"Cuando sepas que he muerto
no pronuncies mi nombre",
Roque Dalton.
Roque Dalton.
Mis dedos están obligados a tocar
claves para que Isis suene en tu cabeza. Tengo que tocar la partitura de nuestro reencuentro. El primer ensayo se escuchó así:
Vengan a rescatarme, hace frío y
mis labios se agrietan y balbucean
unas palabras de acabo de llegar, necesito una brújula en Santiago, y ahí estaban,
examinando la contextura y el barro de mis gestos. Siento hambre. Echo de menos el frijol de montaña cuando olisqueo el extraño
puré de algo. Vaya, no sabía que Suramérica era tan extravagante. Y se me ocurre un verso a lo pobre y apunto: No dejes
que tus labios hallen mis once letras.
Me lo guardo bajo la lengua
mientras contemplo con miedo las preferencias de los extranjeros a mi mundo. Después de todo qué eran once letras para
Santiago... respiro profundo y asumo el absurdo libreto de mi generación.
Diluyo mis ansiedades en el metro
y ¡Qué panorama, guevón!
¡Lindo se mueven los chilenos por el metro! Pero no voy al pasillo a conocer chilenos,
voy a conocer a Isis, sí, a Isis, a eso voy, y ella ya no es chilena, es algo más. Así
que sonrío como yo sé
hacerlo. Me bajo del tren y esto es el tercer mundo en otoño.
Ejército 333
Dejo las
maletas y la Centroamérica bajo llave. Tengo que concentrarme en Don Santiago. Tengo que
contradecir sus clichés y figurarme
que no estoy en una canción de Los Prisioneros. Me van a introducir a la Pérgola del
Olvido. Pero antes debo leer cuarenta y pico de obras de población esperanza, debo leer una vida clandestina después del
setenta y tres.
¿Alcanzás a ver un caos de papeles
a mi alrededor? Son las fotocopias de la vida de Isis. Hasta ese momento no he
encontrado la aguja del pajar, la tensión, la sonrisa de un fantasma pistola en
mano. No he
encontrado el templo donde rezarle a la Diosa.
Aburrida, sin hierbas mágicas por
ningún lado y con edificios por docena me abruma el vértigo. Se asoman los mapuches y juegan con mis dedos. No existen
los mapuches en Santiago pero te
adivinan el tiempo los barbudos. Lo que abundan son los peruanos y ellos viven del frío,
por eso les compro una bufanda verde olivo. También una tapadera de nariz porque los árboles, las flores y la tierra odian
Santiago. Alerta ambiental: la capital nubla sus ojos con espuma negra. Arde respirar.
Dos enviados de Anubis me cautivan mientras mueven los
labios así:
"Bienvenida. Te vamos a
presentar a Isis, la Señora de los países del sur, la Señora de Hebet, la gran
Isis". ¿Con velo o sin velo?, me pregunto. "Antes debes esperarnos en Ejército 333. Llévate este manuscrito: Carta
a Roque Dalton".
¿Mirás la banca blanca al final de
la calle? Ahí estoy yo con la
misiva, dudando de cada una de sus letras. Dudando y dudando hasta enfrentarme
con la página destinada: "... No dejes que tus labios hallen mis once
letras".
Entonces escuché gritos y
disparos. Escuché armas de todos los colores, uniformes, escondites, guerrillas,
secuestros y muertos.
Escuché la voz de Villalobos dando la orden. Escuché a mis amigos interpretar su mejor
sinfonía. Escuché mi sonrisa cuando la tierra me recibía brazos abiertos.
Ahí fue cuando cambió la perspectiva, el tono, el
movimiento. Se me
erizaron los pelos y la lengua se me puso tiesa. Dejaron
de sonar los tambores de feria y la música fúnebre subió de volumen.
Alguien me está jugando una broma pesada. "No
dejes que tus labios
hallen mis once letras".
Busqué el Internet al tiro, le di
clic y ahí estaba el poema completo:
Alta Hora de la Noche y no era de Isis, sino de él, que podría ser yo, el pobrecito poeta que era yo. Porque hoy hace
luna de diez de mayo. Hoy es diez de mayo y mis amigos le dispararon un
diez de mayo y corrieron los minutos más largos hasta que los enviados de Anubis sacudieron mi cuerpo aturdido.
"Ella fue tu affaire
chileno", escucho sin pisar suelo. ¿Cómo así? "Nada de cómo así, ella fue tu gran
amor de por aquí". Y como buen centroamericano agaché la cabeza y dije sí, puede ser. Necesito acorralarme frente a
sus ojos.
Rengo con Salvador
"Es aquí. Vaya usted y toque la puerta. Nosotros
vamos detrás",
me indicaron.
Y ahí estaba ella envuelta en un
manto mortuorio tejido por Aimaras. Ahí estaba tachonada de líneas en el rostro, con las manos ásperas de política y un
tecito de hierbas para calmar los nervios.
"Los
estaba esperando. Pasen. Tengo galletitas y té a la inglesa".
Sus muebles, los libros y la
pintura de su madre antigua podrían valer algunos miles. El aire de la casa, estancado, es el mismo de
hace cincuenta años. Nada ha cambiado. Con excepción de un reflejo en el espejo cada vez más
inflado.
¿Y yo alguna
vez te amé? ¿Qué he venido a buscar a tu casa? ¿Vine acaso a despedirme? No gracias, no quiero
té.
Isis sonrió con desconfianza y nunca supo que era yo quien había regresado desde la oscura
tierra por su voz.
