Esta mujer
quiso perder el amor no fuera nadie a encontrarla
quiso perder el amor no fuera nadie a encontrarla
Rosario Murillo
¡Qué frío hace! Estas paredes
tienen la humedad de los siglos. No sé si en la calle estará peor. Por cualquier cosa
me pongo dos jerseys, uno sobre otro; encima la ruana de
piel de llama que traje de mi
país. Qué nostalgia me entra con sólo tocar la suave textura de esta prenda, que por
cierto ha causado sensación aquí. Si supieran que en el Perú las hacen más hermosas
todavía. El otro día una
señorona me preguntó que si se la vendía. Claro, eso podría ayudarme a resolver mis problemas económicos;
pero me expondría a morirme de pulmonía.
Además, me hace sentir el calorcito
de mi sangre colombiana. La ricachona me dio su tarjeta por si cambiaba de
opinión.
Me arreglo frente al espejo pequeño y opaco que está sobre el lavabo. No hay tocador o cómoda que me permita maquillarme adecuadamente. Con el cepillo trato de darle forma al pelo, que con el corte estilo punk me da un aire juvenil. Me lo corté ayer en una peluquería barata que queda abajo del hostal. Gasté mil "pelas", pero valió la pena, porque me favorece bastante, según me han dicho mis compañeros en la universidad; aunque a mi amiga no le haya gustado. No me importa, me parece un poco provinciana. Claro, ella viene de un país más atrasado que el mío. Seguro allá no conocen estas modas. Me pongo los pendientes de filigrana que me regaló. Dice que los hacen en la Costa Atlántica de Nicaragua.
Me arreglo frente al espejo pequeño y opaco que está sobre el lavabo. No hay tocador o cómoda que me permita maquillarme adecuadamente. Con el cepillo trato de darle forma al pelo, que con el corte estilo punk me da un aire juvenil. Me lo corté ayer en una peluquería barata que queda abajo del hostal. Gasté mil "pelas", pero valió la pena, porque me favorece bastante, según me han dicho mis compañeros en la universidad; aunque a mi amiga no le haya gustado. No me importa, me parece un poco provinciana. Claro, ella viene de un país más atrasado que el mío. Seguro allá no conocen estas modas. Me pongo los pendientes de filigrana que me regaló. Dice que los hacen en la Costa Atlántica de Nicaragua.
El espejo me refleja una imagen
algo gruesa. Es por la ropa de lana, pienso, para reconfortarme. Espejito, espejito, ¿cómo estoy? Necesito causarle buena
impresión a este viejo que me ha invitado a salir. A lo mejor él puede ayudarme a salir de esta crisis. Debo dos meses de
hospedaje. Ahora tengo que salir cuando Celsa, la gallega dueña del Almudena, no me
vea, porque si me ve, me
acosará con el terna del pago.
Reviso mi imagen un poco insegura.
No sé si estoy vestida adecuadamente. Quizá el viejo me lleve a un lugar
elegante. Con la ruana
puesta, no hay problema, porque es muy bonita, con sus flecos de alpaca se ve
llamativa; pero una vez que me la tenga que quitar dentro del edificio —porque seguro
que tendrá calefacción—
cuando me la quite se verá que el jersey está descolorido. Hoy, temprano en la
mañana, le he quitado con una tijera, todas las motitas que se le han formado
con las continuas lavadas. El
problema es este maldito clima, porque traje un vestido muy lindo, pero es de tela muy ligera, me
moriría de Crío.
¿Cómo será el lugar a donde
iremos? La idea me asusta un poco. No sé exactamente qué intenciones tendrá ese viejo. Además, casi no lo conozco. Lo vi
hace unos días en el parque "Plaza España". Yo leía La Regenta para hacer un ensayo
que nos pidió el
profesor. Se paró a mi lado; muy elegante el viejo, con su abrigo de buena calidad.
