelante.
La Mirta se le interpuso.
    –Entre las dos, no, yo me lo saqué sola –respondió ella, empurrada.
    Él se quedó callado, sin atreverse a seguir avanzando, mientras buscaba cómo acomodarse mejor el cuerpo de la Ernestina; su sueño era tan profundo, que roncaba de una manera extraña.
    –Bueno, lo que sea –dijo al fin Alberto, ya impaciente–. Dejame pasar, que no hay tiempo que perder.
    –Lo que sea no –le respondió la Mirta–. Ya te dije que fui yo la que me saqué el carro. Es un carro nuevecito. ¿Me querés llevar a Managua a cobrar el premio, o no?
    –Despuecito. Ahora tengo que llevar a tu hermana al hospital –le dijo él, como quien le habla a un niño díscolo.
    –Ah, bueno –se encrestó la Mirta–. Te la llevás porque es tu mujer. ¿Acaso no vivís con ella? Llevátela, pues, de una vez.
    Alberto, que es tan cabal, porque no es cierto que ande en las cantinas ni tenga queridas, ni haya estafado al banco, se puso rojo de lo furioso que estaba.
    –Estás celosa porque nunca te hice caso a vos –le dijo–. Y olvidate de que te voy a llevar a Managua a traer ese carro. Andate a pie, si querés.
    Doña Ermelinda, que mientras lloraba estaba oyéndolo todo, se vino hecha una furia, pero no contra Alberto, sino contra la Mirta.
    –¿Qué es lo que estás diciendo?–la enfrentó, revoleando la tajona.
    –La verdad –dijo la Mirta–. La Ernestina es la querida de este señor. No es la primera vez que la tiene entre sus brazos, como ahora. Otra más de sus queridas, si querés saber.
    –¡Sos una degenerada! –gritó la señora, y le cruzó la cara con la tajona.
    El tajonazo le cortó la mejilla a la Mirta, muy cerca del ojo, y le sacó la sangre. Cuando se tocó la cara y se vio la mano ensangrentada, para qué quiso más. Se puso histérica.
    –¡La degenerada es ella, y a mí me pegás! –gritó, entre sollozos horribles.
    –¡Me vas a entregar ahora mismo ese boleto! –le exigió la señora, levantando otra vez la tajona.
    La Mirta dejó de sollozar y se rio, con risa como del otro mundo. Se le empezaba a inflamar el ojo, la sangre le bajaba hasta la boca. Burlándose de su mamá, se sacó el boleto del brassier, y se lo enseñó.
    –Aquí está –le dijo–. Para que lo veás de lejos, porque no se lo estoy entregando a nadie. El carro es mío.
    Doña Ermelinda le dejó ir otro tajonazo, que por casualidad le dio en la mano, y el boleto cayó al suelo. Las dos, madre e hija, se abalanzaron a recogerlo, pero doña Ermelinda, sacando energías quién sabe de dónde, llegó primero y lo agarró. Y antes de que la Mirta alcanzara a reaccionar, la señora corrió con el boleto a la cocina.
    Alberto, desconcertado, corrió detrás de ella, siempre cargando a la Ernestina, corrió la Mirta, enfurecida, y corrí yo. La señora había apartado a un lado la porra de frijoles que se estaba cociendo en el fogón, y todavía alcanzamos a ver cuando lanzaba el boleto entre las llamas.
    El pedacito de cartulina se encogía, se achicharraba sin remedio. Una nada, un simple papel; los tres carritos rojos se pusieron de color café, después se volvieron negros, y desaparecieron para siempre hechos ceniza. Finalmente, doña Ermelinda agarró una astilla de leña y revolvió las brasas, con impulsos de cólera.
    La Mirta dejó oír un alarido espantoso, como un animal al que le han atravesado un cuchillo en el galillo. En una repisa de la cocina había una botella de herbicida Malathion, ella lo buscó con la vista en medio de su desvarío, agarró la botella y se la empinó, sin que nadie tuviera tiempo de arrebatársela. Fueron tres grandes tragos los que dio.
    Ahora sus alaridos eran de dolor. Se retorcía, se doblaba apretándose el estómago, y cayó de rodillas.
    El pobre Alberto. Corrió a dejar a la Ernestina en el jeep, y volvió, siempre en carrera, para cargar a la Mirta, que ya estaba echando espuma por la boca.
    –Venite conmigo, para que me ayudés –me dijo, mientras pasaba a mi lado con la otra envenenada en sus brazos.
    –¡Yo me voy a volver loca! –aulló la señora, y empezó a dar topetazos contra el tabique de la cocina.
    –Traétela también a ella –me ordenó Alberto.
    Yo obedecí y me le acerqué. En su desesperación, la señora no cesaba de azotar la cabeza contra el tabique.
    –Tenemos que irnos al hospital –le dije.
    Se resistía, no porque no quisiera acompañar a sus dos hijas moribundas, no era eso; era que estaba trastornada. Tuve que arrastrarla a la fuerza.
    Las puertas de la casa quedaron en pampas, mientras Alberto arrancaba el jeep y agarraba la carretera a Matagalpa a toda velocidad, ahuyentando a las gallinas y los chanchos que se le cruzaban en el camino. Una gallina voló sobre el vehículo y fue a estrellarse contra el parabrisas. Yo iba en el asiento delantero, a su lado. Ya en la carretera, pasado Sébaco, me rozó la mano, y como yo dejé la mano donde estaba, me la acarició.
    Les lavaron el estómago en el hospital. Les pusieron suero, las tuvieron en observación, se salvaron. La Ernestina se despertó preguntando por el boleto de la raspadita. En la cama de al lado, la Mirta guardaba silencio, emperrada. Es hoy todavía y no se hablan, andan por la casa como si no se conocieran, se van al colegio cada una por su lado.
    Las últimas veces que me aparecí por la casa, la mamá me salía a recibir con los ojos enrojecidos de tanto llorar:
    –¿Qué hago, qué hago? –me decía–. Esto es un infierno.
    Ya no regresé más. Ahora ninguna de las dos hermanas puede verme ni en pintura. Hasta doña Ermelinda me cogió ojeriza y ya ni por la calle puedo pasar, porque se sale a la puerta a lanzarme chifletas desconsideradas. La muy bruta, como si no supiera que de no ser por mí, se le mueren las dos hijas ambiciosas.
    Y no es sólo eso. Le cogen el centavo que pueden, y se van a la pulpería de don Benedicto a comprar boletos de la raspadita. Han vendido lo que han podido, hasta el televisor, para seguir jugando. Raspan, raspan, y raspan, y nada. Las tres figuritas con los carritos rojos, nunca les han vuelto a salir.
    Cuando ocurrió el suceso, La Prensa lo sacó en grandes titulares en primera página, el miércoles 12 de febrero de 1992, al lado de una foto de la comandante Dora María Téllez, que daba su opinión, hablando de las ilusiones peligrosas que provocan los juegos de azar en una situación de empobrecimiento y miseria como la que vive el pueblo de Nicaragua, algo así. La noticia del periódico decía:

Dos hermanas, ganadoras de un carro en el sorteo de La raspadita, decidieron envenenarse tras una agria disputa por la posesión del premio que, finalmente, y pese a que fueron salvadas, no pudieron cobrar, porque la madre de ambas lanzó al fogón de la cocina el billete premiado donde se achicharró.

El singular hecho se dio el fin de semana en Ciudad Darío, donde dos hermanas compraron el boleto a medias, poniendo 2.50 cada una, rasparon y ganaron el premio de la lotería instantánea. Desde ese momento se inició el pleito por quién manejaría el carro y quién tomaría posesión del mismo. El caso es que las dos querían conducir el auto. Una de las muchachas, al ver que no se ponían de acuerdo, decidió tomarse una puñada de pastillas tranquilizantes para quitarse la vida.

La otra pensó que podía quedarse con el premio, pero no contó con la furia de la madre, que al ver que la ambición personal de cada una había causado semejante tragedia, tomó el boleto con los tres carritos pintados y lo tiró de una vez por todas al fuego. La otra hermana, al ver que sus ilusiones eran consumidas sin remedio por las llamas, se tomó un potente herbicida.

Raspe y gane es el lema de la lotería instantánea que ha logrado gran preferencia entre el público ávido de obtener un premio. La modalidad anterior otorgaba un premio mayor de cincuenta mil córdobas, que nunca causó disputas como la relatada, porque el dinero es fácil de dividir. Pero en el caso de raspe y gane un carro el asunto se complicó, porque, ¿cómo partir un carro en dos?

La tragedia ha conmovido a toda la población, antes llamada Metapa, después Chocoyos y hoy Ciudad Darío, cuna del más excelso poeta de la lengua castellana.

Una amiga íntima de las dos hermanas fue entrevistada en Ciudad Darío por nuestro enviado especial, y accedió a darnos los detalles que anteceden, aunque se negó a proporcionar el nombre de las hermanas, y el suyo propio.

    Sí. La amiga soy yo, y es cierto que no quise dar mi nombre, ni el nombre de las dos desgraciadas, por consejo de Alberto. A nadie más entrevistaron. Todo está correcto, sólo que no fue un fin de semana el suceso trágico, sino que empezó un martes, cuando las tres volvíamos del colegio y entramos a la pulpería de don Benedicto, empujadas por las ganas locas de probar fortuna, unas ganas que eran como un viento arremolinado. El viento fatal de la suerte, porque la suerte es como el viento.
    Una noche de éstas soñé que me sacaba la raspadita, que me salían tres figuritas, tres caras de Alberto, Alberto tres veces con la gorra puesta. Se lo conté a él, un domingo que regresábamos del motel en su jeep, y se rio.
    –Es cierto. A vos te tocó la verdadera suerte– me dijo, y me acarició la mano.

Managua, mayo de 1992.

(De Clave de Sol, 1992)



Kalimán el magnífico y la pérfida Mesalina

A Luis Rocha


Todo empezó un mediodía de abril cuando oí dentro de mi cabeza aquellas voces extrañas queriendo comunicarme sus mensajes. Entonces yo trabajaba de tipógrafo, el único oficio que había conocido desde niño. Aturdido por el desconcierto me desmayé, arrastrando en mi caída el chibalete. Los tipos de bronce se desparramaron por el suelo y tuve que pasar la tarde entera reponiéndolos en las cajas.
    –Será de hambre que te desmayaste –me dijo lleno de lástima José de Arimatea, el prensista, que había corrido en mi auxilio al oír el desbarajuste.
    Y era cierto que no había desayunado esa mañana, como tantas otras mañanas en que me presentaba a la tipografía con el estómago vacío. Eran siete bocas las que tenía que alimentar para entonces, porque mi mujer quedaba preñada con una sola de mis miradas, aunque fueran miradas inocentes. Por lo menos, era lo que yo creía en aquel tiempo.
    Traté de explicarle a José de Arimatea que el hambre no era la causa de mi desvanecimiento, sino que aquellas voces habían entrado en tropel tan desenfrenado en mi cabeza que mi mente no había podido soportar la impresión de semejante novedad.
    –Así es el hambre hermano –insistió él. Te hace oír voces y ver visiones. Es lo que les pasaba a los santos ermitaños.
    Ya repuesto del susto, y mientras me dedicaba a recoger los tipos para devolverlos a las cajas, leyendo con paciencia las ínfimas cabecitas según cada letra, las voces volvieron a dejarse oír, ya más sosegadas.
    En adelante, me explicaron que ellas iban a concederme la gracia de la adivinación. Pero mis poderes no iban a tener que ver con el número premiado de la lotería ni con enterramientos de tesoros, sino con las perfidias de amor, las pasiones infieles y los ardides del corazón.
    Yo debía ir por el mundo desengañando a aquellos que, víctimas inocentes de conspiraciones traidoras, ignoraban las viles tramas que llenaban de sombras malignas sus vidas. Ellas iban a dictarme nombres, escondites de cartas comprometedoras, sitios clandestinos donde se consumaban las traiciones.
    Identificaría a las mujeres adúlteras, descubriendo en sus rostros las huellas del pecado que nadie más que yo percibiría; y aún antes de enfrentarlas, las voces, convertidas en gemidos de angustia, me advertirían de su odiosa presencia, así como me revelarían el sino de los hombres engañados con sólo verlos levantar la cortina al entrar en mi consultorio.
    Porque aquella misma tarde decidí abrir mi consultorio de adivino y abandonar el oficio de tipógrafo. Una vez que terminé de reponer en las cajas los tipos, como despedida compuse la papeleta que Juan de Arimatea, incrédulo aún de mis facultades, y burlesco como siempre, imprimió en tinta ciclamen, según mis indicaciones.
    –Ese oficio de andarte metiendo en las vidas ajenas te va a costar caro –me advirtió.
    Pero yo no estaba para detenerme a oír consejos que no fueran los de las voces aliadas. Le robamos al propietario de la imprenta media resma de papel celeste, del mismo que servía para imprimir los programas de los circos. El nombre de adivinador que escogí, “Kalimán el magnífico”, lo puse en el encabezado, en tipos de fantasía, y debajo, la dirección de mi casa en el barrio de Campo Bruce, el único sitio donde podía abrir mi consultorio, pese a todas las inconveniencias del caso.
    El propietario de la imprenta se dio cuenta del robo a la mañana siguiente, cuando ya decidido a emprender mi nueva vida de adivinador me presenté en el taller a reclamar mi liquidación, confiado además en poder llevarme los paquetes de papeletas que José de Arimatea ya tenía traspuestos en el cajón de los desperdicios de papel.
    Al propietario, don Nicomedes, lo llamábamos a sus espaldas “Basilisco”, dado su carácter sulfuroso, y ya pueden imaginarse el respeto forzado con que José de Arimatea y yo lo tratábamos. Muy receloso en el control de los materiales, contaba las resmas de papel todas las mañanas, y al notar la falta nos puso en confesión.
    Como no lograba sacarnos nada, se dedicó a registrar todos los rincones, y ya iba directo al cajón de los desperdicios, cuando las voces se presentaron en mi auxilio. Urgidas, me aconsejaron que debía revelarle el amargo secreto de que su hija de catorce años iba a fugarse con un hombre casado.
    En lugar de mostrarse agradecido, como era mi esperan­za, más violenta fue su furia. Enardecido por mi atrevimiento abandonó la búsqueda y corrió a su escritorio a sacar de la gaveta una pistola con la que me apuntó, decidido a matarme. Maldije entonces las voces, y como después va a quedar patente, no iba a ser la única vez que habría de maldecirlas.
    Pensé que me había quedado para siempre sin habla, mientras esperaba mi fin, pero las voces hicieron el milagro de que me salieran las palabras para decirle, en un balbuceo, que buscara la carta del malhechor en el bulto escolar de la niña, metida entre las páginas del libro de gramática de G. M. Bruño. Mientras tanto, José de Arimatea, acobardado, se había pegado contra la pared.
    “Basilisco” me insultó otra vez, pero ya había cierto asomo de duda en su semblante.
    –Caminá –me ordenó.
    Y poniéndome el cañón de la pistola en las costillas, me hizo atravesar la puerta que separaba su vivienda de la tipografía.
    La niña estaba por irse al colegio, y hoy que me acuerdo de la trampa que le había tendido mi portento a la pobre criatura, aún siento lástima por ella; aunque en aquel momento de angustias ni lástima de mí mismo tuve tiempo de sentir. La niña, de pie junto a la mesa del comedor, ya el bulto a la espalda, donde permanecía escondido el cuerpo del delito, bebía su café soplando a cada sorbo la taza enlozada.
    “Basilisco” obligó a la niña a entregarle el bulto y la mandó a encerrarse en el aposento, entre los llantos y reclamos de la esposa y de la criada, a las que también ordenó alejarse, mientras seguía sonando a todo volumen el tocadiscos que la señora ponía desde la hora del desayuno con su canción preferida del Trío Los Panchos, Flor de azalea.
    Apuntándome con la pistola me hizo abrir el bulto y desparramar los libros y cuadernos sobre el piso, hasta que de entre las páginas de la gramática salió a volar la carta perfuma­da. Las voces, mientras tanto, se trocaron en risas chabacanas, celebrando no sé si mi desdicha o mi primer éxito de adivino.
    “Basilisco” la leyó, con la cara descompuesta, y ya no fue a mí a quien quiso matar sino a José de Arimatea, porque era él el firmante de la propuesta traicionera, aunque yo no había alcanzado a identificar su nombre en mí profecía. Y de más está decir que “Basilisco”, blandiendo en alto la pistola, corrió hacia la tipografía en su busca, sin encontrarlo, de más está decirlo también, porque al no más verme desaparecer cautivo por la puerta, manos arriba, José de Arimatea había emprendido la fuga en su ropa de fajina, dejando colgada en el clavo del tabique su mudada catrina. José de Arimatea, en la calle, era el catrín entre los catrines, un enamorado empedernido vestido siempre de blanco, la concertina en la bolsa trasera del pantalón, que sacaba siempre en auxilio de sus lances.
    Y mientras yo me quedaba dentro de la casa, los ojos apretados para saber lo que las voces tenían que ordenarme, y cabe decir que se obstinaron en callar, mi ensayo de trance fue roto por los disparos que sonaron desde la calle. Di por muerto a José Arimatea, equivocación que compartió la esposa de “Basilisco”, porque corrió como una loca, en camisón, atropellando los muebles.
    –¡Me lo mataste, cobarde, me lo mataste! –gritaba en desafuero mientras alcanzaba la puerta.
    Revelación que tampoco me había sido dictada por las voces, así serían otras veces de veleidosos mis poderes. Armándome de valor, yo corrí tras ella. Pero no había matado “Basilisco” a José de Arimatea, sino que, furioso al no encontrar rastros suyos en la calle, se había contentado con descargar su pistola al aire, espantando a los zanates que rondaban los aleros.
    Por lo visto, la fatalidad perseguía a aquella casa. Las voces aparecieron, otra vez entre risas sofocadas, para recomendarme que mejor me alejara cuanto antes del lugar de los hechos, no sin antes insuflarme el valor suficiente para penetrar en la tipografía, que había quedado desierta, en el afán de recoger los paquetes de papeletas.
    Así lo hice, aprovechando el momento en que “Basilisco”, a falta de tiros, forzaba del pelo a la infiel para arrastrarla de vuelta a la casa; y ya adentro, todo fue un estrellarse de sillas y quebrar de trastos, la primera víctima de aquel mar de destrozos: el tocadiscos mismo, que calló para siempre, lanzado violentamente al piso. Mientras tanto, yo me fui, cargando en la cabeza los paquetes.
    Hasta entonces comprendí, sin que las voces me lo dijeran, el porqué de aquel eterno cantar del Trío Los Panchos, con su flor de azalea, la más amarga desesperación, que empezaba apenas José de Arimatea ponía pie en la tipografía y que no cesaba hasta que la prensa se apagaba al atardecer, cuando, a manera de despedida, él tocaba la misma melodía en su concertina, arrimándose a la puerta medianera. Y comprendí el porqué de aquellas sopas de gallina que le enviaba la enamorada, ya lejos la hora de almuerzo, cuando “Basilisco” roncaba su siesta. Sopas que, dicho sea de paso, jamás fueron para mí, a pesar de mis respetuosas cortesías para con ella. La muy pérfida no se dignaba compadecerse de mi hambre.
    Pero aún no había descendido sobre mí el poder de la adivinación conferido por las voces, acerca de cuya constancia y fidelidad tengo, de todas maneras, tantas quejas. Y hasta ahora entiendo que si un error cometió la infiel, fue utilizar a su tierna hija como correo de las sopas. La niña, sonriente, se acercaba a la prensa llevando el tazón caliente, con el cuidado de no derramarlo, y esperaba hasta que José de Arimatea se la bebía toda, sin convidarme, mientras cuchicheaban los dos, apartados de mis oídos. Después, como despedida, le regalaba una interpretación de Flor de azalea con la concertina, ajena la madre a todos aquellos coloquios porque, seguramente, su oficio estaba en vigilar los ronquidos de “Basilisco” junto a la puerta del dormitorio, temerosa de que no fuera a despertarse antes de tiempo.
    “Kalimán el magnífico” en poco tiempo se hizo famoso en la ciudad de Managua, capital de la República, y lugares circunvecinos. La dirección de la humilde vivienda de este servidor en el barrio Campo Bruce, pregonada en las papeletas, se convirtió en obligado punto de atracción para todos aquellos que querían saber si eran dichosos o infelices en las suertes del amor, si vivían en la verdad o en el engaño.
    Gracias a las voces, atraje sobre mí amistades eternas por los favores concedidos, y por igual inquinas peligrosas, porque al descifrar los arcanos de la infidelidad alguien salía necesariamente perjudicado.
    Era difícil entenderme con las voces, entre la algarabía de los críos que berreaban y peleaban, y entre los gritos aguardentosos de mi mujer que, dada a la bebida, se comportaba de manera hostil con los clientes, a pesar de que los emolumentos percibidos le reparaban beneficios, pródiga ahora en comprarse vestidos de tafetán, lápices de labios y coloretes, aunque se olvidara de mi almuerzo, enemiga como se volvió de acercarse a la cocina para no arruinar el esmalte de sus uñas, porque pintarse las uñas, que se había dejado crecer como navajas peligrosas, era una de sus ocupaciones favoritas. Si me atrevía a reclamarle, enderezaba sus inquinas contra mí, burlándose a carcajadas del turbante de seda adornado con un broche artístico, que yo había elegido como la pieza principal de mi atuendo.
    Pero fue mi fama la que vino a rescatarme de aquel infierno. Acepté la oferta de adivinar por la radio, ya que la YNW, la muy escuchada Radio Mundial, me abrió sus puertas, dándome la hora estelar de la noche, después del reprís de El derecho de nacer. Las voces, que se mostraban molestas en aquel ambiente, no se opusieron al cambio, y más bien me felicitaron.
    Además, La Mejoral, que patrocinaba el programa, me retribuía con cierta largueza, que superaba en mucho los emolumentos de los clientes. Antes de regresar a mi casa, casi a la medianoche, pasaba comiéndome un sandwich de jamón por el restaurante Munich, me tomaba mi cerveza; ya no perecía de hambre.
    Como los oyentes llamaban por teléfono o enviaban sus cartas bajo seudónimo, para someter a consulta sus casos, corría menos riesgos de ser víctima de alguna venganza. Y para no tener que verle la cara a mi mujer en el día ni aguantar berridos y bochinches, me iba a los estudios de la Radio Mundial a preparar las respuestas a las cartas para tenerlas listas a la hora de empezar el programa.
    A prudente distancia del micrófono, tal como el controlista me había indicado, leía las cartas y respondía a cada llamada que entraba por el parlante de la cabina, con aplomo y parsimonia, como si se tratara de un pastor protestante que predicara casa por casa. A usted su mujer lo engaña, busque la carta en tal sitio, se ven en tal lugar, no está en el cine, está con el otro en la pensión tal, ese hijo que va a tener tiene otro padre, desconfíe de su más íntimo amigo, no le crea a su esposa que su mamá está enferma y por eso se fue a Jinotega, cuando usted se va al trabajo el otro entra, se acuestan en su propia cama, ese collar no se lo sacó en una rifa, es regalo de su amante, ese disco de Nat King Cole que pone a cada rato, es porque le recuerda los momentos de pasión que ha vivido con él, llévela donde un sacerdote, tal vez se arrepienta, déjela de una vez por todas, ya no hay remedio para sus desvaríos, perdónela por esta vez, quiera a ese niño aunque no sea suyo, la criatura no tiene la culpa, si decide castigarla, no lo haga delante de sus hijos. Sea valiente, que si un amor paga mal, otro vendrá a reponerlo.
    A veces, las voces se reían de mis consejos, y se permitían comentarios libertinos, pero yo estaba ya acostumbrado a sus mofas, y no me enojaba. Vivía en paz con ellas porque, al fin y al cabo, me procuraban el sustento.
    Hasta que una noche, entró por el parlante una voz aguardentosa de mujer, que yo conocía:
    Señor “Kalimán”, aquí le habla “Mesalina”. Soy una mujer casada, y con hijos. Desde hace tiempo, por distracción, le he sido infiel a mi esposo con varios hombres. Si los hijos que he tenido son o no son de él, que él mismo lo averigüe, para eso tiene poderes sobrenaturales. Pero ahora, ardo de pasión por un caballero muy galante, que dice que me adora, y toca muy lindo la concertina. Cuando mi esposo no está en las noches, y es que nunca está, el caballero y yo nos citamos en una pensión frente a la estación del ferrocarril. Otras veces, me lleva al cine, me lleva a bailes. Acaba de proponerme que me vaya con él para Chinandega, y que allí vamos a vivir felices.
    Las voces, más divertidas que nunca, estallaron en un gran riserío. Yo, como era natural, me quedé helado, sin responder, mientras el controlista me llamaba la atención, golpeando el vidrio de la cabina.
    –Aló –se oyó en el parlante.
    –¿Cuál es entonces su pregunta? –dije al fin yo, con el puñal de la desesperación clavado en el pecho.
    –No tengo pregunta –contestó ella–. Sólo quiero que mi esposo sepa que ya le acepté la propuesta al caballero, que ya me fui de la casa. Aquí está conmigo el caballero. Buenas noches, se despide, “Mesalina”.
    Para colmo de todos los males, en el parlante se escuchó, antes de que ella colgara, una concertina que tocaba flor de azalea, la vida en su avalancha te arrastró.
    –¡Puta, mil veces puta! –grité yo, remeciendo el micrófono, que se zafó del pedestal y cayó con un golpe sordo al suelo. Yo lo recogí, y seguí gritando.
    El controlista, espantado, se lanzó sobre la consola a cerrar el switch del sonido, y a la carrera puso en la tornamesa la cuña de La Mejoral, cualquier dolor, cualquier mal, mejor mejora Mejoral.
    Me abandonaron para siempre las voces; las muy léperas, desaparecieron de mi cabeza sin despedirse. Volví a encontrar empleo de tipógrafo en el periódico Flecha, otra vez, siempre con el estómago vacío, por tantas bocas que alimentar.
    Componiendo una vez un artículo, me encontré en el original mecanografiado el nombre de Mesalina. Allí se explicaba que la tal Mesalina fue la esposa del emperador Claudio, una mujer licenciosa que se envanecía de haber llevado a su lecho a todos los centuriones de las legiones romanas, y tenía por gloria superar en la intensidad de sus orgasmos a las hetairas de los lupanares más célebres del imperio.
    Qué nombre más nefasto, Mesalina. ¿De dónde lo habrá sacado la pérfida para ponérselo de seudónimo, la noche en que me llamó por teléfono para comunicarme que se iba con José de Arimatea? Si jamás leía periódicos, si en su vida había tocado un libro.
    Las voces lo sabrán. Pero a mi cabeza, que no vuelvan nunca.

Managua, noviembre de 1991.


(De Clave de Sol, 1992)



