EL REGRESO - Margarita López de Miranda

La mañana era clara, fresca. Uno que otro nubarrón anunciaba lluvia para más tarde. La tía Andrea, con su infaltable delantal I lecho de retazos de tela que apretaba su cuerpecito bajo, correoso, I loco, barría la acera. Acostumbrada al trabajo casero de la escoba
el lampazo, se afanaba con devoción religiosa en su tarea diaria. I a esquina recién enladrillada de la vieja casa, ya se emparejaba mejor con la de en frente, la de doña Lucina, alta, con una vista hermosa y abarcadora de la Iglesia Parroquial en línea recta y del yerro de doña Herminia, alzando un poco la mirada. Ese querido verrón ancho, como gran barriga de mujer embarazada. Pensó en
is embarazos. Le dio alegría, por los cinco amados hijos que le quedaron. Tristeza, por los otros que no vivieron. Apretó las manos y se las vio cómo estaban: Callosas, flacas, maltratadas, como ella misma. Pero ya estaba de regreso...
—Mamá, mamitaá, me voy para el colegio—.
Volteó la cara. Sofía era su hija mayor. Sabía mucho de su tristeza, de su desamparo, de todo su dolor de esos años. Pero no lo de más adentro, la culpa, la vergüenza, por haberlo dejado todo: las tías — madres que lloraron por su decisión, especialmente su madrina que la quiso tanto. Y ellos, sus hijos: Sofía, Concho, Rafael, Andrea y la más chiquita, la Mariíta, su pequeña niña de seis años. Y los otros, que se fueron muriendo antes o después de nacer. Cinco, seis más, sus pobres criaturas.
—¿Si, mi hijita? —Dijo, volviendo a ver a su hija mayor, vestida de uniforme azul y blanco.
—Ya me voy, mamita. ¿Estás triste otra vez?No, hija, sólo estoy pensando que puede llover.
—No me voy a mojar, aquí llevo el paraguas.
Le sobó la cabeza a su hija de 14 años. Era una muchacha inteligente, estudiosa. Estaba en sexto grado por el tiempo de atraso en la finca. Le dijo adiós, la bendijo, como todas las mañanas. Eran las 6:45. A las siete entraba a la escuela " Niño Jesús de Praga" que dirigían las sobrinas de la Niña Jacobita. Estudiaba con una beca de la Asociación de Padres de Familia. Pensó en los varones, sus hijos ya grandes. Quedaron en la finca que fue de don francisco, el antiguo patrón, que más parecía un protector. Ahora el pobre señor estaba muy enfermo. Fue culpa de la política, decía su señora, doña Mélida Rosa. Lo convencieron de ir a despedir al máximo líder al empalme, por la unidad del partido Conservador. Ya él estaba desencantado del mentado líder, pero cedió. Y se accidentaron. Murió su amigo, el doctor Buitrago, y él quedó mal.
Volvió el recuerdo a la imagen de sus hijos varones. Quedaron con los abuelos don Rafael y doña Albina. Se hicieron cargo de los nietos varones. El padre no quiso dárselos a ella, a pesar de ser un irresponsable y desamorado. Además, en esos años sufridos no tenía para mantenerlos. Su consuelo era que los viejos, sus suegros, eran buenos, sencillos y los querían. Dos veces al año, en diciembre y para el día de la madre, sus muchachos de 16 y 18 años ya, bajaban a Boaco a verla a ella y a sus hermanitas. Ese era el trato.
¿Cómo fue que se le enredó el corazón y la cabeza? La madrina y las otras tías casi se murieron del susto, de la pena. Ella era una muchacha de 17 años. Vivía feliz en la casa esquinera donde nació y creció con la madrina Sofía y las otras tías, la niña Andrea y la niña Chabelita. Perdió a su mamá muy chiquita, que ni siquiera se acordaba cómo era, sólo de verla en fotos: pelo negro, liso, cara fina, blanca, delgada, pequeña.... y triste, así como ella ahora. Su mamá por la enfermedad que se la llevó al cielo pronto. Ella, por la vida, por su locura, por querer a ese hombre, el Concho, que no la merecía.