Inmediatamente me invitó a tomar café. Fuimos al Restaurante Sahara que queda sobre la "Gran Vía". Aproveché
para pedir unos pasteles, pues ese día no había almorzado.
El viejo parecía simpático. Me dijo que le encantaban
las muchachas
latinoamericanas, que eran muy graciosas; que yo estaba muy guapa. Eso fortaleció mi ego, un poco
deteriorado con tantos
problemas que he pasado en los últimos meses. Estuvimos hablando largo tiempo. Yo estaba
contenta porque allí había
una buena calefacción, y nos quedamos tanto tiempo, que después pedimos un vino y unos
calamares para picar.
Con varias copas adentro, el viejo se fue poniendo eufórico y me ofreció llevarme a conocer Madrid. Le dije que ya conocía, pero él insistió que había lugares muy bonitos, donde la podíamos pasar bien. Hablaba de los tiempos de Franco, a quien se veía que admiraba. Decía que en ese tiempo todo era mejor, no como ahora que los jóvenes pasaban en las máquinas tragamonedas jugando el día entero, que la juventud no servía. Yo estaba horrorizada internamente, pero no quise discutir con él para no perderme la cena.
Cuando salimos de allí, me invitó a bailar. Yo me asusté un poco. Una no se adapta fácilmente a estas costumbres europeas, lo pensé y le dije que otro día. Me pidió el número de mi teléfono. Nos despedimos como dos viejos conocidos. De regreso al hostal pensé lo terrible que es la soledad, en estos países inhóspitos y fríos.
El otro día estaba tan triste que me fui a la Plaza del Sol, me senté en el borde de la fuente y me puse a darle de comer a las palomas. Había marroquíes, de los que cruzan el estrecho con la esperanza de encontrar un mundo mejor. Cerca, dos muchachos de Senegal vendían alhajas de bisutería, la que mostraban sobre una bella tela pintada con motivos africanos. Me acerqué a ver los pendientes y collares finamente tallados en plata. Ellos trataron de persuadirme de que comprara algo. Claro, ganas no me faltaban, sólo dinero, les dije. Conversamos un rato. Aproveché para practicar mi pobre francés: habían estuchado leyes en París y ahora vendían artesanías africanas para poder subsistir. De pronto, levantaron la tela del suelo, la recogieron y salieron corriendo. Me quedé desconcertarla. Al momento llegaron dos policías buscando gente indocumentada.
De regreso al Hostal me sentí más triste. Pensaba en estos muchachos que habían estudiado con sacrificios, pero sus estudios no les servían para nada, sólo por el hecho de ser extranjeros e indocumentados. Eso me pasaría a mí sí me decidía a quedarme. Porque ya lo había pensado varias veces, pero esta situación me desespera. Ayer me llamó el viejo invitándome a salir. Acordamos vernos en el mismo Sahara, a las nueve de la noche. A esa hora, seguro querrá tornar un vinito para calentarse y después, tal vez, cenar. No irá a querer otra cosa, supongo. Si me invita a bailar, buscaré alguna excusa. Lo que quiero es comer y conversar un rato.
Saco el frasquito de perfume que guarda las últimas gotas reconfortadoras. Mientras me pongo la fragancia detrás de las orejas, me comienzo a sentir inquieta. ¿Y si mi amiga tiene razón? ¿Si el viejo sólo quiere llevarme a la cama? Lo peor que aquí hay tanto SIDA que es peligroso correr el riesgo. Además, yo amo a Ricardo, mi compañero. Es cierto que no estanos casados, pero ya llevarnos seis años viviendo juntos. Mañana lo llamaré por teléfono, desde Sol. Allí hay un teléfono “pinchado”, lo malo es la fila que hay que hacer. Llega una dominicana, que siempre pregunta a gritos, desesperada por su hijo Cristopher; un argentino que no sé cómo se llama, que habla con la voz cargada de nostalgia. También llegan unos polacos con cara de maleantes. Aquí se ve de todo.