Perdón y olvido

A Sealtiel, a Edna



La pasión de Guadalupe son las viejas películas mexicanas. Puede verse hasta tres en cada sesión, y las colecciona con la misma avidez con que de niño yo coleccionaba figuras de jugadores de beisbol de las Grandes Ligas. Por lo general hay alguien que viene de México y le trae un casete con alguna que no tiene, o las graba del cable, y si no, no le importa repetir. Tu pasión malsana, le digo a veces, buscando una de esas camorras bufas que se desatan entre los dos; pero como me lo hace ver ella sin más necesidad que un fulgor burlón de su mirada, no tengo ninguna autoridad moral para criticarla. La verdad es que nunca falto a sus sesiones de cine casero que duran hasta la medianoche, o más allá.
    Guadalupe se quedó en Nicaragua desde que le tocó cubrir en 1979 la ofensiva final en el Frente Sur, como parte de un crew de Imevisión, todos encandilados con el sandinismo, y la conocí para los días del triunfo cuando se fundó Incine con unos cuantos equipos confiscados a la empresa de un argentino mafioso que le hacía los noticieros de propaganda a Somoza. Ella apareció una mañana en la mansión de Los Robles, confiscada también a un coronel de la Guardia Nacional, donde estábamos instalándonos. Llegó vestida de guerrillera, botas, boina, canana y un fusil Galil, enviada por Juanita Bermúdez, la asistente de Sergio Ramírez, con instrucciones de la Junta de Gobierno de darle trabajo en algo que todavía no existía. Mucho después me confesó cuánto me había odiado ese día. Lo primero que le pedí fue que se deshiciera de aquel fusil, que no parecía saber manejar y que iba a estorbarle en el trabajo, que antes que otra cosa consistía en barrer y acomodar los muebles del coronel que de verdad fueran a servirnos, mientras los otros, consolas y espejos dorados, iban a dar a una bodega con la esperanza de utilizarlos alguna vez en una decoración de ambiente. Por el momento habíamos mandado a vaciar la piscina para que se viera que no éramos parte de la clase ociosa destronada.
    Pero cuando filmé mi primer documental sobre la reforma agraria, No somos aves para vivir del aire, con una vieja Arriflex de 16 milímetros, que era lo mejor de la herencia del capo argentino, Guadalupe hizo con todo entusiasmo el corte de la película. Y por esas vueltas que da la vida, no fue sino diez años más tarde que nos juntamos, después de haberla dejado de ver todo ese tiempo porque ella había regresado a México por una buena temporada para arreglar los asuntos legales de su divorcio. Los dos estábamos separados de nuestras parejas anteriores, yo ya un poco calvo y ella enseñando algunas hebras de canas en las trenzas, pues siempre se peina como Columba Domínguez en Pueblerina. El emblema de su presencia en mi cueva de soltero fue entonces el sarape mexicano que clavó como una manta de toreo en la pared, al lado de mis fotos de familia.
    Esa noche que cuento estábamos viendo Perdón y olvido, una película del año 1950 en blanco y negro dirigida por Tito Gout, con Antonio Badú y Meche Barba. Empezaba una escena cuando fui a buscar una lata de cerveza, y camino de regreso al sofá la sorpresa me dejó paralizado.
    En la pista del cabaret bailaban mis padres.
    Con voz urgida, como si temiera que se me escaparan, le pedí a Guadalupe que congelara la imagen. No había duda, eran ellos. Cada uno bailaba con una pareja distinta. Ella llevaba el pelo peinado en grandes bucles laterales que subían desde sus orejas desnudas y él vestía un traje traslapado a rayas, de hombreras pronunciadas. Bastaba compararlos con la foto de su paseo a Xochimilco que colgaba en la pared al lado del sarape de Guadalupe, sentados los dos en el travesaño de una chalupa, bajo un arco tejido de flores, con las cabezas muy juntas, para saber que tenían entonces la misma edad que en la película.
    Me apoderé del comando e hice regresar la cinta hasta el inicio de la escena de cabaret. Entonces los descubrí en las mesas, cada uno siempre con su pareja. Mi padre aplasta la colilla del cigarrillo en el cenicero y le dice algo a la rubia de rostro lánguido sentada frente a él, que le contesta; y unas mesas más allá, a medida que la cámara extiende su panel despreocupado, mi madre se inclina para que el morocho de pelo ensortijado y mirada nerviosa, su pareja, le dé fuego; luego expira el humo por las narices y también ella le dice algo al morocho, que guarda silencio.
    Congelé el cuadro y mi madre quedó en la pantalla del televisor, envuelta en el humo del cigarrillo. Eran ellos, le dije a Guadalupe con un temblor de voz que me hizo sentir incómodo. Eran mis padres. Y al pulsar otra vez el botón, bajaron de nuevo a la pista para iniciar el baile.
    El set del cabaret en Perdón y olvido era el mismo de otras películas que Guadalupe y yo habíamos visto en nuestras sesiones de cada noche, construido en la nave tercera de los estudios Churubusco en 1945 (según aparece en el libro Churubusco, máquina de varia invención, de Sealtiel Alatriste). Al fondo de la pista de baile estaba el estrado de la orquesta, circundado por cortinas drapeadas, y a los lados dos mezanines con barandas artesonadas en crucetas, donde se agrupaban las mesas; y realzados en las paredes, simulacros de columnas dóricas.
    Yo nací poco después del regreso de mis padres a Nicaragua, amparados en la amnistía decretada a raíz del pacto entre liberales y conservadores que Somoza firmó con Emiliano Chamorro en 1950. Los avatares de ese exilio se los oí contar muchas veces a mi padre en la tertulia vespertina que se celebraba en la acera de nuestra casa en el barrio San Sebastián, oficinistas, maestros de secundaria y agentes viajeros que traían de las casas vecinas sus propias mecedoras y silletas y desaparecían cuando llegaba la hora de la cena. En México habían hecho de todo, contaba; ella de camarera en el Hotel del Prado, dependienta en El Palacio de Hierro; él visitador médico, empleado en la sección de estadística de la Secretaría de Educación; y al final, la temporada en que trabajaron como extras de cine.
    Los dos habían muerto hacía años, mi madre de cáncer en los pulmones porque fumaba como loca. Yo recordaba a mi padre, viudo, gastando su magra pensión del Seguro Social en esquelas que mandaba a publicar en La Prensa con la foto de ella vestida de novia, una cada día durante el mes que siguió a su muerte, y después una cada mes. En las esquelas él le daba cuenta de todo lo que había hecho, empezando por sus visitas al cementerio para enflorar su tumba; le daba noticias de los achaques de sus amigas y de los disgustos entre ellas; bodas de parientes, otras muertes de conocidos: ya deben ustedes haberse encontrado en el cielo, le escribía. Y las noticias políticas del país, enemigo siempre de la dictadura: dichosa de tu parte que no estás aquí para no seguir contemplando tanta iniquidad. Un día fui a verlo y le dije que ya terminara con aquella correspondencia pública, a quién le interesaba, era ridículo. Me miró, primero sorprendido, y después se sentó en la cama y se echó a llorar.
    Al verlos ahora en la película, sentía la fascinación de asomarme al pasado en movimiento. No eran simplemente fotos viejas pegadas a un álbum, sino el retorno a la vida cada vez que el botón dejaba correr la cinta. Y más fascinación verlos hablar sin poder escuchar lo que decían. Los extras aparecen en la escena llenando un vacío, fingiéndose parte de la realidad que rodea a los actores principales, aunque sólo sean parte de la decoración. Por eso no están en la película para ser recordados.
    Pero en esas películas mexicanas de cabaret, filmadas con un argumento ramplón que era sólo pretexto para la revista musical que tomaba gran parte del metraje, la cámara se mueve poco y apunta a la pareja de personajes principales, mientras permanecen sentados o mientras bailan, la banda de sonido recogiendo siempre su diálogo. Los extras, a quienes toca quedar al fondo, permanecen en muda conversación; y en Perdón y olvido, por un azar, mis padres aparecían hasta ahora en dos ocasiones en foco de segundo plano, muy cercanos a la cámara.
    Sonó el teléfono y volví a congelar la imagen. Había hecho un pedido urgente de película de 35 milímetros a Miami para un comercial de los cigarrillos Belmont y me anunciaban que llegaba en el avión de American del día siguiente. Y ahora que regresaba de responder la llamada y traía otra lata de cerveza en la mano, oí a Guadalupe que me preguntaba si todo aquello no me parecía divertido. Reflexioné antes de sentarme en el sofá. Estaba lejos de sentirme perturbado como antes, tras la primera impresión, le dije. Pero algo no dejaba de intrigarme. ¿Qué conversaban mis padres con sus parejas, con aquellas voces que en la película quedaban sólo en movimientos de labios?
    Los extras no son parte del guión. Acomodados en las mesas o bailando en la pista, tienen libertad de conversar en voz baja, o fingir que conversan, lejos del alcance del micrófono que se mueve en el asta sobre la cabeza de los protagonistas. Pero aunque sus voces nunca se escuchen, el director les recuerda, antes de comenzar la toma, que deben comportarse con naturalidad, como gente que se está divirtiendo en un cabaret, y no pueden permanecer mudos. Van vestidos de forma mundana, aunque después deben entregar en la guardarropía los trajes; mi madre, al salir de Churubusco, debió verse extraña en la calle, bajo el contraste de sus ropas modestas de malos tiempos de exiliados y aquel peinado de bucles que le habrían hecho en la peluquería de los estudios, todavía maquillada.
    Precisamente por eso, porque no son gente mundana, que jamás entraría por sus propios pasos a un cabaret de lujo en la vida real, es que el director les advierte tanto sobre la manera de comportarse. Hagan como si la vida les sonríe, les diría Tito Gout con el embudo de lata en la boca. Tienen harta lana que gastar, se la robaron, se la ganaron en puras movidas chuecas, se sacaron la lotería, muchos de ustedes andan aquí a escondidas de sus esposas, matrimonios como quien dice decentes, no se asoman a estos cabarets. Así que olvídense de sus problemas, que yo sé que los tienen, si no, no hubieran venido detrás de esta chamba mugre; pero las caras compungidas y los lagrimones déjenselos a mis estrellas. Ustedes, a hacer como que se divierten. Y el que no sepa bailar, fuera de aquí.
    Y ahora recordaba mejor a mi padre a la hora de la tertulia en la acera, en el calor que aún quedaba en el atardecer como el rescoldo de un horno que se apaga, contando cómo fueron a dar de extras de cine. La condición de asilados políticos era insuficiente para que pudieran seguir trabajando, y sus superiores les exigían el carnet de inmigrantes, que nunca lograron. En la Secretaría de Gobernación, en Bucareli, les cerraban la ventanilla en las narices al dar la hora de la comida, los últimos en la cola, a pesar de que llegaban de madrugada a formarse; y entonces, como ya les habían advertido, por muy buena voluntad que les tuvieran, los borraron de la planilla.
    Para actuar de extra no exigían permiso de residencia. Pagaban a la salida cada día, a nombre cantado, y había que presentarse todas las mañanas al estudio a esperar llamada, un viaje largo desde General Zuazua donde vivían, cerca del bosque de Chapultepec, hasta Río Churubusco. Bastaba conocer a alguien en el sindicato para colarse, y aceptar sin malas caras la merma en el pago que representaba la mordida. Había quienes atravesaban abrazados una calle nocturna para perderse en la oscuridad bajo tarifa de cuarenta pesos por cabeza; pareja que huía de la lluvia bajo los relámpagos, también cuarenta pesos cada uno; organillero ciego veinte; vendedor ambulante en overoles arrastrando un carretón de frutas, los mismos veinte pesos. Tropa de a pie en la revolución, soldados federales, campesino con el arado, mujer con tinaja a la cabeza, diez pesos. Parroquianos en trifulca a silletazos en una cantina, quince pesos. Los de la concurrencia a un cabaret, cincuenta pesos, porque era requisito saber bailar.
    Mi padre había hablado de más de una película en que les tocó actuar durante esa temporada de estrecheces; pero Perdón y olvido debió ser la última, porque según la ficha técnica que aparece en el libro Historia documental del cine mexicano (volumen 5) de Emilio García Riera, terminó de filmarse en agosto de 1950, el mismo año de su regreso a Nicaragua.
    Siguió adelante la película y hubo ahora una prolongada percusión de timbales en anuncio de la danza Babalú. Los focos alumbraron a Rosa Carmina vestida en vuelos de rumbera, un pañuelo con nudo frontal atado a la cabeza, de hinojos al centro del escenario con escenografía de selva virgen, y atrás, agazapada en la oscuridad, una comparsa de bailarines pintarrajeados de negro que, al erguirse ella alzando los brazos, entraron en tropel. Mientras tanto, yo esperaba a que la cámara volviera a hacer un panel sobre los mezanines; pero habían sido puestos en penumbra mientras el número proseguía, y en los breves cortes intercalados apenas brillaba en alguna mesa el destello de un cigarrillo. Los focos continuaban derramándose sobre Rosa Carmina, y ahora realzaba en primer plano un ídolo africano que la comparsa de bailarines conducía en andas hasta depositarlo a los pies de la rumbera, entre el humo de los pebeteros.
    La siguiente escena fue otra vez un baile de parejas en la pista. La orquesta de Chucho Zarzosa empezó a tocar un bolero y los bailarines bajaron por las escaleras de los mezanines, mi madre en primer plano con el morocho que la traía del brazo, y atrás mi padre, con la rubia. Y todo el tiempo que la cámara enfocó a Antonio Badú y Meche Barba mientras bailaban, y oíamos su diálogo, mi padre quedó detrás de ellos por un momento, abrazado a la rubia, un tanto desenfocado. Mi madre y el morocho sólo aparecieron una vez en cámara durante la secuencia del baile, muy lejanos, entre todas las cabezas; y a la hora de volver a las mesas, la vi sentarse a la suya. Retrocedí la cinta dos veces en esa parte, intrigado. El morocho ya no estaba.
    No era usual. No había situaciones sorpresivas entre los extras. Se sentaban en parejas, bailaban en parejas. Seguramente porque Tito Gout (o quien diera las órdenes en su nombre) sabía casados a mis padres, no los dejaba juntos para que no parecieran un matrimonio bien avenido. Pero un extra jamás abandonaba a su pareja por otra ni desaparecía de la escena. Aunque ningún espectador llegara a notarlo, el esquema no admitía anomalías, y en el guión no podían darse situaciones no previstas, capaces de crear confusiones.
    Se lo comenté a Guadalupe, y se rio.
    –Habrá ido al baño el morocho –dijo–; se habrá enfermado del estómago y nadie se percató de su ausencia, ni en el plató ni a la hora de hacer el corte final en la moviola.
    Ya no ocurrió nada que me interesara. Pasada la escena del cabaret, mis padres no volvieron más a la pantalla. Y cuando acabó la película, me quedé fumando frente al televisor, en silencio.
    –Si te buscas a un traductor de sordomudos puedes averiguar lo que se estaban diciendo –me dijo Guadalupe, mientras se llevaba las latas vacías.
    –¿Lo que estaban diciendo quiénes? –le dije.
    –Pues tus papacitos –me dijo, vino a sentarse en el brazo del sofá y luego se dejó resbalar sobre mí, abrazándome por el cuello–. La curiosidad no es ningún pecado.
    Yo no le respondí.
    –De verdad –me dijo–; uno de esos que salen a veces en un ovalito en los programas de televisión, haciendo señas con los dedos. Alguien que entrene niños sordomudos para leer los labios.
    –No valdrá la pena, se estarían diciendo cualquier cosa –le dije yo, sin convicción ninguna.
    –Tenemos que saber por qué se fue el morocho –me dijo, otra vez riéndose, y según su costumbre me jaló por los cachetes antes de besarme, como si yo fuera un niño que necesita mimos antes de irse a la cama.
    Yo había hecho un documental para Los Pipitos, una asociación de padres de niños discapacitados fundada en los años de la revolución, y conocía bien a la gente allí. A la mañana siguiente, sin decirle nada a Guadalupe, metí el casete en la guantera del Lada rojo, herencia de mis años en la revolución, y fingiéndome a mí mismo que me había desviado de mi camino por distraído, fui a dar a las oficinas de la asociación en el barrio Bolonia.
    Desde que traspuse la puerta me sentí pendejo, sin saber cómo iba a explicar aquel capricho tan ocioso a gente que ocupaba el día en asuntos urgentes y concretos. Pero ya no había tiempo de devolverse; podía plantearlo como algo profesional, relacionado con mi oficio de cineasta. Por una excelente casualidad, el director ejecutivo terminaba de sacar unas fotocopias en la máquina que está en el pasillo, y al verme me invitó a pasar a su oficina.
    Hablamos primero de mi documental. Me contó que lo estaban traduciendo al inglés, con financiamiento canadiense, y comentó lo bueno que sería filmar otro, no propiamente sobre la institución sino sobre los niños discapacitados en sus hogares, su vida en familia con sus padres, con sus hermanos; y así caímos en el tema de los sordomudos.
    No se extrañó de mi solicitud, y ni siquiera alcancé a explicársela por completo. Su único hijo de siete años era sordomudo, y su esposa, psicóloga de profesión, se había especializado en el lenguaje por señales, para ayudarlo. Me invitó a cenar con ellos esa noche en su casa, advirtiéndome cordialmente que me debía esa cena por mi documental; veríamos la película y su esposa podría intentar traducirme esas escenas de sordomudos que me interesaban. Lo interrumpí para explicarle que no, no eran escenas de sordomudos, pero él no quiso seguir oyendo, nos veríamos en la noche en su casa, a las ocho. Y que no olvidara llevar a mi esposa.
    Mi compañera, debería haberlo corregido, como se estilaba decir en tiempos de la revolución: fiel a esa herencia olvidada, Guadalupe nunca se siente bien bajo el apelativo de esposa, porque es, insiste, como si se viera con los grilletes puestos en pies y manos.
    –¿Cómo te fue? ¿Van a ayudarte? –me preguntó desde su cubículo al verme entrar en la oficina. Ella es la gerente general, la telefonista, la cobradora y la editora en nuestra empresa de filmaciones; en estos tiempos de globalización, todavía pescamos algunos spots publicitarios de cigarrillos y cerveza, aunque cada vez más los traen ya enlatados.
    No tenía caso seguirle ocultando nada, y además estaba invitada a la cena.
    –Ahora sí sonamos –me dijo con sonrisa maliciosa–. Imagínate esa sesión, tener que explicarles que se trata de tus padres, y que andas averiguando qué es lo que se decían con la rubia y el morocho. Van a pensar que no quieres dejar a tus pobres papacitos descansar en paz.
    Le devolví una sonrisa tardía que no me duró mucho. Aunque no lo decía en serio, tenía razón. Al querer descubrir lo que estaban diciendo mis padres en el decorado silencioso de una vieja película, y mala por añadidura, que sólo a fanáticos cinéfilos de medianoche podía interesar, yo estaba inquietándolos en sus tumbas, removiendo sus huesos de alguna manera, perturbando su sueño. Y sus secretos.
    Por el momento había decidido no enterar a nuestros anfitriones que se trataba de mis padres. Y esa noche volví a poner el casete en la guantera del Lada y nos fuimos a la cena, que discurrió de manera agradable, lejos de la perspectiva que Guadalupe se había imaginado, como una plática aburrida sobre métodos de enseñanza especial. Era una pareja muy joven y el infortunio de tener un niño discapacitado lo llevaban con decoro, buscando comportarse con una naturalidad valiente, sin dramatismos.
    Al comienzo de la cena, el niño vino a darnos las buenas noches, metido en una pijama de una sola pieza con el perro Pluto en la pechera, en las orejas los aparatos de sordera color carne, demasiado grandes e inútiles, por lo que yo podía entender, porque se trataba de un caso sin remedio. La madre le habló y él permaneció con la vista fija en el movimiento de sus labios; y lo que él tenía que responderle se lo dijo por señas, unas señas rápidas, eficaces, fruto de un buen entrenamiento. La madre le explicó quiénes éramos, yo había hecho la película Camino a la esperanza sobre Los Pipitos, y el niño le respondió, según ella nos tradujo, que la había visto, todos sus compañeritos la habían visto también. Me sonrió de soslayo y se fue.
    Pasamos a la salita del lado que hacía de oficina, donde el televisor, que habían traído seguramente del dormitorio junto con la casetera, estaba colocado sobre un escritorio metálico, empujado contra el librero para dejar espacio a las mecedoras abuelita, arrastradas desde el corredor. Les advertí que no teníamos por qué llegar hasta el final de la película, bastaba con las escenas de cabaret, que eran las que a mí me interesaban; pero él dijo que a lo mejor le gustaba, no acostumbraba a ver mucho cine mexicano. Sus preferidas, agregó, eran las de Indiana Jones; y entonces estuve seguro de que se iba a aburrir.
    Ella vino con una libreta de resorte y un lapicero que se colocó en el regazo, y con las rodillas muy juntas esperó a que el marido pusiera el casete, que primero hubo que rebobinar. Los trazos de prueba, que de manera distraída hacía en la libreta, eran de taquigrafía.
    Entonces empezó a correr la película, unos arañazos primero sobre el fondo negro y después un estallido dramático de música sinfónica, mientras pasaban en cilindro los títulos dibujados con letra caligráfica.
    A medida que se aproximaban las escenas del cabaret, más que ver la película yo vigilaba a la pareja, pero la vigilaba sobre todo a ella. De ella dependía que aquella sesión extraña para todos tuviera algún sentido para mí, aunque ella no llegara a saberlo nunca; si no averiguaba nada que justificara mi curiosidad, me iba a sentir ridículo. Ya me estaba poniendo colérico de sólo sospechar mi bochorno.
    Él, librado de la cortesía en la penumbra, comenzó por limpiar los anteojos y se distrajo rápido; ella, siempre las rodillas muy juntas, esperaba con atención profesional, tras haberle pedido al marido que me entregara a mí el comando.
    El cabaret apareció visto desde fuera y su imagen sórdida no correspondía en nada a la de adentro. Vendedores de lotería, un puesto de tortas, una pareja de policías; llegaba un Buick, se bajaba Antonio Badú, esperaba fumando en la puerta hasta que por la acera húmeda de lluvia se acercaba caminando Meche Barba envuelta en un abrigo de pieles y muy cargada de joyas; la tomaba del brazo y, sin decirse nada, entraban. Ella era la esposa infiel, casada con un millonario de viaje por los Estados Unidos, y él, su amante, un gánster que la chantajeaba.
    Con el dedo sobre el botón de pausa yo aguardaba el momento inminente en que la cámara se abriría sobre la concurrencia del cabaret, después de que los protagonistas principales se sentaran a su mesa al lado de la baranda del mezanine. Mi anfitrión, tras recostar la cabeza contra el respaldo de la mecedora, una mano en el entrecejo, dejaba colgar la otra en que tenía los anteojos; por el contrario, ella se había adelantado en la mecedora, manteniendo los balancines en el aire, atenta igual que yo. Igual que Guadalupe.
    –¡Allí! –se oyó decir a Guadalupe, en un tono exagerado que no dejó de molestarme.
    Pulsé el botón, y la imagen de mi padre quedó congelada en el momento en que aplastaba la colilla en el cenicero sin dejar de mirar a la rubia. Puse de nuevo la cinta en movimiento. Ya estaba mi padre diciéndole algo a la rubia, y algo le contestaba ya la rubia. Volví a congelar el cuadro. Como ocurre siempre cuando uno ve muchas veces una misma imagen, iba descubriendo más detalles, gestos más nítidos. El cenicero tenía el emblema de Cinzano. La boca de mi padre se apretaba en una mueca triste, y no se necesitaba mucha imaginación para comprobar que estaba a punto de llorar. La rubia lánguida lucía un collar de perlas falsas de tres vueltas. Y era obvio que estaba escuchando una confesión, extrañada y a la vez compadecida de lo que oía. Quería consolarlo, pero su papel de extra no se lo permitía.
    Con un gesto del lápiz ella me pidió que volviera la película al mismo punto. Mi padre aplastaba el cigarrillo, hablaba, la rubia le respondía, y ella volvía a anotar en su libreta, a grandes trazos, sin dejar de mirar a la pantalla. Entonces sentí de pronto que empezaba a desgarrarse una intimidad molesta, que yo no quería ver expuesta ni aún frente a Guadalupe; pero, a pesar de mi disgusto, la sentía penetrar junto conmigo, llena de avidez, en el trasfondo de aquella superficie borrosa que se movía como un telón viejo.
    Congelé la imagen y puse los ojos en la libreta. Pero al descubrir mi mirada, ella me dijo que mejor le gustaría presentar todos los resultados hasta el final.
    –Puede ser que en los diálogos siguientes encuentre claves que me ayuden a aclarar lo que ya hallé en éste –se justificó, con timidez.
    –Es lo mejor –me susurró al oído Guadalupe, que se había puesto de rodillas junto a mí, y en aquel susurro, en el que había miedo a lo inevitable o ganas de darme consuelo, otra vez sentí que estaba ya de este lado, del lado que yo no quería.
    –Sí, es mejor –repetí yo mecánicamente en voz alta. El anfitrión se despertó, lleno de susto por su propio ronquido, y me sonrió, azorado.
    Seguimos adelante. Ahora el morocho se inclinaba para darle fuego a mi madre. Su encendedor era grande y pesado, de tapadera, y la llama se elevaba perpendicular hasta quemar el borde del cigarrillo, e iluminaba el rostro consternado de mi madre. Reconocí el lunar junto a su boca, que ella solía destacar con un toque del lápiz de cejas. En el rostro del morocho, en cambio, lo que adiviné fue cobardía. La mano que sostenía el encendedor le temblaba y sus ojos, un tanto saltones, ayudaban a realzar su cara de susto, y sobre todo porque los focos caían sobre él a contraluz.
    Me fijé en los labios del morocho todas las veces que hicimos retroceder la cinta. No dijo nada. Sólo mi madre habló, una vez que tuvo el cigarrillo encendido, sosteniéndolo con garbo entre los dedos antes de darle una profunda chupada y sacar el humo por las narices. Era algo que debió haber dicho en voz muy baja; nadie que viera esa película entonces, ni tantos años después, podría oírla hablar; pero en el set sí, los vecinos de mesa para empezar.
    Ella, sentada a mi lado, sí estaba oyéndola mientras apuntaba en su libreta. Durante la cena me había explicado que para leer las palabras en los labios no importan los gritos o los susurros, tan sólo basta el movimiento.
    Las dos escenas del baile en la pista las vimos muchas veces, hacia delante y hacia atrás. Al empezar la última, mi madre bajaba del mezanine del brazo de su pareja y quedaban por un instante en primer plano frente a la cámara fija. Yo congelé por mi cuenta el cuadro, que la noche anterior me había pasado inadvertido, y pude examinar de cuerpo entero al morocho. Todo me repugnaba en él, la corbata de floripones, el largo saco casi hasta las rodillas, los pantalones flojos como enaguas. Y sobre todo, su aire a cobardía.
    Pulsé el botón y los dejé bajar para que fueran a perderse entre las parejas. Pasaba bailando mi padre con la rubia, fuera de foco. Las parejas abandonaban la pista. De vuelta en las mesas, mi madre se sentaba a la suya y el morocho ya no estaba.
    Todavía pidió ella ver corrida toda la parte del cabaret una última vez, como si quisiera hacerse una idea de conjunto más precisa, y su trabajo tuviera que ver no sólo con las bocas mudas moviéndose, sino también con el escenario que yo creía haberme aprendido ahora de memoria, el estrado de la orquesta con sus colgaduras drapeadas, la pista de baile de ladrillos de vidrio iluminada desde abajo, las barandas de los mezanines artesonadas en crucetas, las mesas con sus lamparitas de sombra que una película en colores mostraría seguramente rosadas, las falsas columnas dóricas adosadas a las paredes.
    Agotada la secuencia del cabaret, la película avanzó todavía un trecho, y cuando comenté que habíamos visto lo suficiente, ella se levantó a apagar el televisor, sin darme tiempo de hacerlo yo mismo con el comando.
    De vuelta en la mecedora suspiró, cansada, y me sonrió, como si se excusara de su fatiga. El marido se había levantado ya hacía rato al baño, tardaba en volver, y Guadalupe me miró con cara de sospecha juguetona, a lo mejor se había acostado. El niño lloró de pronto, como asustado en sueños, con un llanto gutural, amordazado. Ella se puso de pie, el oído atento, dispuesta a ir a socorrerlo, pero el niño se calló y el silencio que siguió sólo fue roto por el tanque del inodoro que se descargaba.
    Iba a ser medianoche. La operación tardaba más de lo que yo había calculado. Guadalupe, de pie detrás del espaldar de la mecedora, puso sus manos en mis hombros y presionó, dándome masajes cariñosos.
    Ella entonces, de nuevo en su sitio, pasó rápidamente las páginas llenas de signos de taquigrafía, subrayó algunas líneas, con aire distraído, y me miró, otra vez sonriente, mientras golpeaba la libreta con el lápiz; y entendí lo que quería decirme con esa sonrisa, que ahora era despreocupada, y que yo le devolví, intentando ponerme de acuerdo con ella: cualquier cosa que hubiera ocurrido entre aquellos viejos fantasmas de la película copiada de los reels originales en una cinta máster de video y vuelta a copiar no nos concernía; ni a ella que tenía a un hijo sordomudo, ni a mí que tenía una filmación del spot de los cigarrillos Belmont al día siguiente a las ocho en la playa de Montelimar.
    –¿Entonces? –la urgió Guadalupe detrás de mí, con muy poca cortesía.
    –Lo que yo he sacado en claro... –empezó ella.
    –El hombre del traje traslapado le ha dicho en la mesa a la rubia: “Mi esposa me engaña”. Y la rubia le ha contestado: “No puede ser” –dije yo, interrumpiéndola.
    Las manos de Guadalupe se quedaron quietas sobre mis hombros.
    –Más o menos –dijo ella, un tanto frustrada, y leyó sus signos en la libreta–: el hombre del sombrero ha dicho: “Marina me engaña”. Y la rubia ha dicho: “No creas”.
    Marina, mi madre. Las uñas de Guadalupe se clavaron en mi piel. Ella volvió a su libreta.
    Cerré los ojos y tampoco ahora le di tiempo.
    –La rubia dijo: “¿Qué piensas hacer?”. Y el hombre del traje traslapado respondió: “Voy a matarlo” –dije, como si hablara en el sopor del sueño.
    –“¿Qué vas hacer, Ernesto?”, ha dicho la rubia. Y él ha respondido: “Voy a matarlo, ando armado” –me corrigió ella, con desánimo.
    Ernesto, mi padre. Ella dio vuelta a la página.
    –La mujer de los bucles, la que fuma, le dice al moreno de pelo rizado...– dijo ella.
    –La mujer de los bucles, la que fuma, es Marina– dije yo.
    Ella me miró sin comprender.
    –Le dice: “Voy a tener un hijo”, dije yo.
    –“Estoy embarazada” –leyó ella.
    Yo pensé entonces. ¿Qué pensé? El morocho se había ido, mi madre sola en la mesa, reteniendo las lágrimas a las que no tenía derecho como extra. Y mi padre incapaz de matar a nadie. Era una mentira que anduviera armado, nunca aprendió a disparar una pistola; si lo exiliaron fue por escribir en el periódico que Somoza era peor que Dillinger.
    Entonces regresó el anfitrión. La casetera se había trabado y no me devolvía la película; él dijo que iría por un destornillador y yo le dije que no, no valía la pena, mañana, ya se había hecho muy tarde. Sólo pedí permiso de pasar al baño, y ella corrió delante de mí a asegurarse que la toalla estuviera limpia. El baño comunicaba con el cuarto del niño, y por la puerta entreabierta lo divisé dormido.
    Eran pasadas las doce cuando salimos a la vereda. Sentí los dedos de la mano de Guadalupe que buscaban entrelazarse a los míos, y yo seguía resistiéndome a su intimidad, vaya Dios a saber por qué. El pequeño Lada rojo parecía distante, como si nunca fuéramos a alcanzarlo caminando.
    ¿Llovía desde hacía horas y era acaso ya noche cuando entraron por el portón de la casa de vecindad de General Zuazua, empapados los dos y sin haberse dicho una sola palabra desde que salieron de Churubusco, cambiando de trole en silencio en las paradas, y sacó mi padre del bolsillo el llavero de cadena, torpe como nunca para encontrar la cerradura bajo la luz mortecina de la lámpara del corredor, un globo esmerilado sucio de cagarrutas, demasiado lejano, y apenas se vio dentro de la pieza no halló qué hacer, no quería voltearse porque sabía que ella permanecía aún en el umbral, sin querer entrar, y al fin, como quien en un arresto de suprema valentía se asoma a un abismo, le dio la cara, y vio su quijada temblar por el llanto que pugnaba por salir, el lunar de la barbilla deslavado por la lluvia, y antes de lanzarse al abismo cerró los ojos, y fue que se arrodilló y la abrazó por las piernas mientras ella lloraba ya entre sollozos convulsivos, iba a gritar seguramente, un alarido, y él entonces se incorporó, y le cubrió con la mano la boca mojada de lluvia y de lágrimas, la sosegó, y sin hallar otra cosa más que hacer le alisó el cablleo, y sintió en la mano la laca de su peinado de extra de cabaret ya deshecho?
    La escena de perdón y olvido entre mis padres sólo yo podía imaginarla. Y sólo yo podía imaginarme en la barriga de mi madre en el largo viaje por tren en el vagón de tercera hasta Tapachula, y de allí en buses, una noche en una pensión en Quezaltenango, otra en Santa Ana, la última en Choluteca, para venir a nacer en el Hospital General de Managua, porque hubo necesidad de un fórceps. E imaginar a mi padre, tras el perdón y el olvido, proclamando en las casas del vecindario que me pondría su mismo nombre, Ernesto. Y el morocho aquel tan infame, ¿cómo se llamaría?
    –Todo como en tus películas mexicanas –le dije a Guadalupe, cuando encendí al fin la ignición.
    Ella sólo puso su mano en mi rodilla.

Managua, enero-junio-diciembre de 1999.