Se metió a la casa. Sacudió la cabeza como para ahuyentar los pensamientos. Se fue por el pasillo de piedra cantera a ver a sus otras niñas. La acariciaron los coludos con sus finos brazos verdes. Ya era tarde y Andrea tenía que estar a las ocho en clase. Es que su cabeza se le iba demasiado a veces hacia las cosas de antes que la entristecían. Pero Dios era grande. Y su madrina ya fallecida, seguramente les ayudaba desde arriba con la ventecita que puso gracias al apoyo de las buenas tías y de algunos parientes cercanos y sus manos que cosían ajeno, lograban sobrevivir. Cosía sobre todo en las noches quietas de su pueblo, después de las campanas del Rosario, cuando ya sus muchachitas menores se acostaban y la mayor estudiaba sus lecciones en el corredor con olor a jazmines de la Virgen que ella sintió desde niña, acurrucada en los brazos de la madrina.
Cada noche su cabeza iba y venía, como péndulo de reloj, en una confusión de buenos y malos recuerdos.
Mamitáa; ¿Yo también voy a ir a la escuela?
-Sí, mi amor, te voy a poner el otro año junto con laAndrea.
Era su cumiche, la Mariíta. Tenía ojos muy vivos y muchas ganas de andar por todos lados. Entre ella, las tías y una prima que era maestra, le enseñaban a la pequeña las primeras letras. Agarró de la mano a la niñita y juntas despidieron a la Andrea con las recomendaciones de todos los días: cruzar la calle con cuidado, saludar a la maestra, portarse obediente, atender las enseñanzas, no hacer caso de las travesuras de los otros niños. Andrea era morena como su papá, medio llenita (A pesar de la mala alimentación del monte), pelo liso, muy negro.
Ya se iban reponiendo en estos dos años de haber regresado al pueblo por el que tanto lloró en el camastro en aquellas noches de la finca del Tule. A veces eran noches de lluvia interminable. Entonces y mientras Concho no se aburrió y también por la costumbre (tu obligación —decía él), se hizo de ella con el derecho del marido y con el abuso de su rudeza de caballo chúcaro. Ella
lo quiso así, sudado, hediondo a ganado, bruto muchas veces, ya perdidas las mañas de la conquista, cuando le ponía una flor de avispa en la oreja y le decía cosas lindas: que me gustás, que sos bonita, que sos buena muchacha, que no puedo estar sin verte, que la finca sin vos no es la misma, que allá vamos a ser felices, que mi papa ya habló con el patrón para que me ceda un terrenito a cambio de cuidarle y trabajar la tierra....
Atendió la ventecita toda la mañana, mientras la Mariíta iba y venía por la casa, y las tías la mimaban a la vez que repasaban con ella las tareas que le dejaba su maestra por las tardes. Después del almuerzo, mientras su hija menor dormía un rato, cerró la venta y se fue al corredor, su lugar preferido. Como retomando el hilo de un cuento interrumpido, repasó de nuevo su propia historia. Se extrañaba de su pasado, como si no hubiera sido ella. Pero fue así como se mareó. Su vida en el pueblo era sencilla. Sus tías tenían un modesto pasar, pero eran bien consideradas por las vecinas pudientes. Había terminado la Primaria en el Colegio José Nieborowsky y pensó ayudarle a su madrina en la costura. Aprendió algo y ya se hacía batas sencillas.
A la vez trabajaba en la casa y colaboraba en la horneada de rosquillas, hojaldras y pan francés. Esa pequeña venta de pan les ayudaba a sostener el gasto de la casa. Pero su madrina pensaba que estudiara también para secretaria. En una de esas tardes lo conoció. Andaba con la Menchita y la Tere comiéndose un vigorón en el parque. Era un muchacho de afuera, hijo de un sencillo mandador de hacienda. Él la saludó mostrando los dientes muy blancos y la sonrisa maliciosa que siempre tuvo. Así comenzó. Era fuerte, hablaba directo, era decidido. Ella nunca se creyó bonita. Ahora no se explicaba cómo se enamoró de ese hombre que apenas llegó a tercer grado. Tal vez su fuerza, su atrevimiento, su seguridad de hacerla feliz. En esos años, los cincuentas, todos era más simple.
Trajinó el resto de la tarde. A veces estaba muy cansada. Bueno, eran tres hijas que criar y sacar adelante. A pesar de que ahora vivían más tranquilas bajo techo seguro, en su querida casa donde pasó su niñez y juventud con las tías cariñosas, con todo y lo regañonas. Estaban casi ancianas, pero dispuestas a darle ella y sus niñas un pedazo de sus corazones ya desgastados por los años. Llegaban a veces las primas, las viejas amigas que poco a poco se acercaban después del doloroso regreso al hogar materno.