Para qué recordé a Ricardo. Ahora me ha entrado una gran tristeza. Es que él es buena persona; me dio mil dólares para venirme, pero ya se me terminaron. El pobre quién sabe de dónde sacó el dinero, porque rico no es. A lo mejor me lo dio porque quería deshacerse de mí. Como no estamos casados y ahora que él es rector de una universidad, tal vez eso no les guste. Esa gente es muy atrasada.
Las palabras que mi amiga me dijera cuando le conté de la cita con el viejo resuenan en mis oídos: "...todo por un plato de lentejas..." Me siento en la cama, cierro los ojos y trato de reconstruir el rostro del viejo. Lo primero que se me viene a la mente son unos labios gruesos, groseros. Después la mirada de lascivia, las mejillas mofletudas, grasosas, los ojos saltones, bajo las gruesas gafas, los músculos flácidos, el vientre abultado, el pelo gris, ya escaso. Recuerdo que huele a ajo y a vino agrio, aunque se ponga "Agua Brava" encima. Lo comparo con Ricardo, joven, atlético, guapo...
Permanezco acostada un rato, sumida en una extraña laxitud. Infinidad de ideas pasan por mi cabeza. Acaricio el poncho, me gusta la suavidad, la tibieza que emana la piel blanca.
Me levanto de un salto. Me quito la ruana y la meto en una bolsa del Corte Inglés. Busco el número de la ricachona en mi cartera. Me veo con otros ojos en el espejo: ¡Valgo mucho más que un plato de lentejas!
¡Total, ya se acerca la primavera!...
**************************
ISOLDA RODRÍGUEZ
Con varias copas adentro, el viejo se fue poniendo eufórico y me ofreció llevarme a conocer Madrid. Le dije que ya conocía, pero él insistió que había lugares muy bonitos, donde la podíamos pasar bien. Hablaba de los tiempos de Franco, a quien se veía que admiraba. Decía que en ese tiempo todo era mejor, no como ahora que los jóvenes pasaban en las máquinas tragamonedas jugando el día entero, que la juventud no servía. Yo estaba horrorizada internamente, pero no quise discutir con él para no perderme la cena.
Cuando salimos de allí, me invitó a bailar. Yo me asusté un poco. Una no se adapta fácilmente a estas costumbres europeas, lo pensé y le dije que otro día. Me pidió el número de mi teléfono. Nos despedimos como dos viejos conocidos. De regreso al hostal pensé lo terrible que es la soledad, en estos países inhóspitos y fríos.
El otro día estaba tan triste que me fui a la Plaza del Sol, me senté en el borde de la fuente y me puse a darle de comer a las palomas. Había marroquíes, de los que cruzan el estrecho con la esperanza de encontrar un mundo mejor. Cerca, dos muchachos de Senegal vendían alhajas de bisutería, la que mostraban sobre una bella tela pintada con motivos africanos. Me acerqué a ver los pendientes y collares finamente tallados en plata. Ellos trataron de persuadirme de que comprara algo. Claro, ganas no me faltaban, sólo dinero, les dije. Conversamos un rato. Aproveché para practicar mi pobre francés: habían estuchado leyes en París y ahora vendían artesanías africanas para poder subsistir. De pronto, levantaron la tela del suelo, la recogieron y salieron corriendo. Me quedé desconcertarla. Al momento llegaron dos policías buscando gente indocumentada.
De regreso al Hostal me sentí más triste. Pensaba en estos muchachos que habían estudiado con sacrificios, pero sus estudios no les servían para nada, sólo por el hecho de ser extranjeros e indocumentados. Eso me pasaría a mí sí me decidía a quedarme. Porque ya lo había pensado varias veces, pero esta situación me desespera. Ayer me llamó el viejo invitándome a salir. Acordamos vernos en el mismo Sahara, a las nueve de la noche. A esa hora, seguro querrá tornar un vinito para calentarse y después, tal vez, cenar. No irá a querer otra cosa, supongo. Si me invita a bailar, buscaré alguna excusa. Lo que quiero es comer y conversar un rato.