(De Catalina y Catalina, 2001)


La herencia del bohemio


A Elianne
        
Folklore (voz inglesa) es el conjunto de tradiciones, creencias y costumbres de las clases populares, entre las que se incluyen las danzas y canciones herencia del pasado, atribuidas al pueblo porque sus autores se han perdido en la antigüedad o en el anonimato; y así mismo se designa bajo la misma voz la ciencia que estudia estas materias.
         Gigantona es una muñeca de muy alta estatura que consta de una armazón de madera, o se fabrica de varas tensadas hasta dar forma al esqueleto; ancha de hombros, frondosa de pechos y estrecha de caderas, la briosa titanta va vestida de larga falda de colorines y blusa estampada como una gitana muy señora de la calle, la cara de barro cocido pintada de un rosa natural, los labios encendidos de rojo carmesí, y  pestañas de trazos de carbón rodeando los ojos que parecen sorprendidos mientras baila moviendo sus brazos de trapo al compás insistente del tambor, lo mismo que se mueven allá arriba sus trenzas de oro hechas de cabuya. Cabuya es una fibra extraída de la planta llamada pita o henequén, (agave americano, familia de las amarilláceas) utilizada en la fabricación de sacos y cordeles.
La gigantona es llamada en razón de alabanza bajo otros nombres diversos, verbo y gracia:  dama soberana de mis amores, dama dueña de mi noble empeño, mi damita gentil y galante,  mi muy gallarda damisela, o la señora galana, mi señora donosa, mi muy digna señorona, y así mismo la potente giganta, y la garbosa y fiera titanta, según el placer y parecer del coplero; pero tiene ella siempre un nombre propio con el que su dueño la bautiza una vez que ha recibido los últimos retoques de pintura y está ya engalanada de todos sus atavíos, como por ejemplo: Rosaura, Graciela, Flor, Matilde, Estebana.
La dama de la que aquí se va a hablar tiene por nombre Teresa, en cuya frente el cielo empieza, y por ser de las mejor adornadas, en lugar de una simple diadema de cartón con forro de papel de fantasía, luce una corona incrustada de piedras refulgentes, además de vistosos aretes de hojalatería, un collar de semillas pulidas de varias vueltas, un brazalete surtido de monedas y numerosos anillos en los dedos, además de todo lo que luego se dirá.
         Bailante es una persona de sexo masculino que metido debajo de las faldas de la muñeca llamada gigantona, va de noche por las calles cuando toca en el calendario diciembre, y otros meses más allá de la Navidad, revoleando a la imponente dama en círculos o en pases de reverencia de ida y venida, brazos y trenzas al vaivén, todo esto al ritmo de un tambor que acomete un compás de marcha forzada,  acelerado a veces hasta parecer un redoble de rebato que termina por sacar de sus casas aún a los más remorosos, y prende detrás de la procesión una cauda de niños. Tal oficio callejero puede también ser desempeñado por una persona del sexo femenino, como va a probarse, pero se sabe que no es lo común de todos modos ver el rostro de una mujer asomando por la ventana disimulada entre los pliegues de la falda a la altura del vientre de la muñeca, cuando calla el tambor y el bailante fatigado reclama algo de beber.   
Para sacar una gigantona por las calles, en alegría de la gente que sale a admirarla a sus puertas, y en demanda del propio sustento de quienes la pasean, se necesita de una comparsa de cinco que por fuerza de necesidad suelen ser padres e hijos, a saber: el bailante que va dentro de la armazón y debe mover a la poderosa señora con gracia y soltura al son del tambor, como ya se dijo; el coplero que entona las décimas en las interrupciones del baile, saludando a los presentes con rimas floridas; el tamborero que repica sobre el parche de su tambor con los bolillos; el Pepito, o enano cabezón, papel que toca al más niño del grupo, para que parezca de verdad un enano, disfrazado bajo una enorme cabeza fabricada de cartón, que bien puede ser también una caja de embalaje debidamente provista de ojos y boca, y así baila a la vera de la gran damisela vestido con un viejo saco de casimir que antes fue de gala, más una fusta bajo el brazo como un jinete que dejó olvidado en algún paraje su caballo; y por fin un suplente que entra bajo las faldas de la giganta cuando el portador titular se siente cansado, porque hubieran llovido las solicitudes de baile, en cuyo caso fatiga se paga con dicha, o porque haya sido muy larga la caminata de un barrio a otro de la ciudad capital. Managua, situada a orillas del lago Xolotlán, es la ciudad capital de la república de Nicaragua.
         Cuando se hace muy tarde y la comparsa de artistas se encuentra lejos de su punto de partida, entonces la noble dama debe buscar asilo para pasar la noche, como es el caso de esta historia, porque nuestros héroes vienen andando y bailando desde algún perdedero del barrio Domitila Lugo, en el sector oriental de la ciudad, por donde viven y desde donde salieron al atardecer; atravesaron la Carretera Norte para pasar por todo Bello Horizonte bordeando de cerca los muros del Cementerio Oriental, entraron de allí a Villa Venezuela y cruzaron después por el barrio Ducualí,  y ya son pasadas las once cuando se ven en las calles de la Colonia Máximo Jerez. Acaten ustedes que no hay casi ya gente en esas calles, lucen desiertos los andenes, están las luces apagadas en los porches y sólo un perro les ladra furioso detrás de una verja a los paseantes que llevan ahora su muñeca a paso lerdo entre las sombras.
Puede ser que el asilo se le busque a la garbosa señora en el domicilio de algún conocido, pero si no es así, porque varían cada noche los rumbos del paseo y no por todas partes van urdiendo amistades unos artistas callejeros como estos que decimos, sólo resta la posibilidad de que estando abierta alguna puerta, quizás la de alguna pulpería, dentro se divise a alguien, un alma caritativa que se prepara a acostarse, y entonces esa alma caritativa se muestre dispuesta a consentir, tras un parlamento breve o largo, según sea dúctil o no desde el principio su voluntad, a que la dama entre a reposar en aquella morada, en cuyo caso será introducida en hombros de los andariegos de la comparsa como si hubiera sufrido un desmayado, porque sólo así yacente puede caber por una de esas puertas de casas que no son ningún ejemplo de holgura; y entonces lo más cierto es que nuestra airosa señora pase la noche bajo algún cobertizo donde hay trastos viejos, una palangana rota, una jaula de gallos hace tiempos vacía, el torno de un mecánico o el banco de un carpintero, o en todo caso la arrimen al muro del patio, que si el vecino se levanta a orinar más tarde, se asombrará de seguro al ver sobresalir del otro lado aquella pensativa cabeza coronada.
La comparsa se despide, mañana vendrán por su muñeca y ése será el nuevo punto de partida del paseo; y como buses no hay ya a esas horas, buscan entonces un taxi, si es que la demanda fue buena, o bien deshacen el camino con pies dolientes como ocurrió aquella noche con esta comparsa que nos ocupa, pues habían ganado demasiado poco a pesar del largo recorrido. Fue un viaje penoso aquel de regreso hasta el barrio Domitila Lugo, porque ya el bailante, y cabeza de la familia, se encontraba gravemente enfermo. Domitila Lugo fue, según se dice, una combatiente guerrillera caída en la insurrección popular de los barrios orientales contra la dictadura somocista en 1979. 
“Un bailante menos y un pleito familiar más. Eso fue lo que quedó después del deceso de Martín Lindo Avellán, dueño de una gigantona llamada la Teresa”, escribe Karla Castillo en la nota titulada La herencia del bohemio, página de sucesos de El Nuevo Diario del 16 de diciembre de 1999. “Con sus tres metros de altura, armazón de madera y su cara recién maquillada con pintura acrílica de pared, la Teresa es ahora la manzana de la discordia entre la hermana mayor del difunto, de nombre Soraya, y la viuda del mismo, Amanda Suazo, más sus tres hijos huérfanos, pues cada bando reclama el derecho de quedarse con la muñeca. Alexis de once años, Marvin de siete, y Marina de cinco, son los huérfanos que capitaneados por su madre intentan retener en su poder el instrumento de trabajo de su padre Martín, quien murió tempranamente, a los treinta años de edad, a causa de la cirrosis hepática que le causó su vida bohemia.”
Vamos a ver entonces la repartición de papeles en el acompañamiento de esta damisela de la noche llamada la Teresa: Martín, el fallecido de cirrosis, era el bailante;  Alexis, el mayor de los hijos, el coplero; Marvin, el que le sigue, el tamborero; Marina, la más pequeña de los tres, el Pepito o enano cabezón; y Amanda, la esposa, bailanta suplente por aquello de que debía meterse bajo la armazón cuando el marido se cansaba, y sobre todo en los últimos tiempos, pues debido a su grave enfermedad, que le empezó con debilidades y sudores, se volvió nulo en resistir la agitación del baile. Esa vez que decimos, cuando volvían a pie a su casa a medianoche tras dejar guardado a buen recaudo su tesoro en el patio de una pulpería de la Colonia Máximo Jerez que aún no cerraba su puerta, vomitó por tres veces la sangre en el pavimento.
“Desde los diez años anduvo Martín bailando a su dama por las calles de León, pues a él le tocaba suplir a su padre cuando se emborrachaba”, explica Amanda Suazo, la viuda. Aquel su padre, Felipe Lindo Ubeda, murió trágicamente porque, bebido como andaba, lo atropelló el tren queriéndose cruzar la carrilera mientras iba metido debajo de la falda de su gigantona; y entonces Martín, por ser su hijo único recibió la muñeca como herencia, y se vino con ella para Managua en busca de mejor fortuna. Debido a que la locomotora no cogió al difunto de frente, la muñeca salió sin mucho daño del percance, salvo unas roturas de la falda, y un pecho que se le desprendió a la armazón, algo fácil de arreglar porque el busto de las gigantonas se fabrica con jícaros.
Jícaro es el fruto del árbol del mismo nombre (crescentis cujete), de hojas acorazonadas y flores blanquecinas, que crece en los llanos desolados; este fruto, de forma esférica u oblonga, tiene una cáscara de gran dureza que suele utilizarse como recipiente, mientras la pulpa, rica e proteínas, resulta un excelente alimento para el ganado.
Para ese entonces, al ser pasada en herencia, la formidable Teresa no gozaba de tantos atributos, ya que tenía la cara sucia y  la color apagada. Martín no sólo le reparó los daños sufridos en el accidente que costó la vida de su padre, sino que ya puesto en Managua la embelleció con una nueva mano de pintura en la cara, le retocó boca, ojos y pestañas, le dio a coser una falda de crespón verde musgo y una blusa estampada con rosas de Bengala, le adornó los hombros con un pañuelo de una seda lustrosa llamada piel de espejo, y de las manos de un maestro hojalatero que buscó en el barrio Don Bosco salió aquella corona refulgente de pedrería.
         Si algo le reprocha hoy a Martín su viuda, es la terca manía de llevarse a la Teresa a las cantinas cuando soltaba la parranda como si se tratara de una mujer casquivana, de modo que en el patio, entre las mesas de los bebedores, se podía divisar a la muñeca de espaldas hombrunas y pechos altivos estacionada con toda seriedad, fijos en la nada sus ojos de asombro como si oyera con escándalo mudo las groseras liviandades de los borrachos, hasta que su dueño, una vez saciada la sed alcohólica, volvía tropezando a su casa metido debajo de las frondosas faldas, según la misma costumbre de su padre allá en León, con lo que era ella, inclinándose a punto de caer, la que daba el aspecto de embriagada.
Cuando Martín empezó a sentirse peor de salud, después de los primeros vómitos de sangre de aquella noche, ya no pudo abandonar la vivienda, y entonces Amanda no tuvo vacilación ninguna en tomar el camino cada atardecer para bailar ella misma a la Teresa. Sus pequeños hijos se iban con ella, cada uno responsable de su mismo papel de antes en la comparsa.
Se trata de una mujer resistente y decidida, dueña de movimientos enérgicos, como puede comprobarse al verla soplar con un viejo sombrero de palma el fogón en el patio de su estrecha vivienda. Estaba sabida de que en aquella comparsa no había ahora suplente y que por lo tanto, suyo por entero era todo el recorrido, sin que valieran quejas ni remilgos, aunque a veces sintiera, como dice, que se le clavaban los pies en el suelo de puro molimiento, y la armazón de la muñeca le pesaba como si cargara sobre los hombros un quintal de plomo; además de que el público no consiente ningún desmayo ni desliz en el baile, porque entonces se va de las aceras y se vuelven magras las contribuciones.
  Y por fin tuvo que dejar la calle, no debido a que la doblegara el esfuerzo, sino porque cada vez le dolía más dejar a Martín en la soledad de la vivienda, sin amparo de nadie que le pasara el remedio, o lo detuviera por la cabeza y le alcanzara la lata cuando le venían las arcadas de vómito; y así decidió entregar a la Teresa en alquiler a un muchacho serio y responsable de nombre Danilo Astorga. El trato fue un pago de doscientos córdobas semanales, los que no se dejaron de recibir mientras duró la agonía del esposo.
         Los niños están en desventaja ante su tía, la ya mencionada Soraya, mujer de mucha labia, modales altaneros y talante corpulento, quien vive a pocas casas sobre la misma calle. Alega ser la única con derecho para heredar la gigantona en disputa, ya que, de acuerdo a pruebas en su poder, fue ella quien sufragó el costo de las medicinas de su hermano, y no tiene impedimento en mostrar las facturas de las cuentas de la farmacia, y más que eso, el pagaré firmado por aquel en su lecho de muerte, donde expresa: “debo y pagaré a mi hermana Soraya Lindo Avellán los gastos incurridos durante el transcurso de mi fatal enfermedad, con la entrega de la gigantona llamada la Teresa, de la que soy dueño y poseedor, para que mi dicha hermana la disfrute en legítimo uso y propiedad”.  Y dice ante esto la viuda: “Esa mujer cruel y sin entrañas ya tiene su propia gigantona, que la baila su hijo mayor de nombre Norberto, no sé porque quiere otra a costa de la única herencia que dejó el finado Martín mi marido a mis tiernos hijos”.
         Por el momento el más confundido es Danilo Astorga, quien por ser soltero, ajeno a obligaciones familiares, paseaba a la Teresa en comparsa con otros cuatro jóvenes de su edad, sin saber ahora a quién entregar el dinero que aún debe del alquiler, si a Amanda la viuda, o a Soraya la hermana, que cuando lo veía pasar en su ronda nocturna, ya muerto Martín, se plantaba en su puerta a reclamarle con alardes ofensivos no sólo los pagos, sino la entrega de la gigantona, no importando que hubiera gente asomada a las aceras en afán de diversión y no de querellas. Y no transcurrieron muchos días sin que se presentara a la policía reclamando el decomiso físico de la Teresa, el cual fue ejecutado.
         “Esa gigantona, lástima que esté presa, es muy popular en los barrios orientales por gallarda y bien trajeada,  yo tuve con ella mucho éxito; me ayudaba, además, que llevaba un buen coplero que a los catorce años de edad compone sus propias coplas y también menciona algunas del difunto” dice Danilo Lindo, quien posiblemente sea citado como testigo ante la policía, la que a su vez decidirá a cuál de las partes debe ser entregada la muñeca, así como el dinero que él resta en deber.
         Por su parte cuenta la viuda que el lunes pasado, sintiéndose ya en su final, Martín llamó a sus tres hijos al lado de su camastro, y les hizo saber que les dejaba en herencia a la gigantona ahora en litigio, la cual lleva el nombre de su propia madre, la abuela paterna de los niños, pues se llamaba ella Teresa Avellán de Lindo, originaria del barrio del Laborío allá en León, donde se juntó con el difunto Felipe Lindo Ubeda. León es la segunda ciudad en importancia de Nicaragua, y es allí donde se originó el baile de la gigantona.
         Mala suerte para ella y para sus vástagos, continúa Amanda, que nadie más escuchara de los labios del infeliz moribundo esa promesa, pronunciada en voz muy disminuida ya que las arcadas de vómitos de sangre lo habían despojado ya de todas sus fuerzas.
         Hoy en día la gran Teresa de esta historia permanece retenida en la estación de policía del Distrito 6, donde recibe a diario la visita de los tres miembros de su comparsa, Alexis de once años, Marvin de siete, y Marina de cinco, mencionados otra vez en orden de edad, quienes hasta que cae la noche se dedican en silencio a hacerle compañía a su dama. Junto a la muñeca fueron requisados también el tambor con sus palillos, así como el saco de casimir, el fuete y la cabeza del enano cabezón, o Pepito, que puesta allí sobre el piso no parece ser sino lo que en verdad es, una caja de cartón con unos huecos por ojos, y las cejas, pestañas, patillas y bigote pintados con anilina común.

Managua, julio de 2000.

(De Catalina y Catalina, 2001)



La viuda Carlota

                                                                                                                      A doña Maya de Córdova Rivas

Las verás lentas o precipitadas
tristes o alegres, dulces, blandas, duras,
meadas de las noches más oscuras
o las más luminosas madrugadas
Rafael Alberti
(Homenaje a Quevedo)
                           
        
—¡Aquí ha orinado un hombre! —exclamó la niña asomándose por la balaustrada.
         Entonces, la casa entera donde sólo sonaba el radio de la cocina tocando rancheras se puso en revuelo. Subieron las criadas haciendo retumbar la escalera, subió el jardinero con sus tijeras de podar y el lodo de los zapatones del lechero que llevaba la leche todas las mañanas quedó regado sobre los mosaicos del piso alto.
         La cocinera, que fue la primera en llegar, no quiso ver la prueba que le ofrecía la niña alzando el bacín hasta sus ojos, y le dio una bofetada tan fuerte que le dejó la palma de la mano pintada en la mejilla.
         —¡A ese aposento no entra ningún hombre, menos a orinar, la muy atrevida! —le dijo en un murmullo colérico y se restregó en el cuadril la mano enardecida.
         La niña aguantó el golpe sin llorar y no soltó el bacín. No sólo, lo mantuvo alzado tercamente a la vista de la cocinera.
         La empleada de adentro, la que lampaceaba, era la madre de la niña y se encaró con la cocinera. Había subido con todo y lampazo, como el jardinero con todo y sus tijeras de podar. Josefina se llamaba.
         —A mi hija nadie le pega —le dijo Josefina, la empleada de adentro, a la cocinera. Pero las palabras salieron de su boca llenas de flojedad, porque la cocinera era más fuerte, y además, dominaba sobre ella en talante y jerarquía.
         —A ver. ¿Cuál es la prueba? —dijo el jardinero, un hombre ya viejo, calmado y reflexivo, que hasta entonces se acordó que había penetrado hasta donde nunca nadie que no fuera del servicio de mujeres se había atrevido, el umbral del aposento del piso alto, donde dormía la viuda, y ahora no hallaba qué cosa hacer con las tijeras de podar.
         La niña, que hasta entonces iba a empezar a llorar, tal como se mostraba en el temblor de su quijada, le enseñó el bacín que venía de sacar del aposento. Le pesaba en las manos porque estaba cargado de orines de un amarillo encendido, casi tirando a cobre rojizo. En los bordes, se alzaba una abundante orla de espuma.
         —Aquí está la prueba —dijo entre lágrimas la niña. La niña iba vestida con los restos de su vestido de primera comunión, de un blanco ya triste de tan usado.
         —No veo la prueba —dijo Armodio el jardinero, porque Armodio se llamaba, tratando de ser comprensivo; pero su mayor deseo era irse a podar las limonarias del jardín, no fuera a salir de su aposento la viuda y lo sorprendiera en la falta de su abuso.
         —La espuma es la prueba —dijo la niña.
         —Estás loca —le dijo la cocinera, que se llamaba Rafaela y que también ya a empezaba sentir miedo por estar allí, discutiendo pruebas peregrinas de si algún hombre había orinado en aquel bacín que salía del aposento donde sólo dormía la viuda entre sus sábanas de olán.
         —Es cierto —dijo Filiberto el lechero, que era un muchacho como de catorce años. La niña, que se llamaba Estela, andaba por los trece.
         —¿Qué es lo que es cierto? —le dijo Rafaela la cocinera, desafiándolo con altanería reprimida.
         —Sólo el chorro de un hombre deja espuma porque los hombres orinan parados. Las mujeres, como orinan sentadas, tienen el chorro débil —dijo Filiberto el lechero sin quitar los ojos estudiosos del bacín.
         —Ve qué muchacho más vulgar y depravado —dijo Rafaela la cocinera, afligida sin remisión ante la evidencia. Era cierto. Ninguna mujer dejaba en el bacín espuma al orinar. Las mujeres tenían los orines tranquilos.
         —Andá bota ese bacín antes que te de con este palo —le dijo Josefina la empleada de adentro a su hija Estela, la niña, y enarboló el palo del lampazo, amenazándola. El terror la hacía aparecer furiosa.
         En eso se oyó el ruido del picaporte de la puerta del aposento que iba a abrirse y los que querían huir ya no tuvieron tiempo. Josefina la empleada de adentro se puso a lampacear con apuro las baldosas del piso por el lado que no necesitaban brillo, si ya relumbraban, olvidándose, por el contrario, de sacar el reguero de lodo dejado por las botas de Filiberto el lechero, y Armodio el jardinero no halló otra cosa que hacer que abrir y cerrar en el aire, por arriba de su cabeza, las tijeras de podar, como quien se dedica a capar moscas al vuelo.         
         Primero se acercó a ellos la fragancia de lavanda Heno de Pravia de la viuda, que apaciguó el olor a leche cuajándose de Filiberto el lechero, y luego se acercó ella, muy recatada en sus trapos de luto aunque altanera en el paso, la chalina de ir a misa doblada en la mano, su moña alta bien hecha, la boca apenas encendida de carmín como la huella de otra boca aún más sensual, y un lunar muy pequeño, apenas un punto, repintado al lado. No era tan joven, una que otra hebra blanca había en su pelo; pero era bonita, las cejas muy juntas y el pecho colmado y altivo. Por todo adorno lucía un relojito de oro en la muñeca.
         Se asomó a la bacinilla y el impulso de Estela la niña fue ofrecérsela también a los ojos. Contempló los orines, y arrugó apenas la cara, en una prudente demostración de asco.
         —¿Ahora se saca en procesión mi bacinilla? —les dijo.
         —Es que hallé una prueba —le dijo Estela la niña a la viuda Carlota. Carlota se llamaba la viuda.
         —¿Una prueba? ¿Prueba de qué? ¿Qué tiene de malo que haya yo orinado en mi bacinilla? —dijo la viuda Carlota, y se sonrió sólo con las comisuras de los labios.
         —Eso no será lo malo, si no que anoche entró aquí un hombre porque en el bacín están sus orines —dijo muy tonante Armodio el jardinero y las tijeras en su mano hicieron tris tris y luego se callaron. Era tan colosal su temeridad al decir lo que decía que ni siquiera se asustó ni parpadeó.
         —¡Todo mundo a sus oficios! —¿Qué acaso nadie tiene qué hacer? —dijo Rafaela la cocinera y movió enfática las manos en afán de empujar, como quien arrea una manada de vacas díscolas y matreras.
         —Quisiera saber en qué se distinguen mis orines de los de un hombre —dijo la viuda Carlota, con parsimonia, desdoblando su chalina de encaje para ponérsela en la cabeza.
         —¡En la espuma! —dijo Estela la niña—. Usted no puede orinar con el chorro parado.
         Muy garbosa, la viuda Carlota se puso su chalina y se rió con sabrosura; y enamoró de tal grado aquella risa a Filiberto el lechero, que no acertaba a cerrar la boca; y tanto la mantenía abierta, sin quitarle la vista mientras ella se reía cantarina, que bien entraran a buscar abrigo en ella un borbollón de moscas de aquellas que trataba de capar al aire con las tijeras Armodio el jardinero.
         —Entonces es el difunto mi marido quien ha venido a orinar —dijo al fin de su risa la viuda Carlota.
         —¡Animas benditas del purgatorio! —dijo Josefina la empleada de adentro.
         —¿Qué acaso los muertos orinan? —dijo, desconfiado, Filiberto el lechero y pareció que se espantaba con la mano la puñada de moscas que le rondaba la boca.
         —Ya ven que sí —dijo la viuda Carlota—. Y digan si no tienen los muertos el chorro fuerte y decidido.
         Y riéndose otra vez se fue a su misa, y los dejó, recomendando al bajar las escaleras los oficios que debían cumplir antes de que ella volviera, y a Estela la niña, ya con severidad, que fuera a botar esa bacinilla al fondo del patio, lejos de los canteros de begonias y rosas Reina de Hungría porque los orines de muerto secan la frescura y el verdor de la naturaleza: así hablaba la viuda Carlota, con donaire, porque había estudiado en el colegio de las monjas francesas.
         Se fue, y cuando oyeron que se cerraba de un golpe el portón de la calle, empezaron todos a descender en silencio, Estela la niña delante llevando el bacín colmado de orines, la superficie un espejo orlado de jirones de espuma que se inquietaba al poner ella pie en cada tramo pero sin derramarse una sola gota, tanta era su experiencia en aquel bajar el bacín todos los días.
         —Yo no creo en muertos que orinan —dijo todavía Armodio el jardinero deteniéndose en la puerta de la sala de la viuda Carlota, que daba al jardín, ya cuando todos se habían dispersado, y lo volvió a repetir en voz más alta de cara a la sala silenciosa, a sus cortinas de encaje, sus sillones de mimbre esmaltado, sus cojines bordados y al gran perro de porcelana sentado en dos patas en el suelo, en un rincón. La sala de la viuda Carlota parecía sumergida en una agua amarilla del mismo color de los orines del bacín.
         Pero ni Rafaela la cocinera ni Josefina la empleada de adentro oyeron clamar a Armodio el jardinero a pesar de que  habían apagado el radio, puesto que estaban dedicadas ya a sus oficios; o es que no quisieron oírlo porque no les tenía cuenta saber ni averiguar sobre orines de muerto. Pero, al parecer, a Estela la niña y a Filiberto el lechero sí les tenía.
         Porque cuando Armodio el jardinero se fue a podar al fin las limonarias, con ahínco suficiente para que desde el fondo de aquel jardín llegara muy claro el tris tris de su tijera, salieron los dos con tanto sigilo que nadie en la casa oyó sonar el portón al cerrarse, Estela la niña llevando el bacín por media calle, bajo el deslumbre picante del sol de pleno marzo que ya subía, y Filiberto el lechero de custodio a su lado, sin hablarse pero concertados en llegar a la iglesia donde a esas horas oía misa la viuda Carlota en su reclinatorio particular forrado de raso carmesí.
         El padre Cabistán, que limpiaba con la estola las heces del vino en el copón porque ya terminaba el oficio, los vio en el espejo entrar por la puerta mayor, arrodillarse y persignarse y luego avanzar con su ofrenda por el pasillo sembrado de cagarrutas de murciélago al centro de la nave. Los vio por el espejo porque tenía él un espejo polvoriento de gruesa moldura clavado en el altar, encima del tabernáculo, que mientras oficiaba de espaldas a los feligreses le servía para vigilar la asechanza de cualquier enemigo rival que apareciera en afán de camorra, la pistola cargada muy a mano debajo del sobrepelliz.
         —En este bacín de la viuda Carlota orinó anoche un hombre —dijo en el espejo Estela la niña, al apenas detenerse al pie de las gradas del altar mayor.
         El sacristán, atento a cubrir el copón una vez bien frotado, no descubrió a la pareja sino al oír la voz aquella de Estela la niña, tan cerca que lo hizo volverse, primero la cabeza, después el torso y luego su gran panza. Tirso se llamaba el sacristán.
         —Es un hombre hecho y derecho el que entró al aposento sin que nadie lo sintiera, porque tiene el chorro fuerte —dijo Filiberto el lechero asintiendo de manera muy grave.
         —Tiene que haber sido de madrugada que orinó ese hombre porque todavía hay bastante espuma junto al brocal del bacín —dijo Estela la niña. Y se rió, imitando la risa argentada de la viuda Carlota, con lo que Filiberto el lechero volvió a quedarse como bobo que caza moscas con la boca abierta.
         Suerte que era poca la gente en la iglesia en misa tan temprana. Unas cuantas beatas que por sordas no oían nada, la viuda Carlota que tampoco parecía oir nada, de rodillas en su reclinatorio forrado de raso carmesí, la cabeza, cubierta con la chalina, abatida entre las manos; y el doctor Graham apartado en la última fila de bancas, como era su costumbre, que a lo mejor tampoco había oído nada. Asistía a misa antes de empezar sus consultas a domicilio y dejaba su caballo pastando en el baldío al lado de la iglesia.
         El padre Cabistán se volvió para despedir a los fieles abriendo los brazos, y ya tuvo de frente a aquellos dos de la bacinilla colmada de orines.
         —Cochinada traer un bacín lleno de orines a la iglesia —dijo Tirso el sacristán bajando con paso dificultoso las gradas para encararlos, su gran panza adelante; pero a medio camino mejor prefirió consultar al padre Cabistán con la mirada,  en vano porque los ojos del padre Cabistán estaban puestos en la viuda Carlota que, siempre de hinojos, no terminaba de rezar.
         —Ya no puede una orinar tranquila sin que salgan a publicarle los orines a la calle —dijo al fin la viuda Carlota alzando la cabeza. Se advertía enojada, pero serena, y Tirso el sacristán la vio en ese momento desnuda en su pensamiento, y él se vio a sí mismo orinando en la quietud de la madrugada en aquel bacín tan hermoso guarnecido de rosas en relieve y pintado con querubines que divagaban entre nubes.
         —Dicen estos niños que son orines de hombre —dijo el padre Cabistán, y su voz, que quería alcanzar a la viuda Carlota en su reclinatorio, resonó en tono de reclamo en la iglesia vacía. Ahora sólo quedaba el doctor Graham en la última fila, sentado tranquilo en la banca, los brazos en el espaldar, la pierna cruzada, como si esperara algún tren. Desde la plaza el viento aventaba tolvaneras de polvo revuelto con briznas de zacate que entraban por la puerta mayor encendida de sol.
         —Quién va a distinguir unos orines de otros —dijo la viuda Carlota, alzándose de hombros, al tiempo que miraba al padre Cabistán con mirada risueña. El padre Cabistán se sintió transportado a los más altos cielos por aquella mirada, y le dio mucha cólera que en aquel momento de deleite le sonaran tan ruidosamente las tripas; de modo que su sonrisa de gozo fue a terminar en una mueca de disgusto.
         —Es por la espuma —dijo Filiberto el lechero—. Apuesto a que usted, padre Cabistán, orina con espuma.
         —Yo orino sentado para no remojarme la sotana —dijo el padre Cabistán, y se notaba bastante azorado cuando terminó de decir lo que dijo, pues pareció espantar con un lento manotazo la nube aquella de moscas de las que capaba Armodio el jardinero con su tijera de podar y de las que se le metían en la boca a Filiberto el lechero al embelesarse con la risa cantarina de la viuda Carlota.
         —Se supone que el hombre que anoche orinó en ese bacín, orinó desnudo y porqué entonces iba a tener reparo de remojarse la sotana —dijo Tirso el sacristán y puso su barriga de cara al padre Cabistán.
         —Vos, a tu sacristía, —le dijo el padre Cabistán, que no dejaba de espantarse las moscas de la cara.
         —Primero tengo que quitarle a usted los ornamentos —dijo entonces Tirso el sacristán, con terquedad en la voz.
         —A tu sacristía —le dijo el padre Cabistán, y por pura costumbre pendenciera se palpó el bulto de la pistola debajo del sobrepelliz, lo cual provocó que Tirso el sacristán se apresurara en irse a hacer lo que le mandaban cuando menos hubiera querido, porque la viuda Carlota ya llegaba cerca de las gradas del altar mayor.
         —Recuerde que usted va a esa casa de noche a rezar el rosario con la viuda Carlota en su aposento ─dijo todavía Tirso el sacristán.
         —Sí, eso es cierto —dijo Estela la niña—. El padre Cabistán se encierra con la viuda Carlota todas las noches a rezar el rosario en el aposento.
         —Pero están siempre las criadas conmigo —dijo, muy altiva, la viuda Carlota.
         —A veces no están —dijo Estela la niña.
         —Un balazo te debía pegar por viperino —dijo el padre Cabistán mirando a la puerta de la sacristía por donde había desaparecido navegando con su panza adelante Tirso el sacristán. Pero lo dijo sin mucho énfasis, y sin llevarse ya la mano a la pistola.
         —¿A qué horas termina siempre ese rosario? —le preguntó Filiberto el lechero a Estela la niña, acercándosele al oído.
         —A las ocho ya terminó —le respondió en voz baja Estela la niña.
         —Entonces no pueden ser los orines del padre Cabistán —dijo Filiberto el lechero—. Estos son orines de madrugada. Si no, ya se hubiera deshecho la espuma.
         —Sólo que el padre Cabistán vuelva en secreto al aposento más noche —dijo Estela la niña.
         —Sólo así —terminaba de decir Filiberto el lechero cuando sintió que lo agarraban de la oreja.
         —¡Te estoy oyendo, falsario! —le dijo el padre Cabistán sin soltarlo de la oreja.
         —¿Son suyos estos orines, padre Cabistán? —le dijo Estela la niña mostrándole el bacín.
         —Bonito está que me vengan a confesar en mi propia iglesia —dijo el padre Cabistán.
         —Ya para juego y diversión es mucho —dijo la viuda Carlota—. Vuelvan estos niños a sus oficios, y la bacinilla a mi aposento.
         —Si me permiten —se oyó una voz que estremeció a la viuda Carlota, y el padre Cabistán notó, mal de su agrado, aquel estremecimiento; y, otra vez, para su triste desgracia, le volvieron a sonar las tripas.
         Era la voz cortés del doctor Graham que estaba ya allí junto a ellos, el sombrero en la mano. El sombrero tenía una cinta azul, muy ancha, y el doctor Graham era muy rubio y muy delgado, de modo que el traje de lino blanco parecía divagarle en el cuerpo, y sus ojos, bajo las cejas rubias, copiaban el color azul de la cinta del sombrero. Olía a jabón de tocador Camay, sobre todo sus manos. Hay que acordarse que la viuda Carlota olía a lavanda Heno de Pravia, y que Filiberto el lechero olía a leche cuajándose, fuera del padre  Cabistán, que olía a sudor agrio. De modo que en la iglesia andaban juntándose todos esos olores, más el olor del bacín repleto de orines, ya no se diga.
         —¿Qué se le ofrece? —le dijo, colérico, el padre Cabistán al doctor Graham. Y más se encolerizó por aquello de que el doctor Graham olía a jabón de tocador Camay y él olía a sudor agrio, un olor pegado a su sotana sin asolear; además de que le sonaban tanto las tripas. El doctor Graham, tan pulcro, tan aseado y tan rubio, no parecía capaz ni de un eructo.
         —¿Puedo asomarme a ese bacín? —dijo el doctor Graham, sin dirigirse a nadie en particular, al tiempo que miraba de manera muy fugaz a la viuda Carlota.
         Y sin esperar a que nadie, en particular, diera el permiso, Estela la niña se apresuró en levantar el bacín ante los ojos del doctor Graham que sacó de un estuche sus anteojos montura de oro y se los colocó sobre la nariz para escrutar, muy atento, los orines.
         —Ya lo decía yo —dijo el doctor Graham, y se guardó los anteojos.
         —Estos son los orines de un hombre hecho y derecho que entró al aposento de la viuda Carlota y orinó con chorro fuerte en el bacín de madrugada, porque las mujeres, como orinan sentadas, no dejan espuma —dijo Filiberto el lechero.
         —No, mi amigo, ningún hombre hecho y derecho ha orinado aquí y ya voy a explicar porqué —le dijo, condescendiente, el doctor Graham.
         —La viuda Carlota dice que son los orines del difunto su marido que anda penando en el otro mundo, y cuando tiene ganas de orinar viene y entra al aposento y orina en el bacín —dijo Estela la niña.
         —¿Usted dice eso? —le dijo el padre Cabistán a la viuda Carlota, mostrando extrañeza.
         —Si son orines de hombre porque dejaron espuma, el único hombre que puede entrar en mi aposento a orinarse en el bacín es mi difunto marido —dijo la viuda Carlota con sonrisa más que imperceptible de sus ojos.
         —No. No se trata de ningún muerto —dijo el doctor Graham arreglándose la corbata verde en la que se repetían figuras de gorriones libando en el cáliz de una flor y otra flor.
         —El dicho de la viuda Carlota me da que sospechar —dijo el padre Cabistán, con rencor—. Si ella acepta que son orines de hombre, son de hombre, no de ningún difunto, que esos ya no tienen por dónde orinar. Alguien, entonces, que es de carne y hueso, entró al aposento, y después de hacer lo que hizo, orinó en el bacín.
         —Nadie ha hecho nada conmigo en mi aposento —dijo la viuda Carlota alzando en gesto altivo la barbilla; y debajo de la barbilla, en los pliegues del cuello, se vio que había hilillos de talco; porque la viuda Carlota se entalcaba toda ella después de bañarse.
         —Ya ve, por apresurarse ofendió a la viuda Carlota —le dijo el doctor Graham al padre Cabistán, recriminándolo con su mirada apacible.
         —Usted se calla porque ese caballo cómplice suyo lo lleva por todo camino entrando su dueño en alcobas de mujeres doncellas, viudas o casadas, y mientras dice curar las sonsaca de amores —le dijo el padre Cabistán, con tanta severidad que la saliva brotaba en lluvia muy fina de su boca.
         —Yo no tengo espejo colgado del altar mayor para vigilar que no me maten maridos burlados y galanes maltratados mientras digo la misa —dijo el doctor Graham sin alterar la caballerosidad de su voz.
         —Lo cual es bien cierto que para eso es el espejo, y además carga una pistola Colt 45 debajo de la sotana porque no es la primera vez que lo han querido matar por reclamos de celos—se oyó la voz de Tirso el sacristán que se había quedado escuchando todo el coloquio detrás de la puerta de la sacristía.
         —Ya nos vamos a entender vos y yo —dijo el padre Cabistán hablándole a la puerta cerrada.
         —¿De quién son, entonces, estos orines? —le dijo Estela la niña al doctor Graham.
         —Es lo que no me han dejado explicar —dijo el doctor Graham, que se volvió a poner los anteojos montura de oro y se volvió a asomar al bacín.
         —¡Se encontró una nueva prueba! —dijo desde lejos la figura oscura de Armodio el jardinero recortada en el deslumbre de la puerta mayor. Llegaba con sus tijeras de podar, y llegaba corriendo porque se le notaba el jadeo en la voz; pero antes que él llegaba otra bocanada de viento caliente trayendo polvo, y basuritas que bailaban alegres en el polvo.
         —¿Qué prueba? —dijo el padre Cabistán mirando muy maligno a la viuda Carlota, y su voz cruzó la nave de la iglesia desperdigando ecos a su paso. Era claro que la viuda Carlota se había puesto muy nerviosa y se repasaba el corpiño con los dedos de uñas largas pintadas de rojo sangre, sin acertar a dejar quietas las manos.
         —Espérenme que me acerque —dijo Armodio el jardinero; y a medida que se acercaba se oía el tris tris de sus tijeras de podar.
         —No puede ser el padre Cabistán el que orinó en el bacín —le dijo por lo bajo Filiberto el lechero a Estela la niña.
         —¿Porqué no puede ser? —le dijo Estela la niña, también por lo bajo.
         —Porque se le nota muy celoso de que alguien que no fue él entró de madrugada al aposento de la viuda Carlota —le dijo Filiberto el lechero.
         —¿Y quién será entonces ese alguien? —le dijo Estela la niña.
         —Ese alguien no puede ser otro que este doctor Graham tan sabihondo —le dijo Filiberto el lechero.
         —A lo mejor,  porque el doctor Graham sube al aposento del piso alto, le toma el pulso a la viuda Carlota, le mete la mano en el seno para sentirle palpitar el corazón, y después le dice que se desnude para examinarla; y ya por último toman cafecito juntos ¾le dijo Estela la niña.
         —¿Vos los has visto? —le dijo Filiberto el lechero frunciendo el ceño.
         —Porciones de veces los he visto —dijo Estela la niña.
         —Se encontró que está desclavada una tabla de la cerca del fondo del jardín, suficiente para que pase un hombre por ese portillo —dijo Armodio el jardinero acercándose sofocado, tan sofocado que casi no le quedaba voz. La viuda Carlota, mientras tanto, se había arrimado al doctor Graham, muy desvalida, en busca de protección.
         —¿Se encontró? ¿Qué es eso de se encontró? —dijo el padre Cabistán.
         —Bueno, fui yo —dijo Armodio el jardinero—; la tabla arrancada la encontré yo porque cuando bajé del piso alto con mis tijeras de podar, ya para salir a mi jardín, dije, sin que hubiera ya nadie para oírme: quién va a creer ese cuento de un muerto que orina en bacinilla, si los muertos no beben agua; y cuando ya estaba en mi afán de podar las limonarias, dije: por algún lugar entró a la propiedad quien orinó muy de madrugada en el bacín de la viuda Carlota, ése que no es ningún muerto. Y fui, y busqué, y hallé la tabla desclavada y arrimada en su propio lugar, y dije: quiere decir que quien por aquí entró anoche ya tiene la costumbre, y no es de este proceder la primera vez.
         —¡Me andan investigando en mi propia casa! —dijo la viuda Carlota a punto de llorar, arrimada al hombro del doctor Graham.
         —Y todavía falta más —dijo Armodio el jardinero, y miró a la viuda Carlota, apesarado.
         —Veamos qué más —dijo el padre Cabistán frotándose de puro contento las manos sudorosas impregnadas del polvo que seguía entrando desde la puerta mayor; y le volvieron a sonar las tripas, pero ya no le importó.
         —Del otro lado de la cerca hay bastante zacate recién triscado, lo cual quiere decir que allí comió un caballo en la oscurana mientras aguardaba a su jinete  —dijo Armodio el jardinero; y ya no quiso dar la cara a la viuda Carlota.
         —¿Viste? Salió lo que yo te dije —le dijo en un susurro Filiberto el lechero a Estela la niña.
         —Muy bien —dijo, muy socarrón, el padre Cabistán mirando al doctor Graham y cruzando los brazos sobre el abdomen—. Estamos esperando su dictamen.
         —Usted también tiene caballo y anda a caballo —dijo desde su escondite Tirso el sacristán—. Y ya me acuerdo que anoche a medianoche me dijo que tenía que salir a santolear a un agonizante, y yo me levanté de mi cama y le ensillé la bestia.
         El padre Cabistán, encolerizado, buscó la voz detrás de la puerta, con tanto talante de pendencia que aquello desdecía de su investidura.
         —Los orines de este bacín no son de ningún muerto —dijo el doctor Graham.
         —Eso ya se sabe —dijo el padre Cabistán.
         —Sí, son —dijo la viuda Carlota muy suplicante.
         —Tampoco son de ningún hombre hecho y derecho —dijo el doctor Graham.
         ¾No se esconda detrás de ardides como un cobarde ¾le dijo el padre Cabistán.
         —Sí son de hombre hecho y derecho porque el chorro dejó espuma —dijo Estela la niña y se asomó al bacín muy de cerca, como al brocal de un pozo.
         —Los curas no son hombres hechos y derechos porque usan naguas —dijo desde su escondite Tirso el sacristán—. ¿Serán orines de este cura?
         —Seguí, que te estás cavando tu propia sepultura —dijo el padre Cabistán, buscando otra vez la voz, en un tono que ahora era y no era de amenaza.
         —No. Tampoco son orines de éste ni de ningún cura —dijo el doctor Graham, con calculado desdén, alzando un tanto su voz pacífica para que alcanzara a escucharlo Tirso el sacristán.
         —Ya me cansé de estar oyendo hablar de orines toda la mañana como si fuera yo mujer vulgar, vaga y desocupada —dijo la viuda Carlota queriendo irse; pero el doctor Graham la retuvo con gesto amable tomándola apenas por el codo.
         —¿Quién es ése, por fin, que orinó allí en este bacín y no es hombre hecho y derecho? —le dijo el padre Cabistán al doctor Graham con galas de fingida suspicacia. Estaba ya todo tan claro que daba risa. Sobraban las suspicacias, y quería rematar al otro de una vez.
         —Éste —dijo el doctor Graham señalando a Filiberto el lechero con el dedo, pero sin aspavientos, como si apenas lo estuviera acusando de echar agua a las pichingas en un arroyo del camino para reponer la leche que se bebía en secreto.
         —¿Ahora me van a calumniar con el lecherito? —dijo la viuda Carlota. Pero la indignación de su voz, en la que quería poner un tanto de ironía, se le quedó en una protesta muy cobarde.
         —Filiberto el lechero no necesita arrancar ninguna tabla de la cerca porque entra en su caballo cargado con las pichingas hasta el traspatio de la casa —dijo Armodio el jardinero.
         —¿Usted lo vio entrar esta madrugada? —le dijo el doctor Graham a Armodio el jardinero, mirándolo con cordialidad.
         —Yo no, yo llego a mi trabajo después que él  —dijo Armodio el jardinero.
         —Entonces, no opine —le dijo el doctor Graham, con igual cordialidad—. Sepan, pues, que este muchacho lépero, por si alguna vez era descubierto, aflojó la tabla de la cerca para dar la apariencia de que por allí entra un hombre hecho y derecho.
         —¿Y el zacate mordido por el caballo? —dijo Armodio el jardinero.
         —Cuando descarga las pichingas en el traspatio, desensilla el caballo y lo echa a pastar detrás de la cerca, como parte de su ardid —dijo el doctor Graham—. Entonces, se mete a la casa, y sube las escaleras limpiándose antes los zapatones para no dejar huella de suciedad; cuando llega al tope de las escaleras se ha quitado ya por lo menos la camisa, y es ya desnudo que entra al aposento de la viuda Carlota, que en el ínterin ha dejado la puerta sin el pasador. Y tan silencioso como ha subido, baja, antes de que alumbre el sol.
         —Todas esas son mentiras —dijo la viuda Carlota, como en un rezo de súplica, buscando mientras tanto con la mirada a los santos que se le ocultaban de la vista, pues todos estaban tapados de los pies a la cabeza con lienzos morados por ser la cuaresma. Y, muy febril y sin concierto, ya temblaba toda.
         —Sí, son mentiras —dijo a punto de llorar Estela la niña.
         —¿Y cómo sabe usted todo eso? —le dijo el padre Cabistán al doctor Graham.
         —Al asomarme al bacín de orines lo vi todo como en un espejo mágico —dijo en afán de burla el doctor Graham.
         —Es porque este viejo pasmado anda rondando de madrugada la casa de la viuda Carlota a ver si se mete en ella —dijo Filiberto el lechero.
         —Si fuera cierto me hubiera metido por el portillo que usted fabricó —le dijo el doctor Graham, sin perder nada de su ya proverbial cortesía.
         —Y al apenas asomar la cabeza por ese portillo yo te la partía de un solo leñazo —le dijo muy furioso y descompuesto Filiberto el lechero.
         —Ya ven —dijo muy sonriente el doctor Graham—. Así confiesa su delito.
         Estela la niña se echó en eso a llorar con llanto de despreciada, muy alto y recurrente; miró a Filiberto el lechero, miró a la viuda Carlota, y fue a la viuda Carlota a la que bañó de orines vaciándole encima el bacín.
         —¡No quiero escándalos en esta iglesia! —dijo el padre Cabistán al ver los orines que se derramaban por el piso desde la cabeza de la viuda Carlota cubierta con su chalina de encaje.
         —¡Qué hora de decirlo! —dijo desde detrás de la puerta de la sacristía Tirso el sacristán—. Si nunca debió haber entrado ese bacín al templo.
         La viuda Carlota huía hacia la puerta mayor bañada en orines y Estela la niña bañada en lágrimas dejaba caer el bacín ya vacío que rodaba con ruido de campana rota por las baldosas, para irse también gritando reclamos dolidos contra Filiberto el lechero que quiso alcanzarla pero luego aflojo el paso. Armodio el jardinero lo siguió.
         —Ve quién fue a quitarle la viuda Carlota a usted, que tanto penaba por ella —le dijo con triste socarronería el padre Cabistán  al doctor Graham, mientras los dos, llenos de gruesa envidia, miraban a Filiberto el lechero desaparecer en la resolana de la puerta mayor.
         —Se la quitó a usted también —le dijo el doctor Graham dándose aire con el sombrero de cinta azul, porque allí dentro de la iglesia hacía ya un calor de fragua; y sus ojos azules, del mismo color de la cinta del sombrero, parecieron aguarse.
         —Los dos son unos galanes de pantomima que no sirven ni para arrear vacas paridas —dijo Tirso el sacristán asomando primero su panza por la puerta de la sacristía.
         —Ya callate y vení quitame todos estos ornamentos que me estoy ahogando de calor —le dijo el padre Cabistán. Desde la puerta mayor, la figura a contraluz del doctor Graham se volvía para despedirse con el sombrero de la cinta azul en alto.
         —Caparte debía con estas tijeras por abusivo y atolondrado —le dijo Armodio el jardinero a Filiberto el lechero cuando ya iban de camino por la media calle bajo el solazo. Pero el otro no le contestó media palabra.
         —¿Y está bella que valga la pena la viuda Carlota sin nada encima? —le dijo Armodio el jardinero al mismo tiempo que hacía tris tris con las tijeras de podar.
         —¿Para qué querés saber? —le dijo Filiberto el lechero, y se detuvo.
         —Sólo para saber —le dijo Armodio el jardinero, y su voz ya suplicaba—. Quiero saber como es ella desnuda.
         —Siempre está oscuro ese aposento —le dijo Filiberto el lechero, y siguió andando.
         —Pero antes de tocar, algo debés de ver —le dijo Armodio el jardinero.
         —Claro que sí —le dijo Filiberto el lechero, inflado de vanidad.
         —¿En qué momento? —le dijo Armodio el jardinero.
         —Cuando enciende ella el quinqué eléctrico de la mesa de noche que tapa después poniéndole encima su blúmer de seda —dijo Filiberto el lechero.
         —¿Y entonces? —dijo Armodio el jardinero.
         —Entonces unas partes del cuerpo desnudo se le ven, y otras siempre quedan oscuras —dijo Filiberto el lechero.
         —Dichosos tus ojos —le dijo entonces Armodio el jardinero. Y suspiró.