A su papá no lo conoció. Murió joven. Era comerciante y andariego. Quizás esa era la tristeza que veía en la foto de su maná, allá en el fondo de los pequeños ojos negros.
Pasó frente a la Virgen de Fátima colocada en la mesita le la sala, donde permanecía iluminada día y noche por las dadoras.
Se santiguó y le pidió perdón por no conformarse de una vez con el cambio de su suerte. Porque la verdad era ésa. Fue una suerte recuperar su vida, su destino y el de sus hijas. El espejo del ropero le devolvió su imagen, la de hoy: La cara tostada, con surcos, varios dientes menos, algunas canas prematuras, el pelo sin brillo y sus ojos que todavía devolvían la decepción, la humillación que le hicieron pasar el Concho y la mujer aquella, iodo eso saliéndose también por su cuerpo maltratado en el trabajo duro de la finca.
Parecía vieja y no lo era. Padeció hambre con sus muchachitos. Sufrieron mucho desde que él cambió por completo, desde que le enredó con la busera, la mujerona dueña del bus que viajaba entre Managua y Camoapa. Había sido mujer de la vida, hábil y ambiciosa, suertera con los hombres. Y así se hizo de reales. Hermosa, más bien llamativa, con su pelo negro crespo, boca bien pintada, bustuda, caderas resaltadas. Era cuarentona, pero llena de mañas de mujer corrida y adornada con chilindrujes de todos colores. La conoció de verla pasar todos los días y hacer paradas frente al portón de la finca.
Así se enrolaron seguramente con su marido. Él quería ser rico y en la finca de don Francisco no lo iba a ser. El dueño era un señor de respeto, muy bueno, que fue su padrino de boda, a pesar de haberla aconsejado advirtiéndole la vida que iba a llevar en el campo. Como era abogado de los honrados no le daban los reales para meterlos en su hacienda de doscientas cincuenta manzanas. Lástima, porque era bonita y buena para el ganado, con zacate para, el mejor de todos y para el cultivo de café.
Allí vivían con modestia y aunque el papá de Concho tenía su pedacito de terreno cultivado que le cedió don francisco y que él con sacrificio agrandó, no daba para mantener a toda la familia, con hijos, nietos, nueras y yernos. Además, Concho había perdido la ilusión del comienzo y vinieron hijo tras hijo. Criada en el catolicismo de su familia, cumplía con la santa obligación del matrimonio.
Así comprendió, entre dolor y dolor, entre parto y parto, lo que había hecho de su vida. El era un campesino. Quería mujer para que pariera y trabajara para él y los hijos en el día. En algunas noches había que complacerlo. Así fue languideciendo, a la par del canto de las chicharras, en aquel rancho de cañas y barro que les prestó el patrón y que su marido no se preocupó de mejorar nunca.
Hasta que un día desapareció con la mujer del bus. Quedó sola con sus criaturas, con sus cinco hijos. Al comienzo se le juntó el cielo con la tierra. Los suegros la ampararon a cómopudieron. A veces llegó a comer tortilla con sal. Su familia nunca la perdió de vista y le ayudaron en algo. Fue muy duro saber que el padre de sus muchachos andaba muy orondo, bien vestido y sonriente, colgado del bus como cobrador del pasaje. El viejo don Rafael, avergonzado, le llamó la atención. Por eso perdió el camino y se fue para el lado de Teustepe con la señorona de su querida.
Todavía recordaba como una película difícil de entender, el día de su casamiento. Los padrinos fueron los patrones, el doctor López y su esposa doña Rosa Mélida. Los dos les hablaron a ella y a su novio de la seriedad del matrimonio. Como que sabían, le recomendaron a él estimarla, quererla y darle una buena vida, en medio de la humildad en que iban a vivir. Las tías, entre llantos consejos, le hicieron el vestido blanco, de algodón fino, con encajes y mangas largas. Le arreglaron una coronita de azahares del jardín y un ramo de rosas blancas que dejó en el altar de la Virgen. Don Francisco y su señora, que cocinaba riquísimo, les obsequiaron en su casa un desayuno después de la misa, al que sólo llegaron la familia de Concho y la de los padrinos, pues las tías estaban muy impresionadas.
