EL HOMBRE FELIZ - María Teresa Sánchez


En un rincón del restaurante estaba el Hombre Feliz. Sorbía a tragos lentos su taza de café. En la mesa vecina, un grupo de jóvenes discutía acaloradamente sobre el resultado de un concurso de belleza. Uno dijo:

—Yo te aseguro que ese fallo no ha sido justo. ¡Esa muchacha no merecía el premio!

Un joven de ojos sarcos intervino:

—¿Qué sabes tú de mujeres...? Yo he visto mucho mundo y —¡hay que ver! —dijo maliciosamente, deteniéndose en los puntos suspensivos— ¡en el cuerpo está la cosa!

—Eres un vulgar! —intervino el tercero.

—¡A mí nadie me dice vulgar! —gritó el joven de ojos sarcos, al mismo tiempo que alzaba una botella de whisky y la rompía sobre la cabeza de su compañero. La trifulca se armó y pronto volaron en el aire vasos y botellas.

—Nos vamos —dijo el Hombre Feliz a su Otro Yo.

—¿No te dije que estos jóvenes son tontos? ¡Pero tanto insististe en venir a un restaurante!

El Otro Yo nada dijo. El Hombre Feliz prosiguió: —¡Bien merecías que te rompieran a ti también la crisma!

Caminaba el Hombre Feliz monologando con su Otro Yo. De pronto se detuvo. El Otro Yo se interesaba ahora por ver un mitin que, en una esquina del parque, celebraban unos manifestantes.

—Ve —dijo el Hombre Feliz—, de esos tumultos nunca se sale bien; además, sólo tonterías dicen.

El Otro Yo insistió en detenerse y el Hombre feliz se acercó al mitin. Un hombre gesticulaba violentamente. El Otro Yo preguntó:

—¿Qué dicen?

—Que la democracia está en decadencia —respondió el Hombre Feliz.

—Ah! —dijo el Otro Yo...—. ¿Qué dicen ahora? —volvió a preguntar el Otro Yo.

—Que sólo ellos pueden resolver el problema de la vivienda y la carestía...

—Ah! —dijo el Otro Yo—. Y ¿ahora qué pasa? —preguntó intranquilo el Otro Yo.

—Se corren de la policía —le respondió el Hombre Feliz. —¿Nos vamos? —le urgió el Otro Yo, atemorizado.

—¡No! —dijo el Hombre Feliz—. Ahora verás el final, para que otro día no insistás en venir a estas manifestaciones.

Sonó un tiro, hubo ruido de bayonetas y pasos de caballería. El Otro Yo tuvo miedo:

—¡ Vamos ! —dijo.

—No hay prisa —le respondió el Hombre Feliz. —¡Vámonos! —insistió el Otro Yo, con voz temerosa.

El Hombre Feliz se arregló el sombrero y con pasos lentos se alejó del tumulto.

—¿En qué terminará todo eso? —preguntó el Otro Yo, un poco más tranquilo.

—Bueno... a unos les romperán la cabeza, otros irán presos...

y mañana habrá muchas peticiones al Presidente, de parte de las esposas de los manifestantes... —dijo el Hombre Feliz y guardó silencio.

—Y el Presidente, ¿qué hará? —interrogó curioso el OtroYo.

—Nada, dirá que, dada la magnanimidad de su corazón, los dejen libres.

—¡Ah! —Dijo el Otro Yo—, y entonces, ¿para qué lo hacen?

—Para romper la monotonía de la vida —dijo el Hombre Feliz.

Cuando el Hombre Feliz llegó a su habitación se sintió cansado. Se desvistió, se acomodó en su cama, tomo un libro y se puso a leer.

—¿Qué leemos? —preguntó el Otro Yo.

—A Diógenes —dijo el Hombre Feliz.

—¿Quién es él? —preguntó el Otro Yo.

—El hombre que no necesitaba de nadie para ser feliz?

—¡Ah! —dijo el Otro Yo —entonces era como tú! Esto halagó al Hombre Feliz, quien, complacido, le respondió:

—No, porque yo te tengo a ti, y Diógenes sólo necesitaba un pedazo de sol.

¡Ah! —dijo el Otro Yo.

El Otro Yo apagó la luz y el Hombre Feliz le reprochó:

—¡Nunca hagas eso! Soy yo el que dispone cuándo debe deencenderse y apagarse la luz. Entiéndelo bien: ¡Yo soy tu amo...! No... no digamos amo... tú eres mi súbdito.

—Entonces ¿eres rey? —Pregunto extrañado el Otro Yo.

—¡No! Yo no soy rey. En mi república no hay reinado, sólo república.

—¡Ah! —dijo el Otro Yo.

El Hombre Feliz encendió la luz y siguió leyendo. A la mañana siguiente, el Otro Yo preguntó:

—¿Qué programa tenemos hoy? ¿Iremos de excursión?

—No —dijo el Hombre Feliz—. Hoy nos quedamos en casa.