Managua, enero de 1995.

(De Catalina y Catalina, 2001)

                                                                             


Catalina y Catalina



    Esa tarde Catalina planchaba en combinación y sostén como todas las tardes, para aliviarse del calor, porque el cuarto era estrecho y mucho el fogazo de la hornilla de fierro donde se calentaban las planchas, o porque de verdad fuera una adúltera y por eso no se rasuraba los sobacos, aunque sí, y por lo mismo, se depilaba meticulosamente las piernas con una pinza. Adúltera, como después no se cansaría de acusarla mi padre delante de cualquiera, mordiendo las palabras entre las coronas metálicas de su dentadura. Y ya no tuve nunca otra forma de verla en adelante que a la luz de aquella acusación terrible que me recordaba la historia sagrada, derribada a pedradas en el polvo Catalina, magullada y ensangrentada bajo una lluvia de piedras, hasta morir.
    Como todas las tardes, con el dedo humedecido de saliva, probaba Catalina el calor de las planchas y se aplicaba con decisión sobre los cuellos y puños de las camisas blancas que rociaba con agua almidonada, usando una bomba de flit; una vez planchada cada camisa, iba a depositarlas, desplegadas, sobre la cama, dentro del mosquitero extendido para que no les cayera el polvo; y en los descansos, acercaba a los carbones de la hornilla de fierro la cabellera rojiza para encender los cigarrillos Valencia que fumaba pensativa, sonriendo sola a veces, un brazo cruzado sobre el vientre desnudo, húmedo de sudor, el otro frente al rostro nublado por las lentas bocanadas que tardaban un mundo en deshacerse.
    Catalina tenía la cabellera tirando a rojizo, los ojos de un amarillo claro y la voz ronca. Una vez, viéndola así, distraída, le preguntó mi padre al pasar para la calle, siempre mordiendo las palabras, que en qué pensaba tanto, como si aquello de verla así, perdida en lontananzas, lo molestara en el alma; se sonrió ella diciéndole que pensaba en países lejanos; y le contestó él, ya agriado, que tuviera mucho cuidado en no engañarlo sobre lo que andaba divagando su cabeza porque le podía costar muy caro.
    Y, entonces, resultó lo de esa tarde que empecé diciendo, cuando apareció mi padre, de pronto, en la casa, a una hora en que nadie lo esperaba. Yo estudiaba en voz alta las guerras púnicas, sentada en un banquito al pie del planchador y mi hermano remendaba en el suelo un barrilete, usando el mismo almidón de las camisas. Decían, con admiración, que el secreto de Catalina para dejar aquellos cuellos y puños tan tersos y a la vez tan firmes, que hacía que le llovieran los encargos y la casa anduviera siempre llena de camisas blancas, camisas en el tendedero del patio, camisas sobre las sillas, sobre la mesa del comedor y debajo del mosquitero, estaba en la forma en que preparaba su almidón, batiéndolo despacio sin que al final se les espesara mucho, y en aquel procedimiento suyo de rociarlo en las camisas con una bomba de flit; pero yo más bien creo que se debía a su tesón con la plancha. Su brazo derecho, con el bíceps desarrollado, se había vuelto fuerte y musculoso, como de boxeador.
    Mi padre se plantó frente a ella, menudo y nervioso como era, la manzana de Adán en un tenso temblor bajo la piel lastimada por la cuchilla de afeitar, las venas en enjambre repintadas muy gruesas en el cuello y debajo del vello de los brazos. La examinó de los pies a la cabeza, con ojos de desprecio; después le escupió en la cara, aún con más desprecio, y le ordenó que se fuera inmediatamente de la casa llamándola una y otra vez adúltera. Catalina, sin discutirle nada, se limpió con los dedos la saliva que le bajaba por la barbilla, y con su voz ronca le dijo que sí, que se iría, que no se preocupara, pero primero tenía que terminar de planchar las camisas blancas y le faltaba todavía media docena. Él, por toda repuesta, volvió a escupirle y volvió a la calle.
    Entonces, cuando se había ido, mi hermano y yo corrimos llorando al lado de Catalina y nos prendimos de su combinación, pidiéndole que no hiciera caso, que no se fuera. Ella siguió en su tarea de planchar y, mientras tanto, nos decía que no creyéramos nada malo de ella, que no era ninguna adúltera, eran cuentos y enredos de sus cuñadas que nunca la habían querido, pero que lo mejor era obedecer, que todos le debíamos obediencia a mi padre aunque estuviera equivocado, que nos portáramos bien y estudiáramos las lecciones, que nos iba a escribir, y que no me olvidara yo de entregar las camisas planchadas en las casas donde pertenecían, todas me las iba a dejar listas, debajo del mosquitero.
    Y ya listas todas las camisas, se fue al cuarto a meter en una caja de avena Quaker, que sacó de debajo de la cama, su ropa y sus cositas que tenía en el saliente de la ventana, una polvera musical, una muñequita china de porcelana con un paraguas, una foto suya entre pinares de cuando había ido en bus a Jinotega en un paseo, siendo soltera. En ese mismo saliente de la ventana, mi padre manejaba, debajo de una piedra de río, unos poquitos libros que nunca cambiaron ni dejaron de estar allí: El Conde de Montecristo, una novela de Xavier de Montepin que no recuerdo y un Almanaque Mundial que aún para entonces era ya viejo, de varios años atrás.
    Después, Catalina se vistió, tranquila, silbando por lo bajo, como silbaba, a veces, cuando planchaba, y salió a la calle cargando la caja. La recuerdo en la puerta mirando en distintas direcciones como si no supiera para dónde iba a coger, parpadeando como si la deslumbrara mucho el sol, y recuerdo el vestido con que se fue, un vestido gris de tela de gro, bordado de negro en el cuello, que alguna vez había sido de fiesta, descosido de algunas puntadas en un costado. Tenía veintisiete años para entonces Catalina y, ya dije, el pelo tirando a rojizo, los ojos de un amarillo claro y la voz ronca.
    Eran los tiempos del algodón. Mi padre era mecánico de tractores Caterpillar en el taller de la Nicaragua Machinery en Masaya, y le habían otorgado un diploma del mejor mecánico del año que colgaba en la pared, al lado de la mesa del comedor. Ganaba muy bien, tanto como para mandarme a mí al colegio de las monjas del Rosario y dar cada sábado fiestas en el patio que empezaban desde el mediodía. No necesitaba Catalina empeñarse en planchar camisas, él tenía suficiente para proveer; pero si quería seguir desarrollando su brazo de boxeador con el ejercicio de la plancha, allá ella.
    La crudeza de carácter de mi padre la resumo hoy, no sé por qué, en su grueso cinturón de vaqueta trabajado al buril, en el sombrero de fieltro con manchas de sudor que no se quitaba ni dentro de la casa, y en sus botas recias, botas de trabajo, pero siempre bien lustradas, extrañas en su brillo porque se suponían unas botas que no debían brillar. Y sobre todo en su voz, una voz de órdenes secas que no tenía matices, la voz con que le ordenó a Catalina salir para siempre de la casa, después de llamarla adúltera, moliendo las palabras entre las coronas metálicas que se entreveían cuando comía, o cuando cantaba.
    Porque mi padre cantaba boleros. Extraño, si se quiere; pero ya avanzadas sus fiestas del sábado, mandaba a la calle a buscar algún trío; se sentaba en un banquito bajo, delante de los guitarristas, se aconsejaba con ellos, cada vez, en el acompañamiento, y entonaba las letras con una voz suave y esquiva, siempre sin matices, los ojos cerrados y la mano en el entrecejo; y seguía cantando, bolero tras bolero, aunque la gente dejara de ponerle oído, y bebiendo, después de terminar cada canción, sorbos de un vaso de agua tibia que Catalina, por órdenes suyas, le ponía al lado, en el suelo.
    Nunca puedo imaginarlo cantándole boleros a Catalina, sin embargo, ni acariciándola en la oscuridad, o quitándole alguna prenda de vestir mientras la besaba. Pero recuerdo una tarde de un sábado que me aburría en la casa y entré de pronto al dormitorio de los dos, en busca de nada; saltó él de la cama, desnudo, y se quedó sentado en el borde, encogido, sin darme la cara, mientras Catalina, desnuda también y bañada de sudor, se cubría hasta la cintura, sin quitarme la vista, recogiendo la sábana con extremo cuidado como si tratara de entrar en ella sin que yo me diera cuenta, mientras con su voz ronca, más enronquecida aún, me pedía que saliera.
    Tampoco lo recuerdo haciéndome alguna caricia a mí, ni me recuerdo sentada nunca a la mesa junto a él. Se ponía a comer con mi hermano al lado, y ya cuchillo y tenedor en mano pasaba revista al plato, dividiéndolo luego con una señal de los cubiertos en cuatro partes iguales, como un campo de batalla, para empezar entonces su acometida, masticando de manera meticulosa y reflexiva y mirando de nuevo la comida antes de emprender cada bocado, sus ojos hostiles vigilando alrededor para prevenir cualquier interrupción.
    Mi hermano y yo averiguamos al fin adónde se había ido Catalina. A la casa de su hermano Noelito, el escribiente del juzgado, cerca de la estación del ferrocarril, porque llegó un día mi tía Fula, que era la peor de todas, a decirle a mi padre que ésa seguía en Masaya, la desvergonzada, y que en la casa de su hermano alcahuete, Noelito, el escribiente del juzgado, que no tenía ni dónde caer muerto, recibía al querido.
    Esta Fula y mis otras tías se daban ínfulas sociales, caminaban con paso altanero como si el suelo tuviera que pedirles permiso para dejarse pisar, iban a misa de sombrero, sombreros de velillo pendiente, adornados de flores artificiales, y anteojos de sol, que no se quitaban dentro de la iglesia porque para ellas eso era de grandes damas, hablaban continuamente de apellidos y riquezas, y tampoco tenían dónde caer muertas, igual que mi tío Noelito, que siempre usaba los mismos pantalones, muy bien remendados, con mucho primor, pero los mismos pantalones que si eran oscuros iban perdiendo el color hasta que los años los desvanecían por completo, y él hacía broma de aquella prueba de pobreza diciendo que así estrenaba sin gastar porque, al fin y al cabo, con el tiempo y un pelito, de todos modos llegaba a tener pantalones de distinto color.
    Otra tarde en que caía un aguacero muy recio, mi hermano y yo nos concertamos para subirnos enganchados a la culata de un coche de caballos que llevaba pasajeros a la estación del ferrocarril, y fuimos a buscar a Catalina a la casa de su hermano Noelito. Pero ya no estaba.
    Mi tío Noelito, que usaba un cabo de lápiz detrás de la oreja porque aquel era su oficio, escribir siempre, nos secó las cabezas con una toalla, nos fue a comprar él mismo, remojándose, una coca cola para cada uno a la pulpería de enfrente, nos metió a su aposento, que quedaba detrás de un biombo forrado con carátulas de revistas, nos sentó en su cama y nos explicó que Catalina se había trasladado a Managua con la voluntad de conseguir allá un dinero para el pasaje aéreo y así irse a vivir a Los Ángeles, donde ya tenía asegurado un trabajo de planchadora de cuellos y puños en una fábrica de camisas Van Heusen de unos judíos; que nos había dejado saludos por si acaso llegábamos a verla, y que antes de irse le había encargado comprarnos esas coca colas, de cuenta de ella. Y nos entregó el vuelto del billete que ella le había dado para las coca colas.
    Al oír aquellas noticias, yo empecé a llorar muy bajito, mientras me tomaba la coca cola, y mi hermano sólo me miraba, muy asustado, y después me pedía que no llorara porque entonces él también iba a llorar.
    No tiene nada malo que lloren por el recuerdo de su mamá, nos dijo entonces mi tío Noelito; es una mujer buena y trabajadora y estoy seguro de que apenas tenga con qué, los manda a traer a los dos para que vayan a pasear a los Estados Unidos y quién quita y hasta aprenden a hablar en inglés. Con esa promesa algo me consolé, y mi hermano se puso a preguntar sobre aquel viaje como si ya al día siguiente fuéramos a subirnos al avión.
    Entonces, le pregunté yo a mi tío Noelito, así, de pronto, si era cierto que Catalina era una adúltera, y aunque se lo pregunté dos veces, se hizo el disimulado, y más bien me preguntó él si me gustaba coleccionar estampillas; tenía una del volcán Momotombo, en forma de triángulo, que era escasa. Y aunque le dije que no, porque nada tenía que ver yo con estampillas, y lo que quería era que me contestara lo que le estaba preguntando, fue a sacar de una gaveta la estampilla, que me regaló, diciéndome que sería bueno que me volviera filatélica como él. Y dijo mi hermano: ¿es filatélica, lo mismo que adúltera?
    Pero mi tío Noelito, muy atolondrado, le contestó que no, que eran palabras muy distintas; y que nos fuéramos ya para la casa, ya había escampado, no viniera a darse cuenta su cuñado de que estábamos allí y Dios libre. Y nos tomó de la mano y nos llevó hasta la puerta.
    No eran muchos los hombres que se relacionaban con Catalina. Recuerdo a dos. Valentín, mesero del Club Social que entraba con todo y bicicleta a la casa, a dejar el costal de sus camisas blancas sucias, un costal de harina Espiga de Oro, media docena por vez de camisas Venus, porque era su obligación atender a los socios de camisa blanca y corbatín negro. Después de un rato se iba, manejando su bicicleta con una sola mano, las perchas con sus camisas blancas en la otra, flameando al viento.
    Este Valentín, decía Catalina en son de reproche y como si él no estuviera allí, ya le he dicho que no se ponga tanta brillantina en el pelo, porque le chorrea con el sudor en el cuello de las camisas y cuesta tanto sacar la costra de grumo que ni raspándola con un cuchillo. Y respondía siempre Valentín: es que me tengo que ver elegante, Catalina.
    Valentín, para que ella lo hubiera llegado a tomar como pareja de adulterio, no era ni bien parecido ni nada. Un hombre sin gracia, común y corriente. Pero un día de Santa Catalina, que tuvo que haberlo averiguado él en el almanaque, porque no se celebra por lo común, le llevó una tarjeta grande, de esas perfumadas, con dos corazones rojos de satín acolchado, que fue a entregarle hasta la mesa de planchar sin dejar la bicicleta que hacía girar sola sus pedales mientras él la empujaba por el manubrio. Ella, amuinada, sin alzar la cabeza, recibió la tarjeta y la guardó muy veloz bajo las camisas lavadas. Es todo lo que recuerdo.
    El otro era Peter, el gerente de la sucursal del Banco Calley Dagnall, que sólo usaba camisas Arrow de mancuernillas, y eran una novedad que admiraba a Catalina las ballenitas de plástico que traían los cuellos por debajo para mantenerlos firmes. Peter se quedaba largo tiempo conversándole a Catalina cuando llegaba a dejar sus camisas en un saco de lona con las marcas del banco, de los mismos que servían para transportar billetes.
    Le conversaba y le contaba chistes de los que ella se reía mientras planchaba, reprimiendo la risa con la boca cerrada, chistes de curas, conventos, monjas, burros, arrieros y loras, siempre había una lora en aquellos chistes; y siempre que terminaba de contar alguno, lo celebraba chocando las manos por arriba de la cabeza e iniciaba un paseo por el cuarto, moviendo las caderas, como en un paso de baile, y volvía a chocar las manos tantas veces como le fuera posible. Un día, algo que yo no oí le dijo Peter y ella se quedó algo así como pestañeando y tal vez llorando, y nunca volvió a aparecer Peter con sus camisas Arrow.
    Eso fue todo. Salvo que, delante de Valentín y delante de Peter planchaba Catalina en combinación y sostén; entraban ellos y no se preocupaba de correr a ponerse nada encima, igual que si fuera mi padre el que entrara. Y aquello de quedarse delante de hombre extraños medio desvestida, que más bien podría ser prueba de su inocencia, mi tía Fula lo alegaba como prueba de su maldad, lo mismo el hecho de que todas las noches fuera sola al cine; asunto que no era su culpa, porque a mi padre le repugnaban las películas.
    Ahora tengo la edad que tenía Catalina cuando se fue de la casa, veintisiete años; y quienes la conocieron de joven siempre me dicen que me parezco mucho a ella. Debe ser. Por lo menos tengo el pelo tirando a rojizo, aunque lo uso muy corto, los ojos de un amarillo claro, aunque desde los doce años llevo lentes, por la miopía; y la voz ronca, una voz que, según me dicen, es de tono sensual; una voz de alcoba, me dijo alguien una vez. Me llamo, además, Catalina. Y me quedé llamándola a ella por su nombre, Catalina, porque se fue lejos para siempre, y porque está de por medio esa acusación en su contra de haber sido adúltera, que sea o no cierto el hecho, me quitó también, desde entonces, la inclinación de llamarla mamá.
    Cómo será ahora Catalina, qué aspecto tendrá, si conservará el color de su pelo o tendrá canas, arruguitas junto a los ojos y la boca, si seguirá fumando en combinación y sostén, si será siempre musculoso su brazo de planchar, si al fin habrá tenido allá un amante, en el caso de que no lo tuvo aquí. No lo sé. Nunca volvimos a verla, nunca tuvimos una fotografía suya, ni nos escribió nunca invitándonos a pasar una temporada con ella en Estados Unidos, como creía el pobre de mi tío Noelito: las vacaciones se les van a hacer pequeñas por tantos lugares donde su mamá los va a llevar a pasear, conocerán al perro Lassie en persona, comerán golosinas de allá, empacadas en celofán, y valijas nuevas, de esas de zipper, tendrán que traer por tanta ropa americana que ella va a comprarles. Mentiras.
    Me bachilleré en el colegio de las monjas del Rosario, mi padre dio a hacer un traje entero para llevarme del brazo, siempre de botas fuertes, bien lustradas; yo le escogí en el almacén de Elías Frech la corbata que se puso, aunque se portó rebelde, ya vestido, a la hora de ir yo a cerrarle el botón del cuello porque le molestaba la manzana de adán. Y fue una de las pocas veces que lo vi reír, enseñando sus calzaduras metálicas, diciéndome que lo dejara, que el botón le apretaba mucho y que iba a parecer chivo ahorcado, con los ojos tan sobresalidos. Y asistió a la ceremonia con el cuello abierto, un sombrero nuevo que compró por su propia cuenta en el mismo almacén de Elías Frech, y unos anteojos oscuros, como mi tía Fula. Y nunca volvió a juntarse con ninguna otra mujer. Por lo menos, ninguna mujer que pusiera los pies en la casa.
    Un día, mi hermano no amaneció en la casa. Se fue a la clandestinidad, como se estaban yendo muchos de su edad en Masaya, y quedó faltando en su lugar en la mesa de comer al lado de mi padre. Él no dijo nada, ni preguntó nada, y en su aparente tranquilidad daba a entender que mi hermano lo había prevenido de su desaparición, sólo para no verse disminuido en su autoridad; algo muy falso, si costaba que los dos se pasaran palabra. Y en los meses que siguieron, al terminar su tarea de comer, sólo miraba con ojos fijos a la silleta vacía, claro que preocupado, mientras, por largo rato, se escarbaba los dientes con el palillo.
    Me matriculé en derecho en la UCA y debía viajar todos los días a Managua, con lo que las relaciones con mi padre se fueron haciendo más lejanas, pues apenas nos veíamos por las noches y él con su costumbre constante de no admitirme nunca a la mesa aunque ahora tuviera que comer solo; y así, con esa distancia, yo tampoco iba a contarle que estaba metida en una célula clandestina y que recibía entrenamiento en el manejo de armas. Vino la insurrección de septiembre, me advirtieron que me buscaba la OSN, terminé asilada en la embajada de Costa Rica y salí exiliada para San José.
    En el aeropuerto, cuando los exiliados, que éramos más de cincuenta, subíamos al avión charter en fila de uno, lo vi desde lejos en el balcón de la terminal desierta en un momento en que me volví por acaso, detenida frente a los agentes de la seguridad que comprobaban mi nombre en la lista. No sé cómo habrá llegado hasta allí, si habían prohibido la entrada a todos los familiares. No quitó un solo momento las manos de la barandilla, no hizo ningún ademán de saludo. Pero había venido a despedirme, por eso estaba allí bajo el sol; y desde lejos creía verlo masticar algo entre sus calzaduras metálicas, palabras que no salían de su boca cerrada, o acaso sólo masticaba sinsabores.
    Llegó el año de 1979. Entonces, en plena ofensiva final, mataron en combate a mi hermano, integrado a las fuerzas del Frente Sur que avanzaban desde la frontera con Costa Rica en busca de tomar la ciudad de Rivas. La columna logró recuperar el cadáver y lo enterramos en el panteón del poblado de La Cruz, del lado costarricense. Y entonces, llamó Catalina.
    Fue al día siguiente del entierro. No se cómo habrá averiguado mi teléfono si en aquella casa de Curridabat vivíamos tantos escondidos tras seudónimos, y nos cambiábamos, además, de domicilio tan a menudo. Pero llamó. Te llaman por larga distancia, me dijeron. Yo estaba acomodando medicinas, vendas, gasas y esparadrapos en una caja, la última de un lote que debía salir esa mañana para el Frente Sur. Quién, pregunté. Dice la operadora que de Los Ángeles. Y corrí al teléfono. Catalina llamando a Catalina. ¿Es usted Catalina? Catalina, aquí está Catalina en la línea, adelante. Y esperé. Fueron segundos, muy largos. Adelante, dijo otra vez la operadora, y hubo un nuevo silencio.
    ¿Cómo sería su voz? ¿Sería aún más ronca que antes?
    No pude saberlo porque lo que escuché fue un llanto que empezaba, una explosión lejana, un fulgor, un derrumbe, una polvareda de llanto, y yo también empecé a llorar como si todos aquellos años no hubiera hecho más que acumular mi carga de llanto para esperar la llegada de aquel momento en que tendría que responderle, llorando, llanto con llanto, y llorábamos y ninguna de las dos dejaba de llorar, y sólo nuestros sollozos en pugna que crecían, buscaban sosiego y después volvían a irrumpir con violencia desconsolada, podían percibirse a los dos lados de la línea, un llanto acercándose y otro llanto alejándose, uno que venía y otro que se iba para encontrarse, rechazarse y volver a encontrarse otra vez.
    Era tanto tiempo, tantos años, había tantas cosas que decirse, buscar entre las dos, Catalina y Catalina, aquel hilo roto desde la tarde que la había visto por última vez en la acera, el viejo vestido de fiesta descosido en el costado, con la caja de su ropa en la mano, sosteniendo el cordel del amarre, tenso, entre los dedos, sin acertar a decidir dónde dirigirse, cegada por el sol; contarle, al menos, como si hubiera sido una cosa de ayer, que mi tío Noelito había cumplido con el encargo de comprarnos las coca colas con el dinero que ella le había dejado, y que me contara ella si se había marchado a Managua con su amante porque era una adúltera, o es que no tuviste nunca ningún amante y no fuiste una adúltera, mentía mi tía Fula, la muy engreída, mentían todas esas tías venenosas, enganchados en la culata de un coche fuimos a buscarte, desvalidos los dos en aquel aposento, remojados de lluvia, temblando de frío, no debía llorar yo para que no llorara mi hermano que me decía: voy a llorar, hermanita, tuvo que haber muerto él para que llamaras por fin, Catalina, qué te costaba, qué te hiciste todo este tiempo, ni una carta tuya, ni una línea, ni una razón, jamás nos mandaste una foto, me pusieron anteojos de miope, cumplí quince años, tuve mi fiesta, me bachilleré, se fue a la guerra mi hermano, yo me vine al exilio, a él lo mataron, cayó rescatando a un compañero herido bajo el fuego de los morteros en la colina 55, yo me he puesto luto, le pusieron su nombre a la columna guerrillera, ahora uso muy corto el pelo, qué te costaba comunicarte con nosotros para decirnos si estabas viva, iba a decirle yo con mi voz ronca aún más ronca por el llanto apenas dejáramos de llorar pero aún lloramos bastante rato todavía.
    Y cuando, tanto tiempo después, al fin nos sosegamos, sorbiendo las dos el llanto, vino otro silencio; y, allá, en la distancia, desde muy lejos, oí decir:
    –Catalina, Catalina. ¿Está allí?
    –Número equivocado –dije yo. Y colgué.