Saco el frasquito de perfume que guarda las últimas gotas reconfortadoras. Mientras me pongo la fragancia detrás de las orejas, me comienzo a sentir inquieta. ¿Y si mi amiga tiene razón? ¿Si el viejo sólo quiere llevarme a la cama? Lo peor que aquí hay tanto SIDA que es peligroso correr el riesgo. Además, yo amo a Ricardo, mi compañero. Es cierto que no estanos casados, pero ya llevarnos seis años viviendo juntos. Mañana lo llamaré por teléfono, desde Sol. Allí hay un teléfono “pinchado”, lo malo es la fila que hay que hacer. Llega una dominicana, que siempre pregunta a gritos, desesperada por su hijo Cristopher; un argentino que no sé cómo se llama, que habla con la voz cargada de nostalgia. También llegan unos polacos con cara de maleantes. Aquí se ve de todo.
Para qué recordé a Ricardo. Ahora me ha entrado una gran tristeza. Es que él es buena persona; me dio mil dólares para venirme, pero ya se me terminaron. El pobre quién sabe de dónde sacó el dinero, porque rico no es. A lo mejor me lo dio porque quería deshacerse de mí. Como no estamos casados y ahora que él es rector de una universidad, tal vez eso no les guste. Esa gente es muy atrasada.
Las palabras que mi amiga me dijera cuando le conté de la cita con el viejo resuenan en mis oídos: "...todo por un plato de lentejas..." Me siento en la cama, cierro los ojos y trato de reconstruir el rostro del viejo. Lo primero que se me viene a la mente son unos labios gruesos, groseros. Después la mirada de lascivia, las mejillas mofletudas, grasosas, los ojos saltones, bajo las gruesas gafas, los músculos flácidos, el vientre abultado, el pelo gris, ya escaso. Recuerdo que huele a ajo y a vino agrio, aunque se ponga "Agua Brava" encima. Lo comparo con Ricardo, joven, atlético, guapo...
Permanezco acostada un rato, sumida en una extraña laxitud. Infinidad de ideas pasan por mi cabeza. Acaricio el poncho, me gusta la suavidad, la tibieza que emana la piel blanca.
Me levanto de un salto. Me quito la ruana y la meto en una bolsa del Corte Inglés. Busco el número de la ricachona en mi cartera. Me veo con otros ojos en el espejo: ¡Valgo mucho más que un plato de lentejas!
¡Total, ya se acerca la primavera!...
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ISOLDA RODRÍGUEZ
(Nació en Estelí el 7 de
noviembre de 1947). Catedrática, ensayista, crítica literaria y narradora, Es
licenciada en Letras por la UNAN-Managua, donde también estudió Administración Educativa. Hizo cursos
monográficos de doctorado en Filología
Española en la Universidad de Málaga, un postgrado en Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid y cursos de metodología de investigación y de
gramática generativa en la
Universidad Centroamericana (UGA) de Managua. En 1997 obtuvo
en ese mismo centro de estudios el título de master en Historia. Desde 1972 hasta la fecha, se ha desempeñado como profesora universitaria en el área de literatura de la UNAN-Managua y la UCA. Ha
publicado una decena de libros,
que incluye varios manuales y
dos volúmenes de narrativa corta: La casa de los pájaros (1995) y Daguerrotipos y otros retratos de mujeres (1999).
Los principales ejes del
universo temático de su cuentística son
la búsqueda del despertar espiritual en
comunión con la naturaleza y la reescritura de papel de las mujeres en la historia. Su ensayo
La educación durante el liberalismo,
Nicaragua: 1893-1909 (1998) constituye un loable aporte a la historia de la educación en nuestro país. A la vez, Una década en
la narrativa nicaragüense y otros ensayos
(1999) es
representativo. El cuento fue tomado de Daguerrotipos y otros retratos de mujeres
(1999).
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