Cada quien escoge tener miedo a lo que le da la gana Rousseau, quien murió loco, una vez dijo que el
miedo es como la huella del pie, cada
cual lo tiene a su talla. A mí las manos siempre me han dado miedo. Hay tanto que hacer con la mano. La misma mano que te acaricia te puede matar, con
la misma mano que haces un pavo
delicioso o un vaho de rechupete, preparas
veneno. Gabo lo dijo bien en el Otoño del Patriarca, cuando hablo de Rubén
Darío y que le parecía mentira que la misma
mano con la cual ese indio se limpiaba el culo era con la que hacia poemas. Yo no nací con miedo a las
manos. No todos los pavores datan de
la barriga materna, así que mucho sicólogos
pasan hablando tantas locuritas sedufreudianas para acabar confundidos.
Hoy en día ya soy una mujer,
casada, parida, y dicen las malas lenguas, la mía a la cabeza con permiso, que yo le hablo al diablo y
sin miedo si lo veo desnudo y sulfurante ante mí. Cierto. Cara a cara, a como
yo afronto todo, no hay resquicito para el miedo. Pero de soslayo no. Recuerdo
la casa llena de vericuetos y
olores auténticos de mi abuela Mercedes en el viejo San Antonio. Después de que mi
madre le extendió un seguro pasaporte sin retorno a la muerte a mi padre al no atenderlo cuando el pobre señor pesco unos tétanos
galopantes, jugo a ser viuda
recatada y adolorida llevándome de vuelta a la casa de su mamá. Yo dormía en el segundo
piso de la inmensa casa de taquezal.
Una gran escalera comenzaba en el comedor, llegaba a
un descanso, y
torcía en dirección opuesta para enchufar con el segundo piso. A la altura de la 5ta. Grada de la
segunda etapa de la escalera, a mano derecha, había la puerta encortinada hacia
el desván, donde
acumulábamos los calaches viejos. Un balconcito interno completaba la escena macabra, y digo
macabra porque a pesar de
cuantos bombillos pusiéramos, siempre se veía oscuro.
A la entrada del desván había un
perchero de madera negra, donde colgábamos sombreros, echarpes y toda suerte de capotes y suéteres en la estación
correspondiente. Una tarde de tormenta me fui a dormir buena siesta tras engullir cantidades
navegables de sopa de
albóndigas. En ese entonces tenía tres años. Nadie duerme tan largo y tendido como la
boa humana que era yo entonces.
Cuando me desperté sudada, ya eran
las cinco de la tarde. Hora de ir a
jugar al triciclo en la enorme sala, eso sí, sin quebrar los adornos ni atropellar el
tocadiscos donde hoy le tocaba turno a los italianos...verdi, Vivaldi, Corelli...
El cielo estaba nublado. Cuando
atravesé el enorme corredor de espejos para buscar la escalera, se fue la luz al caer un rayo.
Un hillito de miedo bajo por mi
espina dorsal tan bien forrada de
tocinitos infantiles. Pero había planificado oír a Verdi esa tarde mientras daba vuelta en
el triciclo, y desde entonces, ya me planificaba hasta para ir a mear. Puse un pie en la
escalera. Luego otro.
Otra grada. Cuarta grada, el ojo pardo tornasolado gira en mi rostro hacia el desván.
Le sigue el otro ojo. Enfoco el perchero que se agita con el viento de la tormenta y
la luz gris perlada del
cielo que se asoma por encima de la baranda del balconcito interno. Hay dos capotes negros y tres
sombreros. Se agitan en
una danza macabra. El corazón comienza a bombear, el sudor a salir, suelto un
olor a animal en celo.
A animal en peligro...porque ahora ya grandes sé que
el olor a miedo se
parece al del alboroto. La cortina del desván se agita y me echa el perchero
encima. Uno de los sobretodos me cae encima y suelto un grito imaginario. La prensa de
vestir se me enreda en el
cuello como si manos invisibles atenazan un nudo. Bajo rodando por las escaleras, lo
cual no es muy difícil pues soy una niña redonda. Al aterrizar en el comedor envuelto enel sobretodo, mi abuela me levanta y me toma en sus
brazos, lo cual ya es algo de asustarse pues
la vieja no era dada a los mismos. Me quita el ahogante objeto de encima.