Managua, diciembre de 1994 / abril de 1995.

(De Catalina y Catalina, 2001)


El Pibe Cabriola




Para Alberto Fuguet, para Edmundo Paz Soldán

         Hello, darkness, my old friend,
I’ve come to talk with you again...

Simon and Garfunkel, The sound of silence


         Ese juego de eliminatoria del Mundial iba empatado a un gol por bando ya para acabarse el segundo tiempo y la pelea seguía cerrada. La presión del onceno paraguayo se concentraba de acá de este lado, sobre el arco nacional, porque necesitaban su gol o perecían para siempre, mientras nosotros jugábamos a que no hubiera más goles porque era suficiente dejar así las cosas, con empatar nos asegurábamos el boleto para Francia, y ellos, adiós y olvido.
Sólo por un si acaso íbamos a buscar la entrada en la cancha paraguaya en los pies del Pibe Cabriola, que tenía instrucciones estrictas de nuestro entrenador, el doctor Tabaré Pereda, de  aguardar fuera del teatro de la pelea por un pase de fortuna. Entonces,  si le llegaba la esférica, debía correr con ella por delante, solitario en la llanura, y perforar el arco enemigo, un segundo tanto de adorno que sería suyo como mío había sido el primero, porque yo había metido el único gol nuestro de la jornada, una tiro corto pero certero por encima de la cabeza de los defensas para ir ensartarse en la pura esquina, un gol de aquellos que ponían de pie a la gente en las tribunas como si les calentaran de pronto con brasas vivas el culo.
Así, pues, seguía el juego, los paraguayos sin defensas, convertidos todos en delanteros, acosándonos, y todos los artilleros nuestros convertidos en defensas cerrando el cerco,  una fortaleza de pies, y piernas, y torsos, y cabezas, salvo el Pibe Cabriola aguantando fuera del perímetro de los acontecimientos, según había decidido, ya les dije, el doctor Tabaré Pereda, el entrenador contratado en Uruguay. Lo decidió en el descanso del medio tiempo, y nos repitió sus instrucciones tantas veces como si hiciera cuenta de que éramos sordos, o caídos del catre, para que se nos grabara bien, nos advirtió, no quería malentendidos que condujeran a errores fatales porque íbamos a jugarnos el destino, la vida, y el honor.  Doctor le decían los aficionados, no porque fuera médico sino por sus sabias estrategias.
 Se quedaban con su único gol y nosotros con el nuestro, y ya estaba, el puntaje acumulado en la ronda eliminatoria nos favorecía. De eso estaba más que claro el entrenador de la selección paraguaya, un yugoslavo pedante llamado Bosko Boros, que no en balde se salía a cada rato hasta la raya,  vestido como para el día de su boda, de traje blanco y corbata plateada, una flor en el ojal, anteojos de sol azules, los zapatos pulidos igual que la calva, para animar a gritos a su tropa con ansias de meterla en tropel dentro de nuestra portería, pero allí estaba alerta el Inti Suárez Ledesma para rechazar a corazón partido los tiros que lograran colarse a través de la muralla.
Pedantísimo el yugoslavo y peor que caía en las tribunas porque nosotros pateábamos en cancha propia, el gran estadio Mariscal Bartolomé Uchugaray de la ciudad capital lleno hasta el copete, y cada vez que se  le ocurría salir al campo en uno de sus impulsos desesperados, la silbatina le reventaba los oídos. Era por nosotros, los de casa, por supuesto, que aullaban de entusiasmo las manadas de hinchas, para nada abatidos por el desvelo tras hacer colas desde la medianoche, desplegaban sus banderas dando saltos como endemoniados, las caras pintarrajeadas con los colores patrios, y de ese entusiasmo recogíamos nosotros las energías cuando parecían faltarnos, sudando la pura sal porque agua en el cuerpo no nos quedaba, si chapoteábamos charcos de sudor en la grama.
Y faltando a lo más un minuto, cuando al fin parecía que el tiempo dejaba de ser eterno para dar paso al silbatazo final, el Inti Suárez Ledesma desvió un disparo mortal con los puños y la pelota rebotó por encima del palo. Corrieron los paraguayos a ponerla en la esquina porque a ellos el tiempo se les iba como la vida, patearon el corner y por mucho que salté no pude yo ensartar el cabezazo para mandarla lejos. Y entonces vi que aterrizaba a los pies del Pibe Cabriola.
El Pibe Cabriola nada tenía que estar haciendo allí, en la defensa, pero esa fue una sorpresa que no me tardó en la mente, estaba, ni modo, y ahora sólo tenía él que despejar la bola para enviarla a saque de banda y moría ya todo, adiós mis flores muertas, en lo que la traían de nuevo a la raya el árbitro pitaba, pero el Pibe Cabriola se giró mal, o fue que se resbaló, y entonces dio un taconazo, y con el taconazo la bola salió impulsada con golpe de efecto en sentido contrario, describió un arco hacia adentro muy cerca del palo derecho y atraída por una fuerza magnética rebotó mansa dentro de la red y se quedó solitaria, dócil, todo en cámara lenta según lo veían mis ojos, y ya no había ningún remedio, como en un sueño lerdo vi a uno de los paraguayos que iba a sacarla de la red, se arrodillaba a besarla como si fuera alguna cabecita rubia, se la quitaba otro y salía corriendo por el centro del campo, la bola alzada sobre su cabeza como si repartiera bendiciones con ella, y ahora todo el equipo iba detrás del premio mayor, una lotería, lo alcanzaron, lo derribaron, y le fueron cayendo encima como si se acomodaran dentro de una lata de sardinas, toda una locura sólo entre ellos porque las tribunas se habían quedado silenciosas, un silencio de cementerio abandonado del que se han llevado hasta las cruces.
         El Pibe Cabriola le decían por dos razones: Pibe porque en temporadas regulares jugaba para el Boca de Buenos Aires, y Cabriola porque su especialidad eran las chilenas, cabriolas que dibujaba en el aire, de espaldas a la cancha, para acertar en el arco con tiros infalibles, una verdadera catapulta humana.
Todavía no se daba cuenta de lo que había ocurrido, y se acercó a mí, arañando el césped con paso rápido, sucio de tierra desde las cejas, la camiseta embebida, en busca de que yo le diera la respuesta; y cuando la encontró en mis ojos, en lo suyos lo que vi fue el terror, un terror ya sin nombre cuando todos los demás pasaron a su lado sin alzar a mirarlo, como si se hubiera convertido de pronto en un fantasma incómodo, y peor aún cuando el doctor Tabaré Pereda, que tenía un carácter como la miel, lo rehuyó en el túnel de los vestidores, pero no por desprecio, estoy seguro, sino por la mucha pena que sentía por él, pena por uno de sus dos artilleros estrellas de la selección nacional. El otro, era yo.
         Un error lo comete cualquiera, podía uno decirse, o decírselo al propio Pibe Cabriola en aquel momento en que necesitaba una palabra de consuelo. Pero era un error frente a la nación entera, frente al Presidente de la República y todo su gabinete de gobierno en el palco presidencial, frente a las tribunas repletas. Y allí en las tribunas el estupor no se había roto. La gente se negaba a irse y no cesaba su murmullo, como la lluvia que suena lejos en un cielo negro pero todavía no se ve caer. Sólo el Presidente de la República abandonó el palco en medio del revuelo de ministros y edecanes, abochornado seguramente, si al comienzo del juego se había quitado el terno para meterse la camiseta de la selección. Y aún duraba el estupor cuando ya al anochecer salimos de los vestidores en fila india para abordar el pullman que nos llevaría al Hotel NH Savoy donde estábamos reconcentrados. Detrás de las barreras de la policía antimotines se divisaba a la gente con sus camisetas, sus banderas, todavía incrédula. Los policías tampoco dejaban acercarse a los periodistas, que lanzaban las preguntas a gritos bajo el brillo lejano de los focos de las cámaras de televisión.
El Doctor Tabaré Pereda se adelantó muy valientemente hacia los focos, y pidió calma porque todas las preguntas se las hacían al mismo tiempo. Pero no pudo articular palabra. Se cubrió el rostro con las manos, inclinó la cabeza, y lloró en silencio. Esa foto le dio vuelta al país, y quizás al mundo. La vergüenza deportiva de un extranjero noble que lloraba por nuestra selección nacional eliminada gracias al gol de una de sus propias luminarias.
Lo peor de todo fue la pregunta de Ruy “El Dandy” Balmaceda, el rey de las transmisiones deportivas en Televictoria Canal 7. “¿Y el traidor, qué se hizo?”, preguntó, blandiendo el micrófono como si fuera una pistola cargada. Para la afición nacional, “El Dandy” Balmaceda es la autoridad suprema, y su palabra, ley. Narra los juegos como si fuera un diputado arengando a las galerías en el Soberano Congreso Nacional, y viste siempre de terno de alpaca y camisas de cuello almidonado, con corbatas Armani que nunca repite, que si no fuera por los gruesos auriculares forrados en cuero, nadie lo creería un comentarista deportivo sino magnate de la banca nacional.
         No hubo quien respondiera a esa pregunta porque el doctor Tabaré Pereda ya lloraba, y nosotros aguardábamos de lejos, pegados al costado del pullman como frente a un pelotón de fusilamiento. Fue una foto que también salió en los diarios, y en las revistas; y fue la revista Media Cancha la que la puso en su portada con un titular grosero: ACOJONADOS. Y quien mejor podía responder, el propio Pibe Cabriola, ya no estaba; había sido sacado por el portón de las tribunas escondido en una ambulancia, según el consejo del inspector Santiesteban Valdés, el encargado de la seguridad del seleccionado: “no quiero ninguna otra desgracia, mi’jo, la gente está serena, pero se puede poner exaltada”, le dijo. “Así que te irás en la ambulancia, y dormirás en el cuartel, con mis muchachos, allí te llevarán tu cena del hotel. Te pueden leer el menú por teléfono”.
         Fue una medida de gran prudencia, porque los primeros exaltados empezaban a ser los mismos jugadores de la selección; entre dientes lo acusaban de manera amarga, sobre todo el propio portero, el Inti Suárez Ledesma, que se sentía el más agraviado. Lo peor eran las sospechas entre nosotros mismos, que Ruy “El Dandy” Balmaceda se iba a encargar luego de difundir a todo el país. Traidor. ¿Qué estaba haciendo el Pibe Cabriola en el área de la defensa, si el Doctor Tabaré Pereda le tenía un papel claramente asignado? Así me lo repitió muchas veces por teléfono en los días siguientes el Inti Suárez Ledesma: sí, dímelo a mí, ¿qué estaba haciendo?
         Al amanecer, el estupor dio paso a un crudo sentimiento de desgracia nacional. Las banderas ondeaban a media asta en los cuarteles, en los colegios, en las estaciones de bomberos; hubo mujeres de luto en las paradas de autobuses, cajeros de banco que aparecieron tras las rejas de las ventanillas con escarapelas negras en el brazo. Hubo emisoras de radio que pusieron al aire marchas fúnebres.
El Pibe Cabriola y yo nacimos en la ciudad de Turimani, al pie de la cordillera. Crecimos juntos en el mismo barrio del Santo Nombre,  que llegaba hasta la calle Beato Prudencio Larraín, una calle con una alameda de acacias al centro y un malecón de cemento bordeando el río Lotoyo. Esa calle fue siempre de gente pudiente, con sus chalets de dos pisos y sus jardines frontales, y marcaba la frontera con Santo Nombre.
Pero cuando se instaló en Santo Nombre el mercado de abastos, el ruido de los motores de los camiones retrocediendo para descargar en las bodegas, los golpes de martillo en las vulcanizadoras, los pregones de los vendedores callejeros en el mediodía,  las sinfonolas de las cantinas a todo volumen en las noches, las pendencias de borrachos,  y los mugidos de las reses que degollaban en el rastro al amanecer, fueron motivo para que los dueños de los chalets empezaran a abandonarlos.
A las pozas del Lotoyo íbamos a bañarnos, además, en pandilla, y así tenían otro motivo de ruido con las algarabías que formábamos; pero ahora el río se secó, y en sus trechos más desolados se ha convertido en un botadero de basura. Demolidos los viejos chalets, en los baldíos levantaron  un hipermercado de la cadena Gigante,  y el centro multicompras Metropol; y los que sobreviven han sido transformados en tiendas, boites, heladerías y boutiques; pero de allí para adentro, con la cordillera al fondo, el barrio del Santo Nombre donde los dos pateamos las primeras pelotas, sigue igual. 
Juntos fuimos contratados para el equipo de primera división de Turimani, imberbes todavía. Luego, cuando nos llegó la fama, él jugando en el Boca Junior de Buenos Aires y yo en el Colo Colo de Santiago, hubo en Turimani la escuela Pibe Cabriola, y la clínica Cabro Aldana, que ése es mi nombre de guerra, fotos de nosotros dos en las puertas de las chabolas más humildes, decorando los boliches, los salones de billar, los bares, y hasta los prostíbulos de todas las categorías. Nos querían por igual en Turimani, nos mimaban. Fuimos primero el orgullo local antes de llegar a ser el orgullo nacional, los dos volando sobre el césped verde y la cordillera nevada al fondo bajo un cielo azul brillante en el panorámico de Gatorade que se elevaba mucho más grande que los demás entre el enjambre de vallas publicitarias en todas las encrucijadas del país ¾energía pura¾, el Pibe Cabriola la cabellera azabache al aire, la mía cogida en una cola por detrás ¾Gatorade de corazón con la selección.
Ahora faltaba saber qué había decidido el Pibe Cabriola. Si se vendría conmigo a Turimani, porque al quedar desarticulado el seleccionado nos sobraba tiempo que gastar con las familias; si regresaría a Buenos Aires, aunque todavía faltaba un mes para que empezaran los entrenamientos; o es que iría a esconderse en  cualquier otra parte. Pero metido en el cuartel, como un prisionero, no se podía quedar, era locura. Mi consejo sano iba a ser que se decidiera por el viaje a Turimani, pero que se encerrara en casa de sus viejos por un buen tiempo hasta que la pifia empezara a ser olvidada.
         Lo llamé por teléfono pero no me lo quisieron poner, y entonces cogí un taxi y fui a buscarlo. Lo tenían recluido en una covacha, y dos policías vestidos de paisano lo custodiaban desde fuera. Me recibió con alivio, como si hubiera sido un condenado a cadena perpetua y yo llevara en la mano su orden de libertad. Claro que sí, estaba muy de acuerdo en que nos fuéramos a pasar esas semanas a la querencia, de acuerdo en que se mantendría a buen recaudo, aunque no entendía el porqué de la precaución.
         Aquel terror mortal se le había evaporado. Todo era puro ruido, puro aire, me dijo. Que pusieran en  un platillo de la balanza sus hazañas, sus cabezazos de oro, sus cabriolas, su marca de goles con el seleccionado; todo pesaría más que una sola cagada en el otro platillo, la única cagada de toda su carrera deportiva. Hablaba inspirado, como si tuviera enfrente el micrófono de la Cabalgata Futbolística, el programa estelar de la Radio Regimiento; toda la mañana se había quedado esperando la llamada para explicarse delante de los aficionados, sería que en la radio no conocían su paradero.
Lo que él no sabía, porque no había receptor de radio en esa covacha, es que los comentaristas de la Cabalgata Futbolística se habían pasado llamándolo a su gusto el traidor, en imitación de “El Dandy” Balmaceda. Y cuando llegaron  a los quioscos los periódicos paraguayos esa tarde, en nada iba a ayudar la portada del ABC Color de Asunción cubierta enteramente por un titular en letras rojas que decía ¡GRACIAS, PIBE!, y que los noticieros vespertinos de televisión enseñaron en primer plano.
         El chofer que nos llevaba al aeropuerto, un cholo cuadrado de cara picada de acné, enfundado en una chaqueta de aviador de la segunda guerra mundial, lo miraba de reojo por el retrovisor, con una risita malévola que no se le apeó nunca; y cuando llegamos al aeropuerto me preguntó cuál era mi maleta, y la sacó del baúl; pero por la maleta de él no movió un dedo.
         Lo más duro fue al llegar a Turimani. Imagínense lo que hubiera sido aquel aeropuerto de haber ganado nosotros la eliminatoria, carajo, y en cambio ir ahora al lado de un héroe de otros tiempos al que no había ni quien le cargara su valija, y detrás del vidrio de la sala de equipajes sólo las caras tristes de sus viejos queriendo fingirse alegres,  sus hermanas de anteojos oscuros como si llegaran a recibir un muerto, los sobrinos inocentes correteando por los pasillos, y de repente va la mamá y de su bolsa de hacer las compras saca una cartulina y la arrima contra el vidrio, en la cartulina la foto del Pibe Cabriola y arriba unas letras dibujadas por ella con lápices de colores, había que acercarse para poder leerlas, TURIMANI TE QUIERE. Turimani te quiere, mis cojones. Y mis propios viejos en el otro extremo, haciéndose los desentendidos, mi vieja sudando la vergüenza ajena.
         Cuando ya habíamos recogido las maletas del carrusel y pasábamos por la puerta automática, sonó en el sistema de altoparlantes de la terminal la misma marcha fúnebre que estaban poniendo todo el día en las emisoras de radio, El dolor de la patria, que según los libros de historia había sido compuesta para los funerales del Mariscal Bartolomé Uchugaray. Y pendejo se quedó, como que no fuera con él, la mamá aplaudiéndolo para desafiar a los altoparlantes, y haciendo que las hijas y que sus nietos también lo aplaudieran.
         Durante esos días en Turimani, al principio iba a visitarlo. Pero me llamó mi agente desde Santiago para recomendarme prudencia, no me convenía por mi cartel que me vieran más en esa casa, ya se había filtrado en La Tercera, cuidado nos fotografiaban juntos,  los dueños del Colo Colo andaban inquietos: y decidí, por mi bien, hacer caso. Me llamaba por teléfono, y yo nunca estaba.
         Detrás de aquellas paredes tenía todas las comodidades, antena parabólica, piscina calefaccionada, y en el fondo de la propiedad una huerta frutal con el pico del Nevada de Natividades, el mismo que aparece en el óvalo de la etiqueta de la cerveza Hochmeier,  tan cercano a la vista como si estuviera dentro de la huerta. Les había construido aquella casa linda a sus padres, y hasta un taller de carpintería en el fondo de la huerta le mandó levantar al viejo para que se entretuviera haciendo y deshaciendo muebles con herramientas que nunca tuvo durante su vida de carpintero de ataúdes.
         Me fingí enfermo con influenza asiática para justificar mis ausencias. Pero yo llamaba a sus hermanas, que le tenían una adoración rayana en el delirio, y ellas me informaban de su situación. Luce tranquilo, me decían. Parecía que el encierro no lo afectaba mucho,  salvo el aburrimiento, lógico; pateaba la pelota en la huerta con sus sobrinos, le daba una mano al viejo con la lijadora eléctrica,  y después de la cena se pasaba moviendo la parabólica con el comando manual para pescar toda clase de programas de televisión hasta la madrugada, tumbado en una poltrona de cuero que le había regalado la fábrica Tu Piel de los hermanos Covarrubias, admiradores nuestros; una poltrona para él, otra para mí.
Fueron sus hermanas quienes me dieron la mala noticia de que había empezado a beber, ellas creían que por lo mismo del aburrimiento. Bebía durante esas largas sesiones frente a la pantalla de televisión, después que todo el mundo se había ido a acostar; primero cervezas Hochmeier de lata, el reguero de latas vacías amanecía al pie de la poltrona; pero después pisco, y whisky Wild Turkey. Y ya era peor, porque escondía las botellas en su cuarto, y cuando las vaciaba las tiraba en secreto al tacho de la basura.
Pasó su cumpleaños, y por sus hermanas supe que tuvieron fiesta familiar, con pastel y velitas y todo. Cumplía veintidós, uno menos que yo; llegaron tíos y primos y algunos otros parientes que no podían decir que no, si había sido tan generoso con ellos, préstamos del rey para ampliar sus viviendas, para sacarlos de deudas, deudas hasta de juego, becas para que sus hijos salieran de la escuela pública y fueran al Colegio de los Hermanos Maristas los cabritos, y al colegio de las Oblatas del Sagrado Corazón las cabras.
Mi cumpleaños lindaba con el suyo. El mío decidí celebrarlo en el Gun and Roses, un night-club que acababan de inaugurar en la calle del Beato Prudencio Larraín, todo forrado de vinilo negro y artesonado de aluminio, la pista de baile de planchas de acrílico transparente y la iluminación láser. Al lado está el centro multicompras Metropol con los cines Multiplex, y las Pizzas Hut, y el McDonald, de modo que ese sector se llena de juvencios que desbordan el muro del viejo malecón y los bordillos de la vereda de las acacias, por lo que muchos se sientan a plena calle, y  así en multitud se quedan bebiendo cervezas y fumando porros hasta más allá de la medianoche, con  la música estéreo de los autos y de los camperos a todo volumen.
Y detrás, Santo Nombre. La misma oscuridad a medias, los mismos almacenes de tejas de calamina herrumbradas, las ferreterías, carpinterías y talleres automotrices, los restaurantes chinos calamitosos, las galerías interiores donde viven empleados públicos de baja laya, prostitutas, chulos, camioneros, policías rasos, cordeleros que trabajan en el mercado de abastos. Lo único desaparecido es el degolladero de las reses, que fue clausurado y desde entonces la carne la llevan congelada a los expendios, en cajas de cartón. De una de esas galerías que huelen a fritos y a letrinas, a ropa húmeda, es que el Pibe Cabriola y yo salimos un día al sol de la gloria.
         Esa noche de mi cumpleaños invité personalmente a mi pandilla íntima, uno a uno, por teléfono, para que nadie indeseable se me colara, les di cita en la casa de mis viejos media hora antes, la casa que les mandé hacer en Colinas de Agramonte,  y ya todos juntos nos fuimos en caravana, yo a la cabeza al volante del Renegado descubierto donde acomodé a cinco más. Ya la Beato Prudencio Larraín estaba nutrida a esa hora y los juvencios se levantaban al reconocerme para darme paso, entre gritos de sorpresa se desbocaban a besarme en la boca las juvencias como forma de felicitarme, sabían de mi cumpleaños porque había salido en los diarios y me habían dado serenata en los programas deportivos.
         Eran las diez cuando entramos al Gun and Roses, colmado de no poder dar nadie un paso. Y ya nos llevaba la camarera disfrazada de Madonna a la mesa reservada en uno de los mezanines, cuando lo descubrí en la barra, solitario en una banqueta, de espaldas a la pista de baile, la larga cabellera azabache suelta sobre los hombros. Era de notar, porque las bandadas que iban y venían le pasaban de lejos, como olas encabritadas que se congelaban en el aire por no tocarlo.
A pesar de todo era mi cumpleaños, y yo no estaba esa noche para prohibiciones. Les dije a los de la pandilla que siguieran a la Madonna y fueran a sentarse, y me le acerqué. Seguramente me descubrió reflejado en el espejo del bar porque se volteó hacia mí sonriente, con cara bobalicona, el vaso cargado de whisky rozándole los labios. Se bajó de la banqueta y me abrazó,  enzarzándose en esos discursos a media lengua de los borrachos. Me reprochó que lo hubiera abandonado, aunque me daba al mismo tiempo la razón, no me convenía que me vieran con un apestado como él, y yo le protesté, estás loco, huevón, mientras él mantenía sus brazos en mi cuello. No se me olvida que sonaba una viejita de Simon y Garfunkel, The sound of silence.
Alcé la voz tratando de hacerme oír por encima de la música, y le pregunté hasta tres veces si es que andaba solo, al tiempo que buscaba alrededor para ver si descubría a algún acompañante; pero en mi exploración lo que encontré fueron rostros ajenos que lo vigilaban de lejos, a mansalva, con cautela agresiva, miradas que me apartaban a mí como si yo fuera un estorbo en aquel espacio vacío donde sólo podía estar él, íngrimo, despojado de toda compañía, y al fin me dijo, con sonrisa amarga, babeada, que no andaba con nadie, quién querría andar con él. Se había escapado, y se rió de manera idiota, se había escapado de la vigilancia de los viejos, se había salido por el muro trasero de la huerta, los viejos que a estas horas estarían alarmados, viendo como averiguar, dijo, sus hermanas lanzadas a la calle, buscándolo. Porque estaban de por medio las llamadas.
¿Llamadas? Las llamadas de amenaza, ahora me amenazan de muerte, el teléfono ha repicado hoy toda la tarde, se encogió de hombros. Y de pronto me agarró por las orejas y yo lo agarré por las orejas y nos quedamos mirando muy de cerca, como hacíamos en plena cancha cuando uno de los dos había metido un gol, te invito a un trago, por tu cumpleaños, me dijo, a pesar de que no quisiste venir al mío, y abatió la cabeza sobre mi hombro y sentí que la baba de su boca, y sus lágrimas, me  mojaban la playera.
Cómo va a ser eso, le dije, y busqué sonreírle. Pues eso, hermanito, que me van a matar. ¿Por el gol aquel?, le pregunté, queriendo ponérsela lejana. ¿Pues te parece poco? Me están queriendo matar desde que ocurrió, y yo volví a sonreír, pendejo que eres, le solté las orejas, y fue como si soltara una cabeza sin vida. Pendejo que eres, maricón de mierda. Tomemos un trago, a tu salud y la mía. Y le pedí al barman dos whiskies.
El barman colocó con golpes secos los vasos sobre la plancha, acercó la botella de Wild Turkey, vertió dos medidas en cada vaso, y se agachó para sacar el hielo con la paletilla. Fue a la caja, marcó en el teclado, y rompió en pedacitos la nota que tiró a una papelera invisible bajo el mostrador. Supuse que se había equivocado y que imprimiría otra vez la nota, y  entonces le dije que yo pagaría por todo, por esta ronda y por lo que se había bebido antes el Pibe Cabriola, que me diera a mí la cuenta, y le extendí mi tarjeta de crédito.
 Él me hizo un breve gesto de que no, y pasó su mirada sobre el Pibe Cabriola que sentado otra vez en la banqueta había doblado la cabeza sobre la plancha. Cortesía de la casa, me dijo con gravedad, y no sin cierta misericordia. Todo lo que él se ha bebido esta noche, desde que entró aquí, y lo señaló con un gesto de los labios, es cortesía de la casa. Y desapareció de mi vista, ahora azorado, para atender a otros clientes.
Ya vengo, le dije al Pibe Cabriola, que farfullaba palabras que no entendí, o ahora sé que entendí: todo el trago que yo quiera es gratis porque ya ves, mi hermano, me van a matar. Ya vengo,  voy a avisarle a los muchachos que estoy aquí contigo, le dije, pero más bien iba a advertirles que debía ausentarme por un rato. Tenía que sacarlo de allí, llevarlo a su casa, entregárselo a sus viejos.
Cuando volví al bar, ya no estaba en la banqueta. Me costó trabajo abrirme paso porque ahora el gentío se había cerrado sobre el espacio congelado antes a su alrededor, como si el hueco jamás hubiera existido, como si el Pibe Cabriola bebiendo solitario jamás hubiera existido. Quise preguntarle al barman pero trajinaba en el otro extremo de la barra, y de alguna manera sentí que no me quería dar la cara.
Cuando la puerta forrada de vinilo negro se cerró tras de mí, los ruidos del Gun and Roses quedaron atrapados dentro y me encontré con los de la calle bulliciosa, los parlantes de los vehículos atronando en la noche sin estrellas y el eco profundo de los instrumentos de percusión como latigazos sobre el rumor de conversaciones dispersas, gritos y risas, y el humo de los cigarrillos como una niebla que subía del río ya seco. Lo busqué al Pibe Cabriola entre tantos rostros despreocupados hasta donde alcanzó mi vista, pero de alguna manera sabía que la Beato Prudencio Larraín no había sido su rumbo, sino los callejones perdidos del Santo Nombre donde habíamos pateado por primera vez una pelota de trapo.
Giré hacia la oscuridad de un callejón de bodegas cerradas con cadenas, en lo alto la silueta de un tanque de agua sobre una torre de fierro, las láminas de calamina que sonaban desclavadas en los techos como un batir de alas de animales viejos, los almacenes enrejados como crujías, y el tufo a basura de los tachos volcados que revolvían los perros y venía de lo profundo como de un túnel que se bifurcaba y se repartía en otros callejones que eran como otros túneles.
Oí entonces pasos que se alejaban a la carrera en distintas direcciones, y lo descubrí tirado en la acera bajo las luces de neón mortecino de una farmacia cerrada, y corrí, hubiera querido creer que se había desplomado borracho, me arrodillé a su lado y palpé la sangre en su rostro y en su camisa, la cabellera azabache se le habían quitado a tijeretazos, o con navaja, abriéndole surcos y heridas, un corte en una oreja y un tajo profundo en el estómago donde la sangre se aposentaba y se hacía más negra, los ojos de vidrio y la boca abierta en una sonrisa para siempre inocente.