El primer año Concho se portó bien, cariñoso, complaciente, acarreador de cosas para el rancho. Soñaba con ser rico: ganado, café, tierras. Pero todo eran ilusiones. Apenas comenzaron a llegar los hijos, también comenzó a cambiar. Hasta le pegó alguna vez cuando estaba picado y ella se atrevía con más miedo que otra cosa, a reclamarle su falta de responsabilidad. Con los partos y la mala alimentación se fue arruinando. Don Rafael y doña Albina le llevaban gallinas, le dieron una vaca para la leche de los niños, frijoles, maíz. Cada barriga le sacó un diente, cada hijo mal logrado le sacó un borbollón de lágrimas, cada verano se fue secando más y más su corazón para aquel hombre grosero que una vez le hizo creer que con él encontraría la felicidad.
Salió del panteón. Era día de difuntos. Entraban y salían las gentes con flores para sus seres queridos. Había ido a ver a su madre y a su madrina. Iba con sus niñas. Sintió que su ánimo estaba más liviano que de costumbre, más en paz. Tal vez porque había comprendido al fin el valor del olvido, no del amor. Ese era desde hacía bastante tiempo sólo para sus hijos. Olvido de la pena, la rabia, la humillación, el abandono. Volvió a ver en frente. Allí estaba, mucho más cerca, el cerro de doña Herminia. Lo vio más ancho, más verde, más hermoso. Subió con la mirada la calle del Bajo. Arriba estaba la Iglesia Parroquial con su blancura y sencillez, sobresaliendo entre los techos iluminados por una mañana de sol y cielo celeste claro.
Desde que se quedó sola, no había visto a Concho hasta días atrás en el parque. Ella salía de la iglesia. Estaba más viejo, gordo, ajado. No conservaba la malicia que tenía de joven. No de balde habían pasado veinte años desde que lo conoció. El ceño fruncido le arrugaba la frente. Cuando la vio agachó la cabeza. Ella lo quedó viendo y ya no sintió dolor ni vergüenza, sino algo frío por dentro. Después supo que la anduvo buscando, pero no se atrevió a visitarla. Sólo preguntó por las hijas y cuando le contaron que estaban bien, bajo el amparo de la madre y las tías, expresó su alivio.
—Me equivoqué — dijo —. La Mariíta es buena mujer. Me parió los hijos, los cuidó y me fue fiel. Era trabajadora y conforme. Yo no le di buena vida. En cambio la rejodida de la Carmen Macha (Así le llamaban a la flamante dueña del bus, amante de Concho, mejor dicho, su dueña y patrona),me dejó por otro más joven y a mí me botó. Me quería sólo para trabajarle y me trataba con desprecio. Pues claro que me fui. Menos mal que mis hijos varones trabajan en el rancho de mis viejos y se están haciendo buenos hombres. Hasta van a aprender la Secundaria en la Escuela Dominical de Camoapa. Yo me defiendo a cómopuedo, pero me alegro por la Mariíta y sus hijas. Lo bueno es que no me les ha dado padrasto. Eso sí que no se lo perdonaría. Eso es sólo cosa de nosotros los hombres.
Eran las cuatro de la tarde cuando entró Sofía del colegio. Le notó a su mamá una expresión nueva en la cara, siempre apacible y algo triste. Se lo dijo. María acercó a su pecho a su hija mayor. Dejó la costura que tenía entre las manos, llevó a la muchacha a la puerta de la calle y le señaló con los dedos los cerros más cercanos, del lado del río.
—Estoy contenta, hijita. Ahora que veo mis cerros me parecen más verdes y bonitos que antes.
Debe ser el invierno que los pone así, mamita.
Eso debe ser. Y también porque ahora estoy completamente segura que ya estamos de regreso para siempre.
Las lluvias fuertes ya se iban alejando. Esa tarde de noviembre un arco- iris extendía sus siete colores en el azul purísimo. El bus interlocal bajaba cauteloso, entre brinco y brinco, la empinada siesta del Bajo. El ayudante del conductor, un hombre joven de lentes oscuros gritaba: ¡Pasajeros a Camoapa! ¡Arriba, que vamos de regreso! Al final de la calle en descenso, el cerro de doña Herminia mostraba su verde y frondosa figura recostada en la frescura de la tarde.

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MARGARITA LÓPEZ MIRANDA
Crítica literaria, catedrática y poeta, nació en Boaco en 1944. Además de Una chontalela... ha publicado Biografía del Libertador Simón Bolívar'. (Managua: Ministerio de Educación, 1984) y La polifonía en el relato de "Azul...": un enfoque de "El Fardo" (Madrid: Anales de Literatura Hispanoamericana,1990). También ha publicado en los diversos suplementos del país.

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