Por más que le gritaba con la timidez del recién
llegado nunca lo supo y escogió confundirme
con sus complejos. La perdoné y fue
en ese momento de compasión que comprendí el porqué de mi regreso. Ella se había atrevido no sólo a pronunciar mi nombre, sino a escribirlo infinidad de veces y
por eso me encontraba justo frente a ella, frente a Isis con muchos
velos. Y pensé que fui un loco por haberte
amado alguna vez, porque ignoraba
que eras otra frívola en busca de la reverencia. Con ese descubrimiento me habías salvado sin querer.
Me senté a tus pies. Decidí anclar
mi voz un rato para escuchar el monólogo de tu vida. Empezaste diciendo
mentiras: "Yo hablo con los muertos. Tengo una bola de
cristal crepúsculo". Pero yo sabía que
mentías. Yo sabía de tu anhelo por lucir prendas imaginarias en tu cuello de garza. No te reproché nada y escondí mi cabeza de avestruz en el abismo.
"Yo he sido la musa de un gran poeta. Yo soy
gloria nacional y me
envidian. Yo soy Isis, la gran Isis de Chile".
Repasaste los episodios de tu
película como quien alardea fotos en
blanco y negro. Alardeaste de tu origen europeo y modelaste un diseño mapuche para que te aceptara en mi cabeza porque sospechabas que algo no cuajaba entre vos
y yo.
Y te pensé estos versos: Ella no
imagina que puedo alargarme y mezclarme con su molestia / Ella no imagina que puedo mezclarme con sus gusanos
internos.
Después, cedí a escucharte y
estaba sorda, no me sorprendiste y me reproché el haberte besado con pasión
centroamericana. Esa tarde
abandoné tu casa con una bomba en la garganta.
Paseo Ahumada
Como estaba
muda de dolor por vos, por vos Isis, pensaron que estaba loca. Y tal vez lo estuve. Y tal vez
lo estoy. Así que
opté por ubicarme donde me correspondía. Soplé la
llama de Anubis y sus enviados se apagaron en los pasillos de Santiago.
Me iba libre todas las tardes sin
tu voz al Paseo Ahumada, a mezclarme
con la prole de andar austral, a hilvanar tonterías literarias, a incrementar
supersticiones sobre RD y mi supuesto yo.
En una esquina de esa alameda
tercer mundista me leyeron el tarot. "Guevón, las cartas dicen que sí, dicen que sí pero no te creas todo lo que dicen porque a veces falla el
estómago", me aconsejó el barbudo. Ni la
moneda de quinientos pesos me
esclareció el destino aunque adentro lograba alumbrar un mapa secreto. Por eso me mordí los labios. Me los
mordí hasta provocarme sangre en los
ojos.
Todas las tardes de Ahumada a
Lastarria y viceversa gastaba las miradas sobre las hojas del otoño, crujientes y amarillas, como imagino deben ser las almas de los
desaparecidos del setenta y tres. ¿Ven las hojas recortadas en zig-zag
flanqueando la acera? Yo las salpicaba de nosotros, cuando iluso creí amarte.
Vuelta y despedida en Rengo con Salvador
Cubrí las ruinas que me causaste
con la bufanda verde olivo y regresé a tu casa. Quería darte la última oportunidad. Quería escucharte murmurar un te
recuerdo. Pero nada. Tus manos relucían de blancas. Te mordí varias veces y no te diste cuenta. Te empeñaste en ambientar el único
acto que compartiste con Silvio y Pablo.
¡Si pudiera tener a Silvio como horizonte! ¿Me
reconocería? Tu memoria
desatada no escatimó detalles de esa noche.
Mientras te perdías en la música de Silvio corrí al
baño y me senté en la
taza del inodoro a contar con la intuición. Conté una y otra vez lo que tenía que
contar... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. ¡Once letras!
¡Once malditas letras!
¡Once malditas letras tenían y tiene mi nombre!
Las agarré con un martillo
imaginario y me las clavé una a una en el pecho. La profecía era una realidad.
Pronuncié once veces mi
nombre y nací en tu casa un catorce de mayo. Era tiempo de celebrar.
¿La ven recostada en su cama
evocando? Es ella, es Isis con variedad
de velos. La abracé a tiempo luz y le ofrecí mi beso triste. Ambas nos estremecimos al contacto. Le dije con mis manos que no la amaba, que nunca la había
amado, que por favor no volviera a
pronunciar mi nombre: no pronuncies mi nombre
/porque se detendrá la muerte y el reposo /por favor, no vuelvas a pronunciar mi nombre. Y me exilié de
sus recuerdos para siempre.
Con la botella de vino que me robé
detrás de su cama celebré mi
reencuentro. Caminé hacia la intersección del destino con la urbe a las espaldas. Me curé las heridas y
decidí empezar de nuevo. Retoqué mi
identidad con versos de carretera.
Ya no soy el
mismo. Otras sombras me persiguen. Otras deudas. Otra música de Isis solitaria. ¿Se escucha?
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EUNICES SHADE
(1980), fue editora de Líteratosis,
Revista Literaria de Nicaragua y Conductora del
programa de radio Letroscopio en la desaparecida Radio
Pirata. Se desempeñó como
periodista
cultural
de El Nuevo Diario durante dos arios. Es miembro de www.marcaacme.com y contraparte
en Nicaragua del proyecto latinoamericano de narradores Entresures. Ha
publicado un libro titulado El Texto Perdido, Editorial Amerrisque, 2007.
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