Managua, enero/diciembre 1999.



(De Catalina y Catalina, 2001)




Ave Canora
(Canora avis)

Los sonidos vocales de las aves, de amplio registro, son de dos tipos: las llamadas, sonidos breves de estructura acústica simple, de una o dos sílabas; y el canto, una secuencia larga de notas melódicas. Los sonidos se producen en la siringe, compuesta de cuatro membranas, localizada en la parte baja de la tráquea. En las siringes complejas las cuatro membranas funcionan de manera casi independiente, así los cenzontles, cuyo nombre significa en náhuatl cuatrocientas voces, producen dos notas distintas al mismo tiempo, es decir, un dueto de una sola ave. El canto participa en una gran cantidad de sucesos del ciclo de vida de las aves: como un estimulante sexual para las hembras; para evidenciar el sexo, pues en algunas especies sólo los machos cantan; para demostrar que el macho está dispuesto a defender su pareja o su territorio; para avisar la presencia de comida, o la cercanía de los depredadores. Las palomas cantan cuando el sol está en el cenit; en las aves nocturnas, es el ocaso el que las hace cantar. Algunas pueden imitar con su canto el de otras aves, ladridos de perro, y aún el sonido de los cascos de un caballo, y ya se sabe, la voz humana.

Por qué cantan los pájaros

1.

         Cuando terminaron sus estudios en el colegio de monjas donde pasaron internas por cinco años, les tocó despedirse antes de volver cada una a su país. Eran tres. Una se llamaba Sara, la otra Gabriela, la otra Claudia.  Se juntaron en el café donde iban siempre los domingos, y allí acordaron que nunca más volverían a comunicarse sino veinte años después. Entonces regresarían al mismo lugar para confesarse lo que había sido de sus vidas. La primera que llegara esperaría a las otras en la misma mesa a la que estaban ahora sentadas, al lado de la ventana que daba a la plaza. Y la hora del encuentro sería la misma que marcaban las campanadas del reloj de la torre del ayuntamiento, visible desde la mesa. Las cinco de la tarde.

2.

         Aquella promesa se la habían hecho a comienzos de la primavera. De modo que cuando veinte años después llegó el día de la cita, también era primavera, pero una primavera de lluvias molestas, como la que caía ese día. Sara llegó de primera y fue directo a la mesa. Detrás del cristal de la ventana se veía pasar a los transeúntes bajo imponentes paraguas negros, como si se apresuraran camino de un funeral. Pidió un café expreso. No recordaba el rostro de ninguno de los camareros que iban y venían entre las mesas. El que la atendió ahora apenas habría nacido cuando ellas se despidieron.
         Una mujer, desprevenida de la lluvia, atravesó la plaza. Era Gabriela. Cuando Sara la tuvo de frente se dio cuenta que llevaba el pelo teñido de un impreciso color violeta, y le sobraban las joyas. Pulseras, sobre todo. Se besaron, se miraron, una en brazos de la otra, volvieron a besarse. Gabriela, a su vez, vio en Sara a una mujer de ojos tristes que parpadeaban tras los lentes asegurados con una fina cadena de oro. Iba vestida con un gusto impecable, y llevaba el pelo muy corto, como el de un muchacho. Conservaba dos cosas. Conservaba la gracia de convertir el tic que la hacía fruncir hacia un lado la boca en algo así como una sonrisa insinuante. Y conservaba sus hermosos pechos. Altos, llenos. Lo más llamativo de su persona desde los tiempos del internado
         No tardó en aparecer Claudia. El paso del tiempo, al quitarle la juventud, la hacía ver como una mujer de apariencia mediocre, aún más baja de estatura quizás por los kilos de peso que le sobraban, y que se le veían así mismo en la papada.  Se acercó a ellas entre espavientos, y luego lloró. Pidió un vodka tónico. Gabriela quiso otro, era lo de siempre en sus encuentros. Aún servían en el lugar los cocteles en vasos largos adornados con una sombrilla japonesa en miniatura. Sara no bebía. Había pasado por una crisis de alcoholismo, y gracias a la terapia de grupo era abstemia absoluta. Fue la primera confesión que se oyó en la mesa.
         Tras muchas efusiones repasaron nimiedades de la vida en el colegio. Recordaron los apodos de las monjas, sus necedades, sus defectos. Recordaron a madre Yolanda, la prefecta, que tenía el vicio de dar conferencias al alumnado sobre las aves canoras, y en el curso de la exposición demostraba que sabía imitar sus trinos. Siempre era la misma conferencia, y el mismo repertorio de pájaros. Como regalo de graduación había dado a todas un pequeño libro escrito por ella misma que se llamaba Por qué cantan los pájaros. Sólo Sara lo conservaba. Lo había encontrado hacía poco trastejando cajas viejas.
         Ninguna recordaba ahora las razones que daba la prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros. Pero sí recordaban lo horrible de la comida en el internado, las faltas al reglamento. Recordaron que fumaban en los baños, seguras de no ser descubiertas porque el humo no tardaba en disiparse gracias a la altura de la bóveda del techo que se abría sobre las casetas. Una noche una interna, extranjera como ellas, metió al novio al dormitorio comunal. Una hazaña. Rígidas en sus camas, la cara mirando al cielo raso, los oyeron jadear, oyeron los grititos sofocados de ella.  Alguna de las alumnas la denunció al otro día. Las monjas la expulsaron. Pusieron un cablegrama urgente a sus padres para que llegaran por ella y mientras tanto la mandaron a un hotel.

3.

         Llegó el momento de rendirse cuentas. Caía la noche. En la plaza funcionaba un carrusel que ya había encendido sus racimos de luces. La caja de música del carrusel tocaba una polka, o bien pudo haber sido un valse de compases acentuados.
         Sara se ofreció a empezar y la situación resultó ser la siguiente:
         Se había casado dos veces, tenía un hijo del primer matrimonio, y una hija del segundo. Su primer marido había sido un dentista. Engañó al dentista al año de casados, y aquel hijo no era suyo. Al segundo marido, que era ingeniero civil, también lo engañaba, pero la niña sí era hija suya. Anselmo se había llamado el dentista. Llegó a su clínica una carta anónima donde se denunciaba la infidelidad de que era víctima, y sin someterla a ningún maltrato la abandonó. El niño de tiempos de ese matrimonio se llamaba Anselmo también, pero su verdadero padre era un instructor de gimnasia, Frank. Bello en su juventud. El segundo marido, el ingeniero civil, se llamaba Horacio. Muy exitoso. La niña, Marisabel, tenía ahora doce años, díscola, caprichosa. Anselmito, en cambio,  un ángel. Estudiaba dentistería también, en homenaje al que creía ser su padre. Horacio seguía siendo su marido. La idolatraba, lo único es que era tan aburrido.    
         Sometida a interrogatorio tuvo que confesar que no era feliz. Las infidelidades no la habían hecho feliz, dijo, y su tic de fruncir hacia un lado la boca, en lugar de convertirse en sonrisa, pareció congelarse en su cara. ¿Y el segundo amante? No engañaba al ingeniero civil con un amante fijo, ahora prefería romances ocasionales que no la comprometieran. Disfrutaba la trasgresión, pero cuando se consumaba, la invadía la tristeza. Era como si buscara algo que no lograba encontrar. Por eso se había dedicado en un tiempo a la bebida, y por eso el ingeniero civil había estado dispuesto a abandonarla, más que por sus infidelidades que no conocía.

4.

         Vino el turno de Gabriela. Antes de rendir su confesión se rió de buena gana, como si con aquella risa anunciara lo divertido, o lo absurdo, de lo que iba a contar. Pidió otro vodka tónico antes de seguir adelante. Quería darse valor. Imagínense, si lo llegara a saber madre Yolanda, la prefecta. Madre Yolanda, la amante del canto de los pájaros, de todas maneras ya debería haber muerto. Era muy vieja.  El día de la graduación hubo que subirla casi en peso al estrado, y se había acercado al micrófono apoyándose en dos bastones.
         Cuando volvió a su país, dijo Gabriela, empezó un noviazgo con un hombre casado. Estaba dispuesto a divorciarse de su esposa, porque quería todo en buena regla, al punto que mientras ella no salió de casa de su padre jamás tuvieron relaciones carnales. El padre se había opuesto a aquella relación. La viudez, porque quedó viudo poco después de volver ella, lo había endurecido. Y, peor que eso, lo había convertido en moralista, después que toda su vida de casado dio guerra sin ocultarlo, una mujer de cartel tras otra. Se volvió de un catolicismo odioso. Un furibundo practicante. Y como ella no quiso obedecer sus órdenes de que dejara a aquel hombre casado, la echó de la casa.
         Mario Alberto se llamaba aquel hombre casado, con dos hijos. No se rían, por favor, pero lo mejor que tenía, si me preguntan cuáles eran sus cualidades, era la de ser supremo bailarín. Parecía pisar las nubes. Lo conoció en casa de una amiga de la infancia, le llevaba diez años pero no importaba.
         El caso es que cuando su padre la puso en la calle, no tenía ni para el taxi que debía llevarla adonde debía ir, y tampoco existía ese lugar adonde ir. Así que el hombre casado se encargó de todo. La puso en un hotel, y después a un apartamento pequeño. Era dueño de una fábrica de mercancías de plástico, baldes para pintura, regaderas de jardín, palos de escoba. Se entregó virgen a él la tercera noche que le tocó dormir en el hotel. No se rían, yo era virgen, así fue.
         Un mes después murió su padre de un derrame cerebral. Sería de la cólera. La desheredó, y siendo su única descendiente, haciendas, acciones, hasta la casa solariega, todo lo dejó a los padres claretianos. Había llegado al colmo de ayudar a decir misa cada mañana en la iglesia de los claretianos. Él, tan lleno de vanidad y orgullo, que se paraba el sol a verlo cuando se hacía acompañar de las bellezas de moda.
         El hombre casado, una vez que probó la miel ya no quiso divorciarse. Un día la esposa engañada, una mujer insignificante, tocó a mi puerta llevando de la mano al niño más pequeño, que tendría cuatro años, y se echó a llorar. No se rían si les cuento que lloré con ella. Llegó Juan Carlos de la calle, y al hallarnos juntas conversando lo que hizo fue huir. De allí en adelante todo fue declive, caída. Fue alejando sus visitas, hasta que dejó de aparecer. Y después que dejó de aparecer, dejó de pagar el apartamento. Si nos vimos, no me acuerdo.
         Entonces se convirtió en vendedora de cosméticos a domicilio. Y un día, mientras iba por una calle cargando su valija de cosméticos, se encontró con un novio de la adolescencia. La vio triste y ojerosa, se lo dijo, que la veía triste y ojerosa, y la invitó a cenar. Bebió varias copas de vino en la cena,  bastantes, y esa noche se entregó al novio de la adolescencia. Como le había contado sus dificultades, al irse en la madrugada le dejó un billete de cien dólares sobre la mesa de noche. Como en las películas.
         Empezó a buscar a viejas amistades, porque no había muchos novios de la adolescencia de quienes echar mano. Después, amigos de sus amigos, y después, desconocidos amigos de los amigos de sus amigos. La valija de cosméticos pasó a la historia. Pero sabía que por mucho que el círculo se ampliara, con el paso de los años sus atractivos no podían durar, porque en la vida todo se acaba, salud, juventud, todo. De manera que inventó algo que le dio resultado.
         Lo que inventó fue recuperar su valija de cosméticos. Y se presentaba en los colegios públicos, de jovencitas más o menos pobres, a hacer pruebas gratis de maquillaje.  Fue un éxito. Mientras las maquillaba hacía su selección, y luego invitaba a las elegidas a tomar un refresco a la esquina, y si las cosas prosperaban, las invitaban a un almuerzo. Les regalaba dinero, poco. O las llevaba a las boutiques a que se compraran ropa, y como si fuera en broma les advertía que aquella compra quedaba como deuda, y ellas mismas quedaban en prenda. Pero no era broma. Las invitaba a su apartamento, organizaba fiestecitas vespertinas, llegaban sus amigos, los amigos de sus amigos, los desconocidos amigos de los amigos de sus amigos.
         Luego eran ellas mismas las que le llevaban a otras del mismo colegio, o de otros colegios. Ya no necesitó más la valija de cosméticos. Desde que inventaron los celulares, ha dado a cada una un celular para tenerlas a mano. Los clientes sólo pueden llamar a un número central, que es el de ella misma, y ella se encarga de pasar la voz a la escogida.
         Un día, cuál es su asombro, llama al teléfono de contactos aquel hombre casado sin saber que era ella. Tanto la habría olvidado que no le reconoció la voz.  Entonces le hizo una cita falsa, le dio el nombre del colegio donde debía recoger a la jovencita frente al portón, y a la hora indicada se presentó ella misma a la cita. No se rían, no me pregunten por qué hice eso porque ni yo misma lo sé. Cuando el hombre casado la vio, huyó, segunda vez que huía, pero antes ella se le rió en la cara. Me le reí en la cara, dijo, pero al decirlo las miró una a una, y más bien se soltó en llanto.
         Claudia abrió la cartera y le alcanzó un pañuelito de papel.  Qué cosas las de la vida, adónde nos lleva en sus vueltas, dijo Claudia.  Sara preguntó si hasta ahora no había tenido problemas con la policía. Gabriela, mientras se secaba las lágrimas con el pañuelito de papel, contestó que no con la cabeza. Y luego dijo: una tiene que arreglarse bien con la policía para tener un negocio de ese tipo, si entienden lo que quiero decirles. Entendían. Le preguntaron si podía considerarse feliz. ¿Todavía me lo preguntan?, dijo. Y volvió a llorar.

5.

         Le tocaba a Claudia. Antes de empezar dijo que tenía algo de hambre, de modo que llamó al camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron, y pidió que le llevara el sándwich de pan cubano con lechón, mostaza y tomate, que lo hacían allí de muerte, si es que todavía lo hacían. El camarero dijo que sí, lo hacían. Ninguna de las otras pidió nada de comer. Claudia dijo que quería otro vodka tónico, y Gabriela dijo que estaba bien, la acompañaba.
         Partió el sándwich con el cuchillo en tres porciones, y para hacer gala de buenos modales aprendidos un día con las monjas, extendió el plato a las otras dos, ¿no quieren, verdad? No, gracias, no querían. Siempre la misma Gabriela. En el comedor del internado, si se descuidaban, echaba mano del plato de al lado. Cogió la primera porción del sándwich entre los dedos de largas uñas pintadas de nácar, y empezó a masticar despacio con la boca cerrada, a tragar despacio. Pero luego apresuró los mordiscos, y se llenaba los dos carrillos, lo peor de la mala educación a ojos de las monjas. De ellas también había aprendido a no desperdiciar ni una miga, porque el desperdicio del alimento era ofensa al Señor. Fíjense en los pájaros canoros, decía madre Yolanda, recogen hasta el último granito, hasta la última semilla. De manera que igual que los pájaros canoros, ella recogía ahora cada pedacito de corteza caída sobre el mantel. Y mientras comía, sonreía a las otras.
         Era viuda. Había enviudado a los tres años de casada. Su marido se había llamado Clarence.  Clarence no tenía oficio, sólo estampa, y una mamá que desde el día de la boda los había mantenido a los dos. Bueno, tenía oficio. Siempre era presidente, o era tesorero, o algo, de la directiva del country club.  Muy deportivo. Jugaba polo, jugaba jockey, jugaba golf, cualquier cosa, con tal de distraerse en algo. Muy social. Siempre estaba en cocteles, en tertulias. Conversador, siempre estaba hablando de todo. Experto en cosas que las otras ni se imaginaban. Las distancias, por ejemplo. Se sabía las distancias entre Londres y París, entre Sidney y Pekín, y las alturas, se sabía la altura del monte Everest, del monte Fujiyama, del Chimborazo.  Se sabía la longitud de los ríos, el Amazonas, el Yan Tse, el Danubio.  Murió de enfisema, clavado en la cama de un hospital, le pasó por empedernido fumador. No, nunca tuvieron hijos, gracias a Dios, qué haría ella ahora con hijos. Tampoco le dejó nada, era puro aire, pura apariencia, un mantenido de su mamá, ya les dije. La verdad, le dejó algo. Le dejó un closet lleno de zapatos de todo estilo, corbatas de seda italiana, chaquetas deportivas con insignias bordadas en la pechera, trajes cruzados, trajes de dos y tres botones, un smoking negro, otro smoking tropical, más la ropa y los instrumentos de sus deportes. Y las tarjetas de crédito reventadas, que la mamá ya no quiso pagar.
         De modo que ya veían. Empezó a ganarse la vida como agente vendedora de seguros. Después se pasó a los bienes raíces. Le había ido más que bien. Jamás había vuelto a sentir apetitos sexuales, mejor sola que mal acompañada, niñas. Vivía para ella misma, se mimaba. Se compraba cremas y lociones caras, cosméticos caros, ropa interior cara, vestidos de marca. Hacía cruceros dos veces al año.  Viajaba en los aviones en clase ejecutiva, se hospeda en los pisos ejecutivos de los hoteles. Le fascinaba comer. Cuando dijo esto, extendió las manos con los dedos llenos de mostaza, como buscando auxilio. Sara frunció la boca, atacada por su tic, y le alcanzó una servilleta.  Le preguntaron entonces si era feliz, y respondió que si todo aquello podía llamarse la felicidad, era feliz.

6

         Se levantaron cuando el camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron veinte años atrás, colocaba las sillas sobre las mesas para empezar su tarea de barrer el piso. El reloj de la torre del ayuntamiento dio las once, y el carrusel dormía en las sombras de la plaza cerrado con una cortina de lona.
         Volvieron a despedirse. Pero antes se prometieron que se encontrarían de nuevo aquí diez años después, a las cinco de la tarde en esta misma fecha. El tiempo avanza, y a medida que avanza corre más de prisa. De manera que los plazos se acortan. No podían prometerse tanto como otros veinte años.

7.

         El día en que se cumplió el plazo para la segunda cita, Sara y Claudia llegaron al mismo tiempo a  la puerta del café. Ahora no hubo efusiones. Claudia ahogó un chillido que quiso ser risa. Se miraron, como midiéndose, como si se tuvieran desconfianza. Pero sólo era desconfianza con el tiempo que las había cambiado más de lo que imaginaban.          
         El tic que obligaba a Sara a fruncir la boca semejaba ahora una mueca de dolor. Había algo de acartonado en su figura. Traía un turbante y sus cejas aparecían borradas. Lo único suyo de recordar eran los lentes atados de la cadena dorada, que no habían cambiado de modelo. Tras ellos, sus ojos, más que tristes, eran unos ojos asombrados.
         Claudia había ganado todavía más peso y parecía aún de menor estatura que la vez anterior. Su apariencia no era ya mediocre, sino ridícula. Las canas no concordaban con ella. Envejecía con comicidad. Pero en sus gruesos lentes no había nada cómico, o tal vez sí lo había. Se esforzaba por mirar detrás de ellos, y eso hacía que la falsa apariencia de desconfianza mutua, en ella fuera mayor.
         Encontraron la mesa de siempre ocupada por una pareja de novios, pero ya pagaban para irse.  El camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron la primera vez, se acercó a limpiar la mesa.
         Claudia dijo que esperaría a que llegar Gabriela para ordenar su vodka tónico. Sara ordenó de una vez su café expreso. El reloj de la torre del ayuntamiento marcaba las cinco y cuarto. Cuando Sara terminó su café había pasado otro cuarto de hora. Se miraron. Era imposible saber lo que habría pasado con Gabriela, porque la regla de no comunicarse nunca mientras corría el plazo, había quedado vigente. 
         El camarero se acercó llevando un sobre. Dijo que aquel sobre había llegado por el correo una semana atrás, consignado al café, y que si serían ellas las personas a las que aludía la nota que venía escrita a mano encima: “entregar a las dos mujeres que  a las cinco de la tarde del día (aquí el día) se sentarán en la mesa al lado de la ventana que mira a la plaza”. Dijeron que sí, eran ellas.
         Sara preguntó a Claudia si estaría de acuerdo en que leyeran por último el mensaje de la ausente, cuando ambas hubieran hecho sus confesiones. Claudia estuvo de acuerdo, y pidió su vodka tónico.
          



8.

         Empezó Sara, como la vez anterior. Contó que padecía de un cáncer mamario. Le habían quitado los dos pechos, por lo que usaba un brassier con relleno de silicón. La “quimio” le había hecho perder las cejas y el pelo. Se quitó el turbante y mostró la cabeza desnuda. Seguía todavía con la “quimio”, no sabía hasta cuando. También le aplicaban radiaciones. Decía “quimio”, al referirse a la quimioterapia, en tono tal vez cariñoso, pero con cierto desdén. Me dejaron plana, niña, dijo, como cuando tenía diez años. Como te imaginarás, dijo, he perdido el apetito por los amores, sin mis pechos no soy nada. Una repulsiva. Además, huelo de lejos a chamusquina, tengo el aliento de yodo.
         Los hijos hace tiempos se habían ido lejos, Anselmito, Marisabel. El ingeniero civil se había vuelto cada vez más aburrido. Creo, dijo, que lo único que ha venido a interrumpir el aburrimiento que reina en mi casa es mi enfermedad, este cáncer. Este cáncer, dijo, y se llevó las manos a los pechos de silicón.

9.

         Claudia la mujer feliz, dijo que su única novedad era que le habían diagnosticado azúcar. Se dio cuenta porque la taza del inodoro se llenaba de hormigones, los orines de una diabética serán miel para ellos. Le hicieron exámenes de sangre, le hicieron un fondo de ojos, allí estaba ya el daño, un principio de glaucoma. Tengo prohibido el licor, dijo, y dio un sorbo apresurado a su vaso de vodka tónico. Los pastelitos, los dulces de toda clase, prohibidos. Tengo que andar en mi cartera el aparato para tomarme yo misma las muestras de sangre. Se me baja el azúcar, y me dan desmayos, se me sube, se me nubla la vista. Y lo peor es el hambre, esta enfermedad da mucha hambre. Ya ves, estoy hecha una cerda de gorda.

10.

         Sara abrió su cartera. Dentro de la cartera traía el librito de madre Yolanda, la prefecta, en el que explicaba por qué cantan los pájaros. Claudia lo reconoció de inmediato. Lo tomó entre sus manos, estuvo acariciándolo. Cómo fui a perderlo, dijo. Me pareció que les iba a gustar a las dos verlo de nuevo, dijo Sara. Sí, dijo Claudia, te agradezco, si vieras todos los recuerdos que se me vienen. Madre Yolanda, aquellas imitaciones que hacía de los cantos de los pájaros, poniéndose las manos viejas en la boca y moviéndolas de diferentes maneras, la admiración de nosotras, las risas. Es el día y sigo sin acordarme por qué razón es que cantan los pájaros, o tal vez no es que lo olvidé, sino que nunca puse atención a sus conferencias, ni tampoco habré leído el libro. Me gusta que te guste, dijo Sara, y el tic provocó aquella mueca de su boca. Una mueca cruel en aquel rostro pálido, de cejas borradas bajo el turbante.

11.

         ¿Sabes qué?, dijo Claudia. ¿Y si dejamos sin abrir el sobre? No, dijo Sara. Venimos aquí para saber qué ha sido de nuestras vidas. Sí, dijo Claudia, pero ella faltó a la cita. Sara dudó. Pero sin esperar más, rasgó el sobre.
         Adentro lo que venía era una foto de bodas tomada en un estudio. Una foto divertida, la foto de dos personas mayores disfrazadas de novios. Gabriela, vestida de velo y corona, al lado el novio vestido de chaqué.  En el reverso había algo escrito a mano.
         Espera, dijo Claudia cerrando los ojos. Puedo adivinar. El novio es aquel famoso hombre casado. Era el hombre casado. Gabriela escribía que con mucho dolor tenía que romper la promesa, pero la fecha de la cita había coincidido con su boda, Mario Alberto había vuelto a ella por sus propios pasos ya debidamente divorciado, se preparaba a ser feliz en su nueva vida matrimonial al lado del hombre al que siempre había querido, dejaba atrás su pasado, volverían juntos a pisar nubes, no se rían por favor, siempre baila divino, y les mandaba esta foto momentos antes de dirigirse al aeropuerto para abordar el avión que los llevaría en su viaje de luna de miel, tarda la felicidad pero llega, y ante la pregunta que me hubieran hecho acerca de que si soy feliz,  la respuesta es positiva, soy feliz, chao.

12.

         Antes de despedirse reflexionaron acerca de si valía la pena citarse de nuevo quedando sólo dos. Resolvieron que valía la pena. Pero el tiempo corría mucha más prisa que antes. De manera que redujeron el plazo a cinco años. Mucho, dijo Sara, pero en fin. Claudia pidió prestado el libro a Sara hasta el siguiente encuentro. Tenía esa curiosidad sobre la razón del canto de los pájaros. Se levantaron, fueron juntas hasta la puerta, y allí se separaron. Sara subió a un taxi. Claudia atravesó la plaza. El carrusel no estaba.

13.

         Pasó el tiempo que ahora volaba. Se cumplió el plazo de los cinco años. La torre del ayuntamiento se hallaba en obras y habían desmontado el reloj, de manera que no se oyeron sonar aquel día las campanadas de las cinco de la tarde.
         Claudia llegó en punto. Caminar no era fácil para ella, de modo que se acercó con dificultad a la mesa. Le faltaban los dedos del pie izquierdo, culpa de la gangrena. El glaucoma avanzaba. El camarero que apenas habría nacido cuando la primera despedida ya no existía, y otro, un rubio que apenas salía de la adolescencia, se apresuró para ayudarla a sentarse.    
         Traía consigo el ejemplar del libro que debía devolver, y lo puso frente a ella. Dijo que quería un vodka tónico. ¿Con mucho hielo o con poco hielo?  Poco hielo, dijo. Sus ojos, perplejos, miraban tras los lentes turbios de tan gruesos.
         Apartó la miniatura de sombrilla japonesa, tomó el vaso con las dos manos, y se lo llevó a los labios con miedo de derramarlo. Preguntó la hora y el camarero dijo que las seis. ¿Tan tarde se había hecho ya?
         A las siete Sara no había llegado. A las ocho se acercó el camarero para preguntarle si no se le ofrecía nada más. Fuera del primer sorbo no había vuelto a probar la bebida y el hielo se había deshecho en el vaso. ¿Otro vodka tónico? Dijo que no, y a su vez preguntó si no había algún sobre para ella. Alguna carta. El camarero se mostró extrañado. No. Ninguna carta, señora.
         Lo oyó alejarse. Acercó las manos al libro que había traído para devolver. Seguía sin recordar las razones que daba la prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros.
         ¿Por qué cantan los pájaros? ¿Habría alguna razón para que cantaran?

(De El reino Animal, 2007)BALLENA
(Megaptera novaeangliae)

La ballena jorobada, o yubarta, una de las especies de misticetos más conocida, vive en grupos. En su repertorio de comportamientos se hallan los saltos espectaculares y los golpes sobre el agua con las aletas pectoral y caudal. Sus aletas pectorales llegan a medir cuatro metros y son las más largas entre todos los cetáceos. Migran cada año desde sus áreas de reproducción, en las zonas marinas tropicales, a  las áreas de alimentación, en el Ártico o en el Antártico. Son conocidas por sus extraños cantos de hasta 30 minutos de duración. Se desplazan a una velocidad media de 25 nudos marinos por hora. 
Mañana de domingo


A Jaime Incer y Germán Romero.