—Ah! —dijo el Otro Yo, un poco triste. Abrió la ventana, respiró hondo el aire puro de la mañana, se golpeó el pecho y exclamó:

—¡Qué feliz soy!

(Era el ejercicio que le había impuesto el Hombre Feliz; ejercicio que todas las mañanas practicaba el Otro Yo).

El Hombre Feliz dijo a su súbdito:

—Que tu espíritu se nutra de las excelencias de la vida.Bástete, para ser feliz, la comprensión mía. Cuando te sientas triste, arranca al teclado esas melodías que te he enseñado y te sentirás bien. Esa música tiene hálitos divinos; es como si el aliento de Dios te rozara muy cerca. Aléjate de esa música grotesca que sólo sirve para estropear los sentidos y para histerizar al hombre. Levántate con el ánimo dispuesto a la felicidad y dándole gracias a tu Creador por todas las excelencias que te ofrece.

El Hombre Feliz continuaba dando normas a su Otro Yo. El Otro Yo miraba por la ventana sin prestar atención a lo que el Hombre Feliz le decía.

El Hombre Feliz se dio cuenta y le dijo:

—Porque el hombre mira más para abajo que a lo alto, es que vive sumido en la oscuridad...

Y, acercándose a la ventana, le dijo:

—¡Mira, qué bello paisaje! ¿Por qué detienes tu vista en esa mujer? ¡Esa es gente extraña para nosotros!, y yo no quiero que tengamos relaciones con otras naciones.

El Otro Yo se acercó al piano y deslizó sus manos sobre el teclado. La melodía invadió el cuarto.

El Hombre Feliz se sintió feliz.

* * *

Cuando la dueña de la casa comprobó que su huésped llevaba semanas enteras haciendo gesticulaciones un poco raras, se alarmó. En consulta de familia hablaron a un psiquiatra para que examinara al Hombre Feliz, preparando de antemano un encuentro casual.

—Le presento al Hombre Feliz —dijo la casera. —Tanto gusto, doctor —se adelantó el hombre feliz.

—Ah ¿ya me conocía?

—¿Conocerlo? ¡Pero si es uno de los médicos más prominentes de la ciudad! ¿Quién no lo conoce?

El médico se sintió halagado, y no vio en el hombre señales de locura. El Hombre Feliz continuó:

—Esa trepanación que hizo usted ha sorprendido a todos. Parece mentira que tengamos aquí verdaderos genios de la cirugía.

El médico continuaba feliz oyendo al hombre.

—Y usted, ¿qué hace? —le preguntó cortésmente interesado el médico.

—Pues, ¿qué quiere que le diga? Cuando se llega a mi edad, es mejor vivir la vida como ésta se presenta. Mire usted —continuó el Hombre Feliz—, a los 50 años nadie tiene derecho a equivocarse sobre la humanidad: ésta es egoísta, vanidosa, belicosa, pecadora. He vivido dos guerras, he visto nacer el nacismo, el comunismo, el falangismo, las continuas derrotas de la democracia, el lanzamiento y la destrucción de ídolos que parecían perennes. Levantarse y hundirse ciudades y reinados. Crisis y bonanzas, el progreso de la ciencia y el adelanto de la técnica... La era atómica... —rubricó un poco amargado—. Y como si fuera poco, una nueva bomba acaba de anunciar hoy mismo la radio: la de cobalto... Por eso, Yo y mi súbdito, mi Otro Yo —recalcó—, miramos al mundo con el desprecio que se merece.

Todo había estado bien, pero esto último confundió un poco al médico, quien se despidió del Hombre Feliz, invitándolo a que lo visitara en su consultorio para charlar.

—Muy interesantes sus observaciones —le dijo al alejarse del Hombre Feliz.

En la calle, meditaba el médico sobre lo que había oído en los labios del Hombre Feliz. Al entrar el médico a su casa, la esposa lo increpó colérica:

—¡Desde hace horas te espero y vienes tan tranquilo!

—¡Mujer! Atendía un caso muy interesante —se defendió el médico.

—¡A mí con cuentos chinos! —le interrumpió la mujer enfurecida—. ¡Claro! ahora te das el lujo de hacerme esperar. ¡Pero no eras así cuando necesitabas el dinero de mi padre para montar ese maldito manicomio tuyo!... ¿Y ese hombre quién es?

El médico se volvió tan sorprendido como su mujer. En el umbral de la puerta estaba el Hombre Feliz cargando el maletín que el médico había olvidado; había presenciado toda la escena familiar.

—Vea, amigo —dijo el médico—, a usted le consta dónde he estado esta tarde... ¡Qué injustas son las mujeres! ¡Y qué maneras de recibir a un marido que llega cansado del trabajo!

La mujer gruñó algo inentendible. El Hombre Feliz entregó el maletín y no respondió nada.

De regreso el otro Yo preguntó: —¿Qué pasó?

—Y a nosotros, ¿qué nos importa?... ¡Así viven en las otras naciones! —recalcó el Hombre Feliz.

—¡Ah! —dijo el Otro Yo.

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