PIEDRAS - Yahoska Tijerino

En los últimos días de abril, un poco antes de regresar a Nicaragua, recibí una tarjeta que decía:
Te esperamos el 17 a las 5 de la tarde.
Atentamente,
Consejo de Análisis de la Poesía.
—¡Qué invitación más extraña!— Pensé, mientras la colocaba con rapidez en mi archivo de correspondencia.
El 10 de mayo, ya en Nicaragua recibí otra nota:
Sólo queremos recordarte que te esperamos el 17 a las 5 en punto.
Atentamente,
Consejo de Análisis de la Poesía.
Nuevamente me llamó la atención lo impreciso del mensaje, igual al primero estaba incompleto: ¿Quiénes integraban el Consejo de Análisis de la Poesía? ¿Para qué querían encontrarse conmigo? ¿Por qué me citaban sin especificar el lugar de encuentro?
Empecé a averiguar entre todas las agrupaciones de poetas si había alguna con aquel nombre. Mi investigación parecía en vano hasta que el sábado 16 por la noche conseguí una página en Internet y un número telefónico. La voz comercial y fría —en ese caso femenina— que caracteriza máquinas contestadoras de respetables instituciones decía: Usted ha llamado al Consejo de Análisis de la Poesía. Lamentamos no poder atenderle en este momento. Si desea escuchar nuestro horario de atención al público marque 1. Si desea dejar un mensaje puede hacerlo después de la señal. Pum....
Me aseguré de dejar dos mensajes para El Consejo de Análisis de la Poesía (uno en su máquina contestadora de teléfono y otro en su correo electrónico) especificando en ambos los medios para que me localizaran con más facilidad (el número de mi teléfono portátil y la dirección de mi cuenta electrónica). En pocas horas sería domingol7 —el misterioso día— y mis mensajes serían recibidos hasta el lunes. El horario del Consejo de Análisis de la Poesía, según me acababa de enterar, era de lunes a viernes. Eso podía definir en algo el encuentro; las posibilidades de haber sido invitada a una reunión de trabajo para dicho consejo eran pocas.
Faltaba media hora para las 5 de la tarde del día 17 y yo continuaba sin mayor información. Me sentía angustiada. Traté de reconfortarme diciendo: —No tiene caso preocuparte por una reunión sin saber cuál es su objetivo. La poesía es un tema muy amplio y tus piedras no dependen de esa organización o consejo, ni siquiera sabés quienes lo conforman. No te preocupés Eva, salí, caminá, respirá.—
Salí de mi casa y dirigiéndome al lugar que visito con frecuencia, especialmente cuando siento esa inestabilidad en el pecho provocada por desbordante alegría o arrasadora tristeza, crucé la calle.
Entré a la Iglesia. ¡Cuál fue mi asombro! Junto a un grupo de señores estaba yo. Estos señores vestían sofocantes trajes smoking con peculiares aplicaciones de papel de lino, los surcos del ceno destacaban la amplitud de las frentes. Al verlos recordé las palabras leídas en alguna parte: Idénticos a su celebridad. Todos estaban en torno a una mesa rectangular, de apariencia muy antigua, donde la otra yo colocaba hojas de papel blanco con muchas letras. Comentaban entre ellos que ésos eran mis poemas: muchas hojas con muchas letras algunas, con pocas otras. Así eran mis poemas, al menos eso decían.
Mientras tanto yo me les acercaba. Enronquecía gritándoles al oído: —Mis poemas tienen formas de pequeñas rocas como piedras lisas de los ríos. Piedras suavemente redondeadas por el agua y pulidas por no sé qué oscuridad. Mis poemas son agrupaciones de tiempo que caben en una mano. Rocas suaves en su dureza, todavía mojadas, conservando el sonido del agua de donde las saque.—
Pero de nada servían mis explicaciones, ellos estaban sordos, sólo podían oír sus palabras.
Me acerqué a la otra Eva, a la que lucía como yo. Le halé el pelo, la tomé fuertemente de un brazo, le rasguñé la espalda. No me contestaba, entonces la insulté, la llamé impostora y aunasí continuaba indiferente, sin darme señales de alegría o enojo, inmersa —junto a los señores— en su afán analítico.