La ballena brotó de las aguas con un gemido y quedó flotando sin ánimo, como a la deriva. Luego escoró hacia estribor y con extraña quietud traspasó la rompiente después de lanzar al cielo un chorro muy alto que se deshizo en una brisa irisada, y fue a encallar cerca de la boca del estero. Eran las diez de la mañana, según la altura del sol que brillaba con la luz blanca de una barra de plomo al fundirse, y era domingo.
Tendida ahora en la arena, casi de costado, la piel gris parecía de hule, y el vientre del color del tocino crudo. La cabeza  venía incrustada de parásitos de mar y de crustáceos, como flores de piedra. Olía mal, con un olor salino de descomposición en ciernes, y un ramaje de algas que había arrastrado consigo brotaba de la costura de su boca.
Sus ojos parpadeaban a veces, cuando también había un estremecimiento de sus enormes aletas pectorales. Parecía un barco castigado por la tormenta, con los palos del velamen descuajados y aventados lejos.
Del otro lado del estero la divisó llegar un muchacho que remendaba una red sentado en la mura de un bote. Cualquiera hubiera dicho que la red que iba pasando entre sus manos mientras daba las puntadas con una agujeta era un velo de novia, sino fuera por los plomos repartidos en sus bordes.
El bote se hallaba varado en la arena sobre unos troncos que servían de rodelas cuando era empujado hacia el oleaje para la faena. Doscientas brazas adentro, más allá de la rompiente, se pescaban pargos de buen peso y muchas veces corbinas si se salía con la aurora. Los colores en que estaba pintado, tal vez azul, tal vez verde, se habían desvaído de tanto sol y tanto salitre.
El muchacho, largo de piernas como una garza, no perdió tiempo y andando a zancadas fue a llamar al padre, y tras el padre se agruparon en la puerta del rancho forrado de latas y tablas dos mujeres y una niña. La niña tenía una nube en un ojo, el ojo izquierdo, y por eso al mirar parecía suplicar.
En una sarta sostenidas por dos varas se secaban unos cuantos bagres abiertos en canal que también hedían, y tuvieron que agacharse debajo de la sarta para bajar hacia la costa, armados de machetes y cuchillos de destripar pescados. Una de las mujeres, a falta de otra cosa, traía un chuzo de apurar bueyes.
Progresaba el reflujo de la marea y atravesaron con los pies descalzos la corriente del estero que con un débil estremecimiento se abría paso en un tajo de la arena hacia la rompiente.
         Contemplaron de cerca al animal como si fuera ya suyo, lo midieron luego con sus pasos, y por fin se sentaron en la saliente de una roca a esperar bajo la resolana a que la ballena acabara de morir, nerviosos sin embargo de que alguien más pudiera presentarse a disputarles la presa.
Tenían razón en su inquietud. Antes del mediodía la costa se fue llenando de un gentío silencioso que hervía sobre la arena y sobre los promontorios de las rocas como una procesión de cangrejos. Llegaban con más machetes, picas y hachas, y con baldes plásticos, bidones, sacos y canastos.
Algunos iban desnudos de la cintura para arriba, otros llevaban viejos pantalones cortados en hilachas a la altura de los muslos. Uno llevaba una chaqueta camuflada, abierta por toda la barriga, y otro unas botas militares, sin cordones, metidas en los pies desnudos. Había mujeres que traían gorras y camisetas de propaganda electoral, y toallas debajo de los sombreros de palma para mejor abrigarse del sol.
Los llegados de primero, el padre del muchacho y los demás del rancho, incluida la niña de la nube en el ojo, defendían sus lugares pero ya no contaban para nada. La mujer del chuzo lo clavó con decepción en la arena.
Sería la una cuando asomó por la costa un jeep que parecía reverberar en la distancia, y como si en lugar de avanzar se alejara hasta disolverse en la bruma. Atravesó por fin el estero levantando una cortina de agua y se estacionó a espaldas del gentío que ahora era más grueso, quizás el doble.
Venía al volante un delegado del Marena, a su lado una periodista de televisión, y atrás el camarógrafo que no perdió tiempo en saltar con la cámara en el hombro para correr hacia la ballena. Hizo numerosas tomas y luego giró sobre sí mismo, sin quitar el ojo del visor, para enfocar a la multitud.
La periodista, morena y pequeña de estatura, con anteojos de miope, se llamaba Lucía.  Ajustó el emblema del canal al micrófono, y acompañada del camarógrafo siguió al delegado del Marena que se había metido entre la gente. El delegado se llamaba Richard, y era un pelirrojo de aire enérgico, con marcas de viruela en la cara. Llevaba lentes de sol, pantalones color caqui, y el teléfono celular a la cintura.
De inmediato empezó a hacer preguntas: si alguien había visto llegar a la ballena, y en tal caso, qué rumbo traía, y cómo había encallado. El único que lo sabía era el muchacho, pero su padre el pescador le hizo señales enérgicas de callarse. Los demás siguieron con la vista obstinada puesta en la ballena.
Richard alzó los hombros, como si no le importara, y mejor decidió acercarse a examinar la ballena mientras el camarógrafo lo filmaba. Fue un examen minucioso. Luego la recorrió a lo largo, y en una pequeña libreta que sacó del bolsillo de la camisa hizo las correspondientes anotaciones.
Lucía le pidió que se pusiera de espaldas a la ballena para entrevistarlo.  La gente allí congregada no prestó la menor atención a la entrevista, y tampoco hubo curiosos que corrieran a situarse detrás para salir en el cuadro, ni siquiera los niños, que había no pocos niños entre la multitud.
 Los ruidos de la rompiente llegaban sosegados al micrófono, y así mismo la música de una roconola que se acercaba a ratos desde las ramadas del balneario a un kilómetro de allí, hacia el sur, pero que lo mismo desaparecía como si fuera empujada hacia atrás por el viento.
Richard declaró frente a la cámara que entre los meses de junio y septiembre, estábamos en agosto, las ballenas pertenecientes a la especie de la aquí presente viajaban unos ocho mil kilómetros desde el Antártico rumbo a las aguas cálidas del Pacífico con el objeto de alumbrar o aparearse; pero no solían llegar sino hasta Bahía de Solano, en Colombia, por lo que resultaba raro que alguna de ellas se aventurara tan lejos, y sobre todo sin ninguna compañía, pues solían desplazarse en manadas.
Lucía quiso saber a qué clase de especie se refería. Richard respondió que se trataba de una ballena yubarta o ballena jorobada, llamada así porque arquea el lomo antes de sumergirse. Ella preguntó entonces: ¿se puede saber cuánto mide y cuánto pesa este ejemplar?  Mide unos quince metros de largo, Lucía, y puede ser que su peso sea no menor de cuarenta toneladas, o sea ochocientos quintales, respondió, pulsando su calculadora.
Lucía preguntaba ahora a qué atribuía que la ballena hubiera llegado hasta aquí sola, si acaso tenía eso que ver algo con el hueco de la capa de ozono que estaba calentando los mares. El delegado respondió que no podía descartarse. ¿Y con la corriente del Niño? Tampoco podía descartarse.
Luego ella preguntó: ¿Había encallado por accidente, o es que se hallaba enferma de algún mal?  Era evidente que se trataba de una ballena moribunda. ¿De qué estará enferma? Habría que hacer los análisis correspondientes a la hora de practicar la autopsia, por lo tanto recomiendo a todas las personas presentes abstenerse en todo momento de tocar la carne de esta ballena, dijo, alzando intencionalmente  la voz.
Los presentes no se inmutaron. Seguían vigilando, seguían en silencio, y su número seguía creciendo.  Habría ya un millar. En ese momento, como inquietada por un mal sueño, la ballena sacudió la cola hendida, abierta en dos alas. Es la aleta caudal, que en esta especie alcanza grandes proporciones, declaró el delegado.
Venían llegando más camarógrafos, periodistas de radio, fotógrafos. Llegaban también curiosos, en motocicletas y más jeeps, y aún en carros que se atrevieron a bajar a la costa y atravesar la corriente del estero, a riesgo de quedar atollados en la arena. Muchos se acercaban desde las casas de descanso, en motos de playa, y a pie desde los restaurantes, cantinas y ramadas del balneario.
Los que esperaban no se mostraron para nada conformes con aquella invasión, y menos aún cuando se presentó a bordo de un camión de barandas un contingente de policías que saltaron de la plataforma armados de fusiles Aka y pecheras llenas de municiones. Venían al mando de un inspector que viajaba en la cabina. Los policías se referían a él como el inspector Quijano al solicitarle órdenes, y sus órdenes fueron las de aislar a la ballena por medio de una cinta amarilla, de las que se utilizan en el lugar de un crimen.
Los policías, en actitud diligente, se dispusieron a cumplir las instrucciones, pero entonces comenzó un forcejeo porque nadie quería retroceder. La mujer del chuzo lo blandió como una lanza para amenazar a unos de los policías, otras gritaron insultos, y el inspector Quijano les ordenó entonces retroceder porque las cámaras estaban filmando el incidente.
La ballena movió en ese momento las aletas pectorales, estrechándolas contra el cuerpo como si tuviera frío y quisiera cubrirse con ellas. Luego tuvo un vomito. Fue una copiosa bocanada de peces enteros, arenques, caballas y sardinas.
El gentío corrió a arrebatarse los peces sin hacer caso a las voces del delegado advirtiendo que era comida tóxica porque estaban muertos, y la trifulca se deshizo hasta que no quedó uno solo sobre la arena. El inspector Quijano se acercó a presenciar la escena a paso lento y movió con desconsuelo la cabeza, pero nada más.
Entre las personas venidas del balneario vecino, donde acababan de almorzar, se hallaban dos amigos de toda la vida, el doctor Incer, biólogo, geógrafo y astrónomo, y el doctor Romero, historiador y antropólogo. No parecían veraneantes ni nada por el estilo, y más bien daban la impresión de hallarse extraviados.
Lucía descubrió al doctor Incer, que observaba la ballena un tanto de lejos, valiéndose de sus habituales binoculares, y se acercó con su camarógrafo para entrevistarlo. Tras ella vinieron todos los demás periodistas y camarógrafos, y ya había cierta tensión provocada por la competencia, porque se empujaban entre ellos.
El doctor Incer empezó manifestando ante las cámaras su emoción al observar por primera vez un fenómeno de esta naturaleza, un cetáceo anclado en nuestras costas de aguas cálidas. Hablaba como el buen conferencista que era. Entre otras cosas informó que la ballena yubarta, o jorobada, debía su nombre científico de Megaptera novaeangliae, al sabio Fabricius, quien se lo había dado en 1780.
¿Qué quiere decir eso en español, doctor?, se oyó preguntar a Lucía. Significaba "Gran Aleta de Nueva Inglaterra", por las formidables aletas pectorales de esta especie, avistada por primera vez, en las cercanías de Nantucken, Nueva Inglaterra.
¾Que es el puerto de donde salió el capitán Ahab para dar caza a Moby Dick, la ballena blanca ¾dijo el doctor Romero; pero ninguna de las cámaras, ni tampoco ninguno de los micrófonos se volvió hacia él.      
El doctor Incer, por tanto, siguió declarando. Declaró que la especie yubarta es muy vocal y puede crear una amplia variedad de sonidos, hilados para formar frases repetidas en serie. Es lo que puede llamarse en términos técnicos una canción. Esas canciones pueden durar de cinco a treinta y cinco minutos y llegan a veces a repetirse sin interrupción por varias horas.
¿Se fijó que esta ballena vomitó una gran cantidad de pescados muertos?, preguntó Lucía. Es porque se alimentan a lo largo de su ruta de una amplia variedad de especies, y  para eso tienen en la boca una especie de peine de pelos rígidos con el que filtran el agua de mar al tragar sus presas, respondió el doctor Incer.
Según el delegado del Marena pesa ochocientos quintales, dijo Lucía, y porque la empujaban desde atrás, parecía a punto de meter el micrófono en la boca del entrevistado. Puede ser, respondió el doctor Incer, aún hay ejemplares de peso mayor. ¿Rinde una buena cantidad de carne entonces? Los cetáceos tienen carne abundante y de buen sabor, aunque bastante grasosa.
¿Cuánto tiempo tardará en morir?, preguntó desde atrás otro de los periodistas. No se puede saber, pero pueden ser días, talvez semanas, respondió el doctor Incer. De esta ballena puede comer toda una población de gente, como esa que está ahora rodeándola, afirmó el mismo periodista. Sería una crueldad matarla, y más bien las autoridades deben protegerla mientras puede ser remolcada por un barco especializado hasta la estación de biología marina más cercana, dijo el doctor Incer.
¿Y dónde hay una estación de esas?, preguntó Lucía. En San Diego, California, yo la he visitado. Será tarea imposible, doctor, lo que es esta gente ya se la habrá comido antes de que logren remolGabriela, dijo otro más. El doctor Incer calló, y frunció el entrecejo. Es cierto que en ese momento lo ofendía el fulgor del sol de las tres de la tarde, pero tenía un tic nervioso, que era precisamente el de fruncir el entrecejo.
Además, según el delegado la ballena está enferma, dijo Lucía. Mayor razón para dejarla en paz, dijo el doctor Romero, pero tampoco ahora, ni ella ni ninguno de los otros periodistas le hizo caso. ¿Para qué sirve además un animal tan grande como éste si no es para dar carne?, preguntó otro de los periodistas que ahora se había adelantado y lograba apartar a Lucía.
Para los más diversos usos, se apresuró en responder el doctor Incer: su grasa para fabricar candelas y también para freír alimentos, sus huesos y cartílagos para corsés, hilo de sutura, látigos de cochero, varillas de paraguas y cuerdas de piano, su piel para parches de tambor, y el ámbar gris, que se encuentra en sus vísceras, como base de perfumes y cosméticos femeninos.
El ámbar gris ha servido siempre, desde la más remota antigüedad, como un potente afrodisíaco, dijo el doctor Romero. Seguía sin poder cautivar a la audiencia, pero siendo como era un hombre irónico, se reía para sí mismo.
Ahora muchos de esos materiales son sintéticos, dijo otro. En efecto, algunas invenciones modernas han sustituido esos productos, respondió el doctor Incer, como es el caso de las candelas, que ya no se fabrican de cebo animal sino de parafina, aunque otros continúan necesitándose, y por eso los barcos balleneros siguen persiguiéndolas como antaño por todos los mares de la tierra, y peor hoy día, porque cuentan con la ayuda de los satélites.
¾Imagínense si en tiempos del capitán Ahab el Pequod hubiera estado equipado con rastreadores electrónicos ¾dijo el doctor Romero¾; las ballenas no quedarían ni en el recuerdo.
El doctor Incer era objeto de entrevistas cada vez que se producía un huracán, una erupción o algún fenómeno famoso, como había ocurrido con la aparición del cometa Halley en 1986; en el caso de las lluvias de estrellas fugaces, como había sido con los meteoros Oriónidas dos años atrás; o cuando el planeta Marte se acercaba a la tierra, como había sido el caso aquel mismo mes. En cambio, el doctor Romero, titulado en la Sorbona y merecedor de las Palmas Académicas de Francia, había escrito los más importantes libros sobre la historia de Nicaragua en el siglo XVIII, pero ninguno de los periodistas conocía esas obras.
         Así que mientras seguían lloviendo las preguntas sobre la cabeza del doctor Incer, el doctor Romero abandonó su empeño de hacerse oír, y se dedicó con mayor provecho a observar lo que seguía ocurriendo en la playa.
Por esa razón fue él quien presenció el momento cuando uno primero, y otros después, dos hombres subieron al lomo de la ballena desde el lado de la cola, y luego, como si fueran equilibristas, los brazos abiertos en cruz, avanzaron sobre la piel resbalosa hasta alcanzar la cabeza. El primero llevaba una barra de excavar pozos que usaba a manera de pértiga. El otro un balde de plástico rojo en una mano, y en la otra una pica de pedrero.
         El doctor Romero se los señaló a los periodistas que al fin lo atendieron, y entonces corrieron en desorden hacia la playa, los camarógrafos adelante. El inspector, con la pistola de reglamento en alto, ordenaba a los dos que se habían subido al lomo de la ballena que bajaran inmediatamente. El delegado del Marena venía corriendo al encuentro de los periodistas, como en demanda de auxilio.
En lugar de obedecer, el hombre de la barra la alzó con fuerza para descargarla sobre la cabeza de la ballena, que al golpe se cobijó aún más estrechamente con las aletas pectorales. Y cantó. No había nada de armónico en aquel canto, era una especie de mugido, largo y profundo.
¾Las ballenas siempre viajan en cortejo, y seguramente estará llamando a alguien de su especie ¾dijo el doctor Incer.
¾Es una hembra  ¾dijo el delegado, que había llegado junto a ellos¾,  y puede ser que esté preñada.
¾Entonces está llamando a su macho ¾dijo el doctor Incer.
Había ahora más personas subidas al lomo de la ballena. Las  mujeres se apretujaban a su alrededor, con los baldes en alto, para recibir los primeros tasajos de carne. El inspector terminó por enfundar su pistola.
Los policías avanzaban y retrocedían, confundidos en la marea humana, y sólo se veían sus gorras y el cañón de sus fusiles. Algunos lo que hacían era escapar del tumulto. Se veía, además, el chuzo de aquella mujer, la primera en llegar, enarbolado por encima de las cabezas con un trozo de carne ensartado en la punta.
La multitud trabajaba a golpes y desgarrones el lomo de la ballena, los costados, las aletas pectorales, la parte visible del vientre. Pronto le habían cercenado la cola hendida, y sólo quedaba en su lugar un muñón sangrante.
Al rato, los dos científicos y el delegado vieron pasar al pescador que ayudado por el muchacho flaco como una garza, su hijo, llevaba cargando un buen trozo de una de las aletas pectorales. Delante de ellos iba la niña de la nube en el ojo, que aunque sonreía feliz parecía mirar con angustia.
La mayoría de los curiosos había vuelto a sus vehículos para irse, y la multitud alrededor de la ballena disminuía, porque cada quien que llenaba sus baldes y sus sacos iba desapareciendo.  Muchos se alejaban por la costa en parejas, seguidos de sus niños, los hombres con los sacos de carne al hombro y  las mujeres con los baldes y canastos rebosantes en la cabeza. Iban despacio, conversando amenamente. Los policías subían al camión, algunos cargando algún tasajo dentro de las gorras, o amarrado con el fajín.
Contra el sol poniente lo que se veía ahora era el costillar de la ballena, como las cuadernas de un barco abandonado a la destrucción y al olvido. Algunos medraban todavía entre los despojos, recogiendo lo que aún podían, mientras la marea iba lavando la sangre extendida en un manto sobre la arena.
Ya nadie filmó esas últimas escenas, porque no quedaba ningún camarógrafo. Lucía se había ido, todos los periodistas se habían ido. El inspector Quijano se bajó de la cabina del camión y se acercó pedir un cigarrillo al delegado del Marena, que se lo encendió, defendiendo de la brisa la llama del chispero.
¾Esa carne no es apta para el consumo humano ¾dijo el delegado al guardarse el chispero en el bolsillo.
¾Todo esto es consecuencia del hambre que sufre nuestro pueblo ¾dijo el inspector Quijano, que había sido guerrillero.
¾La ballena es como el país ¾dijo el doctor Romero con leve sonrisa¾. Sólo quedan los despojos.
¾Me pregunto cuánto habrá durado viva mientras las carneaban ¾dijo el doctor Incer.
En ese momento repicó el celular del delegado, que se apartó a contestar. Le estaban solicitando informes de lo sucedido, y él los estaba dando.



(De Catalina y Catalina, 2001)






MOSCA
(Musca domestica)

Puede identificarse por cuatro franjas longitudinales oscuras sobre el dorso del tórax, mientras el abdomen es de color claro. Pueden vivir de catorce a setenta días, y pasan por cuatro etapas: huevo, larva, pupa y adultez. La hembra adulta coloca entre cinco y seis partidas de huevos, las que varían en un número de setenta y cinco a cien, y las larvas nacen en un período de dos a veinticuatro horas. Si todos los huevos de una sola mosca sobrevivieran, y todas las crías también lo hicieran, se llegaría a obtener una población de más de mil millones de moscas en un año, algo que no se cumple debido a que gran cantidad de huevos no llegan a madurar. Lo contrario significaría una catástrofe mundial.



Shakira y La Mosca

    Qué es lo que pasa, pasa que lo venció su ciego empeño de conocer en persona a la cantante Shakira, no creerán esa pasión de un niño de apenas doce años que ayer nomás gateaba, irse sin un centavo en la bolsa tras un amor que le quita el sueño, solamente con la mudada que andaba puesta agarró camino solito con la finalidad, me dejó dicho en su carta, de llegar a Miami donde la cantante Shakira como si ella estuviera aguardándolo en la puerta misma de su palacio de artista, vuelvan a ver qué desmesura, querida mamá te aviso te anuncio me voy lejos no me busques que voy para donde Shakira, muy atentamente tu hijo La Mosca, sí, ese es el apodo que le decían en la escuela y él le agarró gusto, La Mosca, Las autoridades mexicanas repatriaron al menor Raymundo Mario Calderón López, quien salió de Nicaragua el año recién pasado sin autorización de su madre y sin ninguna documentación legal hacia los Estados Unidos con la intención de conocer a la renombrada cantante colombiana Shakira, qué susto el mío cuando en la mañana lo llamo, ya me estoy yo bañando y desde la caseta del baño le grito que se levante, si viera, haragán para levantarse siempre, haragán en sus tareas de la escuela, pero eso sí, veloz para poner en su boca el nombre de Shakira, dónde no lo conocían gracias a Shakira, Shakira su eterna conversación, pobres que somos, el niño dormía en una hamaquita en el mismo bajareque donde se guarda la leña, un día me lo picó un alacrán gracias a esa carencia de no tener cuarto donde meterlo, pues lo llamo como siempre para que se levante, no contesta, muchacho de porra, pienso, y luego vengo y vuelo a gritarle, ideay, que sos acaso sordo, tenés que ir a traer la leche mientras yo me baño, agarrá la porrita, el dinero está al lado, sobre la mesa, pero algo me extrañó, mal pálpito, el corazón de una madre siempre va adelante, a esa hora en su radio de pilas ya estaba cantando siempre Shakira, bruñó y bruñó para que le comprara el tal radio, peso a peso se lo fui abonando al turco Salim, mamá mi vida no es nada sin la compañía de su voz, un niño, ay, decía yo, será normal que un niño desvaríe de esa manera por amor de mujer, por eso mismo qué extraño aquel silencio, medio mojada me puse encima la bata, me metí las chinelas, nada, la hamaquita vacía y el viento va de mecerla, el radio no estaba tampoco, Jesús, yo allí parada sin hallar qué hacer y qué veo entonces, un papel prensado con una piedra en el suelo debajo de la hamaquita, me voy lejos no me busques es en vano es mi destino me voy para donde Shakira, El niño, de once años de edad, logró atravesar la frontera de cuatro países valiéndose de distintos medios de transporte, hasta llegar a la ciudad de Tapachula, en el estado mexicano de Chiapas, y ahí las autoridades de migración lo detuvieron y lo llevaron a un centro de atención de menores donde estuvo recluido por casi tres meses, salgo entonces como una desesperada, ni siquiera tranco la puerta, corro, para dónde correr, Virgen pura, Chicho, el de la pulpería de la esquina, uno que le vaciaron un ojo en una trifulca de gallera, me avisa que por allí pasó muy al alba cuando él estaba abriendo el negocio, qué rumbo, pregunto, el rumbo de la carretera, me dice, llevaba el radio puesto en el oído oyendo una canción de Shakira, qué novedad una canción de Shakira en su oído, digo yo para los adentros de mi alma angustiada, llego a la carretera, enfrente la estación de buses, cruzo, ya está por dicha mi comadre Susana en su puesto de venta del portón, ella ofrece pan francés con mantequilla y café negro con leche a los pasajeros que vienen y van, fíjese lo que me pasa, comadre, que no amaneció en su cama La Mosca, ah, dice ella, aquí a la estación entró tempranito, bueno, bueno, le dije, qué andás haciendo tan oscuro, algún mandado de tu mamá, no, me dijo, voy a agarrar el bus para Honduras, Honduras, le dije yo, como bromeando, y qué vas a hacer a Honduras, pues a buscar como agarrar otro bus que me lleve hasta Miami, ajá, entonces es largo tu viaje, sí, es largo, porque voy para donde Shakira, ah, entonces que te vaya bien, nada, locuras del muchachito, no se preocupe comadre que por allí adentro debe andar, cómo no iba a preocuparme si yo sé lo que tengo por hijo, un niño empecinado en un amor de adulto, me metí a la estación, no me entretuve, fui directo a preguntar si el bus para Honduras ya había salido, salen dos, me dijo un chequeador, uno que va para Choluteca por el rumbo de El Espino, y otro que va para Tegu por el rumbo de Las Manos y los dos ya se fueron, dígame, le dije mientras las canillas me temblaban, no vio si algún niño que andaba solo se subió en alguno de esos dos buses, claro, me dijo, La Mosca, el enamorado ardiente de Shakira, en cuál de ellos, le pregunté, el corazón golpeándome en la boca, agarró el que iba para Choluteca, y cómo es que lo montaron si no anda para el pasaje, porque el chofer que se llama Fernando también es admirador de Shakira y los dos guardan retratos de ella y están pendientes de sus canciones, qué es usted de La Mosca, señora, soy su madre, Funcionarios del Ministerio de la Familia, al conocer la situación del niño se comunicaron con sus homólogos del gobierno azteca a fin de concretar las debidas coordinaciones en vistas de lograr su viaje de regreso, el que tras múltiples atrasos debido a trámites consulares, se realizó ayer por la vía aérea, habiendo arribado al país en el vuelo vespertino de la línea Taca, me fui de allí directo a la policía, llamaron por teléfono a la frontera de El Espino pero el bus ya había pasado, no se preocupe madre, me dijo la mujer policía que me atendió, muy lejos no ha de llegar sin comida y sin reales y sobre todo sin papeles porque pasaporte no tiene, con qué alma pasaporte si a duras penas tenemos para llevarnos el bocado a la boca, dígame si va a presentar cargos contra ese chofer Fernando por secuestro de un menor, dice la mujer policía y al mismo tiempo ya está metiendo la hoja de papel en el carro de la máquina, yo vacilo, déjeme primero hablar con él porque el chequeador me dijo que hoy mismo en la noche está de vuelta y quién quita mi niño se arrepiente de su aventura y así como se fue vuelve en el mismo bus, como usted quiera madre, dijo la mujer policía, volví a la casa y cogiendo una escoba me puse a barrer por hacer algo, almorzar, no almorcé, el pensamiento de la comida me repugnaba, una dejadez del estómago hasta no tener ganas ni de agua, y ya desde las siete de la noche estaba yo en la estación de buses esperando al tal Fernando y fue hasta como a las nueve que apareció el bus, usted es Fernando, qué se le ofrece, dijo él, un chaparro embutido, cara picoteada, con la camisa por fuera larga como un balandrán, que se balanceaba al caminar igual a un muñeco porfiado, deme cuenta de mi hijo al que le dicen La Mosca, pues figúrese que me solicitó que lo llevara a pasear a Choluteca y puestos allá se me desapareció, hombre bandido, la cara socarrona le vi, una risita lépera que ya hubiera querido apeársela de una trompada, pues se ha equivocado si piensa que va a jugar conmigo y si no me dice la verdad vamos a arreglar esto en la policía, no me diga señora que usted me va a meter pleito como si no supiera cuánto cuesta un pleito, afrentándome con mi pobreza el muy bayunco, sólo quiero saber la verdad, le dije, ya le dije que se me desapareció en Choluteca, pues yo tengo informes de que usted también es fanático de esa mujer Shakira y cuando se ve con mi hijo sólo hablan de ella, fanático no soy pero me gusta como canta Shakira y así también me gusta Selena y eso no significa que alzaría mi pie para ir en peregrinación hasta su tumba, pues mi hijo va a estas horas en peregrinación a buscar a Shakira y usted es culpable, y enojada di la vuelta, pero él al final se habrá apiadado porque me alcanzó, no debería usted señora preocuparse tanto ya que si cruzó la frontera sin papeles es porque iba conmigo pero tenga seguro que de Honduras no pasa y allí va a ver que pronto se lo devuelven, El menor de 11 años es originario de la comunidad de San Luis de Los Andes, municipio de San Juan de Limay, hijo de una maestra rural que se trasladó a Estelí cuando su marido la abandonó por otra, y como no halló plaza escolar, se gana la vida vendiendo por las calles cigarrillos, chicles y otras golosinas, dónde más iba yo a ir, volví a la policía, la oficiala me habló de un exhorto pero advirtiéndome que esos trámites tardaban, me preguntó si tenía una foto del desaparecido para ponerla en el exhorto, no, nunca se ha tomado una foto, y al decírselo me puse a llorar, ni una foto para recordarlo, entonces, madre, vaya por favor a la delegación departamental del Ministerio de la Familia, y fui, esto toma tiempo, dijeron también, hay que escribir cartas a las respectivas autoridades de todos aquellos países por donde pueda ir pasando, y al salir de allí, ya puesta en la calle, con el sol picándome en la cabeza, acaté que aunque me acabara de dolor no podía solazarme en sentarme a esperar porque quién iba a proveer mi vida, así que otra vez a la calle con mi bandeja, La licenciada Martha Emilce Castillo, delegada del Ministerio de la Familia en la ciudad de Estelí, dijo por la línea telefónica que el menor tiene antecedentes de vagancia reiterada, y que de acuerdo a la opinión que sus profesores tienen de él en la escuela donde se halla matriculado, su aplicación deja mucho que desear, y en las noches sólo me quedaba consolarme viendo las cositas que él había dejado, un trompo con su cuerda de manila, un bolero, una caja de fósforos rellena de arena que le servía de taba, botones de camisa para apostar a la taba, sus útiles escolares, los cuadernos bien forrados por mí, cada uno con su rótulo gramática, aritmética, geografía, y qué me encuentro dentro del cuaderno de geografía, el mapa de Colombia bien dibujado con lápices de colores, tarea puesta por la maestra, pensé, pero no, una gran estrella amarilla aparecía pintada en el punto donde el mapa decía: Barranquilla, y en su letra de molde las palabras: aquí viste la luz del mundo, las cosas de este niño, de dónde toda esa imprudencia, y en el cuaderno de tareas de historia, bajo el título Gloriosa Batalla de San Jacinto y la pedrada de Andrés Castro, pegado con almidón un retrato de Shakira recortado de alguna revista, y abajo, con la misma letra: dónde estás corazón título de una canción tuya amor, en cada cuaderno nada más que Shakira, cuaderno de aritmética, el triángulo escaleno sé que olvidarte no es asunto sencillo te me clavaste en el cuerpo como un cuchillo, el triángulo isósceles pero todo lo que entra ha de salir, qué lenguaje de maldades era ése, el cuadrado de la hipotenusa miénteme abofetéame al menos improvisa haz algo original que me haga odiar tu nombre para siempre, niño obstinado, cuaderno de geografía patria, los ríos de Nicaragua son a saber: debajo de tu ropa hay una historia sin fin, tan desprovista la criatura y ansiando desnudeces, Mientras estuvo en el centro de detención de menores sólo comida de restaurante le daban, según declaró en la terminal misma del aeropuerto. “No conoció a Shakira pero aquí en esta valija trae según me cuenta ropa nueva y zapatos que le obsequiaron y se engordó por lo menos”, dijo su madre, que logró costear el viaje desde Estelí para recibirlo.