Tratando de no llorar, me miro al
espejo que hay al pie de la escalera. La huella de una mano grande aparece en mi garganta, una mancha morada de 5 dedos y una
palma apretada.
Pasan días antes de que se borre
la mano de mi cuello. Esa fue la primera mano de mi vida que me asusto.
Muchos años más tarde me enamore
de una vez por todas de la música clásica. Amaba tocarla al piano y la
percusión, leerla,
escucharla interpretada por grandes figuras. Una vez en Estrasburgo, Francia,
seguía como perrito faldero a Jean Batigne, el timbalista barbudo, adusto y gordo que era mi
profesor de batería
cuando no estaba tocando con Les Percussions de Strasbourg, un famoso conjunto de percusión que según
muchos hacia
demasiado ruido.
Una tarde Batigne me dijo que
quería incorporarme al ensayo de Les
Percussions en su sala de conciertos llamada Le Maillon, ubicada en Hautepierre
en los suburbios de la ciudad. Estaban ensayando la Música para cuerdas, Percusión y Celesta de Bela Bartok...una de mis piezas
favoritas del pobre húngaro que muriera de leucemia pobre y olvidado en Nueva
York en 1945.
A eso de las 4:30 de la tarde, los
músicos hicieron un alto para tomarse una taza de té o café y comerse unas pastas.
Yo me quede dentro del
salón con los instrumentos, extasiada traveseando la celesta. Las paredes del salón
eran gruesas, a prueba de sonido. De repente, oí como si cerraron la puerta desde
afuera, pero no le di
importancia al hecho. Me puse a tocar en la celesta y la temperatura del salón se fue
enfriando, hasta que una mano gélida e invisible se posó sobre los rizos cortos de mi nuca.
Permaneció ahí por unos segundos. Al piso cayó la
partitura, abriéndose
en la página donde estaba una foto de Bela Bartok.
Salí corriendo, dando gritos, y
con una sensación que quemadura en la nuca. La puerta estaba como cerrada por fuera, y
golpee desesperadamente.
Alguien por fin abrió...Batigne. Ni lo mire, y seguí corriendo hacia la salida
del Maillon, tan aterrada que no vi venir un bus ruta 7, cuya terminal es en Le Maillon. El conductor del bus casi me
atropella. Esa fue la segunda mano de mi vida.
Cualquiera diría que fue un honor
haber sido tocada por Bartok, con
la misma mano con la que hizo el ballet El Príncipe de Madera o fue tan buen pianista.
Otros se ríen y dicen que Bartok ha de haber continuado débil de hormonas en el más allá para no haber aprovechado la
ocasión para tocarme más abajo, en mi rotundo posterior. Pero si me observan bien
cuando estoy alternando
en sociedad, me fijo mucho en las manos. Tengo miedo de las manos. Y cualquier noche de estas
cuando mi marido me
robe la cobija cuando el sereno arrecia y el abanico nos hace temblar, saldrá una mano
helada y sudorosa debajo de nuestra cama y me tocará el pie desnudo.
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CECILIA RUIZ DE RÍOS
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CECILIA RUIZ DE RÍOS
(Managua, 04 de octubre de
1960). Historiadora, periodista empírica, traductora y profesora de idiomas. Cuentista
desde 1992, aprendiz de chef desde
1970. 23 años de docencia. Ex militar y corresponsal de guerra. Estudios en Nicaragua y Francia. Casada desde 1987 con José Ríos Urbina, madre de una niña, Elizabeth, nacida en 1988. Libros publicados: "El Súcubo"(13 relatos cortos de
terror). Suplementos Didácticos de Historia. Este
cuento ha sido tomado de la página Web: www. cablenet.com.ni/historialcuentistica.htm.
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