Luego con esperanza casi infantil pensé en voz alta: —Si les muestro mis verdaderos poemas quizá me entiendan y por un momento alejen sus miradas de esas hojas sobre la mesa. Así lograré que dejen de atribuirme las letras y el papel.—
Siempre cargo en mi bolso piedras a medio labrar; en esa ocasión tenía algunas recién terminadas. Cuidadosamente las apoyé en el piso, una a una las fui colocando juntas.
Ellos además de sordos eran ciegos. No miraban mis rocas ni la línea blanca con un silencio azulado recorriendo la dura superficie negra. Entonces volví a explicar: —Miren como al colocar las piedras una a la par de la otra se crea la superficie común. Vean sobre dicha superficie, la unión de líneas blancas formando calculadamente una sola línea larga y gruesa como una trenza que en la cabeza de la luna abarca todas las hebras de su nocturna cabellera. Quizá éstas son las piedras que no lanzaron los fariseos, las que guardaron en sus bolsillos para que el tiempo me las lanzara hoy. O pueden ser las rocas del sepulcro, las que se abrieron luminosas al tercer día.—
Pero ellos continuaban sordos a mi voz y ciegos a mis gestos.
De tanto hablar me fui quedando sin voz. De tanto moverme me fui quedando sin cuerpo. Creo que lo único que tengo, son oídos; escucho sus análisis y discusiones. Me divierto cuando alguno de ellos dice: —Si alguien tuviera el oído de la escucha, o si las palabras mías llegaran a esa voz, o si esa voz se comunicara con quien escucha...— Luego otro opina: —A este poema es necesario aplicarle la definición de los encuentros a favor de las materias universales para perfilar...—
Recuerdo a mis roommates discutiendo que receta de panqueques es mejor: harina, leche, huevos...o simplemente comprar la mezcla a la que se le agrega agua. Ambas coincidían en que los panqueques se sirven calientes con mantequilla y por supuesto miel; Aunt Jemima es la mejor. Ellas tenían al menos un punto en común, estos señores y yo sólo coincidimos en estar en desacuerdo.
Y así hemos pasado, ellos hablando y yo escuchando. He llegado a pensar que tal vez tengan razón. Tal vez la otra yo es la verdadera y quizá un poema es sólo una hoja manchada y no una suave roca con un río blanco recorriéndola.
Afuera el atardecer está llegando a alba, lo presiento. Por estar aquí he perdido una cita. Si todavía es domingo, tal vez usted pueda ayudarme: ¿Sabe dónde se reunía el Consejo de Análisis de la Poesía hoy 17 a las 5 en punto de la tarde?
A la tarde otra visitante le llegó con el mismo cuento de la estela de dolor que indicaba el camino hasta su casa. Al día siguiente llegaron cuatro plañideras desde Masaya que se atacaron en llanto limpio en el jardín y no hubo manera de contenerlas durante cuatro horas. Dijeron que habían llagado siguiendo sus huellas sobre el camino. A la mañana del otro día tuvo dos visitantes y al otro día tres mujeres llegaron y al otro también, pero esta vez sólo fueron dos las visitantes. Todos los días de los siguientes nueve que transcurrieron desde el funeral Susana estuvo ocupada recibiendo visitas. Mujeres todas, con historias idénticas a sus recuerdos de hija doliente.

Al décimo día nadie tocó a su puerta, pero no nacía falta. La pena se había disipado, extinguido o repartido entre todas esas mujeres que habían acudido para quitarle un peso de encima. Al parecer, su estela de dolor ya no morcaba el camino del cementerio hacia su casa y viceversa. Susana ya no siente que le punzan el alma. Se siente liviana de aquella pesadumbre, esa carga triste que asomaba en sus ojos la semana pasada. Su cuerpo disfruto del día soleado y ella hasta cantó un estribillo de un popular jingle de la radio.

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YAHOSKA TIJERINO

Poeta y narradora nicaragüense que actualmente estudia en los Estados Unidos. Colaboradora permanente del Nuevo Amanecer Cultural, donde publica textos de diversos géneros. Ha publicado además.

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