(De El Reino Animal, 2007)



La puerta falsa

A Edgard Rodríguez



Cuando Amado Gavilán subió al encordado del Staple Center en Los Ángeles, la tarde del 28 de mayo del año 2005, iba a cumplir con una pelea de relleno pactada a ocho asaltos contra el filipino Arcadio Evangelista, invicto en la categoría de los pesos minimosca. Era el tercer match de una larga velada que culminaría a las diez de la noche con el estelar en que Julio César Chávez, el más famoso de los boxeadores mexicanos, ganador de 5 títulos mundiales en 3 categorías diferentes, se enfrentaría al welter Ivan “Mighty” Robinson en lo que sería su histórica despedida del boxeo.
    Muy pocos habían oído hablar de Amado Gavilán, mexicano igual que Chávez pero lejano a la fama que cubría con su cálido manto a su compatriota. A los 42 años, y a pocos pasos de su retiro de las cuerdas, el pentacampeón Chávez era dueño de un impresionante récord de 108 combates ganados, 87 de ellos por nocaut, y por eso mismo aún era capaz de colocarse como preferido en las quinielas de los apostadores, y recibir los dorados frutos de un contrato de televisión pay per view costa a costa, como esa noche.
    Por el contrario, el magro manto que cubría a Gavilán era el anonimato. Apenas un año menor que Chávez, su récord enseñaba que había subido 41 veces al cuadrilátero para perder en 32 ocasiones, 14 de ellas por nocaut. No tenía nombre de guerra, y nunca se le ocurrió adoptar uno, digamos Kid Gavilán, como alguna vez le propuso su entrenador ad honorem Frank Petrocelli. Su apellido le daba pleno derecho a algo semejante, pero hubiera sido una especie de sacrilegio porque ya había un Kid Gavilán en la historia del boxeo, el legendario campeón cubano de los pesos welter que en verdad se llamaba Gerardo González.
    Para despreciar un nombre de guerra y brillar igual, se necesitaba ser Julio César Chávez. Alguna vez un cronista deportivo de El Sol de Tijuana había llamado a Gavilán “el caballero del ring”, porque su carácter apacible fuera de las cuerdas, suave de trato y de modales, parecía acompañarlo cuando subía a la tarima, lo que hacía de él un peleador comedido, de ninguna manera un matador dispuesto a cobrar la victoria con sangre. Pero nadie iba a ponerlo en el cartel de una pelea como “el caballero del ring”. Otra de sus desventajas era pertenecer a la división de los pesos minimosca, apenas 108 libras, donde por naturaleza escasean las luminarias y hay poco heroísmo en los combates. Si ya el mismo nombre de mosca es degradante, minimosca viene a ser aún peor. Conviene ofrecer un poco más de su historia.
    Amado Gavilán había nacido en Hermosillo, pero desde niño se trasladó con sus padres a Tijuana donde sigue viviendo en compañía de su hijo Rosendo Gavilán, un muchacho locuaz y despierto que aspira a ser comentarista de boxeo en la radio. La suya es una de esas casas de ripios, coronadas con llantas viejas para que el viento que sopla del mar no se lleve los techos de hojalata, que van ascendiendo por las alturas calvas de los cerros pedregosos al borde mismo de los barrancos usados como vertederos de basura, y se halla propiamente detrás del cañón de los Laureles, al lado de la delegación Playas de Tijuana. El lugar se llama Vista Encantada, y la calle, calle de la Natividad.
    Preguntado acerca de su madre, el joven Gavilán dice: “ambos somos solos en la vida y no sé nada de mi madre Lupe más que un cuento vago de mi padre acerca de que un día tomó su petaca y se regresó para Ensenada, de donde había venido, y que ese día que se marchó de madrugada llevaba puesto un vestido de crespón chino estampado con hartas azaleas”.
    Amado Gavilán fue por algunos años oficial de carpintería en la fábrica de cunas Bebé Feliz de la avenida Nuevo Milenio, a cargo de una sierra eléctrica, pero era un trabajo que no le convenía según consejo de su entrenador Petrocelli, por el asunto de que cualquier desvío de la sierra al pasar el listón de madera bajo la rueda dentada podía volverlo inútil de las manos, y entonces se empleó como hornero en la pizzería Peter Piper de la plaza Carrusel, que tampoco le convenía por los cambios de temperatura capaces de arruinarle los pulmones, y luego como lavaplatos en el restaurante Kalúa del boulevard Lázaro Cárdenas, pero otra vez Petrocelli le advirtió que seguía corriendo riesgos al mantener las manos metidas en el agua caliente aún con los guantes de hule puestos, riesgos de artritis que lo dejaría lisiado de los puños.
    Encontró entonces lugar en un conjunto de mariachis que buscaba clientes a la medianoche en la plaza Santa Cecilia, a cargo de la vihuela que había aprendido a tocar de oídas, pero de nuevo había una objeción, los desvelos. De manera que su hijo Rosendo estuvo decidido a dejar la preparatoria y aceptar el puesto que le ofrecían en una carnicería para que Gavilán pudiera entrenar sin preocupaciones, pero todo se saldó cuando Kid Melo, un boxeador retirado, le ofreció trabajo como sparring en su gimnasio de la colonia Mariano Matamoros, donde de todos modos entrenaba.
    “Petrocelli vive en San Diego, y por muchos años se fajó al lado de mi padre sin pensar en fortuna, viniéndose cada noche en su bicicleta por el paso fronterizo de San Ysidro hasta el gimnasio de Kid Melo para las sesiones de entrenamiento”, afirma el muchacho. “Kid Melo no le cobraba a mi padre el uso del gimnasio desde antes de emplearlo de sparring, ni tampoco Petrocelli le cobraba nada por sus servicios. Tenían fe en él. Creían que simplemente no le había llegado su oportunidad, y que la tendría, a pesar de los años”.
    Rosendo es capaz de responder con la frialdad profesional del comentarista que quiere ser, acerca de las cualidades de Gavilán como boxeador: “mi padre era de aquellos a los que un promotor llama a última hora para llenar un hueco en el programa, sabiendo que se trata de alguien en buena forma física, pero incapaz de amenazar a un oponente de categoría. Sonreír caballerosamente al chocar guantes con el adversario cuando va a empezar la pelea, no ayuda para nada en la fiesta infernal del cambio de golpes que se viene apenas suena la primera campanada”.
    Menudo y fibroso, Gavilán parecería un niño de primera comunión si no fuera por el rostro que acusa la intemperancia de años de castigo, mientras el hijo lo dobla en peso y estatura. Empezó a pelear ya tarde en los cuadriláteros de barrio de Tijuana en 1993, y perdió cuatro peleas de manera consecutiva, dos veces noqueado en el primer round. Dos años después recibió sus primeros contratos en San Diego y otras ciudades fronterizas de Estados Unidos, y perdió cinco veces en fila, tres por nocaut, o por nocaut técnico. Pero lo seguían contratando. Un hombre decente, esforzado y sin vicios, siempre tiene algún lugar en ese negocio, según el criterio de Rosendo. Por lo regular recibía 2,000 dólares por cada compromiso, que se veían sustancialmente mermados tras el descuento de comisiones e impuestos.
    Con una bolsa tan reducida no era posible que Gavilán contara con un representante para arreglar sus peleas, y lo hacía él mismo. Petrocelli lo acompañaba cuando la contienda iba a celebrarse en San Diego o en algún sitio cercano, pero cuando había que montarse a un avión, o a un tren, no había para pagar el boleto adicional, ni los días de hotel, de modo que subía al ring con un asistente ocasional, contratado allí mismo. En medio de las estrecheces, Gavilán prefería pagar los gastos de viaje de su hijo a los del entrenador.
     “Empecé a acompañarlo desde los doce años”, dice Rosendo. “Al principio se me ponía el alma encogida sentado allí en el ringside pensando que iban a causarle algún daño severo, que fueran a dejarlo sordo o ciego, y más bien cerraba los ojos al no más sonar la campana, el golpe de los guantes más fuerte que el griterío en mis orejas, y solamente los abría cuando sonaba otra vez la campana anunciando que el round había terminado y yo me consolaba entonces con ver que había vuelto a su esquina por sus propios pies, y ya sentado en el banquito, mientras le quitaban el protector bucal y lo rociaban con agua, nunca dejaba él de buscarme con la mirada, y me sonreía para darme confianza, aunque tuviera la boca hinchada. 
    Ya más grandecito entendí que debía quitarme ese miedo que de alguna manera nos separaba, que debía estar siempre con él, con los ojos bien abiertos, aún para verlo caer de rodillas sobre la lona, la mano del referee marcando de manera implacable el conteo de diez sobre su cabeza, como si fuera a decapitarlo. Y aprendiendo a soportar yo los golpes que él recibía, me entró la afición por el boxeo como deporte, y así también teníamos mucho de qué hablar durante los viajes, los récords y las hazañas de los campeones universales, quién había noqueado a quién en qué año y dónde, la vez que Rocky Marciano había llorado frente a su ídolo Joe Luis en el hospital adonde lo había mandado tras demolerlo en ocho asaltos, quitándole el cinturón de todos los pesos”.
    De modo que cuando Amado Gavilán subió al ring en el Staple Center, la tarde del 28 de mayo del año 2005, su hijo Rosendo ocupaba un asiento de ringside, con el compromiso de desocuparlo cuando fuera a comenzar la pelea estelar porque el coliseo estaba totalmente vendido, aunque a esas horas la inmensa mayoría de las localidades lucieran vacías.
    Rosendo también explica cómo surgió el contrato para esa pelea del Staple Center contra Arcadio Evangelista. En el último año y medio la fortuna de su padre pareció haber dado un modesto vuelco, empezando con la victoria contra Freddy “el Ñato” Moreno en el Paso, Texas, en noviembre de 2003, que se decidió por mayoría de una tarjeta de los jueces. Luego le ganó por nocaut técnico en el tercer round a Marvin “El Martillo” Posadas en Yuma, perdió apretadamente contra Orlando “El Huracán” Revueltas en Amarillo, empató con Mauro “La Bestia” Aguilar en San Antonio, y perdió por decisión contra Fabián “El Vengador” Padilla en Tucson, un boxeador que ganaría luego la corona de la FMB de los pesos ligeros.
    Evangelista, de 24 años, y con un récord impecable de 16-0, se hallaba previsto para disputar la corona de la WBC en la categoría minimosca en septiembre de ese mismo año al mexicano Eric Ortiz, y necesitaba una pelea de afinamiento. Primero pensaron en Alejandro Moreno, otro mexicano, pero Evangelista lo había derrotado fácilmente hacía dos años, y querían un mejor rival. Entonces el arreglador de peleas de la empresa Top Rank Inc, Brad Goodman, pensó en Gavilán, que se había convertido en un oponente creíble. Fuera de la mejoría mostrada en sus números entrenaba rigurosamente, mantenía su peso con disciplina, y, ya se sabe, no probaba licor. Además, encontrar un buen candidato en una división escasamente poblada no es tarea fácil.
    Era la primera vez en su vida que Gavilán aparecía en el Staple Center, todo un premio en sí mismo. Además, iba a recibir una bolsa de cuatro mil dólares, el doble de lo que había ganado siempre, más el hospedaje en un hotel de cuatro estrellas y los boletos de tren desde San Diego. Desde que firmó el contrato se desveló pensando en lo que haría con aquellos cuatro mil dólares. “Una de las opciones era comprar un coche usado”, dice Rosendo.
    Faltaba, sin embargo, la aprobación de la Comisión de Atletismo de California, y Rosendo cuenta cómo se dio aquello. “Dean Lohuis, director ejecutivo de la Comisión, tiene una experiencia de más de dos décadas en evaluar contendientes, y mantiene los datos de todos los boxeadores apuntados de su propia mano en unas tarjetas que guarda en una caja de zapatos. Ése es su archivo, que él afirma no cambiaría por ninguna computadora. Echó un vistazo a las tarjetas de Gavilán y de Evangelista, y resolvió que se trataba de una pelea justa”. 
    Su método consiste en marcar con una letra mayúscula la tarjeta de cada boxeador, de la A a la E, y no autoriza ninguna pelea si uno de los contendientes aventaja al otro por más de dos letras. Un A no puede enfrentar a un D, porque el de la D no tiene ningún chance, y simplemente lo están utilizando. Para su calificación toma en cuenta cuántas veces un boxeador ha sido noqueado, o cuántas veces ha noqueado, si ha tenido cortaduras serias o cualquier otro daño grave. De acuerdo con el sistema de Lohuis, Evangelista era una B, y Gavilán una C, y aprobó la pelea sin pensarlo dos veces.
    Amado Gavilán hizo el viaje en tren en compañía de su hijo un día antes de la pelea. Esa vez la Top Rank hubiera pagado los gastos de Petrocelli pero, fumador empedernido, se lo estaba comiendo vivo un enfisema pulmonar que lo obligaba a recurrir constantemente a la mascarilla de oxígeno. Cuando bajaron al mediodía en Union Station no había ningún representante de la Top Rank esperando por ellos, de modo que tomaron un taxi para dirigirse al hotel que les había sido asignado, el Ramada en De Soto Avenue. Una hora después estaba fijada la sesión de pesaje, y Gavilán dio en la balanza 106 ½ libras, mientras que Evangelista ajustó las 108. Luego vino el examen neurológico.
    Este examen toma media hora, durante la cual el boxeador debe responder preguntas sencillas: ¿quién eres?, ¿de dónde eres?; rendir una prueba de aritmética básica, y pasar otra prueba de memoria, muy sencilla también, que consiste en recordar los nombres de tres objetos diferentes que le han sido mostrados minutos atrás. También el neurólogo comprueba sus reflejos de piernas y brazos, y el movimiento de sus ojos. Si no encuentra nada anormal, lo que hace es certificar que el boxeador está en condiciones de llevar adelante una pelea de manera razonable.
    Pero no hay manera de detectar un potencial derrame subdural o epidural por efecto acumulativo a través de los años, porque un contendiente buscará siempre golpear al otro en la cabeza, y provocarle una contusión. Estos derrames son los causantes de muchos daños irreversibles, capaces de disminuir o anular las facultades mentales y de locomoción, lo mismo que otras de carácter fisiológico, incluida la contención del esfínter y de las vías urinarias. Ningún test puede hacerlo, y es un asunto que entra ya en el campo de la fatalidad.
    Al día siguiente, 28 de mayo, padre e hijo se presentaron en el Staple Center a las dos y media de la tarde, Amado Gavilán cargando un maletín nuevo donde llevaba sus pertenencias, la calzoneta negra listada de rojo en los costados, los zapatos y la bata de seda azul con su nombre estampado a la espalda que lo acompañaba en todas las peleas, antiguo regalo de la cerveza Tecate.
    Las inmensas playas de estacionamiento se hallaban todavía desiertas, y apenas empezaban los vendedores callejeros a armar los tenderetes donde ofrecerían banderas mexicanas, estandartes y estampas de la Virgen de Guadalupe, y suvenires de Chávez, tazas, vasos, banderines y camisetas con su imagen. Tampoco estaban todavía los porteros y acomodadores, y necesitaron pasar muchos trabajos para que alguien les indicara la puerta de ingreso a los camerinos, donde Gavilán tuvo que identificarse delante de un guardia que hizo consultas por un teléfono interno antes de dejarlos pasar. Sólo rato más tarde se presentaron los asistentes profesionales provistos por la Top Rank, que iniciaron con toda lentitud su trabajo de vendaje de las manos.
    Dos horas después llegó para Gavilán el turno de su pelea frente a un auditorio casi por completo vacío. Los dos boxeadores se acercaron al centro del ring desde sus esquinas, y Rosendo vio una vez más cómo su padre escuchaba la letanía de reglas recitada en inglés por el referee, asintiendo en cada momento, con sumisión entusiasta, a pesar de desconocer el idioma.
    Entonces sonó la campana electrónica, mientras desde las tribunas llegaban ecos de voces desperdigadas, y para Rosendo fue como contemplar una vieja película. No esperaba ni sorpresas, ni emociones, y todo terminaría otra vez en las cuentas rutinarias de las tarjetas de los jueces. “Mi padre conocía el arte de fintear, pero siempre había tenido el problema de la falta de imaginación en sus golpes, que el oponente podía prever, porque nunca tuvo sentido de la aventura, muy adherido siempre al manual. Se movía bien, con agilidad, pero eso no sirve de nada si no hay pegada certera”, afirma.
    Así se fueron cumpliendo cinco rounds, sin pena ni gloria. Nada sucedió en el ring que atrajera la atención de la rala concurrencia. Los técnicos de la televisión chequeaban los audífonos y la posición de las cámaras, y sólo usaban a los dos boxeadores que se movían en el ring como maniquíes para las pruebas de imagen de lo que sería la trasmisión pay per view de la pelea estelar entre Chávez y Robinson.
    Ben Gittelsohn, el manager de Evangelista, sentado al lado de Rosendo, estaba disgustado con la actuación de su pupilo, y así lo expresaba sin cuidarse de que lo estuvieran oyendo, y sin saber quién era Rosendo. Decía que a Evangelista le faltaba el instinto del que sale de su esquina a destruir cada vez que suena la campana, y que si tuviera ese instinto ya hacía ratos habría liquidado a aquel mexicano achacoso. Sin embargo, Lohuis, el presidente de la Comisión, sentado también en el ringside, escribió en una de aquellas tarjetas que iban a dar a su caja de zapatos la palabra “competitiva” para describir la pelea, como Rosendo pudo verlo con el rabillo del ojo. Era ya una ganancia, pues una pelea pareja abría la posibilidad de más contratos arriba de los dos mil dólares en el futuro.
    Los colores grises empezaron a cambiar, sin embargo, en el quinto asalto, cuando Evangelista logró varios uppercuts efectivos que hicieron tambalear a Gavilán. “Había abierto demasiado la defensa, y había dejado de moverse con agilidad para capear los golpes que iban a dar en su mayoría a la cabeza. No me gustaba lo que Gittelsohn estaba diciendo acerca de la vejez de mi padre, pero era la verdad, la edad no perdona, y después de cinco rounds, la fatiga se vuelve un fardo para quien ha atravesado la guardarraya de los cuarenta”, dice Rosendo.
    Cuando terminó el quinto round, y Gavilán fue a sentarse en el banquito de su esquina, Rosendo pudo ver que tenía la boca lacerada y unos hilos de sangre le bajaban por los orificios de la nariz. Le volvieron a meter el protector en la boca, lo rociaron con agua, le restañaron la sangre, y cuando se levantó para empezar el sexto round, todo parecía de nuevo en orden como para que el combate siguiera mereciendo la calificación de competitivo. Sólo faltaban tres rounds. Gavilán iba a perder en las tarjetas sostenido sobre sus piernas.
    Pero un minuto después de iniciada la acción, Gavilán le dio de manera sorpresiva la espalda a Evangelista para regresar a su esquina, indicando al referee por señas de los brazos que abandonaba la pelea. El filipino, sorprendido por la repentina capitulación de su contrincante, retrocedió, bajo la suposición de que lo había golpeado muy fuerte en la nariz y por eso se le hacía difícil respirar, según explicó luego.
    Rosendo se acercó al entarimado, y oyó a su padre quejarse de que le dolía mucho la cabeza. Uno de los asistentes se lo tradujo al doctor Paul Wallace, el médico de guardia en el ringside, quien le examinó las pupilas con una lamparilla de mano. Le pidió que respirara hondo, y ordenó que le pusieran una bolsa de hielo en la frente. Gavilán se quedó sentado en el banquito por unos minutos, y mientras tanto podía oírse a Gittelsohn diciéndole a voz en cuello a Evangelista: “la próxima vez tienes que mantenerte lanzando golpes hasta que el referee venga a detenerte, tuviste que haberlo acorralado aunque te diera la espalda, esto no es ningún paseo”.
    Luego, mientras Evangelista estaba ya recibiendo las felicitaciones de sus ayudantes y algunos aplausos dispersos del público, Gavilán se puso de pie, y tambaleante, abrió las cuerdas para bajar del ring, sin acordarse de reclamar su bata azul. Rosendo lo recibió en el piso. “Siento que voy a desmayarme”, le dijo. Lo ayudó a caminar de regreso al camerino, pero apenas había dado unos pasos cuando se dobló de rodillas, presa de severas convulsiones como si tuviera un ataque de epilepsia. El doctor Wallace preparó una inyección y reclamó la camilla, y antes de que se presentaran los paramédicos, las convulsiones habían cesado.
    Ya no regresó al camerino, y fue llevado directamente al Centro de Traumatología del California Hospital Medical Center, no lejos de allí. Bajo las reglas de la Comisión, ninguna pelea puede tener lugar sin la disponibilidad de una ambulancia y su tripulación de paramédicos; cuando el anunciador Barry LeBrock informó a la concurrencia que por esa razón habría un retraso de la siguiente pelea, se escucharon abucheos desde las tribunas donde se desplegaban ya algunas banderas mexicanas, y desde los pasillos donde los fans de Chávez entraban llevando sombreros de charro en la cabeza.
    Un examen preliminar por resonancia magnética reveló que se estaba formando un coágulo sanguíneo en la corteza del cerebro, y Gavilán fue trasladado de inmediato al quirófano para una operación que duró tres horas y media. Luego fue puesto en coma artificial en la unidad de cuidados intensivos para reducir los movimientos corporales y permitir que rebajara la inflamación cerebral, y quedó conectado a un ventilador.
    Evangelista se presentó esa misma noche al hospital, con un ramo de flores envueltas en celofán. “Se me ha pasmado la alegría de la victoria”, le dijo a Rosendo, “toda mi familia en Filipinas está rezando por él”. Unos tíos de Gavilán que viven en Compton ni siquiera se habían enterado de que se hallaba en la ciudad hasta que no vieron las noticias de la noche en la televisión, y también se presentaron al hospital.
    En los días siguientes se recibieron mensajes de aliento para el paciente, entre ellos uno del presidente de México, Vicente Fox. A Rosendo le tocó responder la llamada del asistente presidencial. “De pronto mi padre existía”, dice Rosendo, “había salido del anonimato por aquella puerta falsa”. Después de ser dado de alta, volvió a Tijuana a su casa de la calle Natividad en Vista Encantada.
    Meses más tarde, el 10 de septiembre del año 2005, Arcadio Evangelista arrebató la corona de la WBC a Eric Ortiz en el primer round del combate estelar celebrado en el Staple Center, mandándolo a la lona con un demoledor derechazo a la barbilla que le hizo saltar el protector fuera de la boca.
    Antes del choque protocolario de guantes, al presentar a los boxeadores, el anunciador LeBrock había dado a conocer que Evangelista dedicaba la pelea a Amado Gavilán, “el caballero del ring”, su invitado especial de esa noche, quien se hallaba sentado en el ringside al lado de su hijo.
    Ofrecía el mismo aspecto infantil de siempre, menudo y fibroso, y llevaba una gorra de jockey, porque aún no le crecía lo suficiente el pelo que le habían rapado para la operación, una camisa blanca manga larga en la que estaban marcados los dobleces del empaque, y una corbata de tejido acrílico con el mapa del estado de California.
    Rosendo lo ayudó a ponerse de pie cuando mencionaron su nombre, pero tuvo que apresurarse en detenerlo porque empezó a andar por el pasillo a paso lerdo, como si le pesaran los zapatos deportivos que llevaba puestos, el trasero abultado por el pañal que usaba debido a la incontinencia urinaria, la mirada vacía y sin saber adónde iba.

2007

(De Juego perfecto y otros cuentos, 2008)






La cueva del trono de la calavera



Y la vida es misterio, la luz ciega
y la verdad inaccesible asombra…
                                                                                                                         Rubén Darío.


         —¿Reconoce el reloj? —preguntó el oficial.
         —Claro que sí, por la pulsera metálica —respondió el denunciante.
         Una bandada de palomas grises salió volando de la copa del guarumo cuando les llegó la pedrada.
         Son palomas de San Nicolás, Tito, se echa de ver por lo cenizo, dijo el Jefe, y de nuevo recogió una laja fina y la montó en la tiradora. Pero ya todas las palomas habían volado.
         Luego tomó del brazo a Tito con la autoridad de que estaba investido, y dijo: ahora nos toca vigilar la tumba de la momia asesina. Bajaron entonces el barranco. En lo profundo corría el arroyo casi seco, que desaparecía a trechos en una especie de lodazal, para verterse más adelante en unas pozas cubiertas de hojas de almendro rojas y doradas que las ardillas apartaban con el hocico para beber.
Tito escapó de resbalar, pero el Jefe lo sujetó.  No tengás miedo, capitán, ¿qué no sos capitán? Sí, Jefe, respondió Tito, sí soy. Adelante pues, contestó el Jefe, y siguieron bajando.
         —Una soguilla de oro con una cruz —leyó el oficial.
         —Falta la cruz —dijo el denunciante.
         —De seguro fue vendida por aparte, va a ser necesario otro interrogatorio —dijo el oficial.
         —Esa cruz es un recuerdo de una tía que me quiso mucho —dijo el denunciante.
—Los ladrones jamás entienden de sentimientos —dijo el oficial.
El Jefe saltó por encima de la piedra de los sacrificios a la entrada del valle de la muerte, y volaron por encima de su cabeza las faldas de su camisa que no tenía botones. Tampoco tenía zapatos, y por eso no iba a la escuela. Era alto y huesudo y los colochos abundantes le caían sobre la cara como a Boy, el hijo de Tarzán. Así le decían a veces, Boy, pero no le gustaba.
Levantó la losa que cubría el sarcófago de la momia, pero se hallaba vacío. La momia debe andar vagando a estas horas por el mundo, dijo el Jefe, volviendo a colocar la losa. ¿Qué manda entonces?, preguntó Tito, golpeándose el pecho con el puño. El Jefe meditó con cautela antes de responder: retírese que deseo meditar, y se sentó sobre la losa.
Tito obedeció. Los Invisibles vigilaban en torno al Jefe con sus espadas de palo desenvainadas. Eran cuatro, Or, Tor, Odor, y Lotor, siempre decididos a todo. Cuando se movían, sus pasos felinos apenas se escuchaban en la maleza.
Como pasaba el tiempo y ya empezaba a oscurecer, Tito dio un paso adelante y dijo: permiso para retirarme, Jefe. El Jefe lo miró con cierto desdén. Vos sos una niña, fue su respuesta. Es que me pueden castigar en mi casa, dijo Tito. Lo que andás buscando es que decrete tu expulsión de la patrulla del Diablo, amenazó el Jefe.
Tito palideció. Había jurado fidelidad con sangre frente al trono de la calavera, y la expulsión significaba deshonra eterna. Son bromas, dijo, el Jefe, nos vemos más noche en el cine. Hoy dan una de Tim Holt, dijo Tito, con alivio. Llevá suficiente para pagar la entrada de los dos, dijo el Jefe, y lo despidió con un gesto displicente de la mano.
         —Un relicario —dijo el oficial.
         —Es un guardapelo —dijo el denunciante.
         —Aquí lo tiene, sólo que los cabellos no aparecen —dijo el oficial.
         —Lo que más me duele, eran de mi mamá —dijo el denunciante.
—Esos sí que no van a poder encontrarse, imagínese —dijo el oficial.
         El tesoro escondido se hallaba enterrado en el parque central, veinte varas al sur del malinche, detrás de la glorieta. Desde el campanario de la iglesia se abarcaba el conjunto del parque, y era fácil hacer un plano. Tito había recibido instrucciones de llevar papel y su caja de lápices de colores.
Olía a chinche y a cagada de murciélagos en el campanario, y cuando subían los escalones de madera comidos de comején, tenían que caminar agachados para no rozar los viejos alambres eléctricos desnudos. En aquella torre estaba también el cajón de la matraca, que el jueves y viernes santo sonaba a las vueltas de la manigueta en lugar de las campanas.
         Se acuclillaron, para observar el terreno. En una esquina, al costado del parque, estaba la casa de Tito donde su papá tenía una venta. Enfrente de la venta, a un costado de la iglesia, la cuartería de corredor a la calle que antes había sido pensión de tísicos convalecientes, donde vivía el Jefe.
Gabriel ya tenía bozo y olía en los sobacos a sudor de hombre. En la mano derecha usaba un anillo con una calavera en relieve que Tito le había entregado como tributo cuando lo admitió en la Hermandad. El anillo se lo había dejado en empeño a su papá un sargento del cuartel vecino de la guardia hacía años, y Tito lo sacó en secreto del ropero donde se hallaba desde entonces guardado. Ahora, era el símbolo de poder del Jefe. La calavera quedaba marcada en la cara de los rufianes cuando los noqueaba con el puño en las trifulcas a muerte en muelles de carga, fondas de barrios bajos y bodegas ferroviarias abandonadas.
         Anoche no llegaste al cine, capitán, dijo el Jefe. Es que me mandaron a hacer mis tareas, respondió Tito. Vos sos hijo de dominio, dijo el Jefe. Tito sintió que los Invisibles, que los rodeaban en el campanario, lo miraban con caras de burla, el cuchillo entre los dientes.  Uno de ellos usaba un pañuelo rojo moteado de blanco amarrado a la cabeza, el otro tenía una pata de palo.
         Perdón, Jefe, dijo Tito. Concedido el perdón, pero tendrás una penitencia, respondió el Jefe. Tito se puso de pie. Era como había que ponerse para ser notificado de un castigo. Vas a conseguirme una lata de sardinas, tengo hambre, dijo el Jefe.
         Tito bajó tan rápido como pudo los escalones para ir a la venta y buscar como robar la lata de sardinas en un descuido, porque sabía que el Jefe no había almorzado; vivía solo con su papá, que era hojalatero, y compraban el plato de comida del almuerzo en una comidería del vecindario, un plato para los dos. La vez que la mujer de la comidería no entraba con el plato a la pieza que ocupaban, Tito se daba cuenta porque siempre estaba vigilante desde la puerta de la venta. La  mujer no fiaba comida.
En la cuartería vivían también un carpintero que fabrica ataúdes de niño, una dulcera que amasaba corderitos de pasta de arroz, y una adivina paralítica que hablaba desde su cama detrás de una cortina. Salvo por la adivina, los demás inquilinos trabajaban en el corredor, el papá del Jefe sentado en un banquito soldando cántaros y baldes con una barra de estaño, el carpintero en su mesa, unas veces clavando y aserrando, otras colocando los morrones de flores de papel a los ataúdes blanqueados con albayalde, y la dulcera con una tabla en el regazo picando con unas tijeras los corderitos de dulce para fingir la lana.
         ¿Y los invisibles?, preguntó Tito al volver al campanario. Los mandé a cumplir una misión lejana y peligrosa para probar su lealtad, dijo el Jefe mientras metía los dedos en la lata de sardinas abierta a golpes de navaja. ¿Y si desertan?, preguntó Tito. Entonces, la maldición eterna caiga sobre ellos, respondió el Jefe, tragando un bocado. Ya sólo vamos a ser dos, dijo Tito.  Oyó entonces que su padre lo llamaba a gritos desde la acera de la venta, pero se mantuve firme y se quedaron en el campanario hasta que oscureció.
         —Un sombrero de caballero —dijo el oficial.
         —Mi sombrero de ir a la finca —dijo el denunciante.
         —Es una prenda muy vieja —dijo el oficial.
         —Sí, pero a mí me sirve —dijo el denunciante.
         —Aquí tiene, perdone —dijo el oficial.
         En un claro de la selva izaron la bandera de Los Intrépidos Invencibles y saludaron con la mano en la sien cuando llegó al tope del asta. Ahora vamos a jugar bendito-escondido, ordenó el Jefe. ¿Quién va a esconderse primero?, preguntó Tito. Yo, dijo el Jefe, no me busqués hasta que terminés de contar veintiuno, sin hacer marrulla.
         Tito se volvió contra el tronco de un ceibo, contó hasta veintiuno con la cara entre las manos, y al terminar de contar se dio vuelta. El Jefe había desaparecido. Gritó llamándolo, pero en la soledad del monte nadie le respondía. Era como estar en el fondo de una poza de aguas turbias, con la luz de la tarde moviéndose entre los ramajes cerrados. Entonces se puso a llorar.
—Una pluma Parker 41 —dijo el oficial.
         —Mire, le rompieron la bomba —dije el denunciante.
         —Es sólo por hacer la maldad —dijo el oficial.
         —Este pluma la dejo, no sirve —dijo el denunciante.
         —Tienen que llevárselo todo, después me van a firmar un recibo —dijo el oficial.
         Con vos ya no se puede jugar capitán, sos peor que una niña, dijo el Jefe, saliendo de entre el follaje. Es que desapareciste, dijo Tito. Ése es el juego, desaparecer, dijo el Jefe. Perdón, Jefe, dijo Tito, secándose las lágrimas. Lo mismo decís siempre, mamplorita, dijo el Jefe, pero de nuevo se rió, y propuso: mejor corramos a la cueva del trono de la Calavera.  Corrieron entonces tocando música de guerra con la boca, y traspasaron la cascada que protege la boca de la cueva.
Capitán, tengo una notificación que hacerle, dijo el Jefe, muy pensativo, una vez que se había sentado en el trono. Escucho y obedezco, se cuadró Tito. La Hermandad Invencible queda disuelta, dijo el Jefe. Tito tardó en comprender. ¿Ya no querés ser el Duende que camina?, preguntó. No es eso, Capitán, es que me voy en busca de una tierra lejana, respondió.  ¿Y el anillo de tu poder? El anillo me lo llevo, dijo, y lo enseñ Olía a chinche y a cagada de murciélagos en el campanario, y cuando subían los escalones de madera comidos de comején, tenían que caminar agachados para no rozar los viejos alambres eléctricos desnudos. En aquella torre estaba también el cajón de la matraca, que el jueves y viernes santo sonaba a las vueltas de la manigueta en lugar de las campanas.
Yo me voy con vos, dijo Tito. No, Capitán, tenés que quedarte, respondió el Jefe. No quiero quedarme, dijo Tito. Conforme el juramento de sangre tenés que obedecer mis órdenes, dijo el Jefe. Sí, Duende que camina, respondió entonces Tito, y golpeó el puño contra su pecho. Los Invisibles quedan para cuidarte, ya volvieron triunfantes de su misión, dijo el Jefe.  Era cierto, habían vuelto. Se les sentía merodear dentro de la cueva.
         —Un anillo de mala calidad con una calavera en relieve —dijo el oficial.
         —Eso no es mío —dijo el hombre.
         —¿Por qué aparece entre los objetos robados? —preguntó la esposa.
         —El ladrón lo llevaba puesto en el dedo, pensamos que era parte del botín —dijo el oficial.
         —No señor, nunca lo he visto —dijo el hombre.

1967/2008.




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